Prólogo
Sanaremos con el remedio de nuestra madre, la mapu
Mapuche, literalmente «gente de la tierra», es el nombre que designa al principal pueblo originario del cono sur subandino sudamericano. Se trata de una de las primeras naciones en habitarlo. Pero mapu es mucho más que tierra física. Es también «espacio» y «dimensión», ya que el ser del habitante cruza muchas mapu, muchas dimensiones o «mundos» según sea su estado. Con todo, en la dimensión o mundo visible, la filosofía mapuche plantea que las personas somos choyün (brotes) y lleqkeigün. Este último es un lexema que indica el lugar de nacimiento, lo que se puede traducir como «nací de la tierra», «me parió la tierra» o «mi madre es la tierra de tal lugar».
Nosotros pertenecemos a la tierra, no somos externos a ella. A tal punto llega esta conexión participante, que el nombre o apellido de cada persona mapuche identifica al ser de la naturaleza con el cual, desde remotos tiempos, está conectado a sus ancestros —generalmente animal o elemento— perteneciendo a esa familia animal, vegetal o cósmica, según haya sido la «alianza» ancestral. En el marco de tal lógica y del contenido de esta cosmovisión, los seres humanos —mapuche o cualquiera de nosotros, mestizos lectores descendientes de esos antepasados— somos brotes de la tierra, y por tanto, no da lo mismo el sitio de nuestro alumbramiento (tuwün), porque siempre seremos vida situada dentro de un ecosistema, marcada por esta específica parte de la tierra, marcada por los animales y vegetales que la habitan, siempre teñida del lugar donde la tierra nos pariera un día.
Podríamos decir que somos otra clase de seres vivos —micorrizas2 para el intercambio de energías entre los cuatro mundos mapuche—, con las mismas complejas propiedades de árboles nativos como el koiwe, pero con raíces móviles para desplazarnos por el espacio con nuestras acciones virtuosas y plenamente conscientes, polinizando virtudes y construyendo otro tipo de condiciones para el perfeccionamiento interminable de la vida. Es decir, estaríamos llamados a ser «coihues libres y ambulantes».
Nuestra metáfora en nada es antojadiza, pues surge en el centro mismo de la visión mapuche de la vida humana, ya que folil aliwen taiñ namun müpü üñüm rupalelu niey taiñ piwke: «raíces de árboles son nuestros pies, alas de ave de paso tiene nuestro corazón», como reza un antiguo aforismo nativo. Estaríamos aquí para que la vida del bosque cósmico gane más profundidad, más altura y más riqueza. O bien, si descendemos por su tronco, algo así como las micorrizas que apreciamos en un bosque sano de koiwe.
Es notable y sugerente que la mejor analogía para describir las micorrizas es que «parecen una mano de un feto formándose con dedos, articulaciones y todo». Son fácilmente visibles adosadas a la raíz de árboles nativos cuando el bosque por décadas ha descompuesto la enorme diversidad de hojas en el proceso de convertirse en humus fértil. Tal como lo hace el mismo koiwe, en cuanto micorrizas humanas, «naceríamos para hacer nacer» y proteger la vida vegetal y animal, tal como lo hace el mismo koiwe. Es decir, naceríamos para proteger la caída de nuestros hermanos, para albergar a los árboles nuevos que empiezan, para ser hogar múltiple de aves como el rere o carpintero, y garantizar el nacimiento del agua de los manantiales.
Lo cierto es que Atacama, nuestro desierto físico, avanza cada día más hacia el otrora húmedo frío meridional que se está quedando sin lluvias. El bosque nativo chileno de la zona central es el ecosistema relativamente más deforestado de Sudamérica desde la llegada de los conquistadores. Según estudios científicos, este ha perdido 83 por ciento de su vegetación original, versus el 14 por ciento de la cobertura de la Amazonia. Como severa consecuencia, el área muestra el mayor aumento de la temperatura superficial en verano en el mismo periodo3. La deforestación de especies nativas —verdaderas glándulas sudoríparas que impiden suba la temperatura con su transpiración— crece a ritmo frenético, pero también la deforestación de la sabiduría interna del alma, de los fundamentos éticos, el único dique espiritual que impediría el avance de las dunas. Así, sin orden ni armonía, el alma tampoco transpira y se atasca en sus propios infiernos sin clorofila. Las sequías, las tormentas devastadoras, los aludes imprevistos ya no hacen de nuestro paisaje «la copia feliz del Edén».
