3. Dos divinos

Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos; la única mirada definitiva era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo. Esos fueron los días amigos y creíamos que jamás se acabarían, que seguiríamos cantando: esos fueron los tiempos felices, los días como frutos, como soles, en que el olmo daba peras.

ELENA PONIATOWSKA, Las palabras del árbol

El regreso

Fuentes corregía a toda velocidad los cuentos de Los días enmascarados que Juan José Arreola publicaría al año siguiente, 1954, en la colección Los Presentes. Llevaba algunos años escribiéndolos y el origen del “Chac Mool” —insistió desde su publicación— se había gestado a principios de 1952, cuando leyó en la prensa la fabulosa aventura de las piezas mexicanas que habían viajado a Europa para presentarse en una exposición y en su tránsito se habían desatado lluvias torrenciales. Las tormentas se debían —contaba Fuentes— a la presencia del dios de la lluvia: “Se hizo famoso el hecho, y por ejemplo campesinos de ciertos valles de España donde nunca había llovido mandaban unas cuantas pesetas por correo al Palais de Chaillot, que las ponían en el estómago de Chac Mool, y llovía en ese valle después de cincuenta años. Cruzó el Canal de la Mancha en medio de tempestades que nunca se han visto… Este fue el origen del cuento”.1 Muchos años después, Elena Garro aseguró que ese cuento había sido calcado de uno de Bioy Casares,2 leído por Fuentes en 1950, cuando se conocieron en París. Lo cierto es que de la tormenta de 1952 nada reportó Fernando Gamboa, subdirector del INBA y comisario de la Exposición de Arte Mexicano Antiguo y Moderno, en el discurso que ofreció en París al inaugurar la exhibición. Después de realizar un recorrido crítico del arte mexicano precolombino y colonial (como se llamaron dos de las secciones de la muestra), se refirió al arte moderno y al contemporáneo, y lamentó la imposibilidad de trasladar la pintura mural mexicana. Destacó, sin embargo, la obra de Rufino Tamayo, pues en su pintura se fundían “el mismo misterio, la misma alta poesía y el poder esencial de formas que presidieron las artes de las culturas precolombinas”.3

La muestra fue muy concurrida en la capital francesa. Se había expuesto primero en Estocolmo y su destino final sería Londres. En el archivo de Fernando Gamboa existen fotos de Breton recorriendo las salas y también del monumental Chac Mool. Lejos de ahí, en India primero, y luego en Japón, Paz lamentaba su ausencia en París. Él, que en noviembre de 1950, había ayudado a que se realizara la primera exposición individual de Tamayo en la Galérie Beaux-Arts y había conseguido que Jean Cassou y Breton escribieran textos para el catálogo, ahora debía conformarse con las noticias que su amigo Lambert le enviaba. En varias ocasiones le pidió informes sobre la recepción de la muestra pues, debido a las discusiones que sobre el tema había tenido en el pasado, la reacción le interesaba particularmente. Aunque no hacía tanto tiempo que había intentado romper el hielo con Siqueiros (en una comida a la que asistieron también Paul Éluard y José E. Iturriaga, quien lo narra),4 temía —se lo dijo a Lambert desde Tokio, el 15 de junio de 1952— que “ciertos intereses pretendan hacer pasar el éxito de la exposición como triunfo personal de algunos pintores y tendencias (Siqueiros y compañía)”. Cuando 15 días más tarde al fin Lambert le dio sus impresiones, Paz insistió en que le mandara “algún artículo o apreciación crítica”, pues tenía mucha curiosidad por ver la recepción de los franceses.

Quizás, aunque en su correspondencia no hay rastro de ello, Lambert le envió el texto que Jean Cassou, el conservador del Museo de Arte Moderno de París, publicó tanto en París como en México, sobre la muestra.5 París había quedado lejos y mientras Paz luchaba contra los mosquitos en Japón, según le contó a Reyes, iniciaba uno de sus calvarios. No le alcanzaba el sueldo, pues el costo de la vida en Tokio era altísimo y sus quejas y pesadumbres fueron dirigidas a Reyes, pero también al secretario Tello Baurraud y a Eduardo Espinosa y Prieto —subdirector general del Servicio Diplomático—. Vivía con su familia en un hotel —el Hotel Imperial, que “sería en realidad durante varios años la sede de la Embajada”—6 y pronto se enfrentaría a “uno de los momentos más duros” de su vida, le confesó a Lambert en carta del 29 de septiembre de 1952. Elena Garro estaba gravemente enferma. El diagnóstico —mielitis— hacía forzosa la salida de Paz de Japón pero, sugiere Aurelio Asiain, también influyó en su deseo de partir “el ahogo del círculo familiar”.

En su Japón en Octavio Paz, Asiain nos deja ver las vicisitudes de aquellos días, cuando solo la intervención del embajador Manuel Maples Arce frente al presidente de la República consigue que las reiteradas peticiones de Paz al respecto sean atendidas y su orden de traslado se hace efectiva el 29 de octubre de ese año. Paz se dirige a la Legación de México en Berna, Suiza, y cuatro meses más tarde lo comisionan a Ginebra, como encargado de negocios de la Misión ante los Organismos Internacionales.

Justamente de Ginebra, Fuentes había salido un año antes, el 5 de abril de 1951, según se informó en un memorándum del 21 de ese mes, firmado por el jefe del departamento de Servicio Consular de la SRE, Daniel Escalante. Sin embargo, desde febrero se había preparado ese regreso, conforme se lee en el “Acuerdo” del día 12, firmado por Manuel Tello: “Gírense las órdenes correspondientes a fin de que sea llamado a esta capital el C. Carlos Fuentes Macías, canciller de Tercera, actualmente comisionado en Ginebra”. Concluía así su labor en la OIT y también como secretario del embajador Roberto Córdoba, que entonces representaba a México en la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas. Ya en México, Fuentes se presentó a trabajar el 20 de abril a la Secretaría y tres meses después solicitó el disfrute de las vacaciones reglamentarias que se le concedieron a partir del 2 de agosto de ese año. No obstante, no volvería a ese trabajo: el 25 le escribe a Tello en tercera persona para que se acepte su renuncia al cargo que venía desempeñando, “en virtud de que necesita mayor tiempo para dedicarlo al estudio y, en tal virtud, no podría desempeñar debidamente el empleo con el que fue favorecido”. Su renuncia fue aceptada de inmediato, si bien se tenía conocimiento de ella desde el 28 de julio, pues con esa fecha Manuel Aguilar avisó al director general de Cuenta y Administración: “se aceptará la renuncia presentada por el C. Carlos Fuentes Macías…”.

Fuentes no se distanció tanto tiempo de Relaciones Exteriores, pero en 1951 se dedicó a sus estudios en la Facultad de Derecho de la UNAM, donde se relacionó con varios de los amigos que lo acompañaron gran trecho de su vida. Allí, en el curso Teoría General del Estado impartido por Manuel Pedroso, hizo buenas migas con Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Porfirio Muñoz Ledo, Luis Prieto y Sergio Pitol, entre otros amigos a quienes asombraba discurriendo sobre las clases del admirado profesor que le había mostrado cómo La comedia humana de Balzac podía servir para entender la naturaleza no solo de las relaciones sociales, sino también del poder político. La imagen del joven Fuentes podía compararse, por su elegancia y aplomo, con algún “personaje de Henry James que vuelve a su país después de haber realizado el grand tour por las principales capitales del mundo”,7 recuerda Pitol, quien dos décadas más tarde se convirtió en consejero de asuntos culturales de México en Francia, cuya embajada estaba a cargo de Carlos Fuentes. Otro de los recuerdos constantes de sus amigos sobre la personalidad de Fuentes es su enorme disciplina y su capacidad de trabajo: mientras ellos intentaban recuperarse después de largas noches de juerga, Fuentes estaba frente a la máquina de escribir desde muy temprana hora.

Los esfuerzos por concluir Los días enmascarados se combinaban con su labor en la revista que el director de la Facultad de Derecho, Mario de la Cueva, había impulsado con sus mejores alumnos. Medio Siglo se llamó aquel órgano estudiantil que nació en 1953 y que posteriormente dio nombre a una de las más importantes generaciones de escritores mexicanos. En su inicio escolar su comité directivo estaba integrado por Fuentes, Rafael Ruiz Harrel Lozano, Jenaro Vázquez Colmenares, Porfirio Muñoz Ledo, Flores Olea y Wimer Zambrano. Sus colaboradores eran, además, Sergio Pitol, Salvador Elizondo y Juan Bañuelos, entre otros.

La vida parecía una larga celebración aquel año de 1953 cuando Fuentes y sus amigos recorrían los bares de la Ciudad de México o hacían fiestas interminables. Todo era motivo de festejo, y el titular de la muerte de Stalin —“YA”— aparecido en los diarios el 5 de marzo de 1953 fue motivo aún mayor para una celebración épica en el departamento que Salvador Elizondo había alquilado en “un quejumbroso piso en la calle de Tacuba, trasfondo de un viejo palacio colonial que me sirvió de ambiente para Aura. Allí, famosamente, celebramos la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953, con un ‘fiestón’ de donde surgieron, unidas para siempre, numerosas parejas. El amor nace en la fiesta”.8

Lejos de la fiesta, solo en la oficina de Ginebra con la única ayuda de una empleada, Paz se exasperaba con las múltiples reuniones a las que debía asistir y aseguraba a sus amigos que su intención era volver a México. Cuando el 20 de enero de 1953 le escribió a Andrés Iduarte para felicitarlo por su nuevo puesto como director general del INBA, se congratuló de que hubiera vuelto a México pues seguramente así podría realizar “una obra. Nunca me simpatizó mucho Simbad y sí Ulises, el viajero que lucha por volver y que regresa para quedarse”.9 En el fondo, hablaba de sus propias ilusiones.

Ya había pasado el peligro de la enfermedad de Elena y su vida parecía estancarse, nuevamente, en la grisura de las oficinas, salvo por la visita de varios amigos, entre ellos André Pieyre de Mandiargues y su esposa, Bona Pisis de Tibertelli, a quien Paz conoció en 1948 y de quien se enamoraría frenéticamente en 1953, en Suiza. En ese reencuentro, en un café del Quai Fleuri frente al lago Leman donde Paz observaba diariamente un “Jet d’Eau danzando en la rada” y cuya altura alcanzaba cerca de 150 metros, el poeta “miró llegar el esplendor de Bona y su magnífico caminar ondulante y miró el árbol de cristal”.10 En esa imagen perdurable se cifrarían los primeros versos de Piedra de sol y muchos otros poemas de Paz que Sheridan analiza magistralmente en Los idilios salvajes.

