Era una clara y cálida mañana del siglo iv a. C. y en el mercado de Corinto todo transcurría con aparente normalidad. Los compradores inspeccionaban las mercancías de artesanos y pescaderos. El sudor y el olor de pies emponzoñaban el aroma de la brisa marina. Las gaviotas graznaban, las olas lamían la orilla y los perros corrían por lugares que le estaban vedados al hombre. Parecía que iba a ser un día de lo más anodino hasta que unas voces griegas se alzaron de pronto en un clamor de repugnancia e indignación. Un corrillo se abría entre el gentío a medida que los compradores se apartaban de algo o de alguien. Un mendigo yacía en el suelo, recostado contra una gran tinaja en la que al parecer tenía su hogar. Vestía tan solo un taparrabos, que había apartado de improviso y sin ningún reparo para satisfacer su libido a la vista de los pobres parroquianos, que se alejaban discretamente. A quienes conocían la identidad del mendigo, el espectáculo no debió de sorprenderles demasiado. Puede que hasta les hiciera gracia, porque, en realidad, no se trataba de un vagabundo cualquiera: era Diógenes de Sinope, uno de los filósofos más célebres de la Hélade.
Los filósofos no suelen vivir en tinajas, pero Diógenes no era un filósofo al uso ni tenía intención de serlo. Tal vez no llegara a escribir una sola palabra de filosofía, pero las anécdotas sobre su vida y sus ideas circulaban por todas partes. Había sido desterrado de su ciudad natal por acuñar moneda falsa, y no tenía familia ni pertenecía a ninguna tribu. Había hecho voto de pobreza (de ahí que residiera en una tinaja) y pasaba buena parte de su tiempo libre (que, en su caso, era todo el tiempo) importunando y escupiendo a los transeúntes, impartiendo clase a sus perros y, cómo no, obsequiando a sus conciudadanos con demostraciones públicas de onanismo. A menudo se paseaba de día con un farol encendido y cuando le preguntaban qué hacía, gruñía: «Ando buscando a un hombre honesto». A la pregunta sobre cuál era, a su juicio, la cosa más bella del mundo, dicen que respondió: «La libertad de expresión». Se cuenta también que asistía a las disertaciones de otros sabios de su época, Platón incluido, con el único objetivo de interrumpir a los oradores comiendo ruidosamente. Tenía fama de ser un tipo insolente, impulsivo y de lo más grosero. En presencia de Diógenes nadie se sentía a salvo. Hoy no habríamos dudado en tacharlo de «trol».
Pero a pesar de su mala fama, o gracias a ella, acabó por llamar la atención de un hombre de inmenso poder, seguramente el más poderoso del mundo en aquel tiempo: Alejandro Magno. Tanta era la admiración que el emperador profesaba a aquel griego estrafalario, a aquel ilustre filósofo trol, que en cierta ocasión llegó a afirmar, según se dice, que «de no ser Alejandro, habría querido ser Diógenes».1
Un día, Alejandro se decidió por fin a visitarlo. Lo encontró tomando el sol en el Craneo, un gimnasio de Corinto. Se acercó al filósofo flanqueado probablemente por su escolta y seguido de un cortejo imponente de sirvientes y soldados, y, sin escatimar elogios, expresó su admiración por aquel vagabundo de aspecto lamentable que yacía ante él con un taparrabos por toda indumentaria. A continuación, tal vez dejándose llevar por un impulso, o puede que deliberadamente, le hizo a Diógenes una oferta excepcional: concederle cualquier cosa que deseara. Solo tenía que decirle qué quería y le sería concedido.
La expectación era absoluta. ¿Qué respondería Diógenes? Toda oferta, por ventajosa que sea, impone una obligación a quien la recibe. Obliga, cuando menos, a mostrarse agradecido por el mero hecho de recibirla, incluso si uno opta por declinarla. Pero por mucho que fuera un mendigo, Diógenes no se distinguía por su gratitud, de modo que ¿cuál sería su respuesta? ¿Se quitaría por fin la máscara de trol ante aquella oferta que podía cambiarle la vida? ¿Le pediría que pusiera fin a su exilio para poder volver a su Sinope natal después de tantos años? ¿Se plantearía siquiera la oferta? ¿Acaso aquel filósofo trol con tan malas pulgas se tomaría la molestia de responder?
Diógenes respondió, por supuesto. Alzó la vista, le hizo un gesto a Alejandro y le espetó: «¡Aparta, que me haces sombra!».2
A principios del siglo xxi, unas fuerzas maravillosas de nuestra invención —las tecnologías de la información y la comunicación— han revolucionado la vida del ser humano. Las experiencias que atesoramos a cada momento, nuestras interacciones sociales, el cariz de nuestros pensamientos y nuestros hábitos cotidianos se configuran hoy, en gran medida, a partir del funcionamiento de estos ingenios. Sus engranajes internos son para muchos de nosotros lo bastante oscuros como para resultar indiscernibles de la magia; no dejamos de maravillarnos de su potencia y originalidad. Y esta admiración trae aparejada una convicción: confiamos en que estos inventos fueron diseñados, como aseguran sus creadores, para adaptarse a nuestros referentes y ayudarnos a dirigir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos hemos trazado. Creemos, en fin, que estos inventos fabulosos están de nuestra parte.
En la propuesta de Alejandro se percibe cierto optimismo imperial que nos resulta familiar, que nos recuerda el modo en que estos flamantes poderes de nuestro tiempo, nuestros Alejandros digitales, han irrumpido en nuestras vidas para satisfacer toda clase de deseos y necesidades. Es cierto que, en muchos aspectos, han satisfecho nuestros deseos y necesidades y han estado de nuestra parte. Entre otras cosas, han potenciado extraordinariamente nuestra capacidad de informarnos, comunicarnos y entender el mundo. Hoy, gracias a una fina placa de plástico del tamaño de mi mano, puedo hablar con la familia que tengo en Seattle, conseguir cualquier obra de Shakespeare al instante o enviar un mensaje a mis representantes electos desde cualquier rincón del mundo.
Pero a medida que estos nuevos poderes se convertían en parte esencial de nuestros pensamientos y acciones, hemos empezado a percatarnos de que, como le sucedió a Diógenes con Alejandro, nos hacen sombra: nos tapan una luz muy particular, una luz tan preciosa y fundamental para nuestro desarrollo que, sin ella, de poco nos servirá cualquier beneficio que nos reporten.
Me refiero a la luz de nuestra atención. La atención humana parece haber sufrido un cambio profundo y potencialmente irreversible en la era de la información. Reaccionar a este cambio como es debido podría ser el mayor desafío moral y político de nuestro tiempo. Con este libro me propongo explicaros por qué lo creo así… y pediros ayuda para que esa luz siga alumbrando.
1. Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, trad. de Carlos García Gual, Madrid, Alianza Editorial, 2008, libro VI, 32; Lucio Flavio Arriano, Anábasis de Alejandro Magno, trad. de Antonio Guzmán Guerra, Barcelona, Gredos, 1982, libro VII, 2.
2. Laercio, op. cit., libro VI, 38; Arriano, op. cit., libro VII, 2.