La Naturaleza de Chile está trastornada y el viento enloquece porque ya no puede oírse el canto de los árboles. Y sin árboles, los pajarillos ya no mueren cantando: los envenenan las fumigaciones. Hace unos cuarenta años, todavía era fácil encontrar a orillas de la carretera, manzanilla, menta, diente de león, perlilla, poleo, verdolaga y un sinfín de otras hierbas silvestres medicinales, al lado de un mosaico de florecillas de múltiples colores. Hoy, solo manchas de una uniforme maleza transgénica, producto de la mutación de los plaguicidas. ¿Su causa? El abandono de la ética natural humana, el trastorno del equilibrio de la ecología de la mente, que de a poco —no sin previo aviso— se traspasó al paisaje. Y también se fue yendo el canto de la conducta íntegra de sus habitantes, cada vez más citadinos: el alma dejó de cuidarse y ya no se alimenta más con el silencioso viento del espíritu.
Creemos que nuestros destinos se definieron cuando Chile construyó una sociedad de orden occidental, de espaldas a la sabiduría indígena, mirándola con soberbia por sobre el hombro, ridiculizándola en folklore pintoresco, no queriendo reparar en que ella era precisamente la gran reserva de dignidad, conocimiento y virtud que venía cultivando por siglos la tradición autóctona de este suelo. En algún momento de la primera Constitución de Portales, redactada por el bando conservador que anuló toda idea liberal, se estableció la negación total del componente indígena chileno. Y luego las leyes terminaron de invisibilizarlo hasta nuestros días.
La cultura mapuche y su lengua viene a recordarnos y a poner en escena una forma de ser distinta, hoy en día urgente y necesaria. Pero no basta con solo reaprender un «breve manual de usos y costumbres» de la gente antigua en relación con la vivencia de su entorno. Es preciso advertir —y lo notaremos en todo el desarrollo de los capítulos de este libro— que hay una intraducibilidad fundamental de los significados ocultos del mapuzungun, que emergen tras cada palabra o concepto nativo. Esta manera de ser y de concebir la vida basada en la relación de equilibrio con la naturaleza se perdió en el lenguaje occidental, el que solo privilegió la función comunicativa racional y pragmática de los idiomas. Por tanto, las otras funciones y sentidos de los lenguajes primigenios se diluyeron en el pensamiento eurocéntrico y en su ciencia antropocéntrica.
Conviene, de partida, insistir en que coincidimos con los kimche (sabios) en la dificultad de traducir una lengua indígena, tan rica en matices y en polisignificancia, frente a un idioma occidental como el español de Castilla. Porque a este —tal como a las otras lenguas modernas globalizadas—, a sus palabras, se las ha ido despojando de su directo vínculo con los procesos de la Naturaleza, procedentes de un ecosistema o tuwün (hábitat familiar) concreto. Por eso, cuando se dice «traducir», aquí solo se podría hablar de aproximación equivalente. Por ejemplo, cuando traducimos mawida por montaña o «monte verde», esta traducción es solo una conceptualización aproximada, desprovista del alma concreta que justo es la característica de un determinado ambiente o nicho. Y lo es porque mawida incluye muchas otras nociones que el concepto montaña o bosque no incluye. Deja fuera, por ejemplo, el concepto-eje de «lo medicinal [para los seres vivos] de la lluvia», pues literalmente mawida sería «el tocar de la lluvia». Porque la palabra procede de mawün (mawvh), lluvia, y de dan (zan), «tratar», «tocar», «medicinar».
Estas palabras son más antiguas que la ciencia; por tanto, lo vivo de la oralidad como es el caso del verbo mapuche, guarda mejor la memoria del ser que la técnica. Mejor dicho: las palabras, el profundo y polisemántico zungun o lenguaje nativo, sería algo así como la primera ciencia humana sobre esta mapu, ese precioso inarumen, esa «ciencia observadora» y decodificadora de significados ocultos, que es anterior y más antigua a la moda de los artefactos depredadores. Es el caso del concepto elpazungun indígena. Este término se traduciría como «el mensaje que procede del mundo no visible y que viene a visibilizarse a través de un mediador o kimmüw-wüngen». Es decir, el elpazungun es el sentido oculto de la naturaleza que nos comunican los sucesos que vivimos o sufrimos en nuestro vivir.
La idea implícita mapuche es que todo lo que nos pasa, todo lo que nos llega, nos quiere comunicar algo, dado que todas las cosas vienen o se acercan a nosotros deseosas de convertirse en signos de un mensaje superior y constante, dado que —como dice Heráclito— «La armonía oculta es superior a la manifiesta». En general, también el elpazungun son los mensajes implícitos del habla —no dichos y aunque «invisibles», no por ello inaudibles— según sean los contextos. En verdad, lenguas como el semánticamente reducido español que hoy hablamos, se parece a los audios de la telefonía: una pura enrevesada vibración acústica sin significado.
