I

Rememorar el pasado supone transitar por un mundo extraño, como señala Leo, el joven, tierno, verde y desconcertado personaje, al mismo tiempo que narrador, de la novela El mensajero de Hartley1. Él lo hace muchos años después, cuando ya ha dejado de ser ese muchacho tan inocente. Más insólito debe resultar cuando alguien se propone deambular por un pasado, su pasado, que no conoce. Siempre se ha relacionado memoria con identidad o viceversa, al menos desde Freud. Podríamos decir que todo ejercicio de memoria no busca otra cosa que hacer saber, a sí mismo y a los demás, quién es o ha sido, o quién le gustaría ser o haber sido.

Son casi las doce de la noche, estoy cansado, el tiempo parece desapacible y muy frío, cierro la ventana y me pongo a escribir. Me he propuesto ir anotando en un cuaderno, bueno la verdad es que a lo largo de toda mi segunda vida siempre he tenido la costumbre de ir tomando notas, cualquier cosa que sea capaz de apreciar mientras intento desentrañar un misterio que tanto me atañe.

El viaje a esta ciudad española se produce después de deambular por otras ciudades europeas, partiendo siempre desde mi refugio parisino. Al principio tenía algunas cosas claras, muy pocas, una de ellas es que en las ciudades que indagaría debían ser consideradas como sedes universitarias y haberlo sido ya a finales de los años sesenta del siglo pasado. En Francia, descartada París, con la ayuda de mis amigos y colegas en la búsqueda, había confeccionado una lista en la que figuraban Lyon, Toulouse, Burdeos, Rennes, Lille y tal vez alguna otra. No recuerdo ahora la razón de haber empezado por la ciudad bretona de Rennes, tal vez porque era la que menos conocía, pues apenas la había visitado un par de veces y tenía un buen recuerdo de ella. Desde luego las expectativas que abrigaba no me defraudaron, pues me sentía encantado entre sus amables gentes, evidentemente habría de todo, pero tuve suerte y me debió de tocar buena gente. Daba largos paseos por las callejuelas del casco antiguo, donde las casas tenían sus típicos entramados de madera, pero ya me lo había advertido Jean-Luc, originario de la Bretagne, que mi acento francés no tenía nada del bretón característico, con un sonido parecido a algunas consonantes como la «ñ» española, palatal nasal creo que le llaman los «fonéticos». Pronto supe que no era aquella ciudad la que buscaba, aunque todavía me demoré unos cuantos días disfrutando de largos paseos entre el laberinto de las calles del centro histórico.

Después de una breve estancia en París me marché a la ciudad de Lille, con la misma pretensión, encontrar algún indicio que me pudiera revelar que se trataba de la ciudad que buscaba. En esta visita, pronto llegué a saber que no estaba en el lugar donde pudiera encontrar algo que fuera relevante para mi búsqueda. Está demasiado cerca del mar y en mis difusos recuerdos no hay nada que se le parezca, y el mar tiene una presencia que raramente pasa desapercibida. Por ese tiempo, en París, había entablado una relación extraña con un británico que se hacía llamar David John, se decía escritor de novelas de espionaje y trabajaba o había trabajado para el Foreign Office, de agregado cultural o algo parecido. No había acto cultural en el que no me lo encontrara, claro que él también podría decir eso de mí, siempre muy interesado en entablar relaciones con los escritores o profesores que acudíamos a esos eventos. Parecía conocer todo y a todos, además siempre estaba dispuesto a ofrecerse para cualquier cosa que se necesitara. Si hablaba con un jurista le invitaba a conocer cómo funcionaba la justicia en su país, si se trataba de un científico lo hacía igual para que se relacionara con alguna fundación científica británica, para los universitarios la invitación que cursaba era la de visitar alguna universidad prestigiosa de allá, incluso ofrecía la posibilidad de ser contratado para dar clases.

No recuerdo quién pudo ser quien le contara mi caso, con seguridad que la información no partió de mí, pues ya hacía tiempo que no se lo contaba a nadie, pero sí que al momento se ofreció para ayudarme a investigar sobre mis orígenes. Al principio se empeñaba en la posibilidad de que fuera inglés, pues según él tenía un cierto acento que él creía identificar como perteneciente al condado de Dorset, a pesar de que era evidente que mi dominio de la lengua inglesa no era bueno y mi acento debía ser poco británico. La posibilidad de aprovechar su ofrecimiento de dar clases en Oxford debió de aflojar mi resistencia a prestarle atención, pues en el círculo académico que yo frecuentaba era calificado como un poco fantasma. Sin embargo, más tarde se iba confirmando que lo que prometía solía tener fundamento: los juristas eran bien recibidos incluso en el Supreme Court, científicos que recomendó pudieron participar en algún Consejo de Investigación británico, supe de al menos un par de escritores que disfrutaron de algo parecido a una beca y estancia en un College británico para poder dedicarse a escribir y varios profesores fueron contratados por la Universidad de Oxford para impartir clases.

Estuve a punto de poder gozar del honor de ser profesor en esa universidad, pero una nueva permanencia de Sarah en Francia me hizo renunciar, pues no quería estar lejos mientras ella estuviera asequible a mi compañía. Este llamado David John de buenas a primeras desapareció durante un tiempo, lo mismo que antes era omnipresente, de repente, dejó de aparecer en los actos culturales que en París eran tan frecuentes. Alguna vez salió la conversación sobre qué habría sido de él y creo que alguien dijo que era un espía británico del MI5 o del MI6, que posiblemente habría sido enviado a otra misión. Al cabo de los años me enteré de que publicaba novelas y de que había adquirido cierta notoriedad en el gremio de los escritores de novelas de espionaje.

Este personaje, David John, tuvo influencia en mi visita a Lille pues, en su gran suficiencia, había concluido, después de desechar la posibilidad de mi ascendencia británica, que yo debía de proceder de esa zona, desconozco o no recuerdo las razones que aducía para ello. Se trata de una ciudad dispersa, con otros pueblos o ciudades, que forma parte de lo que los urbanistas llaman una conurbación, tuve la impresión de que era difícil que pudiera encajar en el esquema, que me había llegado a configurar de cómo debía ser mi ciudad. En torno a los años noventa, que es cuando realicé este viaje, ya habían pasado más de veinte años de lo que yo buscaba, vestigios y la mancomunidad de Lille estaba en pleno desarrollo industrial, tecnológico y urbanístico. La universidad de Lille se dedicaba mayoritariamente —aunque también existían facultades de humanidades— a las distintas ingenierías. Así que después de visitar algunas dependencias universitarias, en la especialidad de humanidades, que suponíamos podía haber sido lo que yo había estudiado, y charlar con algunos contactos que me habían proporcionado, abandoné la ciudad.

De nuevo en París me volví a encontrar con David John, que había vuelto a aparecer, y con la soltura que le caracterizaba, pues yo procuraba no comentarle nada de mi caso, no tardó ni un minuto en volverme a recomendar otra ciudad, en este caso Lyon, al mismo tiempo que añadió que si tampoco era la ciudad que buscaba debía dirigir mi investigación a los Países Bajos. Nunca se quedaba sin recursos, pues a continuación me dijo que si no encontraba ninguna pista entonces tenía que indagar más al sur. Creo que mencionó a Italia, España o Portugal, y después dejé de verlo. De todas maneras, al poco tiempo viajé hasta Lyon, nuevamente con algunas recomendaciones y contactos que me habían proporcionado algunos amigos. Mi atracción por la ciudad, que ya conocía, me hizo pasear por la ciudad medieval, le Vieux-Lyon como le suelen llamar, antes de acercarme a las dependencias universitarias donde estaban los contactos que me habían indicado. Allí contacté con Thérèse, una vieja amiga de Sarah, que me acompañó por una ruta turística de la ciudad, sin dejar de lado la buena gastronomía de sus buenos y caros restaurantes. Inevitablemente, nuestra conversación estuvo polarizada hacia Sarah, pero apenas recuerdo nada de lo que hablamos. Cuando visité las facultades, ya estaba convencido de que por allí no podía encontrar nada de lo que andaba buscando.

Algo descorazonado, debí volver a París a mis rutinas habituales: mis clases, muchas sesiones cinematográficas y charlas con los amigos, siempre acompañados de una botella de buen vino tinto. Recuerdo que pasó mucho tiempo, tal vez varios años, antes de que volviera a trazar algún plan de viaje para seguir con mi investigación. Obvié cualquier otra ciudad francesa, como Toulouse o Burdeos que también estaban en la lista. Ya me lo habían advertido, y ahora me había convencido, de que de ninguna manera podía tratarse de una ciudad de este país. Parece que fue en ese momento cuando llegué al convencimiento de que antes del año 1974 no había sido francés, aunque ahora podía pasar por serlo.

Unos años después, repuesto de la sensación de fracaso por esas ciudades francesas, lo intenté en algunas ciudades de los Países Bajos, como Gante, Ámsterdam, Utrecht o Leuven, y obtuve el mismo resultado negativo, pues ninguna parecía ser la ciudad que buscaba. Alguien me había dicho que no dejara de lado a Gante, pues me decían que poseía algunas características de la ciudad que buscaba, pero al llegar me convencí de que allí no tenía nada que hacer, pues en los ambientes universitarios predominaba la lengua neerlandesa, que me resultaba totalmente ajena. Algo parecido me hizo rechazar que pudieran haber sido las ciudades de Ámsterdam o Utrecht. También visité Leuven y sus dos universidades, pero más bien porque me obligué a ser metódico y una vez visitadas y gozado de su excelente cerveza, poderlas tachar de la lista con total tranquilidad: ninguna de ellas podía tratarse de la ciudad donde presumiblemente había cursado estudios a finales de los años sesenta y primeros de los setenta del pasado siglo.

Pasé otra larga temporada en París, donde barajé la posibilidad de abandonar definitivamente tan quimérica tarea. Ya andaba por los cincuenta años y me pareció que ya era hora de plantearme mi vida tal como era, no buscar justificaciones en mi pasado desconocido, tal vez para no centrarme en hacer, en ser, lo que yo quería o debería ser. Era en Francia, en París, donde después de mi accidente se podría decir que renací a la vida. En los años de la segunda mitad de los setenta, asistí a las clases que impartía Roland Barthes, hasta su desdichado accidente que le hizo perder la vida. También por esos años murió Jacques Lacan, quien durante algún tiempo me tuvo embaucado con sus atrayentes teorías psicoanalíticas y su laberíntico embrollo de palabras. Después de algunas complicaciones burocráticas, en los que la ayuda de Éloïse, de Jean-Luc y de sus influyentes contactos fueron determinantes y tras algunos exámenes o pruebas de nivel, conseguí una especie de convalidación de estudios universitarios.

A primeros de los años ochenta deambulaba por algunos centros de estudios superiores fundamentados, aunque con algunas dispersiones, en literatura, filosofía, narratología, análisis de textos y también de cine. Ahora cuando trato de recordar el nombre de esos centros me viene a la memoria una especie de sopa de letras (ENS, EHESS, CdF, EPHE, CNRS, IDHEC…) que daban nombre a los distintos centros de estudios y/o investigación, unos más y otros menos científicos, en las diferentes especialidades sociales, que impartían cursos y seminarios para una mayor especialización universitaria. Sin lograr centrarme en ningún grupo de estudios o investigación, sí disfruté un tiempo entre estos centros, pudiendo asistir a clases muy interesantes de los «sabios» de aquellos tiempos. Además de Barthes, al que traté durante poco tiempo, frecuenté clases y estudios en los entornos de Jacques Derrida, Claude Lévi-Strauss, de Algirdas J. Greimas o de la escuela de Émile Benveniste, que había fallecido unos años antes.

Aunque los entusiasmos de la década pasada, coronados con las revueltas de mayo del 68, habían decaído bastante, en los ambientes universitarios todavía, en los años setenta, se notaba un gran rechazo por todo lo que pudiera representar autoridad. Las clases —o al menos las que frecuenté— se realizaban en un ambiente de camaradería, como si los profesores quisieran hacerse perdonar que sabían más que sus alumnos. Valga como ejemplo que en la mayoría de las clases habían desaparecido las tarimas donde se localizaba la mesa y silla del profesor, que antes quedaba a un nivel algo superior al de los alumnos. Más tarde tuve la oportunidad de conseguir una plaza de profesor universitario, que si durante un tiempo fue eventual, en pocos años tuvo el carácter de fijo y, por primera vez, pude emanciparme de mi dependencia económica de la fundación que me había acogido.

En ese ambiente, por una parte dedicado al estudio y a la publicación y por otra muy politizado, se desarrolló mi primera etapa de profesor. Tertulias, presentaciones de libros y revistas, exposiciones artísticas y cine, mucho cine. Algún amigo cercano me llamó la atención, posiblemente Pierre, pues había observado en mí que mantenía una capacidad excesiva de identificación con cualquier línea de investigación, con cualquier autor o corriente cultural que circulara por mi entorno. En la dicotomía entre Sartre y Camus, que todavía existía entre las capillas culturales Parisinas y se recordó con la reciente muerte de Sartre que se produjo por esos años, yo me reconocía más en el segundo, pero eso no me presentaba ningún obstáculo para que merodeara y llegara a publicar algún artículo en la revista Le temps modernes que pasaba por ser el «santuario» de los sartrianos. Igual me pasaba con los restos de maoísmo que todavía eran muy patentes, no los entendía y aún hoy no me explico qué pudo pasar en cierta intelectualidad europea para que abrazara tan ciegamente unas teorías políticas tan ajenas, tan crueles y tan dañinas para la sociedad que sufría su política. A finales de los setenta, en China, tras la muerte de Mao Zedong, se paliaron sus políticas de continua reafirmación ideológica y represión, dando cauce a una apertura y un atisbo de mayor democracia. Todo se fue al garete cuando en el 1989 Deng Xiaoping autorizó la feroz represión de la plaza de Tiananmén. Así ahora me pregunto, qué pintaba yo en el entorno de la revista Tel Quel, que todavía por los primeros años ochenta escoraba, aunque más difuminado que en años anteriores, hacia las teorías prochinas de Mao.

Estar entre estos foros tan influyentes me ayudó a que pudiera participar en algunos colectivos y conseguir que editaran mis primeros libros. En dos de las editoriales más dinámicas e interesantes de aquella época, Gallimard y Seuil. Por otra parte, no pude —o no supe— sustraerme de dar bandazos entre distintos grupos que parecían antagónicos. La atracción que me causaban los de Tel Quel, con Sollers y Kristeva a la cabeza, no me impedía frecuentar otros foros y al parecer nadie me discriminaba por ello. Igual me podía suceder cuando me acercaba a la gente de dos revistas de cine tan opuestas ideológicamente, Positif y Cahiers du Cinéma. En ambas me publicaron algún artículo, aunque por razones de amistad con uno de sus redactores, solía publicar algo más en Cahiers. Una definición de mi persona que utilizaba Pierre, que conocí por aquellos años y con quien ya siempre me unió una gran amistad, repetía: «Este garçon se lleva bien con todos» (…avec tout le monde), empezó a preocuparme, pero no podía hacer nada, yo era así y no lo podía remediar. Creo recordar que era el mismo Pierre el que me avisaba de guardarme de aquella «maldición», así le llamaba él, de Nietzsche: «¿Queréis que el hombre bueno sea modesto, diligente, bienintencionado y moderado? A mí se me antoja el esclavo ideal». Ahora he consultado la cita para reflejarla lo más correctamente posible. Es una recomendación que en algunos momentos me ha martirizado, pues sí, creo que era cierto que me pasaba de respetuoso y moderado.

Ahora trato de buscar una explicación a mi indeterminación por tomar una postura firme ante algo, ya fuera política o artística. Era habitual que me relacionara entre un cierto ambiente de izquierdas (de gauche), y por tal me consideraba la gente que frecuentaba, posiblemente yo mismo me tuviera de esa tendencia política, pero de una manera bastante imprecisa. A principios de los ochenta ya abominaba de las prácticas políticas comunistas, de los países denominados como tales y de algunos compañeros que militaban en el partido comunista francés (PCF). Esa aversión la mostraba muy levemente, apenas la revelaba, diría ahora más exactamente. Lo mismo me pasaba cuando juzgaba una película, no me gustaban todas, pero era capaz de entusiasmarme con unas y otras, que de una manera habitual en un círculo o en otro eran ensalzadas o denigradas. En algunos casos mostraba mi acuerdo con unos, cuando comentábamos una película de Rossellini y con otros callaba en el momento en el que era criticada su manera de enfrentarse al hecho cinematográfico. Igual me pasaba con los que hablaban bien de Godard, mostraba mi conformidad con lo que decían de sus películas y sin embargo callaba, espero que no algo peor, cuando eran denigradas por otros.

Me gustaban, me interesaban, Godard y Rivette, pero también Truffaut y Chabrol y eso, ahora lo pienso, ya en los años ochenta, sus películas eran lo suficientemente diferentes para que me debiera haber decantado por una manera u otra de hacer cine. Tal vez me atraían más las películas de los dos primeros, pero creo que debía haber sido más tajante y haber aprovechado mejor el tiempo. Algo parecido me pasaba con la literatura de García Márquez o la de Vargas Llosa, con la de Faulkner o la de Hemingway, con la de Gide o la de Proust, con la de Baroja o la de Valle-Inclán, con la de Pavese la de Evtunchenko la de Pessoa o la de Eliot, en fin, que me costaba decidirme por una o por otra, pues cada una de ellas las leía con gusto y parecía que me tenía que haber inclinado por alguna de ellas más que por otra, ¿no?

Sigo tratando de explicarme cuál era la causa de tanta indefinición, tal vez fuera debido, entre otras cosas, a que me consideraba en continua formación y que ya llegaría el momento de que tuviera que definirme. Ese tiempo debía ser en el que yo me pusiera manos a la obra y fuera capaz de realizar mi propia obra, que no dudaba ni por un momento debía ser artística. Yo sería un escritor y sobre todo un cineasta, que crearía mis libros y mis películas cuando estuviera formado. Ya llegaría el tiempo, debía de pensar. Pero el tiempo pasó, tal vez demasiado tiempo, y fue entonces o ahora cuando me di cuenta de aquello de que la vida se escapa (tempus fugit) y que no existe repetición, no hay segunda vuelta. Cuando se tiene la intención de dedicarse a la creación hay que ser muy concreto, desechar muchas formas para llegar a ser capaz de depurar una forma propia de hacer las cosas.

A pesar de mi indefinición poco a poco conseguí una cierta notoriedad en el campo académico, tampoco demasiada, y así frecuentaba círculos varios, tanto los de Todorov, Genette o Ricardou, como los mencionados Sollers y Kristeva. Creo que me colgaron la etiqueta de estructuralista, narratólogo, semiótico, analista de textos especializado en cine y alguna otra que ahora he olvidado. Desde esa plataforma era invitado a congresos, la mayoría en universidades francesas, pero también de otros países europeos como Italia, España, Gran Bretaña y Alemania, así como alguna universidad americana como Estados Unidos, Canadá, México y Argentina. Como si se tratara de ampliar la oferta de mi catálogo, además de la etiqueta de narratólogo, se añadieron otras materias. Durante aquel tiempo, publiqué algunos artículos sobre la obra de Boris Vian y otros autores franceses, como Georges Perec o Julien Gracq. Con tan amplia variedad de materias sobre las que tratar, mi ofrecimiento de un producto congresual se amplió y pude viajar por muchas universidades europeas y algunas americanas.

En una de las largas pausas, en la continua búsqueda de mi identidad, recalé en París en un círculo donde los argentinos eran mayoría. La verdad es que me resultaban entrañables, eran cariñosos y parecían preocuparse por los problemas que tenían cada uno de ellos. Recién había terminado la última y cruenta dictadura de los militares, acumulaban mucho sufrimiento, en esos momentos, algunos mostraban alguna esperanza en que todo podía cambiar con el nuevo gobierno de Raúl Alfonsín, que democráticamente había acabado, a finales del año 1983, con el mal gobierno de los generales. Hablaban hasta por los codos, pero no tenían la exclusividad, pues todos los asistentes a las tertulias hablaban con profusión, fueran de la nacionalidad que fueran. Ahora no podría afirmar con precisión si, en este grupo de argentinos, contacté con Juan José Saer antes o después de mi visita a Rennes. Este escritor argentino permaneció dando clases en su universidad, hasta unos pocos años antes de que le sobreviniera la muerte, a principio de los años dos mil. Creo recordar que, en alguna noche de alta ingestión de vino, uno de estos argentinos, mi amigo Zanetti, vino a decirme algo así como: «Pero boludo, a ver si vos sos argentino». Una frase que quedó fijada y que me la repetían cada vez que me querían replicar en algún debate de los que entablábamos. Alguien, para seguir con la broma, comentó que tal vez había sido Borges, quien todas las mañanas al mirarse en el espejo se decía, como tratando explicar la causa de sus miserias: «¿Qué querés vos, sos argentino?

Estas tertulias se empezaron a celebrar en un café cercano a los Jardines de Luxemburgo, pero al poco tiempo lo cambiaron por un coqueto bistrot que estaba cerca de la plaza de la Bastilla, donde preparaban una sala acogedora en un sótano del local. El cambio algunos no se lo tomaron bien, por lo que se produjeron algunas bajas, pero la mayoría lo aceptaron pues tenían por esa zona su residencia. Pasa con todos los grupos nacionales, es lógico, cuando algunos de ellos se instalan en un barrio, al llegar nuevos integrantes de esa comunidad buscan acomodo en las proximidades. Eso debió pasar, pues según me contaban, por los años sesenta se habían ido instalando muchos argentinos en los alrededores de La Bastilla y conforme pasaban los años su número no hizo más que aumentar. Aparte de Saer, recuerdo ahora haber visto por allí a Ricardo Piglia, que, por cierto, acababa de publicar su magnífica novela con el título de Respiración artificial, de la que se venía comentando —por algunos, ya que otros no estaban tan entusiasmados—, como la gran novela argentina contemporánea. Así que cuando asomó Piglia por la tertulia se repitieron los comentarios elogiosos hacia su obra, los más críticos o ese día no asistieron o guardaron un prudente silencio. Esa novela la leí por aquellos tiempos, y el hecho de que se abriera con una cita de T.S. Eliot, hizo que ya antes de empezar tuviera, para mí, muchos puntos positivos, que no perdió conforme iba avanzando en su lectura. He seguido la obra de Piglia, que en muchos de sus escritos figura como personaje con el nombre de Emilio Renzi, su segundo nombre y su segundo apellido, hasta ahora que aquejado de una grave enfermedad creía que no podía volver a escribir más.

A pesar de que ha frecuentado el género policiaco, del que no he sido nunca un ferviente partidario, un sesgo autobiográfico atraviesa su obra, tal vez por eso fijara mi atención en sus novelas, puesto que siempre me han atraído las obras autobiográficas, posiblemente a causa de que siempre he tenido la sensación de que apenas poseo biografía, o al menos la que ostento es fragmentaria. Me ha venido a la mente una novela de Piglia, que cuando la había leído llamó mi atención por un curioso artificio: era la historia de unos atracadores que encerrados en un piso y cercados por la policía siguen por la televisión, en directo, el cerco policial al que se ven sometidos, me parece que se puede tratar de su novela Plata quemada. Piglia o Renzi, ha empezado a publicar sus diarios a los que permaneceré atento para no perdérmelos, por ahora creo que solamente ha publicado el primer volumen.

Otro amigo de ellos, yo apenas lo conocía, que asistía esporádicamente al grupo era el novelista Manuel Puig, del que también se tenía buena opinión entre los cabezas de serie, que más se prodigaban en dictar la idoneidad de una obra, o por el contrario lo poco que otra merecía la pena. Puig había publicado, a finales de los sesenta, su novela Boquitas pintadas, que obtuvo un gran éxito, tanto que fue adaptada al cine por el cineasta, también argentino, Leopoldo Torre Nilsson, unos años más tarde. Su tono paródico de folletín a mí nunca me entusiasmó. A pesar de todas las rencillas entre los asistentes del grupo y sus continuas peleas, era evidente que se respetaban entre ellos y que mantenían una gran camaradería. Por esos años murió Borges en Suiza y, aparte de algún chiste, se notaba el gran respeto que profesaban por su obra, aunque era frecuente oírles decir, cuando querían descalificar algún escrito de un compañero, que parecía escrito por Borges. De todas formas, llegaron a intentar consensuar una especie de manifiesto para expresar su pesar. Era evidente que, de alguna forma, con la muerte de Borges se sentían como huérfanos y perdían una referencia que les había mantenido en alerta mientras él vivía.

Me extrañaba la poca referencia —o más, la ignorancia— que hacían de Julio Cortázar, al que yo entonces profesaba una gran admiración. El escritor argentino vivía en París, me lo había presentado en una ocasión Jean-Luc. Varias veces que intenté introducirlo como tema de conversación, noté que al poco tiempo era obviado elegantemente y cuando preguntaba por él a alguno de los que más confianza tenía, no me aclaraban gran cosa, aparte de que comentaban que Cortázar casi no era argentino. Estaba claro que no mantenían buenas relaciones con él, que por cierto también murió por esos años, en París, la misma ciudad en la que estábamos, y no recuerdo que se dijera de asistir a su sepelio o redactar una nota, como se haría un poco más tarde a la muerte de Borges.

Me sentía a gusto con aquella panda de argentinos, aunque el grupo también era frecuentado por otros latinoamericanos: chilenos, uruguayos, mejicanos y peruanos entre otros. La mayoría andaban por la cincuentena, la edad de Jean-Luc, cuando yo todavía estaba cumpliendo los cuarenta. El grupo no lo formaban solamente escritores, había otros que trabajaban otras materias de expresión. El pintor Antonio Seguí, que, por no ser platense, como la mayoría de los contertulios, era de Córdoba, tenía un verbo menos expansivo y a veces tenía el buen gusto de permanecer en silencio. También recuerdo haber visto por allí al mendozino Julio Le Parc, igualmente pintor y escultor, tal vez a la bonaerense Marie Orenzanz y a muchos otros de los que ahora no guardo memoria. Abundaban más los escritores y era frecuente que alguien apareciera con alguna última publicación, o simplemente un «descubrimiento» de un libro de algún latinoamericano, aunque también el acontecimiento de una exposición de algún pintor allegado era celebrado con gran pompa.

Ahora, sin ánimo de ser exhaustivo, me vienen a la cabeza la abundante literatura latinoamericana que frecuenté en aquel tiempo y que la continué siguiendo, aunque no con tanta profusión como en aquellos años ochenta. Algunos «viejos» autores eran apenas nombrados, a veces como un eco o una vaga referencia, lo que sucedía con los cubanos Alejo Carpentier y Lezama Lima, con los argentinos Mujica Láinez, Ernesto Sabato o Bioy Casares, con los mejicanos Octavio Paz o Carlos Fuentes o el chileno José Donoso. Si se leían sus libros, tenía que ser en secreto, pues rara vez nadie reconocía que había leído un libro de esos autores y sin embargo sí parecía que tenían un criterio formado. También yo tuve que leerlos casi en la clandestinidad, pues no creo que ellos me lo hubieran tolerado.

Existían algunos «viejos» a los que sí se consideraban merecedores de la atención de este grupo. Los argentinos hablaban con devoción de Macedonio Fernández y de Roberto Artl, a los que intenté hincarles el diente y me resultaban bastante ajenos y lejanos. No era el caso del mexicano Juan Rulfo, quien con su casi única obra, Pedro Páramo, había encandilado a todos los asistentes a estas informales tertulias literarias, a mí incluido. La narración del viaje del narrador/personaje a Comala siguiendo el encargo de su difunta madre de encontrar a su padre, nunca la he olvidado desde la primera vez que la leí:

«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera… No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias…».

Una misión que los héroes de las historias modernas no consiguen cumplir. Otro «viejo» ilustre era el uruguayo Juan Carlos Onetti, del que con frecuencia se anunciaba una próxima visita y todos, muy interesados, no nos perdíamos ninguna reunión por ver si alguna vez asistía. No creo que esta visita se produjera nunca, al menos yo no la recuerdo, y me extrañaría mucho que alguien consiguiera que Onetti abandonara el refugio de la cama, en su casa madrileña. Algo parecido debió pasar con su paisano Mario Benedetti que, haciéndolo en Madrid, se anunciaba su visita algunas veces, pero creo que tampoco se produjo. A escritores como los mexicanos Sergio Pitol y Fernando del Paso se les seguía con más o menos fervor por unos o por otros, al peruano Alfredo Bryce Echenique no se le prestaba mucha atención, una de las veces que dije que me había divertido mucho leyendo su novela titulada: La vida exagerada de Martín Romaña, algunos me miraron con la suficiencia o sorpresa que puede expresarse enarcando las cejas, de tal manera que no me atrevía a insistir más en ello.

Esta operación, la de dejar caer el nombre de algunos escritores latinoamericanos que había leído y me parecían bien, la volví a repetir con algunos más jóvenes como el argentino Cesar Aira, pues su novela Ema, la cautiva me pareció interesante, pero mis comentarios casi nunca eran bien recibidos. Zanetti, en confianza, me llegó a decir que llevaban muy mal que un extraño, un extranjero, les dijera a ellos qué literatura latinoamericana era buena o no. No recuerdo ahora si algo parecido me sucedió con Roberto Bolaño, aunque este escritor chileno creo que empezó a ser conocido a finales de los ochenta, y por esos años yo ya había abandonado la tertulia.

