París donde el sol es un lujo, donde morir cuesta los ojos de la cara, donde no hay árboles sin cuenta en el banco. París que quiere dar lecciones al mundo…
ALBERT CAMUS, Carnets
“Todo. Voy a ser todo de todos”
El 12 de noviembre de 1949, en las páginas del Figaro littéraire, apareció un artículo firmado por David Rousset, cuyo título presagiaba una tormenta: “Au secours des déportés dans les camps soviétiques. Un appel aux anciens déportés des camps nazis”. La convocatoria a quienes habían sido prisioneros de los nazis, como el propio Rousset, para que se sumaran a la denuncia de los campos soviéticos se convirtió en un escándalo y una condena por parte de los más notables intelectuales franceses de la época, que recibieron esas revelaciones “con el mismo horror e incredulidad de aquel que de pronto descubre una lepra secreta en Venus Afrodita”.1 Desde Les Lettres Françaises, dirigido por Louis Aragon, Pierre Daix acusó a Rousset de falsario y comenzó una intensa polémica que sacudió a la intelectualidad francesa. Quien en 1974 recordaba aquellos días era el director de una revista mexicana llamada Plural. Era también el hombre que en 1949 había empezado a recopilar, junto con Elena Garro, todos los datos relativos al problema de Rousset y la existencia de los campos de concentración soviéticos, presencia que el mundo intelectual de Occidente se negaba a aceptar, pero que fueron publicados dos años después, en el número 197 (marzo de 1951) de la revista Sur, de Victoria Ocampo.
Quizás atónito por la ceguera de la reacción francesa, irritado por la idea del “compromiso” del escritor en aquellos días oscuros de la posguerra, el 23 de noviembre de 1949, Octavio Paz se confesaba con Alfonso Reyes, pero nada le comentó de aquellos sucesos ocurridos en París. Le había enviado el texto completo de El laberinto de la soledad, un “librejo sobre algunos temas mexicanos”,2 que a la postre sería publicado por Jesús Silva Herzog a mediados de febrero del año siguiente en Cuadernos Americanos. Como hablando consigo mismo, las palabras de Paz a Reyes podrían ser también una de sus primeras defensas del Laberinto; defensa no requerida en ese momento pero que ya suponía las posibles reacciones y el “fatigado diente” que le hincarían a su libro, acusándolo, tal vez, de “dar la espalda a México”. Paz le asegura a Reyes:
Le confieso que el tema de México —así, impuesto, por decreto de cualquier imbécil convertido en oráculo de la “circunstancia” y el “compromiso”— empieza a cargarme. Y si yo mismo incurrí en un libro fue para liberarme de esa enfermedad —que sería grotesca si no fuera peligrosa y escondiera un deseo de nivelarlo todo—. Un país borracho de sí mismo (en una guerra o en una revolución), puede ser un país sano, pletórico de su substancia o en busca de ella.
México no estaba en guerra pero se revolucionaba a sí mismo ese fin de año de 1949, la víspera de la mitad del siglo y cuando Miguel Alemán Valdés, presidente de México, ya era considerado Míster Amigo pues había conseguido ganarse la simpatía del gobierno norteamericano, que abrió una línea de crédito de 150 millones de dólares para nuestro país.3 Borracho de sí, México quería ofrecer la imagen que aparecía en los primeros cuadros de cualquier película de la década, que iniciaba cuando una voz en off nos advertía que la Ciudad de México era el centro titilante de un país que, en la cintura del siglo, vio el estreno de la que más tarde sería considerada la obra cumbre del cine de rumberas, con Ninón Sevilla como Aventurera (Gout, 1949); pero también cuando El Jaibo —personaje protagonista de Los olvidados (Buñuel, 1950)— se fuga de la correccional y se adentra en los suburbios miserables de la ciudad.
