Prólogo

Habiéndonos propuesto escribir en este libro la vida de Alejandro y la de César, el que acabó con Pompeyo, por la muchedumbre de hazañas de uno y otro una sola cosa advertimos y rogamos a los lectores, y es que si no las referimos, ni aun nos detenemos con demasiada prolijidad en cada una de las más celebradas, sino que cortamos y suprimimos una gran parte, no por esto nos censuren y reprendan. Porque no escribimos historias, sino vidas, ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces, un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para declarar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades.

PLUTARCO

Este no es un libro de crítica literaria. Sí, la lectura de una o varias pasiones, perseguidas con los ojos de mi propia pasión. Al final del camino y al inicio de este prólogo aún sostengo que todo acto de escritura es autobiográfico, ya sea un recado, un poema, una novela, un ensayo o una biografía; pero la literatura y el arte son la forma superior de nuestra existencia. Eso aprendí escribiendo estas páginas, aunque el libro no se trata de mí, sino de la amistad entre Octavio Paz y Carlos Fuentes, de la pasión devoradora que los unió y los separó: la crítica.

Uno de los últimos documentos conservados en las cajas 305 y 306 de la Firestone Library de Princeton, donde Fuentes depositó su correspondencia con Paz, es una carta del poeta, fechada el 27 de julio de 1982, donde le dice: “La amistad es como las plantas: hay que regarla a diario. A veces, también, hay que podarla: demasiado frondosa deja de dar flores y frutos. Y mucho sol —un acuerdo total— la marchita. Las diferencias —si se dicen— son un agua milagrosa. Por fortuna tú y yo no coincidimos en muchas cosas, aunque sí, creo, en lo esencial”.1 El último documento allí resguardado es la invitación para asistir al homenaje Más allá de las fechas, más acá de los nombres. Octavio Paz: 70 años.

“Es nuestro poeta, nuestro semejante y nuestro amigo, es nuestro hermano mayor”, dijo Carlos Fuentes aquella noche del 20 de agosto de 1984, en el Palacio de Bellas Artes, durante el homenaje que el gobierno mexicano le ofreció a Octavio Paz para celebrar sus 70 años de edad. “Que 1984 les traiga, además, el feliz accidente de un premio que Octavio Paz, primer poeta de la América española, merece más que nadie”. Su amistad, dijo, estaba “en el centro de mi tiempo: en el centro de mi vida. No estamos de acuerdo siempre y en todo, pero siempre hemos estado de acuerdo en estar en desacuerdo. Sin embargo, como escritores y como mexicanos, es mucho más lo que nos une que lo que puede separarnos. Nos une la confianza en los valores de la vida democrática”.2 Visiblemente emocionado, Paz escuchó las palabras de su amigo y de quienes ahí se congregaron para felicitarlo y “conversar libremente entre ellos y con el público sobre los temas de su predilección, sin ninguna cortapisa y sin excluir a los más controvertidos”.3

Todavía en 1980, Paz aparecía en las novelas de Fuentes. En Una familia lejana, casi al final de esa obra que es de tantos modos autobiográfica, Fuentes, el autor, hace decir al personaje Fuentes:

Sé que en este balcón se reclinó Musset para descansar de la palidez encarnada de la princesa Belgiojoso […] pero también que desde aquel puente, en el mismo instante en que Nerval escribía El desdichado, se contemplaba ya en las aguas incesantes César Vallejo; en el Boulevard de Latour Maubourg oiré la voz de Pablo Neruda; en la rué de Longchamp, la de Octavio Paz...4

Se habían conocido en 1950, cuando la embajada mexicana en París se encontraba en esa dirección que 67 años después aún conserva, y Fuentes llegó con el Laberinto de la soledad bajo el brazo, justo como Manuel Zamacona, su personaje en La región más transparente (1958). En 2009 fue publicada Adán en Edén. Allí, Fuentes hace el retrato de un ridículo caudillo de las letras, Maximino Sol, poeta que distribuía premios y sancionaba a todos los escritores del país, privilegiando siempre a sus colegas del verso por encima de los narradores a quienes consideraba “más o menos como tarados mentales de la literatura”.5 Caricaturizado hasta en su estatura, ¿Paz se asomaba en aquel retrato? El poeta ya no pudo leerlo.

Cuando el domingo 19 de abril de 1998 voló solitaria la noticia de la muerte de Octavio Paz hasta los pasillos desiertos de la Feria del Libro de Buenos Aires, dedicada en esa ocasión a celebrar el cuadragésimo aniversario de La región más transparente, la Casa de Alvarado —en el número 383 de la calle Francisco Sosa, en Coyoacán— empezaba silenciosamente a llenarse de amigos. En México era ya medianoche; en Argentina, los albores del día 20, cuando Marie José Tramini de Paz recibió o tomó la llamada de los más cercanos. Hacía falta alguien que no llamó para ofrecer condolencias, ni entonces ni más tarde, pese a que medio siglo atrás había iniciado con el poeta una amistad que cambió la historia de literatura mexicana, de la hispanoamericana y también, por qué no decirlo, de la mundial.