Me levanto para ir a las estanterías de la biblioteca para ver los libros que tengo de Onetti, repaso mentalmente todas sus novelas y ¡horror!, no aparece una de las primeras, la titulada La vida breve. Si tuviera a mano un tensiómetro podría evidenciar lo que me he alterado al no encontrarla, pero no desisto y la sigo buscando por otros estantes, pues pienso que en algún despiste la habré colocado en un lugar distinto al suyo habitual. Al cabo de un rato, cuando mi extrañeza y grado de alteración han debido ir subiendo, me vuelvo a sentar para tratar de calmarme y ver qué puede haber sucedido con ese libro. Rara vez me sucede, pero cuando ocurre que voy decidido y seguro a buscar un libro en mi biblioteca, si no lo encuentro me inquieto de una manera sorprendente, aunque a veces he analizado la cuestión y trato de minimizar el suceso para que no altere mis delicados nervios. Al rato busco en el archivo informático que tengo de todos mis libros y efectivamente aparece catalogado, la compré en marzo del 82, en la librería Gibert Jeune que está en la place Saint Michel, en la zona de libros de segunda mano que había en la segunda o tercera planta. Igualmente debí comprar ese día otro libro de Onetti que contenía sus dos novelas cortas, El pozo y Para una tumba sin nombre, unos meses antes había comprado Juntacadáveres y El astillero. Siguiendo con tan curiosa y maniática cronología, unos cinco años antes había comprado mi primer libro de Onetti, sus Cuentos Completos editados en Venezuela por la editorial Monte Avila. Todos estos permanecen aquí, en su sitio, alineados y dispuestos a ser consultados por mí, pero ¿qué había sucedido con el libro La vida breve?

Recuerdo su portada verde, en la que en el centro aparecía la figura de dos hombres, uno incrustado en el otro. Estaba editado por Sudamericana en su colección Índice, pero ¿dónde estaba ahora? ¿lo habría prestado a alguien? No era capaz de encontrar una respuesta y durante mucho rato aún, seguí buscando por todas las demás estanterías sin obtener ningún resultado. Esa misma mañana tomé el coche y en algo más de veinte minutos me acerqué a la librería de uno de los dos pueblos grandes que tengo cercanos, estaban a punto de cerrar, pues eran casi las dos. Disimulando mi desasosiego le pido a Jesús —no conozco la razón de por qué tantos libreros en España se llaman de esa manera— que me proporcione ese libro, pero cuando me dice que no lo tiene, mi cara debió expresar todo mi desconcierto. Me invento una razón poderosa, lo necesito urgentemente, pues tengo que hacer una reseña que me han solicitado de una revista. Él, muy diligentemente, consulta y me dice que actualmente existe en dos editoriales, en Edhasa y en Punto de Lectura y que realizará el pedido. Lo hará a la primera de ellas, puesto que, dice, tiene más confianza en que sean más rápidos, concluye que en menos de una semana puedo contar con el libro. Debió notar mi cara de desolación, pues al momento Jesús, que es un buen amigo, me ofreció la posibilidad de buscarlo en internet y que me pasara a última hora de la tarde provisto de un pincho, un pen drive o lápiz de memoria, me aclaró cuando notó la cara de extrañeza que puse, para podérmelo llevar a mi casa. Le dije que no estaba acostumbrado a leer libros en esos artilugios, pero que me esperaría hasta que recibiera el libro. El amable librero me prometió que iba a mirar en la biblioteca de su casa, por si tenía algún ejemplar. ¿Cómo podría estar tranquilo mientras me faltara ese libro?

De nuevo en mi casa, me siento en el sofá con el propósito de calmarme, no sin antes haber buscado, de nuevo, infructuosamente el libro entre las estanterías y en algunos montoncitos que siempre andan desparramados en las inmediaciones de las estanterías. Libros pendientes de colocar o de darle un vistazo para alguna cosa que me iba surgiendo. Recordaba que algo parecido me pasó hace unos meses con los seis o siete libros que tengo de Julien Gracq, en ese caso no era solamente un libro, eran varios y el problema era mucho mayor. También me recuerdo desesperado dándole vueltas con la vista a las estanterías para ver qué podía haber pasado, durante algo más de una semana no conseguí encontrarlos hasta que una mañana, buscando algo de Faulkner, aparecieron todos juntos donde nunca debían haber estado, en la estantería de la novela de lengua inglesa. Ahora me tranquilizaba, pensando que en cualquier momento me podía volver a pasar lo mismo y encontrarlo, por eso a cada rato volvía a repasar los distintos estantes, con la esperanza de que el libro maldito se dignara aparecer.

Por la tarde palié algo el problema y en unos cinco días en los que contuve la angustia, tuve el nuevo ejemplar de La vida breve, no era el mismo libro que yo tenía, pero tuve que conformarme e intentar no darle más vueltas. Es indudable que me voy haciendo mayor, voy caminando por los sesenta en busca de los setenta y observo cierta torpeza en los movimientos, me estoy volviendo duro de oído y tengo alguna dificultad en entender los diálogos de algunas películas, por lo que he optado por buscar los subtítulos. La cabeza parece que me funciona bien, pero algo debe de estar pasando, la memoria me puede haber empezado a fallar y no querer aceptarlo quizás pueda explicar la inusitada reacción que he experimentado al no encontrar un libro de mi biblioteca.

Debido a una repentina y episódica diplopía, visión doble, recientemente me han realizado una resonancia del cráneo y algo anuncia un cierto deterioro, la denominan como una «discreta atrofia cortico subcortical». Ni se me ocurrió decirles nada del «accidente» que tuve en el año 1974, nunca me ha gustado aportar demasiados datos a los médicos, a ningún tipo de investigador, pues creo que puedes viciar su diagnóstico. No quiero que me suceda igual que a un personaje de una película de los hermanos Coen, que entra a ver al médico diciéndole que tiene una infección en el oído, y el médico, después de diagnosticarle que tiene un oído infectado, pretende cobrarle veinte dólares, y claro, tuvo que matarlo. Me propongo ir administrando mis disfunciones, andar con cautela para no precipitarme en la desesperación al observarme cada día más torpe y tardo. Debo buscar en la fijación más cabal de las rutinas, un mayor control de los despistes que inevitablemente se irán produciendo.

Si Onetti había configurado Santa María, un lugar donde desarrollar sus historias con más libertad, Cervantes lo había hecho con La Mancha, Rulfo con Comala, Faulkner con Yoknapatawpha, Benet con Región, García Márquez con Macondo y muchos otros creadores también habían establecido un lugar, creo recordar que, por entonces, me preguntaba si cuando empezara mi labor creativa no tendría que nombrar y configurar igualmente un espacio imaginario donde se debían desenvolver los personajes de mis historias, aunque hablando de lugares irreales, ya tenía bastante con, trataba de imaginar, los posibles escenarios de mi vida primera. Una de las razones por las que tan fácilmente me identificaba con los personajes de las historias que me contaban, en una novela o en una película, podía ser el deseo perentorio que sentía de elucidar mi identidad. Puesto que no conseguía saberla me agarraba casi a la primera que aparecía y así me tranquilizaba. Si el personaje de la novela de Onetti intenta evadirse de su jodida realidad, participando de la vida de los vecinos, a los que oye a través de la ligera pared que divide sus habitaciones o creando al personaje del doctor Díaz Grey que pasa consulta en Santa María, ¿por qué no iba a hacer yo algo parecido?

«… en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, en verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza…».

Me decía que me encontraba bien en París, tenía amigos con los que pasar las veladas charlando y bebiendo vino. Algunas temporadas llegaba a creerme que mantenía una relación sentimental estable con Sarah, una mediana posición académica que me permitía vivir con desahogo, viajar por muchas ciudades donde era conocido y respetado e incluso, a veces, me hacían sentir que les interesaban las conferencias que impartía. Pues ese era yo, ese era mi lugar y esa era mi gente, no tenía que darle más vueltas. Durante un tiempo creo que llegaba a conseguirlo, hasta que una, cualquier, chispa volvía a prender mi deseo de conocer quién era, quién había sido yo. El desasosiego se aferraba de nuevo en mí y volvía a descentrarme, haciendo muchas cosas que ahora considero absurdas.

Algunas veces apareció por el bistrot de La Bastilla, en la tertulia de los argentinos, el cineasta chileno Raúl Ruiz, quien como tantos otros había salido de su país huyendo de su correspondiente dictadura, en este caso de la de Pinochet. Creo que desde el primer momento destilaba un cierto halo que me conquistó, le imprimía una cierta guasa a la solemnidad política de sus compatriotas exilados, era de juicios largos y reposados, muy alejado de las consignas habituales en muchos de estos medios. El hecho de que fuera un hombre de cine también debió influir que me apegara a él, más que a cualquier otro, a pesar de que no era ni mucho menos un habitual de las tertulias, rara vez asistía a ellas. Pude entablar una relación con él aparte de esas reuniones, e incluso creo recordar que asistí, en alguna ocasión, a los banquetes que organizaba en su domicilio, en el boulevard Belleville cerca de la plaza de la Bastilla, un poco más al norte. Unas comilonas que él se encargaba de preparar y que eran abundantemente regadas con buenos vinos. Vivía con Valeria Sarmiento, su inseparable compañera, sentimental y de trabajo, a quien le unía una cómplice cordialidad que creo solamente fue rota con la reciente muerte de Raúl. Su preocupación por los elementos narrativos que utilizaba en sus películas, le llevaba a exponer algo parecido a un enunciado de Godard: no se trata de hacer cine político, sino de hacerlo políticamente. Cuando rodaba su reflexión sobre un problema, fuera político o no, se ocupaba también de reflexionar sobre la manera en la que lo está rodando. El parentesco con Godard era evidente, aunque su obra cinematográfica ha sido muy diferente.

Había realizado recientemente, o estaba realizando, una adaptación de la obra de teatro titulada Bérénice de Jean Racine. Creo que debí quedarme perplejo cuando me lo dijo, ¿qué hacía un chileno con una tragedia clásica francesa del siglo XVII? Las cuitas que cuenta el drama de los amores imposibles entre el emperador romano Tito; Berenice, reina de Palestina y Antíoco, rey de Turquía, pensaba yo entonces, que debían de resultar muy ajenas a un cineasta chileno que vivía en París exiliado, especulaba, pero, sin ninguna duda, todavía no conocía a Raúl Ruiz. Un personaje de la película Une femme mariée de Godard, que es actor, dice que va a interpretar la obra de Racine. Algo más tranquilizador me debió resultar cuando me dijo que estaba realizando un documental corto, con un título más acorde a lo que yo estimaba debían ser sus trabajos: Lettre d’un cinéaste ou Le retour d’un metteur de bibliothèques. Este, llamémosle documental, muestra la vuelta de Raúl Ruiz a Chile después de su partida por el golpe de Pinochet. Da un repaso a los lugares y las personas de antaño y parece que todo permanece, pero la voz en off del propio cineasta termina dando la impresión de que algo falta.

A lo largo de su extensa obra, nunca me ha dejado de sorprender la versatilidad de los temas que trata y la forma de su puesta en escena. Si al principio no había entendido las razones que podía tener para adaptar un texto de Racine, empecé a entenderlo cuando vi su última obra —la conformó en película y también en serie de televisión— Misterios de Lisboa, que terminó en el año 2010, apenas un año antes de su muerte. Una historia de amor basada en una novela del escritor portugués del siglo XIX, Camilo Castelo Branco, que se prestaría a una puesta en escena clásica de la época romántica, pero que Ruiz dota de unas nuevas perspectivas narrativas. Dada esa fijación particular, le presté especial atención a la búsqueda de la identidad del personaje Pedro da Silva, que articula el relato.

A Raúl Ruiz lo recuerdo muy interesado en el estudio de la mirada, de la mirada de los personajes de sus películas, que podían llegar a fijar el verdadero núcleo de las historias en las que intervienen. Planteaba una especie de ejercicios para aprender y explicar a qué se estaba refiriendo cuando enfatizaba sobre la importancia de la mirada. Valiéndome de lo que él contaba, yo llegué a ejercitarme, en plan amateur con el Super 8 y, más tarde, esta vez en soporte video, poner en escena el guion de un cortometraje que titulé Palíndromo. Por ahí debe andar revuelto en alguno de los cajones que me han ido acompañando todos estos años. Me ejercitaba en mostrar la mirada de un personaje, mostrarlo mirando y luego lo que ve. El asunto se hacía más complejo, cuando de lo que se trataba era de mostrar a un personaje, que está mirando a otro personaje que también mira. Llegar a planificar unas tomas, para que puedan ser evidentes las consiguientes miradas y lo que miran y ven. Bueno, en Palíndromo trataba de hacer un símil en imágenes a la figura literaria. Igual que la palabra «reconocer» se lee igual empezando por adelante o por atrás, configurar dos personajes, A y B, que yo llamé Ulises y Popeye —por el nombre de los personajes de las novelas de Homero y de Faulkner—, que deambulan por distintos lugares, mirando y la cámara mostrando lo que miran, que al final sus miradas confluyen, confundidas, e inician un nuevo ciclo en las que sus nuevas miradas toman el protagonismo.

Me parece que fue a Raúl Ruiz a quien le oí decir —o se lo leí en uno de sus escritos—, un enunciado tan bonito como que «dos enamorados que se miran no dejan lugar para el espacio en off». Bien, ahora me sigue pareciendo hermoso, pero aun deseando que esa mirada deseche el espacio que no sea el de su propia mirada y el de su propia existencia, con los años puede que matizaría esa cuestión. Como hombre de cine, seguro que se plantearía cómo planificar dicha mirada. Yo lo hice, incluso en algunas ocasiones lo puse en escena y lo filmé. Ofrecer un plano con los dos amantes de lado es otra posibilidad, tal vez la más usada sea mostrarla en dos planos (plano-contraplano) en escorzo mirándose. Ensayé distintas posibilidades en un episodio para televisión, dedicado al amor, que realicé en colaboración con un amigo. Los planos cortos de los rostros de un hombre y una mujer servían de nexo a las distintas secuencias, alternando las miradas de la pareja: los dos mirando al frente a cámara, mirándose entre ellos, uno mirando a la cámara y el otro mirándole y así sucesivamente.

Un repaso a mi práctica cinematográfica, o de video, siempre ofrecerá una preocupación especial por la mirada de los personajes o la del narrador, que no deja de ser otro personaje más. La mirada conforma mucho del interés en las películas de Fritz Lang, de Alfred Hitchcock y de muchos otros. Ahora recuerdo un cortometraje, en celuloide de 16 mm, que realicé por los años ochenta, donde traté de poner en imágenes historias o situaciones de textos de Baltasar Gracián, Marcel Proust, Bertold Brecht, de Luis Cernuda y no sabría decir ahora si de algunos más. El argumento se podría resumir en que dos hombres algo mayores van paseando y, mientras pasean por calles y parques de una ciudad, van rememorando hechos de su pasado. Cuando verbalmente contaba uno, se veían las imágenes de la historia del otro y viceversa. En una pequeña secuencia, uno de estos personajes, cuenta cómo una tarde, mientras tomaba algo en la barra de un viejo café, ve y oye a una pareja de amantes que parece que tienen algunos problemas y, mientras se desarrolla esa escena del café, aparece el mismo personaje, a través de la cristalera que se observa, dentro de la escena de él mismo mirando a la pareja. Voy a la estantería a buscar el libro Tres narraciones de Luis Cernuda, pues creo que me inspiró uno de esos relatos.

La mirada, esa acción tan fundamental en el devenir de las personas que se relacionan, bien con otras personas, con un objeto, un paisaje o consigo mismo. Mi interés por la mirada seguramente estaría aleccionado por los estudios de Sartre, Lacan o Foucault, aunque no era tanto la angustia de ser mirado, en todo caso, sino más bien la interpelación que supone ser mirado mientras miras. Yo, a pesar de mi timidez, miraba mucho, aunque a menudo lo hacía a hurtadillas. Se dice que todos los aficionados al cine esconden un voyeur, ya sea furtivo o declarado. Las miradas siempre las he resuelto mejor en una planificación cinematográfica que en la vida cotidiana. Mirar compromete y hacerlo fijamente puede desencadenar algunas consecuencias no deseables. Podría decir que, en mis miradas amorosas a Sarah, no existía el espacio en off del que hablaba Raúl Ruiz, no estoy tan seguro de que en su mirada hacia mí pudiera decirse lo mismo. Analizando la cuestión, antes de ser arrastrado por la cadena de palabras escritas que a veces dicen algo más o menos brillante, pero que no tienen nada que ver con lo que se siente, podría decir que en mis posteriores relaciones amorosas cuando me correspondía mirar, en parte, el espacio off siempre estaría ocupado por Sarah.

No recuerdo bien las razones de haber dejado de asistir a tan entretenidas tertulias, seguramente sería debido a que Sarah de alguna manera atrajo mi atención, en aquel tiempo eran frecuentes sus idas y venidas desde lo que denominábamos, en plan jocoso, países de Oriente. O tal vez, porque estas reuniones simplemente se suspendieran. Sí recuerdo que de una cosa estaba seguro: —yo que casi no tenía ninguna seguridad sobre nada— que no podía ser argentino ni de ningún otro país americano. Si fue Sarah la que me distrajo de mis amigos latinoamericanos, también me haría que profundizara en mis estudios orientalistas, aunque no dejara nunca de interesarme por el cine, por los mecanismos narrativos y por todo lo demás. Ahora que lo pienso, en aquellas dos décadas, la de los ochenta y la de los noventa del pasado siglo, me daba tiempo para muchas cosas. ¿Cómo me podía organizar entonces para ir a tantos sitios, ver a tanta gente, leer y estudiar tantos libros, ver tantas películas? Ahora pueden pasar semanas o meses para que vea a alguien, al cine apenas voy y lo que si hago es leer o más bien releer, así como aun mantengo mi afición por los buenos vinos.

A finales de los setenta, por lo que recuerdo, debió comenzar mi fijación amorosa por Sarah, seguramente desde la primera vez que la vi, en una comida familiar en casa de Éloïse y M. Negloc, su marido, que era de ascendencia vietnamita. El resto del grupo, que estaban emparejados, tal vez quisieron hacer una «gracia», como si ella y yo formáramos una pareja y la armaron buena. Al principio, tuve la sensación de que a Sarah podía apresarla y de, alguna manera, hacerla mía en el sentido sentimental, pero debió ser muy pronto cuando me di cuenta de las grandes dificultades que eso entrañaba. Ella desaparecía con frecuencia y me resultaba muy difícil obtener una regularidad en nuestras citas. La mayoría de las veces «había quedado» en otro sitio, con otra gente o simplemente no conseguía localizarla. Sus largos viajes a países que aquí llamamos del próximo Oriente (Egipto, Líbano, Irán, Siria o Irak) por cuestiones de su disciplina de estudio y de interés, obstaculizaba aún más mis posibilidades de trabarla con un compromiso. Por entonces debió suceder, al ver su propensión a zafarse, cuando comencé a interesarme por las mismas materias de estudio que ella. Aquello que por entonces los franceses llamaban estudios «orientalistas», aunque en el caso de Sarah se centraban en la cultura árabe. Como tomé evidencia más tarde, no estaba interesada solamente por la cultura, su compromiso con esas sociedades le llevó a implicarse con ellas e irremediablemente se vio inmersa en los graves y numerosos conflictos políticos que asolaron esas sociedades durante las dos últimas décadas del siglo. Unos arduos y parece ser que irresolubles problemas que ya existían antes de ese tiempo y que aún hoy presentan una extrema gravedad.

Debió ser durante una larga ausencia de Sarah, aunque posiblemente sucediera unos años más tarde, en los primeros noventa, cuando me dispuse a partir hacia Italia. Afirmaba Pierre, quien conocía de antiguo mi historia y le había cautivado, que la ciudad que me interesaba debía de ser italiana, y Bolonia era la que, según él, tenía más posibilidades de ajustarse a lo que yo le contaba. A Pierre me lo encontré como compañero en la universidad, aunque él era profesor de otra especialidad distinta a la mía, era filósofo e historiador y, como tal, me instaba a ser metódico y exhaustivo en mi búsqueda. Era unos años mayor que yo y posiblemente se tratara de otra de las figuras paternas a las que me aferraba buscando el amparo que no tenía. Tenía la ventaja de su disponibilidad, no tenía compromisos de familia, como podía ser el caso de Jean-Luc y otros compañeros que frecuentaba en la facultad. Una vez descartada Francia, ganaban las opciones de que debía buscar en Italia y en España. Recuerdo a Pierre, después de bebernos algunas botellas de un vino borgoñés, bromear mientras tarareaba la canción de Brassenss titulada Entre l’Espagne et l’Italie:

«Le géographe était pris de folie.

Quand il imagina de tendre.

Tout juste entre l’Espagne et l’Italie,

Ma carte du Tendre».2

Esta ciudad no me resultaba extraña, la conocía de haberla frecuentado por razones académicas y alguna que otra vez por turismo. Durante los últimos años ochenta y noventa asistía asiduamente a congresos universitarios y creo recordar que Bolonia fue una de las primeras ciudades que visité con ese cometido. Mis tareas de profesor me habían hecho transitar por especialidades cercanas a la semiótica, que causaba furor por aquellos años. Empecé por esa interesante ciudad italiana que ya conocía y tan buenos recuerdos me evocaba. En algún congreso, tal vez sobre el pintor Giorgio Morandi que había nacido en esa ciudad, coincidí con Umberto Eco, con quien llegué a establecer una esporádica relación académica. Cruzábamos correspondencia, pero en este viaje me disuadieron de hacerle una visita, pues me dijeron que se encontraba fuera de Italia. Hace unos años le escribí para comentarle la idea que tenía de emprender esta búsqueda, y le mencioné que me había acordado del personaje de su novela La misteriosa llama de la reina Loana, él amablemente me contestó con una escueta nota, en la que me deseaba suerte en mi tarea.

Llevaba algunos contactos que me habían recomendado o de conocidos de mis anteriores viajes, pero de principio me apetecía deambular a solas por la ciudad antes de entrevistarme con nadie. La primera persona a la que llamé fue a Guido, pues conservaba de él un buen recuerdo además de que esporádicamente manteníamos una relación epistolar, académica y también personal. Él sabía de mi problema y hubiera sido un buen guía, además de una agradable compañía, para mi indagación por esta ciudad. Mis intentos fueron inútiles, pues después de varias llamadas me comunicaron que se encontraba de viaje, de gira en la presentación de un libro que había publicado, titulado Signos y Semiótica. Me acerqué a la librería Feltrinelli, de la Piazza porta Ravegnana, y compré un ejemplar. Guido colaboraba con Eco en la Facultad de Bolonia y su especialidad era la Semiótica. Este primer intento fallido de contactar con él, hizo que alargara un poco más mis paseos en soledad por Bolonia.

Deambulé por los soportales de sus calles, visité locales cercanos a la universidad y al poco tiempo me entrevisté con otras personas, la mayoría eran contactos que me había proporcionado Pierre. Tenían más o menos mi edad, algunos unos años más, y, además de estar vinculados a la docencia, podían conocer el ambiente universitario de Bolonia, por aquellos años que me interesaban (finales de los sesenta y primeros de los setenta). Cuando entrábamos en la tarea que me había llevado hasta allí, les pedía que me contaran cosas, en general, sobre lo que sucedía por allí en esos años. Lo que referían a veces me resultaba muy interesante, me llevaban a locales, normalmente bares o restaurantes, que según ellos me podían resultar familiares, pero por muchos esfuerzos que hacía no conseguía encuadrarlos como algo que formara parte de mis recuerdos.

Me hablaban de nombres de personas, me mostraban fotografías de cómo eran ellos en aquellos tiempos para ver si era capaz de reconocerlos. Alguno de ellos me hablaba de alguien que había podido ser yo, otro contaba algunos sucesos en los que podíamos haber coincidido y, como era frecuente en mí, no tardaba en apuntarme a esa posible identidad. Le miraba fijamente y deseaba ser esa persona que decía. Lo sentía tal como él lo narraba, más bien hacía como si lo sintiera. Menos mal que pronto era capaz de corregirme para dejar de hacerme trampas. A veces era yo mismo el que me descartaba de esas historias que contaban, otras eran mis interlocutores quienes me eliminaban, porque según seguían contando de esa persona, habían tenido noticias y no podía coincidir conmigo. Incluso una vez me llegaron a poner nombre, Salvatore, pero al poco tiempo uno de ellos se acordó que esa persona murió en 1980, en el salvaje atentado de la estación.

Me hablaron del terrible atentado neofascista en la estación ferroviaria, que se produjo el dos de agosto del año 1980, pero ese tiempo no formaba parte de mi investigación. Recuerdo haber participado en actos y manifestaciones, en París, de repudio por dicha matanza. Ahora seguía mis paseos por los soportales de la ciudad, visitando sus hermosas iglesias y la zona medieval. Procuraba visitar los locales que anteriormente había sido guiado por Guido, probando la excelente cocina de sus buenos restaurantes y sus exquisitos vinos. Recordaba mi gusto por los vinos elaborados con las variedades de uvas sangiovese y nebbiolo, de los que pude dar cuenta en los bares o restaurantes durante mis cavilaciones. Después de muchos paseos y reiteradas visitas a la piazza Santo Stefano, a la que observaba con especial dedicación, como si esperara que me dijera algo. Me gustaba tanto esa plaza que me sentaba en uno de los poyetes que allí había y miraba fijamente ese encantador enclave, como queriendo obligarme a incrustarlo en mi mente, hacerlo mío de alguna manera para que pudiera formar parte de mi vida pasada. Todos mis esfuerzos resultaban inútiles y poco a poco terminé por descartar definitivamente que esta ciudad fuera la que estaba buscando.

Tal vez en esa fase, cuando ya había abandonado la idea de que Bolonia hubiera sido mi lugar de origen, apareció Guido, que había vuelto de su periplo promocional. Dado su carácter entusiasta me animaba a volver a empezar con él la indagación por Bolonia, con alguna dificultad me pude resistir a tan vehemente invitación. No tanto que no me acompañara a visitar, guiado por su buen conocimiento y maestría, los restaurantes y bares que yo no había sido capaz de encontrar por mí mismo. Como nativo de la región, Emilia-Romagna, a la que Bolonia pertenecía, era un apasionado de los vinos con la uva sangiovese y me censuraba, con cierta sorna, que yo hablara bien de los vinos Barolo, que estaban elaborados con la uva nebbiolo de la región del Piamonte. Durante esos días intentó que abandonara mi habitación de hotel, creo que estaba por la via dell’independenza, y me instalara en su casa. Pude rechazar su tentadora oferta al darme cuenta de que pasaban los días y con él lo que hacía era comer y beber de maravilla y, haciendo honor a su nombre de «guía», visitar los lugares de interés de la ciudad, con una dimensión de la que yo, sin él, no había sido capaz de apreciar. Al ver mi determinación de abandonar la idea de que mi visita pudiera ser productiva para el objeto de mis pesquisas y que pensaba seguir buscando por otras ciudades italianas, se ofreció en acompañarme, especialmente a Turín que, según él, podía ser la ciudad que buscaba.

No recuerdo bien qué sucedió, seguramente al voluntarioso y obsequioso Guido lo debieron requerir para otros menesteres, pero continué a solas las siguientes etapas. Estuve barajando volver a París y abandonar tan quimérica tarea, esa tentación me sobrevenía de vez en cuando y a veces era capaz de vencerla y seguir, como en esta ocasión. Seguí visitando algunas otras ciudades italianas, Florencia, Venecia, Milán, Turín, Roma, y otras como Verona o Padua, pero tuve que reconocerme que estaba «turisteando» y había dejado a un lado mi búsqueda. No pretendo hacer ahora una reseña turística de las ciudades que visitaba, pero de algunas sí me vienen a la memoria algunas notas que me apetece mencionar. Creo que todavía en Turín mantenía alguna esperanza de que mi búsqueda no resultara del todo infructuosa. Algún mal intencionado llegará a pensar que mi detenimiento en esta ciudad, se podía deber a la bondad de sus vinos Barolo, pero sin obviarlos, creo recordar que Turín reunía muchas de las características de la ciudad que buscaba: universidad prestigiosa y antigua, con una intensa vida universitaria en los años de finales de los sesenta y primeros de los setenta. Antes de comenzar creía que se trataba de una ciudad más pequeña, pues con su contigua zona metropolitana, resultaba mucho más grande de lo que mis datos calculaban para la ciudad buscada.

Poseía algunos contactos en la universidad de Turín, pero por la experiencia anterior con Guido pensé que sería mejor no dispersarme con alguien que me distrajera en exceso de mi tarea. Dejaría para última hora mis visitas de cortesía, cuando parte de mi indagación ya estuviera realizada. Paseaba por las inmediaciones de los ambientes universitarios, tomaba algo en sus cafés y bares tratando de hacerlos míos. Visitaba sus abundantes iglesias y palacios, buscando alguna pista que pudiera evidenciar mi pertenencia a aquellas cosas y lugares. El desánimo me embargaba, recuerdo que me decía que seguía «turisteando» y que ese no era el propósito que me había propuesto, así que volvía a buscar una cierta metodología y sistema de búsqueda para no caer en el caos.

Todo me podía valer, si un lugar me gustaba por qué no iba a ser el que buscaba. Erraba de empresa, no debía buscar o encontrar un lugar que me gustara y hacerlo mío, sino buscar y encontrar un lugar que ofreciera algunos vestigios o huellas de mi existencia allí durante algunos años. Desde últimos de los cuarenta, que se supone debía de haber nacido, hasta los primeros años setenta, cuando sufrí tan macabro accidente. Cuando llegué al convencimiento de que Turín no podía ser ese lugar, busqué algunos de los contactos y así pude saludar a Claudia que, entre otras muchas cosas, había traducido algunos de mis libros al italiano para la editorial Einaudi. Estaba cada vez más bella y siempre tan atareada, ver la feliz familia numerosa que había formado que, al parecer, no le impedía llevar una intensa vida académica y social. Marco seguía sin sentar cabeza y ahora estaba entusiasmado con todo lo que proviniera de China. En alguna velada con Marco, saboreando algún magnífico Barolo, al que le hizo las alabanzas de rigor, hablamos de Guido, de quien él era muy amigo, pero entre bromas dijo algo parecido a que Guido sabía mucho de semiótica, de filosofía y de cine, pero que de vinos no tenía ni idea. Decía algo así como: mira que llegar a comparar la uva sangiovese con la sutileza de los vinos elaborados con la nebbiolo. En fin, la eterna polémica de los vinos de una zona y otra, con las consabidas pasiones de los paisanos. Menos mal que desde el principio les anuncié mi próxima marcha, pues intentaron tejer una tupida red en la que retenerme más tiempo en Turín.