Ninguna de estas películas tuvo una buena acogida durante su estreno (Aventurera en octubre de 1950, y Los olvidados al mes siguiente). Si la película de Gout apenas duró dos semanas en cartelera, la de Buñuel fue repudiada de inmediato por el público y la crítica, y cuatro días después fue retirada de las salas. Ninguno de estos dos estrenos pudo ser atestiguado por un joven amante del cine que, varios meses atrás de la primera proyección de estas cintas, se había presentado en la casa de Alfonso Reyes para despedirse. El 25 de marzo de 1950, entre las múltiples anotaciones de su agenda diaria, Reyes apuntó: “Carlos Fuentes se va a Ginebra (hijo de Rafael y jefe de ceremonial y secretario de mi embajada en Brasil) con el joven Enrique Creel de la Barra que me consulta sobre utopías y me pareció muy entendido y simpático”.4 El hombre que sobre sus rodillas había mostrado el mundo literario a Fuentes y con quien el futuro novelista aprendió lo que le “faltaba leer entre los quince y los veinte años”,5 anotaba así, escuetamente, la noticia de un viaje que cambiaría la vida de su pupilo y también el derrotero de la literatura mexicana. Ese mismo 25 de marzo, Fuentes entregó en la Secretaría de Relaciones Exteriores su “Aviso de Salida”, donde especificó que en esa misma fecha partiría para “Ginebra, Suiza, en donde estoy comisionado con la categoría de Canciller de 3.ª para tomar posesión de mi empleo en la O.I.T.”.6 No es difícil imaginar que el paso de su padre por la Secretaría y las relaciones amistosas que de allí nacieron influyeran para que su nombramiento fuera expedito: apenas el 21 de febrero había realizado el trámite de filiación y entregado su currículum en el que incluyó algunas copias de sus colaboraciones en los periódicos: la primera de ellas, una entrevista a Alfonso Reyes, publicada apenas un mes antes, y de la que el poeta dejó también constancia en su diario, pues el lunes 16 de enero de ese año consignó: “Me entrevista Carlitos Fuentes, hijo de Rafael, sobre cine”. En la entrevista, el polígrafo abundaba sobre su relación con el cine y su certeza de que el séptimo arte, esa “forma de la épica actual”, no debía ser un “espectáculo minorista”.7 Por su parte, Fuentes dejó ver, desde el primer párrafo, su cercanía con el viejo diplomático a quien había conocido siendo él apenas “una pistolita” y a quien seguiría viendo no solo en la Rua das Langeiras, sede de la Casa de México en Brasil, sino en “distintas latitudes —él como jefe de misión, yo en calidad de equipaje—”. Ahora no iba en calidad de equipaje, tampoco como jefe de misión, pero por algo se empieza. Para el 6 de marzo el subsecretario encargado de despacho de la SRE, Manuel Tello, dio órdenes para que le pagaran pasajes y viáticos al tercer canciller que había sido comisionado ante la Oficina Internacional del Trabajo, en Ginebra.
Cuenta Fuentes que durante esa estancia tuvo una revelación cuando descubrió a Thomas Mann una calurosa mañana de junio, vestido de blanco riguroso y observando apasionadamente una partida de tenis en el hotel Dolder, en Zurich. No era el juego lo que Mann seguía con atención sino la belleza de uno de los jugadores: Tadzio redivivo en una cancha de tenis. Muchos años después, y en compañía de Carlos Monsiváis, Fuentes asistió a la filmación de Muerte en Venecia, y allí observaron la escena en la que Tadzio lucha con un amigo. Visconti dirigía con breves acotaciones, recordó Monsiváis, y Fuentes estaba “en su elemento por su capacidad notable de adaptarse con rapidez a otras atmósferas, idiomas”.8 Habían pasado veinte años, pero en 1950 Fuentes supo que para Mann “la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos”.9
Tal vez en aquel momento pensaba en sí mismo, en su incapacidad para una sofisticación social que de golpe se le había revelado ante la elegancia de Mann, aun cuando su vida de hijo de diplomático difícilmente podría ser vulgar y apenas en los meses previos se codeaba con los “jóvenes bien” de la capital. Antes de su viaje vivía en un torbellino: los cabarets y burdeles de la Ciudad de México lo habían deslumbrado y convivía, desde su posición de joven de la clase media alta, con merolicos, mendigos, mariachis y “aventureras” durante interminables parrandas.