Salvo ese encuentro, pocos asuntos relevantes le ocurrían, él, tan ávido de movimiento. Sin embargo, en mayo se enteró del encarcelamiento de Victoria Ocampo y otros intelectuales argentinos, pues recibió una carta escrita en clave y firmada por “Pedro”, que en realidad era José Bianco, según le explicó a Alfonso Reyes el día 23. Efectivamente, el 8 de mayo Ocampo había sido detenida en su casa y recluida en El Buen Pastor, la cárcel de mujeres. Acusada de participar en las actividades terroristas que culminaron con el estallamiento de dos bombas en la Plaza de Mayo el 15 de abril, Ocampo permaneció 26 días en la cárcel y su detención, junto con la de varios intelectuales argentinos, causó una sacudida en el mundo intelectual. Cartas de protesta y adhesión llegaron a la Casa Rosada de todas partes del mundo: Camus organizó la firma de intelectuales franceses; Neruda escribió a título personal a Juan Domingo Perón11 y Gabriela Mistral hizo lo propio; el primer ministro indio, Nehru, intervino muy decididamente; Aldous Huxley y Waldo Frank impulsaron un comité para la liberación de los intelectuales argentinos y Denis de Rougemont, al frente entonces del Congreso para la Libertad de la Cultura, se dirigió “al Gobierno de México (y a los de Francia, Inglaterra y especialmente a Nehru) solicitando que intervengan ante el Gobierno argentino y gestionen, oficiosamente, la liberación de nuestros amigos”, le reseñó Paz a Reyes en esa carta donde pedía su ayuda e intervención para que el Gobierno Mexicano actuara de inmediato. Un mes después de salir de la cárcel, el 17 de junio, Ocampo escribió a los amigos que habían intervenido para su liberación una larga misiva donde narró su estancia en El Buen Pastor y la recepción en Argentina de aquellas muestras de solidaridad:

Ninguno de los telegramas o pedidos que mandaron los escritores del exterior fue publicado en ningún diario de la República. La reclamación de los mexicanos fue mencionada en La Prensa, sin dar nombres ni decir de qué se trataba y agregando que tal reclamación carecía de toda importancia y que otro diario de México declaraba que, desde hacía muchos años, yo era una espía del F.B.I. Hace tres días se publicó en La Prensa que por pedido de Gabriela Mistral se me había puesto en libertad, pero que se seguiría investigando mis infracciones a tales y cuales leyes y se seguiría el proceso. ¿De qué infracciones y de qué proceso hablan? Lo ignoro. Lo estarán inventando. Yo no he hecho nada fuera de ser antiperonista y de censurar à haute et inteligible voix la dictadura monstruosa que nos aplasta.12

Como consta en las cartas enviadas a Reyes y Lambert, la actividad de Paz en apoyo de sus amigos argentinos fue intensa pero breve, considerando la respuesta más o menos rápida del gobierno de Perón. De nuevo, frente a la opacidad de los días burocráticos, Paz encontró en la charla de otro joven argentino, Roberto Vernegro, un aliciente intelectual. Poco antes de partir de Ginebra, Vernegro le realizó una larga entrevista sobre su postura alrededor del surrealismo y Paz tuvo la oportunidad de asegurarle que su lenguaje estaba realmente lejos del surrealista pues la universalidad de la poesía dependía “de ser expresión genuina de lo propio. Y para un poeta, lo propio —su único bien y propiedad— es el lenguaje. Un lenguaje que se confunde con su ser mismo. El poeta está en sus palabras; no cabe distinguirlo o separarlo de ellas. Las mías, mis palabras, son españolas”.13 Sin embargo, el surrealismo le atraía como ejemplo de movimiento; le emocionaban también “su carácter de aventura espiritual colectiva; su desesperada tentativa por encarnar en los tiempos y hacer de la poesía el alimento propio de la sociedad; su afirmación del deseo y del amor; el continuo proyectarse de la imaginación”.

Antes de esa entrevista, el 25 de julio, Paz le había confesado a Reyes su miedo de volver al país. Veía el retorno como “una prueba definitiva”, pues regresar significaba “enfrentarse con las verdaderas posibilidades de uno”. En la entrevista con Vernegro, firmada en el verano de 1953, respondió a la pregunta sobre su viaje inminente: “Creo que México es uno de los lugares imantados del mundo. Y, por favor, no veas en esta afirmación nada que huela a nacionalismo, verdadera gangrena moderna. México, quizá, sea uno de los sitios donde pueda cobrar realidad el mito poético del Encuentro. En otro plano, diverso del poético, pero correspondiente, me parece que en México existe la posibilidad del libre diálogo”. Paz se equivocó. En México lo esperaba la gangrena del nacionalismo más escandaloso.

Su llegada, el 25 de septiembre de ese año, no fue sencilla ni personal ni literariamente hablando, y en el plano intelectual coincidió con el “apogeo de la ‘filosofía de lo mexicano’”, señala Enrico Mario Santí.14 Ese apogeo tenía su origen en el libro de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México (1934), pero también en las conferencias que el grupo Hyperión organizó en la Facultad de Filosofía y Letras en 1948 y las que, para celebrar “50 años de cultura en México”, se efectuaron en el Palacio de Bellas Artes, justo el año en que apareció El laberinto, según apuntó José Luis Martínez en su columna “La vida literaria”, una de las primeras reseñas,15 no muy entusiasta por cierto, sobre ese libro de Paz al que Martínez encontró con limitaciones y una “curiosa confusión de disciplinas” que se salvaban solo por la videncia del poeta.

En 1953, y como siempre que regresó al país, un temor se anudaba en la garganta de Paz: el de la soledad en medio de una multitud cuyo rostro tenía la marca de la indiferencia o el ninguneo. Lo cierto es que su regreso era esperado por varios amigos y su aparición en el mundo cultural no pasó inadvertida. Apenas dos días después de su arribo, la prensa lo recibió de esta manera: “Por asociación de ideas, al hablar de espléndidos poemas, nos acordamos de los de Octavio Paz y de que este debe haber llegado ya a su puesto de subdirector de Organismos Internacionales de la Secretaría de Relaciones Exteriores”.16 En la misma nota se anunciaba que la editorial de Arreola, Los Presentes, estaba decidida (“a como dé lugar”) a publicar un libro de poemas suyo. Tal vez Arreola recordaba que, durante sus momentos de hambre y penuria en París, Paz le había regalado camisas, dinero, “no sé cuánto, si dos o tres mil francos y además, algo inaudito, la mitad de una pieza de turrón, de Alicante o Jijona, no sé, pero turrón auténtico”.17 En Los Presentes, sin embargo, no se publicó ningún libro de Paz.

No solo la prensa lo acogió a su llegada. Carlos Fuentes organizó una cena para recibirlo en el domicilio de sus padres, en la calle de Tíber, y ahí lo celebraron Ramón y Ana María Xirau, José Luis Martínez, Jorge Portilla, Emilio Uranga, Alí Chumacero, Creel y Elena Poniatowska que, temblorosa, se atrevió a decirle al hombre que acababa de conocer: “¿Sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama ‘el becerro de oro’?”. Quizás asombrado, pero sonriente, Paz preguntó la razón y obtuvo una respuesta: “Porque todos acuden a adorarlo”.18

El “pastelero literario”

A pesar del afectuoso recibimiento de sus amigos, el trabajo en la Secretaría era agobiante y la Ciudad de México lo desconcertó. En muy poco tiempo volvió a aparecer su mayor obsesión: hacer una revista. ¿Con quién, con quiénes? Desde mediados de ese año, Jaime García Terrés había asumido la dirección de Difusión Cultural de la UNAM, y en el mes de septiembre apareció el primer número de la Revista Universidad de México en su nueva época, ya bajo su encargo. En ese número se estrenó también la columna de Carlos Fuentes, “El cine”, y junto con sus amigos Flores Olea y Sergio Pitol, se encargó de varias de las “Notas Bibliográficas” de la revista. Para el número 3 (noviembre de 1953) Fuentes ya aparecía en el directorio como jefe de redacción, puesto que dejaría en marzo del año siguiente, cuando reingresó a la SRE como jefe de Departamento de la Dirección General de Prensa y Publicaciones, según el acuerdo de esa fecha, firmado por el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Padilla Nervo. Su encargo en la revista de la Universidad fue asumido entonces por Emmanuel Carballo.

Carballo había dejado su natal Guadalajara el mismo mes en que Paz volvió a México. Al principio solo en la gran ciudad, pronto hizo amistad con varios de los redactores de la Revista Universidad de México, y según relató a Iván Pérez Daniel,19 su primer acercamiento con Fuentes surgió después de que el jalisciense visitara a Paz en su oficina de la Secretaría de Relaciones Exteriores y el poeta los puso en contacto. A partir de entonces entre los tres planearon lo que en 1955 se convertiría en la Revista Mexicana de Literatura. Aunque el mismo Pérez Daniel refuta estas declaraciones, pues son temporalmente inexactas, sí fue Paz quien, en la opinión de Fuentes, los impulsó a crear una revista “que ofendió seriamente los sentimientos xenófobos y nacionalistas de la época”.20

Aún faltaban dos años para que eso ocurriera y existieron variados intentos del poeta para fundar una publicación, primero con Ramón Xirau y más tarde con Octavio G. Barreda —el Almanzor Barreda, “el más implacable inquisidor”, como lo llamaba el poeta diez años atrás, cuando juntos hacían El Hijo Pródigo y, desde Berkley, Paz comentaba a sus compañeros redactores el disgusto que le había provocado un número de la revista y lo hacía con su “habitual encarnizamiento, de corrido y, por primera vez, sin ‘interrupciones’”.21 Tal vez por ello intentó reanimar aquellas críticas pero amistosas disputas del tiempo de Barreda; sin embargo, mientras esto ocurría y el lanzamiento de una nueva revista dirigida por Paz era la comidilla del medio cultural, el propio Carballo y otros jóvenes planeaban también una publicación cuyo nombre tentativo sería Calibán. Esos jóvenes (el mismo Carballo, Fausto Vega, Enrique González Rojo) estaban decididos a publicar una revista que a un tiempo propusiera nuevos horizontes para la literatura mexicana sin olvidar a los grandes nombres de nuestra tradición. Comenzaron a realizar entrevistas que tentativamente aparecerían en dicha publicación y consultaron a cuantos escritores pudieron. Uno de ellos fue Alfonso Reyes, quien el 12 de febrero de 1954, los recibió en su casa y apuntó en su diario los generales de esa entrevista que no vio la luz en Calibán, pues nunca apareció. A ellos se refería Paz cuando ese mismo día le escribió a José Bianco pidiéndole colaboraciones para una nueva publicación realizada por “un grupo de muchachos que se han hecho amigos míos”, y también a Lambert, a quien igualmente le escribe el 12 de febrero y le ofrece datos generales de esa “gaceta literaria” (“será mensual y se llamará Calibán”), cuya aparición estaba planeada para el mes de marzo y, explicaba Paz, se trataba de “una versión, bastante modesta, de los semanarios literarios en París. Los editores —Emmanuel Carballo y Fausto Vega— desean que usted les envíe un artículo de cuatro páginas con informaciones sobre la vida literaria y artística de París”.

Aunque Paz escribía a sus amigos solicitando colaboraciones para aquellos jóvenes, su ánimo era más bien sombrío: a medio año de su llegada a México la atmósfera le parecía “atroz”. Todo tomaba el perfil de “un gran fracaso”, se quejaba con Lambert al final de esa carta. Apenas en enero había ofrecido una entrevista a Rosa Castro para México en la Cultura, en la que su ansiedad y disgusto son evidentes por la forma como realizó la entrevista: rechazó cualquier pregunta y “apenas planteado el asunto, lo abarcó todo de golpe, de golpe también afloró la respuesta en sus ojos, y si no la lanzó también por entero de golpe, fue solo por la imposibilidad física del hombre de no poder pronunciar más de una sola palabra a la vez”.22 Las declaraciones de Paz abordaron, sin mencionarlo directamente, las ideas de su viejo amigo José Revueltas, quien había manifestado que solo consideraba a la literatura “como un instrumento para trabajar socialmente” en el suplemento anterior. Para Paz la misión de la literatura consistía en descubrir y revelar al hombre. No era un instrumento ni una herramienta pues, al revelarlo, la literatura descubría a un hombre concreto, a un hombre libre. Las herramientas no podían rebelarse contra su propia naturaleza y condición; los hombres, sí, y esa capacidad se llamaba libertad. Pero existían poderes externos —“los Estados, las Iglesias, los partidos y las academias”— que pretendían desnaturalizar o mutilar la obra artística y, para el poeta, oponerse a ellos era la batalla primordial a librar. Paz estaba en pie de lucha y el ambiente no era ajeno a su intención.