El alejamiento de mi tarea quedó más evidente cuando me desplacé, bastante al norte, hasta Trieste. Ciudad que debido a la influencia de Claudio Magris había incorporado entre mis preferidas. Me reconocí en mi antigua manía de buscar vestigios de escritores que me interesaban, en este caso de Italo Svevo, de Umberto Saba o de James Joyce. Una costumbre que comparto con escritores como Sebald, Sergio Pitol, Vargas Llosa y tantos otros. En Turín, cómo no acordarme de Pavese y de otros escritores de su generación, como Elio Vittorini. En otro tiempo, en París había coincidido algunas veces con Italo Calvino, y aproveché una invitación que nos hizo a varios de los participantes en una tertulia para encontrarnos con él en Turín. El viaje lo hicimos varios de los contertulios y disfrutamos de su conocimiento de la ciudad, también nos consiguió una visita al patriarca de la editorial Einaudi, al mítico Giulio Einaudi, en su casa de campo de las afueras. Allí fuimos obsequiados con una copiosa y excelente comida, regada con excelentes vinos piamonteses, así como la compañía de otros escritores de los que ahora solamente recuerdo a Natalia Ginzburg y naturalmente a Calvino. En esta visita de ahora, Calvino ya había muerto y tantos otros como Ginzburg, mientras deambulaba por Turín a todos ellos les brindaba un recuerdo entrañable.

Ya en otras ocasiones había visitado ciudades italianas buscando huellas de Pavese o Calvino, me trasladé a Ferrara para intentar encontrar algo del cineasta Antonioni y su amigo el escritor Giorgio Bassani y de sus Fizzi-Contini. Algo parecido es lo que había hecho siempre que tenía ocasión, en cualquiera de los viajes que realizaba por distintos países. La mayoría de las veces me resultaba una misión imposible, pues poco pude encontrar de Kafka en mis viajes a Praga, aparte de algún café con el nombre de Milena, por ejemplo. Cuando estuve en Roma, aparte de otras calles fellinianas o antonionianas, me desplacé con interés hasta la playa de Ostia buscando algo de Pasolini, pues fue allí donde fue asesinado en tan extrañas y desgraciadas circunstancias. Daba muchas vueltas, siempre buscando y, debido al poco éxito que obtuve la mayoría de las veces, se me puede adjudicar el título de investigador fallido. Creo que siempre me ha faltado constancia y mi afición de pasar de una cosa a otra: estar buscando algo y cuando me aparece otra abandonar el primer objeto de búsqueda y continuar con el segundo, y así sucesivamente.

¿Qué podía quedar a finales de siglo de lo que había rodado, cincuenta años antes, el primer Rossellini en la costa amalfitana? Las seis historias que cuenta Paisà sobre el final de la segunda guerra mundial, en clave de documental recreado, ofrecen unos parajes y unos paisanajes que nada tienen que ver con la costa de grandes casas de lujo en la que se ha convertido actualmente esa zona. Esas películas neorrealistas del primer Rossellini, antes había realizado tres documentales en el entorno fascista de Mussolini, que evidencian su transformación humanista. Un cambio en el que pudieron influir las brutalidades nazifascistas de los últimos años de la guerra en Italia y, desde luego, su relación con el escritor Sergio Amidei, quien escribió muchos de los guiones de sus primeras películas. Ese afán de buscar huellas en las ciudades o lugares que frecuentaba de esos personajes que me interesaban, pasados tantos años, casi nunca me ofrecieron algún resultado satisfactorio. Cuando han pasado varias décadas, cuarenta o cincuenta años, la situación social y política, los lugares y desde luego las personas, han cambiado tanto, que parece una quimera intentar la búsqueda de esos vestigios. Haciendo un paralelismo con mi situación, podía resultar igualmente un desvarío querer encontrar trazas de mi existencia pasados unos cuarenta años.

Terminé la larga estancia en Italia con la convicción de que en ese país no podría encontrar la ciudad que con tanto anhelo buscaba. Si en un principio había deducido que mi búsqueda debía limitarse a países de habla francesa, italiana o española, todavía me pregunto por qué Dublín formó parte de este azaroso peregrinaje, tal vez debido a mi afición a la música de ese país (Capercaille, Enya, Clannad, Altan, Alasadair Fraser o Van Morrison…), a escritores como James Joyce, Flann O’Brien o Samuel Beckett, también me interesaban Jonathan Swift y Oscar Wilde, pero en ese momento los sentía más lejanos. Pudiera estar motivado por mi nueva afición al whisky —tal vez, puesto que era irlandés, debería llamarle whiskey, pero ahora que lo pienso, me gustaba más el escocés y en esta ocasión no me fui a Edimburgo, a pesar de que otros escritores escoceses como Robert L. Stevenson, Walter Scott y Arthur Conan Doyle me habían acompañado gratamente durante muchas noches solitarias— y a las veladas tan mágicas, propensas a todo tipo de ensoñaciones, que propician sus efluvios encerrados en algún pub irlandés. La invitación de un compañero de la universidad de Dublín, también tendría que ver en mi elección.

Me había fascinado la idea de que un personaje de una novela de O’Brien se encontrara furtivamente por algunos pubs de la localidad costera de Dalkey, al sur de Dublín en el condado de Dun Laoghaire-Rathdown, acompañado de una especie de James Joyce de incognito. Algo así, fantaseaba, me podía pasar a mí en algunas de las correrías nocturnas, en las que no habían faltado unos cuantos tragos de whiskey de la zona. Mis dos acompañantes, que eran profesores universitarios, no solamente no me quitaron ideas tan peregrinas, sino que las alentaron asegurando que, si se insistía y después de dar muchas vueltas por los sitios adecuados, podían terminar apareciendo tanto Joyce, como O’Brien. Ante mis preguntas aclaratorias sobre a qué se referían, ¿acaso era una determinada atmósfera? ¿un cierto espíritu de los escritores?, ellos, sin ninguna duda, afirmaron que nada de fantasmas, sin duda se trataba de ellos mismos, aunque pusieran mucho interés en negarlo. Como me lo aseguraban con tanta rotundidad, opté por dejarme llevar y añadir cierto entusiasmo, no exento de sorna, por participar en tan excitante aventura. Hubiera sido una torpeza despreciar esta doble experiencia, pues, según me aseguraban mis colegas, no solamente teníamos la posibilidad de coincidir en un pub con estos dos escritores, sino que también procederíamos a probar unos tragos de whiskey que no estaban al alcance de cualquiera.

En algún momento, como para seguir lo que hasta ese momento consideraba una broma, pregunté si también íbamos a tener ocasión de ver y hablar con otros personajes que aparecían en las novelas de O’Brien: como San Agustín o algún nombre bíblico como Jonás. Me anunciaron solemnemente que, estos personajes, últimamente no eran muy dados a corporeizarse y que se limitaban a manifestarse por otros medios. Insistí con vehemencia en que tenía suficiente con las entrevistas anunciadas de los dos escritores. La bebida corría de mi cuenta, tanto mis vasitos de whiskey como sus vasos de barley, una cerveza de alta graduación. Las citas que tenían preparadas eran en alejados pubs de la costa, en el triángulo que conforman Dublín, Sandyford y Dalkey. Una vez que pasamos cerca de un parque que se llamaba St. Augustine’s volví a preguntar por la posibilidad de entrevistarnos con San Agustín de Hipona, pero sus miradas me censuraron tal ocurrencia.

Muchas veladas transcurrieron tomando copas al acecho de que, en algún momento, apareciera alguno de los dos escritores. Estaba convencido de que tal empeño resultaría inútil, pero puede ser que una de esas noches brumosas, un hombre que estaba en una mesa cercana a nosotros fuera el mismo Flann O’Brien, al menos así lo aseguraban mis acompañantes. Hablaba quedamente y respondía a algunas cuestiones que le dirigíamos desde nuestra mesa, decía que estaba buscando a alguien y no recuerdo nada más. Me empeñaba en llamar al barman Humphrey, como el personaje tartamudo del Finnegans Wake de Joyce. Preguntarle por Anna Livia, su esposa, y por sus hijos. Cuando salimos del pub, bastante perjudicados debido a la ingestión de la bebida, dábamos por hecho que esa persona con quien habíamos alternado, se trataba de O’Brien y nos daba igual que hubiera muerto unos treinta años antes. Tal vez eufórico de tan afortunado hallazgo, le dije a mis interlocutores que, si no sería posible ver al sargento Fottrell, pero no me gané más que reproches acusándome de que no me tomaba nada en serio. Terminé abandonando Irlanda con la sensación de habérmelo pasado muy bien, había participado de esa magia que impera en ese país, especialmente al atardecer después de haber tomado unos tragos.

Creo recordar que antes de animarme a salir a algún otro lugar, volví a pasar una larga temporada en mi refugio parisino, de tal magnitud había sido mi vaciado de mente que por mucho tiempo dejé olvidada mi tarea de encontrar esa ciudad y a esa gente que tanto debía importarme. Me encontraba bien en París y me decía que por qué no dejaba ya de dar tantas vueltas y me asignaba, sin más dilaciones, como perteneciente a esa ciudad. Me propuse poner carteles por toda mi casa que así lo proclamara: «soy parisino», «soy de París», «nací en París» y otros edictos por el estilo. Una tarde que Sarah pasó por mi casa, al ver la profusión de estos carteles, nos reímos tanto que al siguiente día los retiré y volaron hacia la papelera.

Sí, Sarah estaba de nuevo en París y tal vez por eso me resultó fácil y agradable permanecer a su vera y olvidarme, aunque fuera temporalmente, de mi quimérica tarea. ¿A qué años me estoy refiriendo ahora? Pues parece que me he hecho un pequeño lío con mis recuerdos y con mis anotaciones. ¿Eran ya los años noventa? No recuerdo bien, posiblemente a primeros, cuando había vuelto de mi fallida búsqueda en Italia y me instalé una larga temporada en París. Por esa época todavía tenía obligaciones académicas, pocas, pero algunas clases me resultaban obligatorias para poder así justificar mi pertenencia al cuerpo de profesores de la universidad y cobrar puntualmente todos los meses. Pero ¿y Sarah cómo era que estaba por allí?, por esa época ya debía de haber nacido su hijo y su compañero haber muerto, ¿no? Parece que estoy confundiendo dos fases temporales distintas, pero lo que sí es seguro es que a la que me quiero referir ahora, después de mi viaje a Italia, fue la última vez que disfruté de una larga temporada, bueno, no creo que pasara de los tres meses en la compañía de Sarah, que me resultaba tan grata. A finales de los ochenta ya había muerto su compañero, también padre de su hijo, y ella se encontraba muy necesitada de consuelo y compañía, otra cosa distinta era que yo tuviera alguna oportunidad de ofrecerme como sustituto de su compañero, que estaba tan claro que ni siquiera lo intenté.

Pasadas las primeras semanas de la estancia de Sarah en París, en las que habían predominado el cariño y la ternura, empezaron a surgir las primeras tensiones. Éloïse, en su papel de hermana mayor, quiso marcarle unas pautas de comportamiento que Sarah no estaba muy dispuesta a aceptar. Me decía que quería mucho a su hijo, a su hermana y a su familia y amigos, entre los que me incluía, pero que no se veía capaz de asumir el papel que se le exigía. Quien no lo tenía claro era desde luego yo, pues parecía evidente que, si apoyaba las tesis de su hermana, me hubiera rechazado, pero si me decantaba por lo que ella quería, pronto la perdería de nuevo. Sarah barajaba la idea de un nuevo viaje, me parece que en este caso a Irán o tal vez a Siria o el Líbano, lo que contradecía lo que deseábamos todos los que la frecuentábamos ahora en París, especialmente su hermana y, desde luego, yo.

No tardó mucho tiempo en anunciarme su partida y buscaba mi complicidad, pues no se lo había querido decir a nadie más. La acompañé al aeropuerto y me recuerdo dándole un largo beso de despedida, que posiblemente sería de los últimos que nos dimos en Francia. Me encargó que comunicara a los demás allegados su —para ella perentorio y necesario— viaje. Las dificultades que tuve al decírselo a su hermana fueron de tal calibre que sus reproches me acusaban de ser tan inconsciente como ella, estuvieron a punto de dañar nuestra relación. Con su hijo, que por aquel tiempo debía tener unos seis años, el asunto resultó más llevadero. Nicolá ya estaba muy acostumbrado a vivir sin la presencia de su madre, vivía con Éloïse y su familia, quien era en definitiva la que ejercía ese rol. No, no puede ser. Vuelvo a confundir episodios y fechas, pues por ese tiempo, Nicolá ya debía de haberse trasladado al Líbano con su madre.

Otra nueva y larga temporada en París, vuelvo a situarme en los primeros años noventa, me sirvió para intentar afianzarme definitivamente en la ciudad. Buscaba con más persistencia las amistades y después del roce con Éloïse por la huida de Sarah —así lo había denominado ella— me quise unir más estrechamente a su familia. Me consideraban algo parecido a un hermano menor de ella y un tío siempre complaciente con sus hijos, que ya hacía tiempo habían dejado de ser unos niños, pero seguían anclados al nido familiar. El hijo de Sarah, Nicolá, ejercía de hijo pequeño de esa familia. Con Jean-Luc mantenía una inquebrantable amistad, en este caso como si yo fuera su querido sobrino, aunque ahora rara vez estaba en París, pues se había retirado y pasaba mucho tiempo en su Bretagne natal. Entonces me hice asiduo de algunos compañeros y/o amigos que estaban en mi misma situación, solos y sin que nadie les esperara a comer, merendar, cenar, dormir o ir a una función teatral. Entre ellos destacaba Pierre, que, un poco mayor que yo, me había tomado bajo su protección, pues algo debía de existir en mí que irradiaba necesidad de amparo. Me propuse escribir algún trabajo que me interesara lo suficiente, conseguir tener la cabeza ocupada y no darle más vueltas al asunto de la búsqueda de mi identidad.

La figura del cineasta Jean-Luc Godard siempre me había atraído como para haberme planteado dedicarle un amplio estudio. En su retiro suizo seguía haciendo películas, por llamarle de alguna manera, que tenían más el carácter de unos tratados o ensayos filosóficos que de las películas habituales que se solían proyectar en las salas cinematográficas. Las películas que hacía Godard, en ese tiempo, podían proyectarse en un festival de cine, facultades universitarias o en museos. Solían ser bien acogidas y tener buenas críticas de los especialistas, pero pocos exhibidores se arriesgaban a programarlas en sus salas. Por esos años termina su interesante serie titulada Histoire(s) du cinéma, la cual, a pesar de ser presentada como un gran acontecimiento en el festival de Cannes, apenas tuvo más eco que los elogios de la prensa especializada. Valiéndome de antiguos contactos, de Rivette y de algunos otros, durante algunos meses intenté entrevistarme con él. En cualquier momento parecía que la entrevista se iba a producir, pero terminaba suspendiéndose a última hora. La mayoría de las veces a causa de que el cineasta se había ido de viaje o estaba ocupado en algún trabajo, al menos eso era lo que a mí me decían, otras veces cuando me avisaban de la oportunidad de verlo era yo quien me encontraba fuera de Francia.

De todas maneras, yo seguía con mi estudio sobre el cineasta francosuizo que intentaba abarcar toda su extensa obra, más de cien películas y/o documentales. Una última oportunidad que se me ofreció para entrevistarme con él ocurrió en el festival de Cannes, posiblemente se trataba de la primavera del 1997, pero cuando aparecí por allí, le rodeaba tanta parafernalia que, en pocas horas, vi claro que iba a resultar imposible charlar un rato con él. Otra prueba más de mi temperamento, de dar las batallas perdidas antes de librarlas. Durante unos meses más, seguí con mi estudio de su obra y por ahí encerrados en alguna caja, deberán andar algunos miles de hojas que forman parte del trabajo que nunca terminé.

Creo que simultáneamente también estaba realizando estudios de la obra de otros cineastas, posiblemente: Dreyer, Renoir, Buñuel, Bresson, Rossellini, Welles, Bergman y Tarkovski entre otros. Los legajos de todos esos bocetos de estudios yacen igualmente en alguna de esas cajas. Tal vez inspirado por una novela de Onetti, La vida breve, en la que uno de sus fantasmagóricos personajes jugaba «a las calles de París» con Mami, durante un tiempo ocupaba mi tiempo en buscar en esa ciudad huellas o vestigios de algunos autores, normalmente escritores, que me habían interesado.

En París esa tarea puede convertirse en casi eterna, pero empezaba con un escritor y metódicamente, hasta que no lo consideraba agotado, no empezaba con otro. Me plantaba en el cruce de la rue St. Placide con la rue du Cherche-Midi, que hacía alusión el personaje de la novela de Onetti, estaba cerca de la zona que yo frecuentaba. Por los alrededores del Jardin du Luxembourg —pues si tratara de trazar un eje de acción de mi actividad parisina, sería siguiendo el recorrido del río—, en la parte más occidental y, al norte, estaría el Palais de Chaillot, enfrente de la torre Eiffel, donde estaba ubicada la Cinémathèque. Al sur y al este podría ser la gare d’Austerlitz. Trazando una línea entre los dos puntos, mi vida Parisina se ha desarrollado relativamente cerca de ese eje, salvando algunas pocas excepciones. Había puntos muy recurrentes como podía ser la facultad de la calle Censier, el boulevard Saint Michel desde el Jardín du Luxembourg hasta el Pont Saint Michel. En la época que frecuentaba la tertulia de los argentinos iba mucho por la place de la Bastille, a veces más al norte hasta République, luego cuando se puso más de moda Le Marais, las inmediaciones del Beaubourg y Les Halles, solía ser un sitio de salida a tomar algo. Por allí siempre he guardado una especial predilección por un tramo de la rue Montorgueil, en la que los caracoles y unos magníficos quesos acompañaban generosamente unas copas de buen vino.

Un eje de acción que, sin mucho orden ni concierto, lo saltaba en un movimiento de zigzag continuo que podía parecerse a las tomas de cámara de algún cine moderno. El Jardin du Luxembourg siempre me había servido, junto al río, de orientación en mi continuo deambular por esas calles Parisinas. Cuando todavía vivía en la residencia cerca de Savigny tenía tres puntos de anclaje con la ciudad: conectaba a través del tren «de banlieu», con la gare d’Austerlitz, con Saint Michel o con la gare d’Orsay. Esta última me valía para acercarme dando un paseo, por la ribera del río hasta la Cinémathèque y a veces el recorrido contrario, desde el Palais de Chaillot hasta la gare d’Orsay para volver a tomar el tren de vuelta a la residencia o sanatorio. En unos pequeños jardines, junto al río en su margen izquierda fue donde me contaron que me habían encontrado aquella fatídica madrugada de la primavera del año 1974. A mitad de los años ochenta la estación ferroviaria se convirtió en un estupendo museo, le Musée d’Orsay, el cual he visitado muchas veces para disfrutar de la contemplación, y a veces del análisis, de las obras pictóricas del interesante siglo XIX francés, de la pintura Impresionista, con una amplia colección de Cézanne y de Van Gogh, y también de una estimable colección de mobiliario art nouveau.

En mi seguimiento de los lugares de algunos escritores frecuentaba las casas y los paseos que menciona Proust en sus novelas, e incluso algunas de las viviendas donde vivió. No recuerdo demasiado de aquellos recorridos, aparte de la Av. des Champs Élysees y el Parc Monceau, no me apetece ahora rastrear en internet más lugares, pues no tengo mucho interés. Algo parecido hice con André Gide, que nació en una casa cerca del Jardin du Luxembourg, me parece que en la rue de Médicis y muchas otras casas y lugares que no voy a mencionar ahora. Creo recordar que intenté hacer algo parecido con Albert Camus, pero debí abandonar pronto, puesto que apenas recuerdo nada. Una leve anotación para recordar el tiempo que tuve la manía de seguir la pista, por París, de la Maga, el personaje de Rayuela, la novela de Cortázar. Siempre he rechazado la «beatería» de seguir al detalle la vida de uno u otros personajes que me interesaran, pero a la vista de lo que ahora recuerdo, algo de beato debía tener, ¿pues cómo justificar esas visitas a lugares que tuvieran algo que ver con los autores, con las películas, las novelas e incluso los cuadros que de alguna manera me habían gustado? Para dejarlo aún más claro, ¿dónde inscribir, si no, mi costumbre de visitar los cementerios donde yacían algunos de estos personajes?

Los lugares —y las personas— que debía frecuentar por aquellos años tenían que ver con algunas de mis aficiones, que me han acompañado durante toda mi vida, al menos de la vida que no me es desconocida. El cine, es decir, salas de proyección cinematográficas que me llevarían a jalonar casi toda la ciudad, pues a veces veía en cartelera —tenía la costumbre de comprar semanalmente el boletín l’Officiel des Spectacles o el Pariscope— una película que me interesaba, y bien no la había visto anteriormente o quería volver a verla, desplazándome a cualquier lugar donde la proyectaban. Sin ninguna duda el centro de operaciones lo tenía ubicado en la Cinémathèque del Palais de Chaillot que, durante muchos años, raro era el día en el que no asistía a una o a varias de sus sesiones.

Otros lugares tenían que ver con mi afición al buen vino, sitios donde fuera posible disfrutarlo, a un precio no demasiado elevado, pues a pesar de que mis finanzas eran saneadas, no lo eran tanto como para poder pagar algunos precios exorbitantes que tenían —e imagino que siguen teniendo— algunos vinos. En este caso no tenía un núcleo central desde donde rotaban mis operaciones. Durante un tiempo frecuentaba unos sitios y unos locales y, por cualquier circunstancia, algunas nuevas amistades o haber adquirido nuevos hábitos o conocimientos, hacían variar las zonas en las que solía pasar las veladas, con una copa de vino en la mano. Una habitual compañía era la de Pierre y él difícilmente salía del entorno del quartier latin, rara vez hacía alguna concesión como creo recordarlo ahora, tomándonos alguna buena botella de vino por el barrio de les Halles, tal vez en algún local de la rue Montorgueil y, sin embargo, no creo que llegara a acompañarme alguna vez por la place de la Madeleine, donde había unos sitios que a mí me gustaban, bueno, me gustaban los vinos que se podían beber acompañados de un buen foie, eso sí, un poco subidos de precio.

Largas noches que nos pasábamos degustando unas copas de vino, puesto que no nos limitábamos a beber, acompañado de unos exquisitos quesos y otras delicadezas de las que nos proveían. Hablábamos, con moderación y aunque no siempre los temas eran interesantes, rara vez caíamos en el cotilleo, ya fuera político o de algunos conocidos. La política en Francia, al menos con las personas que yo frecuentaba —en su mayoría rebasados los cincuenta y algunos con más de sesenta años— había pasado a un segundo plano. Creo que el largo periodo de Mitterrand en la presidencia de la República, desde primeros de los ochenta a mediados de los noventa, había amortiguado la efervescencia de nuestra creencia de que la política podía cambiar significativamente el estado de las cosas. Los últimos años de su «reinado», con la llamada cohabitación con los políticos de la derecha, nos debió convencer de que nunca debíamos haber abandonado, como decía aquel navegante con lo del río Mississippi, y centrado nuestras conversaciones en los temas culturales. La filosofía, la historia, el cine, la literatura y el arte en general formaban parte de nuestras largas tertulias, sin abandonar del todo la preocupación social.

¿Podría recrear ahora alguna de las conversaciones que manteníamos en esas largas veladas? Por supuesto que podría hacerlo y quizás lo haga en otra ocasión, he disfrutado con frecuencia de la lectura de textos en que dos personajes hablan sobre cuestiones que les interesan. Ahora recuerdo algunos escritos de Thomas Mann, Bertold Brecht o Baltasar Gracián. Sin olvidar que esta recreación a posteriori, no podría dejar de ser una elaboración —siempre lo es—, de aquellas conversaciones que recuerdo. Estos apuntes no pretenden ofrecer «la verdad», pero sí moverse en unos parámetros que no los hagan chirriar demasiado. He intentado, en papel aparte, la descripción detallada de alguno de mis interlocutores y he terminado destrozando esos apuntes que me parecían falsos. Me dejaba llevar por una cierta inercia de hacer literatura, en el sentido de poner bellas palabras, o si no bellas, al menos concordantes con aquellas situaciones. Es evidente que me acuerdo de Pierre y de otros amigos de aquella época, pero observo que con el paso del tiempo sus rostros se me van difuminando y posiblemente confunda a unos con otros. No, aquí no es mi deseo hacer literatura, o no, al menos, de una manera fundamental. Quiero ofrecer, aunque sea de una forma esquemática, poco literaria, lo que vaya recordando de aquellos años, pues de algunas cosas que pretendo contar han pasado ya más de treinta años. ¿Acaso me podría atrever o a saber a describir un encuentro con alguien de parecida manera?:

«La botella de Chianti se inclinaba apoyada contra un objeto invisible y en el resto de vino de una copa unas líneas violáceas, aceitosas, se prolongaban en espiral. La otra copa estaba vacía y empañada. Reteniendo el aliento de quien había bebido en ella, de quien, de un solo trago, había dejado en el fondo una mancha del tamaño de una moneda».

No se trataba ahora de poner palabras armoniosas, unas tras otras, que ayuden al lector a sumergirse en una atmósfera determinada. ¡Qué inasible me ha parecido siempre la literatura!, esa necesidad de explicar con palabras tantas cosas que pueden suceder en cualquier historia. Los buenos escritores tienen sus muletillas, así cuando quieren describir algo que puede resultar extraño, recurren a la comparación. Julien Gracq, lo hace en abundancia:

«Estreché manos en la oscuridad, golpeé espaldas como se entrechocan al fondo de una bodega, con la plena y lúcida certeza de la embriaguez… era como si toda la oscuridad de este mundo perdido se hubiera echado sobre nosotros… La noche era tan clara que se hubiera dicho que el alba ya la mojaba… como los ángeles enigmáticos de la Biblia que…»3.

Hay que tener la esperanza de que el lector conozca la referencia, pues si no el escritor se verá obligado a referirlo a algo conocido. Términos «como si» o algunos parecidos, ayudan al cometido de dar referencias, aparte de rematar una hermosa frase. Barthes, entre otros, había advertido de la dificultad de explicar la belleza, más bien la imposibilidad, tal vez aproximarse. Solamente ve posible la tautología (un rostro de un óvalo perfecto) o la comparación (bella como una virgen de Rafael). ¡Qué complicada es la literatura!, es un problema más fácilmente resoluble con el cine, si se trata de mostrar una bella mujer, pues se contrata una actriz bella y se le acicala para que así lo parezca aún más. La literatura está más cerca de la sugestión, tal vez a través de la comparación. «Levantó hacia mí unos ojos muertos, vacíos, que me parecieron dos agujeros hechos con la brasa de un cigarro». Un párrafo, como el que escribe Pascal Bruckner, algún día intentaré emularlo, pero creo que ahora no es el momento. Será el momento de ver si poseo un talento literario y tanto ingenio como el conde Lautréamont, que se atreve a enunciar una comparación ingeniosa y tal vez algo disparatada: «Era tan bello como el encuentro fortuito de un paraguas con una máquina de coser sobre una mesa de disección».

Debo mencionar que en aquellas tertulias rara vez discutíamos acaloradamente, que hablábamos mucho de filosofía, de Nietzsche, como no hacerlo estando Pierre entre los tertulianos. También Pierre, a la menor ocasión, lamentaba la pérdida actual de los mitos. La discrepancia era habitual, pero con una cadencia tan pautada que alejaba el apasionamiento de nuestras alocuciones. Cuando hablábamos de cine, seguramente a mí se me escapaba cierto arrebato al hablar de determinados cineastas (Resnais, Godard, Rivette u otros) que sabía no eran demasiado apreciados por algunos contertulios, pero rara vez desbordábamos una exquisita cortesía que hacía imposible el menor conato de enfado, aunque a veces se notaba el esfuerzo. Una vez un tema que levantó ampollas fue el referido al psicoanálisis, del que la mayoría éramos, unos más y otros menos, fieles seguidores. Esa tarde se encontraba con nosotros Jean-Marie, un científico neurobiólogo, que quiso devaluar los hallazgos freudianos contrastándolos con lo que él llamaba el método científico. Según él, la mayoría de los casos relatados por el psicoanalista vienés, se habían realizado sin ningún rigor ni control. Podía darse el caso de que lo que los psicoanalistas situaban en el subconsciente y trataban de sanar mediante charlas, se trataba de un problema neurológico con una localización concreta en el cerebro, alguna lesión en el lóbulo temporal o algo parecido creo que dijo. Se le escuchaba con atención, en silencio, se notaba que lo que decía lastimaba las convicciones de algunos. En mi caso, dado mi desconocimiento y lo que me incumbía todo lo que tenía que ver con el cerebro, creo recordar que me dejó alelado y sin nada que decir.