Este lenguaje indígena es una ciencia inclusiva. Esto quiere decir que en sus vocablos y verbos resuenan los diversos mundos que teje y desteje la Naturaleza, incluyendo las dimensiones desconocidas y misteriosas del todo natural. Y este rasgo hoy es incapaz de contenerlo el lenguaje de la ciencia moderna, la técnica o la lógica del razonar de Occidente. Ellas olvidaron la conexión íntima de todas las cosas entre sí.
Por clasificar todo como separado y distinto, se explica que la motosierra de la ingeniería forestal sin remordimiento alguno derribe o mutile un árbol: su lenguaje hace ya siglos que no lo reconoce como un antiguo oráculo vegetal, como un altar. Porque en las concavidades, en los ángulos que forman los grandes ganchos con su tronco, allí antes habitaban los kallfumalen, unas ninfas-hadas custodias de las virtudes guerreras, mismas que solían asomarse y colgarse de la corteza de los robles (koyam) y alerces para hablarle a un valiente. Estos mensajes eran wewpin, es decir «arengas de victoria». Aún queda su recuerdo en los nostálgicos relatos mapuche wechuñ koyam mu rünatumekey ti kallfumalen milla rüna mu, «en la copa del roble estaba una doncella peinándose con una peineta de oro». A quienes dictan cátedra en agronomía ya no les estremece si escuchan hablar, por ejemplo, que los arroyos tienen una pareja de ngenko, de espíritus elementales de las aguas que, como «hombrecitos pequeños», en las tardes serenas se divierten en sus riberas.
Lo primero que salta a la vista, tan distinto a la materialista mentalidad antropocéntrica, es el respeto mapuche a los espíritus elementales de la naturaleza. Estos necesitan ser compensados con delicadeza cuando su territorio, la sustancia misma de su ser, es agredido. Y se nos cobrará todo acto arbitrario. Tal es el caso cuando la alfarera extrae sin permiso, sin reverenciar al ngen de la cantera (espíritu de la greda) y fabrica con ella una vasija: esta se quebrará antes de venderse o bien será ocasión de disgusto en el mercado. A la Naturaleza se la concibe como portadora inteligente de un solo y mismo lenguaje el que traspasa las especies y los elementos. La palabra podía alterar —y lo sigue alterando— el código de la vida toda. Esto antiguamente era fuente de poder y de cierta ventaja para lo humano, si este actuaba con sabiduría, pero también de gran riesgo al sufrir los efectos de esa causa eficiente que era el lenguaje irresponsable:
En los kamel kuifi (tiempos más antiguos, remotos)
cuando ambos, hombres y animales vivían en la tierra,
una persona podía llegar a convertirse en un animal si así lo deseaba
y un animal podía llegar a ser un ser humano.
Algunas veces eran personas
y algunas veces animales
y no había diferencia (ninguna).
Todos hablaban el mismo lenguaje.
Ese era el tiempo cuando las palabras eran como magia.
La mente humana tenía misteriosos poderes.
Una palabra hablada (dicha) por casualidad
podía tener extrañas consecuencias:
repentinamente cobraría vida
y lo que la gente quería que sucediera podía suceder;
todo lo que uno (tú) tenía(s) que hacer era decirlo.
Nadie podría explicar esto:
Así es como era4.
El texto, que habla de la común franja de la vida y de su dignidad, remite a un primer principio básico: la interconexión invisible de todo con el Todo. La persona participa en un cosmos constituido por una inmensa red de fuerzas y de seres «parientes», que dan vida y forma a todas las cosas y seres existentes, al tiempo que los conectan entre sí. Esto habla de la íntima unidad entre persona-animal-lenguaje. Porque una palabra, lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas en la Naturaleza, alterándola. En verdad, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, implicando su caída —en otras mentes y en otros seres— sonidos e imágenes, mensajes, analogías y recuerdos, amén de pasiones y acciones muy concretas. O bien, visiones, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente. Todo lo complica el hecho —como lo afirma Gianni Rodari— que «la misma mente no asiste pasiva a la representación, sino que interviene continuamente para aceptar y rechazar, ligar y censurar, construir y destruir».