En la columna “Autores y Libros” (México en la Cultura, del 24 de enero) se afirmó que Paz pronto se convertiría en “jefe de escuela, no porque aspire a que lo sigan los escritores mexicanos […], no porque pretenda establecer una academia ni una capilla, sino porque ha mostrado ser capaz de interesarse por lo que hacen los demás y de interesar a los demás en lo que él hace”.23 Sin embargo, nada lo consolaba, según puede apreciarse en los apuntes de Alfonso Reyes en su diario, pues el 19 de abril de 1954 escribió: “Visita de Octavio Paz, muy quejoso, pero no hay que acompañarlo en sus quejas porque nada más se le daña, y luego sus quejas mudan de rumbo”. En esa circunstancia, para Paz solo había dos salidas: entablar una polémica o publicar una revista propia.

En la primera página del número 271 de México en la Cultura, el 30 de mayo apareció “Poesía mexicana contemporánea”, un artículo demoledor de Paz contra Antonio Castro Leal, autor de la antología La poesía mexicana moderna (FCE, 1953). Castro Leal no era cualquier crítico: último rector de la Universidad antes de que se volviera autónoma, miembro del Colegio Nacional, de la Academia Mexicana de la Lengua y de la generación conocida como los “Siete sabios”, en 1952 había concluido su encargo como embajador de México ante la Unesco y había regresado al país y a la universidad con el puesto de Coordinador de Humanidades, en el que se desempeñó hasta 1954.

Precisamente la Unesco, por instancias de su director, Jaime Torres Bodet, había promovido en 1950 la realización de la Anthologie de la poésie mexicaine (París, Editions Nagel, 1952) con la selección e introducción de Paz y la presentación de Paul Claudel, que muchos disgustos había causado al joven poeta pues, le comentó a Reyes el 1.o de junio de 1950, se le había exigido un panorama histórico —“fantasmón de nuestra época”—, que le había impedido ser más riguroso en la selección. Lo cierto es que, a causa de la presentación que Claudel hizo de la antología, se enlazó en tremenda batalla verbal con Torres Bodet, a quien le escribió varias cartas desde Nueva Delhi expresando su rechazo y disgusto. Una de ellas, la del 10 de abril de 1952 fue especialmente dura. Torres Bodet le había sugerido que dejara a un lado su cólera y rencor contra Claudel, y Paz le repuso: “Debo responder a su invitación para que reflexione ‘sin cólera y sin rencor’. La cólera, en el mundo actual, no me parece una mala pasión —cuando no es la cólera de los fuertes—. Más bien es un indicio de salud moral. Su otro nombre es indignación. Pero, indignado o colérico, no me siento culpable de rencor. ¿Por qué tendría yo rencor?”. Debía ser intransigente pues para Paz era claro que no era necesario viajar a “Oriente para saber lo que significa la palabra imperialismo” y la actividad de Claudel, tanto como su obra o la de Kipling eran el testimonio de una época atroz, más allá de sus méritos literarios.24

Años después enviaría a Torres Bodet otra carta —si no colérica, sí terrible— para solicitarle que no fuera él, Torres Bodet, quien contestara su discurso de ingreso a El Colegio Nacional. Sin embargo, en 1950, cuando realizó la antologíasiguió narrándole a Reyes—, había revisado una “copiosa nómina de Castro Leal —cerca de ochenta poetas, más de los que acepta Gide en su Antología francesa—” y la redujo a 34 nombres, pese a que él habría preferido incluir solo una docena.

Tres años más tarde, aún desde Ginebra, y cuando la desdichada antología de la Unesco ya había aparecido, Paz supo de una conferencia que Castro Leal había dictado y le escribió a Reyes el 25 de julio de 1953: “Tengo entendido que Castro Leal dijo una conferencia sobre la poesía mexicana moderna. ¿Cómo podría conseguirla? Como soy ‘parte’ no me atrevo a pedírsela directamente…”. Dicha conferencia, ofrecida como discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua apenas el 11 de julio anterior, no era otra que la introducción a la antología que pocos meses después apareció publicada por el FCE.

El trabajo de Castro Leal fue el de un “prologuista vidrioso”, según Adolfo Castañón, “quien en su crítica no supo ser justo con el poeta Reyes”,25 ni con el propio Paz, a quien acusó de “haber renunciado a la redención del hombre y de las naciones como tema político”26 a consecuencia, discurrió Castro Leal, del contacto del joven con los surrealistas parisinos. Castro Leal oponía el universalismo de Paz a un nacionalismo rancio y proponía una idea de poesía, más que viva, administrativa y académica. Años atrás, el propio Castro había saludado al joven poeta con estas palabras: “No creo que sea prematuro decir que en la generación de los poetas que van a cumplir los veinticinco años, entre los cuales se destaca sobre todo Octavio Paz, se anuncia ya una saludable ampliación del horizonte humano y una nueva sensibilidad para nuevos intereses y problemas”.27 Tenía razón entonces: Paz representaba esa nueva sensibilidad que, sin embargo, no quiso ver a la hora de publicar su antología. Para Paz, oponerse a esa nómina fue el motor de un asunto que una década después lo llevó a participar —a regañadientes, siempre en desacuerdo pero finalmente entusiasmado e imperativo— en un trabajo antológico cuyo único propósito fue enfrentarlo a la reedición de la antología de Castro Leal que planeaba el FCE a mediados de los sesenta —le confesó a Segovia en carta del 12 de marzo de 1966—. La sola idea de que pudieran volver a publicar sus poemas en esa antología le horrorizaba y le escribió a Chumacero y a Salvador Azuela, entonces director del FCE, para evitar que eso ocurriera. El 12 de febrero de 1966, le explicó al director del Fondo: “Ignoro si el señor Castro Leal ha incluido, como lo hizo en la primera edición de su obra, una selección de mis poemas. Si así fuese, ruego a usted tomar nota de que de ninguna manera autorizo la reproducción de cualquier escrito mío en la Antología del señor Castro Leal”.28 La suya, le decía a Arnaldo Orfila el 3 de mayo, debía ser una antología polémica y su antagonismo a la de Castro Leal tenía el fin único de “representar otro punto de vista”.29 No obstante, eso no ocurriría hasta 1966, cuando junto con José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y Alí Chumacero publicó Poesía en movimiento.

Entrevistado en Excélsior por Elena Poniatowska, apenas en enero de 1954, Paz aseguró que la antología de Castro Leal ocultaba la poesía mexicana, en vez de revelarla y aseguró que “muy pronto” lo demostraría en un artículo. “Conozco a muchas personas que piensan lo mismo que yo, que critican a Castro Leal, pero se quedan calladas. El silencio general y constante de todos los que son capaces de decir algo le ha dado a Castro Leal una especie de impunidad”.30 La misma Elena había iniciado una encuesta a propósito de la antología y, efectivamente, algunos de los participantes (Julio Torri y Héctor Azar) reaccionaron a las palabras de José Luis Martínez, también entrevistado, y cuya declaración había sido contra “la vanidad de los literatos que ‘tañen en soledad egoísta una pequeña lira oxidada’”. 31

Tal como lo había adelantado en enero —y después de criticar el embuste de que México era un país de pintores y no de poetas—, en su nota contra Castro Leal, Paz enderezó sus armas contra los críticos que no se comprometían y preferían hablar, “interminablemente, de la responsabilidad social, política o metafísica del escritor”.32 No le interesaba saber si eran el miedo, la pereza o la indiferencia los que producían este fenómeno que en el fondo hablaba únicamente de una “deserción”. Acto seguido explicó las razones de su texto: “Todo acto —y un libro es un acto— merece una respuesta. La mía es una réplica”. Su primer apunte al respecto fue asegurar que el libro no se trataba de una antología, pues incluía a más de cien poetas, sino de un “catálogo de nombres”. A pesar de contener a tantos, el antologador había olvidado a varios poetas importantes, entre ellos Octavio G. Barreda y González Durán. La primera sección de la antología (de Gutiérrez Nájera a Pellicer) le parecía acertada; no así la segunda, que reveló “una incomprensión casi total de lo que significa, quiere y es la poesía contemporánea”. Acusó a Castro de incurrir no solo en omisiones, sino en mutilaciones graves, debido a una insensibilidad hacia la poesía moderna “o poseído por una triste rabia fría. (Tijeras, sonrisa helada y frotarse las manos, bastante pueril, ante cada pequeña jugarreta)” y se explayó en el ejemplo de la “mutilación” de una estrofa de “Yerbas del tarahumara”, de Reyes. Esa amputación le había molestado mucho al poeta regiomontano, que el 5 de octubre de 1953 apuntó en su diario: “Castro Leal me muestra en capillas su antología poética para el Fondo y me cuenta que ‘se permitió’ quitar un pedazo de mis ‘Yerbas del tarahumara’ que no le gusta. Le dije que bien podía haberme preguntado, para siquiera poner allí puntos suspensivos. Tales puntos calza él”.

Si esta y otras podas (a Novo o Usigli, por ejemplo) eran vergonzosas, el hecho de no considerar Muerte sin fin, a Paz le resultó escandaloso. Castro Leal no tenía la capacidad para entender el acto poético más que como un ejercicio de correcta versificación y no podía advertir los elementos perturbadores de la poesía pues estaba “ocupado en limar sus frases hasta cortarles las uñas, amasando la pasta de su elegante prosa con lascivo regodeo de pastelero literario”. El “pastelero literario” tenía, además, una enorme debilidad por la palabra fino, y Paz citó las veces que la utilizó para calificar a los poetas (más de treinta). “A fuerza de finura —concluye su relación— se acababa por sentir náuseas. Es como embriagarse con crema de cacao”.

Cada uno de los apuntes críticos de Castro Leal fue despedazado por Paz hasta llegar a su propia generación —la de Taller— sobre la que, aseguró, el potosino había revelado una absoluta “sordera espiritual”. Aunque el lenguaje había sido una de las preocupaciones centrales de ese grupo, nunca había visto la palabra como instrumento literario o como un simple medio de expresión. Su “repugnancia” por lo literario estaba ligada a la búsqueda de “la palabra original, por oposición a la palabra personal” y ese solo dato los distinguía de la generación previa, la de Contemporáneos:

No queríamos tanto decir algo personal como, personalmente, realizarnos en algo que nos trascendiese. Para los Contemporáneos el poema era un objeto que podía desprenderse de su creador, para nosotros un acto. O sea, la poesía era un ejercicio espiritual […] Una experiencia capaz de transformar al hombre, sí, pero también al mundo. Y, más concretamente, a la sociedad. El poema era un acto, por su naturaleza misma, revolucionario. La actividad poética y la revolucionaria se confundían y eran lo mismo. Cambiar al hombre exigía el previo cambio de la sociedad. Y a la inversa. Así pues, no se trataba de un “imperativo social” —para emplear el lenguaje de Castro Leal— sino de la imperiosa necesidad, poética y moral, de destruir a la sociedad burguesa para que el hombre total, el hombre poético, dueño al fin de sí mismo, apareciese.

El tono de El arco y la lira, que corregía desde el año anterior, asomaba en esta defensa de su generación y Paz aseguró que las palabras clave para reunir a los poetas de Taller eran Amor, Poesía y Revolución, sinónimos ardientes.