Había decidido salir de su país. Del país que había elegido para sí, según lo aseguró en muchas ocasiones en textos públicos y a Paz, en privado, 18 años más tarde, en una carta escrita un mes antes de los sucesos de Tlatelolco:
Mañana Rita y Cecilia se van a un México que ni tú ni yo volveremos a reconocer y yo, puto que soy, me largo a Mallorca, lejos del terror supremo del país que escogí para mí (y pude escoger, qué se yo, Argentina o Chile o los USA o Suiza o Francia ahora mismo, pourquoi pas, y escogí ese encabronado infierno escriturado por el niño dios y el diablo, los géminis sabrán por qué, no son solo mis padres y mis abuelos, qué carajos, eran salmantinos y canarios y alemanes, chingar) y yo estoy atado a ese país donde la luna brilla de día.10
De allí, de donde la luna brillaba de día, partió probablemente el 26 de marzo de 1950. Su viaje tuvo como origen un duro reproche de su padre meses atrás, la mañana siguiente al momento de ser expulsado de un taxi en movimiento, una larga noche de juerga. A mediados de 1949, en el salón de la casa ubicada en Tíber 10, Rafael Fuentes Boettiger le dijo: “Qué lástima. Has terminado en fracaso. Tu es un raté”,11 y lo conminó a conseguir un trabajo pues ya no estaba dispuesto a financiar las juergas de su hijo: “‘Si tú quieres seguir tu vida de crápula, gánatela, porque aquí no vas a recibir un centavo’. Tuve que ir a pedirle chamba a Pepe Pagés en Hoy y a don Alejandro Quijano en Novedades, y luego decidí irme a Europa”.12
Efectivamente, fue en el mes de agosto de 1949 cuando apareció por primera vez un texto suyo en la revista de Pagés Llergo.13 Al otro lado del Atlántico, un hombre 14 años mayor que él, Octavio Paz, celebraba también otra publicación, fechada el 15 de agosto en las páginas de El Nacional, donde contestaba una entrevista sobre los posibles candidatos mexicanos al Premio Nobel. “¿Debo decir el nombre de este escritor que, sin dejar de ser él mismo, es por sí mismo un grupo de escritores? Es casi innecesario: todos saben que hablo de Alfonso Reyes”.14 Tres días después, el 18, apareció un pequeño libro en la Ciudad de México con el sello de Tezontle, bajo los auspicios de ese escritor que era un grupo de escritores. “¡Albricias, querido Octavio! Ya está Ud. aquí, junto a mí, ya está aquí su libro. ¡Qué fiesta, qué contento! Gracias por su dedicatoria”, le escribió Reyes a Paz el 14 de septiembre de 1949.
Libertad bajo palabra había sido publicado después de innumerables contratiempos y gestiones infructuosas del poeta que primero intentó que el libro apareciera en Sur, a través de su amigo José Bianco. Pero ese intento había fracasado, y a principios de septiembre del 48, Paz le escribió al argentino sobre el asunto, pidiéndole que no se preocupara más y asegurándole que le escribiría a Reyes para obtener su ayuda.15 No obstante, Paz no se quedó tranquilo con ese libro e inició casi al mismo tiempo las gestiones para que Jesús Silva Herzog —a quien había conocido a mediados de mayo de 1948 durante una conferencia sobre cuestiones editoriales en la sede de la Unesco en París— publicara El laberinto de la soledad.
