Presentación

Por EVA K. DARGYAY

La experiencia de la muerte en las tradiciones míticas

En casi todas las culturas de la humanidad, la muerte, experiencia horrible y terrorífica, inspira la reflexión sobre el sentido de la vida, sobre las causas que llevan a tamaña prueba y la acción apremiante que la hace inevitable. Se intenta, desde el albor de la humanidad, dar un sentido al horror y captar lo incomprensible con imágenes míticas.

No conocemos ninguna cultura que no haya tratado de resolver el enigma de la muerte. Todas las culturas nos transmiten esencialmente la misma imagen1.

Al principio, cuando el hombre era aún totalmente uno, inseparable del ser divino, no conocía la muerte. No tuvo que padecerla hasta haber caído del orden divino celestial, hasta haberse separado de él. El estado primero del hombre era paradisíaco. Vivía en el jardín del Edén, no conocía ningún deseo, ningún odio, formaba uno con los demás seres vivos y conocía la felicidad contemplando al ser verdadero. Las más antiguas culturas ven el estado original del hombre de una forma aún más concreta: los frutos están a su disposición en abundancia, le basta con cogerlos. Desconoce hostilidades y luchas. Pero, sin embargo, por paradisíaco que sea ese estado original del hombre, lleva en sí la marca de la inmovilidad y de la permanencia, sin ninguna creatividad, ninguna libertad. Así aparece la muerte en su sentido profundo, como una consecuencia necesaria a la ausencia de flexibilidad del estado original paradisíaco. Para poder desarrollarse, el hombre tiene que morir, como harán todos los santos, los místicos, los chamanistas y los maestros espirituales. La muerte tiene la cabeza de Jano; mira al mismo tiempo al mundo y al más allá, pero es también el umbral en que se confunden sufrimiento y dicha, inmovilidad y movimiento.

Desde los tiempos más remotos, el tema de la muerte ha ocupado un lugar preponderante en el pensamiento humano. Nuestra época no puede evitar la cuestión de la muerte que nos asalta a diario. Cada tarde viene a golpear nuestras conciencias a través de las antenas de televisión. Nunca una época ha sentido la muerte de forma tan unidimensional como la nuestra. La muerte, en general, no es más que el final absurdo de una vida carente de sentido. La muerte no es más que el siniestro segador que nos lleva. Cuando, en Occidente, empezamos a despojar a la muerte del significado que le daban la religión y los mitos, la profanación total de la vida humana no fue más que cuestión de décadas. No podemos ya darle un significado a la muerte, en la que no vemos más que la detención de ciertas funciones orgánicas. La muerte se ha convertido en un estado fisiológico. Pero esta idea nos resulta tan poco satisfactoria que nos las componemos para no mirar a la muerte de frente. Encerramos a los enfermos y a los moribundos en habitaciones desnudas, llenas de aparatos, y sobre todo apartados de toda presencia humana. No queremos tener nada que ver con la muerte. No queremos meter a los muertos en ataúdes y enterrarlos. Queremos apartar a la muerte de nuestro camino y sencillamente olvidarla.

La interpretación fisiológica de la muerte, tal y como se admite hoy en Occidente, no nos permite entender esta obra que se ha hecho famosa bajo el título de El libro tibetano de los muertos. Sin embargo, empiezan a producirse algunas aperturas en Occidente que permiten alcanzar una mejor comprensión de la muerte. Querría citar aquí el libro del médico americano, Moody, sobre ciertos testimonios acerca de la muerte. Raymond A. Moody, en Vida después de la vida (editada en Madrid en 1977 por primera vez)*, interroga a diferentes pacientes, considerados como clínicamente muertos, al habérseles detenido el corazón durante varios minutos y no observarse en ellos actividad cerebral alguna.

Este médico reúne más de 150 testimonios que sorprenden por la semejanza de las experiencias y de las percepciones: el muerto oye al médico declarar su defunción. Acompañado por ruidosos zumbidos, le parece atravesar un túnel sombrío y encontrarse entonces fuera de su cuerpo, si bien tiene la impresión de tener un cuerpo liviano, inmaterial, desde el cual puede observar cuanto ocurre en torno a su cadáver. Seres inmateriales como él vienen a su encuentro, resplandecientes de amor y de armonía, en una deslumbrante luz sobrenatural. Vuelve a ver espontáneamente los actos de su vida; y pese a las advertencias del Amor y de la Paz que quieren retenerle, se siente impelido a reintegrarse a su cuerpo. Cierra esta experiencia de la muerte el sentimiento de no estar aún «maduro» para el más allá.

Estos testimonios de personas muy diversas procedentes de todas las capas de la sociedad americana del siglo XX, concuerdan de forma pasmosa con El libro tibetano de los muertos. Encontramos en él cada uno de los fundamentos expuestos. Para ilustrar el trasfondo religioso de El libro tibetano de los muertos, me gustaría invitar al lector a volver la vista hacia el pensamiento de nuestros antepasados, para ver como entendían ellos la muerte. La arqueología no puede ayudarnos a conocer lo que las culturas antiguas pensaban de la muerte. Los mitos, y cada relato que a ellos hace referencia, pueden aportarnos datos, como si transmitieran una historia sucedida en cierta época. Volveremos a encontrar estos mitos, en su verdad y en sus palabras, dentro de los eternos sueños de la humanidad. Estos sueños no son «pompas de jabón», como pretende hacernos creer un proverbio engañoso, sino que contienen la más profunda visión de nuestro ser. No en vano el psicoanálisis se vale de los sueños para curar el alma del hombre.

Todos los mitos de la humanidad consideran a la muerte como un acontecimiento excepcional, que no forma parte de lo natural. La muerte no es una necesidad inherente a la naturaleza. No puede comprenderse más que como una perversión, o inversión de la propia naturaleza del hombre. Así, algunos mitos comparan la llegada de la muerte a un acto de desobediencia: el hombre se niega a obedecer un mandamiento de Dios. Casi siempre es la curiosidad la que impulsa al hombre a infringir el mandamiento. Otros mitos ven la muerte como la consecuencia de un acto particularmente odioso, cometido por un ser demoníaco. Volvemos a encontrar tales mitos en los antiguos habitantes de Australia, de Asia Central, de Siberia y de América del Norte. Otros mitos consideran a la muerte más como un error de la creación: se abre por descuido la caja de Pandora, el mensajero que ha de anunciar a los hombres la inmortalidad se retrasa tanto que el segundo mensajero que ha de anunciar la muerte llega antes a los hombres. Estos mitos se encuentran preferentemente en África.

En El libro tibetano de los muertos, el Bardo-Thödol2, la muerte interviene en primer lugar en razón de los actos de los que es responsable el moribundo. Se llama Karma a la suma de todos esos actos. Hablaremos más adelante de estos conceptos. Por el momento, recordemos que en el Bardo-Thödol aparece la muerte en función de nuestras propias acciones. La muerte sobreviene, pues, tan solo como consecuencia de la perversión y del desorden de los dioses, pero procede del error del individuo.

