I
«DETENGAN A LA POLICÍA»

Antiguo Ayuntamiento de Múnich, Alemania,

anochecer del 9 de noviembre de 1938

 

Alois Brunner, SS-Hauptsturmführer y director de

la Oficina Central para la Emigración Judía en Austria (26 años)*

 

Fue un día de fiesta: desfiles, pompas, banderas, fasto.

Era nuestro día más sagrado, y no era para menos. Solo quince años antes, en un día como ese, el Putsch de la Cervecería había terminado en un fracaso y el futuro Führer de la Nación Alemana en la cárcel. Desde allí legó para la posteridad su Mein Kampf.

Sin embargo, fuimos capaces de reescribir la Historia. En un puñado de años, el Nacional Socialismo logró todo lo que se propuso: terminar con el vergonzoso Tratado de Versailles, alcanzar la prosperidad económica, aprobar las Leyes de Pureza Racial de Núremberg y anexar Austria. Y ahora, tan solo un mes antes, el Acuerdo de Múnich con el primer ministro británico Chamberlain —un viejito obstinado y manipulador, ¡pero tan inferior a nuestro Führer!—, por el cual Checoslovaquia nos devolvió los Sudetes. ¿Hasta dónde llegaríamos? ¿Por qué no soñar en conquistar el mundo con nuestros ideales?

Había sido un largo día desde que, al amanecer, dejé mi oficina en Viena. Pero me encontraba feliz. Siempre creí en Adolf Hitler. Por eso me afilié al Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes apenas cumplí los dieciocho. Poco después ya era persona de confianza de Adolf Eichmann, nada menos, y ahora llevaba adelante con orgullo las políticas judías en Austria. Para mí fue un gran honor ser invitado a la cena de celebración.

Llegué temprano al Antiguo Ayuntamiento en Marienplatz, bien sabía de la puntualidad del Führer. El histórico edificio medieval, con su magnífica cubierta abovedada de madera, había sido el sitio elegido para una ocasión tan especial.

Banderas rojas con la esvástica nazi presidían las mesas, iluminadas con candelabros de oro. Las velas proyectaban sombras movedizas y misteriosas en las bóvedas del techo, adornadas con estrellas doradas y el escudo de armas de la ciudad.

Todo parecía sugerir que algo importante ocurriría esa misma noche.

Más cerca de la hora fijada, varios peces gordos de nuestro movimiento se hicieron presentes. El primero en llegar —espigado, circunspecto, de aspecto retraído— fue el Reichsleiter y secretario personal del Führer, Rudolf Hess. Minutos después hizo su aparición la menuda figura renqueante del ministro de Ilustración Pública y Propaganda Joseph Goebbels, tan excitado como siempre. Y por supuesto mi jefe, el teniente Adolf Eichmann, que con solo 32 años ya ostentaba un gran prestigio. Sin embargo, noté algunas ausencias: ni más ni menos que el ministro de la Luftwaffe —y as del aire— Hermann Göring, y el poderoso Reichsführer de las SS Heinrich Himmler.

A la hora en punto, presurosos funcionarios revisaron los últimos detalles. El bullicio general cedió lugar a un tenso silencio, solo alterado por murmullos y cuchicheos. Los invitados ocuparon sus lugares.

Todo estaba preparado.

 

***

 

Heil Hitler!

Nuestras gargantas temblaron de emoción, haciendo vibrar las viejas bóvedas de quinientos años, en el preciso instante en que entró él.

Sobrio, de gestos sencillos, con una leve sonrisa contenida, atravesó la sala hasta pararse frente a la cabecera de la mesa principal. Nos miró a todos con lentitud, uno por uno. Recién entonces nos saludó: un breve gesto con su mano derecha levantada y apenas extendida. Pero fue suficiente. Los vítores estallaron desde todos los rincones y la celebración comenzó. Joseph Goebbels, siempre adulón, gritó:

Sieg!

Y todos respondimos Heil!, a pesar de que ese no era el saludo más apropiado para el sitio ni la ocasión.

Los camareros recorrían con discreción las mesas del salón portando bandejas bien servidas y jarras de cerveza, alegrando un ambiente ya de por sí muy festivo. En pocos minutos, el bullicio se extendió y el júbilo conquistó el Antiguo Ayuntamiento de Múnich.

 

***

 

Fue entonces que sucedió. Y yo lo vi todo. Fui testigo de un momento que cambió la historia de Groβdeutschland, la Gran Alemania, y del mundo.

