Escrito especialmente para este libro.
Se publica aquí por primera vez.
El 22 de junio de 1971 fue un día trágico en Montevideo. Mataron a tres hombres: un policía, un tupamaro y un civil. A balazos. Tres muertos inconvenientes y, por eso, olvidados. Salvo sus familiares y amigos, hoy nadie los recuerda.
Para contar la historia de aquel día calamitoso hay que comenzar tres meses atrás.
El 30 de marzo de 1971 un grupo de tupamaros, superior a la docena, irrumpió en la fábrica de artículos de plástico Niboplast con el objetivo de leer una proclama revolucionaria a sus trabajadores.
Era algo que la guerrilla ya venía haciendo. Un día antes —según informó El Diario—, el MLN había ocupado la fábrica de juguetes Super Toy y la de vidrio Codarvi para hacer lo mismo.2 Los integrantes de «la orga» entraban a punta de revólver y obligaban a los presentes a oír un manifiesto. Por raro que parezca hoy, se suponía que aquello les iba a generar la simpatía de los que eran amenazados y forzados a prestarles atención.
Con estas acciones «simpáticas» el MLN trataba de enmendar la mala imagen que había dejado su anterior plan estratégico, el Cacao, más violento y peligroso: había consistido en poner bombas en restaurantes, discotecas y otros lugares de esparcimiento «de la burguesía», para impedir que siguiera «balconeando» la revolución en ciernes.
Parte del Plan Cacao había sido explotar el bowling de Carrasco el 29 de setiembre de 1970, una acción que —tal como se relata en la historia anterior— dejó dos muertos —dos militantes tupamaros— y a una mujer mutilada de por vida: la humilde limpiadora del establecimiento, que prácticamente perdió una pierna y quedó con secuelas físicas y psiquiátricas de las que nunca se recuperó.
El último bombazo del Plan Cacao fue el 1º de diciembre de 1970, cuando el MLN explotó las instalaciones de la empresa de telecomunicaciones estadounidense ITT. Luego las detonaciones se suspendieron porque el desprestigio era grande y también por las disidencias internas que provocaban los atentados.
«La impopularidad del MLN-T causada por el Plan Cacao llevó a sustituirlo por el Plan Remonte», recuerda el entonces tupamaro Manuel Marx Menéndez en su libro sobre la historia guerrillera. «El propio nombre del plan habla por sí solo. Se orquestaron acciones de propaganda con toma de lugares de trabajo y cines explicando nuestra lucha, ambicionando recuperar la popularidad perdida».3
También Jorge Zabalza ha referido cómo nació el Plan Remonte: «Punta Carretas, celda 262. Era la celda de Eleuterio, el Pepe Mujica y el flaco David… […]. En ella se ideó el Plan Cacao destinado a terminar con el balconeo de la oligarquía, llevando la lucha guerrillera a sus barrios y lugares de diversión, al que luego Raúl Sendic se opuso por el uso indiscriminado de los explosivos, haciendo necesario el Plan Remonte para remontar el desastre que nos costó las vidas de Roberto Rohn y Carlos López».4
Lo de Niboplast fue parte de ese proyecto que intentaba recuperar el carisma perdido.
Stella Sánchez fue una de las seleccionadas para copar la fábrica. Se había acercado a las luchas revolucionarias en el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo (IAVA), cuando era una liceal, de la mano de la agitación estudiantil y el apoyo a las huelgas de los bancarios, el sindicato de su novio. Era una joven con ideales de izquierda, pero los comunistas no le caían bien y así se acercó al MLN. Su pareja, Eduardo Fariña, la reclutó.
El destino quiso que los enamorados Sánchez y Fariña fueran ambos seleccionados para copar la fábrica justo cuatro días antes de casarse. «Teníamos todo pronto», recuerda ella. «Yo tenía vestido, zapatos, cartera y las invitaciones repartidas».
Antes de Niboplast, la joven tupamara solo había participado en acciones menores, algunas tareas de vigilancia y de seguimiento que le habían encomendado. Al copamiento, sin embargo, le ordenaron ir armada. Por primera vez salió a la calle con un revólver.
«En aquella época pensamos que era solo por precaución, porque no considerábamos que estuviéramos entrando de forma ilícita a la fábrica. Nos parecía que eso que íbamos a hacer no era pecado». La risa de Stella Sánchez llega a través del teléfono desde Aceguá, donde hoy vive. «Se suponía que no teníamos intención de hacer nada con las armas. Se suponía».
Sánchez estima hoy que, más allá del acto propagandístico, aquella acción le fue ordenada por sus superiores como un ejercicio de entrenamiento militar: ella, lo mismo que miles de muchachos jóvenes que se habían sumado al MLN, necesitaba adquirir experiencia en la lucha.
«Teníamos que ser fogueados, participar de acciones que después nos permitieran participar de otras. Y creo que ese fue el motivo de que fuéramos tantos a Niboplast. Era una accioncita, no tenía mucha complicación: leer una proclama, hacernos tener un arma en la mano para que supiéramos lo que significaba…»
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Hoy ya nadie recuerda el copamiento de Niboplast. No se conmemora como la fatídica «toma» de Pando, ni está rodeada de un aura épica como el robo de las libras de la familia Mailhos.