Más allá de esta primera argumentación, encontramos en el «núcleo» del Bardo-Thödol lo que enseñan los mitos; a saber, que el hombre, de hecho, está al amparo en el regazo luminoso de la divinidad, en donde participa de la verdad en sí, en función de su propia naturaleza espiritual. El Bardo-Thödol no dice que el hombre haya caído de su paraíso original por culpa de un acto mítico de desobediencia o de estupidez; por el contrario, desarrolla todo un proceso metafísico de pensamientos; a saber, que la naturaleza espiritual de luz del hombre consiste en algo inaprehensible, silencioso y luminoso, que se eleva en el corazón de cada uno cuando se apagan todos los pensamientos, todos los deseos, todas las ataduras con cualquier clase de objetos. Es el espíritu puro. Nuestro texto lo llama «desnudo». Esta naturaleza espiritual de luz no es algo captable o presentable, no se experimenta de forma inmediata más que en lo más hondo de la meditación, tras un largo camino y desarrollo espiritual. Esta naturaleza espiritual de la luz es la propia naturaleza del ser humano. Por ella, el hombre en su esencia está unido a todos los Budas, uno con todos los seres. Se la llama naturaleza de Buda o germen de Tathagata3.

El Paraíso, que los mitos sitúan al comienzo de la historia de la humanidad, se considera en el Bardo-Thödol como la cualidad primera del ser del hombre, como su fundamento ontológico. En los mitos, el hombre pierde el paraíso por su desobediencia y su estupidez. En nuestro texto, la naturaleza espiritual de luz se ensombrece y cae cuando el hombre, a causa de su insaciable necesidad de encuentro, se pone a errar por el mundo de los objetos y a desgarrar al ser indivisible entre el yo y el tú. De forma que estos objetos solo existen en la falsa representación del hombre, que, por último, se ve decepcionado en su espera puesto que esos objetos no son ni eternos ni siquiera duraderos. He aquí la fuente de todo sufrimiento, que corresponde a la expulsión del paraíso en los mitos. El sufrimiento no es algo que venga del exterior y se apodere del hombre. Consiste en esa insaciabilidad del hombre que le une al mundo de los objetos, en esa espera que jamás podrá satisfacerse. En el Bardo-Thödol, el espíritu del hombre es el pivote de la reconquista del Paraíso.

En primer lugar, consideremos como interviene en los mitos la reconquista del Paraíso. Sucede, exactamente, en sentido contrario a la pérdida del Paraíso; si la desobediencia ha provocado su pérdida, la obediencia permite volverlo a encontrar. La pérdida del Paraíso ha dado lugar a la separación del cielo y de la tierra, y el chamán, con ayuda de una cuerda espiritual del árbol del mundo, o con ayuda de una escalera del cielo, vuelve a subir al paraíso, el mundo de los antepasados4.

Evidentemente, no todos pueden regresar al mundo del Paraíso, pues el camino solo les está abierto a los maestros espirituales y a los héroes. Como los antepasados, que moraban en el Paraíso antes de la caída, se encuentran aún en él, ese lugar es el de los antepasados por excelencia. Por tanto, solo penetra en el que pasa por la experiencia de una transformación total, a través de la muerte o a través de los estados comparables al éxtasis y a la meditación. Al morir, el antiguo ario de la India, gracias a los cantos védicos, asciende hacia el mundo luminoso de la luna en donde lo acogen sus antepasados en la inmutabilidad eterna5. Aquí los mitos indican hasta qué punto la hora de la muerte está cargada de significado profundo. Solo ella puede operar la metamorfosis del hombre, solo ella lo devuelve a su paraíso original.

El Bardo-Thödol tiene en común con los mitos esa convicción de que la hora de la muerte es, de toda la vida, el instante incomparable. Nuestro texto no cree ya que la reconquista del Paraíso original sea posible gracias a cánticos rituales, sino gracias a la visión de las relaciones esenciales del mundo, al desvelarse el auténtico carácter del espíritu humano.

Por último, echemos un vistazo a uno de los atributos de ese Paraíso recuperado: está lleno de luz resplandeciente, irradia, brilla, deslumbra. En el mismo instante en que la naturaleza espiritual del ser humano se ve inundada por esa luz, se convierte a su vez en esa luz. Esta concepción está muy extendida entre los gnósticos, los maniqueos, en la antigua India, en el sureste influido por ella, y en el Asia central. Así mismo, encontramos entre los taoístas algunos documentos, e incluso en América del Sur, entre las tribus indígenas. Los mitos llaman a ese Paraíso original «Luna» o «Sol». A veces ese Paraíso se sitúa también del otro lado de este mundo terrestre, en una zona de luz supraterrestre.

Nos encontramos al Paraíso representado por la luz, no solo en los mitos, sino también en los escritos místicos de diversas culturas. Nos refieren la experiencia de una luz que aparece espontáneamente. Conocemos numerosos testimonios según los cuales el rostro de algunos hombres se ilumina en ciertas ocasiones. Las máscaras de oro colocadas sobre el rostro de los cadáveres en Micenas, por ejemplo, debían representar esa luz de la cara, puesto que el muerto, al alcanzar el reino de la luz, se ha convertido en eterno resplandor de la luz.

En el Bardo-Thödol, desde las primeras páginas, encontramos esta luz, la luz fundamental (Chii eussel)6 que es la realidad misma de la naturaleza espiritual. La naturaleza espiritual es parte integrante tanto del Buda como de la luz. Por eso aparecen los Budas en los colores espectrales del arcoíris, de forma «que no son dos», como se dice en nuestro texto. Esta representación del espíritu de luz se encuentra ya en los textos del Palikanon, por ejemplo en Aguttara-Nikaya7, en donde se llama «luminoso» al pensamiento. De este modo se repite siempre que el pensamiento purificado de toda ceguera es comparable al oro puro. En los sutras del Mahayana se desarrolla más esta idea: en los Lankavatara sutras8, todos los seres establecidos en la naturaleza del Buda se definen por la luz. En los Prajnaparamita9, encontramos algunos párrafos en los que el no-pensamiento es luz. De ahí se abre directamente el camino que conduce a las representaciones que encontramos en nuestro texto; a saber, que el espíritu, cuando mora en sí mismo, ve la luz fundamental. Hablar de toda esta concepción de la luz nos llevaría aquí demasiado lejos. Se trataba solo de indicar que esta concepción fundamental del Bardo-Thödol no debe vincularse necesariamente con otras tradiciones espirituales externas al budismo.

El texto de El libro tibetano de los muertos está en el trasfondo, tejido con mitos hindúes, y por ello nos transmite una serie de representaciones religiosas míticas muy importantes. Los mitos de este país tienen su paralelismo en casi todas las tradiciones culturales, de tal manera que este Libro de los muertos se asienta sobre la sólida base de una visión mítica universal. Sin embargo, hay que insistir sobre el hecho de que esos mitos no son historias más o menos incomprensibles, sino la visión que el hombre tiene de sí mismo, tal y como la ha entendido a lo largo de muchos milenios.

La metáfora mítica más sorprendente del Bardo-Thödol es sin duda el «tribunal de la muerte»: Yama, el dios de la muerte, preside el tribunal por encima de los muertos. Dos genios, que son las dos partes del alma del muerto, presentan, en forma de guijarros blancos o negros, las acciones del muerto. Y para reconocer el verdadero carácter del muerto, el dios consulta un espejo.