En 2018 se cumplieron veinte años de la muerte de Paz y treinta del definitivo distanciamiento entre los amigos. Digo “definitivo” porque durante el largo período de su amistad ocurrieron varios momentos de ruptura que la historia de la literatura mexicana ha querido olvidar y ha consignado el año de 1988 y la crítica de Enrique Krauze —“La comedia mexicana de Carlos Fuentes” como el motivo verdadero de aquella separación. No fue de esa manera, aunque sí fue el último de sus distanciamientos visibles.

Cuando estudié la revista Vuelta advertí que algo había ocurrido, incluso al interior de la publicación, a partir de aquel ensayo. Algo que provenía de más lejos e iba más allá de la evidente división que a partir de aquel ensayo se verificó en nuestra República de las Letras y cuyas primeras y más notorias consecuencias pueden encontrarse a partir del Encuentro “La experiencia de la libertad”, organizado por Vuelta en 1990 y, dos años más tarde, durante la agria polémica que se desató a raíz del Coloquio de Invierno, organizado por la revista Nexos, la Universidad Nacional Autónoma de México y el entonces llamado Conaculta, hoy Secretaría de Cultura. Todavía la irrupción del zapatismo enfrentaría también las ideas de los viejos amigos. Sin embargo, existía una especie de bruma —y mi intención es despejarla en este libro—, una historia velada que ni todos los artículos, notas periodísticas o entrevistas que dieron cuenta de aquellos momentos mostraba en realidad.

Fueron gestos literarios, acaso imperceptibles, los que me llevaron a interesarme en la historia de esa amistad, cuyo fin se atribuye generalmente a dos hechos consecutivos: la nula defensa de Fuentes cuando Paz —quien en Frankfurt había solicitado elecciones libres en Nicaragua— fue quemado en efigie durante una marcha en el paseo de la Reforma que concluyó frente a las puertas de la embajada norteamericana al son de Reagan, rapaz, tu amigo es Octavio Paz y, más tarde, cuando Krauze publicó su ensayo en la revista dirigida por el poeta y simultáneamente en The New Republic, en el difícil año electoral de 1988.

Cuando escribí Viaje de Vuelta. Estampas de una revista (2011), no incluí la reseña de toda la polémica que surgió alrededor de “La comedia”. Solo quise dejar una breve constancia de aquel suceso. Aunque revisé exhaustivamente todo lo que había aparecido en la prensa tanto en ese momento como durante muchos años más y aún ahora (apenas hace unos meses leí nuevamente en un diario que la amistad entre Paz y Fuentes terminó a causa del ensayo de Krauze), intuía que era necesario desatar los hilos de un enmarañado y largo ovillo antes de intentar la relatoría de aquella relación, de su fraternidad y sus desavenencias.

En el recuento de las disputas agregaría otros momentos más: el primero de ellos fue la publicación de La región más transparente y la caricatura que Fuentes hizo de todos los intelectuales del momento, incluido el poeta, y cuya “apropiación” por parte del narrador —dirían ahora— fue evidente pero callada en la prensa, incluso por la propia Elena Garro, que escribió una reseña aún más negativa que la de Krauze.

Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce y la amistad revivió. Las antiguas luchas que los habían unido al principio de su amistad, sobre todo cuando Paz colaboraba con Fuentes en la Revista Mexicana de Literatura, retornaron: lo que importaba eran la literatura, la libertad, la capacidad de crear un lenguaje fuera de la “cortina de nopal”, según el dicho de José Luis Cuevas: una escritura mexicana y al mismo tiempo universal. Poco después se atravesó el problema de Cuba; pero, si en un principio Fuentes defendió la causa de Castro con vehemencia, aliado de viejos y nuevos amigos —con Fernando Benítez a la cabeza y Lázaro Cárdenas de cabecera—, el narrador se desligó de la isla a raíz de la furibunda respuesta de La Habana cuando en 1966 asistió al célebre congreso del PEN Club en Nueva York, razón por la que también fue atacado el poeta Pablo Neruda.