Entonces recordó que todos aquellos jóvenes poetas habían cambiado o muerto y que las posiciones políticas de los que aún estaban vivos muchas veces los situaban en sitios opuestos. “El grupo se desgarró. Nosotros mismos, por dentro, estamos desgarrados. Es triste reconocer que no es para mañana el reinado del hombre”, dijo, pero nada de eso daba derecho a Castro para suponer que algunos de los miembros del Taller hubieran renunciado a sus creencias de juventud. Calificó de “pérfida” la alusión del crítico al desarrollo de su poesía pues, con una hojeada a su obra, el potosino se habría dado cuenta de que eso que mal llamaba “temas sociales” aparecía constantemente en su obra, pero no como “apuntes” o “temas de composición”, y le pareció “grotesco” que Castro Leal atribuyera al surrealismo su postura frente a los problemas sociales. ¿No era, de algún modo, un reproche similar al que le habían hecho a Breton en 1951, cuando lo acusaron de haber traicionado la causa revolucionaria?

El 31 de mayo Alfonso Reyes envió un breve mensaje de gratitud a Paz: “Habría que ser, de veras, un gran poeta para encontrar las palabras no gastadas, virgíneas, que expresaran mi agradecimiento y mi emoción. Ud. sabe bien que he vivido entre incomprensiones y hasta traiciones, aunque no he dejado que se me amargue por eso la viña del alma. Pues bien: Ud. me compensa plena, cabalmente. Me alegro de haber alcanzado a vivir lo bastante para que llegara este día. Perdóneme si no me atrevo a pensar que Ud. se equivoca: ¡me ha hecho Ud. tanto bien!”. Si la defensa de “Yerbas del tarahumara” habrá alegrado al polígrafo, quizás aún más las líneas donde el joven Paz advertía que solo a “regañadientes” Castro había considerado a Reyes un poeta, lo que resultaba incomprensible pues, además de su numerosa obra poética, era autor de los más importantes ensayos sobre poesía en nuestra lengua y de un amplio número de traducciones de poesía. “No es necesario repetir aquí lo que he escrito en otras partes sobre Reyes —concluía su defensa—. Baste decir que sin él nuestra literatura sería media literatura”. Con su mensaje, el maestro agradecía así al alumno que en tantos otros proyectos lo seguía, dentro o fuera de México. Uno de ellos, la revista Mito, que apenas el mes anterior había aparecido en Colombia, dirigida por Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel, y entre cuyos visibles patrocinadores se encontraban Reyes, Paz, Vicente Aleixandre, Luis Cardoza y Aragón, Carlos Drummond de Andrade y León de Greiff. En sus páginas aparecerían, quizá por primera vez juntos, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, pocos meses después.33

Las buenas conciencias nacionales

El artículo de Paz contra Castro Leal provocó gran encono en la cultura oficial y oficialista. Sin embargo, como habría de ocurrir durante el 68, suscitó una amplia simpatía entre los muchachos que acudían a visitarlo a las oficinas de Relaciones Exteriores. De allí al restaurante Kiko’s, se convirtió en un trayecto que muchos jóvenes recorrieron junto al poeta, pero Paz necesitaba un medio de difusión propio. Calibán no había aparecido y, finalmente, no era un proyecto suyo. Sus esfuerzos por publicar una revista habían sido vanos y la devaluación del peso lo había complicado todo.34 No obstante, estaba decidido a embarcarse en un proyecto más modesto, una especie de periódico literario —le escribe a Lambert el 13 de agosto de 1954—, “pues juzgo que mi presencia aquí no tendría sentido si no lograse crear un pequeño órgano que nos exprese y diga nuestra inconformidad y disgusto ante todo lo que pasa”. Su desesperación es evidente en la carta que redacta al día siguiente a Bianco, donde le asegura que solo si hace “algo concreto”, podrá escapar “del penoso sentimiento de que mi presencia aquí es inútil. Naturalmente, no se me ha ocurrido nada mejor que una revista. (Cuando los escritores quieren salvar al mundo, siempre se les ocurre fundar una revista)”. Pero ni la revista ni el periódico salieron nunca y pasaría casi un año más para que Paz se involucrara directamente, aunque sin cargo en el directorio, en la Revista Mexicana de Literatura, dirigida por sus jóvenes amigos Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo.

Su desazón, entonces, parecía no encontrar remedio. Pese a que Semillas para un himno apareció en Tezontle a finales de 1954, sentía un profundo desbarajuste emocional y esa ingrata sensación, que lo acompañaría toda la vida, de estar en un sitio que no reconocía su presencia ni la de sus libros como a él le hubiera gustado. Pocas notas se publicaron sobre ese libro, en general elogiosas, como las de Ramón Xirau y Alí Chumacero en el primer número de la Revista Universidad de México en 1955. Para Xirau, Semillas para un himno no era un libro de poesía desgarrada ni era un volumen hermético. “En él, el lector y el poeta contribuyen a la fundación de una nueva realidad, nombran diferentemente las cosas y el mundo interior de ambos se enriquece como se enriquece siempre que vienen a coincidir dos subjetividades en comunión”. Para Chumacero, pocos como Paz consagraban “tal pasión a la furia, a la alucinación de los sentidos, a la fe en la palabra como medio de interrumpir el reposo de las cosas y la imagen, que en un principio fue metáfora o símil, en Semillas para un himno se convierte en todo un universo enemistado con la pereza del diario transcurrir”.35

En esa misma nota, Chumacero llamó la atención sobre el libro de Fuentes, Los días enmascarados, un primer volumen que hacía vislumbrar el nacimiento de un verdadero escritor, pese a las críticas recibidas: “Aunque todos concuerdan en ‘lo bien escrito’ [del libro], los disidentes han exigido al autor el abandono de lo que es, por definición, la tendencia que él prefiere: la de la fantasía, que se solaza con hermanar realidad e imaginación, con detrimento de la responsabilidad del literato ante la sociedad”.36 En el número anterior de esa revista, Archibaldo Burns había saludado el libro de Fuentes como el producto de una “imaginación ágil, sostenida, como el zumbido y el vuelo de una avispa”. Fuentes tenía “la inteligencia a flor de piel” y transpiraba imaginación. “Sus influencias son las de Michaux, Swift, Paz... pero allí está él vivo todo el tiempo, igualmente ocupado en quehaceres ociosos, raspando el musgo de un Chac Mool o pensando que en México ‘hay que matar a los hombres para poder creer en ellos’. Le quitan el sueño los ídolos que todavía danzan bajo la tierra”.37 Sin embargo, no era a ese tipo de crítica al que se refería Chumacero.

Uno de los probables “disidentes” de los que habló en su nota era Joaquín McGregor, que apenas el 19 de diciembre había publicado en la Revista Mexicana de Cultura una nota sobre Los días enmascarados, donde los adjetivos adversos privaron sobre la crítica. Para McGregor, la escritura de Fuentes era el ejemplo de una “literatura desnacionalizadora”, de una “ironía descastada” pues su imaginación no se alimentaba de “realidades devastadoras o enaltecedoras”, sino que únicamente pretendía “reflejar las vivencias de la ‘secta’ presidida por Octavio Paz. Por eso es una falsa imaginación, sectaria y esotérica”.38 Para acallar las voces no sirvió de mucho el elogio de Gastón García Cantú en México en la Cultura, que aseguró que estaban equivocados quienes pensaban que escribir literatura fantástica implicaba “rehuir del mundo real, inmediato. Nada más falso. Escribir cuentos fantásticos, requiere una disciplina constante, verdadero oficio, cultura no improvisada”,39 escribió el 26 de diciembre. Ese mismo día, María Elvira Bermúdez publicó en la Revista Mexicana de Cultura otro breve elogio a Fuentes y también se refirió a Lilus Kikus, el libro de Elena Poniatowska, al que calificó de “ameno, fantasioso y sugerente”.40

Poniatowska estaba en París, donde nadie le informaba “nada, porque a nadie le importaba un comino”.41 Pero Fuentes le escribió ese año de 1955 y le dio noticia de la recepción de Lilus Kikus, que había sido reseñado en “una oscura revista de modas y cosméticos denominada Rango”. Le contó también sobre el artículo de McGregor, quien seguramente estaba “haciendo méritos para integrar algún Politburó totonaca” y lo había declarado “‘enemigo del pueblo’, ‘tránsfuga de la vida’, ‘plutócrata pseudointelectual aristocrático’, ‘títere de Octavio Paz’, ‘feroz subjetivo’ y otras maravillas”.

Él mismo había reseñado el libro de su amiga en Universidad de México por medio de un diálogo ficticio con Lilus, en el que planteó la necesidad de conocer las influencias de la autora (Lilus) pues: “Usted sabe que constituye toda una profesión buscar los antecedentes de un libro”,42 pero la “entrevistada” aseguró que los críticos eran unos “bodocudos”. El debate sobre las influencias de esa nueva generación era un punto sensible en la crítica literaria mexicana del momento. La acusación contra cualquier forma de escritura que no se apegara a los estrictos márgenes de lo nacional pronto llevaría a los jóvenes a opinar que el nacionalismo y la barbarie tenían puntos en común.

Junto a ellos, con ellos, Paz había cambiado su inicial disgusto. En 1955 su estado anímico había mejorado bastante y acudía con frecuencia a las reuniones de Los Divinos, el grupo de amigos que desde fines de la década de 1940 se reunía en algún bar o restaurante (primero en el bar Polito, más tarde en el Prendes, el bar Alfonso, el Bellinghausen y finalmente en el Estoril). “En verdad —cuenta Jaime García Terrés— nuestro objeto social era el muy humano de reunirnos los sábados a mediodía para comer bien y criticarnos los unos a los otros”.43 Algo similar recuerda Carlos Fuentes de aquel grupo bautizado irónicamente por Abel Quezada y al que acudían hasta treinta personas “para disecar los eventos de la semana y saborear las ironías cachacas de Hugo Latorre Cabal, el pesimismo animoso de Jaime García Terrés, la prudencia consustancial de José Luis Martínez, la máscara de gracejadas que ocultaba el alma profundamente poética de Alí Chumacero, la elegancia física y mental de Joaquín Díez-Canedo y el ensimismamiento juguetón, el humor inesperado, de Max Aub. Éramos los amigos de Octavio”.44 En esa época, aquellos jóvenes no solo compartían las comilonas sabatinas: algunos acudían juntos a la fiesta del 15 de septiembre, a playas y pueblos, pero también, rememora José Luis Martínez, a “admirar las vetusteces de Tongolele y otras exóticas […] Luego, los muchos años nos volvieron hoscos y nos enconchamos en nuestras soledades”.45 Las de Los Divinos eran unas reuniones “loquísimas”, según Chumacero, porque asistía “toda caterva de bribones”.46