En estas escenas de tribunal de la muerte aparecen las experiencias humanas que habían engendrado el miedo y la angustia. Numerosas culturas antiguas nos presentan al mundo de los dioses y de los espíritus construido en las mismas proporciones que los del mundo terrestre. En la India, el Maitrayani Upanishad, en el Libro de las leyes de Manu, habla del tribunal de la muerte, como en Occidente lo hace la Odisea, y, en última instancia, la literatura escatológica judeo-cristiana10. Esta escena del tribunal ofrece cierto parecido con El libro egipcio de los muertos, que tiene, sin embargo, una finalidad distinta11. Si se compara esta escena del tribunal del Bardo-Thödol con las demás escenas de esta misma obra, se comprueba que no está construida sistemáticamente y que no se halla plenamente desarrollada, sino que solo se indica brevemente, a modo de ejemplo, al igual que los criados cojos, la niebla, el alarido y los símbolos del miedo existencial del muerto. Como nos muestra Poucha en su relato, se aplican diferentes símbolos para describir el estado post mortem.

El libro tibetano de los muertos se vale de estas representaciones míticas fundamentales. El Bardo-Thödol utiliza unas imágenes míticas del dios de la muerte como juez, o las visiones de los estados infernales, por ejemplo, para ayudar al hombre a acercarse lo más posible a su realidad: reconoce todas tus percepciones, que crees ser objetos reales, como apariciones de tu propia realidad espiritual. Los hombres a los que se dirigía en un principio el Bardo-Thödol pensaban y vivían según esas imágenes míticas, aplicadas en esa enseñanza a la que recurre el hombre como a su verdad misma, en el momento de morir. Debemos guardarnos de creer que El libro de los muertos sea un mito por el hecho de que contenga imágenes y representaciones míticas. Pero ¿qué puede ser entonces El libro de los muertos? Antes de tratar de responder a esta pregunta, me gustaría despejar otra «raíz» que da a El libro tibetano de los muertos la dimensión de sus ideas filosóficas y religiosas.

El Bardo-Thödol y su mundo espiritual

El concepto de existencia en el budismo

En los Pali-sutras están recogidas las conversaciones12 en que el Buda Sakyamuni, que fue en nuestro mundo el Buda, pregunta a sus discípulos cómo se creó el mundo vivo que es el campo de experiencia de los sentidos del ser humano. El mundo de los sentidos se divide entonces en cinco constituyentes o agregados13:

forma;

sensación;

percepción-concepción;

impulsiones;

conciencia.

Pregunta entonces el Buda a sus monjes:

¿Qué pensáis, monjes, la forma es eterna o perecedera?

Perecedera, ¡oh Señor!

¿Qué es entonces lo perecedero, el sufrimiento o la alegría?

El sufrimiento, ¡oh Señor!

Lo que es entonces perecedero, lleno de sufrimiento y sometido a transformación, ¿puede deducirse que es propio de mí, de mi propio ser?

¡No, Señor!

Estas preguntas y respuestas se aplican igualmente a los otros cuatro agregados, según sus características. Así se describe el conjunto de la experiencia sensorial como perecedero, y de esta forma no alcanza ninguna realidad sustancial independiente o imperecedera.

Los filósofos budistas han tratado de captar siempre con mayor intensidad el fenómeno de esa impermanencia general. Han llegado al fin a la concepción de que no solo los objetos tienen todos visiblemente un final, sino que no subsisten ni un instante en su identidad. La imagen del objeto que nos aparece, y que no subsiste más que unos días o unos años, se presenta como una película: en unidades de tiempo ínfimas, el objeto transforma su existencia fugitiva. A velocidad vertiginosa, impensable, en que a una fase de existencia le sucede otra, interviene en cada momento una ligera transformación visible. Esta enseñanza se transmitió principalmente en la escuela de los Savastivadins, que se desarrolló, en todo el norte de la India, en los primeros siglos de nuestra era14.

Si la existencia de cada objeto se disuelve así en una sucesión de innumerables fases, cabe preguntarse lo que le ocurre al muerto cuya impermanencia es evidente para todos. Como todos los sistemas de pensamiento, en número apabullante en la India, el budismo admite desde siempre que la vida no se limita a un nacimiento. Los deseos engendrados por las distintas acciones tienden a una descarga, como partículas de energía; es decir, a una nueva objetivación, a una materialización, al renacimiento, por lo que la existencia humana es como una concatenación de fases que llevan de la muerte a un nuevo nacimiento. Este fue el tema del Abhidharmakosa15, la famosa obra de Vasabandhu (siglos IV-V d. de C.).

Se dice en el tercer capítulo: «Si se describen los agregados solamente con sus nombres, es que no se niega su existencia. Pero ¿hay que aceptar entonces que los agregados pasan de este mundo al otro? Los agregados desaparecen en cada instante. Por eso mismo no son capaces de moverse.

»Sin embargo, llegan a la matriz a través de la corriente de los estados intermedios16, influidos por el peso de los actos pasados. Al igual que para la luz, aunque desaparezca en cada instante, la corriente es ese instante capaz de ir a otro lugar. Los agregados se comportan de igual manera. Por eso no se puede hablar de migración. Está, pues, demostrado, aunque no exista en sí, que la corriente de agregados, bajo la influencia de las acciones realizadas a ciegas, vuelve a entrar en la matriz17».

Esto no es más que una breve cita de toda la argumentación que se prolonga a lo largo de muchas páginas. Vasubandhu trata de demostrar la afirmación de la existencia de un estado intermedio con citas de los sutras. En diversas ocasiones, los sutras hablan de un Arhat que, después de la muerte, pasa del último estado intermedio al nirvana18. Vasubandhu y las escuelas filosóficas búdicas, nacidas de su argumentación, ven en esto la afirmación de un estado intermedio del que se benefician en principio todos los seres vivos después de su muerte. Ha existido igualmente toda una serie de escuelas que se han negado a establecer semejante conclusión partiendo de los párrafos de esos sutras en cuestión. Son, por ejemplo, los Theravadin, los Mahasamghikas, los Lokottaravadin, por citar solo a los más famosos.

El concepto de estado intermedio aparece igualmente en otros textos dedicados al Mahayana, por ejemplo en el Bodhisattva bhumi19, compuesto poco antes del Abhidharmakosa. Se dice muy claramente: «Los muertos entran en el estado intermedio». En la obra Vijnaptimatratasiddhi20, el estado intermedio es un dato de la realidad. Solo se discute en él el paso de los agregados del estado de existencia al estado intermedio, particularmente en el caso de un nuevo nacimiento.

El budismo considera, pues, la existencia humana como la liberación de una serie ininterrumpida de breves fases inapreciables y sometidas a los cinco agregados de la existencia. Estos cinco agregados componen el conjunto de la naturaleza corporal y espiritual de cada existencia individual. Pero de ninguna manera hay que considerar a esos constituyentes o agregados como objetos captables. Son más bien unas categorías que permiten al pensamiento captar mejor las fases de la existencia. Y como esas categorías quedan liberadas con la muerte de su dependencia recíproca, se podría cometer el error de creer que se interrumpen en su duración. Pero en realidad solo se interrumpen las fases del agregado de la forma, al menos en el caso de la materia grosera. Al instante sobrevienen unas fases más sutiles que pertenecen igualmente al agregado de forma. El Bardo-Thödol habla de la forma de un cántaro o de un cuerpo espiritual21 que posee el muerto.