En verdad, nada existe aislado, una verdad que perdió de vista totalmente la modernidad, pero que urge recuperar antes de que nuestro capricho abusador de lo natural nos haga caer al acantilado:
Nadie puede apartarse del Gran Espíritu, y si se actúa sin reverencia y sin conciencia, se llega a ser una ruina espiritual y quizás hasta física, a causa del desequilibrio creado; así, echarse a un lado mientras se anda al borde de un alto acantilado no viola la naturaleza, pero puede conducir a la muerte…5
La tradición indígena de América afirma que los excesos y violaciones al orden íntimo de la Naturaleza son perfectamente posibles. Pero resultan ser de una necedad absoluta, pues producen dos efectos insoslayables: se terminan por pagar, ya sea en sufrimiento estéril, «ahogando al hombre blanco en el hedor de su propio estiércol», y reducen drásticamente el horizonte de sentido y felicidad humanas.
«Cada cosa tiene su am, su alma» es el postulado fundamental de la cosmovisión mapuche. Lo mineral, lo vegetal, lo humano, lo heroico, el mundo de los dioses, las relaciones de pareja, las crías animales, las estrellas, las palabras, conforman la única trama que teje la palpitante realidad de este gigantesco, activo y vital ser que es la Naturaleza. En ella, y a escala y grados diferentes, todo despide un tipo de luz, todo alienta, todo vibra y se mueve o se aquieta. Al ser un único organismo, las conexiones entre los mundos y los planos —simbolizadas en las siete plataformas del rewe (altar)— son íntimas, sutiles e inesperadas.
Así, por ejemplo, si un varón falla a su palabra, algo se altera en el aire, en el cielo intermedio, el ankamapu, que hace que una porción de fuerzas rebeldes y en desorden (wekufe) modifiquen negativamente el destino del universo. O cuando se ha cometido un acto de crueldad con un animal, en el sueño la persona es castigada por el «cuidador» de esa especie, haciéndosele difícil regresar a su cuerpo, o le hace contraer el germen de una enfermedad posterior. O bien, si una mujer no pensó bien en su marido, esa energía recorre los laberintos más estrechos del subsuelo, del minchemapu, y se traduce en derrota en la guerra, en cansancio del caballo, en fracaso económico de una transacción o negocio, o en enfermedad de sus siembras o del cuerpo de su cónyuge.
Hay una idea muy mapuche derivada del concepto konui. Esta misteriosa expresión alude a la migración de un espíritu, custodio de un elemento de la Naturaleza, al interior de alguna persona determinada, cuando la realidad física que protege ese konui se ve amenazada por la acción depredadora humana. Es decir, cuando desaparece el encanto de la vida natural se trataría de una especie de ngen (o espíritu violentado por una transgresión) que adopta el cuerpo, la voz y la inteligencia humanas, para seguir defendiendo ese lugar. El konui sería el último recurso de la belleza desmantelada de algún paisaje natural, lago o parque nativo, que está a punto de ser arrasada por la inconsciencia. Por tanto, habría hoy personas, absolutamente comprometidas y jugadas por la defensa de un elemento del medioambiente, que albergarían un konui antiguo y desplazado.
El konui presenta entonces un desafío antropológico y epistemológico mayor. Al parecer, la Naturaleza preestableció que solo en el hombre ella podría encontrar su realización evolutiva. De acuerdo a esta cultura, cada individuo se vuelve en «vocero» de una parte o de un aspecto de la realidad existente en el universo. A nivel humano, somos —o estamos destinados a ser— una réplica secreta de algo infinitamente grande y de algo infinitamente pequeño, contenido más allá de nuestra percepción y que es preciso descubrir.
Al estar el ser humano tan íntimamente conectado y ser un microcosmos del macrocosmos, se vuelve en representante de un aspecto o dimensión particular del universo con la cual posee más afinidad. Toda persona se convierte así en ocasión de revelaciones de la Naturaleza, pues a través de ella —de esa porción particular que resuena en mí— y solamente a causa de ella, se accede a un mensaje. Solo en lo humano la Naturaleza tiene la posibilidad de expresarse y trascender hacia el plano de la conciencia. Y ello irreparablemente nos conduce a la aceptación del camino de la individualidad, que no es otra cosa que admitir la expansión de la identidad a través de un camino particular a vivir y cumplir, equivalente al grano, a la semilla del «fruto» humano que, si no cumple con su misión, se verá a diario amenazado de convertirse en «desecho» por un millón de fortuitas circunstancias ambientales, además de coartada por el tiempo y el espacio, y el constante acecho de la muerte. Entonces, ineludiblemente, impondría preguntarse, hoy y ahora: ¿qué poder de la Naturaleza vive en mí?