Miraba distraídamente el fondo del salón, poco antes de las nueve, cuando de repente entró Heinz, uno de los asistentes personales del Führer. Su rostro se veía inquieto, preocupado. Avanzó rápido por el hall, ignorando el alboroto que lo rodeaba. Cuando llegó al lado del Führer, solicitó autorización para hablarle. Este accedió con un leve movimiento de cabeza. Heinz se inclinó y le murmuró algo al oído. El semblante del Führer se transformó en un instante. Quedó pálido, demudado.

Durante unos segundos dirigió su vista al frente, ensimismado. Parecía razonar a gran velocidad. Luego su actitud cambió. El usual gesto desafiante y enérgico del Führer de la Nación Alemana reapareció con toda su fuerza.

Convocó a Goebbels y a Hess, y les impartió precisas instrucciones.

Entonces golpeó con fuerza la mesa con su mano derecha y se marchó.

 

***

 

Durante unos minutos reinó el desconcierto.

Pero muy pronto el mensaje de Heinz estuvo en boca de todos:

—¡Un judío asesinó al secretario de la Embajada de Alemania en París, Ernst vom Rath!

La furia se extendió por la sala del Ayuntamiento. Si alguna prueba faltaba para demostrar que El Judío era el enemigo visceral del pueblo alemán, ¡aquí la teníamos!

Pero sabíamos que el Führer, a pesar de su cólera, quería que actuáramos con inteligencia. Y Heinrich Himmler, el líder de las SS, nuestro conductor, nos había dicho apenas horas antes que debíamos aterrorizar a los judíos, pero sin ostentar la violencia en forma pública.

Sin embargo, fue Goebbels —¡cuándo no!— el que tomó la palabra.

El asesinato de Vom Rath formaba parte de una conspiración de la Judería Mundial. En eso estábamos todos de acuerdo. Y los judíos de Alemania debían pagar por ello. En eso también coincidíamos. Pero el incendiario discurso del ministro de Ilustración Pública invitando a saquear comercios y quemar sinagogas no era lo que necesitaba el Reich Alemán. Todos estábamos furiosos. Pero muchos dudábamos sobre cuál era la mejor forma de reaccionar ante la barbarie judía.

—El vandalismo es una parte del pasado nazi, que debe quedar en el pasado —nos había dicho Himmler.

Y todos recordamos, cuatro años atrás, la noche de los cuchillos largos. Cuando no hubo más remedio que terminar con el jefe de los «camisas pardas» de las SA Ernst Röhm y sus secuaces, precisamente por su tentación por las actitudes conspirativas y violentas. Tentación que seguro provenía de su irrefrenable homosexualidad, no por casualidad terminó sus días encamado con uno de sus lugartenientes.

Eso había quedado atrás. Pero ahora teníamos que soportar la monserga de un debilucho que apenas unos meses atrás había querido dejar el cargo de ministro del Reich, para fugarse al Japón con su concubina, la actriz checa Lída Baarová. ¡Un escándalo! Tuvo que intervenir el propio Führer y ordenarle la reconciliación con Magda, su legítima esposa. Hasta lo obligó a sacarse fotos junto a ella y sus hijos, para mostrar cómo se comporta un líder ario. Patético.

¡Y ahora ese contrahecho nos decía lo que teníamos que hacer!

Murmurábamos entre nosotros. Algunos querían llamar a Himmler o a su segundo, Reinhard Heydrich, y pedir instrucciones.

Mientras tanto, el cojo ministro finalizó su discurso. Después anotaría en su diario: «Mis palabras despertaron un ruidoso aplauso». En realidad, esto último era lo único que le importaba.

De todos modos, algo teníamos claro los oficiales de las SS: a pesar del caos instalado por Goebbels, cumpliríamos con nuestro deber y con las órdenes impartidas por el Führer antes de abandonar el Ayuntamiento. Así lo dijo, con esa voz que tenía la fuerza y el filo del acero:

—Detengan a la Policía. ¡Los judíos tienen que sentir la ira del pueblo alemán!

Como siempre, la admirable claridad de su pensamiento: lo que realmente importaba era que el pueblo alemán se involucrara en la lucha contra la Judería Mundial.

El permiso para atacar había sido dado.

La noche sería larga.

* En todos los casos, las edades mencionadas corresponden a la época en que ocurrieron los hechos narrados en los testimonios.