Paz, que no sin recelo sentía alguna simpatía por la causa de la isla en esos años, lentamente fue modificando su opinión. En aquel momento se encontraba en la India durante, quizá, los años más felices y productivos de su vida; felicidad que transmitió a su amigo junto con quien planeó durante muchos años la publicación de una revista que también incluiría al poeta Tomás Segovia. La hora mejor de Paz, según han dicho sus críticos, fue en 1968, a raíz de su postura frente a los sucesos de Tlatelolco. Asimismo, fue la mejor hora de la amistad entre los amigos. El apoyo sincero y apasionado de Fuentes pronto se oscurecería al salir Paz de la embajada y reencontrarse con su amigo en Barcelona.

Un apunte de John King en su libro Plural en la cultura literaria y política latinoamericana (2011) me dio la pauta para seguir un hilo que se convirtió en obsesión. Narrando la tan conocida historia de la revista Libre y el momento en que “oficialmente” se da por terminado el boom, King advirtió la postura marginal a la que Paz fue confinado por sus amigos en aquella empresa. Teniendo ya escritas más de ochenta páginas donde reseñaba la polémica alrededor de “La comedia”, decidí regresar en el tiempo para ver qué había ocurrido y de esa insistencia nació esta historia.

Sé que llamar a Octavio Paz marginal puede resultar ridículo, pero estoy convencida de que lo fue, a su manera. Un extraño marginal que siempre estuvo en el centro; centralidad que él mismo buscó y por la que luchó toda la vida. Por eso, la historia de Libre me parecía extraña: algo no encajaba en los cientos de artículos, autobiografías, memorias y correspondencia publicadas al respecto. Sentía que ahí había ocurrido una falta a la amistad, apenas sugerida en las palabras de Plinio Apuleyo Mendoza, secretario de aquella revista, cuando señaló que en los inicios de Libre podía hallarse un proyecto preparado por Paz y cuyo título, al parecer, era El Blanco. La multicitada frase de Paz, recordando que se había alejado de Libre porque en ella aparecían personas que no eran de su agrado, era otra de mis escasas pistas, tanto como las breves citas de la correspondencia entre los miembros del boom consignadas por Jaime Perales en Octavio Paz y su círculo intelectual (2013).

Consulté con amigos, especialistas en la obra de Fuentes y algunos biógrafos de Paz. La respuesta fue siempre parecida: “Deja eso. Esa historia está clarísima”. Yo no lo creía así. No fue sino hasta que tuve entre mis manos la correspondencia entre los dos escritores cuando comprendí que mi intuición no era errónea. Lo primero que hice fue buscar una fecha: 12 de septiembre de 1970, cuando en Le Monde apareció la noticia del lanzamiento de Libre. No había una carta ese día, pero sí dos meses después, dirigida por Paz a su amigo. Supe entonces que aquella historia, tantas veces repetida, podía leerse desde otra arista, si no esencial para el desarrollo de Libre o la historia del affaire Padilla, sí para entender algunas de las razones no escritas para el nacimiento de Plural y para el desarrollo de la literatura mexicana en el paisaje de la relación entre los más importantes exponentes de nuestras letras durante la segunda mitad del siglo XX.

El nacimiento de Libre y las circunstancias que rodearon a Paz y a Fuentes en esa historia fue, para mí, el segundo momento de su separación. De allí en adelante, y pese a que Fuentes fue columnista tanto de Plural como de Vuelta (si bien nunca formó parte de sus consejos respectivos), se fue destejiendo la historia de su amistad. Una fecha y un nombre se repetirán a partir de entonces en la historia de sus desavenencias: 10 de junio de 1971 y Luis Echeverría Álvarez, nombre que resonará en la cabeza del poeta hasta sus últimas horas, cuando aun explicó a Reforma que el expresidente estaba equivocado en sus declaraciones de aquellos días y que él no había ganado el Premio Nobel por haber traicionado a Fuentes.

No quisiera aumentar las páginas de este libro, ya de por sí muy extenso, en el que intento reconstruir la historia de una amistad que de tantos modos marcó el devenir de nuestra literatura, pero también de nuestra política. Me interesó, sobre todo, dar la voz a sus protagonistas, razón por la que su correspondencia fue vital. También quise rastrear algunas de las polémicas en las que intervinieron para documentarlas; pero, sobre todo, para recordar que alguna vez la literatura mexicana y la latinoamericana mostraron en los debates de la prensa una profundidad y un nivel que, pese a su extraordinaria rudeza verbal, no han vuelto a tener.

Debo confesar que me negaba a concluir el libro, temiendo haber olvidado algo. Seguramente lo olvidé. Seguramente aparecerán más diarios, memorias o correspondencias que permitirán ver la historia de otra manera, comprenderla un poco más; entonces será necesario tomar el camino de vuelta. Con toda certeza, los lectores podrán conocer o encontrar también otras voces y otras resonancias; elegir diferentes ángulos de mira, seleccionar pasajes distintos de los que yo cité. Ese es su privilegio, pero también el mío.


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