A consecuencia de esto, aparece inevitable el sinsentido mayúsculo —y la vergüenza que nos rebaja como especie— de a diario envenenar el propio nido y de destruir el planeta. Desde hace más de cincuenta años no hemos cesado de deforestar para hacer avanzar el desierto, de provocar y a la vez volvernos indiferentes al calentamiento global, de contaminar las aguas, de ensuciar la tierra taponando la cama fértil del bosque con hormigón armado.
Podríamos llamar «cósmica» a esta mirada indígena mapuche, porque está enraizada en lo universal. Todo se enlaza previo acercamiento a un mito de origen, el que a su vez conecta lo que ve a una experiencia emocional de solidaridad inquebrantable con todo lo viviente. No es la fría mirada occidental que secciona o aísla, sino que enlaza hombres, animales y plantas, reinos que comparten las mismas vicisitudes en un mundo inexplicable, mundos micro y macro donde todos avanzan por igual, aunque a ritmo distinto, conducidos a la misma inevitable muerte o disolución de la forma anterior.
Por tratarse de un orden primordial, es equivalente a armonía, pues no tenemos otro criterio para juzgarlo. Quien hiere este orden se daña a sí mismo y se expone a recibir el cobro de la deuda de ese espíritu «ofendido» (ngen), que el mismo individuo ha desequilibrado. Quien lo respeta, alcanza la küme newen, la «buena energía», el apoyo de lo sano y de lo alto, la alianza de fuerzas inesperadas de la Naturaleza y la comprensión de las cosas, que es un tipo de conocimiento de este orden, la kimun o sabiduría última que nos pone a resguardo de todo. Porque en vez de una «fe que salva», hay aquí una gnosis que protege; es decir, un tipo de conocimiento que se traduce en un poder para despertar, una energía que nos advierte de todo peligro. Este orden regula la vida del cosmos, así como la del individuo y la de la comunidad. La moralidad y todos los valores positivos adquieren realidad en cuanto son expresiones de este orden, que no es una ley externa impuesta a las cosas, sino la naturaleza misma de las cosas vista desde su aspecto dinámico y jerarquizado. Tal como una vez oímos decir de un kimche: «Si uno se salta el az mapu, a la corta o a la larga este te destruye; si se cumple, entonces te protege». En rigor, es el principio de la estabilidad y el verdadero orden que sostiene todas las cosas.
¿Cómo se entiende, entonces, el az mapu? Es el código de conducta que busca armonizar con la «tierra bonita», traducción literal de la expresión. Para el mapuche, cumplir con el az mapu implica sentirse en armonía consigo mismo, con los demás y con la Naturaleza. Luego, el «derecho mapuche» va más allá de un conjunto de normas, parte de una cosmovisión y una espiritualidad que se manifestará de distinta forma en cada lof o comunidad familiar, si bien es posible identificar principios rectores comunes. El az mapu determina el az mongen o «código de vida», que tiene que ver con los valores, el conocimiento, las prácticas que rigen las relaciones humanas. Incluye todas las normas de comportamiento, hasta las maneras de cómo llamarse. Prescribe e indica qué hacer con los niños, qué hacer entre los hombres y las mujeres, qué hacer con la Naturaleza. Todos los saberes están en el az mongen —literalmente «la vida bonita»— implica y lleva directamente el nor mongen, es decir «la vida justa». Y si concurre todo esto, la comunidad humana puede tener y vivir verdaderamente un küme mongen, es decir, un «buen vivir».
Es el caso del yam y el ngen. Yam significa «respeto» a todo lo que nos rodea, y ha sido interpretado por el estudioso Ñanculef Huaiquinao como «derecho»6 (a ser respetado): derechos de la tierra a ser respetada (yam mapu), derechos del agua (yam ko), derechos del fuego (yam kütral), del aire (yam kürrüf), de los animales (yam kullin), de las montañas (yam mawiza), de las aves (yam uñüm), de las serpientes (yam filu), etcétera. El ngen, en tanto, son las entidades superiores dueñas de todas las cosas (ngen mapu, ngen ko, ngen kürrüf, entre otros), incluso de nosotros mismos (ngen che), cuyo significado puede compararse a las obligaciones de respetar los derechos antes señalados y sanciones desde la ética y la moral para todo tipo de transgresión a los ngen.
Siendo el az mapu un todo regulado por los yam y los ngen, resulta fácil comprender que no pueden establecerse grandes diferencias entre el ámbito público y el privado, entre infracciones civiles y penales. Todas, en mayor o menor medida, afectan y rompen el mismo equilibrio interdependiente, haciéndose imperioso su restablecimiento porque, de lo contrario, pueden llegar a «desarmar la sociedad interna y la comunidad»7.