Y puesto que los otros cuatro agregados de sensación, percepción-concepción, impulsiones y conciencia pertenecen todos ellos al mundo espiritual, su continuidad después de la muerte, en la fase intermedia, no plantea ningún problema. La existencia individual, ya está viva, muerta en el estado intermedio, o renacida, se halla constituida precisamente por las fases de esos cinco agregados. La concepción de un yo eterno como núcleo invariable de la personalidad no tiene cabida en esta representación de la existencia humana. No es este el momento de explicar la enseñanza de la vacuidad. Se trataba sencillamente de precisar que esta afirmación de El libro tibetano de los muertos se basa en el principio esencial de la filosofía búdica.

La doctrina del Karma

Repite incansablemente el Bardo-Thödol que los actos del hombre, cometidos durante su vida, físicamente, con palabras o de pensamiento, determinan su destino en el estado intermedio después de la muerte y la posibilidad de un nuevo nacimiento. Todos los sistemas filosóficos hindúes afirman unánimemente que los actos no solo tienen una consecuencia inmediata, sino que su «potencialidad latente» se manifiesta ulteriormente en circunstancias apropiadas en las que cada situación es el resultado de su propia causa. Este encadenamiento causal recibe el nombre de karma. Como tal, la doctrina del karma está comúnmente reconocida en la India por todos los sistemas búdicos.

Una lectura superficial del Bardo-Thödol podría hacer creer que la enseñanza de la «potencialidad latente» de las acciones pasadas —el texto llama «inclinación» a esa potencialidad— comporta su propia contradicción. Efectivamente, el texto, al final de cada párrafo, repite que cada cual puede liberarse del karma. Pero también se añade una observación que hace que esta afirmación sea muy relativa: puede ocurrir que la irradiación de las acciones pasadas no sea suficiente y que el muerto tenga entonces que errar durante más tiempo en el estado intermedio. Por tanto, el muerto no puede liberarse del estado intermedio más que cuando la potencialidad latente de sus acciones pasadas se ha revelado claramente y le permite la necesaria visión espiritual para reconocer todas las apariciones como emanadores de su propia naturaleza espiritual. Por el contrario, si sus acciones pasadas han reforzado en él la tendencia a la ceguera, es decir, la envidia, el odio y la ignorancia, todas las apariciones no engendrarán en él sino miedo y angustia, y le resultará imposible llegar a la visión penetrante*.

La enseñanza del Bardo-Thödol no es, pues, contradictoria en cuanto a la doctrina del karma. Este texto quiere simplemente demostrar claramente que cada karma puede neutralizarse en sus efectos por la potencia de la visión penetrante.

El acto, como causa de la multiplicidad de los fenómenos, no se toma aquí en el sentido de un simple acto desnudo, sino que se toma en consideración la intención que yace en cada acto y que lo engendra. En cada acto están incluidos una voluntad, un deseo, un «querer entrar en acción» que lo preceden; y esa intención, precisamente, contiene la potencialidad que empuja al acto a manifestarse nuevamente.

A lo largo del tiempo, la doctrina del karma se ha ido desarrollando en un sistema que engloba todos los aspectos del cálculo de la actividad humana. Tomemos como modelo de pensamiento un paralelogramo de fuerzas, pluridimensional; nos enseña claramente que el resultado del karma no es una suma de fuerzas, sino la oposición de fuerzas diferentes que, según sus componentes, dan un resultado que contiene en sí mismo un nuevo equilibrio de fuerzas, en una nueva dirección.

Cuando al muerto lo sobrecoge el miedo y la angustia ante la naturaleza de las apariciones del estado intermedio, determina la potencialidad de un nuevo karma que le impulsará a nacer de nuevo. Pero si reconoce que todas esas apariciones no son sino la emanación de su propia naturaleza espiritual, su visión penetrante quedará libre de toda intención, y al no tener ninguna falsa energía que tenga que descargar en una acción, un instante después de la muerte, como tiene una clarividencia extrema, podrá alcanzar la liberación esencial: liberación del sufrimiento samsara; es decir, del ciclo de las existencias, liberación de las ilusiones. Y de hecho, se habrá convertido en Buda.

La única obligación del lama consiste en recordarle al moribundo, al muerto, las enseñanzas que ha oído en vida y las experiencias que ha tenido. El lama cumple la función de advertidor. No es ni curandero, ni mago, ni Salvador: el moribundo, el muerto, llega él solo a la visión penetrante. Sin embargo, el lama sostiene los pensamientos del muerto, como el apuntador en un teatro, diciéndole al muerto que apariciones surgen ante él y cómo debe entenderlas. Es evidente que todas las advertencias del lama son vanas e inútiles si el muerto, en vida, no se preparó a depositar su confianza en los temas del Bardo-Thödol. El texto repite incansablemente que importa estudiar en vida, «impregnarse» y ejercitarse en las meditaciones que han de ayudar al muerto a alcanzar esa visión penetrante, a abrir ese ojo interno: la transferencia de la conciencia.

La transmisión literaria del Bardo-Thödol en el Tíbet

Hay que distinguir tres aspectos de la transmisión de la literatura religiosa:

1. La obra literaria tal y como se presenta a nosotros.

2. La transmisión de las ideas y de las representaciones religiosas que forman el contenido de la obra.

3. La realización de las ideas y de las enseñanzas transmitidas por medio de la obra.

Como en el caso de la mayoría de las obras literarias de Asia, las ideas del Bardo-Thödol proceden de una época muy anterior a la fecha en que aparecieron en su forma literaria; es decir, que varios siglos antes de la época del texto más antiguo que podemos fechar, un sistema de enseñanza oral transmitía todos los puntos esenciales del Bardo-Thödol. Verdad es que esta afirmación no es científicamente demostrable; pero obedece a una tradición local que por otra parte encontramos generalmente aplicada a todas las obras hindúes y búdicas. A modo de aclaración, cuanto podemos decir es que los antiguos manuscritos del Bardo-Thödol se remontan al siglo XIV. Hasta esta época, disponemos para analizar el Bardo-Thödol de medios de investigación adaptados de los métodos europeos de literatura comparada. Pero para penetrar en la historia más antigua de la obra hay que recurrir a la tradición local según la cual el Bardo-Thödol es un gterma-texto22, literalmente, un texto-tesoro. Estos textos-tesoro indican en su colofón que tal maestro del budismo tibetano encontró ese texto, tal día de tal mes de tal año, en una cueva, en la grieta de una roca o en las paredes de un viejo templo. El que descubre un textotesoro recibe el nombre de Tertön23, que significa literalmente «revelador de tesoros». Y según la tradición local, ese descubridor no es el autor del texto que se remonta a Padmasambhava y a sus innumerables discípulos. En Occidente, estas afirmaciones se ponen en duda y se supone que el descubridor es el propio autor, de forma que estos textos, que se dice han sido descubiertos, se consideran evidentemente como falsificaciones.