Algunos divinos formaron parte de los dibujos que Abel Quezada diseñó años después para el papel de envolver de la editorial de Díez-Canedo, Joaquín Mortiz. Arriba de la puerta, donde Díez-Canedo se asomaba por una pequeña ventana —fumando en su pipa el célebre tabaco inglés Dunhill Full Strength— se podían observar las caricaturas de dos de ellos: Paz, coronado de olivos, y Fuentes, con un gran bigote revolucionario. En 1972, sobre un mantel del Estoril, el mismo Fuentes se dibujaría así, bigotón y —quizá como una burla a la andanada de críticas que recibió ese año por su adhesión al presidente Luis Echeverría, que asistió a la ceremonia de ingreso del escritor a El Colegio Nacional ese mismo año—, con un botón del PRI en la solapa. El mantel se conservaba colgado en una pared del restaurante, de cuyas reuniones Joaquín Díez-Canedo Flores conserva algunas fotografías, “cuando empezaba en la Zona Rosa. Debe ser de mediados de los setenta. Es atípica porque es ‘con señoras’ (innecesario añadir nada más)”.47 A partir de los sesenta, tanto Fuentes como Paz dejaron de participar con tanta asiduidad en las reuniones de Los Divinos, pero en la década de 1950 aquellas tertulias no servían nada más para criticarse unos a otros. Allí se contaban viejas o nuevas anécdotas que servían también como motor de la creación. Así fue como Paz y José Alvarado le narraron a Fuentes la historia de La Rígida, el maniquí que los dos jóvenes amigos se habían llevado a vivir con ellos al cuarto que compartían en el centro de la ciudad en la época de san Idelfonso. Aquel personaje, al que le daban trato de señorita, fue a parar al cuento de Fuentes “La desdichada” (Constancia y otras novelas para vírgenes), donde aparecía también Bernardo, un personaje que “corresponde a un retrato imaginario del joven Octavio”.48

De la comida salían hacia alguna cantina o a la famosa casa de La Bandida, Graciela Olmos, quien regenteaba un burdel en Durango 247.49 Más tarde hacían un tour guiados por “una pareja esperpéntica e irresistible de la noche mexicana llamados Ámbar y Estrella”. Así como Fuentes, Paz también tenía clara la imagen de esta pareja —una prostituta y un travesti—, y el 3 de diciembre de 1956, desde Nueva York, le escribió a su amigo a propósito de un tal Mutis-Norris:50

¿Qué “deviene”, como diría Portilla? No me lo imagino en ningún grupo —excepto entre Ámbar y la enmascarada y rubia Estrella. O acaso ya convenció a Obregón del gran negocio que sería abrir un café cantante con todos los poetisos hispanoamericanos y una que otra whore de New Jersey. Si, como temo, Poesía en Voz Alta fracasa, propongo que Mutis-Norris organice una nueva compañía teatral. Estoy seguro del éxito.

El librero Emilio Obregón —socio de José Porrúa hasta 1953, cuando se pelearon y cerraron la librería— decidió, una vez concluidos sus tratos con Porrúa, abrir la propia y dedicarse también al oficio de editor. La Librería Obregón —en el número 30 de la avenida Juárez, frente a la Alameda— contó con un centro artístico llamado El Cuchitril, donde se montaron exposiciones y se realizaron conferencias y cocteles. El primero de ellos estaba planeado para homenajear a Alfonso Reyes, quien, sin embargo, rehusó en aquel momento la invitación aduciendo problemas de salud, pero Obregón deseaba tenerlo de su lado e insistió de mil modos para atraerlo a sus colecciones. No solo deseaba granjearse a Reyes. Se acercó a los miembros de la revista Universidad de México, era el distribuidor de Los Presentes e inauguró la Colección Literaria Obregón. El primero de los libros que allí se publicó fue Un niño en la Revolución Mexicana, de Andrés Iduarte (1954), y el segundo, Quince presencias 1915-1954, de Reyes, en 1955.51 Sin embargo, Obregón no era el director de su colección: llamó a Paz y a Fuentes para dirigirla.

Así, pese a que los proyectos de revista habían fracasado y su trabajo en Relaciones Exteriores era cada vez más intenso, el ánimo de Paz era ya otro. En enero de 1955 acudió a la Universidad Nacional para hablar sobre “El sentido de la poesía moderna”, en el marco de los Cursos de Invierno de la Facultad de Filosofía y Letras y frente a un auditorio que vio rebasado su cupo de cien personas.52 Más de quinientas personas lo escucharon en Bellas Artes durante una conferencia sobre el surrealismo y colaboraba frecuentemente en el suplemento de Novedades. En febrero viajó a San Luis Potosí para ofrecer nuevas conferencias, y el 14 de ese mes ya se encontraba en Monterrey, invitado por el rector Raúl Rangel Frías, para hablar sobre “La creación poética”. Cuenta Alfonso Rangel Guerra, quien acompañó a Paz durante su estancia en la ciudad regia, que para escucharlo se encontraba el grupo que poco después publicaría Kátharsis (Hugo Padilla, Arturo Cantú, Ario Garza Mercado, Homero Garza, entre otros), y que, al concluir la conferencia, antes de llevar a Paz al Hotel Ancira observaron “a los jóvenes poetas bajar la pendiente del jardín de la Biblioteca, bajo aquel sol canicular, y aunque ya se alejaban de nosotros, era fácil notar por sus movimientos lo animado de su conversación, y Octavio Paz me dijo: ‘Mírelos, mírelos, van felices con la poesía’”.53

Mientras Paz viajaba por el país, Fuentes seguía recibiendo la metralla de la crítica. Pese a ello, y quizá debido al revuelo, su maestro Pedroso le dijo: “Insensato. No te vayas a creer escritor gracias a tu pequeño éxito. Insensato, no te vayas a dormir en tus laureles”.54 En marzo, Carballo entró al quite y publicó una nota en defensa de Los días enmascarados, advirtiendo que sus “impugnadores” no solo condenaban el libro sino a toda una vertiente literaria: la fantástica. La única literatura inútil era la oficial, y la fantástica, más que una evasión de la realidad, era la crítica contra la realidad. Las máscaras que Fuentes iba develando en cada cuento permitían ver la Verdad y Carballo acuñó la idea que repetiría muchas veces: la de Fuentes como un pugilista que “a golpes somete a las palabras”.55

Sin embargo, la andanada de rechazos continuó y acusaron al joven narrador de “artepurista”, que ejercía un arte deshumanizado cuya aspiración era “suplantar la realidad”. Desde las propias páginas de México en la Cultura, para José Luis González56 este tipo de arte era producto de “la intelligenzia burguesa” que ya no podía “mirar de frente a la realidad”. Ante ella se levantaba la verdadera literatura, creada a partir de una razón histórica, y González hizo más de un guiño velado a las declaraciones de Paz sobre la antología de Castro Leal. Como siempre en quienes ven el mundo con solo dos colores, únicamente existían dos formas de ser escritor: los auténticos revolucionarios y los falsos. Quienes no habían realizado ninguna revolución formal (como Cervantes, Voltaire y Dickens) eran realmente revolucionarios y los formalmente revolucionarios (Pound, Marinetti y Breton) eran los falsos, pues su verdadero rostro era el de los reaccionarios. Este disparate fue el prolegómeno de su crítica a Paz, a quien no se atrevió a mencionar por su nombre, pero era evidente que los dardos tenían al poeta como blanco cuando prefirió citar un libro de Arturo Torres-Rioseco, Ensayos sobre literatura latinoamericana: “Varios poetas contemporáneos de Hispanoamérica que creen tener conciencia social están influidos por los caprichos estilísticos de Góngora, de Mallarmé y de los surrealistas”. No obstante, sí se atrevió a hablar en general de la poesía mexicana que había sufrido, más que la prosa, “el embate” del “universalismo”, esa moda “entre una exigua pero vociferante minoría que se autodenomina la élite de la nueva generación”.

Esa nueva generación —con Fuentes, Elizondo, Pitol y el resto de los escritores conocidos como la generación de medio siglo— dedicó sus empeños a combatir el rancio nacionalismo cuyos nefastos humores habían recorrido el arte y la literatura durante buena parte del siglo que corría y que recurrentemente ha aparecido en nuestra cultura en oposición a un universalismo calificado de reaccionario por las buenas conciencias nacionales.

No era raro que Paz fungiera como faro de esos muchachos que lo veían, según Poniatowska, como un árbol en medio de la llanura. Su trabajo en la Colección Obregón empezaba a ser reconocido y el propio Reyes le enviaba materiales. Una misiva no integrada a la correspondencia con el polígrafo da buena cuenta de ello, pues el 14 de junio de 1955, Reyes le escribió: “Mi querido Octavio: Tengo en mis manos el original de un libro de poesías del buen poeta cubano Fernández Retamar. ¿Habrá posibilidad de que usted lo examine para su posible inclusión en las colecciones de Emilio Obregón?”.57 Aparentemente, Paz no contestó ni a Reyes ni a Fernández Retamar, pero sí tenía la intención de publicar a poetas cubanos como Cintio Vitier, como se verá más adelante. En la efervescencia de aquellos días, algo lo emocionaba: Emilio Obregón deseaba involucrarse en otras empresas culturales y había decidido apoyar a sus amigos, Fuentes y Carballo, para la creación de la Revista Mexicana de Literatura, de la cual el librero fungiría como gerente, “lo que en otras palabras quería decir que era su principal sostenedor económico”.58

A fines de agosto de 1955, Fuentes y Carballo tuvieron en sus manos el primer número de la revista (septiembre-octubre de 1955). Según Patricia Rosas Lopátegui, Elena Garro escribió un corrido a propósito de la RML y en su transcripción se apuntan las palabras de Garro: “Se lo hice para la fiesta en la casa”. Evidentemente, por la letra del corrido, esta fiesta no pudo ser la de celebración en casa de los Paz por el inicio de la revista y más bien parece escrita cuando la primera etapa de la publicación concluía, pero da luz sobre el título de la publicación y otros incidentes alrededor de ella, si bien, no tan extrañamente, Paz no aparece en ninguna de las cuartetas:

Año de cincuenta y cinco

treinta de agosto en la tarde

de la imprentita de Arreola

salió la revista padre

El título lo pusieron

durante diez y ocho meses

no sabían cómo ponerle

hasta que vino Jaime

Mi querido Carlos Fuentes

no te me vayas de lado

no busques otras corrientes,

busca la de los presentes

Hay unos que no me cuadran,

te voy a decir por qué

cuando escriben sus cuartillas

parecen perros que ladran

Portilla se levantó

fulgurantes sus anteojos

“El loco de Carlos Fuentes

anda metido en abrojos”

Portilla tiene razón

dijo Juan Rulfo quedito

que se quede en un rincón

haciéndose el difuntito.

[…]

Los periodistas dijeron:

“No hay que dejarlos hablar,

cuando salga su revista

la vamos a silenciar”.

Carlos Fuentes muy catrín

descubrió en una mañana

que Revista Mexicana

era un nombre de postín.

Sin perder tiempo ni hora

se puso a juntar centavos,

reunió a todos en la bola

a pesar de los amagos.

Portilla ya se calmó

y un ensayista escribió

“Lo único que lamentamos

es que Arreola se rajó”.

Ya ni modo pajarito

que te manden a volar

ya llegó Carlitos Fuentes

con sus hojas a pelear.59

Apenas apareció la Revista Mexicana de Literatura (RML) —septiembre-octubre de 1955—, el primero de noviembre de ese año Fuentes renunció al puesto que tenía en la SRE, después de haber disfrutado de una licencia de un mes sin goce de sueldo, entre el 1 y el 30 de septiembre. Su actividad e inquietudes desbordaban cualquier tipo de trabajo burocrático y escolar, de modo que ese año no tomó cursos en la Facultad y, según investigó Javier Garcíadiego, aprobó algunas materias presentando exámenes extraordinarios y tuvo que repetir dos de ellas.60 A partir de noviembre se dedicó de lleno a la revista, cuyo primer número fue una toma de posición crítica del nacionalismo. Su nombre incluso era un guiño contra otras publicaciones del momento, como la muy nacionalista Revista de Literatura Mexicana, de Castro Leal, sugiere Armando Pereira.61 Ese primer número fue también un reconocimiento a Paz, pues en ella se publicó, como primera colaboración del número, “El cántaro roto” que el poeta había escrito durante su tránsito por el desierto camino a Monterrey. Firmado el 4 de marzo de 1955 y mientras el tren avanzaba, el poeta pudo observar “la otra cara de la prosperidad de la que estaban tan orgullosos los grupos dirigentes del país”.62

Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos,

dime, luna agónica,

¿no hay agua,

hay solo sangre, solo hay polvo, solo pisadas de pies desnudos

sobre la espina,

solo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía

impío como un cacique de oro?