Hemos aludido al ngen cuando mencionamos a ese misterioso espíritu defensor dentro de lo humano llamado konui. Como vemos, una noción capital de la cosmovisión mapuche es la de ngen también aplicado a las personas; esto es algo así como el puesto de cada ser en la escala de los seres. Existe un ngen, un espíritu personal que ordena y rige el ser y el destino de cada persona. La obligación del che, de toda «persona» es obedecerlo y seguir el suyo propio, en una noción muy semejante al dharma del hinduismo; esto es la ley (que se convierte en deber) reguladora del desarrollo de su existencia. En el wallmapu o territorio del origen, perfectamente es válida la sentencia del Bhagavad-Gītā: «Es mejor cumplir el dharma propio (svadharma) aunque sea defectuosamente, que “cumplir” el de otra persona a la perfección»8. Con todo, el ngen (o el daimon o el dharma) es previo a nuestra constitución personal y desde luego a nuestro conocimiento intelectual.
Al no vivir alineada con el ngen propio, la persona queda expuesta a ser ocupada por otros ngen que no son de ella. Deviene casi como una «invitación» a ser invadida por aquel wekufe, un ngen ajeno exterior, por un espíritu o ente (fuerza inteligente) que deambula en busca de alimento o de una fuente en la cual enquistarse. Asimismo, se expone a no tener disponible newen, fuerza o energía, carencia que le imposibilita estar bien, conectada siempre consigo, por lo que se vuelve maligna para sí misma, ya que al morir internamente no solo comienza un sutil o grosero proceso de autodestrucción. La persona, además, se vuelve ajena a sí misma, quedando a merced del ngen de los órganos desordenados, de los ngen de los alimentos que consume, de las pasiones que la parasitan y agotan, de los ngen de los pensamientos y obsesiones que se le enquistan en su cabeza y corazón. Y al morir el cuerpo, ese espectro empieza a engrosar la gran población de los «demonios magnéticos» al acecho de energía, que quieren cazar poder en las embotadas gentes que no sirven a su ngen.
La tradicional expresión Mapu kallfuzungu habitualmente se identifica con «la Naturaleza es espiritual». También puede traducirse como «Todo lo que existe tiene espíritu», aunque la acepción «espiritual» queda demasiado corta, pues kallfuzungu significa algo muy diferente a la noción occidental moderna de meras poses asociadas a «lo espiritual», generalmente edulcoradas por inciensos y mantras. Lo que mejor se aproxima sería el concepto de «ver y sentir la realidad con la mente enfocada en lo superior, en lo celeste», pues literalmente, en mapuzungun, kallfuzungu es «palabras azules». Y como palabra y cosa es lo mismo, al hablar y pensar con sabiduría celeste, así se da verdadera cuenta del propósito humano sobre la tierra, pues con las palabras —para bien o para mal— siempre estamos recreando la vida y el destino. La naturaleza termina siendo aquello que la haga ser el hombre.
Una magnífica y autorizada interpretación de la expresión viene dada por la académica mapuche Elisa Lloncón: «Todo conocimiento debe considerar que la tierra es espiritual, es decir, todo lo que existe en ella se debe respetar porque tiene espíritu, fuerza, y estas son necesarias para la vida… Por ello es que el conocimiento, kimün, tiene por objetivo alcanzar el küme mongen, el buen vivir»9. Es prácticamente idéntica a la antigua y ya olvidada expresión: «Todo está lleno de alma».
En ciertos círculos de ancianos y ancianas sabias, se escucha una profecía: Witrañpüramnieiñ kom lofke mapu püle taiñ az mongen ka taiñ kimün, que se puede traducir como: «Estamos levantando hacia todas las naciones nuestra forma de vida y nuestra sabiduría». Algunos afirman que justo este es el tiempo en que se cumplirá esta predicción, que apunta al valor universal del saber ancestral mapuche. Porque la vigencia de las leyes de la tierra, del az mapu de Chile, son válidas en cualquier otra tierra, país o sociedad humana, dado que desentrañan la estructura oculta de los procesos ecobiológicos y fenómenos humanos de la Naturaleza.
Según información de preclaros videntes como Drúmbalo Melchizedec, el territorio que recorre al Chile mapuche, desde mediados del siglo pasado, pasó a contener los chakras principales del planeta, correspondiendo a los del corazón, la garganta y la visión, precisamente dispuestos sobre el espinazo de la montaña de los Andes, que a su vez sería la nueva columna vertebral de la Tierra. Al punto que se augura que los oráculos en lengua nativa que de aquí salgan, la prístina sabiduría que de aquí se derrame al mundo, harían de este territorio el futuro Egipto o el nuevo Tíbet para el mundo. La gente más perceptiva e inquieta por lo espiritual, asume que la angosta y telúrica faja de tierra que conforma Chile sería un pasadizo magnético, el nuevo centro de energía cósmica que impactaría la red neuronal de lo humano sensible, particularmente de aquellos elegidos que serán, en el futuro, protagonistas elevadores de la identidad humana o preclaros portavoces de ciertos mensajes universales.