Un riguroso estudio de esos textos-tesoro24, y de la literatura tibetana que les concierne, ha demostrado que no está justificado el juicio sin apelación de los occidentales y que hay que entender la tradición local de forma específica y no al pie de la letra. Existe un número incalculable de textos-tesoro. Hasta hoy, Occidente solo conoce la obra de Rintschen terzö25 que contiene miles de tratados reunidos en treinta y seis voluminosos tomos. Asimismo, existen otros textos-tesoro, como el Mani Kambum26. Sin embargo, sabemos que existía en el Tíbet un número infinitamente mayor de esos textos-tesoro. Casi todos trataban esencialmente de temas religiosos; apenas si se relataban los hechos históricos. Esos textos-tesoro se repartían, por una parte, en textos manuscritos hallados en su escondite, por otra, en fragmentos de manuscritos acompañados de comentarios del descubridor, y por último, en textos varias veces ocultados y varias veces hallados. Estas indicaciones proceden de los colofones de los textos-tesoro. Los comentarios no se añadían arbitrariamente al texto, sino que se escribían bajo el dictado de una inspiración religiosa; es decir, que el descubridor se ponía a meditar intensamente el tema del manuscrito descubierto, visualizando una divinidad particular. Tras largos esfuerzos, tenía una visión en la que la divinidad le hablaba y le explicaba el texto. Transcribía entonces aquellas aclaraciones, que luego aprobaba la tradición y consideraba en cierto modo como parte auténtica de lo escrito. También podía aparecer un maestro de aquella enseñanza que dictaba un texto, sin que se hubiera encontrado previamente ningún manuscrito en ningún escondite. El contenido espiritual de semejante revelación es la verbalización de la visión. Manifiesta la sabiduría revelada en la visión. Esta revelación se convierte en la obra, en el texto-tesoro, y procede una vez más de una transmisión religiosa idéntica, sin que por ello esta sea invención del descubridor. No se trata, pues, de un autor en el sentido habitual del término, ya que no considera el texto como obra suya, si bien en sentido histórico no es posible atribuirla a otra mano.

Se plantea la cuestión de saber por qué y cómo se ha hecho este fenómeno tan característico en la transmisión literaria de las antiguas escuelas de los Nyingmapa27. A tal efecto, echemos una rápida ojeada a los comienzos del budismo en el Tíbet28. Ya en los primeros siglos después del nacimiento de Cristo, comprobamos una serie de acercamientos superficiales entre elementos de la religión búdica y de la cultura tibetana; y hasta el siglo VIII no aparecen de hecho los primeros intentos misioneros de resultados duraderos. De todos los países vecinos, monjes y sabios búdicos acudieron al Tíbet en el siglo VIII. Los misioneros hindúes y chinos fueron los más destacados. Estos sabios, que pretendían transmitir la enseñanza ética y filosófica del budismo, apenas si encontraron eco en aquel pueblo del Tíbet cuyo único interés consistía en querer apaciguar los espíritus e innumerables demonios que habitaban en el suelo, en las rocas, en los árboles, en los lagos y en el aire. La construcción del primer convento en el Tíbet, Samye (b sam-yas), suscitó dificultades infranqueables. Siguiendo los consejos de uno de esos maestros filosóficos, el rey del Tíbet invitó a su país a Padmasambhava.

La persona de Padmasambhava es un fenómeno religioso muy complejo que no puede entenderse según las normas históricas occidentales. La influencia de su personalidad religiosa no es comparable a la de un rey que declara las guerras, erige monumentos y deja tras sí inscripciones. La acción de una personalidad religiosa, de un maestro espiritual, no atañe más que a su existencia espiritual. No hay, pues, por qué preguntarse si Padmasambhava es una realidad histórica. Lo que importa es la experiencia espiritual transmitida por Padmasambhava.

Retornemos aquí por unos momentos al ambiente espiritual del que procedía Padmasambhava. Su vida, transmitida por diferentes relatos, no es un documento histórico que hable de sus viajes, de sus encuentros, de sus palabras; es el testimonio de una experiencia religiosa en la cual todo discípulo fiel de Padmasambhava ha de hallar la grandeza y la profundidad de la acción espiritual de su maestro. La realidad llamada en Occidente inmanencia histórica y terrestre no puede aplicarse aquí, puesto que la doctrina se dirige a la realidad espiritual del hombre. Esta doctrina no se percibe con el ojo del cuerpo físico, no se desvela más que en las visiones y en los estados de éxtasis del yogui. De la vida terrestre y de las acciones de Padmasambhava, solo sabemos que dirigió la construcción del primer convento tibetano. Poco después de terminarse esta construcción (hacia el 775 d. de C.) estalló una violenta lucha que opuso a los discípulos de los maestros chinos y a los discípulos de los maestros indios. Ambos grupos se enfrentaron en una memorable disputa en la que los dos tuvieron que demostrar con argumentaciones cuál era más fiel a la enseñanza del Buda. Los documentos históricos y los acontecimientos consiguientes no dejaron dudas respecto al vencedor en la disputa. Los monjes chinos, ferozmente perseguidos, fueron expulsados del país. Al igual que hicieran los indios, habían traducido al tibetano los textos búdicos que trajeran con ellos; y los discípulos tibetanos de esos monjes chinos habían empezado a reunir esos nuevos textos. Era imposible huir con todas aquellas obras. Para protegerlas de la destrucción, las escondieron en cuevas, fallas de rocas, templos u otros lugares adecuados. La enseñanza de Padmasambhava llevada al Tíbet tenía profundos vínculos con el budismo chino. Srisimha, uno de los más importantes maestros de la enseñanza de los Dzogchen29, había nacido en China. Los maestros Dzogchen fueron llamados al Tíbet por mediación de los maestros indios. Cuando se persiguió todo lo que fuera chino, los maestros indios se vieron obligados a hacer desaparecer todas las obras que procedían de maestros chinos. Estas obras sobrevivieron en sus escondites y se convirtieron en esos textos-tesoro. No se encontraron hasta tres o cuatro siglos más tarde; a saber, en los siglos XI y XII. Traducidas, esclarecidas y comentadas en tibetano, estas enseñanzas quedaron enmarcadas dentro de la doctrina búdica que se había perpetuado. Mientras tanto, el clima espiritual había cambiado por completo en el Tíbet. La lucha con los monjes chinos se había olvidado desde hacía mucho, había adquirido gran importancia el interés por las enseñanzas místicas, convirtiéndose en la tradición propia del Tíbet. Se considera la época del siglo VII al IX como la más brillante de la espiritualidad búdica tibetana.

Recordemos aún e insistamos en que los textos-tesoro son el fruto de experiencias puramente espirituales y que escapan por completo al análisis de los métodos positivos. En el budismo, la doctrina religiosa se transmite esencialmente por los maestros. Este contacto humano inmediato es de gran importancia. La palabra escrita no tiene más función que la de ayuda y sostén de la memoria. Los textos se dirigen principalmente a auditores y no a lectores. El que recita El libro de los muertos exhorta una y otra vez al moribundo; «Escucha con toda atención». Si falta el vínculo personal con la tradición, es decir, con el maestro, resulta imposible comprender el texto.

Tras un período de desarrollo de tres siglos (del VII al IX), el budismo fue duramente perseguido por un usurpador, el último rey de la dinastía de los Yar-Lung, y los maestros tuvieron que huir del Tíbet y esconder sus textos. Pero no se rompió la cadena de transmisión de las enseñanzas. La argumentación es la siguiente: las enseñanzas lo son de una sabiduría que procede del ser perfectamente realizado, no dependen, en última instancia, de una transmisión de orden humano. Si se consideran las cosas de forma superficial, esos textos pueden quedar olvidados en el fondo de una cueva, pero en realidad las enseñanzas que encierran vuelven al seno mismo del ser purificado que participa más en la sabiduría fundamental. Los textos hablan de los Dakinis y de los Guardianes de la Ley que se transmitían la custodia del texto, hasta que apareciese entre los hombres un nuevo maestro capaz de recibirlo, que será el descubridor del texto. Ese hombre percibe por medio de una visión el contenido del texto y a veces encuentra milagrosamente el escondite. En sueños, los Dakinis le revelan el sentido oculto de esas palabras difíciles. Estas inspiraciones le permiten componer el texto, que procede, en su mayor parte, de una transmisión religiosa viva.