¿No hay relinchos de caballos a la orilla del río, entre las grandes

piedras redondas y relucientes,

en el remanso, bajo la luz verde de las hojas y los gritos de los

hombres y las mujeres bañándose al alba?

El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,

¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la

fuente cegada?

¿Solo está vivo el sapo,

solo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,

solo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?63

A Paz le horrorizó la “satisfacción generalizada” que existía en México, no solo de los líderes obreros y campesinos, los políticos o los empresarios, sino incluso de muchos intelectuales que, contagiados de optimismo, se negaban a ver la realidad del país. Pero al lado de aquellos encontró a sus jóvenes amigos que, pensaba, habían tenido que enfrentarse al nacionalismo y a la literatura “con mensaje ideológico” del mismo modo que la generación de Contemporáneos y la suya propia.

En ese primer número de la RML apareció también el artículo de Jorge Portilla “Crítica de la crítica”, donde señaló con toda claridad que “Paz, Arreola, Rulfo, Fuentes, Garibay, Burns, etc., no pueden ser expulsados de la comunidad mexicana llamándolos ingleses o franceses o extranjerizantes”.64 En el centro de la discusión se encontraba un problema de índole político y la certeza ideológica de algunos críticos que consideraban primordial la función social de la literatura y reclamaban la necesidad de que los escritores representaran al pueblo y, sobre todo, al proletariado. No obstante, decía Portilla, “uno puede vociferarse representante del ‘pueblo’ o del ‘proletariado’ sin convertirse realmente, por ello, en tal representante”. Los nacionalismos eran infecundos y negar la universalidad en favor de una particularidad mexicana significaba olvidar que “la cultura no es sino la expresión concreta de lo universal”.

Empeñarnos en la crítica nacionalista nos hacía caer “en el mismo racismo obtuso de Hitler” y la crítica se convertía en una “disputa de taberna” sin salida, pues plantear, por ejemplo, que Rulfo era mejor que Arreola porque era más mexicano era una insensatez que llevaría a preguntarnos si Rulfo “¿no ha de resultar ‘peor’ que Pancho Villa, que era, sin duda alguna, más mexicano que Rulfo? ¿Y por qué no ha de ser Arreola mucho ‘mejor’ que Kafka, puesto que Arreola es mexicano?”.

Para Portilla, los críticos que defendían la “lucha contra el imperialismo” lo hacían con una voz engolada, prolegómeno de su mala fe, al desear convertir a un escritor, en un escritor político. Esa crítica ejercía “el terrorismo de lo social” y era un juego sucio pues se juzgaba “a un hombre por lo que no hace”. Sin embargo, era “falso que los escritores condenados por la charlatanería de salón que se autotitula ‘izquierdista’ sean enemigos de las clases trabajadoras y partidarios del imperialismo”, tanto como era falso que dichos críticos realizaran una obra útil a la clase trabajadora. “El antimperialista de paga resulta irresistiblemente compelido a la vocación de gendarme. Exactamente igual que su conocida contrafigura: el anticomunista. Los dos están destinados a agitar frenéticamente su bandera, venga o no a cuento”, fueron las palabras con las que resumía Portilla ese artículo que despertó la ira de los vociferantes y aprovecharon la publicación de “El esperpento”, de la argentina Susana Speratti Piñero, en el número siguiente de la RML, para insistir en acusar a la revista de “extranjerizante”. Ese mismo número 2, donde Antonio Alatorre continuaba la revisión sobre las propiedades de la crítica literaria, lo encabezaba Alfonso Reyes con el artículo “La danza griega”. El mensaje no podía ser más evidente en ese número que cerró con la columna que, sin firma, escribían Fuentes y Carballo, “Talón de Aquiles”. El “Talón” fue una defensa de la imaginación, ese “elemento común de toda creación literaria, anterior a los recursos particulares del escritor y a las etiquetas con que los profesores se ayudan: ‘fantasía’, ‘naturalismo’, ‘realismo, etc., y no puede, ni confundirse con un membrete parcial, ni excluir a priori un recurso literario determinado”.65 La imaginación, aliada de la realidad, y una visión del mundo hacían la literatura y esos elementos se podían encontrar en Gorostiza, Paz, Arreola, concluyeron los autores.

Contra todo “colonialismo literario”, el “Talón” reprendió también a José Luis González, quien —además de criticar a Fuentes en el artículo de Novedades pocos meses atrás— allí mismo había publicado sus opiniones durante una mesa redonda titulada “Literatura y nación”. El “Talón” hizo mofa de las opiniones que sobre Swift había realizado ese “apóstol del realismo socialista”. La reacción no se hizo esperar. El 10 de diciembre, en las páginas de Excélsior, apareció un artículo en la sección anónima llamada “Esquilogismos” donde se criticó el hecho de que la RML publicara a alguien cuyo apellido era Speratti. Fuentes y Carballo contestaron juntos el 19 de diciembre al “esquilogista” y aprovecharon para responder a otras críticas:

[…] tenemos al mexiquito de galas pintorescas, al mexiquito obtuso, de Lagunilla, que proponen algunos chovinistas desde sus columnas. El columnista Raúl Villaseñor ha atacado al escritor mexicano Archibaldo Burns porque su apellido es “escocés”, basta este dato para que cuanto escriba en el futuro Burns sea “antimexicano”. El señor Arellano, en su revista “Metáfora” considera que la excelente revista literaria “Ideas de México”, puesto que en ella colaboran muchos escritores jóvenes, mexicanos de padres españoles que encontraron respeto y libertad hospitalarios en México, significa nada menos que una “infiltración española” en nuestra cultura. Y ahora el esquilogista considera imperdonable que en una publicación literaria mexicana se anden incluyendo escritos de argentinas con apellido italiano. Pero esta actitud espiritual no es nueva: otros han hablado ya, con trágicas consecuencias, de la “infiltración semita” en la literatura alemana, del pecado antinacionalista que supone llamarse Goldsmith o Silberstein. Se empieza por ahí y se acaba en la purga, el linchamiento, el campo de concentración.66

La RML volvería a polemizar con el esquilogista dos números después, cuando el autor de la columna acusó a la publicación de “escapista” por no adoptar una postura clara respecto a las políticas norteamericana y soviética y, según documenta Pereira, Fuentes y Carballo respondieron en el número 4 (marzo-abril de 1956) y el “Talón” se hizo eco del tema. Sin embargo, el asunto del nacionalismo o universalismo literarios continuaba. En ese número 4, Carballo publicó un largo ensayo cuyo título (“Me importa madre y otros textos”) tenía la obvia intención de provocar a las almas literarias puras. En el apartado “El nacionalismo, pecado original”, volvió al asunto burlándose de los escritores que cuidaban su ser mexicano como las doncellas su virginidad e insistió en que nuestra literatura era “punto menos que colonial: adicta en los más de los casos a la literatura que predomina, a los escritores que son sus modistos más cotizados”.67

Ese número demostraba, como si no lo hubiera hecho en los previos, su vocación cosmopolita, pues se publicaron textos de Carrera Andrade, Hart Crane, Eunice Odio, André Pierre de Mandiargues, Julio Cortázar, Kostas Papaioannou, Cintio Vitier, entre otros. Sería injusto decir que Paz era “el director de directores”, como asegura Carballo, pero muchos de esos nombres hacen reconocible la filiación paceana de la revista. Fuentes, por su parte, se dedicaba también a buscar colaboraciones dentro y fuera de México. Se pone en contacto con Lezama —“Muy estimado amigo: Por carta de nuestro admirado Cintio Vitier, me entero de que está usted dispuesto a establecer un canje de anuncios entre nuestras revistas. Le envío, adjunto, el nuestro, y espero, a la brevedad posible, el suyo”, le escribe el 24 de enero68 y esa relación culmina con una entrevista para la RML;69 a través de Susana Speratti consigue las colaboraciones de Cortázar; publica en la Revista Universidad de México; junto con Paz atiende la colección Obregón; se reúne con sus amigos de la universidad, pero también con Los Divinos; va a merendar con Alfonso Reyes; lee todas las revistas, redacta las notas del “Talón de Aquiles”, colabora con el cineasta Manuel Barbachano Ponce en la realización de un guion en el que también participaría Paz,70 asiste al teatro, a conferencias, a fiestas… y trabaja, trabaja, trabaja.

Con carta de recomendación de Reyes, el 20 de junio de 1956 pidió la beca del Centro Mexicano de Escritores para escribir una novela, y en su solicitud apuntó que buscaría “la expresión de una serie de temas hasta la fecha casi vírgenes en nuestras letras: la Ciudad de México, la creación de una clase media urbana de una alta burguesía en la postrevolución, la vida de diversos grupos sociales, el intelectual, el de la clase alta […] y el contrapunto de la vida popular de la ciudad”.71 Seis años antes, cuando Fuentes salió de México, había partido con la sensación de que era forzoso alejarse de la ciudad que lo había devorado, pero que también le había servido para conocer sus debilidades. En aquel viaje escuchó el llamado de la vocación, el de la independencia y ahora era el momento de enfrentar a la ciudad que en la época anterior a su partida “se describía a sí misma sin que ni ella ni yo supiésemos que yo intentaría describirla. Y esa peligrosa inmersión en la urbe que exigía, a cambio de sus placeres, la entrega de la vida: ser totalmente de la ciudad para merecerla. Para merecerla, sí. ¿Y para escribirla?”.72 Pronto publicaría adelantos de esa futura novela en la revista de la Universidad y en la propia RML, que pasó todo el año de 1956 discutiendo contra los nacionalistas, aunque sin olvidar su vocación mexicana, pues, así como se publicaban colaboraciones de escritores extranjeros, se tejía también una red de afinidades con los nuevos escritores del país. En el número 6 (julio-agosto), se publicaron, por ejemplo, las colaboraciones de dos jóvenes de Monterrey, los mismos que un año antes habían ido a escuchar a Paz. Hugo Padilla y Homero Garza, editores de Kátharsis aparecieron en el índice de la RML, y el 8 de septiembre Fuentes les escribió:

[…] aquí va la prometida colaboración. Si de a tiro les parece pinche […] o demasiado larga, avísenme para enviarles algo más corto. Les ruego que me acusen recibo: en México también los aviones participan de la filosofía de Traslomita (retórico, pioneer de la vivisección e inventor de la jitanjáfora durante la dinastía Shenagón, descubierta por Octavio Paz en un burdel lituano de Tokio) […] Mucho éxito les deseo, a ustedes y a Kátharsis; los esperamos el año entrante a masticar el polvo de la región más transparente del aire.73

Efectivamente, el texto de Fuentes (“Sumar, restar”) apareció en el número 11-12 de Kátharsis, que estuvo encabezado por una colaboración de Alfonso Reyes (“Etapas de la creación”), seguida de un texto de Paz (“Cabeza de ángel”).74 Sin embargo, la aspiración de Fuentes tenía miras más allá de “la cortina de nopal”, término que José Luis Cuevas acuñaría más tarde y que se volvió referencia obligada en la correspondencia entre Fuentes y Paz. A lo lejos, aun sin conocerlo, muchos escritores sabían de sus esfuerzos por hacer de la RML una publicación cosmopolita. En el número 4 de Mito, además de un texto suyo, apareció una nota en la que se reseñaba la aparición de la RML, publicación que continuaba “la gran tradición de las revistas aztecas de literatura: ‘Taller’, ‘Tierra Nueva’ y ‘El Hijo Pródigo’, cuya principal característica ha sido el afán de superar las limitaciones regionalistas y de levantarse, no a lo universal-abstracto, sino a lo universal-mexicano’”.75 Por eso también, Cortázar recordaba a Fuentes sin haberlo conocido, según le escribió a Paz el 31 de julio de 1956, como vimos anteriormente.