Cada vez que Chile enferme, cada vez que América Latina se extravíe y pierda el rumbo como patria y comunidad de destino, va a necesitar volver al útero vigoroso de sus comienzos, a la fuerza del mito fundante. Requiere volver al origen, a escuchar atento el canto mágico de la historia de la primera mujer, aquella embarazada por encantamiento solar10 de donde procede el río luminoso de nuestra sangre.
Nos sanamos con el remedio de nuestra madre, recuperamos el vigor con el alimento primordial, la luz del sol, nos renovamos al contacto del primer aliento. Esa madre fue una joven pura que «salió a un lugar con bella vista; entonces, dicen, allí se echó a tierra. Entonces se bajó adonde ella el alma del sol. Este le dio sueño, la hizo dormir y la dejó embarazada»11. El fruto de este desposorio fue el mejor de los hijos que jamás haya producido nunca esta tierra, un héroe divino que sube para abrir la oscuridad que le había sobrevenido a su padre, el sol, devolviendo su luz a la humanidad, la que clamaba con ansias su cósmica intervención.
Esta colección de principios nativos, explicados desde la matriz que los originó, la cultura antigua mapuche, rescata algunos de los restos puros de lo que quedó del tronco de oro de una nativa ética nacional. Porque tan lejos de las raíces naturales, se nos ocultó el orden que lo rige. Ellos representan tanto el abono como la floración valórica que, a pesar del desierto, aún no ha perdido del todo esta tierra. Y provienen del remoto léxico familiar, representaron el habla y el saber cotidiano, ese que se conversaba al interior de la vivienda aún con el poncho mojado y vaticinando el mejor momento de la escampada.
A causa de que los seres humanos recurrimos a las mismas palabras y frases una y otra vez, ya que somos una suma de tópicos y fórmulas dispuestas para el diálogo y la reflexión directa, entonces muy luego la fogata central de la ruka se llenaba de palabras, zungun de certezas ya trabajadas que fueron lugares comunes, pero que hace rato dejaron de serlo. Son saberes indígenas, sintéticos y por eso mismo muy prácticos, verdaderas semillas de conductas, capaces de nutrir las conciencias, redefinir la sustancia del futuro, hacer sustentable nuestro hogar natural y rediseñar el camino evolutivo humano.
El territorio del sur de Chillimapu —el wallmapu antiguo que incluía hasta mucho más al norte del río Bío-Bío— es la matriz no solo física sino espiritual de Chile. Su destino está íntimamente ligado al de esta nación multicultural y mestiza. Y con ella, a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico, al sabor de las gotas de rocío sobre las hojas del koiwe, o los infinitos laberintos del agua de un río. Cada vez que violamos la cuenca de un río desgajando sus árboles, o no escuchamos el lenguaje de la tierra que nos cobija y que nos hace hijos de ella a todos por igual, es algo nuestro lo que transgredimos, es un jirón de nosotros que desangramos.
Los cuatro elementos de la naturaleza que arman este texto responden, en primer lugar, a que la cifra cuatro (meli) es sagrada en la tradición. Y lo es porque simboliza la totalidad: comprehende los cuatro puntos cardinales, los cuatro grandes mundos o «pisos cósmicos», etcétera. La Divina Energía o Füta Newen, es una doble pareja, por lo que posee cuatro atributos o aspectos. Así, la mezcla de la materia de la tierra o mapu (la Anciana Madre divina es Kuse y representa a la tierra), del agua (Fücha, el anciano y sabio Padre es el «patrón del agua»), del aire (representado por Ülcha, la Doncella divina y su magia aérea), y el fuego (la divinidad del joven y potente Doncel divino del Weche). Estos cuatro elementos y sus desdoblados espíritus generan y manejan el don de la vida universal. La polaridad dual, la tensión de la dualidad y de los opuestos, lo masculino y lo femenino, es lo que genera la vida. Este libro viene a mostrar cómo, de qué forma se puede intentar recuperar sabiduría y así sanar el vínculo que el hombre no mapuche ha roto con su madre tierra. Y lo hace mostrando la singularidad específica de los cuatro elementos que, combinados, rigen todo, exponiendo los perdidos lazos de todas las cosas naturales entre sí, porque de algún modo todo humano es mapuche, es hijo de la tierra.