Quizá nada de esto sabía el joven Fuentes, quien durante todo el año de 1949 se dedicó, en sus propias palabras, a una “fiesta parasitaria” que fue retratada varias veces en las páginas de Hoy, donde su nombre apareció en “Impertinentes”, la columna de María Palomino, quien comentó los avatares de “Carlitos”, sus correrías nocturnas y la preocupación de su madre, Doña Berta, “algo intranquila por la vida turbulenta de su retoño precoz”.16
Junto con Creel de la Barra y otros amigos, en julio de 1949 Fuentes había formado una sociedad secreta: el basfumismo. Daniel Dueñas recuerda que Creel los presentó “en medio de los humos etílicos generosamente servidos en la casona de la baronesa Berlinghieri, gringa millonaria con título comprado, heredera del creador del Alka Seltzer”,17 y que de esa amistad surgió el movimiento que, dadas las actividades “pachangosas” del grupo, había provocado “el rechazo y prohibición de estar ahí de las familias de algunas de las niñas que inocentemente asistían. Y eso fue nuestro basfumismo, vagar por el humo sin mayor consecuencia, más que pasarla bien”. Sin embargo, su definición sí fue publicada en la columna de Alba Montejo, seudónimo de María Palomino, y cuyo tono juguetón advertía que ese grupo “neo-loquiano” era encabezado por Mercedes Azcárate, pues “les saca la cabeza a todos”. Las características de sus integrantes eran las siguientes: “Genios todos, frustrados ídem, tocados más no encerrados, locos no peligrosos (salvo Valentín Saldaña, Ruggiero Asta y Carlitos Fuentes) y muy fuera de lo común”. Los requisitos para pertenecer a esa “secta” eran tener “aspiraciones y muchísimo sense of humor”.18
Hoy dio cabida también a otros escritos de Fuentes y en noviembre publicó “¡Pero usted no sabe aún qué es el basfumismo!”, largo comentario sobre ese movimiento cuya notoriedad, decía en franca guasa, había traspasado las fronteras, y así como tenía adeptos en Puebla, Veracruz y Cuernavaca, había sido reseñado por revistas extranjeras, Bernard Shaw se había declarado su patriarca y Sartre la había despreciado “con una sonora trompetilla”. El basfumismo había nacido para “llenar un hueco” entre los jóvenes, reunirlos en torno a la cultura, abandonar las “letárgicas fiestas” con Frank Sinatra de fondo y “realizar una obra intelectualista, comprender los problemas de la era que vivimos, desembarazarse de la mangla huraña y abúlica de la gran mayoría de la pseudo bohemia mexicana, buscar un ‘modus vivendi’ efectivo y compaginable al momento actual…”.19
El basfumismo no duró ni un suspiro. Pablo Palomino, otro de sus integrantes, narró cómo, después de observar El perro andaluz y El gabinete del doctor Caligari, a varios amigos les había surgido la idea de filmar una película que, sin embargo, “no debía ser surrealista. Nada de ojos cortados ni de manos con perforaciones por las que salen las hormigas. Eso había sido hecho ya y no merecía la pena repetir nada, sino crear”.20 Después de varias reuniones, en las que intervino el artista plástico y dandy reconocido Adolfo Best Maugard, se decidió formar un grupo cultural y también escribir una obra de teatro; tarea esta última que se encomendó a Fuentes y a Creel. Ernesto de la Peña, otro de sus miembros, bautizó al grupo con el nombre de basfumismo y le dio el lema: “Por el humo, al ser”.
Fiestas de disfraces y fiestas sin disfraces siguieron a la creación del grupo, pero ni la película ni la obra de teatro aparecían por ningún lado y sobrevino lo inevitable: divisiones internas y la creación de un ala vasfumista (cuya disidencia iniciaba con el cambio de la consonante) dieron al traste con el efímero grupo. Todavía en febrero del año siguiente, María Palomino dio cuenta de una última cena de exbasfumistas, donde “Carlitos Fuentes invitó a todos los presentes al baile del Príncipe Bernardo de Holanda”,21 y así acabó esta gracejada, justo cuando Fuentes se disponía a salir de México, pero ya había dejado por escrito sus impresiones sobre la ciudad que recorría de madrugada en un artículo cuyo larguísimo título era un anuncio del homenaje que pocos años después escribió sobre la que entonces aún era la región más transparente: “El México de abajo, nace a la vida cada crepúsculo con ritmo de bongó y muere con el primer rayo de sol”.
Fue en otra fiesta cuando Fuentes respondió una pregunta de la jovencísima Elena Poniatowska, quien acostumbraba frecuentar las mismas reuniones en las embajadas y en casas de amigos comunes. “¿Qué vas a ser de grande? ¿Qué vas a hacer con tu vida?”, le preguntó la muchacha, y Fuentes respondió: “Todo. Voy a ser todo de todos”. Ante la duda de Poniatowska sobre la posibilidad de que alguien lo hiciera todo, Fuentes le aseguró que él sí, “porque soy el icuiricui, el macalacachimba”.22
Una fiesta más, de disfraces también, acogió otro diálogo similar, ocurrido pocas semanas antes de que Fuentes emprendiera el viaje a Ginebra: “Voy a descubrir el lenguaje”, le dijo mientras bailaban. “Voy a perder la inocencia, el lenguaje me va a hacer suyo, la palabra me hará vivir y viviré solo para ella, seré su dueño”. Eran las primeras semanas de 1950, y mientras en el Jockey Club, donde se conocieron, Elena Poniatowska iba “disfrazada de gatito” y “parecía un sueño bello y amable de Jean Cocteau”,23 en Francia, Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty renegaban en Les Temps Modernes de su antiguo camarada, David Rousset.
