La mágica fuente de calidez

La más grandiosa prenda de ropa que jamás tuve fue un suéter negro de lana que tejió mi abuelita. Colgaba de mi cuerpo a la perfección, como una hoja de un árbol, era cálido y resistente también. Me hacía sentir muy bien, como si pudiera ir a cualquier lugar y hacer cualquier cosa. Lo perdí en 1986; lo dejé en un club llamado Toad’s Place en el noreste de Estados Unidos una fría noche de invierno durante las secuelas de una bacanal de punk que se extendió toda la madrugada, antes de dejar la gira unos días para actuar en Volver al futuro. Estaba desolado, pero Tita me tejió uno nuevo. Ningún otro objeto me hizo sentir tan bien como ese suéter, y nunca volví a ser tan guapo como con él (por desgracia, también perdí el segundo). Podía desaparecer en él y resguardarme de todo mal.

La tejedora de suéteres mágicos, mi tita (la madre de mi madre) Muriel Cheesewright, era una mujer hermosa, graciosa y audaz. Era una típica cockney,1 que creció en medio de pobreza y suciedad en el East End de Londres a principios del siglo XX. Su madre murió cuando ella tenía ocho años, por lo que dejó a Muriel con su padre, un pastor metodista. Mi bisabuelo el pastor volvió a casarse con una bruja malvada que creía que mi tita estaba llena de pecado porque tenía el cabello rojo y rizado. ¡La hermosa melena roja y rockera de mi tita! El que la obligaran a cepillárselo con lejía para librar sus pecaminosos rizos de su doblemente pecaminosa rojez fue doloroso, humillante y abusivo. Su madrastra pudo haberle alaciado los rizos por un tiempo, pero no hizo más que alimentar su poderosa voluntad. ¡QUE VIVA MURIEL CHEESEWRIGHT!

A principios de los veinte, mientras Muriel entraba en el principio de sus propios veinte, se enamoró de Jack Cheesewright. Por alguna razón desconocida —tal vez algún problema social de la época— les fue imposible estar juntos. Luego se enamoró de un hombre casado que prometió dejar a su esposa, pero no lo hizo. Devastada, desilusionada y con el corazón roto, abordó un barco hacia Australia buscando comenzar una nueva vida. No puedo más que imaginarme lo vulnerable de su situación: una mujer sola a finales de la Primera Guerra Mundial, a bordo de un barco que se dirigía al otro lado del mundo, y viajando en la tercera clase de un buque mercante hacia un lugar que, hasta donde ella sabía, bien pudo haber sido la luna. Mi dulce tita, con su cuerpecito robusto, ojos azules llenos de chispa, vestidos extraños y voluntad de acero.

Al llegar a Melbourne trabajó como ama de llaves para un doctor. Todos los días, sobre su fiel bicicleta, pasaba frente a su lugar de trabajo un mandadero entregando víveres: Jack Dracup. Se casó con él y tuvieron tres hijos: mi madre, Patricia; mi tío Dennis, un dulce romántico incurable que sobregiró sus tarjetas de crédito y un día desapareció de forma misteriosa en las Filipinas durante los noventa, y mi tío Roger, a quien nunca he conocido, tal vez porque es muy religioso y no aprueba mi vida y sus caminos de satanismo rocanrolero.

A decir de todos, Jack Dracup fue un marido abusivo y un padre desconsiderado. Muriel una vez le sirvió ensalada —un concepto nuevo en Australia en aquel entonces— y Jack lanzó el tazón a la pared gritando: «¡No me sirvas comida para malditos conejos!». Fue un idiota absoluto con ella, quien terminó por dejarlo. Fue una decisión supervaliente en ese momento: ser un imbécil alcohólico era el derecho de todo hombre, y ninguna mujer que tuviera que padecerlo recibía el apoyo de la sociedad como para enfrentársele.

Puso su espíritu independiente a trabajar y consiguió una casa propia. Pasaron varios años y, cuando Tita cumplió cincuenta, ¿¿¿quién creen que apareció en Australia con el corazón lleno de anhelo??? El alma gemela de mi tita, su amor original, ¡el lechero Jack Cheesewright! Fue la época más feliz de su vida. Compraron una casa rodante y se dispusieron a recorrer toda Australia. Por fin estaba satisfecha, explorando todo el encanto y el misterio del gran continente: las primeras vacaciones de su vida.

Estaban en medio del desierto, a cientos de kilómetros de la civilización, cuando a Jack Cheesewright lo incapacitó un derrame cerebral, y mi dulce abue quedó a cargo de llevar a su alma gemela a la ciudad. Tita no sabía conducir, y pasó unos días con él ahí, en el desierto, hasta que su yerno, mi valiente padre, pudo ir a rescatarla. Jack murió al poco tiempo. Por fortuna, ella pudo volver a Melbourne a vivir su activa vida de Tita y a ser mi abuela.

Tiernos recuerdos flotan hasta mi cabeza con facilidad. Hacía las empanaditas con jarabe más deliciosas del mundo; jugábamos un juego de cartas llamado Bali; y las excursiones a la letrina afuera de la casa eran mejores que cualquier baño interior, incluyendo esos baños de billonarios chapados en oro que descubrí en la adultez. Cuando era pequeño, mi diminuta vida se hacía expansiva por la belleza de Tita, por su calidez, por la luz de quien ella era. Esas son las visiones de amor de mi infancia australiana que me mantienen en pie.

Antes de que Tita cruzara el umbral a los 93 años, vino a un concierto de los RHCP en Melbourne. Previo a que tocáramos, caminó por el escenario hacia su asiento en una de las piernas del teatro; cuando llegó al centro, se detuvo, miró al público enloquecido, los estudió y extendió los brazos hacia el cielo, brillando como la Estrella Polar. El público estalló en aplausos y, al día siguiente, había una foto suya, resplandeciente con su traje turquesa, en la primera plana del periódico. El encabezado: «Abuelita rockera».

Unos años después de que Tita nos dejara, estaba en Adelaida, Australia, y entré a un museo. Me encontré con una exhibición de obras de estudiantes, todas dedicadas al empoderamiento de las mujeres. Una de las piezas era un collage de mujeres poderosas; destacaban Amelia Earhart, Patti Smith e Evonne Goolagong. Entonces la vi, sobresaliendo del collage: la foto de mi hermosa tita, Muriel Florence Cheesewright, la abuelita rockera, disfrutando de su merecido legado.

1 Cockney es el término común con el que se conoce a los habitantes de los bajos fondos del East End de Londres.