No hay que tomar al pie de la letra todos los detalles del descubrimiento de esos textos-tesoro, en un sentido profano. Hay que considerarlos como signos y símbolos que, bajo esta forma hermética, nos transmiten el núcleo de esa experiencia espiritual y de esa inspiración.

El libro tibetano de los muertos es uno de esos textos-tesoro. Habría que llamarlo más exactamente el Bardo-Thödol. El colofón de este libro nos indica que Karmalingpa30 descubrió la obra en el monte Gompodar31.

En la obra tibetana La cadena preciosa de lapislázuli, una breve historia sobre la aparición de los textos-tesoro, de sus descubridores y de los sidhas32, contenida en el primer tomo de la obra completa de Rintschen terzö, se nos cuenta la historia de Karmalingpa.

«E1 descubridor Karmalingpa era una encarnación de Lügjeltsän33, el traductor del Tschoro34, primogénito de Mahasiddha Mjidasanggje35. Nació durante el 6.° ciclo sexagesimal (1326-1386) en Kjerdub36, en el alto país de Dagpo37. Llevó la vida de un tantrista, mostrando infatigablemente todas las cualidades espirituales e intelectuales de un clarividente. A la edad de quince años, realiza una profecía, tomando del monte Gompodar38, que se parece a un dios de la danza, el Tratado de la liberación espontánea por la devoción a las divinidades39 pacíficas e iracundas de la Orden del Loto que pertenecen40 al Señor de Compasión. El ciclo de la Orden del Loto de los pacíficos e iracundos estaba destinado a sus catorce discípulos principales. Karmalingpa les dio autorización para que lo transmitieran y lo enseñaran. El Tratado de la liberación espontánea por la devoción a las divinidades pacíficas e iracundas le fue transmitido a su hijo Njidatschödsche41. Le instaba a que no confiara aquel ciclo más que a una sola persona, y así durante tres generaciones. Como Karmalingpa no encontró compañera espiritual y no se realizaron los buenos presagios, no quedó largo tiempo en vida, y desapareció en otro mundo».

Añade el texto que esta enseñanza se extendió particularmente en el Amdo, al este del Tíbet. Por sucintas que sean estas informaciones, nos son de utilidad. Se considera a Karmalingpa encarnación de Lügjeltsän, el traductor del Tschoro42. Ese traductor vivía en la época de la primera propagación del budismo en el Tíbet (hacia los siglos VII-IX). Hizo, entre otras, la traducción del AryaamitabhaVyuha-nama-mahayana-sutra43. Este sutra es el texto fundamental de la meditación Amitabha en el Tíbet, ya que, en la rama búdica del «país puro», Amitabha es igualmente el gran Salvador del estado intermedio, con visión penetrante exacta, que le permitirá alcanzar la liberación. La oración de Sukhavati está directamente vinculada con la visión de Amitabha y con el Bardo-Thödol. Estas enseñanzas y esta obra literaria tienen el mismo contenido y apelan a la misma práctica religiosa. También puede deducirse que las enseñanzas del Bardo-Thödol tienen una relación con el traductor del Tschoro. A ese traductor lo envió a la India el rey Thisong de-Tsän44 para invitar a Vima-Lamitra, uno de los grandes maestros Dsogtschen que vino al Tíbet45. Es probable que con el Sukhavati-Sutra tradujera otros textos que encontraron más tarde su punto de cristalización en el Bardo-Thödol. Desgraciadamente, resulta imposible establecer si el texto encontrado por Karmalingpa en el monte Gampodar se presentaba bajo la misma forma en que lo tenemos hoy con el Bardo-Thödol. Según la tradición local, Padmasambhava sería el autor de esa enseñanza.

Karmalingpa rehabilitó el Libro de los muertos en la vida espiritual tibetana del siglo XVI. Ese texto lo adoptaron igualmente las demás corrientes del budismo tibetano. Karmalingpa pertenecía a la escuela de los Antiguos46, que perpetúan hoy la tradición y su enseñanza. La escuela Kagjupa47, la de los Gelugpa48 y la de los Bönpo49 poseen cada una su propia versión del texto. Mientras esas diferentes versiones no estén a disposición del público para poder compararlas, resultará imposible establecer un análisis definitivo.

Recojamos los tres puntos definidos al comienzo de este capítulo como criterio del análisis de una obra religiosa:

1) La transmisión del Bardo-Thödol, bajo su forma actual, se remonta al siglo XIV

2) Las ideas de esta obra aparecen ya en el Abhidharmakosa y en el Boddhisattvabhumi, obras de los siglos IV y V.

3) Las representaciones del Bardo-Thödol y sus instrucciones para la vida espiritual parecen estrechamente vinculadas con las oraciones de Sukhavati y con la veneración de Amitabha. Parece probable que la práctica del Bardo-Thödol fuera introducida en el Tíbet con el Sutra de Sukhavati, por un grupo místico búdico del que formaba parte Vimalamitra y Tschoro Lügjeltsan.

Por otra parte, el Bardo-Thödol presenta unas metáforas y unos símbolos que no tienen relación directa con el significado del Libro de los muertos, pero que se han tomado de representaciones arcaicas que encontramos en la mitología de otros pueblos. No hay que tomar estas metáforas al pie de la letra. Son figuras de estilo que permiten al auditor entender mejor el sentido del Libro de los muertos.

El Bardo-Thödol de Karmalingpa

Las fuentes

El texto del Bardo-Thödol, que se ha hecho famoso bajo el título de La liberación del estado intermedio por la escucha50, fue descubierto en el siglo XVI por Karmalingpa e insertado en el ciclo titulado La liberación espontánea por la devoción a las divinidades pacíficas e iracundas51. Este ciclo reúne gran número de rituales referentes a la muerte. Algunos de estos textos complementarios se han insertado en el Bardo-Thödol. Se repite con frecuencia que hay que leer tal o cual oración. Estas oraciones se encuentran en el ciclo antes citado, y también más adelante, bajo el título: Los pacíficos y los iracundos de Karmalingpa52.El mandala de las divinidades pacíficas e iracundas se encuentra también en otro texto antiguo: Colección de las palabras para las divinidades pacíficas e iracundas53. Lo encontró Ugjenlingpa54 (1326-1360) en una figura Rahu en Pematseg55, cerca de la cueva de Yalungschelda56.

Hasta hoy no existe ninguna edición crítica del texto original del Bardo-Thödol. Ese texto se editó en la India en 1969 bajo el título Bar-do-thos-grol bzhugs-so, the Tibetan Book of the Dead, y figura como nombre de su autor The great Acharya Shri Singha. La razón por la cual el Libro de los muertos de esta edición se atribuye al maestro Srisimha (en sánscrito)57 no se ha aclarado. Como maestro de la enseñanza de los Njingmapa, puede efectivamente pasar por uno de los inspiradores del Libro de los muertos; sin embargo, esta indicación es demasiado vaga para que se le pueda considerar como autor de la obra. Por otra parte, existen varias versiones impresas o manuscritas conservadas en institutos cuyo acceso no está permitido a todos. Estos ejemplares son a veces también propiedad privada. Clasificaremos los diferentes textos impresos y manuscritos de la siguiente forma:

G. TUCCI: en Tcci Hessig:Die Religionen Tibets und des Mongolei. Stuttgart, 1970, p. 284, texto n.° 92: Bar do thos grol.