En el 199 del boulevard Victor Hugo
Paz se desesperaba con la rutina idiota de la burocracia —primero como tercero y ahora como segundo secretario de la embajada de México en Francia—, pero también al ocuparse de ciertos “trabajos forzados”, como se llamaba la primera sección de un libro que había empezado a escribir el año previo. Aunque en 1950 ya no realizaba tantas labores en la embajada pues esta se encontraba más o menos acéfala, Paz peleaba con los editores, con las palabras, con el lenguaje:
Hubo un tiempo en que me preguntaba: ¿dónde está el mal?, ¿dónde empezó la infección, en la palabra o en la cosa? Hoy sueño un lenguaje de cuchillos y picos, de ácidos y llamas. Un lenguaje de látigos. Para execrar, exasperar, excomulgar, expulsar, exheredar, expeler, exturbar, excorpiar, expurgar, excoriar, expilar, exprimir, expectorar, exulcerar, excrementar (los sacramentos), extorsionar, extenuar (el silencio), expiar.
Un lenguaje que corte el resuello. Rasante, tajante, cortante. Un ejército de sables. Un lenguaje de aceros exactos, de relámpagos afilados, de esdrújulos y agudos, incansables, relucientes, metódicas navajas. Un lenguaje guillotina. Una dentadura trituradora, que haga una masa del yotúélnosotrosvosotrosellos.24
Si para Fuentes, el “México de hoy” se constreñía a la Ciudad de México y sus divisiones entre el “México abajo” y el “México arriba”,25 desde mediados de la década de 1940 nuestro país se había convertido en una pregunta insistente para Paz, una pregunta que venía arrastrando desde San Francisco, cuando intentaba “tácticas de cura”, mediante la medicina de la risa, para su cuñada Estrella —gravemente enferma y a su cuidado durante varios meses en aquella ciudad—. Luego se iba a su “cueva” y ahí meditaba sobre su situación. Largas cartas a Elena Garro dan fe de una sensación que no lo abandonaría durante muchos años: “me di cuenta que todo lo que sentía era soledad y que realmente todos estaban muertos para mí, porque no podía hablar con nadie; o, mejor dicho, que yo estaba muerto para todos porque nadie me conocía, nadie sabía que yo existía, nadie me esperaba…”.26 Su precaria situación económica y anímica se reunía en esa sola palabra: soledad. “Solo te diré que te extraño mucho, que te envidio profundamente y que tú no sabes lo que realmente es estar solo en un país extraño”, le escribe el 27 de noviembre de 1944. En el consulado le va mal. Trabaja mucho y lo tratan “(no los hombres, sino las brujas oficinistas) como a un perro o a un office-boy. En general salgo una hora más tarde —y lo hago no por espíritu burocrático sino porque quiero que den buenos informes a México y porque me da pena ver a los pobres braceros, LITERALMENTE DESAMPARADOS”.
Un mes antes, el 6 de octubre, le había escrito a Víctor Serge: “De soledad a soledad, prefiero la de aquí, en la que me siento más libre”. Sin embargo, en esa misma carta concluía: “Me parece que nunca habían estado tan aisladas las formas culturales (y en primer término las políticas) de las necesidades y de los sueños populares como ahora. ¡Cuántas cosas sin expresar! Y lo terrible es que apenas si acertamos a expresar nuestra propia angustia, nuestra propia impotencia: nuestra soledad”.27 En 1950, seis años después de su paso por San Francisco, al fin expresaría una primera respuesta, pues El laberinto de la soledad había corrido con suerte y Paz esperaba de un momento a otro recibir los ejemplares publicados por Silva Herzog. El 27 de febrero, el director de Cuadernos Americanos le había escrito para notificarle que ya tenía en sus manos “los primeros 20 ejemplares”28 y que al día siguiente le enviaría el volumen prometido. Sin embargo, su actividad era incesante y muchas de sus horas las había empleado en la escritura de ese libro en prosa, algunos de cuyos textos le había mostrado a Julio Cortázar —le comentó a José Bianco a mediados de 1950, en un nuevo intento para que un libro suyo se publicara en Argentina, pues algunos de sus fragmentos ya habían aparecido en Sur. “Arenas movedizas”, como se llamaba aquel volumen, fue finalmente titulado ¿Águila o sol? y aparecería, otra vez por intercesión de Reyes, con el sello de Tezontle en 1951.