Se esbozaron algunas protestas, pero más tarde, cuando se calmaron, fue Pierre el encargado de darle una réplica tranquila y fundamentada. Sus razonamientos fueron envolviendo el discurso del científico, al principio lo que decía parecía estar de acuerdo con lo que había expuesto Jean-Marie. Más adelante fue introduciendo reflexiones de cómo la humanidad, siempre, se ha encontrado con la dificultad para conocer la realidad, para dar cuenta de cualquier hecho, desde el más simple fenómeno físico, que puede ser la caída de una manzana de un árbol, hasta el más complejo de los movimientos estelares del espacio. La historia de la ciencia, recordaba Pierre, nos invita a ser prudentes y solamente dar por buenos los resultados de una manera provisional. El método científico nos ha ofrecido un rigor necesario, tanto para hacer que se mueva un vehículo como para curar muchas enfermedades humanas. Pero…, ahí empezó su cuestionamiento de lo que había dicho Jean-Marie, no podemos creer que las matemáticas sean el lenguaje de la naturaleza; por muy útiles que nos resulten parece un exceso. La ciencia, proseguía Pierre, no debe seguir los pasos de la religión, más bien la Iglesia, con su pretensión de mantener el timón, subyugar voluntades, que se pasó de frenada y describió unos mundos como reales, que no podían ser más que simbólicos. Queriendo hacer pasar unos relatos religiosos por verdaderos cuando no podían ser más que metafóricos. La ciencia es mucho lo que ofrece, no tiene por qué exagerar. Que no desesperen los científicos por no poder ofrecer certezas, las probabilidades que nos brindan son suficientes, no les pedimos más.

En mis apuntes, esta conversación aparece bastante embrollada y algunas deliberaciones fueron realizadas por otros contertulios distintos a Pierre. ¿Tendríamos que echar en saco roto el pensamiento de toda la filosofía?, que igual a lo mantenido por Freud, no se ha sometido a un escrutinio científico para verificar su autenticidad. La naturaleza humana, su comportamiento, sus sentimientos, sus capacidades, pueden estar sometidos a otras leyes distintas a lo que actualmente entendemos por lo científico. La pretendida objetividad de las ciencias, puede entenderse como una especie de consenso temporal, pues cambia con el paso del tiempo. No se puede pretender que la naturaleza ni la mente humana ni el universo sigue o cumple las leyes físicas, los científicos las establecen para aproximarse a su entendimiento. Acaso basta decir que cuando una persona experimenta un determinado sentimiento es porque su cuerpo ha segregado una determinada sustancia química, o más bien sucede lo contrario, que primero se aprecia ese sentimiento y eso hace que aparezca algún elemento como el adenosín trifostato. La eterna confusión entre el soma y la psique. ¿Acaso no existen comportamientos humanos, enfermedades, totalmente psicógenos, que no tienen —o todavía no se conocen— fundamento orgánico? Si se pretende obviar los procesos de la mente, conscientes o inconscientes, nos quedaríamos sin saber las causas de que en determinado individuo surjan determinados sentimientos.

Puede ser conveniente estudiar lo que tienen que decir aquellos que han ahondado en la naturaleza humana. No debemos invalidar a Freud, decía Pierre, cuando trata de explicar las posibles causas de que un joven arqueólogo caiga perdidamente enamorado de la figura de una muchacha de un bajorrelieve antiguo. Nos podemos quedar en que este muchacho ha segregado más o menos dopamina, o más bien siguiendo la invitación de Freud, indagar en el proceso mental que le ha llevado a este enamoramiento. Debemos seguir la secuencia con interés —aunque sea para discrepar— y ver cómo este joven arqueólogo termina de encontrar en el cuerpo real de una mujer, la Gradiva que tanto le había cautivado en el bajorrelieve posiblemente pompeyano. Otra cosa, proseguía Pierre, es dar por buena toda la verborrea, aunque se denomine filosófica, de lo que los franceses estamos bien surtidos. Y, desde luego, apreciar y utilizar todo aquello que los procedimientos científicos puedan ofrecernos para conocer mejor la naturaleza humana. A continuación se retomaron las bromas y la atención al vino que estábamos tomando. En mi caso, en un aparte, concerté una entrevista con Jean-Marie, que trabajaba en el departamento de Neurociencia del Institut Pasteur. Cuando había mencionado, la posibilidad, de que una afamada paciente de Freud lo que padeciera fuera una epilepsia del lóbulo temporal, me recordó algo de lo que habían barajado Éloïse y Jean-Luc, al principio de mi tratamiento para recuperar la memoria perdida.

El tono de voz podía subir cuando hablábamos de temas menos transcendentes, la comparación de un vino con otro podía parecer que exacerbaba los ánimos, pero en parte era comedia. En general determinados vinos (burdeos, borgoñas, sauternes y chablis) raramente eran contestados, pero algunos paisanos llegaban a porfiar las bondades de otros menos consensuados y entonces surgían las discrepancias. Un ejemplo era el gascón Claude, empeñado en glosar las excelencias de su vino local, el madiran y, a poco que se le dejara, insistir en que había que tomarlo con un buen plato de garbure, una sopa de col y otras hortalizas mezcladas con carne, típico de su zona. ¿Cómo podíamos vencer la vehemencia de Madeleine hablando de sus vinos blancos alsacianos? Ella exclamaba que esos vinos con las uvas pinot blanc o riesling eran mejores que nuestros excesivamente ensalzados chablis, con la uva chardonnay. Otro asistente se trataba de Jacques, oriundo de Angers en el valle del Loire, no dejaba de afirmar que la finura de los vinos blancos de su tierra no tenía nada que envidiar a cualquier otro, pues a ver cómo se mejoraba la sutileza del aroma de las uvas muscadet y chenin. Como era profesor de literatura y escribía, llegaba a decir del vino que estábamos bebiendo algo así como: «(…) Puro como el cristal de roca y sabroso como el membrillo, fresco como la luna de primavera y cálido como el sol de otoño. Elegante, cincelado sobre pámpanos, piñones y tierra volcánica, con un hilo de almendras verdes y cidra, recuerdos de pimienta blanca, jengibre y nuez moscada». (Esto último copiado de una nota de cata de una revista actual sobre un vino de esa zona, pues la bella literatura en estos tiempos puede haber quedado para los comentaristas de vinos o taurinos, que parecen tener menos pudor, lo cual era recibido con grandes carcajadas por el resto de contertulios, con camaradería y algo de cachondeo por tantos excesos).

Terminábamos dando buena cuenta de esa botella de vino monovarietal elaborado con uva chenin, elogiándola en lo que valía, pero con menos florituras verbales, aunque todavía alguien se atrevía con algún que otro sarcasmo. Para rematar la broma, Jacques nos habló fingiendo una seriedad profesoral, que dada la naturaleza divina de sus vinos no era fortuito que, a los nativos de Angers, su pueblo, se les denominaba angevins. Sin que venga mucho a cuento, ahora recuerdo que también era procedente de esa angelical ciudad André Bazin, estudioso del cine al que tanto debieron algunos de los cineastas de la nouvelle vague y a quien siempre he leído con mucho interés.

De vinos franceses podría detallar mucho más, pero no lo voy a hacer ahora, baste con señalar que las cuatro denominaciones que me han seguido acompañando han sido: Bordeaux, Bourgogne, Chablis y Sauternes, aunque estos dos últimos sean blancos, uno cerca de Borgoña y otro de Burdeos, bastante diferenciados de los tintos, que eran los que la mayoría de las veces he tomado. Intento ahora recordar algunos otros temas claves de los que tratábamos en aquellas animadas tertulias, aparte de los comentarios cortos que les dedicábamos a los vinos que tomábamos. La desmembración de lo que hasta entonces habíamos conocido como Yugoslavia nos sumió en la más profunda tristeza. Con mucha angustia recuerdo los comentarios que manteníamos sobre esa guerra fratricida y cruel, tan cerca de donde vivíamos, en pleno núcleo europeo. Supusieron unas matanzas étnicas, que pensábamos —equivocadamente— que habían sido superadas después de los horrores de las dos grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.

En Europa, el siglo XX parecía querer despedirse recordando cómo es la naturaleza humana, tan voluble que una ráfaga de viento en la mala dirección podía causar tanto mal. Al jodido nacionalismo le acusábamos de ser la causa de tanto desatino. No me parece oportuno ahora intentar transcribir las distintas opiniones que vertíamos sobre una cuestión tan espinosa y que nos tocaba tan de cerca. Algunos de los que allí acudíamos habíamos conocido al serbio Danilo Kîs, que tuvo la «suerte» de morir unos pocos años antes de que se desencadenaran los conflictos en los Balcanes. No se pudo librar de vivirlos intensamente el escritor austriaco Peter Handke, muy vinculado familiar y emotivamente con Eslovenia. Era conocido de algún asiduo a nuestras tertulias. Handke intentó dar sus razones en contra de la guerra, en contra de todas las guerras, pero sus argumentos no quisieron ser oídos y simplemente se le tachó de estar del lado de los genocidas serbios. Por lo que recuerdo tampoco fueron fáciles nuestras conversaciones de bistrot, sobre este eterno conflicto balcánico.

Un tema más de los que recuerdo ahora que nos tocó muy de cerca fue el suicidio de la cantante Dalida, a la vez francesa e italiana, nacida en Egipto. Sucedió a finales de los años ochenta, en el barrio de Montmartre donde residía, y no habían pasado muchos meses de que André, uno de los amigos que asistía a nuestra tertulia, se hubiera suicidado. Todos habían conocido a alguien que había puesto fin a su vida por su propia mano, yo no decía nada, pero pensaba que no conocía a nadie, aparte de André, que se hubiera suicidado, hasta que alguien nombró a Christine, una compañera suya de la facultad, entonces caí que se refería a la madre de Julie. Hasta ese punto había dejado de formar parte de mi vida, que sin proponérmelo ya no la consideraba como cosa mía, aunque de Julie, su hija, siempre he mantenido un tierno recuerdo y una cierta añoranza de lo que pudo haber sido y no fue.

Durante un rato seguimos hablando del suicidio y alguien mencionó la mala suerte amorosa de Dalida, pues algunos de los hombres más importantes de su vida también se habían quitado la vida. Como apuntando un dato más, alguien soltó la noticia de que era, o había sido, amante del presidente de la República, François Mitterrand. En primer lugar, su amigo el cantante italiano, Luigi Tenco, desilusionado por el menosprecio que tuvo su canción, que premonitoriamente se llamaba Ciao, amore, ciao, en el festival de San Remo de finales de los años sesenta. Otras fuentes afirman que aparte del fracaso y su eliminación en el festival se sumaba un desengaño amoroso. También el marido de la cantante se suicidaría unos años más tarde, aunque ya estaban divorciados mantenía un halo protector sobre la frágil Dalida. La nota que dejó Dalida, antes de ingerir los barbitúricos, no ofrecía ninguna duda de que la vida para ella se había vuelto insoportable.

Siguiendo con lo del suicidio, una cuestión que nos debió tocar una fibra muy sensible a todos los que participábamos en aquellas reuniones de charla y bebida, alguien, tal vez Pierre, sacó a colación a Jean Améry, quien había reflexionado y escrito sobre el asunto de quitarse la vida. Publicó un libro que se titulaba Levantar la mano sobre uno mismo, que alude en profundidad a la muerte voluntaria, algo así es el subtítulo. Tenía noticia de Améry a través de la lectura de un libro que me había impactado unos años antes, que trataba sobre el envejecimiento. Nadie es ajeno a la vida que ha llevado y cuando es muy impactante lo que le ha sucedido, es difícil escribir sin verse implicado. En el caso de Améry, como en el de otros como Primo Levi o el poeta Paul Celán, su paso por los campos de concentración nazis configuró radicalmente el resto de su vida. El sufrimiento que se palpaba en sus escritos, él mismo lo aclaraba, provenía de haber sido despojado de su identidad por los nazis. Él era y decía haber sido austriaco, cuando la barbarie nazi le adjudicó la etiqueta de judío, pretextando alguna ascendencia de su padre, quedó desposeído de su identidad, de su tierra y de su gente. Tal debió ser su desgarro que cuando terminó el conflicto bélico, del que se sentía un superviviente, después de haber pasado entre otros infiernos por el de Auschwitz, renunció a su nombre alemán y a sufrir con el uso de la que hasta ese momento consideraba su lengua, el alemán.

Alguien que ha enunciado: «(…) Todo ser humano, tarde o temprano, con un cansancio más o menos profundo, renuncia a la lucha desigual y se desentiende…», no debía de extrañarnos que levante la mano sobre sí mismo y se suicide, sea a través de un disparo o tomándose un buen puñado de somníferos. A Améry no debían de faltarle razones para querer abandonar este mundo, al de su envejecimiento social y físico se le puede añadir ese desasosiego del que participaron muchos de los que atravesaron, sufrieron —y pudieron sobrevivir— el holocausto nazi. Yo me sentía aludido en algunas ideas que planteaba Améry, una era la del envejecimiento, cuando tenía menos de cincuenta años lo observaba con curiosidad, ahora, cerca de los setenta, el asunto presenta unos caracteres más tenebrosos. La otra idea que me tocaba más particularmente se refería a la de falta de identidad. El escritor austriaco, lo nombraremos así, aunque fue despojado de ese atributo geográfico, decía sentir la pena inmensa de que se le arrebataran sus señas de identidad. Ya nunca pudo volver a ser o sentirse austriaco, se le expulsó y le quitaron todas sus vivencias culturales en las que había nacido y vivido al menos sus dos primeras décadas. No era mi caso, a mi nadie, al menos tan sistemáticamente, me forzó a prescindir de mi identidad. La había perdido, pero no podía añorarla, pues no sabía cuál era o había sido.

Muchos y distintos motivos pueden llevar a las personas a levantar la mano contra sí mismo, posiblemente la del desengaño amoroso ha sido una de las más conocidas, pues Mariano de Larra y Cesare Pavese y muchos otros, con su suicidio, han podido embellecer tan funesto acto. En mi caso, cuando he llegado a pensar en el suicidio, lo he hecho como una causa de estudio, nunca he barajado tal posibilidad —ni entonces ni ahora— y la verdad es que no sabría decir las razones. En aquel tiempo husmeé por todos los estudios que encontré que hablaban sobre las causas del suicidio. Me intrigaba saber qué podía hacer que una persona se quitara la vida. En autores como Kierkegaard o Durkheim o la americana, de ascendencia noruega, Siri Hustvedt, aparte de Améry, viví la preocupación de que se asimilaba a la falta de pertenencia o tener la sensación de que no eres nada, nadie, para los demás. Leía ávidamente biografías, y sus obras, de escritores que se habían suicidado, como Cesare Pavese, Virginia Woolf o Sylvia Plath y me calmaba al ver las distintas causas por las que una persona decide «matar el yo». Mi desarraigo me hacía llevar muchas papeletas para caer en el suicidio, pero he de reconocer que nunca lo he llegado a sopesar como una opción para con mi desorientada vida.

Ahora recuerdo que varios de los asistentes a nuestras tertulias Parisinas habían participado, años atrás, de lleno en las denominadas revueltas del 68 y algunos habían estado adscritos al movimiento situacionista. No recuerdo bien y al consultar la fecha del suicidio de Guy Debord, veo que no pudo coincidir con la del de Dalida. Estoy casi seguro de que Debord había asistido alguna vez a nuestras charlas de bistrot, pero no soy capaz de datarlo. Le sobrevino una enfermedad incurable, tal vez debida a su adicción alcohólica, que le llevó a quitarse la vida en noviembre del año 1994. Muchos otros se suicidaron, pero las razones no dejan de ser simples elucubraciones que intentan explicar, para calmar conciencias, lo que la mayoría de las veces permanecerá como un misterio. Cada caso es un mundo y no se deben sacar conclusiones a la ligera. Unas escritoras tan sensibles y brillantes como Virginia Wolf y Sylvia Plath, también llevaron hasta sus últimas consecuencias el hecho de quitarse la vida, pero sus razones pueden que no tengan que ver con lo que con tanta profusión se trata de explicar en sus biografías.

El suicidio de Debord, debió reavivar, de nuevo, las conversaciones en nuestras tertulias sobre el suicidio, pues muchos de nosotros nos considerábamos vinculados con él o con su vida, sus escritos o sus películas. Debord había encandilado a más de uno con sus teorías políticas y artísticas, su crítica radical quedó reflejada en su libro, La société du spectacle, que publica coincidiendo con las revueltas de finales de los sesenta. Su pequeño libro, en competencia con el libro rojo de Mao, me dicen, se convirtió en casi un manual de los activistas de aquellos años. Con la noticia de su muerte volvimos a hablar de aquella época, que yo solamente conocía por referencias, en la que no ser marxista, aunque fuera de una manera heterodoxa, hacía que fueras considerado como reaccionario y otras palabrotas que entonces se utilizaban.

Recojo el libro de Debord de la estantería, este sí aparece, y picoteando algunos de sus 221 postulados, puedo atreverme a decir ahora que apenas me acuerdo de nada. Tengo en el libro datada su compra en mayo del año 1977, es decir, que estaba dando mis primeros pasos autónomos después del fatídico accidente. No lo compré de segunda mano, está anotado con mi letra, y puedo recordar claramente cuándo lo adquirí en aquella librería cerca del recién inaugurado Centre Pompidou y la lectura compulsiva que realicé. Lo tengo muy subrayado como prueba de que debí trabajarlo profundamente, pero ahora releo algunos postulados e incluso algunos subrayados y no me ofrece mucho interés. En esas fechas, de mis lecturas iniciales del año 77, no conocía los escritos de Jean Baudrillard, ahora el libro de Debord me ha recordado la filosofía del denominado filósofo postmoderno. En la tertulia de mediados de los noventa, cuando nos enteramos de la muerte de Debord, sí llegamos a comentar una cierta concordancia de ambos filósofos, aunque creo que no fue admitida de una manera unánime. En los ochenta y noventa yo leía con interés todo lo que publicaba Baudrillard. Había pasado la fiebre del atrayente Cioran, en esos años mis estudios sobre la representación, especialmente en el cine, entendía que podían casar muy bien con el concepto principal del filósofo de la postmodernidad: la realidad no existe, tal vez solamente su representación, él lo denominaba como simulación o simulacro.

Repaso mentalmente los sucesos que pudieran ocurrir en esos años de nuestra tertulia, que al menos en lo que recuerdo pudo durar unos quince años, a veces con cortes intermitentes, desde mediados de los años ochenta hasta final de los años noventa y del siglo, tal vez algunos encuentros incluso pudieron mantenerse durante los primeros años del nuevo siglo. Todo lo que ocurrió en el año 1989, cuyo símbolo puede ser la caída del muro de Berlín, sin ninguna duda, marcó muchas de las conversaciones. Era una cuestión muy importante para nosotros, que nos creíamos —y queríamos ser— la intelectualidad que sostenía y debía ofrecer un sostén para esos tiempos venideros tan confusos. Como si los tiempos anteriores, cualquiera de ellos, no hubieran sido igualmente o más controvertidos.

A la mayoría de los asiduos a estas tertulias, el derrumbe total de los países que llamábamos de la Europa oriental, no nos supuso un verdadero contratiempo personal. Hacía ya tiempo que habíamos dejado, algunos no las habíamos tenido nunca, ciertas esperanzas o veleidades de que la promesa comunista podía salvar alguna de nuestras angustias vitales. Lo que predominaba, más bien, era una mezcolanza algo extraña. Unas ideas que, aunque en parte estaban impregnadas de convicciones ácratas, a la vez eran muy responsables con la estabilidad democrática, éramos gente de orden. Una aversión generalizada, aunque cada vez más matizada, a lo norteamericano, especialmente cuando se recordaba la guerra del Vietnam. Otra de las tantas batallas que no podía hacer mías, pues cuando se produjeron no sabía quién era yo, por esos años sesenta y primeros setenta.

El viaje por las tierras de Irlanda me había cautivado, tanto que, a la vuelta a París, no dejaba de hablar de mis correrías con aquellos dos compañeros por los tugurios del lugar, gozando de buenos tragos de whiskey. Me limitaba a decir que me habían encantado las gentes y el whiskey, lo que causó alguna protesta de alguien que decía que era mejor el whisky escocés, tenía más presencia y fuerza del mineral que lo cobija, decía que el irlandés era demasiado suave. Siguiendo mi táctica habitual no gasté ni un segundo en rebatir tales afirmaciones, estuviera o no de acuerdo con ellas. Una velada en la que andábamos instalados en un bistrot cerca de Pont Neuf, después de dar cuenta de unas cuantas botellas de un vino de burdeos, la reunión se fue disolviendo hasta quedarnos a solas Pierre y yo, ninguno de los dos teníamos a nadie que nos esperara. Bien animados pedimos otra botella y seguimos farfullando alguna conversación, pues nuestras lenguas y nuestras cabezas no debían andar demasiado despejadas. Hablando de literatura, tal vez en su relación con el alterne y las copas, debió salir a colación Boris Vian, Pierre mencionó el interesante libro que escribió, Vian, de la vida nocturna de Saint-Germain-des-Prés, de sus músicas y de sus tragos, durante los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Siguiendo el magisterio de Pierre eludíamos, en lo posible, los locales más típicos de esos tiempos (Café Flore, Des Deux Magots o la Brasserie Lipp y otros), ¡somos de otra época y tenemos que crear nuestra propia huella!, proclamaba Pierre cuando salía el tema. En el fragor de los comentarios sobre Vian, yo intentaba hablar de la última novela que le había leído L’automne à Pékin, pero en esos momentos él no parecía muy interesado en hablar de literatura. Hablaba de jazz y del ambiente tan interesante que imperaba en París, en esos primeros años cincuenta. Entusiasmado en su descripción de lo que consideraba había sido dicho ambiente, llegó a decir que tuvo la ocasión de frecuentar alguna velada con Boris Vian, incluso decía recordar que había estado presente en algunas de sus actuaciones en las que él tocaba la trompeta. Esa declaración en ese momento no pareció afectarme demasiado, pero no me explico la razón, pues me vi contándole detalladamente cómo, en Irlanda, habíamos coincidido en un pub con el escritor Flann O’Brien. No solamente eso, puesto que, le dije, si hubiéramos dispuesto de más tiempo para acecharlo, podía haberme entrevistado con el mismo James Joyce. Pierre no pareció sorprenderse por tan inesperada noticia, como yo tampoco lo había hecho de su camaradería con Boris Vian. Los efluvios del vino debieron hacer su efecto amable, pues seguimos un largo rato charlando agradablemente dando cuenta de esa última botella de vino.

Creo que fue al día siguiente cuando consulté una biografía de Vian, en la que databa la fecha de su muerte en el año 1959. Pierre debía contar unos dieciocho años de edad, lo que hacía poco probable que, tan tierno joven, anduviera de alterne por esos locales parisinos que menciona Vian. Nunca le recordé a Pierre nada al respecto, igualmente a él tampoco se le ocurrió mencionarme nada de mis poco probables «visitas» irlandesas. Ni de Joyce, de O’Brien o de Vian volvimos a hablar entre Pierre y yo, una especie de censura se había levantado entre los dos que ninguno fuimos capaz de sortear. Alguna noche en la que me encontraba a solas, merodeando algunas tabernas del quartier latin y algo aturdido por mis abundantes tragos de vino tinto, me acerqué por esos locales que tenía prohibido por Pierre, con la peregrina fantasía de que pudiera ver aparecer a Boris Vian, pero no tuve suerte. Sí me propuse poner encima de la mesa de estudio todas las obras que tenía de Vian, ahora, unos veinte años después, repito la operación y nada más empezar echo en falta la titulada L’Écume des jours, una ficha me informa que este libro se lo presté a un tal Manuel, del que no tengo noticias desde hace muchos años y evidentemente no me lo ha devuelto. La mayoría de esos libros los adquirí un mes de mayo, de la segunda mitad de los años setenta, en esa librería grande de la place de Saint Michel, comprados de segunda mano en aquel rincón de la planta tercera.

Como ocurría otras veces, cuando volvía a la obra de Vian, era su novela L’automne à Pékin la que en primer lugar llamaba mi atención, no sabría decir la razón, aunque como es lógico pensar, algo debió quedar en mi primera lectura que permaneció rondando por mi cabeza. El personaje de Amadis Dudu, instalado en la parada del autobús intentando subir al nº 975, del que, una vez tras otra, se siente excluido por el cobrador sin causa que lo justifique, ¿acaso no tiene todos los ingredientes de un personaje al que la comunidad ignora y no quiere darle la oportunidad de integrarse en ella? Era eso lo que se me había quedado fijado, un personaje quien, como yo mismo, no parece encontrar su lugar en el mundo, tanto que todos los demás pasajeros, incluso habiendo llegado más tarde que él, encuentran acomodo en ese disparatado autobús. No sabría decirlo, ahora su lectura me resulta difícil, sus aventuras por ese lugar desértico denominado Exopotamie no me animan a acompañarle. Intento leer otros libros de Vian e inevitablemente me digo: ¿Cómo podría localizar a Manuel para que me devolviera el libro L’Écume des jours? Tanto Vian como otros escritores que me han atraído cuentan unas historias en las que la extrañeza y la desolación de los personajes conforman su devenir. Son capaces de «inventarse» unos personajes que son muy distintos a ellos mismos y, sin embargo, de alguna manera, son ellos mismos. Expresan sus anhelos, sus zozobras, sus deseos, sus miedos… al mismo tiempo de que nada de lo que les sucede a esos personajes les está pasando «realmente» a ellos. ¿O la capacidad de fingimiento es tal que «realmente» creen que les está sucediendo?

Cuando me he enfrentado a la creación, en principio literaria, me ha costado trabajo ponerme en la piel de mis personajes. La razón de esa incapacidad creí verla clara mientras leía un texto de Emmanuel Carrére, cuando la madre del personaje —su propia madre— le prohíbe escribir sobre su abuelo, el padre de su madre. Este impedimento se convierte en la misma esencia de la escritura:

«Pero, mamá, si soy escritor es para poder contarla un día, para acabar un día con ella. Si hay algo que está prohibido contar, comprenderás que fatalmente sólo se puede y se debe contar esa cosa».

No recuerdo bien si fue Freud quien nos hizo saber que es a través de las prohibiciones, del cumplimiento de la ley, donde el individuo traza los márgenes de su comportamiento. Se hace necesario tener acotado el terreno de juego para que este pueda desarrollarse. Y eso debe suceder en cualquier clase de juego, en cualquier clase de actividad. Me descubro defendiendo la tesis de que los creadores, sean estos escritores o de otra naturaleza, no hacen otra cosa que escribir sobre sí mismos. Para ello deben de tener conformado nítidamente quién son ellos, una identidad que debe poseer la esencia de su persona desde el momento de su nacimiento, o al menos desde que en sus primeros años se va constituyendo como un individuo. Kafka tenía en su padre —o él mismo lo fabricó a su antojo— el antagonista necesario para montar toda una obra de creación. Su apocamiento, digámoslo así, tenía en su vigoroso y resuelto progenitor un patrón muy cercano con el que medirse, definir sus carencias y a partir de ellas elaborar unos personajes, que tenían unas inquietudes muy parecidas a las que él podía o quería sentir.

El sentirse desgraciado por razones familiares —no en exclusiva, para ello no tenemos nada más que recordar los que sufrieron en los campos de concentración nazis o soviéticos—, parece ser un estadio privilegiado para conseguir elaborar unos textos que expresen los sentimientos más íntimos del creador. No resulta difícil encontrar ejemplos que ilustren dicha afirmación, podemos recordar al escritor austriaco Thomas Bernhard. Repudiado por su padre, junto con su madre, tiene una infancia difícil en la Austria de los primeros años treinta dominada por las políticas nazis, aunque según cuenta él mismo, las condiciones autoritarias no menguaron al terminar la guerra. Parece que tiene clara la reivindicación de su lugar en el mundo, que el abandono de su padre y una vida casi marginal con su madre y sus abuelos, no hace más que hacerlo más deseable, al tiempo que se fragua en él un desprecio a la sociedad austriaca que le rodea.

Yo no poseía —o no los conocía— estos familiares «reales» a los que implicar en mis creaciones literarias, fueran más o menos de ficción. No tenía —ni tengo— esas vivencias y los consiguientes recuerdos. Mis primeros veintitantos años de vida, de alguna manera, no forman parte de mí. Esa carencia, por otra parte, podría decir que ha condicionado después toda mi vida. Con mucha facilidad me adscribía a cualquier raigambre que pudiera ofrecerme cobijo, tal vez de ahí surja mi facilidad de aceptación de las distintas personas, de las distintas ideas que iban apareciendo a mi alrededor. Casi todo me podía parecer bien si eso me valía para adquirir, junto a otros, una filiación o algo que se le pareciera. A la hora de producir historias de ficción, me decía que, si otros escritores habían configurado su propio entorno como mejor le convenía a su creación, ¿por qué no proponerme crear en mi imaginación todo aquello que pudiera echar en falta: una familia, las primeras vivencias infantiles y todo aquello de lo que pudiera carecer. Con la ayuda de otras historias no me resultó demasiado difícil, en todo caso debí actuar con cautela para no mezclar demasiado distintos personajes de otras novelas, de otras películas o directamente a través de otras personas que conocía, que me habían contado o que simplemente imaginaba.

Durante un tiempo podía jugar a ser el niño mimado por su madre e ignorado por su padre, a la manera de Marcel Proust. El escritor francés durante un tiempo me ofreció una plataforma en la que me zambullía con placer, además de que llegaba a conseguir una alta productividad en mis textos. Las aventuras amorosas de algunos personajes como Swann me sirvieron para crear mis propios textos, pues desde su personalidad y vivencias encontraba facilidad en desarrollar mis propias historias. Por ahí, entre las carpetas que recogen mis papeles, debe andar alguno de los relatos en que hice aparecer a Swann, no exactamente tal como lo define Proust, con algunos de sus rasgos, participando en algunas historias de las que imaginaba podían haber sido mías.

Con más frecuencia me servía de personajes secundarios, los protagonistas ya estaban suficientemente definidos, haciéndoles «vivir» algunos hechos que permanecen fuera de sus relatos originales. A veces tenía el atrevimiento de utilizar un personaje de una historia e introducirlo en otra historia ajena. Me resultaba divertido desarrollar acciones en las que obligaba a esos personajes a salirse de los rígidos cánones de comportamiento que les habían establecido en sus relatos. Creo haberlo practicado aún antes de haber visto la película de Resnais titulada Providence, en que unos personajes aparecen en espacios y tiempos que, por la lógica de la acción del momento, no debían encontrarse por allí. En la película era algo más episódico, querían representar ciertas alucinaciones nocturnas de un creador literario que mezcla personajes de las historias de sus relatos con las de su propia familia.