La carta de Cortázar a Paz debió de alegrar mucho la vanidad del poeta. La lectura, relectura y “archilectura” que Cortázar había hecho de El arco y la lira eran los motivos de esa misiva donde el argentino se asombraba por la capacidad de Paz —muy poco frecuente, excepcional, le dijo— de realizar a la vez “la ejercitación dialéctica, la aplicación de una crítica y una investigación sistemática, simultáneamente con la vigilancia infatigable del poeta, esa tendencia hermosísima que tiene usted de salir disparando de repente, y rematar un párrafo o un capítulo con una lluvia de imágenes imperiosamente necesarias”. Esa circunstancia hermanaba a Paz con Shelley, Keats o Mallarmé, desde la perspectiva del argentino. A pesar de su enorme admiración por el libro, en su casa, a solas frente al volumen, Cortázar lo había subrayado, enmendado, comentado y adornado con múltiples “No” en los márgenes: “‘Te bandeás, Octavio!’, o ‘Brillante, sí, y ¿qué? ¿dónde la salida, el tercer camino, la síntesis definitiva, el salto sintético?’, o ‘Es mucho peor de lo que dices, Octavio’…”.76

Paz había empezado a escribir El arco y la lira en Córcega, en 1951, pero no fue hasta que regresó a México, y apoyado por una beca ínfima de El Colegio de México, cuando lo publicó el 24 de marzo de 1956, según señala el colofón. Ese año no aparecieron muchas notas sobre el libro en México, aunque Anthony Stanton encuentra que, curiosamente, ese mismo mes de marzo se publicó una reseña del crítico guatemalteco Raúl Leyva en la Revista de la Universidad de México.77 Pero el poeta salió temporalmente del país sin conocer más respuestas a su libro.

Antes de partir, y según consta en el expediente de Fuentes en la SRE, el 10 de noviembre Paz dejó firmada una carta poder en la Secretaría mediante la cual le otorgaba a su amigo la facultad para que, a su nombre, cobrara salario y compensaciones durante los meses que estaría fuera del país. Desde Nueva York —donde se encontraba con la delegación mexicana en viaje de trabajo a Naciones Unidas— Paz seguía los avatares de la RML, y el 28 de noviembre de 1956 le escribió a Fuentes: “El ‘aislacionismo’ mexicano no es sino una de las consecuencias de la orgía nacionalista a la que nos hemos entregado durante los últimos diez años. Un día lamentaremos estos años de egoísmo, recelo y engreimiento. De ahí, también, la importancia de la R.L.M.; desde aquí se puede apreciar mejor su verdadera —y saludable— significación”. Su comentario tenía como marco los sucesos ocurridos en Hungría, cuando el 23 de octubre una manifestación de estudiantes, cuyo propósito era exigir reformas, fue brutalmente reprimida por la policía. Los acontecimientos derivaron, el primero de noviembre, en el anuncio de Imre Nagy, presidente del consejo de ministros húngaro, señalando que su país se separaba del Pacto de Varsovia y solicitaba a Naciones Unidas que lo reconociera como un país neutral. La respuesta de la URSS fue la entrada de los tanques soviéticos el 4 de noviembre y muchos intelectuales de Occidente manifestaron su repudio.

Los informes que recibía Paz señalaban que los Partidos Comunistas europeos y su unidad se estaba resquebrajando. Existían múltiples renuncias, sobre todo de intelectuales. En ese contexto Camus había lanzado un llamado a los escritores europeos para que dieran respuesta al propio llamado de los intelectuales húngaros. En Francia, Sartre había roto con los comunistas, pero Paz no sabía si algunos de los rebeldes (Picasso y Claude Roy, entre otros) habían roto también y definitivamente con el Partido. En Italia, le comentó a Fuentes, pasaba algo similar. “Dudo que en México —dijo a su amigo— se produzca algo parecido, conociendo a nuestros comunistas y fellow travellers. En ellos el resentimiento y el compromiso se ha convertido de vicio, en segunda naturaleza. Y los demás están inmovilizados por el miedo”.

A juicio de Paz, el asunto húngaro no había sido tratado como se debía en la RML y durante toda su estancia en Naciones Unidas comentó el problema con Fuentes, desesperado por la ceguera de los intelectuales mexicanos que no veían, o no querían ver, que se trataba de la primera revolución contra la burocracia soviética. El 19 de febrero, y antes de que Paz volviera a señalar la ausencia de un artículo en la revista (cosa que hizo el 27), Fuentes respondió una carta de su amigo Víctor Flores Olea, que se encontraba en Roma, y además de comentarle su cambio de dirección (ahora a Fundición 44-4, México 5), le suplicaba la traducción urgente de un discurso de Lukács que Flores Olea le había propuesto en carta previa. Era fundamental contar con ese texto pues la prisión de Lukács debía verse como un triunfo del socialismo que no estaba “reñido con la integridad intelectual” y, por otro lado, permitía ver quiénes eran en realidad sus enemigos: “¿Se dará cuenta la Unión Soviética del daño irreparable que hace al frenar ese auténtico progreso hacia fórmulas de socialismo humano?”.78

El 27 de febrero, cuando Paz le envió una severísima crítica por los descalabros del número 8 de la revista, Fuentes tenía ya una opción para cubrir el hueco informativo sobre Hungría. En esa misma carta, Paz finalizaba: “Sin noticias de P. en Voz Alta. Es lástima, pues tengo varias piezas —especialmente las japonesas— que ofrecerles”.

En voz alta

En la columna “Otras revistas”, de la Revista de la Universidad de México, apareció un pequeño comentario que decía: “Una justa definición: ‘En México ser escritor comprometido consiste en exigirles a los demás que sean escritores comprometidos’ (Revista Mexicana de Literatura. México, México, mayo-junio)”.79 Inmediatamente después, se criticaba la inclusión de poetas y poemas en ese mismo número de la RML: “unas ‘Fiestas Oscilantes’, de José Lezama Lima; unos desabridos, superficiales versos de Braulio Arenas, y el interesante ‘Corte de la poesía Norteamericana Contemporánea’”. El siguiente comentario publicado en esa página decía: “Salvador Novo dedica en Hoy (México, 7/VII) tres adjetivos fundamentales al espectáculo llamado Poesía en Voz Alta: ‘novedoso, fresco, rico’”. Era julio de 1956 y Novo hacía un elogio del proyecto que había despertado la curiosidad del medio: “Todo mundo estaba intrigado a propósito de lo que sería eso de la Poesía en Voz Alta”.80 La gente creería que tal vez se trataba de otra versión del espectáculo montado por Andrés Henestrosa ese mismo año para el INBA —los Viernes Poéticos—, pero no era eso y Novo quedó admirado por la puesta en escena, la dirección y las actuaciones, y por Arreola, de quien no imaginaba sus aptitudes histriónicas. “El próximo programa, anunciado para el 17 de julio, estrenará una pieza en un acto de Octavio Paz, con escenografía de Leonora Carrington y dirección de Héctor Mendoza. No he de perdérmelo…”.

Cinco meses antes, en una fiesta, Jaime García Terrés escuchó a Juan José Arreola declamar poemas con un acompañamiento musical. Quizá la fiesta fue en casa de Efrén del Pozo o de los Alatorre,81 lo cierto es que esas coincidencias dieron por fruto Poesía en Voz Alta, el proyecto de teatro experimental más novedoso del país en mucho tiempo, auspiciado por la UNAM y bautizado por Arreola. Fue García Terrés quien comentó con Paz su deseo de incluir en ese proyecto alguna muestra de poesía surrealista pero, a diferencia de Arreola y de él, Paz consideró que no había que declamar exclusivamente la poesía, sino escenificarla. Acudió a las reuniones acompañado de Leonora Carrington y se negó rotundamente a la presentación de recitales poéticos, que consideraba académicos y aburridos: “Si los poetas no van a leer su propia poesía, si se va a invitar a actores, entonces hagamos un teatro imaginativo. ¡Qué es el teatro si no la encarnación de las palabras en nuestros cuerpos!... ¡Hagamos un teatro, no solo de situaciones, no solo de ideas, sino de la palabra!”.82 De esa idea surgió La hija de Rappaccini, inspirada en el cuento de Hawthorne, pero mientras Paz escribía su obra, Arreola montó el primer programa, junto con Héctor Mendoza, Juan Soriano en la escenografía, Nancy Cárdenas, que apenas era estudiante de teatro, y muchos más, en el Teatro El Caballito. “Para Arreola —dice Roni Unger, que entrevistó a varios de los miembros de aquella compañía— Poesía en Voz Alta era una oportunidad para divertirse por medio del teatro, nada más. Para Paz, decir ‘no’ a lo que estaba pasando en el mundo de arte contemporáneo en México, de ‘rebelarse contra la falta de imaginación’ y de tomar partido por el ‘espíritu de contradicción’”. 83

Paz se convirtió en el más entusiasta promotor de aquel proyecto al que sumó también a Carlos Fuentes. El 30 de julio La hija de Rappaccini se estrenó en El Caballito, como parte del segundo programa de Poesía en Voz Alta, en el que se incluyeron también tres traducciones de Paz.84 Fue el propio Fuentes quien la presentó en estos términos, según recoge Unger: “La de Paz —primera obra larga, y primera mexicana, que monta este grupo— acaso señala un nuevo rumbo a nuestra literatura teatral, por lo común anecdótica, al hermanar su tema y su propósito escuetamente humanos con un lenguaje de conflicto, apretadas imágenes y contraste lírico, bien enraizado en las tensiones, la conciencia y las fórmulas solares del hombre y el paisaje mexicano”.

La obra no fue tan exitosa como Paz hubiera querido y siempre lamentó que no tuviera la resonancia que deseaba, pero Domínguez Michael sugiere que representó mucho en la vida del poeta: por un lado, “el clímax de su devoción por Carrington” y, por otro, quizá más importante aún, “el embrujo que le permitió, al fin, abandonar la órbita de Garro, quien salía abiertamente en esos días con un millonario con aspiraciones literarias, Archibaldo Burns, una versión mexicana, bastante disminuida, de Bioy Casares”.85 Este “embrujo” se llama Bona y ha sido ya documentado en Los idilios salvajes, de Sheridan, quien advierte que La hija… es para Paz el exorcismo de Elena Garro y el “anuncio de su pasión por Bona”.86

La obra se publicó en el número 7 de la RML, poco antes de que Paz saliera del país. En su correspondencia es evidente la angustia que le produce estar fuera de México y que ni García Terrés (a quien le escribe en varias ocasiones ese invierno de 1956) ni Soriano le respondan. Temiendo la cancelación del proyecto, se entrevistó en Nueva York con Del Pozo, de visita a la Gran Manzana en ese momento, y en cada carta a Fuentes le asegura que este ha decidido continuar con el proyecto. Se queja, asimismo de que ni Mendoza, Soriano o García Terrés responden a sus cartas. “¿No podrías rogarles que me escriban y contesten (Mendoza y Soriano) a mis proposiciones concretas?”, le dice el 14 de febrero de 1957, aún desde Nueva York.