J. KOLMAS: Tibetan manuscripts and Blockprints in the library of the oriental institute Prague. Praga, 1969, p. 49 y ss., texto núm. 36: Srid-pa bar-doïngo-sprod gsol-’debs bzhugs-so.

W. Y. EVANS-WENTZ: The Tibetan Book of the Dead. Londres, 1927, reeditado en 1972, p. 68 y ss. Esta edición cita otro manuscrito perteneciente a Johan van Manen, secretario de la sociedad asiática en Calcuta.

F. FREMANTLE. Chögyam Trungpa: The Tibetan Book of the Dead, Shambala Boulder y Londres, 1975, p. 12.

Bar-do-thos-grol bzhugs-so, The Tibetan Book of the Dead, por The great Acharya Shri Sing ha. Este texto, impreso en la India en 1969, hace alusión a otras tres impresiones, sin ofrecer ningún dato concreto.

D. I. LAUF Geheimlehren Tibetischer Totenbücher. Friburgo en Br., 1975, p. 269, texto núm. 6.

Para la presente traducción nos hemos valido de la edición india de 1969, así como de otro texto impreso sin indicación de lugar y fecha de impresión. Los caracteres de impresión de ese texto no se parecen a los del texto utilizado por Evans-Wentz, Tucci o Poucha.

Hasta ese momento ninguna de las traducciones del Bardo-Thödol adjuntaba textos complementarios al texto principal. Estos suplementos no aportan ningún elemento esencial a la comprensión de la enseñanza, sobre todo cuando el fin que se perseguía con la edición no era el de servir principalmente como ritual de los muertos. Estos suplementos son, entre otros, una oración dirigida a todos los Budas y Boddhisattvas, así como una Oración para la liberación del peligroso camino del estado intermedio (se citará un verso de la misma en el capítulo sobre el estado intermedio de la verdad en sí), y por último unas Palabras fundamentales para el estado intermedio, citadas por el Bardo-Thödol.

Otros textos arrojan luz sobre ciertos aspectos de la enseñanza general del estado intermedio, en particular desde el punto de vista de la práctica religiosa. Existen, pues, otras oraciones y otros textos de meditación que enseñan el método para llegar a la visión de las diversas divinidades y para eliminar las innumerables pasiones. Pero ninguno de esos textos añade elementos fundamentales, ciertamente útiles para el ritual de los muertos, pero sin interés notorio para el lector, deseoso simplemente de conocer la enseñanza del estado intermedio.

Nota para la presente edición

A Evans-Wentz le corresponde el mérito indudable de haber hecho más famoso en Occidente al Bardo-Thödol de lo que lo era en Oriente58. Este texto, que da indicaciones precisas y detalladas sobre la existencia de vida después de la muerte, espantó a los occidentales, para quienes la existencia termina con la muerte. El célebre tibetólogo italiano G. Tucci, a finales de los años 40, sintió la necesidad de presentar una nueva traducción de El libro de los muertos59. Por último, se publicó el texto de una serie de conferencias60 de F. Fremantle y Chögyam Trungpa. Cabe preguntarse si está justificada una nueva traducción. Pero precisamente, cuando se trata de lenguas asiáticas, el traductor siempre es intérprete. Los dobles sentidos y contrasentidos traicionan fácilmente el texto original. Esta nueva traducción que presentamos aquí debería permitirnos tener entre las manos un texto legible y comprensible, que transmitiera el sentido implícito de un texto original, apartándose lo menos posible de la palabra tibetana. Semejante exigencia necesita evidentemente numerosos términos intermedios. El autor de esta traducción es consciente de cuánto debe a todos los que antes que él tradujeron el Bardo-Thödol, y pese a sus esfuerzos, sabe que aún no ha llegado a la meta que se propuso. La traducción del tibetano, a pesar de la existencia de trabajos anteriores, presenta notables dificultades, no en cuanto a la comprensión, sino en cuanto a la formulación. Por ejemplo, la palabra tibetana ngosprod (pronunciada ngotö) aparece continuamente en el texto. Literalmente, significa «encuentro del rostro», pero no significa, de forma dualista, el encuentro y confrontación de dos datos. Se trata de reconocer lo que aparece como nuestro propio rostro. Evans-Wentz lo traduce como «cara a cara»; mientras que F. Fremantle-Ch. Trungpa lo traducen como «mostrarse», y Tucci como «reconocerse». Como el tibetano no distingue entre verbo y sustantivo, la palabra puede traducirse también en forma activa o pasiva, como sujeto o como complemento causal. Puede ser el muerto que por sí mismo «ve una cosa en pleno rostro», es decir, comprende o reconoce, y también puede ser el lama que le ayuda al muerto a tener esa visión. Según el contexto, la traducción puede ser totalmente distinta aunque el tibetano no utilice más que una sola palabra.

Más difícil aún nos parece la traducción de los conceptos de la espiritualidad búdica. Hemos buscado con escuerzo una traducción literal de la palabra tibetana para transmitir lo más fielmente posible el sentido del concepto. Para los especialistas de la lengua tibetana, hemos indicado, al final de la obra, todos los conceptos tibetanos en el orden de su aparición en el texto, de forma que nos ha parecido superfluo establecer un índice de las palabras tibetanas o sánscritas. Es evidente que una traducción destinada a un público numeroso no puede pretender ser tan exacta como una traducción científica. Rogamos, pues, a los especialistas que entiendan por qué nos hemos permitido las libertades necesarias para la comprensión del texto. Como los conceptos búdicos no pueden traducirse perfectamente, nos ha parecido necesario introducir brevemente cada capítulo freciendo las aclaraciones de las expresiones particulares y algunas explicaciones sobre el sentido general. Este comentario es el desarrollo de las ideas presentadas en la introducción.

Por razones de claridad, nos ha parecido justificable dividir las tres grandes partes del Bardo-Thödol en capítulos distintos. Para facilitar al lector la comprensión general de la obra, las hemos presentado bajo subtítulos que no figuran en el texto original.

Por último, no hay que omitir resaltar que un documento que concierne a una experiencia de la vida religiosa no puede considerarse solo como documento de interés histórico. Como obra de arte, comporta ese elemento inexplicable que atrae al hombre y que lo lleva a nuevas reflexiones. Una obra como el Bardo-Thödol estaría ya muerta si solo se la considerase en su aspecto literario. Más que eso, es el testigo único de la experiencia religiosa y de la fe de todo un pueblo.

No era mi intención explicar El libro de los muertos como una introducción o comentarios al comienzo de cada capítulo; deseamos más bien mostrarle al lector lo que un tibetano se representa en cada uno de estos capítulos y a qué experiencia le conduce este libro. Esta fe viva del hombre no procede de los libros, sino que reside en el fondo de su corazón, y es importante. En materia religiosa, la literatura no tiene más función que conservar las formas externas de las ideas y de las concepciones de la fe. Las obras literarias no deben estimarse en función de su antigüedad, sino porque nos permiten encontrar el corazón vivo del hombre en sus dimensiones infinitas.