Si madame Bovary se encontraba ávida de salir del enclaustramiento –«Elle souhaitait à la fois mourir et habiter París»4 ¿qué mejor opción que ofrecerle alguna salida?, aunque una de las apariciones que le procuré en uno de mis relatos fue en un universo parecido al que Kafka cuenta en su novela El castillo. El agrimensor K enclaustrado en aquella aldea presidida por la autoridad, no puede ofrecerle otra cosa distinta que huir, dejar a su familia e irse juntos a navegar en libertad por un universo de islas, en circunstancias parecidas a las que viven los personajes, Harry y Mónica, de una película de Bergman, la titulada Un verano con Mónica. Más adelante esos mismos personajes, convertirse en algo más parecido a Ferdinand y Marianne, los de la película de Godard Pierrot le fou. No voy a contar ahora los laberintos y vericuetos que solía montar en algunos de mis relatos, valga ese ejemplo para dar una idea de a lo que me estoy refiriendo.

El montaje de mis relatos también incluía con frecuencia personajes «reales», o lo que yo entendía por tales. Un personaje recurrente era Orson Welles, que podía aparecer siendo niño entre la diabólica y tóxica pareja que, al parecer, formaban sus padres. Un niño que termina viviendo exclusivamente con su despótica madre que no deja de exigirle que triunfe, que sea un genio, cuando apenas cuenta con unos siete u ocho años de edad. Toda esta historia sale de sus propias memorias y es bien sabido que Welles mentía compulsivamente. Más o menos como falseamos nuestra historia todos los que escribimos sobre nosotros mismos, razón por la cual hay que tomarlo con cierta cautela. ¿En cuáles de mis historias y en qué situaciones colocaba al pequeño Orson? En circunstancias muy diversas, pues podía ser el compañero de pupitre, del que yo nunca tuve ningún recuerdo e incluso el de un primo con quien solía coincidir en algunas reuniones familiares o compartir una temporada de verano.

Una novela que tomaba como referencia era la imposible Finnegans Wake, de James Joyce. Me propuse seriamente no solamente traducirla, sino tomar a sus personajes para intentar realizar una continuación de sus endiabladas y laberínticas historias. Misión que he ido abandonando y retomando durante muchos años. De todo ello han debido quedar cientos de páginas, apuntes, sobre un intento tan quimérico. Otra novela que pude tener como referencia fue 53 Días en la que Georges Perec trabajaba cuando murió, pues recuerdo que la leí con fruición. Me enganchó su carácter laberíntico de mezcla de distintas historias, lo que no podemos saber es cómo la hubiera terminado. Cuando me quería referir a ella casi siempre erraba en el número, influenciado, tal vez, por la película de Ray 55 días en Pekín, sin saber entonces que Perec se quería referir a los días que Stendhal tardó en escribir su novela La Chartreuse de Parme. Un ejemplo canónico de novela, que, tal vez, quisiera establecer una comparación con su relato especular múltiple. La descripción que el mismo Perec hacía de su relato no podía dejar de cautivarme:

«…ce sont histoires qui se regardent. C’est un peu comme si on mettait un livre dans un miroir et puis, ce que l’on voit de l’autre côté du miroir…».5

Un juego narrativo que tantos matices pueden ofrecer de una situación, en la que puede intervenir una primera mirada y, más tarde, otra mirada desde el reverso de esa misma acción. Otro miembro del grupo de creación literaria denominado OULIPO, Italo Calvino, pudo utilizar una técnica parecida al imbricar diversas historias en una primera troncal, de la que derivan personajes que actúan de lectores de esas otras historias. No puedo confirmar si Calvino conocía previamente algo de la novela de Perec, que por mis noticias fue publicada en 1990, para escribir la suya titulada Si una noche de invierno un viajero, que publicó en el año 1979. En este relato el autor italiano va dirigiendo la mirada, la atención, marcando al personaje muy estrechamente, tanto en la elección del libro en la librería, hasta su posterior cómoda colocación en la butaca de su casa, para empezar la lectura. Cuando empieza a leer, le ordena fijarse en un personaje que pulula entre la gente en una estación de ferrocarril, que no es otro que el propio narrador. Una relación que se entremezcla a lo largo del relato, pues en algún momento el autor/narrador ve cómo una lectora lee su novela y quiere interferir en esa lectura. Otros personajes leen unas novelas encuadernadas equivocadamente con páginas de otras novelas, en fin, un laberinto que me resultaba interesante para el desarrollo de mis historias.

A muchos y variados personajes de películas, de novelas e incluso de personas «reales» que me podía encontrar por ahí, los hacía aparecer en algunas de mis historias. Como a Scottie, el policía interpretado por James Stewart que padece el mal de altura, de la película Vértigo de Hitchcock. De la película The Cincinnati Kid utilicé al menos dos de sus personajes, a Kid el joven jugador interpretado por Steve McQueen y al rey del juego interpretado por el veterano Edward G. Robinson. Varios de los personajes que interpretaron Paul Newman y Montgomery Clift me sirvieron para desarrollar historias, ahora recuerdo bien a Eddie el jugador de billar en The Hustled rodada por el año 1960 por Robert Rossen y a quien nos lo volvemos encontrar, todavía como jugador de billar, unos veinticinco años más tarde, en la película de Martín Scorsese titulada The color of money. El desatalentado personaje de la película de George Stevens A place in the sun, interpretado por un siempre atormentado Clift, también me dio bastante juego en algunos de mis relatos.

Y muchos otros personajes de otras tantas películas, como el Antoine Doinel de Truffaut, encarnado por el actor Jean-Pierre Léaud, o el problematizado muchacho que le escribe nueve cartas a su amada Berta, que ha escapado del aburrimiento en una ciudad castellana en la postguerra española, en la película de Basilio M. Patino. Algunos personajes femeninos de películas habitaban la acción en mis historias, así Giuliana el personaje interpretado por Monica Vitti en Il deserto rosso dirigida por Michelangelo Antonioni, con su desapego y poco interés por la vida, o alguna muchacha desvalida de la denominada Europa del este de después de la Segunda Gran Guerra, que aparecían en alguna película de Alexander Kluge o tal vez de la cineasta checa Vera Chytilová.

Todo un amplio ramillete de personajes vampirizados de otras historias, que me había ido encontrando a lo largo de mis lecturas o del visionado de películas. Alguna vez puede que diera vida a personajes que aparecían en algún cuadro que me había llamado la atención, posiblemente al mismo Van Gogh o a algún autorretrato de Munch mostrando sus celos o su desasosiego, así como a alguna bella y melancólica muchacha que aparecía en sus cuadros, tal vez una de sus hermanas, Laura o Inger. Aunque los personajes que más habitaban mis historias eran los que me inspiraban las personas que iba conociendo, y todavía más las que me imaginaba conocer. Distintas versiones de algunos de mis amigos y conocidos, muchas de las características de Éloïse y de Jean-Luc aparecen, seguramente enmascarando sus nombres, así como Pierre, Madeleine, Jacques y creo que también habrá por ahí algo de Guido. Debe resultar más difícil de rastrear alusiones o rasgos de Sarah, a la que, no sabría decir la razón, siempre he intentado preservar y no hacerla aparecer en mis escritos de ficción, como a Julie, aunque a su madre Christine no he podido resistir la tentación de situarla en algunas situaciones de mis historias figuradas. Unos escritos que puede ser que algún día me decida a sacar de las cajas, donde deben andar en sus respectivas carpetas. Algo de lo que estoy haciendo ahora, con los apuntes que me están permitiendo redactar lo escrito, sin demasiados desbarajustes, conseguir ordenarlos y dotarlos de una cierta coherencia narrativa.

Mientras tanto pudieron pasar algunos años, pocos, en los que parece que mantuve calmadas mis ansias de saber, de conocer mis orígenes. En alguna larga sobremesa con Pierre, en la que celebrábamos su retiro y despedida de París, pues se iba al campo a un pueblecito de su Provence natal. Seguíamos acompañados de un vino de Burdeos, la ocasión de la despedida desató la pasión de Pierre por los buenos vinos, ahora le tocaba de los vinos de Burdeos y más exactamente los Margaux. La mayor parte del tiempo él comentaba cómo había planificado su retiro, en una casa heredada de su familia que había rehabilitado para hacerla más confortable. Acompañado de sus libros, unos caminos agradables para realizar paseos e incluso creía que podía contar con algunos antiguos amigos que podían ofrecerle compañía. En esta ocasión a pesar de tan buena planificación de Pierre y sus estupendas perspectivas para su futuro, sobre nuestras cabezas rondaba una gran tristeza, si no era una despedida definitiva se le parecía mucho. Tal vez debía de dar más detalles sobre este momento, hacer algo más de literatura.

Estábamos en un rincón de un bistrot al que teníamos mucho apego, situado cerca del Pont Neuf en la «rive gauche». Nos habíamos ido quedando solos en el local, pues la gente había terminado de comer y se marchaban, unos a su trabajo y otros a sus asuntos. Todavía quedaban un par de mesas ocupadas, ambas por parejas, una joven de menos de cuarenta años que se le veía muy triste, hablando muy bajito y con largas pausas. No sé si podría decir ahora que a la chica se le escapaban algunas lágrimas y que él intentaba consolarla. La otra pareja debía de rondar los setenta y, por el contrario, conversaban muy alegremente, debían de estar celebrando algo, pues parecía que el vino les había hecho algo de efecto, para estar en un estado que se podría calificar de eufórico.

Sería un exceso que me pusiera a describir el bistrot, pero no puedo resistirme en tener un recuerdo de Antoine, el bueno de Antoine, que nos había servido la mesa con una especial parsimonia, pues debía saber que celebrábamos una despedida. Regentaba el bistrot del que compartía la propiedad con otro socio, Cécilien, que se ocupaba de la cocina. Con ambos manteníamos una larga relación, ¿amistad?, que no solía sobrepasar los límites de los roles que cada uno de nosotros jugábamos. De Antoine sabíamos que, hacía poco tiempo, había perdido a una hija, debido a una larga y cruel enfermedad, y quizás por eso le ofrecíamos una ternura especial. Pierre les propuso que, cuando pudieran, se acercaran a la mesa para brindar con nosotros, la ceremonia de la despedida era evidente. Cuando Cécilien se pudo librar de las faenas de la cocina acudió y brindamos mirándonos a los ojos, que permanecían algo vidriosos, cerca del llanto o de una especial emoción.

Mientras Pierre hablaba sobre sus planes debió planear sobre mi mente una fatal cuestión: ¿Qué haría yo cuando llegara la hora de retirarme? ¿A dónde debía de encaminar mis pasos para buscar un tan ansiado y tranquilo refugio? Él podía ser el último eslabón que ahora me restaba y unía con la ciudad de París. Habían ido desapareciendo, de una manera u otra, Éloïse y Jean-Luc, Sarah, Julie, Madeleine, Jacques y algunos otros. En ese momento, despidiéndome de Pierre, me sobrevenía esa sensación parecida a cuando se asiste al entierro de un ser querido, se siente tristeza por la pérdida, pero tal vez más por uno mismo, al pensar que a continuación nunca más contará, para que nos pueda consolar, con esa persona tan amada y necesaria. Pessoa escribió un poema sobre algo parecido (É a um conceito nosso –em sumam é a nós mesmos- que amamos)6, refiriéndose al amor decía que nunca se ama a nadie, sino siempre se ama uno a sí mismo. En este caso nunca se llora por el otro, sino que el desconsuelo es por la situación en la que se queda uno tras la pérdida del otro.

Tan evidente debió quedar mi desamparo que fue Pierre el que me planteó la situación: ¿Y tú qué piensas hacer? O algo así debió de decirme. Después de algunas bromas para intentar eludir hablar de lo que resultaba inevitable, volví a hablarle de que en algún momento volvería a intentar encontrar esa ciudad, y a esas gentes. Una ciudad, llegué a decir, que debía darme noticias de quién fui yo antes de mi fatal suceso parisino. De nuevo fue Pierre, obviando el objeto de esta comida de su despedida, el que pacientemente me escuchaba y me ayudaba a abrir nuevas brechas para seguir buscando. Con los ojos vidriosos, tal vez debido a que era la tercera o tal vez la cuarta botella de Château Prieuré-Lichine que estábamos atacando y con la solemnidad que acostumbraba adquirir en determinados momentos, dijo que era evidente que era en España donde debía encontrarse lo que tanto anhelaba, y en eso yo estaba totalmente de acuerdo.

Cuando decidí viajar a España ya habíamos cambiado de siglo y de milenio, me puse en contacto con algunos conocidos que tenía por esas tierras, fundamentalmente en Madrid y en Barcelona. Desde el primer momento la inestimable presencia de Silvia en Madrid me prestó la mejor infraestructura que pudiera necesitar. Se ocupó de buscarme un pequeño hotel, en una plaza tranquila entre los barrios de Argüelles, Chamberí y Malasaña, que me permitía desplazarme a los lugares que más me interesaban. Conocía a Silvia debido a que había vivido en París a principios de los noventa, daba clases en la facultad de Pierre, con quien había mantenido una relación académica y posiblemente también sentimental, de la que sobrevivía una relación afectuosa y una gran afición al vino. Contando con la ayuda de Silvia, que estaba al tanto de mis cuitas, establecimos un plan sistemático para ir agotando las posibilidades de que hubiera sido Madrid la ciudad que buscaba. Visitamos muchos bares, nos tomamos muchas copas de vino, fuimos con frecuencia al cine y visitamos algunos museos y exposiciones de arte. Tan confortable me sentía en aquella situación que en algunos momentos me parece que llegué a olvidar la misión que me había propuesto.

Una noche sentados plácidamente en un local cerca de la plaza de España, después de que hubiera fenecido la segunda botella de vino San Román —de Mariano García, un enólogo de quien Silvia hablaba maravillas—, con una música de piano suave, le volví a contar la necesidad que sentía de buscar esa ciudad y a unas gentes para hallar un sosiego del que me sentía tan necesitado. Silvia seguía con los vinos, en su caso con los vinos españoles, una tradición parecida a la de Pierre, ahora decía que le había dado por los vinos de Toro, antes había transitado por los de Rioja, Ribera del Duero, Priorato y otros. Según me contaba, la uva tempranillo en su triple presencia en Rioja/Ribera del Duero/Toro, era la que más la tenía enganchada. También hablaba maravillas de la garnacha del Priorato, de algunas zonas de Aragón, de Montsant, de Gredos y decía que estaba en periodo de prueba con las uvas monastrell de Levante y la mencía del Bierzo. Me ofrecía todo un compendio de sabiduría enológica, con sus gustos y manías que, a lo largo de unos años, sufrirían algunas mutaciones y nuevas incorporaciones.

En ese local donde estábamos dando buena cuenta de ese vino de Toro, intentamos definir un plan de visitas que pretendía ir agotando las posibilidades de las distintas ciudades, en las que nos parecían probables que pudiera radicar alguna pista sobre mis andanzas, hacía ya más de treinta años. En Madrid, ella no ofrecía ninguna duda que teníamos que incidir en el barrio de Argüelles, que era donde se desarrollaba la vida estudiantil universitaria durante la década que estaba centrado mi interés, entre mediados de los años sesenta y primeros de los setenta. A no ser que, hubiera estudiado en la otra universidad madrileña, la Autónoma, que estaba situada fuera de Madrid, al norte, pero dijo que primero íbamos a agotar lo más probable, que hubiera sido la universidad Complutense donde hubiera cursado mis estudios. Ella era algo más joven que yo, por lo que decía que difícilmente podíamos haber coincidido. Había empezado en la universidad en el curso 73-74, cuando yo ya debía andar por París.

Como ella daba clases en la Universidad Complutense, me concertó algunas entrevistas con algunos compañeros más veteranos, que sí debían tener mi edad y habían podido coincidir conmigo. Visitamos las facultades de filosofía, donde también se cursaban estudios de historia, lingüística y otras, también la de derecho y alguna facultad más, ubicadas en la Ciudad Universitaria. Me hablaban de profesores, de algunos sucesos que pasaron en los últimos años del régimen de Franco, durante los cuales los conflictos universitarios eran frecuentes. Me resultaban familiares, pero no tanto para que me atreviera a aportar algún dato al respecto. Nos pareció razonable que, de principio, descartáramos las facultades de Ciencias y las Técnicas. Como ella sabía de mi afición por el cine le dedicamos alguna atención a la Facultad de Ciencias de la Información, pero, según ella me contaba, esa facultad empezó a funcionar ya en los años setenta y no era posible que hubiera sido mi centro de estudios a mediados de los sesenta. A no ser que hubiera estudiado en la Escuela de Cine, dijo Silvia, que habría que preguntar a algunos de los que, por aquellos tiempos, estudiaban en esa Escuela, bien en la sede de la calle Montesquinza o en la de la Dehesa de la Villa.

Todo me resultaba familiar, pero ahora que lo pienso no más de lo que me había parecido en otras ciudades francesas o italianas. Ya he referido mi facilidad para adscribirme a cualquier elemento que pudiera facilitar mi inserción en cualquier realidad, de la que estaba deseando haber formado parte. Casi siempre me sucedía lo mismo, me solía encontrar en una fase en la que me embargaba la emoción de pensar que estaba en el buen camino, que existían claros indicios de que era allí, en aquel lugar y con aquellas gentes donde se había desarrollado mi vida en aquellos ignotos años. Luego le podía seguir otra fase de desánimo en la que ponía al descubierto las trampas que me había puesto para que todo encajara. En Madrid tenía a Silvia, que ejercía un papel similar al de Pierre en París, catalizando mis ansias y librándome de los engaños a los que yo estaba muy predispuesto a someterme.

Ella me ayudó a planificar mi búsqueda, al tiempo que sistemáticamente repasábamos los hechos más significativos que habían sucedido en Madrid, en aquellos ambientes universitarios, durante aquellos años. No solamente hablábamos de mí y de mis desasosiegos, con ella me resultaba fácil entablar conversaciones de las cuestiones que también me interesaban, aunque era ella la que marcaba la estrategia a seguir. Aparte de muy enterada en los vinos que bebíamos, era una atenta y experta espectadora de cine que había visto muchas películas, no tantas como yo, pero las suficientes para tener una visión global de la historia del cine. Igual le pasaba con la literatura y la filosofía, en esta última materia me sacaba ventaja pues era su especialidad académica. Igualmente debatíamos sobre arte, fundamentalmente pintura, pues ella periódicamente programaba alguna visita a alguna exposición, tras la cual y tomando algo, debatíamos apasionadamente sobre lo que acabábamos de ver. A veces, Silvia, tatareaba la canción del Museo, de Vainica Doble:

«No quiero ir a otro museo.

Que me entran ganas de tirarlo todo.

(…)

Ya me he cansado de mirar.

No puedo dar un paso más.

Me quiero ir a un mesón.

Pedir un tinto y una de jamón…».

Normalmente, discrepábamos, más bien ella conmigo que yo con ella, pero la cordialidad imperaba en nuestras disputas. Otros temas recurrentes eran las cuestiones sociales o políticas, de las que ninguno de los dos éramos especialistas, pero ella era más radical. Debía andar con cuidado para que no me soltara un mitin, durante el cual lo que yo podía haber defendido no salía muy bien parado.

Mi —o nuestra— inmersión por los lugares madrileños previstos no obtuvo resultados. Las visitas a los barrios de Argüelles, Malasaña, Chamberí o el entorno de la plaza Mayor, me resultaron muy agradables, pero nada productivas. Silvia me puso al tanto, aunque yo conocía algo, de cómo se encontraba la situación política en España a finales de los años sesenta. No recuerdo si fue ella la que empezó por los incidentes de principios del año sesenta y nueve, o simplemente es lo que me ha venido primero a la cabeza. Ella había realizado un largo preámbulo descriptivo, casi profesoral, de lo que podía ser la oposición a la dictadura franquista en la vida universitaria madrileña por aquellos años sesenta, repetía con insistencia que no los vivió, pues entonces tenía trece o catorce años. Según nuestros cálculos yo debía de haber sobrepasado los veinte.

Describía con detalle el ambiente de represión que se vivía durante esos meses, en los que se llegó a decretar un estado de excepción, con suspensión de todo derecho político, si es que entonces se tuviera alguno. Silvia decía que, si había estado por aquí, debía recordar el asesinato de Enrique Ruano por la policía franquista, en enero del año 69, arrojado por una ventana para simular un suicidio después de haberlo torturado. Claro que lo recordaba, si en otros momentos me había imaginado participando en sucesos de siglos pasados, la Comuna Parisina de 1871 o en Teruel en la Guerra Civil española, ¿cómo no iba a sentir que había asistido a los sucesos que tan detalladamente me contaba Silvia?

Consultando unas notas de su agenda, me enumeró algunas de las muertes, a manos de la policía o por grupos de la extrema derecha, durante esos convulsos años sesenta. Aparte de Enrique Ruano, dijo que era muy conocida la fatalidad del dirigente comunista Julián Grimau, que una vez detenido y torturado por la policía, fue ejecutado en abril del año 1963 después de un juicio plagado de irregularidades. Otro caso menos conocido, decía Silvia, fue el del escritor jerezano Manuel Moreno Barranco quien, unos meses antes, en febrero de ese mismo año, perdió la vida cuando apenas contaba treinta años de edad, después de haber sido detenido por la policía, en su Jerez natal. En circunstancias parecidas a las de Ruano, Moreno Barranco también «cayó» por una ventana. Me contó otros casos de torturas policiales de aquellos años sesenta. Repasando mis notas veo que me habló del caso del estudiante madrileño Rafael Guijarro Moreno, que cuando tenía veintitrés años, en enero del año 1967, se «lanzó» por una ventana, después de sufrir un cruel apaleamiento por parte de la policía. No, no era un juego inocente, en aquella época y tampoco en otras, lo de luchar en contra del régimen franquista.

En las visitas que hacíamos a la Ciudad Universitaria, ella a veces me acompañaba, me contaba por donde se realizaban las manifestaciones de los estudiantes y por donde andaban «los grises», así se denominaban a la policía franquista debido al color de sus uniformes, dispuestos a reprimir cualquier conato de movimiento. Fuera de las dependencias de las facultades, los policías iban a caballo y así golpeaban a los grupos de estudiantes que pretendían manifestarse y dirigirse a zonas más pobladas. Dentro de las facultades era frecuente que patrullaran con el arma, no recuerdo si me decía una metralleta o cualquier otro fusil, en posición «de prevengan», para intimidar a los estudiantes y no se sabe si dispuestos a hacer uso de ella. Todo revivía en mí como sin ninguna duda hubiera estado por allí. Deambular por aquellos pasillos, conspirar sentado en una mesa del bar de la facultad y desde luego correr para eludir a los policías a caballo. Incluso me parecía rememorar una descarga en mi cuerpo de la porra de cuero, de uno de estos implacables «grises».

Contacté con Germán, posiblemente a través de Silvia, que él sí había vivido activamente aquellos años de estudiante en la facultad de Filosofía y Letras. De una manera aún más sistemática, fui sometido a un verdadero curso de historia, haciendo hincapié en los años que iban desde el 68 al 71. Huelgas, manifestaciones, estados de excepción varios, el conocido como proceso de Burgos. Una serie de hechos sobre los que yo había leído recientemente y de todos tenía una cabal información. Germán me miraba fijamente y decía que le sonaba bastante, que posiblemente hubiera sido compañero suyo en la facultad o de militancia. Él decía haber militado en el partido comunista que, por otra parte, era el único que ejercía de una manera organizada la oposición al régimen franquista. Daba por hecho que yo tenía que haber asistido al recital del cantante Raimon en la Facultad de Económicas, pues, según decía, ese 18 de mayo no se le ha podido olvidar a nadie de los que allí estuvieron.

Su relato me resultaba tan convincente que terminé por decirle que sí me parecía recordar algo de aquel emocionante recital, así lo había calificado él, y no le mentía, había visto algunas fotos de Raimon encaramado en la parte alta del vestíbulo de la facultad, con su guitarra, la camisa blanca y su pantalón obscuro, mientras cantaba una de sus canciones reivindicativas, posiblemente Al vent. Incluso me veía participando en la manifestación que «montamos» después del recital, en los aledaños de la ciudad universitaria.

En una de esas noches en las que me envolvía la euforia por ir encontrando algunas huellas de mi vida pasada, Silvia y yo dábamos cuenta de una segunda botella de vino tinto —podría ser de garnacha, aunque ella hizo de esa uva su preferida unos años después— cuando el entusiasmo me llevó a contar algunas de mis participaciones en la lucha política estudiantil de aquellos años. Algo debía estar desbarrando porque noté como Silvia empezó a tomarme el pelo y no era para menos. Al parecer estaba contando mi presencia en las «movidas» estudiantiles de febrero del año 1956, cuando el régimen franquista puso fin a un conato de permisividad con los estudiantes. No recuerdo si llegué a tener el atrevimiento de erigirme en participante del manifiesto del Congreso Nacional de Estudiantes, cuando entre carcajadas Silvia llegó a preguntarme algo así como ¿pero cuántos años tenías entonces? No debí tardar muchos segundos en ver mi despropósito, pues efectivamente por esas fechas no debía andar más allá de los diez años. Silvia ya estaba avisada, por Pierre, de mi propensión a buscar identificaciones y protagonismos en cualquier circunstancia, que me ayudara a buscar un enraizamiento que propiciara mi identificación. Menos mal, si no hubiera sido así, la situación hubiera sido más delicada. Terminamos con una risa contagiosa difícil de parar, que solamente un buen trago de vino fue capaz de amainar.

No me resultaba difícil adaptarme a esas circunstancias, pues había leído algunas publicaciones sobre el movimiento estudiantil, en la España de los sesenta; las del profesor Fernández Buey fueron de mucha ayuda, pero también las de Gómez Oliver y otras. Al profesor Fernández Buey le conocí a través de un conocido común, Juan Ramón, que era también profesor y compañero en su misma facultad de Barcelona. Con este último había coincidido en un azaroso viaje por el Pirineo catalán, más exactamente por el valle de Arán. Había podido «gozar» de la endiablada velocidad de su Seiscientos, especialmente bajando el angosto y húmedo túnel de Viella, siempre con muchos libros por todos lados y de su amable conversación. El recuerdo de esos buenos momentos y de esas risas, fue la mejor cura que me pude dar, para aplacar esta ansia desmesurada de identificarme con cualquier situación que pudiera ofrecerme un asidero en el que anclarme. No es que dejara de hacerlo, pero creo que, a partir de entonces, al poco tiempo de emprender esa deriva me entraba la risa y todo volvía a resultar más coherente y llevadero.

Mientras tanto, por mucho que visitáramos los lugares y recordáramos los sucesos acaecidos en los años, que luego se llamaron del tardofranquismo, no avanzábamos un ápice respecto a encontrar alguna pista que me relacionara con este lugar. Cuanto más me empeñaba en ensamblar mis vagos recuerdos con todo aquello, más se ponía en evidencia que no había manera. Madrid no podía ser la ciudad que yo había frecuentado, en los que se suponían que fueron mis primeros años universitarios. Hacía algún tiempo que daba por seguros algunos datos, tales como que debía haber cursado una carrera de letras, o de humanidades como le denominaron después, también que una vez descartados otros países como Francia e Italia, era casi seguro que debía ser en España donde debían de estar mis raíces.

Habíamos decidido, pues Pierre participaba activamente en mi búsqueda y ahora se sumaba Silvia, que teníamos tan pocos indicios sobre mi niñez que resultaría mucho más difícil encontrar dónde había nacido. Aunque yo mostraba gran inquietud, no podía obviar algo que tanto me importaba: tal como cuál podía haber sido mi familia, mi madre y mi padre, así como si había tenido algunos hermanos u otros parientes cercanos. Este método lo terminé aceptando, pues parecía más práctico y posible el dedicarme a encontrar algunas pistas en una edad en la que podía rondar los veinte años. Con esa edad se dejan más huellas, proclamaba Pierre con solemnidad. Alguna novia, algunos amigos o compañeros y, en la memoria, debía ser más fácil rastrear algunos sucesos que a esas edades tanto marcan a las personas. Pensaba que resultaría más factible indagar, en lugares y personas, de hacía cuarenta años, que no de sesenta que es cuando suponíamos se había producido mi nacimiento. Para calmar mi ansiedad, Pierre me repetía que una vez que consiguiéramos anclarme en la ciudad que había realizado los estudios universitarios, llegaría el momento de volver la vista atrás y centrarnos en mis orígenes.

Una vez más había errado y mis primeras impresiones —o mejor, mis primeros anhelos— se habían desmoronado. No tenía ninguna evidencia de que hubiera sido en Madrid donde había cursado estudios universitarios, por mucho que todo me resultara familiar y pareciera (re)conocerlo. Unas semanas con un bajón de ánimo, que apenas pude disimular ante la sagaz Silvia, durante las cuales dejé de buscar y me dediqué a gozar lo más posible de aquel otoño madrileño. Asistía regularmente al cine, largos paseos por los parques del Retiro o el Parque del Oeste, muchas horas de lectura, alguna que otra visita a un museo o a una sala de exposiciones y poca relación con alguien que no fuera Silvia. Eran momentos que reflexionaba sobre la soledad, me encontraba solo, pero la cuestión no la veía como un drama, lo sobrellevaba bien y además estaba muy acostumbrado. Tal vez recordara en aquel momento —ahora sí lo hago— aquella frase de nuestra amiga Olivia, que más que periodista parecía psicóloga, sobre la sensación de soledad que nos embarga a todos en algún momento. Decía algo así: nos encontramos solos o nos lo parece, y nos sentimos desgraciados, pues vemos que los demás están en sitios maravillosos, con agradables amigos y no paran de reír.