Durante los años previos a 1950, Paz se había relacionado no solo con los más importantes intelectuales y artistas franceses, sino también con los numerosos latinoamericanos que visitaban París. En el Café de Flore, en el Hôtel des Etats Unis, en el Bar Vert, entre otros, se había encontrado con Adolfo Bioy Casares, Blanca Varela, Fernando de Szyszlo, Julio Cortázar, Carlos Martínez Rivas, Ernesto Cardenal, Jorge Eduardo Eielson o Rufino Tamayo… Reunidos alrededor de Paz —“un jefe de fila nato”, cuenta De Szyszlo—,29 los jóvenes hispanoamericanos atendían las ideas del poeta que intentaba, en una de sus obsesiones más recurrentes, fundar una revista. El Pobrecito Hablador —en recuerdo de un título de Mariano José de Larra— era el nombre que el poeta había elegido para esa publicación que debía plantear los problemas y hallazgos de los artistas hispanoamericanos. Quince años después, Paz continuaba con su deseo frustrado, y desde la India le escribía a Tomás Segovia sobre el proyecto de otra publicación: “La revista debería esforzarse por realizar un examen, desde distintos puntos de vista, de la realidad hispanoamericana”.30 No obstante, cuando congregaba a los artistas y escritores hispanoamericanos en París, su urgencia no era tan grande, pues la publicación de El Pobrecito Hablador solo quedó como proyecto en la memoria de algunos de sus amigos que, además de seguirlo en los bares y cafés de Saint Germain-des-Prés, lo visitaban en su domicilio: “la única casa ‘visitable’ de entre las nuestras y que estaba en la ribera derecha del Sena, [donde] organizábamos fiestas y bailábamos con la música de Martínez Rivas y cantábamos con la voz de Tamayo, el pintor, quien lo hacía muy bien”.31
Desde el balcón del departamento de Paz en París, ubicado en el 199 del boulevard Victor Hugo, era posible observar la avenida llena de árboles o sentir el sol que iluminaba la terraza desde donde Elena Garro —“apparition poétique, comme seuls, sans doute, les pays foisonnant de colibris et de serpentes peuvent en produire”, pensaba Lambert—32 y Helena Paz atisbaban el transcurrir del día, según muestran varias fotografías de la época. Al amparo de los pesados cortinajes que oscurecían la sala de la familia, Teodora, la criada española, negaba el paso a los visitantes mal presentados a la voz de “¡No! ¡El señor Paz no está en la casa!”, según cuenta Lambert; aun así, la casa se llenaba frecuentemente de conocidos. Tal vez allí, o en alguno de los cafés a los que Paz acudía con frecuencia o quizás en la misma embajada mexicana donde el poeta se desesperaba, ocurrió el primer encuentro entre Paz y el joven que, vía Lisboa, llegó en abril de 1950 a un París cicatrizado por la guerra reciente y fue alojado por su embajada en un “hotel muy severo”,33 el Pierre 1er de Serbie.
Carlos Fuentes tenía 21 años y Paz 36 cuando se conocieron en persona, pues el narrador llegó “de México poseído de una admiración previa alimentada por la lectura de El laberinto de la soledad primero, de Libertad bajo palabra en seguida”.34 “Alto y flaco, nervioso, vestido de azul, la frente vasta, el mentón enérgico, los lentes gruesos”,35 recordó Paz al talentoso muchacho que le disparaba preguntas y comentarios constantemente. De la casa del poeta aquel joven saldría muchas veces en compañía de Bioy Casares, Silvina Ocampo, Elena Garro, Enrique Creel y muchos más para dirigirse a Saint Germain-des-Prés, pero la imagen que siempre recordó fue la de un día gris, cuando Paz lo llevó a conocer la obra de Max Ernst —“Europa después de la lluvia”—, en la Place Vendôme: “La mirada de Ernst y la de Paz eran intensamente azules, ‘como el viento partiendo en dos la cortina de nubes’. Pero Ernst tenía un perfil de águila y la cabellera blanca; el joven Paz era esbelto, de melena ondulante e irresistible atractivo para las mujeres”.