Otras cuestiones lo abruman, además del trabajo en Naciones Unidas: el desconocimiento de la literatura mexicana fuera de nuestras fronteras. Planea hacer antologías de literatura mexicana junto con Fuentes para James Laughlin y le molesta que nadie sepa de la existencia de la RML: “V. Ocampo está aquí, la veo con frecuencia. Ignora la existencia de la R.M.L. (!)”, le había dicho desde el 16 de diciembre de 1956, y el 27 insiste: “Por aquí anda Victoria Ocampo, The lion’s hunter. La presentamos con Donald Keene e inmediatamente le pidió que se encargara de prepararle un número sobre literatura moderna japonesa. Me dio un poco de rabia —la idea era mía, pero me pareció difícil (por razones económicas) que R.M.L. pudiera encargarse del proyecto […] Victoria se queja amargamente del poco caso que le hacen en Europa y los USA a los escritores de lengua española… sin embargo, ignora la existencia de R.M.L.”. Durante esos meses neoyorkinos, Paz reparte la revista entre sus conocidos y editoriales; obtiene el permiso de Partisan Review para que la RML traduzca algunos artículos y, como en los tiempos de El Hijo Pródigo, a la distancia hace propuestas para los siguientes números y críticas severas al que recibe, el número 8. En la carta del 27 de febrero de 1957, le molestan las múltiples erratas de la publicación; piensa que es obligatorio que la revista se ponga al corriente; la parte de creación le parece pobre y lamenta que no hubieran publicado “más páginas de Mutis”. Pobre y mediocre considera la sección “Literatura y sociedad”; discrepa de algunas colaboraciones y lamenta muchísimo la de José Luis Martínez, que lo decepcionó pues no aporta soluciones, solo datos sin interpretación. “Los temas son de tal importancia espiritual (hispanismo e indigenismo, por ejemplo) o social (el pavoroso problema educativo y la forma criminal y disparatada con que pretendamos resolverlo) que me duele esta manera de tratarlos. Digo esto con pena —y te ruego que se quede entre nosotros: tú sabes cómo quiero y estimo a José Luis y no quisiera herirlo”.

Las colaboraciones de Durán y Segovia sobre El arco y la lira87 le parecen excelentes aunque, advierte, “(puedo, y debo, ser objetivo). El primero es más universitario; el segundo, más suelto y directo. Un verdadero escritor (y poeta): no me molestan sus discrepancias; con él se puede hablar. Ya le escribo, con gratitud”. Las secciones “Aguja de Navegar” y “El Talón”, muy buenas, pero sugiere mayor “variedad y concisión”. Le ofusca la colaboración de Zea: “En primer término: hablar de China como de una entidad aparte del bloque soviético —y precisamente en el caso de Hungría— no deja de ser fantástico. Decir que Sartre se equivoca porque habla como un ‘intelectual europeo’ es asombroso, equivale a reintroducir las nociones de raza o de nacionalismo continental en un diálogo político. El error de Sartre no es ser europeo sino haber abrazado locamente (y con gran oportunismo) la política soviética”. Así, los artículos son revisados, uno a uno, y acompañados de consejos sobre nuevas colaboraciones. Paz está en su mejor medio: las revistas. Algo más le aflige durante esa breve estancia en Estados Unidos: el asunto de la antología de poesía que habían prometido a Cintio Vitier y que se convirtió en un pequeño problema.

Desde mediados de la década de 1940, la primera vez que estuvo en Nueva York antes de salir hacia Berkeley, Paz le había escrito a Lezama sobre la petición del cubano para escribir en Orígenes y le aseguró que la revista le había encantado pues era “muy universal y al mismo tiempo muy nuestra, muy Hispanoamericana”.88 Desde Espuela de Plata —la revista que dirigía Lezama y que apareció entre 1939 y 1941— los leía, a él y a Vitier. Tres años más tarde, el 15 de noviembre de 1948, desde París le escribiría al propio Vitier para dar acuse de recibo de Diez poetas cubanos, felicitándolo por esa antología que seguramente contribuiría a que se conociera la “originalidad de los nuevos poetas”. Aunque no muy voluminosa, la correspondencia con Vitier se había mantenido y se enviaban libros y comentarios. Todavía en Francia, en Lyon, el 1.o de diciembre de 1950, Paz le dijo a Vitier: “en Hispanoamérica nos asfixiamos, no por ‘falta de espacio’ —como aquí—, sino por sobra. Hay inmensidades entre país y país, entre alma y alma. Y los puentes son cada vez más frágiles. Hagamos, usted y yo, ustedes, mis amigos cubanos, y yo, todo lo posible para que no se rompa el puente que hemos empezado a construir”. En 1955 Paz y Fuentes intentarían construir esos puentes a través de la publicación de otra antología de Vitier; un trabajo, anotó el cubano, “que me encargaron el propio Octavio Paz y Carlos Fuentes” y que incluiría poetas de México, Centroamérica y el Caribe. Sin embargo, todo salió mal. Desde mediados de 1955, tanto Paz como Fuentes se habían puesto en comunicación con Vitier para que entregara la antología que saldría en la colección Obregón, pero el trabajo resultó enorme y no muy del agrado de Paz. Aun así, el 5 de abril de 1956, le escribió al poeta cubano comentándole que desde hacía tiempo la obra estaba en la imprenta (incluso se anunció en las solapas del libro de Bioy Casares), aunque le advirtió que quizás el impresor señalaría la necesidad de reducirla. El libro, le decía Paz, poseía “unidad y lealtad”, lo que le hacía suponer que iba a provocar muchas críticas, sobre todo en México, pues no iba a ser “fácil que le perdonen la ausencia de algunos de los poetas de Contemporáneos, ni las de Cardoza y Aragón y De la Selva. En Santo Domingo les dolerá la ausencia de Héctor Incháustegui y Fernández Spencer, poetas que hasta ahora conozco y que me parecen muy estimables”. No le podía enviar las pruebas que, sospecho, nunca existieron. La razón que adujo fue que Obregón había mostrado resistencia, pues podía ocurrir lo que había pasado con el libro de Bioy Casares, cuya publicación se retrasó sin beneficio pues había aparecido lleno de erratas. También le dijo que, respetando la cantidad de páginas que el propio Vitier le había otorgado a Paz, se había permitido modificar su selección: “Ojalá que usted pueda comprender este pequeño abuso de mi parte”. Le recordó que Fuentes deseaba tener colaboraciones para la RML, sobre todo de Lezama, Eliseo Diego y su mujer, pero no poesía sino prosa. Ya para el 16 de agosto, le explicó a Vitier: “No sé si Fuentes le haya informado que Obregón ha vendido la librería y se ha retirado por completo del negocio de libros. Sin embargo, nos ha pedido un plazo de un mes para decidir si continúa o no con sus actividades editoriales. Esperamos conocer la resolución final de Obregón para, en caso de que sea negativa, proponer la publicación de estos libros al Fondo de Cultura. Tengo razones para suponer que se interesarían. Ya le daré noticias más concretas dentro de poco”. Ya desde Nueva York, el 28 de noviembre le preguntó a Fuentes si Vitier había enviado un nuevo original, probablemente más reducido. Evidentemente, lo mandó, pero el resultado le pareció terrible a Paz. El 14 de febrero de 1957, le escribió a Fuentes que le parecía “inaceptable” que Vitier fuera tan abusivo. La selección de algunos poetas cubanos hacía “aún más imperdonable la ausencia de Novo, Martelano, Torres Bodet y Owen”. Tampoco le gustó que eliminara del mapa poético a varios países centroamericanos. La antología se trataba, en esencia, de un trabajo “arbitrario e injusto”.

El libro de Vitier no salió nunca y, como ya se veía venir desde el año anterior, la aventura de la Revista Mexicana de Literatura no duró mucho tiempo más. Paz regresó a México el 19 de marzo de 1957. Quizá leyó en su oficina el Life del 25 y vio la fotografía cuyo pie decía: “Rebel leader Fidel Castro hides out in mountains awaiting new followers”.89 Ya desde febrero, Herbert L. Matthews había publicado en The New York Times una entrevista con el guerrillero cubano que demostraba que Castro estaba vivo, a pesar de que Fulgencio Batista había difundido la especie de su muerte. Nada de eso comentó Paz a Lambert o a Bianco en esas fechas, y sí su alegría por la próxima aparición de Las peras del olmo, publicado por la UNAM, aunque encontró el libro “mal cortado, mal pegado y lleno de erratas”, le escribió a Reyes el 17 de abril. En su muy breve prólogo concluía: “Creo que todos los poetas de todos los tiempos han afirmado lo mismo: el deseo es un testimonio de nuestra condición desgarrada; asimismo, es una tentativa por recobrar nuestra mitad perdida. Y el amor, como la imagen poética, es un instante de reconciliación de los contrarios”. Ese instante de reconciliación solo existía, acaso, en la poesía.


NOTAS

11 El 29 de mayo de 1953, Neruda publica en El Siglo, de Santiago de Chile, el telegrama enviado a Perón:

Presidente Perón

Buenos Aires

Agencias noticiosas norteamericanas informan detención escritores Victoria Ocampo, Francisco Romero, Enrique Bianchi y Roberto Giusti. Aunque ajeno ideas políticas y filosóficas personalidades nombradas, estimo estas persecuciones injustas, contrarias libertad creadora y hermana, a su prestigio y honor de la gran nación argentina.

Saluda respetuosamente a Ud.

Pablo Neruda

Reproducido en David Schidlowsky, Pablo Neruda y su tiempo. Las furias y las penas. T. 2: 1950- 1973. Santiago, RiL editores, 2008, p. 886.

47 Agradezco a Joaquín Díez-Canedo Flores la conversación sobre los “Divinos”, sostenida el 12 de abril de 2015, así como la copia de las fotografías del mantel dibujado por Fuentes y de las comidas en el Estoril, que describe así: “En la foto donde mi papá mira a la cámara, a la derecha, en el orden inverso al habitual, la señora que está a su lado debe ser Celia Chávez, la esposa de Jaime García Terrés; luego está Hugo Latorre Cabal, un colombiano muy refinado, que usaba polvos de arroz y un pañuelo en el bolsillo del saco; después sigue mi madre, junto a ella Jaime García Terrés, luego Jorge González Durán. En la hilera de cabezas que se tapan unas a otras a la izquierda, está en primer plano José Luis Martínez, detrás de él mi primo Bernardo Giner de los Ríos, luego su esposa Pilar; en seguida otro primo, Javier Márquez, y supongo que entre él y González Durán su esposa Vivianne Brachet […], porque no parece ser Pina Juárez, la mujer de González Durán.

”En la otra foto, recorriendo la mesa desde el comensal más cercano hacia la cabecera del fondo y luego a los que están de espaldas a la pared, están Javier Márquez, Pilar, Bernardo, José Luis; la rubia debe ser la esposa de Manuel Tello […]; detrás de ella me parece que está Alí Chumacero, luego Rosa Martin, la dueña del Estoril y, supongo, su marido; luego Manuel Tello, a su lado Lidia Baraks, la mujer de José Luis y entre ella y mi padre, Beatriz Latorre, la esposa de Hugo.

”Atrás de los dueños está en la pared enmarcado un mantel con caricaturas que hizo Carlos Fuentes en otra comida de los Divinos”.