No podía volver a París para encontrarme arropado con mi buena gente, y que me ayudaran a soportar el desasosiego de encontrar lo que buscaba. Allí ya no podía contar con Sarah, Éloïse, Jean-Luc, Pierre y tampoco con tantos otros, creo que no había quedado nadie que me pudiera acoger y me ayudara a soportar mi soledad. Así que permanecía en Madrid, sin saber realmente qué hacer.

Una larga noche de copas de vino, ahora decía Silvia que eran los «nuevos» Riojas a los que había que prestar atención. Hablábamos de literatura, de la película que acabábamos de ver y de la posición del artista en el momento de su creación. Sin darme cuenta caímos nuevamente en la conversación de mi búsqueda incierta. No me apetecía hablar de eso, pero su tesón pudo con mi resistencia, así que nuevamente ella se dispuso a tomar el timón de mi vida. Pidió unos papeles en la taberna y empezó a trazar nombres de ciudades enlazados con flechas y llaves. Su disposición era ir agotando todas las posibilidades: dábamos por seguro que era en una ciudad española donde debía de haber cursado los cursos universitarios, por los años que ya he mencionado, de mediados de los sesenta hasta primeros de los setenta. Parecía evidente que debían ser cursos de Filosofía y Letras, que era como se denominaban entonces aquellos que englobaban la geografía, la historia, la lingüística y también la filosofía. Algunos indicios habían señalado que posiblemente hubiera estudiado románicas. Debíamos actuar con método —decía Silvia— y sin dejar ninguna posibilidad por cubrir.

¿Sobre qué películas charlábamos en aquellos años primeros de siglo y de milenio? No recuerdo exactamente cuáles eran. Resultaba recurrente hablar de Almodóvar, del impacto que había causado en el ámbito internacional y cómo, a partir de eso, la crítica especializada española había tratado sus películas con más respeto. Una noche que había asistido con Silvia a la proyección de una de sus películas —Volver creo que no había sido estrenada todavía—, posiblemente fuera Todo sobre mi madre o tal vez Hable con ella o La mala educación. Sentados en una taberna cercana al cine, en el entorno de los cines Alphaville, nos tomamos un tentempié con alguna botella de vino —no recuerdo bien si tocaba de Toro o Rioja, pues en eso Silvia mandaba— y comenzamos a comentar la película que acabábamos de ver. Ella vino a decir que hacía tiempo había superado cierto rechazo inicial a Almodóvar, decía, pues notaba en sus últimas películas una mayor consistencia en los temas que trataba. Aunque había algo que, seguía diciendo Silvia, me parece que utilizó la palabra folklórico en término despectivo, le hacía desconectar, pues no sabía qué le pasaba cuando tocaba una fibra más sensible o emotiva, se le iba la pinza y salía por alguna astracanada.

Decía Silvia que era como si le diera vergüenza, apuro creo que dijo, de haberse puesto tan solemne y se veía obligado a romper esos momentos tan sentimentales. No jugaba a fondo las posibilidades del melodrama, como hacía su admirado Douglas Sirk y, desde luego, no parece que fuera en el caso de Almodóvar un problema de pudor, o tal vez sí. Tal vez ella hiciera entonces la mención, o me viene ahora a mí a la memoria, de la comparación de dos secuencias de sendas películas de Sirk y de Almodóvar: el final de Imitation of Life con el entierro de Annie la madre de Sarah Jane y sirvienta negra de la señora rubia encarnada por Lana Turner, con unos caballos blancos arrastrando la carroza fúnebre y el torrente de lágrimas de su desconsolada hija, con la secuencia de otro entierro, esta vez de Todo sobre mi madre, película melodramática con un argumento algo rebuscado de Almodóvar, cuando aparece el transexual Lola por el cementerio.

Poco margen me dejaba Silvia para poder terciar en sus comentarios, lo que sí me parece ahora es que ese pudor —o lo que fuera—, Almodóvar lo fue venciendo en sus posteriores películas, como en Abrazos rotos, donde la historia de amor es tratada hasta el fondo, sin bufonadas. Seguramente le diría, para su desesperación, que a mí me interesaban las películas de Almodóvar, pero sin llegar a entusiasmarme. Todavía hoy recuerdo el fallido comentario que le hice sobre que, este cineasta era de otra generación y que parecía lógico que no nos identificáramos cabalmente con él. Ella me sacó de mi error al afirmar que Almodóvar era mayor que ella y que podía ser más bien de mi edad. Reflexionando sobre el tema ahora puedo distinguir que, a pesar de las edades de cada uno, tanto Silvia como yo pertenecíamos a los años sesenta, por cultura y sensibilidad, y que, a Almodóvar, a pesar de su edad, se le podría encuadrar, culturalmente, más bien entre los setenta y ochenta.

Con algunas honrosas excepciones las películas que más me interesaban de esos años, de primeros de siglo y de milenio, pertenecían al siglo pasado, igual que sus directores. Era el caso de Saraband de Ingmar Bergman, película que debimos ver en Madrid por esos años, un cineasta que había nacido en la segunda década del siglo pasado y que había realizado sus primeras películas posiblemente antes de que yo hubiera nacido. Desde que recuerdo, es decir a partir de mediados de los años setenta, he visto todas sus películas con gran satisfacción, llegándolas a sentir como algo mías. No deja de ser extraña esa identificación, con un cineasta que me llevaba tantos años y además era sueco, un país que no tenía mucho que ver, culturalmente, de donde se suponía yo era originario y tampoco de donde había vivido esta mi segunda vida. Esta última obra de Bergman muestra una profunda reflexión de un anciano, interpretado por Erland Josepson, un alter ego evidente y frecuente del cineasta, que en la soledad de lo que sabe ya son sus últimos momentos, quiere repasar lo que ha sido su vida, sus lecturas, su música y recordar a sus seres queridos. Para ayudarle en esta casi póstuma reflexión se hace visitar por Marianne, interpretada por Liv Ullman que había sido esposa de Bergman, en la vida «real», y actriz en muchas de sus películas.

Un cineasta más contemporáneo a nosotros era David Lynch, nacido unos treinta años después que Bergman, pero algo mayor que Almodóvar. Su mundo visual y cultural me podían resultar ajenos, pero sus películas hacía tiempo que seguía con mucha atención. La tarde que asistimos a un pase de Mulholland Drive fue tal el impacto que debí sentir que durante algún tiempo Silvia me lo recordaba con un poco de cachondeo. Me recuerdo mientras tomábamos algo, después del cine, bastante más locuaz de lo que en mí era acostumbrado y, según me reprochaba Silvia, demasiado entusiasmado para lo que en mí era habitual. No podría afirmar si su siguiente película Inland Empire, que ahora mediante una consulta veo que está fechada en 2006, también la vi en compañía de Silvia, pero si fue así, posiblemente también habría dejado de lado mi papel moderado y habría mostrado una fervorosa devoción por esa película de Lynch.

Seguí atentamente su serie de televisión Twin Peaks, en torno al año 1990, aunque ya anteriormente me habían gustado algunas de sus primeras películas como Eraserhead (Cabeza borradora) y otra posterior como Blue Velvet. También veíamos, en este principio de siglo películas de directores más jóvenes y algunas dignas de esbozarles unas notas de recuerdo. Un cineasta chino de Shanghái, Wong Kar Wai, nos atrapó con In the Mood for Love (Deseando amar) con un tempo narrativo más lento y reiterativo del que estábamos acostumbrados y una estética pictórica con ribetes manieristas, en fin, que algunos jóvenes creadores parece que querían mantener viva la llama de la renovación cinematográfica. Otro cineasta, el danés Lars von Triers, me había sorprendido, a mediados de los años ochenta, con una nueva lectura del cine negro en su película The element of crime (El elemento del crimen), pero en este caso abandoné pronto el interés por este cineasta. No me sucedió así con el cineasta chino, que continuó atrayendo mi atención con alguna otra película interesante, como su laberíntica 2046.

De las películas que veíamos, el mayor número de ellas eran de directores de mi generación o algo mayores. La sobriedad de la puesta en escena de Michael Haneke y cierta propensión a crear inquietud, por la crudeza con que trata los problemas de sus personajes mantuvo mi curiosidad por su cine. Ahora recuerdo bien su película titulada Code inconnu (Código desconocido) que fue la primera en interesarme, más adelante con la laureada La pianiste, no fui capaz de ver el interés y luego me volví a reconciliar con Caché y confirmé mi adhesión con Das weisse band (La cinta blanca). ¿Qué otros «viejos» cineastas seguían estrenando películas en estos comienzos del milenio? Del polaco Roman Polanski pude ver una muy correcta The Pianist, de Woody Allen una nada más que correcta Match Point y una lectura del mayo del 68 de Bernardo Bertolucci, con The Dreamers, que tampoco me produjo mucho entusiasmo.

En un cine cerca de mi hotel madrileño vimos una película que estaba arrasando en taquilla, se trataba de La meglio gioventú de Marco Tulio Giordana. Había tenido su origen como serie televisiva y trataba la historia de una familia italiana a lo largo de los avatares de la segunda mitad del siglo XX. Una historia que, los que teníamos una edad parecida a los personajes, podíamos ver con agrado. Otra película sorpresa, esta vez propiciada por Silvia y su afición al vino, fue Sideways (Entre copas) del norteamericano estadounidense Alexander Payne. Lo que más recuerdo de esa película es que después de la proyección nos bebimos varias botellas de vino con uva «pinot noir». Una afición que nos duró unos cuantos meses. Veo que no he mencionado ninguna cineasta, me propongo repasar estos apuntes y añadir alguna, que segura e injustamente habré olvidado.

Podría parecer que también había olvidado a «mis» cineastas de la nouvelle vague y no era así. Con el cambio de siglo tanto Rivette, Chabrol, Resnais, Varda y Godard, seguían haciendo sus películas. Truffaut había muerto a mediados de los ochenta y la dicotomía de mis preferencias entre él y Godard, hacía tiempo que se había decantado por este último, años antes de la muerte de Truffaut. Las últimas películas de Rivette se concentraron en el juego de la representación, unos actores de teatro o no, que representan otras historias. Aún recuerdo amablemente una de sus últimas películas, la titulada Histoire de Marie et Julien. Las obras de Chabrol hacía tiempo que iba a verlas por una especie de antigua fidelidad, pero no me concernían nada. Más interesantes me resultaban las de Resnais, de aquel tiempo recuerdo con agrado su On connaît la chanson, una especie de comedia musical, pero con algunas pinceladas propias del cineasta, en cuanto a sus juegos narrativos.

Otra cosa diferente me sucedía con Godard, a quien no había dejado de seguir en la casi clandestina trayectoria de su última época. De aquellos primeros años del siglo, creo recordar que pude ver Éloge de l’amour, donde hace como si quisiera contar una historia, en este caso de amor, pero lo que muestra es la imposibilidad de contar simplemente una historia, pues según Godard una historia siempre lleva adheridas otras muchas historias. Le interesa más realizar un ensayo, una reflexión sobre el amor, que simplemente contar una historia. Unos planteamientos que podrían explicar el seguimiento que yo hacía de la obra de Godard. Unos años más tarde realiza Notre Musique que articula como un tríptico, a la manera de Dante y su Divina comedia con los títulos de Purgatorio, Infierno y Paraíso. La segunda parte, Infierno, la sitúa en Sarajevo en las ruinas de su biblioteca.

Hacía mucho tiempo que la mayoría de los cineastas, también los escritores y los músicos, que más me interesaban habían muerto y por lo tanto no producían nuevas obras (Si se llegara a enterar la muchacha gaditana, diría que veo películas de muerto). Jean Renoir había muerto alrededor del año 1980, igual que Buñuel, Rossellini, Orson Welles un poco después y también Tarkovski. Robert Bresson muere a final de siglo, pero su última película la había hecho a principios de los ochenta. Los apuntes que tomaba en esos años —que ahora me sirven de guion— no se referían exclusivamente a las películas de estreno, puesto que seguía reviendo películas de Dreyer, de Ford, de Lang, de Hitchcock y otros clásicos. Del cine español, aparte de Buñuel había seguido atentamente las películas de Carlos Saura, pero por este final de siglo parecía que se había olvidado más de un cine intimista, que era el que más me atraía, por la puesta en escena de bailes y otras esencias. Tengo por ahí apuntado que vi con gusto una lectura que hizo, a finales de siglo, sobre Goya, titulada Goya en Burdeos y también sobre los fantasmas de Buñuel, en Buñuel y la mesa del rey Salomón, de la que apenas recuerdo nada.

Otro cineasta español que me resultaba atractivo, era Victor Erice, que me deslumbró con El espíritu de la colmena allá por los años setenta y diez años más tarde con El sur, pero en este nuevo siglo no conseguí ver sus documentales o ensayos audiovisuales que me contaban seguía realizando. De los norteamericanos, por esos tiempos, me había quedado fundamentalmente, con Kubrick y F.F. Coppola, aparte de Lynch que ya creo haber mencionado anteriormente. El último año del siglo aparece la última película de Kubrick, quien también muere en ese año, titulada Eyes Wide Shut. Coppola seguía haciendo esporádicamente cine, hacía más de veinte años que había realizado la magnífica Apocalypse Now y unos diez que había acabado Los Padrinos, pero ahora parecía más preocupado por las cosechas de sus bodegas en Napa Valley y conseguir un buen vino, que no es poca cosa. Había comprado algunas botellas de su bodega y había invitado a Silvia a probarlas, creo recordar que la rigurosa catadora le puso algunas pegas, especialmente le achacaba que hacía un coupage de demasiadas variedades de uva y el resultado no acababa de ensamblar bien.

Me encontraba en el entorno de los sesenta años y ya había perdido la esperanza de ser yo quien realizara películas, así que seguía con avidez a aquellos cineastas que hacían películas que me hubiera gustado hacer. Me sorprendió gratamente cuando apareció el americano Jim Jarmuch, con su serie titulada Coffee and Cigarettes, donde distintos personajes se sientan a charlar sobre los temas más variados, mientras toman un café y fuman, a veces permanecen en silencio. Otro cineasta francés, igualmente nacido después del año cincuenta, Léos Carax, me hizo mantener cierta esperanza en que el cine que a mí me gustaba podía seguir existiendo. Su carrera irregular hizo que siguiera con mucha dificultad sus películas, en el umbral del año 2000 debí ver su Pola X, pues figura en los apuntes de ese tiempo junto con los comentarios elogiosos que debí dedicarle en mis charlas con Silvia. Esa extraña película está basada en una novela de Herman Melville, pero a la manera de Godard su parecido con la fuente literaria es una quimera, y trata sobre la historia de amor de una joven pareja.

Con el «nuevo» cine alemán, cuando lo conocí por los años ochenta, había mantenido un retrasado idilio del que me había quedado un especial seguimiento a Alexander Kluge, del que no había conseguido ver una película suya de más allá de los años ochenta. Otro cineasta alemán al que seguía era Rainer W. Fassbinder, pero había muerto en el año 82 sin cumplir los cuarenta. De la lista quedaba todavía vivo alguno como Wim Wenders, que colaboró con Peter Handke en poner en escena su novela El miedo del portero ante el penalti allá por primeros de los setenta. Después Wenders realiza una especie de trilogía, que comienza con Alicia en las ciudades, en la que sus personajes principales deambulan por distintos sitios, reflexionando sobre lo que ven y su posible destino. En los albores del cambio de siglo hizo un documental sobre músicos cubanos, en las notas del momento de verla, escribí algo así como que estaba bien, que se trataba de música muy agradable, pero que no era eso lo que me gustaba ver en una pantalla de cine. ¿A qué me podía referir? ¿Qué sería eso que me gustaba ver? Tal vez le pedía que siguiera haciendo algo parecido a sus primeras películas, u otra vez El amigo americano o al menos París, Texas.

A mediados de los años setenta, cuando empecé «de nuevo» a ver cine en París, se acostumbraba a recibir bien las películas del tercer mundo, como muestra de buena voluntad política. Ahora lo digo, pero a mí la mayoría de esas películas no me interesaban demasiado, llevado por mi prudencia o cobardía, entonces nunca lo manifesté tan claramente. Más adelante cineastas sueltos me llevaron a cambiar de opinión, uno de estos era Abbas Kiarostami, el cineasta iraní. ¿Cómo no venirme un recuerdo de Sarah, tan versada en la cultura persa?, pero no creo recordar que compartiéramos algún comentario sobre este cineasta. No figuran en mis notas que hubiera visto en Madrid su película El sabor de las cerezas, posiblemente la hubiera visto antes en París, pero si aparece El viento nos llevará, realizada en este siglo, que trata sobre la irrupción del exiguo equipo de rodaje en una aldea iraní, y las reacciones que provoca en sus habitantes. En la titulada Ten, vuelve a hacer deambular a un personaje, en este caso a una mujer, por Teherán para mostrar los lugares y a sus gentes.

Ahora, no entonces, al recordar estas películas de Kiarostami me vienen a la mente algunas películas de un joven cineasta español, José Luis Guerín, que no se prodiga mucho en sus producciones, o al menos a mí no me llegan. Aparece en mis apuntes madrileños la titulada En construcción, una especie de documental sobre un barrio barcelonés y sus gentes, que al parecer nos hizo coincidir a Silvia y a mí en que era un cineasta a no perder de vista. Unos años más tarde tuve la ocasión de ver En la ciudad de Sylvia, que confirmó mi interés, pero, me parece, que no he tenido la ocasión de ver ninguna otra película de este cineasta.

Voy a interrumpir esta larga cita cinematográfica, debo reconocer que me engalgo cuando me pongo a «hablar» de cine. Bueno, una nota más en referencia a la grata sorpresa que me llevé con un cineasta polaco, Krzysztof Kieslowski. Había sabido de su existencia en París, posiblemente a instancias de Pierre o tal vez Madeleine, que ahora recuerdo que su madre era polaca. Durante los años noventa asistí y gocé de algunas de sus películas, especialmente La double vie de Véronique y unos más tarde, en Francia, rodó su trilogía sobre los tres colores de la bandera francesa (Azul, Blanco y Rojo). Algo parecido me pasaba con el cineasta griego Theo Angelopoulus, al que conocí en mi renacer de finales de los setenta en su película El viaje de los comediantes, luego durante unos años le perdí la pista hasta finales de los noventa que vi su Paisaje en la niebla, seguí con La mirada de Ulises y La eternidad y un día, ya en los noventa. En las notas de Madrid aparece que estuve viendo, con Silvia, la primera parte de su trilogía, Eleni, que creo no llevó a finalizar, pues murió en 2012 en un desgraciado accidente de tráfico.

Estas digresiones hablando de cine, de literatura, de vinos o de cualquier otra cosa, es la evidencia de que nunca he conseguido centrarme en algún asunto concreto durante un tiempo continuado, por más que me lo propusiera y considerara lo suficientemente importante como para hacerlo. Ahora se supone que estaba intentando esbozar unos escritos que dieran cuenta de mi estado de ánimo y del estado de la cuestión, en tanto que me dedicaba a buscar mi identidad. Cuando rondaba cumplir los sesenta años había conseguido un estadio laboral cercano a la jubilación o retiro. Me veía obligado a acudir esporádicamente para impartir alguna clase o un seminario, el resto del tiempo podía disponerlo como me antojara. Eso hacía en esos albores del siglo y del milenio, convencido, por eliminación de las otras opciones, de que tenía que ser España donde debía encontrar mis orígenes vitales.

Instalado en Madrid con la grata compañía de Silvia, al más mínimo contratiempo actuaba como si ya no me importara buscar más. Eran estadios de tranquilidad que podían cesar en cualquier momento, sin que supiera explicar la razón para que de pronto me sobreviniera la inquietud, a veces de una manera que me hacía caer en un estado agudo de ansiedad, bueno agudo tal vez sea demasiado decir, y aunque me deprimiera tampoco podría decirse que cayera en un estado depresivo acentuado. Todo en mí era moderado. Solamente dos o tres cosas, que recuerde, me tomaba algo más apasionadamente: Mi devoción por Sarah, la búsqueda de mi identidad y el cine. Estas dos últimas con menos intensidad. Con ninguna de las tres he conseguido grandes avances, pues perdí definitivamente a Sarah, no conseguí hacer el cine que me hubiera gustado y aunque he conseguido algunas pistas consistentes, en referencia a mi identidad, tampoco los logros han sido muy gratificantes.

No me resisto volver a los apuntes de esos años, en los que estaba instalado en Madrid, no reseñaré ahora las lecturas que frecuentaba por esos tiempos. Tal vez mencionar algunas personas con las que contacté, buscando posibles indicios de mis coincidencias con ellas, en los que se supone fueron mis primeros años universitarios, allá por mediados de los sesenta y primeros de los setenta. La mayoría, o más bien todos, provenían de los ambientes universitarios, profesores y otros que investigaban en organismos oficiales. Uno de estos personajes curiosos fue Gonzalo Revueltas, un profesor que regentaba una cátedra de historia de la filosofía en la facultad de la Complutense de Madrid. Debía tener mi edad, algo menos y, en el ambiente universitario, tenía una cierta fama de ser un gran erudito. Cuando fuimos presentados, a través de Julián, un compañero de Silvia, al principio no me prestó demasiada atención, pero más adelante su curiosidad, saber que era un profesor universitario francés y otras cosas, hicieron que empezara a tratarme con algo parecido a la afabilidad, mucho más cuando supo que estaba interesado en asistir a un seminario que él impartía ese curso.

Sirviéndome de los apuntes, me voy a atrever a hacer una descripción más detallada de los personajes que van apareciendo, tal vez suavizando algunos calificativos que entonces escribí y no eran demasiado amables. Lo primero que me viene cuando pienso en Gonzalo es su gran porte físico, era alto y corpulento y destacaba con una abundante cabellera formada de una gran melena morena, donde destellaban algunas canas. Su habitual sonrisa a medias, como si esperara la reacción de la persona a la que estaba dedicada, no expresaba nada. Solía dirigir una mirada expectante que intranquilizaba, renuente y que al poco tiempo se quería convertir en una muestra evidente de la superioridad en la que él, a sí mismo, se situaba con sus interlocutores. Como si se tratara de un coche de lujo, que al acercarte evidenciara que no vas a poder conducirlo, pues no mereces tanta distinción. Unas apreciaciones que debí ir delimitando con el tiempo de mi relación con él, pues no sería razonable decir que, desde la primera vez que estuve en su compañía, pude notar ese gesto tan propio de los que de alguna manera te están perdonando la vida o algo parecido, pues tienes la suerte de que te esté dedicando su preciado tiempo. Un gesto que parecía denotar lo cerca que estaba de mostrar su enojo, su disgusto por tener que soportar lo irrelevante de tu conversación.

A su alrededor pululaban multitud de profesores ayudantes o estudiantes candidatos a serlo, siempre prestos a mostrarle sumisión y a escucharlo con veneración. Ese halo de poder autoritario de un profesor universitario no era nuevo para mí, lo había podido observar de cerca en las universidades francesas y de otros países que había frecuentado, pero no sabría decir la razón de por qué nunca, hasta ahora, lo había descrito como lo hacía con este profesor madrileño. Sus clases ofrecían un atrayente punto de vista sobre análisis de algunos filósofos o de otras cuestiones que tuvieran que ver con la filosofía, la política, el arte o cualquier otro comportamiento psicológico o sociológico. Había pocas cuestiones que no fueran de su competencia y, aunque parecía que su exposición ofrecía una reflexión en ciernes, como en el camino de llegar a una más firme convicción, resultaba que esa duda era solamente aparente. Cuando alguien, yo lo intenté algunas veces, exponía una teoría distinta a la suya o expresaba alguna incertidumbre sobre lo que estaba diciendo, su respuesta era siempre displicente, despreciativa y tajantemente arrojada a la papelera de los asuntos que ni siquiera merecen la pena tener en cuenta.

En sus clases, en sus libros, en su discurso, solamente era posible una línea que era la que él ofrecía y fuera de ella no podía existir más que la inconsistencia de un mal planteamiento. Todo con unas suaves maneras que raramente eran bruscas, con esa media sonrisa que de tan inexpresiva podía provenir de una esfinge. Era una persona con doblez que, desde su excesiva autosuficiencia terminaba por hacer difícil permanecer durante mucho tiempo en su entorno, a no ser que formaras parte de esa tropa reverente, que en la facultad le envolvía en todo momento. Ahora intento establecer algún paralelismo con algún otro profesor que hubiera conocido, tenía un vago recuerdo de Barthes quien también andaba bien provisto de suficiencia, pero siempre lo recuerdo con un tono más amable. Tal vez Foucault, quien, me decían, tenía mal genio, pero entonces yo era más joven y posiblemente formara parte de esa cohorte de admiradores del gran profesor y no me diera cuenta de sus defectos. En este seminario del profesor Revueltas, una tarde me atreví a discrepar levemente de una afirmación suya sobre Wittgenstein, y lo recuerdo saltar a mi yugular, dialécticamente hablando, de tal manera que nunca más me quedaron ganas de ni siquiera matizar cualquiera de sus afirmaciones. Ocasiones tuve, pero dado mi apocamiento o poca resolución, eran placeres que guardaba para mi intimidad, como mucho se lo comentaba a Silvia o a Julián que me animaban a dejar de asistir a su seminario. No tardé en hacerlo, eso sí, pretextando algún motivo de fuerza mayor, para que no se ofendiera tan ínclito y engreído profesor.

Era mi temperamento, que me hacía no salir bien parado en las confrontaciones, de la naturaleza que estas fueran, pues nunca estaba en alerta o lo debidamente preparado para la lucha en la que tuviera que imponer algo. Más bien prefería los caminos laterales, nada contundentes, que me hacían errar el golpe en cuanto me confrontaba con alguien dispuesto a la lucha. Me pregunto la razón de porqué me dispuse a asistir al mencionado seminario del profesor Revueltas, fue más tarde cuando caí en la cuenta de que me lo habían presentado para ver si podía saber algo de mi pasado en esa facultad. Julián me había dicho algo parecido a que el profesor Revueltas en sus años de estudiante era un activista muy comprometido, de un partido juvenil de extrema izquierda, maoísta creo que dijo, que habiendo frecuentado todas las «movidas» de ese tiempo, podía conocerme de haber coincidido en alguna revuelta.

A las primeras de cambio manifestó que yo le sonaba de algo, que le resultaba familiar, pero en su conversación siempre había un preámbulo en los que se sentía en la obligación de transmitir a los demás su valía. Cuando conseguí que centrara su discurso en aquellos años, procedía, como continuación de su preámbulo, a contar la de veces que había actuado con providencial astucia para salvar las más arriesgadas situaciones. Decía que él antes de los setenta militaba en el FLP y luego en partidos a la izquierda del Partido, que no podía ser otro que el comunista. Contaba que, en las huelgas y las manifestaciones, durante los estados de excepción, estuvo detenido varias veces. Después de soportar la narración de sus batallas particulares, en las cuales se reservaba el papel de héroe que es capaz de saber en cada momento lo que se debe hacer, dijo algo que me interesó: que, durante el estado de sitio, estado de excepción, del año 70, en el que se desmantelaron muchos de los grupos de estudiantes antifranquistas, detuvieron a unos y otros desaparecieron.

Entre los que desaparecieron, dijo que algunos consiguieron salir del país, a la mayoría de ellos se los volvió a encontrar unos años más tarde, cuando Franco había muerto, pero de algún otro nunca más tuvo noticias. Me dijo algo que durante mucho tiempo se quedó zumbando en mi cabeza: A ver si vas a ser tú uno de los que se fueron y de los que nunca más se supo. No tardé en apuntarme a esa opción, como me solía suceder cuando apenas asomaba un resquicio que pudiera encajar en lo que estaba buscando. Él seguía con su crónica de sus valiosísimas acciones en la lucha estudiantil antifranquista de esos años, su implicación con partidos radicales de izquierda, pues el PCE, según él, se había convertido en un partido burgués más y no podía soportarlo. Cuando nos quisimos dar cuenta ya estaba con el golpe de Estado del 81 y ese fue el momento en el que pude zafarme de tan torrencial discurso. Eran años que no entraban en el rango de mi investigación y corría el riesgo de que, gracias a su afán de protagonismo, dijera que el golpe de Tejero no triunfó gracias a su intervención.

Dejaré tranquilo por ahora al profesor Revueltas, aunque mis notas sobre tan pintoresco personaje puedan hacer que aparezca en alguna otra ocasión. No solamente me entrevisté con tan ególatra profesor, también hablé con otras personas, que podían haber coincidido conmigo por esos años de finales de los sesenta. De todas maneras, concluimos, Silvia y yo, que no era en Madrid donde había cursado estudios por esos años. Si no hubiera sido por ella no habría cejado en el empeño tan fácilmente, hubiera insistido en mi pertenencia a ese lugar, y solamente hubiera abandonado cuando ya hubiera resultado más evidente. Algo bueno había quedado, apareció una pista que podía ser buena o al menos a eso me apuntaba. Yo podía haber sido uno de esos estudiantes que habían huido de España en el 70 debido a la represión, me hubiera instalado en París. Una hipótesis que podía casar con otras huellas de mi pasado que había ido acumulando con el tiempo. Después de este impasse en mi búsqueda, pasé otra larga temporada en Madrid, durante la cual me desplacé algún tiempo a París a cumplir alguna obligación académica. Por ese tiempo, creo recordar, realicé un viaje a Latinoamérica, a México y a Colombia, a dar unas conferencias sobre el cine de la nouvelle vague. De nuevo en Madrid, en una velada en la que estábamos dando buena cuenta de alguna que otra botella de vino, posiblemente de Toro que era lo que tocaba según marcaba Silvia, ella volvió a plantearme que debíamos seguir buscando.