Esa misma escena sería recordada por Paz cuando en noviembre de 1972 ofreció el discurso de bienvenida a Fuentes como miembro de El Colegio Nacional: “En dos ocasiones me ha tocado recibir a Carlos Fuentes. La primera fue hace más de veinte años, en París; la segunda, esta noche en El Colegio Nacional. ¿Somos los mismos que se encontraron por primera vez una tarde del verano de 1950 en una casa de la Avenida Victor Hugo? ¿Los mismos que al día siguiente fueron a una galería de la Place Vendôme para ver una exposición de Max Ernst, recién vuelto de Arizona?”.36
Las fechas no coinciden en el recuerdo de ambos. Para Fuentes era abril, para Paz el verano.37 Pero era 1950, el año en que iniciaría el juicio a Rousset, un proceso que llamó la atención, incluso de Der Spiegel, que en su edición del 23 de febrero comentó que Rousset se encontraba en los campos de deportación bávaros, buscando testigos clave.38 El año 1950, cuando Solzhenitsyn fue trasladado a un campo de concentración en la ciudad de Ekibastuz y la Unión Soviética restableció la pena de muerte de manera oficial, pues el gulag llevaba más de tres décadas en operación y había cobrado la vida de millones de personas.
En Berlín se celebraba el primer Congreso por la Libertad de la Cultura, y ante miles de personas, el 26 de junio de 1950 Arthur Koestler leía el “Manifiesto a los hombres libres” en el Funkturm Sporthalle. Ignazio Silone, David Rousset, Germán Arciniegas, entre la centena de participantes de la reunión, escuchaban atentos las palabras de Koestler: “Privado del derecho a decir ‘no’, el hombre se convierte en esclavo”.39 En México, al sur de la capital daba inicio la construcción de la Ciudad Universitaria; la gente guardaba para el recuerdo las primeras monedas de 25 centavos de plata y tal vez comentaba, frente a los aparadores, las palabras con las que RCA Víctor se congratuló por la primera emisión de XHTV Canal 4, con la transmisión del IV informe de gobierno de Miguel Alemán, el primero de septiembre de aquel año:
En la historia de los hogares mexicanos empieza este día una nueva era... Sus hijos gozarán sin peligro alguno de espectáculos especialmente planeados para ellos... Las noticias que conmueven al mundo llegarán a usted, con verismo, con una realidad jamás soñada antes... Los más famosos astros del deporte jugarán para usted y los suyos... Rutilantes estrellas del cine y del teatro actuarán en su propia sala.40
Lejos de París, y pocas semanas después de que Aventurera y Los olvidados fueran abucheadas por el público en las salas cinematográficas, el 25 de diciembre de 1950 corrió la noticia de la muerte o suicidio de un poeta mexicano cuyos amigos, y él mismo, habían cambiado la historia de nuestra literatura: Xavier Villaurrutia.
Paz se enteró de la muerte de Villaurrutia una mañana de ese fin de año en la embajada de México. Fue Rufino Tamayo quien le comunicó la noticia. No sintió nada en ese momento sino poco después, cuando a solas se dio cuenta de su significado:
No podemos decir nada frente a la que dice nada. La muerte es la in-significación universal, la gran refutación de nuestros lenguajes y nuestras razones. Durante esos años en París, a veces pensaba en el regreso a México y me repetía, mentalmente, aquellos versos de Tablada dedicados a López Velarde: “Qué triste será la tarde, / cuando a México regreses / sin ver a… X.V.”. Terminé por regresar, nueve años más tarde. Un México distinto. Nuevos amigos: Carlos Fuentes, Jorge Portilla, Ramón y Anna Xirau, Elena Poniatowska, Jaime García Terrés.41
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