Como ya indicaba Lama Govinda en su prefacio, no resulta siempre fácil comprender el significado del BardoThödol. Es para mí una gran satisfacción que Gesche Lobsang Dargyay haya podido discutir conmigo toda la traducción. Mi agradecimiento muy particular al Muy Venerable Kalou Rinpoché por la ayuda que ha tenido a bien brindarnos en los párrafos más delicados. Los nombres tibetanos los transcribimos fonéticamente. Como la escritura tibetana está muy alejada de la pronunciación, resultaba desgraciadamente imposible transcribir correctamente los nombres y los conceptos.

Las palabras sánscritas, por su parte, se leen a la manera latina.

Observemos que c se pronuncia che y que la j se pronuncia dye.

Para la transcripción de las palabras tibetanas he seguido el sistema propuesto por T. Wylie61.

1 Mircea Eliade, Mythologies de la mort, en: Occultism, Witchcraft and Cultural Fashions. Chicago, 1976, p. 32.

* Vida después de la vida, Editorial EDAF, 1977, 2019. (N. del E.).

2 Tib Bar-do thos-grol.

3 Véase. D. S. Ruegg, La Théorie du Tathãgatagarbha et du Gotra. París 1969, pp. 245-393.

4 E. G. Parrinder, God in African Mythology, en: Myths and Symbols, Studies in Honor of Mircea Eliade, ed. J.M. Kitagawa y Ch. H. Long, Chicago 2.ª ed., 1971, p. 117.

5 H. von Glasenapp, Der Hinduismus. Munich, 1922, p. 49; Heinrich Zimmer, Attindisches Leben, Hildesheim, 1973 (Repr.), p. 410.

6 Tib. gzhi’iod-gsal.

7 Anguttara-Nikäya, I, 6.

8 The Lankavatara-Sutra, traducción de Daisetz Teitaro Suzuki, Londres 1966 (Repr.), p. 68 y ss.

9 E. Conze. Prajnaparamita-Literature. La Haya 1960, p. 9 ss. Ver, asimismo, las numerosas indicaciones de D. S. Ruegg, en, La Théorie du Tathãgatagarbha et du Gotra, París, 1969, p. 411 y ss.; ver, asimismo, la nota, 3.

10 Vgl. P. Poucha, Le livre des Morts tibétain dans le cadre de la littérature schatologique, en Archiv Oreintalni, 1952, p. 144 ss.

11 E.A. Wallis Budge, The Book of the Dead, 2 vol., Londres, 1913.

12 Z. B. Majhima-Nikaya, núms. 28 y 109; y Samyutta-Nikãya, 22.

13 Sánscrito, «skandha»; tibetano, «phung-po».

14 E. Frauwallner, Die Philosophie des Buddhismus, Berlín, 3.ª ed., 1969, p. 64 y ss

15 Traducción de La Vallée Poussin, L’Abhidharmakósa de Vasubandhu. Mélanges chinois et bouddhiques. Vol.XVI, Bruselas, 1971.

16 Sánscrito, «antarãbhava»; tibetano «bar-do».

17 Ver E. Frauwallner, op. cit., p. 78.

18 Samyutta-Nikaya, 37-20. Digha-Nikãya, III, 237.

19 Editado por Nalinaksha Dutt, Bodhisattvabhümi. Patna, 1966, p. 269.

20 La Siddhi de Hinan-tsang. Trad. y anotado por L. de la Vallée Poussin. París, 1928, tomo I, pp. 191, 200, 358, 401.

21 Tibetano, «sgyu-lus, yi-lus».

* Lhag mthon vipassiana está incluida en la perfección de la sabiduría.

Sabiduría, prudencia; en sánscrito, prajnâ paramita: sabiduría que ha ido más allá.

Sabiduría, en tibetano, çes-rab gyi phar rol tou Phuiû Pa: conocimiento que penetra o realiza el significado excelente o último. La Verdad es la vacuidad.

En cuanto a la naturaleza propiamente dicha de la sabiduría, es lo que examina y analiza. En fin, todo lo que en nuestra corriente de conciencia tiene como función analizar, distinguir o examinar.

Vipassania Ihag-mtohn es un análisis discriminante correcto del objeto. Traducido por Einsehit al alemán, suele traducirse al francés por «visión profunda» o «visión superior» (Lhag), o «visión notable) o «visión penetrante», que es la expresión que mejor corresponde al Einsicht de Govinda. Einsicht: literalmente, «visión hacia el interior».

Por otra parte, la noción de vista corresponde mejor al «estado» de Buda que «visión», demasiado cargado de un significado de actividad o de pasividad. La visión penetrante procede del ojo interno. (N. del T.).

22 Tibetano, «gter-ma».

23 Tibetano, «gter-ston».

24 Eva Neumaier, Einige Aspekte der gter-ma Literatur, en ZDMG, suppl. I. Wiesbaden, 1969. III parte, pp. 849-862.

25 Rin-chen-gter-mdzod.

26 Mani-bka’-bum.

27 rNyjng-ma-pa.

28 G. Tucci, en Tucci-Heissig, Die Religionen Tibets und der Mongolei. Berlín 1970, p. 17 y ss., y E. Dargyay, The Rise of Esoteric Buddhism in Tibet. Delhi, 1977, p. 4 y ss.

29 Tibetano, «rDzogs-chen», gran perfección.

30 Karma-gling-pa.

31 SGom-po gdar.

32 Zab-mo’i gter dang gter-ston grub-thob ji-ltar-byon-pa’i lo-rgyus mdorbsdus bkodpa rinchen-bai-du-rya’i-phreng.

33 Klu’i-rgyal-mtshan.

34 Cog-ro.

35 Nyi-zla-sangs-rgyas.

36 Khyer-grub.

37 Dvags-po.

38 Zhi-khro dgongs-pa-rang-grol.

39 Thugs-rje-chen-po-padma-zhi-khro.

40 SGam-po-gdar: sGom-po-gdar.

41 Nyi-zla-chos-rje.

42 Klu’i-rgyal-mtshan, deCog-ro.

43 En: Tibetan Tripitaka Peking Edition, ed. D. T. Susuki, Tokio-Kioto, 1956, vol. 22, nº 760.5.

44 Khri-srong-lde-btsan (676-704 a. de C.).

45 E. Dargyay, The Rise of Esoteric Buddhism in Tibet, Delhi, 1977, p. 57.

46 rNying-ma-pa.

47 bKa’-brgyud-’pa.

48 dGe-lugs-pa.

49 Bon-po.

50 Bar-do-thos-grol-chen-mo.

51 Zhi-khro dgons-pa-rang-grol.

52 Kar-gling zhi-khro.

53 Zhi-khro bka’- ’dus.

54 O-rgyan-glin-pa. Voir Dargyay, op. cit., p. 124.

55 Padma-brtsegs.

56 Yar-lung-shel-brag.

57 Ver el importante papel desempeñado por este maestro en la formación de la escuela de los antiguos en el Tíbet, en E. Dargyay, The Rise of Esoteric Buddhism in Tibet, Delhi, 1977, p. 18 y ss.

58 W. Y. Evans-Wentz, The Tibetan Book of the Dead. Londres 1927.

59 G. Tucci, Il Libro Tibetano dei Morti (Bardo Tödol), Milán, 1949, 2.º ed., Turín, 1972.

60 F. Fremantle y Chögyam Trungpa, The Tibetan Book of the Dead, Berkeley, 1975.

61 A standard System of Tibetan Transcription. Harvard Jurnal of Asiatic Studies, 22, 1959, pp. 261-267.