Su plan consistía en visitar algunas ciudades, aunque fueran fácilmente descartables, pues, según ella, había que actuar sistemáticamente y no dejar nada al azar. Así estuve en Barcelona, aunque tenía por seguro que no podía tratarse de la ciudad buscada. Tras descartar Madrid, habíamos concluido que no se trataba de una gran ciudad, y menos todavía podía tratarse de Barcelona. En primer lugar, por la frecuente utilización, en los ambientes universitarios de aquella época, de la lengua catalana, que ahora usan casi en exclusiva. Una lengua que llegaba a entender, pero que de ninguna manera me resultaba familiar. También era fácilmente descartable por su cercanía al mar, y no, definitivamente el mar me atraía mucho, pero no formaba parte de mis recuerdos, aunque no me acordara de casi nada.

El ambiente universitario y el general de esta ciudad catalana estaba en este momento en ebullición con el tema político de la identidad catalana. Me costó trabajo sustraerme de ese problema, que casi todas las personas que contacté, en un sentido o en otro, tenían tan a flor de piel. Al principio bajo el cobijo de personas conocidas, casi todas de la secuela del profesor Manuel Sacristán ya fallecido. Profesor que había sido conocido de Pierre por haber coincidido en su época de estudiante, en Westfalia, Alemania, cuando ambos estudiaban filosofía de la ciencia. Contacté con Juan Ramón y con Paco, a Eugenio me resultó imposible verlo. Hablábamos de cosas más generales, sociales y políticas fundamentalmente, aunque con el primero siempre mantenía divertidas polémicas sobre cine. Cuando no estaba bajo el cobijo de este pequeño grupo de amigos, me encontraba fuera de lugar, pues el asunto identitario lo inundaba todo.

Sobre el tema del nacionalismo no podían oír de mí nada agradable, así que prefería permanecer en silencio y hacer como que no entendía lo que decían. De todas formas, me sentí algo extraño en aquel ambiente enrarecido y cuando me pedían que me manifestara al respecto, no pude ofrecerles nada más que vaguedades, alguna cita histórica o una reflexión tan farragosa que a los pocos minutos habían abandonado el interés por mi discurso. Como no encontraban una adhesión inmediata, notaba que interpretaban, no sin razón, que no era muy partidario de sus fiebres nacionalistas y me alineaban en el bando contrario, a pesar de mis arduos esfuerzos para no causar esa impresión. En más de una ocasión alguien dejó caer la consabida expresión: Tú no eres de aquí y no lo puedes entender. No sabían que habían tocado una fibra sensible, ¿de dónde era yo? ¿Acaso podía entender algo de algún sitio? Podía ser esta la razón de mi continua indecisión. Como tantas otras veces me había quedado desestabilizado, menos mal que igual que en otras ocasiones de zozobra, recordé el consejo que solía dar Pierre, decía que se lo había oído decir a un experimentado navegante: cuando te encuentres en medio de la tormenta, llora, reza, maldice, haz lo que consideres oportuno, pero nunca sueltes el timón.

Lo infructuoso de mi pesquisa y el brumoso ambiente de sospecha me hizo abandonar esa hermosa ciudad con un mal sabor de boca, pues recordaba otras estancias más venturosas. Otras ciudades que habíamos planificado Silvia y yo, bueno más bien ella, eran Salamanca, Valladolid, Granada, Valencia, Zaragoza y Sevilla, habiendo descartado las dos ciudades vascas de Bilbao y San Sebastián, así como la gallega de Santiago de Compostela. De vuelta de Barcelona me volví a encontrar con Silvia y otra vez continuamos nuestro peregrinaje por cines y locales que ofrecían buen vino. Frecuentamos ese local cercano a la plaza de España, pues según ella era el sitio donde se encontraban los mejores vinos que, decía, no tenían que ser necesariamente franceses, empeñada en continuar la discusión, en la distancia, con Pierre. Creo recordar que, en sus tiempos parisinos, ella era partidaria de los vinos de Borgoña, que contraponía por su sutileza y delicadeza con los de Burdeos, a los que tan aficionado era Pierre. Aunque lo intentaron, ninguno de los dos me ganó para su causa, pues yo disfrutaba con ambas denominaciones, de la sutileza que otorgaba la uva pinot noir y de la contundencia y suavidad de los vinos elaborados con cabernet-sauvignon y merlot. Ahora ella parecía cautivada por los vinos de Toro, en otras ocasiones su entusiasmo había sido por los de la Ribera del Duero.

En esta ocasión creo, bueno, tengo los apuntes que así parecen confirmarlo, que circularon por nuestra mesa alguna botella de un Numanthia 2000, ella hablaba que había tenido la suerte de probar «su hermano mayor» el Termanthia que era «la hostia», pero que estaba a unos precios prohibitivos. Un Pintia 2001 que, su hacedor, había trasplantado el saber hacer de Vega Sicilia a Toro y algún que otro vino de esa tierra. Por esa época no parece que hubieran aparecido todavía los vinos de la bodega Teso de la Monja, que la familia riojana Eguren creó en Toro. Cuando llegó la primavera, la afición de Silvia por el vino blanco de Rueda, dejó un poco olvidados los tintos de Toro. No pude ser más oportuno, pues habíamos estado hablando sobre el panorama tan desolador que me había encontrado en Barcelona, cuando descubrí que Silvia era zamorana y, entre bromas, le acusé de utilizar su vena nacionalista para ensalzar los vinos de su tierra.

Cuando quise explicarle lo que me había encontrado en Barcelona, cómo la gente estaba tan extraña y crispada con eso del nacionalismo, ella medio en broma dijo que ya se les pasará y si no se les pasa peor para ellos y tal vez también para nosotros. Pero yo insistía en que me explicara qué es lo que pasaba, cómo tanta gente que antes había conocido inmersas en sus tareas de estudio o preocupaciones sociales y políticas, ahora estaban tan exasperados por unas razones de índole identitaria, que por una parte tanto me concernían pero que, por otra, no era capaz de entender. Resuena en mi cabeza, y aparecen en mis notas, frases tan consabidas como los males del nacionalismo que causaron las mayores guerras europeas, que si la balcanización y… otras historias. En el caso de Cataluña, aparecían anotados otros argumentos, como que gozaban de una amplia autonomía que nunca antes habían tenido; que no era habitual que ninguna otra región europea tuviera tanto autogobierno respecto a su Estado matriz; que era la zona más próspera de España, en fin, imagino que los tópicos al uso que no solamente no me aclaraban las razones de tanto empecinamiento, sino que, por el contrario, me lo hacía más incomprensible. Silvia realizó una afirmación más conflictiva, llegó a decir que si los máximos responsables, de la guerra civil, sin duda habían sido los franquistas, también pusieron su granito de arena los nacionalistas catalanes y vascos. En este tiempo, de primeros de siglo XXI, la situación de las relaciones entre las instituciones catalanas y las del estado central, no ha hecho más que agudizarse.

La costumbre de tener a Madrid como base de las operaciones, hizo que cada vez que volvía de visitar una ciudad me reunía con Silvia. Le fui tomando afecto, y esa reiteración en frecuentarla, me hizo pensar que ella podía estar distrayéndome, del cometido de encontrar «mi» ciudad y a «mi» gente. A pesar de que juntos planificábamos el nuevo plan de ataque a la siguiente ciudad, así íbamos afinando nuestra búsqueda, de tal manera que cada vez iban quedando menos posibilidades. Me había desplazado a Valencia con pocas esperanzas, pues el hecho de ser una ciudad costera y, aunque menos acusado, también tenía una lengua propia que no me resonaba en mi consciente pasado, hacía que no tuviera muchas esperanzas de encontrar el lugar donde había estudiado. La ciudad parecía disfrutar de una cierta euforia económica, por todas partes había obras y continuamente aparecían en los periódicos el anuncio de nuevos y grandes proyectos urbanísticos que se acometerían en breve. Unos pocos años más adelante, sobrevino la crisis y todo fue derrumbándose como una columna de naipes, además de que algunos de sus políticos más destacados, fueron procesados y encarcelados por corrupción.

Apenas pude penetrar en el ambiente universitario, pues los contactos que llevaba me resultaron «inencontrables», unos estaban de viaje y otros hacía tiempo que estaban instalados en otras universidades, españolas o extranjeras. Algo parecido me sucedió en Zaragoza, igualmente disfruté de las excelencias de la ciudad, sus gentes, lugares y gastronomía, pero al poco tiempo estaba de vuelta en Madrid. Contándole a Silvia que, una vez más, había sido una visita fallida, pues no había nada que, ni de lejos, me resultara familiar. Una especie de instinto selectivo se debía de haber desarrollado en mí, pues al principio cuando llegaba a una ciudad, por ejemplo, la Bolonia italiana, la hacía mía intentando encontrar el mínimo vestigio para adjudicármelo y así adscribirme a esa ciudad. Ahora estaba en otra época, sabía más cosas de mi pasado, no demasiadas, y las iba confrontando con lo que iba encontrando para ver la posibilidad o la imposibilidad de que casaran con los leves recuerdos que tenía en mente.

El orden de visitas me parecía aleatorio, pero ahora estoy seguro de que estaba la mano «inocente» de Silvia que intervenía para que siguiera su criterio. Después de otra breve estancia en Madrid, en la que repetía las secuencias de sesiones cinematográficas y veladas entre buenas conversaciones y buenos vinos. En una de estas paradas técnicas, me encontré con la novedad de que había venido de Italia, Elio, el novio de Silvia, que tenía una semana de vacaciones en su universidad y había venido a Madrid para estar con ella. Este hecho poco alteró mis rutinas, conocía de hacía tiempo a Elio y creo que entre nosotros había buena sintonía, ambos nos caíamos bien y él estaba al tanto de mí, hasta ahora, infructuosa búsqueda. Esos días, él participó de nuestra estrategia y de alguna polémica, en la que contraponía sus vinos italianos a los españoles que imponía Silvia.

Me quedaban dos ciudades andaluzas: Sevilla y Granada y dos castellanas: Valladolid y Salamanca y, siguiendo las pautas marcadas, me dispuse a trasladarme, en primer lugar, a Sevilla, donde aparte de que el verano estaba cerca, el calor húmedo de esa ciudad y que nunca he soportado demasiado bien las altas temperaturas, no resultó muy agradable la estancia. Dicen que Sevilla siempre es una fiesta, cuando había comentado que pensaba desplazarme allí, alguna chanza surgía al respecto, de que difícilmente iba a encontrar a la gente trabajando. Imagino que como algunos otros estereotipos algo de verdad habrá en ello, pero en lo que pude observar la actividad universitaria estaba a tope. Había terminado la Semana Santa y la feria, aunque en la ciudad quedaban los restos, en la universidad se mascaba la tragedia de los estresantes finales de curso. La gente con la que preveía entrevistarme, normalmente del ámbito universitario, tenían la agenda repleta, decían que tenían muchos exámenes, correcciones, seminarios, conferencias y otros actos culturales. Aproveché ese tiempo para pasear a solas por la ciudad que ya conocía, disfrutando de sus jardines, edificios y cómo no, de sus magníficos bares.

Los sevillanos suelen ser personas amables y simpáticas, siempre que no se encuentren en la obligación de ser graciosos, pues entonces pueden resultar muy cargantes. Mi hotel se encontraba cercano al puente de Triana, así que con facilidad pasaba a ese barrio o paseaba por las inmediaciones de la plaza de toros de la Maestranza, hasta la Giralda y aledaños. Bien empapado de cierta esencia sevillana, esperaba tener la ocasión de entrevistarme con alguno de los contactos que me habían recomendado. A solas, pero siempre bien acompañado con unas copitas del magnífico vino fino, de Jerez o manzanilla de Sanlúcar, del que no había convencido a Silvia de su excelencia.

Mientras deambulaba por estos amables parajes sevillanos, había vuelto a tener la sensación, olvidada desde hacía algún tiempo, de que aquello me resultaba familiar. Ese ambiente, sus gentes, me parecía que tenían mucho que ver conmigo, no sabía decir qué era exactamente, lo que desesperaba a Silvia cuando se lo contaba por teléfono. Se trataba nuevamente de algún filón que me empujaba a encontrar, por fin, acomodo entre estas gentes, o ¿había algo más? Ella me instaba a que escribiera en un papel síntomas, sensaciones, caras de personas, lugares, y que le diera muchas vueltas a unas cosas y otras. Analizar, como diría un científico, para ver si lograba una conexión que alumbrara alguna pista concreta. Me quedaba un rato parado mirando un paraje, por ejemplo, encima de la terraza de un hotel miraba fijamente la torre de la Giralda iluminada, y me decía que si eso lo hubiera visto antes no debía haberlo olvidado.

Recuerdo haberme forzado para introducirlo dentro de mi mente, y con esa facilidad de apropiación, a veces concluía que sí, que esa imagen formaba parte de mi recuerdo consciente/inconsciente del pasado. A la mañana siguiente me surgían las dudas, posiblemente me había vuelto a hacer trampas. No estaba tan claro que esas imágenes tuvieran que ver mucho conmigo, con aquel que yo había sido antes del año 1974. Indagaba en las imágenes, con la ayuda de algunas fotografías y me encontraba de nuevo ante la evidencia de tener que reconocer que no me decían nada. Tal vez, me consolaba, hace más de cuarenta años no se iluminaba la Giralda o no era tan fácil acceder a las terrazas de los hoteles, que ahora en muchos casos han colocado allí sus lugares de copas nocturnas.

No conseguí, con mis entrevistados, la fluidez que en otras ocasiones había surgido con facilidad, posiblemente debido a que cuando empezamos las conversaciones ya me encontraba casi derrotado, desanimado y casi convencido que no podía ser esa ciudad la que estaba buscando. Ahora no recuerdo las razones que tuve para despachar todo tan rápido y salir de la ciudad sevillana con un aturdimiento que no alcanzo a comprender. A mi vuelta a Madrid, el paño de lágrimas que ejercía Silvia para mí, no tardó en hacerme olvidar el fracaso. Con su habilidad casi lo convirtió en una victoria, según ella, en este momento había llegado a un grado tal que era capaz de ver cosas que anteriormente no veía. Entre bromas, decía que dada mi especialización podía dedicarme a la profesión de detective y ofrecerme para buscar personas desaparecidas. A pesar de que podía mentirme para que no cayera en la desesperación, algo de eso me podía estar sucediendo.

Mi capacidad de observación, que al principio era muy escasa, había ido aumentando hasta tal punto que era capaz de ver y recordar detalles, de una persona, de una conversación, de un paraje, que por la noche anotaba en mis apuntes. Con una minuciosidad extrema, me fijaba en cómo iban vestidos mis interlocutores, la fisonomía de su cara, sus gestos, algún acento característico en su habla y sus palabras muletilla, que introducían en cualquier frase que dijeran. Ni qué decir que cuando visitaba un café, era capaz de describir al detalle su mobiliario, al camarero y a los clientes que pudieran estar por allí, incluso cierta atmósfera que reinara en el local. Lo mismo me sucedía con el paisaje, las calles que transitaba y los edificios que miraba con atención.

Fue en Sevilla cuando me pude dar cuenta de esta nueva cualidad, que, según me decía Silvia, podía ayudarme a encontrar lo que andaba buscando. También esta más atenta observación podía ser útil para mi escritura, pero aquí espero no utilizarla en exceso, porque no pretendo hacer «bella literatura», simplemente dar cuenta de los hechos. En esta recopilación de notas y de apuntes, tomados en el momento, procuro nada más y nada menos que dar noticia lo más fielmente posible de lo que me iba aconteciendo durante aquel tiempo pasado. Dejaré para otra ocasión los jugosos comentarios sobre lo que me fui encontrando en la visita a la ciudad sevillana. Siguiendo el orden riguroso establecido por Silvia, mi encantadora amiga, ahora la próxima ciudad a visitar era Valladolid, pero el verano y el fin de curso estaban al caer y consideré oportuno esperar el inicio del nuevo curso universitario.

Con la adquisición de mi nueva pericia, de una más detallada y atenta observación, o al menos de la conciencia de que ello me podía ser útil, pretendía tener en cuenta cada detalle de los que me fuera encontrando. Ese verano me pasé un tiempo en París, en tareas burocráticas de la universidad y ante la evidencia de que, en esa ciudad, la poca gente que me quedaba había hecho un paréntesis veraniego, me propuse largarme a otro sitio. Realicé algunos viajes por el norte de Europa, Dinamarca, Noruega y Suecia, y más tarde me trasladé a Cádiz. Aprovechando que el calor no era muy riguroso, me dispuse a realizar una travesía a lo largo de la costa andaluza, en dirección Almería. No pretendía buscar nada, pero mi instinto de cazador de impresiones no me permitió que dejara pasar ni un detalle. Me lo planeé como un viaje placentero, sin ninguna meta ni compromiso. Iba solo en el coche y, cuando me parecía bien, paraba y permanecía en ese lugar hasta que lo consideraba oportuno.

No conocía apenas esa zona y casi todo me sorprendía, la mayor parte gratamente, aunque de algunos lugares, como de la abarrotada bahía de Algeciras, me escapé todo lo rápido que pude. Podía ser muy interesante para realizar un estudio sociológico, pero no era esta mi opción en ese momento. Antes había descansado unos días en los alrededores de Chiclana, con visitas a la isla de San Fernando, disfrutando del vino de la zona y de unos buenos «pescaos». Allí visité la Venta de Vargas, donde no pude ver a Camarón de la Isla, que había muerto en los primeros años noventa, pero sí tomarme un buen vino fino con una exquisita tortilla de camarones. Paseaba encantando por las playas de la Barrosa, con un único dilema, mejor podría decir que varios: dónde y qué iba a tomar de aperitivo, dónde almorzar y luego por la noche a vueltas con la disyuntiva de dónde y en qué consistiría la cena. Era principios de verano, más bien finales de primavera, y todavía las aglomeraciones no habían hecho acto de presencia. En cuanto a la elección del vino para tomar lo tenía resuelto, el de la zona me parecía bueno y además había observado que, si pedía otro vino distinto, podía ser de Jerez o de Sanlúcar, situados apenas a unos quilómetros más al oeste, me miraban con mala cara. De determinados sitios me costaba arrancar, como fue el caso de las playas del Palmar. De unos parajes que me sentí tan hechizado que, tal vez expliquen el desengaño que sufrí.

En un principio estuve hospedado en un hotel de un bonito pueblo, Vejer de la Frontera, disfrutando de unos paseos con cierta tranquilidad, pero conforme se iban acercando los meses más veraniegos, julio y agosto, se iba convirtiendo en un bullicio continuo. Tuve la idea de buscar, para instalarme, alguna casa de las que existían desperdigadas a lo largo de las playas del Palmar, pero debido al creciente jaleo en Vejer me convencí de que tenía que hacerlo pronto. Mis primeros intentos resultaron fallidos, pues, aunque me acercaba a algunas casas de por allí, no conseguía hablar con alguien que me diera una razón concreta. En un principio indagaba sobre la posibilidad de alojarme en alguna de estas casas o en alquilar algo, pero no encontraba el sitio ni a las personas adecuadas. Me acerqué a una agencia inmobiliaria del pueblo cercano de Conil y a otra de Vejer, donde me ofrecieron una mayor concreción. Según me contaban, la mayoría de las casas eran ilegales, por esa razón no me debía de extrañar que, a un forastero como era yo, no me dieran muchas explicaciones, más bien algo que me despistara. Ellos me brindaron la posibilidad de alquilar alguna casita, eso sí, desde el primer momento me dijeron que no era posible emitir facturas, lo que era la evidencia de que también se trataban de casas ilegales.

Después de unos días visitando casas, me incliné por una que me pareció la adecuada. Podía acceder fácilmente a ella con el coche, por un camino de tierra bien asentada y no estaba lejos del mar. Tenía un pequeño jardín, aunque un poco abandonado, podía fácilmente arreglarlo para mis necesidades, que no eran otras que poder instalar una mesa y unas sillas, para poder leer y escribir, oyendo música. La alquilé por lo poco que restaba del mes de junio y el mes de julio, pues decían que para agosto ya tenían un compromiso. En el interior poseía un salón de estar, una cocina amplia, tres habitaciones que podían ser dormitorios y dos baños. Más que de sobra para lo que necesitaba. Como estaba algo sucia, se ofrecieron a limpiarla y complementar algunos muebles que faltaban. A la misma mujer que se encargó de limpiar, pude contratarla para que viniera a limpiar una vez por semana. El precio del alquiler podía parecer excesivo, pero en aquel momento el dinero no era un problema para mí.

No tardé en instalarme y desde el principio me sentía satisfecho de la decisión. Me levantaba temprano y daba un pequeño paseo por la playa y, antes de las ocho podía estar trabajando en mis papeles, leyendo y escribiendo algo. Casi sin darme cuenta, nada ocurría que me distrajera de mis ocupaciones, pasaba toda la mañana y cuando se acercaba la hora de la comida acudía a un chiringuito de playa que estaba cerca. Comía los mejores pescados que hubiera imaginado, acompañados de alguna ensalada y por supuesto con un vino, que en este caso solía ser blanco. Unas rutinas que, después de comer, me llevaban a acercarme a la casa, para dar una ligera cabezada y más tarde volver a mis lecturas o escrituras. Al atardecer, volvía a dar un paseo, esta vez más largo, por la playa y algunos días visitaba algún pueblo cercano, normalmente Vejer, donde daba una vuelta y tomaba algo. Otros días me volvía a encerrar en la casa y veía algo de televisión, muy poco, y volvía a leer algo hasta esperar que viniera a visitarme el sueño y vuelta a empezar.

Nada memorable que reseñar de esos días que pudieron ser algo más de dos semanas. Cuando fui a visitar la oficina inmobiliaria, para solucionar una avería de fontanería, me informaron que habían tenido una cancelación del alquiler para agosto, por lo que podía contar con la casa durante ese mes, eso sí, a un precio más elevado, pero terminé aceptando. No había pasado más de una semana de mi nuevo compromiso, cuando se instalaron cerca de mi casa una tumultuosa caterva de jóvenes que, pasados los primeros momentos de curiosidad, me empezó a resultar molesta. El ruido de sus vehículos, sus gritos, su música desaforada y la suciedad que desparramaban por todos los alrededores, me hizo replantearme seriamente mi permanencia allí. Mi rincón edénico se convirtió en algo parecido a un infierno, en el que me resultaba casi imposible leer o escribir, y mi música, más sosegada que la de esos alocados jóvenes, quedaba ahogada sin apenas posibilidad de distinguirse. Creo recordar que realicé ejercicios de tolerancia, de acordarme de mis tiempos jóvenes, cosa que por otra parte me resultaba imposible. Resonaba en mis oídos aquella frase que recrimina a una persona mayor, que no aguanta a los alocados jóvenes: Parece que no has tenido nunca veinte años. En mi caso esa acusación tenía toda la razón de ser, pues no tenía conciencia de haber tenido nunca esa edad. Todos mis esfuerzos por aguantar y sobrellevarlo resultaron fallidos.

Fui a las oficinas que me habían alquilado la casa, más buscando consuelo que una posible solución, por ejemplo, cambiar de casa, pero fueron tan desagradables que no me dejaron otra opción que mandarlos a paseo y proponerme largarme de allí. Lo primero que me dijeron, casi antes de saludarme, era que no me podían devolver el dinero y, más tarde, que no disponían de ninguna otra casa por esa zona. Volví a la casa, donde estuve intentando serenarme y ver las opciones que tenía. Una de ellas fue la de hacerles una visita a estos jóvenes y hablar con ellos al respecto —se trataba de pactar con el enemigo—, tarea que resultó difícil de cumplir, pues cuando me acerqué a ellos, vi que se dividían en varias «tribus» que no tenían apenas relación entre ellos, al parecer solamente les unía el ruido y la suciedad. Tuve la impresión de que me toreaban de mala manera.

Unos ocupaban un par de casas cercanas y otros, al parecer, acampaban en los jardines de las inmediaciones. Abordé a algunos de ellos, pero a pesar de que la mayoría eran españoles, se hacían los suecos. Decían no saber nada, ellos acababan de llegar. Una chica algo más amable me remitió a un tal Mauricio, pero que en ese momento no estaba por allí, dijo que posiblemente estuviera por la tarde. A esa chica que parecía más agradable que los demás, le escuché comentar con otra chica, refiriéndose a mí un comentario que no me gustó nada: «Es el vejestorio ese que vive al lado, el que está todo el día oyendo música de muertos». Después de esperar un rato, no sabía exactamente qué, me marché, considerando la posibilidad de volver por la tarde, pero no tenía muy claro lo que les iba a plantear. Me daba rabia jugar el papel del vecino cascarrabias y vejestorio que no sabe comprender a la juventud, pero me enfrentaba con un hecho objetivo: me habían robado mi tranquilidad y la posibilidad de hacer lo que quería, que no era otra cosa que leer, escribir y escuchar música, lo de los paseos ellos no habían interferido, pero la playa cada vez estaba más llena de gente. Total, que después de someterlo a la reflexión de la tarde y la noche, a la mañana siguiente, muy temprano, ya tenía colocados mis enseres en el maletero del coche y me dirigí al pueblo para dejar las llaves en la oficina inmobiliaria, que junto con una nota se las dejé en el buzón, pues todavía no habían abierto las oficinas y no me apetecía esperar ni tampoco volver a verlos.

De una manera natural seguí circulando por la carretera de la costa, en dirección contraria a las agujas del reloj, hacia Málaga. Dejé de lado la bahía de Algeciras y las aglomeraciones que veía me hicieron sobrepasar rápidamente todos los pueblos, hasta llegar a la ciudad de Málaga. Allí conocía a algunas personas, pero no parecía muy adecuado ni posible que las encontrara, dadas las fechas de verano en las que nos encontrábamos. Estuve vagando, una tarde noche, por algunas viejas tabernas que conocía de otras veces y al anochecer volví a subir al coche para continuar mi periplo. Iba buscando algún sitio tranquilo donde pasar la noche y conforme hacía la ruta costera no veía ninguna posibilidad, pues había demasiada gente por todos sitios. Al llegar a un pueblo que se llama Vélez Málaga, siguiendo una guía que había comprado en una librería de Málaga, junto a unos cuantos libros más, me adentré por unos parajes montañosos y de muchas curvas en la carretera, una comarca que llaman La Axarquía.

Se notaba más tranquilidad por la carretera, pero esta era lo suficientemente enrevesada para que las primeras oscuridades de la noche hicieran difícil su tránsito. Así que después de dar muchas revueltas y cuando ya había anochecido paré en un pueblo llamado Cómpeta, donde en un hostal me ofrecieron una habitación para pasar la noche. Después de asearme y tomar algo en el bar del hostal —o más bien era el hostal del bar—, me dispuse a adentrarme en el pueblo del que sabía algo de sus afamados vinos dulces. Deambulé por algunos bares del pueblo, gozando de una relativa tranquilidad, pues la algarabía de los meses veraniegos llegaba hasta los rincones más recónditos. Al segundo vasito de vino dulce, sacié mi curiosidad por el vino de la tierra y busqué algo parecido a un restaurante. Me decidí por uno que parecía tranquilo y tenía una terraza con mesas y sillas en una recoleta plaza.

Dejándome aconsejar por el camarero pedí una ensalada y un pescado a la plancha, algo parecido a un besugo, «sargo» lo denominó el muchacho, pero de otro color y, a la hora del vino, le dije que quería un vino blanco seco, pues no quería más vino dulce. El diligente camarero me informó de que en la zona se estaban haciendo vinos blancos secos, con la misma uva moscatel y conseguían quitarle el dulzor que tenía la típica uva de la tierra. Le pregunté si se refería al que llaman vino seco de los montes, que se toma en Málaga, algo parecido a un amontillado, pero se fue a por la botella y vi que el color blanco pajizo transparente indicaba que no tenía nada que ver con el vino seco que yo decía. Diligentemente abrió la botella y después de servirme en la copa, pude disfrutar de un vino curioso, con algunos tonos dulces, pero diluidos en un frescor seco que marcaba su presencia, me recordó algunos vinos blancos catalanes o italianos, que también utilizan esa variedad de uva, que aquí llaman moscatel y ellos llaman muscat de Alejandría.

La placidez que me embargaba por la tranquilidad del sitio, la agradable comida y la complicidad del vino, me hizo pensar que no sería un mal complemento el poder conseguir compañía para charlar un rato. Si se tratara de una compañía femenina pues, «miel sobre hojuelas», como había oído decir por ahí. Después del desagradable papel que había desempeñado, de viejo cascarrabias, en la casa del Palmar, deseaba cambiar el registro de mi relación con la gente. Seguía con la mirada algunas mujeres que estaban o pasaban por allí y fantaseaba con la posibilidad de abordarlas y de ser atendido en mi demanda. Una de las que más fijó mi atención fue una bella rubia, con larga melena y rasgos nórdicos que, al parecer, estaba con su pareja y un par de niños pequeños, también rubios. Mis miradas eran lo suficientemente cautelosas y prudentes para no hacerse patentes y molestas, así que, con disimulo jugaba a imaginar una interacción con algunas de las bellas mujeres que seguía con la mirada. Seguí largo rato, después de cenar, sentado plácidamente en esa plaza y ahora bebiendo un buen whisky escocés de malta, que me había ofrecido el joven camarero.