Nuestros pueblos indígenas de América como la nación mapuche, por ya cinco siglos han luchado para preservar y cuidar a la madre naturaleza, para embellecerla y nunca ahogar su deslumbrante diversidad. Las primeras naciones, a través de medicinas como el millalle, la ayahuasca, el yage o el peyote, han visto cosas que pueden suceder y que ya están sucediendo en el futuro. Saben, y ya lo han alertado de varias formas, que la vida del ser humano pende de un delgado hilito, por los abusos con la madre tierra, por el derroche de la madre agua, por los insaciables experimentos nucleares con el abuelo fuego, por las inmundas cargas de partículas cancerígenas evacuadas en el hermano aire.
Mientras haya una persona que viva en este suelo, lo festeje respetando sus ciclos y aún persista enarbolando la bandera de la Naturaleza, habrá mapuche, habrá «gente de la tierra». Todo ello independiente del accidente de su apellido, de su lugar de nacimiento o de su condición citadina. Además, «lo mapuche» no se puede acabar nunca, porque mapuche en Chile son las cascadas, los cerros, los lagos y los bosques. Si hasta la toponimia entera lo declara. La categoría espiritual del «ser mapuche» solo dormita en Chile —incluso al interior de muchos peñi y lamngen («hermanos y hermanas») no asumidos— y algún día se despertará pleno al interior de ese resto de chilenos y chilenas que quede fiel. Según el sentido de la lengua, la palabra mapuche, más que gente de la tierra, quiere decir «persona del gran espacio de la Naturaleza». Y justamente kuifiche, «viejas personas» —con sus espíritus inteligentes o ngen— son las rocas, las cascadas, los árboles, los lagos, los cerros y sus volcanes con fuego y los bosques, la tierra y los astros.
Este libro se ha escrito para ayudar a recuperar nuestros tan inextricables vínculos con el Todo-Madre-Natural. Quisiéramos ayudar a toda una generación a recuperar la memoria de la lluvia, de la luz solar sobre la nieve de la majestuosa montaña o mawida de Chile, pero también recobrar el secreto del ngen del agua, la sustancia sintiente de las plantas, la vida oculta de los árboles y la misión secreta de esos protectores —símbolos exteriores de nuestra alma— llamados animales. Nada menos que el valor infinito en riqueza y en nexos visibles e invisibles que poseía y aún posee nuestro hábitat, nuestro hogar patrio.
2. Las micorrizas son pequeños apéndices parecidos a un dedo que se encuentran en el subsuelo, cercanos a la base del tronco de los grandes vegetales. Hay unos simples, otros dobles y así otros múltiples. El micelio del hongo es como una tela que infesta la raíz de la planta y ahí se forman estas estructuras absorbentes y liberadoras de hormonas y sustancias sanadoras. En verdad, son hongos generadores de vida vegetal que infectan las raíces, formando vesículas donde intercambian fosfatos y otros compuestos, y que se ramifican «intercelularmente» dentro de la raíz.
3. García, Richard, «La deforestación en Chile Central es mayor que la de la Amazonia», El Mercurio, 10 de marzo de 2016, en www.economiaynegocios.cl, http://www.economiaynegocios.cl/noticias/noticias.asp?id=232828
4. Reflexión de la tradición oral indígena inuit de Alaska.
5. Cacique Gayle High Pine, de la tribu Oglala de Wisconsin, Lago Michigan, Estados Unidos.
6. Villegas Díaz, Myrna, «Sistemas sancionatorios indígenas y derecho penal. ¿Subsiste el Az Mapu?», Política criminal, Vol. 9, N.º 17 (Julio 2014), Art. 7, Centro de Investigaciones Jurídicas, Universidad Central de Chile, pp. 213-247.
7. Ídem.
8. Bhagavad-gītā III, 35; XVIII, 47; cf. II, 33.Oxford World’s Classics, Londres, 1996.
9. Lloncón Antileo, Elisa, El conocimiento y la ciencia según el pueblo mapuche, folleto divulgador de Ias universidades Diego Portales, Academia de Humanismo Cristiano y Pontificia Universidad Católica.
10. Se trata del mito de un remoto antepasado, un héroe civilizador que fue engendrado por el alma del sol —el Mareupuantü— y fue capaz de romper la abrupta oscuridad que sobrevino a la Tierra para así devolverle la luz a la humanidad.
11. Augusta, Félix José, Lecturas araucanas, Imprenta y Editorial. San Francisco, 2a edición, Padre Las Casas, 1934, p. 246.