El retozo de las miradas se fue agotando conforme pasaba el tiempo y era menos frecuente que pasara nadie por allí. Consumido el tiempo de permanecer sentado, pedí la cuenta y al mismo tiempo le pregunté al camarero que si había en el pueblo algún local para poder tomar una copa oyendo música. Algo más debí de decirle, o el avispado muchacho adivinó mis pensamientos o había observado mis rijosas miradas, pues me dijo que en ese pueblo no iba a encontrar locales donde hubiera mujeres disponibles. No fue muy claro, no dijo casa de mancebía o algo similar, pero le entendí perfectamente. Quise matizar mi intención, diciendo que lo que buscaba era un local con música para tomarme una última copa, me habló de uno que estaba en la parte alta del pueblo, pero… lanzó la última estocada para rematar el mal día que había tenido: pero, allí solamente van chicos y chicas jóvenes. Más claro el agua, él me veía como lo que era y me obligaba a enfrentarme con la evidencia: era un hombre de unos sesenta años, que no pinta nada en determinados ambientes juveniles, venía a decir ¿acaso pretende alternar con una muchacha de veintitantos? Reponiéndome del reproche no enunciado, insistí en que me dijera dónde, pues me daría una vuelta a dar un vistazo.

No estaba borracho, tal vez un poco aturdido, pues el vino y el whisky habían hecho su labor. Mientras subía la empinada cuesta hacia el local, estuve debatiéndome entre la posibilidad de retirarme a dormir, pues el día había sido intenso, o acercarme a tomar la «última copa» en ese pub anunciado. Una vez en la puerta y con la autopromesa de tomarme rápidamente una copa y largarme a mi hostal, traspasé el umbral con una sensación de derrota que no parecía presagiar nada bueno. No había demasiada gente, algunos grupos sentados en las mesas y otras personas sueltas alrededor de alguna de las barras de las que disponía el local. Agradecía que la música no fuera demasiado estridente y que la iluminación sacara de la penumbra algunos puntos por donde se podía circular. Me acerqué a una de las barras para solicitar una copa, un whisky que sea bueno con poco hielo o algo así debí de decir. Un amable muchacho me lo sirvió en un vaso ancho y bajo, al tiempo que me decía que era de una marca escocesa que estaba muy bien. Sin prestarle demasiada atención, empecé a dar los primeros sorbos mientras meditaba sobre la situación que se encuentra una persona sola en un bar o algo parecido.

Durante mucho tiempo había intentado superar ese estado de desasosiego de estar a solas tomándome algo, siempre me daba la impresión de sentirme observado y calibrado, pero tras mucha práctica había conseguido superarlo, aunque todavía algo me debía quedar de esa extraña sensación. No había llegado a practicar aquella historia que contaba Pierre, que llegaba a escenificarla: uno llega solo a la barra de un bar y pide dos copas, haciendo gestos ostensibles de que está esperando a alguien; después de un rato vuelve hacer patente que esa persona no llega y entonces se toma la segunda copa, paga y se marcha. Ese saber estar que le adjudicaba a la mayoría de las personas que estaban en esa misma situación, solos, tomando una copa en un local público, me fue contagiando y así a fuerza de imitarlos y fingir normalidad, pude estar más tranquilo a solas en la barra de un bar, taberna o local de copas.

Cuando pedí la segunda ronda decidí tomarla sentado junto a una mesa tranquila que estaba cerca de la barra y allí me instalé pensando en mí mismo, que no es fácil tarea. Debió pasar como una media hora, durante la cual no había dejado de meditar en mi actual situación, cuando apareció, como una ensoñación, una hermosa mujer que se dirigía hacia mí con una sonrisa y llamándome por mi nombre. Un saludo y unos cordiales besos precedieron a una invitación a que tomara asiento conmigo, lo que aceptó encantada. Nuestra charla resultaba agradable, a pesar de un tono burlón que pude observar en ella. En un principio no dejaba de clamar por la gran casualidad de haberme encontrado allí, y yo no terminaba de encuadrarla pues era Julie, pero al mismo tiempo no podía ser. Pensaba que la obscuridad del local facilitaba que pusiera en esa mujer el deseo de que se tratara de ella. Ella aludía a nuestro tiempo pasado, algunos amigos comunes y momentos que habíamos vivido juntos. Hablábamos en francés —o más bien hablaba ella—, pues yo me limitaba a escucharla y a asentir a todo lo que decía.

No podía ser, pero era ella, que según decía se encontraba pasando unos días en casa de unos amigos que tenían una casa cerca del pueblo. No dejaba de observarla con detalle, sus ojos, sus labios, su larga melena y todo concordaba con Julie. Habían pasado unos veinte años y no parecía haber cambiado apenas. Hablaba de nuestro pasado común, pero no mencionaba, afortunadamente, aquel suceso tan penoso que había sido la causa de nuestra separación. Nos tomamos algunas copas juntos y nuestra conversación era intermitente, pero fluida, incluso hizo alguna broma de que no me invitaba a bailar, puesto que sabía bien de mi poca afición por bailar en público. Pasado un rato, una mujer interrumpió nuestra charla, era la amiga de la que había hablado Julie, que le hizo saber que pensaban retirarse y dar por finalizada la velada. Julie y yo nos quedamos mirándonos, como si quisiéramos afirmar con el otro, el deseo de prolongar nuestra mutua compañía. Cuando ella pareció haber confirmado mi complicidad, le dijo que ella se quedaba un rato más conmigo y que más tarde se llegaría a la casa, dijo que podía tomar un taxi, pero yo me ofrecí a llevarla.

Pasamos un buen rato bebiendo y hablando. Tomábamos moderadamente nuestras copas y no dejábamos de hablar de hechos de nuestro pasado común. Al cabo de un tiempo, sin proponerlo siquiera, nos fuimos paseando hasta mi residencia nocturna, aquel modesto hostal que esperaba no le resultara molesto a la exquisita Julie. A pesar de la hora fuimos recibidos por una amable señora, que incluso se interesó por cómo había transcurrido nuestro paseo nocturno por el pueblo, además de proponernos la posibilidad de ocupar una habitación más espaciosa. Aceptamos la oferta y pude observar que había sido un acierto lo del cambio de habitación, pues aparte de una cama más amplia, disponía de mejor y más abundante mobiliario, así como un cuarto de baño completo. Recuerdo haber pasado una noche muy agradable, durante la que hablamos mucho y nos prestábamos alguna tierna caricia, siempre con delicadeza. Pude sentir que había conseguido reconciliarme, tal como había deseado durante tanto tiempo, con la amable Julie. Debieron entrar las claras del día por las rendijas de la ventana, cuando caímos rendidos en un placentero sueño. Al cabo de unas horas me levanté y no encontré ni rastro de Julie, lo que pasados unos minutos no me extrañó nada. Después de asearme un poco y con los utensilios de escribir, me bajé a la terraza de la cafetería a tomarme un copioso desayuno y poner por escrito las andanzas del día pasado, que es más o menos lo que aquí aparece y he contado.

No era la primera vez que lo que escribía no se ajustaba demasiado a lo que realmente había sucedido y en esta ocasión también podía haber pasado así. Observaba la cara de la mesonera, intentando ver en sus gestos algún vestigio de lo que había visto la noche pasada, de lo que yo creía que había sucedido. Su amable saludo iba acompañado de un ofrecimiento de los productos que podía servirme para desayunar, no notaba nada que denotara alguna cosa extraña que me ofreciera alguna pista sobre si la noche anterior había ocurrido «realmente», lo que yo pensaba que había ocurrido. Ella solamente parecía preocupada por ofrecerme el mejor sitio de la terraza, mientras me recitaba, con voz cantarina, una serie de productos que ponía a mi disposición para que eligiera mi desayuno.

Cuando le dije que tenía que trabajar un rato me indicó una mesa más apartada del tránsito entre terraza y cafetería, que me pareció adecuada, pero en unos minutos me volví a cambiar de mesa, aunque parecía menos apropiada para el recogimiento. Había estimado que instalado en la nueva mesa me iba a reflejar en un gran espejo que tenían a la entrada. Sí, me gustaba repetir aquello que habían comentado algunos escritores como Gide, Kafka y tal vez Borges, de que están escribiendo en ese momento mismo en el que se ven reflejados en un espejo, y es eso lo que escriben, que se ven mientras escriben. Aunque lo que más me martirizaba esa mañana era saber contar aquello que me había sucedido la noche anterior y, desde luego, una buena resaca que me producía un trastorno de cabeza y cierta acidez en el estómago. No tenía que haber dejado de beber vino únicamente, los licores y destilados, cuando los tomo en exceso, no me sientan bien.

Mientras escribo me veo reflejado en el espejo y llega el momento que me debo plantear qué es lo que debo hacer estos próximos meses. Mentalmente hago una lista de personas con las que me gustaría estar: Sarah, Éloïse. Jean-Luc, Julie, Pierre …, y me descorazono al pensar que ya, la mayoría de ellos, me resultan inaccesibles. Ayer no había sido un buen día, aunque había mejorado por la noche. Debía reconocer que la retirada, la huida, de la casa del Palmar, me había causado un gran malestar. Tal como había gritado aquella deslenguada muchacha, era un señor mayor, que para añadir más oprobio dijo que estaba todo el día oyendo música de muerto. Ese era yo, al menos lo era para aquella horda de jóvenes que se encontraba a muchas millas, muchas décadas, de mi mentalidad. Había creído que, haciéndole una visita educada y comprensiva, iba a poder solucionar el problema. Que iba a ser capaz de que llegáramos a algunos acuerdos y respetaran algo mi tranquilidad. Me habían toreado, nadie sabía nada e incluso aquella bella muchacha, me había mirado como quien mira a un zombi, del que tiene que alejarse lo más pronto posible. ¡El que oye música de muerto!, ¿qué relación podía establecer con aquellas personas tan llenas de vida? Tan bulliciosas y desordenadas. Por otra parte, no tenía conciencia de estar todo el día oyendo música de muerto. Me podía suceder como a aquel simpático personaje interpretado por José Isbert, que en una película de Fernán Gómez está declarando en un juicio, sobre un accidente de tráfico, donde todos los anteriores testigos habían referido la aparición de un viejecito bajito que andaba por allí, pero él, en su declaración, dice no haber visto a ese viejecito bajito, que era él mismo.

El capullo de la oficina inmobiliaria me había instado a tener paciencia con unas palabras típicas: ¡Acuérdese usted de cuando tenía veinte años! Y está claro que yo no me acordaba. La derrota la había sentido en lo más hondo de mi ser, como decían en las películas de submarinos: un torpedo en la línea de flotación. Y me había hundido. Alguna vez oía algún que otro réquiem, de Mozart o de Faurè, de Victoria o de Verdi, puede que alguna misa de difuntos, pero la música clásica solamente la oía por la mañana. Ahora que recuerdo, en aquellos días, tal vez insistía demasiado en escuchar una misa de Guillaume de Machaut. Una versión magnifica de Marcel Peres y el Ensemble Organum. El resto del día podía oír muchos otros tipos de música, rara vez música clásica después de las doce del mediodía: cuando se acercaba el mediodía solía escuchar música más moderna, rock, pop o folk donde no faltaba el flamenco de Camarón y de Enrique Morente, incluso música de algunos jóvenes españoles como Miguel Poveda, Manu Chao o la Mala Rodríguez, ¡pero qué querían estos alocados muchachos que escuchara!

Por la tarde, después de comer, casi siempre jazz: Duke Ellington, Thelonius Monk, Charlie Parker, Charles Mingus. John Coltrane, Miles Davis, Bill Evans… sí, la mayoría de ellos ya muertos, pero también frecuentaba músicos vivos más actuales como, Keith Jarret, Wynton Marsalis, Melody Gardot o Norah Jones. La muy imbécil había dicho música de muerto, no música de muertos, pero por mucho que me trataba de convencer de que no tendría ni idea de lo que decía, era evidente que me había hecho daño. Pasado el primer calentón me decía que lo importante, si quería levantarme de la lona en un estado aceptable, era saber el por qué era tan sensible a lo que me habían hecho sentir esos alocados muchachos. Con la enumeración anterior de los músicos parece que estoy pasando un examen, justificándome, una prueba más de que he resultado afectado por el desprecio que me han tratado esos jóvenes. Mientras escribo frente al espejo, me miro y veo a un señor mayor sentado junto a una mesa en la que hay algunos papeles sobre los que escribo. Después de estar un rato mirando fijamente al espejo, me prescribo salir de aquí lo más pronto posible e intentar ver a alguna persona, ¿a quién?, que me ayude a olvidar tan grave tropiezo.

Antes de salir definitivamente de tan hermosa tierra, la Axarquía, voy recorriendo con el coche esas endiabladas carreteras serranas, hasta llegar al pueblo de Frigiliana, ya empezaba a olvidar un día tan aciago como el de ayer. Me decía que por aquí tenía que volver, pero en tiempos más calmados, tanto para mí como por la temporada veraniega que ya empieza a estar en su apogeo. Salgo a la costa y, con tranquilidad, voy recorriendo los recovecos de la carretera de los acantilados de Maro-Cerro Gordo y pasando por un mirador, me vuelvo a prometer que esta puede ser una buena tierra para volver con más sosiego.

Como si hubiera colocado una velocidad de crucero me encamino hacia Madrid, donde llego a mi hotel antes de que haya oscurecido. No tardo mucho, después de una ducha reconfortante, en llamar a Silvia por si da la casualidad de que se encontrara en Madrid, pero no tengo esa suerte. Me contesta en su teléfono móvil y se encuentra en Italia dando una vuelta por el sur de Nápoles con su novio. Bueno, me buscaré alguna película interesante en un cine del centro, no sin antes hacer una visita a la taberna cercana a la plaza de España, a tomarme algo: un vino con algún sabroso plato de los que allí preparan, posiblemente un plato de boquerones asados, con jengibre, cilantro y un buen aceite de oliva, acompañado de una buena cecina de León. El vino y la comida me resultaron muy satisfactorios y, aunque tuve alguna vacilación a la hora de elegir el vino, terminé decantándome, en homenaje a la ausente Silvia, por uno de Toro. Las dudas también me embargaban mirando la cartelera, ante la abundancia de películas que me interesaban. Al menos ocho películas atraían mi atención, todas de directores que seguía con interés desde hacía tiempo: Béla Tarr, Ridley Scott, Michael Haneke, Wong Kar-Wai, David Fincher, José Luis Guerin, Paul Thomas Anderson y Jaime Rosales. Al final opté por ir a ver En la ciudad de Silvia del interesante cineasta español José Luis Guerin, y desde luego la elección me resultó satisfactoria.

Después de un largo paseo nocturno contagiado por la manera de mirar del protagonista de la película, vuelta al hotel a escribir los apuntes de lo que me había sucedido durante el día. Estuve pensando en lo que iba a hacer las próximas semanas, una posibilidad era permanecer unos días en esta ciudad, al menos hasta agotar el resto de películas por las que me había interesado, pero la previsión meteorológica vaticinaba una fuerte subida de temperaturas, hasta los cuarenta grados. El miedo a tan altas temperaturas me animó a que tenía que marcharme al norte, por lo menos hasta París, con la esperanza de encontrar a alguien.

Mi primera y deseada opción era Pierre, descartadas por imposibles las de Sarah, de Éloïse, de Jean-Luc, todos ellos desaparecidos para siempre. Pierre hacía tiempo que se había retirado a su pueblecito de la Provence, cerca de Italia, de Mónaco y de Menton. Era un pequeño pueblo medieval en el que parecía que se había detenido el tiempo —o al menos eso creía yo—, pues, cuando hablé por teléfono con Pierre, me dijo que estaba atestado de turistas y que si no estuviera tan torpe le gustaría salir de allí, al menos hasta que pasara la fiebre turística veraniega que lo tenía inundado de gente. Me propuso que lo rescatara y nos marcháramos a otro pueblecito cercano del interior donde tenía una casita que había heredado de sus abuelos y que, pensaba, podía reinar una mayor tranquilidad. Estuve unos cuantos días en París poniéndome al día de las últimas películas que me podían interesar: La encantadora My blueberry nights de Kar-Wai, la rocambolesca Funny Games de Haneke, las inquietantes El hombre de Londres de Tarr y Zodiac de Fincher, y alguna otra.

Los dos pueblos están cerca uno de otro, no mucho más de ocho quilómetros. Pierre decía que, con frecuencia, había ido de un pueblo a otro andando, pero en coche había que dar un gran rodeo. El encuentro con Pierre resultó muy emotivo, aunque los dos hicimos esfuerzos para disimularlo, él decía encontrarse bien, pero las jodidas «autoridades» le habían retirado el carnet de conducir, pues decían que tenía problemas de visión y de audición, esto último tuve oportunidad de apreciarlo, tenía que esforzarme para que oyera lo que le hablaba. Se había encargado de hacer provisión de algunas cajas de vino, dijo algo así como que todavía ningún médico se había atrevido a prohibirle la ingesta de tan divino líquido.

Había más tranquilidad, aunque cuando se acerca agosto es difícil encontrar un lugar en el que reine el sosiego, la gente llega a todas partes. La casita era más bien una casona, estaba bien cuidada y además disponía de todo lo que podíamos necesitar. Habitaciones limpias y cómodas, con los aparatos necesarios para escuchar la música que quisiéramos y ver las películas que nos gustaran y pudiéramos conseguir. Una cocina bien repleta de viandas para preparar algunos platos fríos, un buen surtido de quesos de la zona y algún embutido. Entre los vinos tintos que había traído Pierre predominaban, casi a partes iguales, los Bordeaux y los Bourgogne, parece que había firmado una especie de paz entre ellos, algunos de Alsacia y otros blancos chablis de uva chardonnay y otros, también blancos, con riesling. Por supuesto, Pierre también le tenía aprecio al vino de su tierra, así que unos buenos vinos blancos de Provence, algunos con la uva rolle que no conocía, también formaban parte de la surtida provisión de vinos que había realizado. Un pequeño jardín, claro que lo que Pierre llamaba pequeño podía tener más de trescientos metros cuadrados, con algunos rincones en los que instalarse a resguardo del sol. Estábamos bien provistos para gozar de toda la tranquilidad que quisiéramos. Nuestra buena sintonía auguraba una agradable estancia, lejos del mundanal ruido del verano, con una copa de buen vino mientras podíamos mantener nuestras habituales y largas conversaciones o debates sobre lo divino y lo humano, más bien sobre esto último.

Durante un ceremonioso y tempranero desayuno Pierre me contó la visita que, meses atrás, había cursado a su antiguo profesor, y amigo, Jürgen Habermas; que vivía retirado, en compañía de su mujer, en un pueblo cercano a Munich. Pierre no tenía mucha compasión, desde esas horas tan tempranas acometía con un discurso filosófico arduo y profundo. Su eterna controversia con la mayoría de los filósofos alemanes, exceptuando a Nietzsche naturalmente, se ejemplarizaba en sus ataques furibundos a Heidegger y a su vicio de enmarañar cualquier concepto. No paraba de repetir que cómo se puede hablar de algo tan elemental como lo humano, ese jodido Dasein dijo, y embrollarlo tanto que la mayoría de la gente abandona su lectura antes de llegar a entender lo que quiere decir. Sin ánimo de llevarle la contraria y, mucho menos, avivar el debate, le apostillé que algo parecido sucede con su admirado Derrida. Si pretendía haber cortado la discusión, tan dificultosa a esas horas tan tempranas de la mañana, fue un error, pues fue a partir de entonces cuando insistió en su discurso filosófico que no había manera de pararlo. Volvió a cargar contra Heidegger y su manía de fagotizar a Nietzsche, cuando parece que quiere hacerle decir que su crítica a la democracia puede justificar su acercamiento a la ideología nazi. Durante un rato no paró de hablar de Kant, Hegel y por supuesto de Nietzsche, como decía, en el siglo veinte la filosofía alemana, con Cassirer, Wittgenstein y otros que ahora no recuerdo, supieron continuar con la tradición de la buena filosofía alemana.

El embrollo estaba servido, yo intentaba frivolizar la conversación acercándome a temas más lúdicos, pero no me resultó nada fácil. La ocasión me vino ofrecida cuando él hizo una pausa para comentar algún aspecto de las viandas del desayuno. Empecé a contarle el descubrimiento para el desayuno, que había realizado en mi último viaje entre Málaga y Granada. Pierre se dio cuenta de la jugada y me pidió disculpas por el barullo filosófico al que me había sometido, así como me invitó a que le contara ese hallazgo tan maravilloso para alegrar las mañanas. Siempre, dijo, que no sea puñeteramente saludable para todos los achaques que tenemos los viejos, para eso ya tenía a sus hijas que no paraban de indicarle los elementos que debía de incorporar a su dieta.

Le conté que se trataba de unas tostadas para acompañar el café con leche, unas buenas rebanadas de un pan que en algunas tierras llaman casero, campesino, rústico, de pueblo o de otras maneras. Bien regado con un aceite de oliva, le recomendé uno extravirgen que provenía de la Estepa sevillana y después untadas de aguacate, le propuse de la variedad Hass que tiene la piel cuarteada, rugosa, sustituyendo definitivamente a la mantequilla. A partir de ahí, existían diversas variantes, de las cuales le conté dos de ellas: una poniéndole encima unas rodajitas de tomate, raf almeriense a ser posible, y coronarla con unas lonchas de queso fresco de cabra y/o de un jamón ibérico; la otra consiste en que después del aguacate se le añade una buena mermelada, que puede ser de frutos rojos o de naranja amarga, también de mango o papaya, y luego unas lonchas de queso fresco. Por la cara que se le quedó a Pierre, noté que esta receta le había afectado, tanto que parecía dispuesto a obviar más disquisiciones filosóficas. Había que buscar esos ingredientes, especialmente el aguacate, que podía resultar lo más difícil de conseguir.

Ya teníamos ocupación para casi todo el día, pues Pierre se empeñó en que teníamos que conseguir todos esos ingredientes que le había contado, para el próximo desayuno. A pesar de nuestros afanes, varios desplazamientos y gestiones, solamente obtuvimos un éxito parcial. Conseguimos un buen aceite de oliva procedente de un moulin de St-Rémy, unos aguacates procedentes de Sudamérica, unos sobres envasados al vacío de jamón ibérico, de Jabugo, algunos tomates de la zona que tenían buena pinta, con los quesos y las mermeladas no hubo mayor problema, según Pierre en esta materia los de esta tierra eran los mejores del mundo. Los resultados, que comprobamos a la mañana siguiente, fueron muy buenos, aunque yo le puse alguna pega al aguacate. Comimos en una especie de granja que nos ofrecieron los manjares locales de la rica oferta regional, acompañados de unos vinos borgoñeses. Se hacía necesario un breve descanso después de comer, para combatir la somnolencia, luego Pierre preparó unas deliciosas infusiones acompañadas de unos pastelitos de hojaldre a los que no se les podía decir que no. Al poco tiempo, dando algún que otro rodeo y preguntándome qué estaba escribiendo en ese momento, él volvió al tema del desayuno.

Pierre dijo que estaba elaborando —o ya lo había terminado— un estudio sobre los malentendidos que había puesto en circulación Heidegger respecto a Nietzsche, especialmente en los dos libros que le dedicó en exclusiva. Decía que el sentido que le daba Nietzsche a la necesidad de «cambiar la historia» y buscar la existencia de un «hombre nuevo», no se podía equiparar a lo que interpretaba Heidegger. Pierre siguió perorando un largo rato, hasta que se dio cuenta de que no le seguía, me disculpé diciéndole que no era un estudioso de la filosofía como él y me costaba entender todas sus disquisiciones sobre el asunto. Pareció relajarse y comentó, como de pasada, que cuando le había querido plantear algo de esto a Habermas, en su última visita, este había sido tajante y puesto fin a todo comentario al respecto, con algo así como que hacía ya mucho tiempo que no quería saber nada de Heidegger. Finalizamos tan ardua conversación con mi petición de que me pasara su escrito, me comprometía a leerlo detenidamente y hacerle llegar algunos comentarios.

En una de estas conversaciones con Pierre, volvió a contarme la historia de aquel encuentro, onírico, fantasmagórico, como una elaboración ficticia, o todas esas cosas a la vez. Un hombre de unos cincuenta años vuelve, después de muchos años, a su pueblo natal. Sentado en un café ve aparecer una joven, le resulta tan familiar que la saluda por su nombre, ella acepta amablemente su invitación y se sienta junto a él. Mantienen una conversación, más bien es él el que habla, pues ella se limita a asentir y esbozar alguna que otra enigmática sonrisa. El hombre le cuenta cosas del pasado que debieron vivir juntos. Más tarde con alguna excusa ella se marcha, quedándose él un poco desconcertado. Se trataba de Elisa, sin ninguna duda, tenía su misma cara, sus mismos ojos, su misma sonrisa. Aquella Elisa, que fue su primer amor y que tanto ha recordado durante todos los años que han pasado. Pierre ofrecía algunas variantes al relato, en esta ocasión sucedía que uno de sus antiguos amigos llegó al café y se encargó de poner un cierto orden en su desconcierto. Elisa, la que fue su novia, había muerto hacía ya más de veinte años y, o bien se trataba de una pura imaginación suya o, tal vez, se hubiera tratado de su hija que también se llamaba Elisa y se le parecía mucho.

Como algunas veces decía que esa historia le había pasado a él mismo, otras veces que se trataba de un conocido que se la había contado, para gastarle una broma, fingiendo estar muy interesado en el final de la historia, le pregunté qué había hecho entonces. Él tardó unos segundos en darse cuenta de mi chanza, en los que había empezado a contar que se había interesado en la vida de ambas Elisas… pero luego volvió en sí y me dijo que no fuera «con» (gilipollas), que yo sabía que no era una historia que le hubiera sucedido a él, y que, de alguna manera, si él la había imaginado, también era el protagonista. Le animé a que de una vez se pusiera a darle forma literaria, pues podía quedar como un relato muy bonito, bello e intrigante. Según dijo, él no tenía edad de andar enfrentándose a la maldita hoja en blanco literaria, me brindaba la historia para que lo hiciera yo y mejor, dijo, para que lo confeccionara como un guion cinematográfico, que era como mejor podría quedar. Igualmente, le dije que mi tiempo para las aventuras cinematográfica ya había pasado.

Fue a su cuarto y con un libro en la mano me lo ofreció, al tiempo que comentaba una curiosidad. Creo que fue en esta ocasión cuando Pierre me habló de una novela recién publicada que, según él, contaba como un personaje realizaba lo que ambos habíamos intentado hacer, en una ocasión, en el pasado. Se trataba de Les voleurs de beauté de Pascal Bruckner, el cual recordaba como perteneciente a la denominada corriente filosófica de los nouveaux philosophes, por los que Pierre no había mostrado en su tiempo, los años setenta, mucha simpatía. En su descargo, Pierre, dijo que no se acordaba bien, pero que Bruckner no se llegó a alinear totalmente con esa etiqueta. Benjamín, el personaje de la novela pone en práctica, y obtiene un gran éxito editorial, lo de escribir una novela entresacando, combinando de forma diferente las palabras de textos escritos por grandes escritores del pasado. Proust, Zola, Gautier, Sófocles, Goethe, Stendhal, Fitzgerald, Faulkner, Maupassant, Rabelais, Hoffmann y algunos otros, son descaradamente copiados hasta llegar a confeccionar un texto, ¿una novela?, que deslumbra a la afición literaria. Un personaje que, en privado, reconoce su fechoría: «El plagio, doctora, no es solo mi forma de escribir, es la tónica de mi vida». Algo así planeamos hacer, Pierre y yo, a mediados de los ochenta. Posiblemente influenciados por los escritores de OuLiPo, Queneau, Perec, Calvino o algunos otros, a Vila-Matas no lo había leído todavía por esos años. Efectivamente, el libro me lo envío unas semanas más tarde. La novela, una vez leído su primer tercio dejó de interesarme.

Varias semanas en la grata compañía de Pierre me hicieron reconciliarme conmigo mismo, al tiempo que el verano iba pasando y se acercaba un tiempo más grato. Tengo por ahí algunos apuntes de las conversaciones que tuvimos, de Heidegger no volvimos a hablar en todo el verano, de Nietzsche era inevitable. La multitud de excelentes vinos que tomamos, el buen queso y el buen paté, las buenas ensaladas y las alabanzas que Pierre le dedicaba al desayuno con aguacate, que, según decía, incorporaba a su dieta de una forma definitiva. También, resultó inevitable, en un momento determinado y cuando menos preparado estaba, se interesó en saber cómo llevaba la investigación sobre mis orígenes. No era un tema del que me gustara hablar, pero Pierre se merecía que le hiciera participe de mis indagaciones, avances y retrocesos.

Recuerdo, en un momento determinado que estábamos escuchando con deleite un Prelude de Villalobos, interpretado a la guitarra por Julian Brenan, le comenté entre risas —aunque maldita la gracia que me había hecho—, el improperio que me había lanzado aquella bonita joven gaditana con el pelo largo, de que oía música de muerto. Como observó que me había puesto muy serio, mientras le contaba mi incidente con la chica gaditana, dijo alguna broma al respecto y los dos terminamos riéndonos largamente. A continuación, le conté con detalle, cómo se encontraba la especial búsqueda de mi identidad perdida, que había interrumpido debido al periodo estival y debía continuar una vez hubiera comenzado el nuevo curso universitario. Tenía el convencimiento que, le dije, en una de estas dos ciudades, Salamanca o Granada, tuve que realizar mis primeros estudios universitarios. De los años anteriores me quedaban muchas dudas, posiblemente se debía de tratar de un pueblo de la provincia más pequeño y en un ambiente rural donde debían ser más evidentes las tareas inherentes a las faenas del campo.


1 The past is a foreign country: they do things differently there (El pasado es una tierra extraña: allí las cosas se hacen de otra forma) en The Go-Between (El mensajero) de L. P. Hartley.

2 «El geógrafo estaba loco / Cuando imagina colocar / Justo entre España e Italia / Mi mapa de ¿ternura?».

3 Les terres du couchant de Julien Gracq.

4 «Ella deseaba a la vez morir y vivir en París».

5 «…son historias que se miran. Es un poco como si se pusiera un libro en un espejo y después, aquello que se ve del otro lado del espejo…».

6 «Es a un concepto nuestro –en suma es a nosotros mismos- a quien amamos».