Según la prensa, una pareja de jóvenes llegó a las siete de la mañana a la fábrica que quedaba en la calle Chiavari 2865, entre Mariano Moreno y Juan Cabal,5 en el barrio Larrañaga. Pidieron para hablar con el gerente, Jorge Jacobo.6 De inmediato sacaron las armas y amenazaron a los porteros. Un grupo de tupamaros entró en la fábrica con una bandera del MLN, un grabador y un casete con el audio de la proclama a ser irradiada a los trabajadores. Otros se quedaron afuera y montaron guardia en las esquinas vecinas.
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La otra mitad de la tragedia de aquel día que nadie quiere recordar fue madurando en un hogar pobre y de clase trabajadora, el de la familia Báez Cerchiara, ubicado en una zona conocida como La Cabaña, a mitad de camino entre Sayago y Paso de las Duranas.
Pedro Báez, Antonio Elías y Luis Costa Bonino vivían en ese barrio humilde al noroeste de Montevideo; allí crecieron, y se hicieron amigos desde que tenían 4 o 5 años.
El nombre completo de Pedro era Pedro Oclides Báez Cerchiara. La casa de su familia estaba en la calle Domingo Torres, a una cuadra de Molinos de Raffo.
«Esa calle iba pasando rápidamente de hogares de clase media a casas de obreros y finalmente a viviendas de gente muy pobre. Todo eso en una cuadra y media», recuerda Costa Bonino, hoy un reconocido politólogo y especialista en campañas electorales, que reside la mayor parte del año en Francia.
Los Báez vivían en la parte más humilde de la calle.
«Pedro y Gloria, los padres de mi amigo Pedro, eran algo así como un reflejo perfecto de la historia del Uruguay batllista», recuerda Costa Bonino. «Eran pobres y muy trabajadores. Al padre nunca lo vi en mi vida sin su mameluco azul. La madre era lavandera. La suya era de esas historias uruguayas de mucho esfuerzo. Ellos se rompieron el alma siempre, siendo pobrísimos, para que sus hijos estudiaran».
Antonio Elías, hoy un prestigioso economista, evoca más detalles de la familia de Báez. El padre de su amigo Pedro era un empleado del Frigorífico Nacional que había perdido su empleo y nunca más había conseguido un trabajo estable. Se rebuscaba con las tareas ocasionales que fueran surgiendo.
Como modo de obtener un dinero, los Báez Cerchiara tenían a su cargo a dos menores del Consejo del Niño y por ellos recibían viáticos del Estado. La casa en la que vivían era muy modesta: Pedro, sus padres, su única hermana y los dos niños amparados se apiñaban en dos habitaciones. El único baño estaba afuera de la pequeña vivienda.
Costa Bonino evoca la casa de su amigo como un hogar muy reservado, quizás por cierto pudor ante la pobreza.
«Desde afuera se veía que era una casita muy humilde. Estaba retirada, al fondo de un terreno que tenía una especie de huerta. Había mucha tierra adelante y una casita muy, muy al fondo. Pero nunca entré, se ve que había algo medio explícito… no porque yo no quisiera, sino porque seguramente Pedro nunca quiso.»
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Ingresaron todos juntos a Niboplast. Uno llevaba la bandera, que era de nailon, y otro el grabador. Stella Sánchez iba con su revólver y sin miedo. Subió una escalera y llegó a una especie de balcón desde el cual se dominaba toda la entrada a la fábrica. Le ordenaron quedarse allí.
«Mi misión era vigilar que no entrara nadie. Uno o dos compañeros más se quedaron en la puerta y los demás fueron hacia donde estaban los obreros, para pasarles la proclama.»
Según la crónica de El Día, los copadores les anunciaron a los trabajadores: «Somos tupamaros. Quédense quietos que nada les va a pasar. Queremos decirles algo e informarles de nuestro plan de gobierno».7
Por unos instantes pareció que todo saldría según lo planeado. Pero los empleados de la fábrica estaban advertidos de que algo así podía suceder. Ante cualquier situación sospechosa, tenían la orden de avisar a la policía de inmediato. Y alguien lo hizo, sin que los invasores lo vieran.
«Alguien llamó a la policía», recuerda Stella Sánchez. «Y entonces llegaron las famosas “chanchitas”.8 Y eran muchas, fue algo impresionante. Y también vinieron la radio y la televisión…».
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En aquellos años, Niboplast trabajaba las 24 horas, en tres turnos. Quien había llamado a la policía era el capataz o «encargado» del turno matutino, Juan Andrés Bentancor Carrión, 37 años, padre de una niña, nacido en el medio del campo, en la zona de Carreta Quemada, departamento de San José. Su hermano, Carmelo, que llevaba años en la fábrica como maquinista, le había conseguido el puesto.
Los Bentancor habían llegado a Montevideo escapando de la pobreza. Para ninguno de los dos resultó una tarea fácil. Tras dejar Carreta Quemada, Juan vivió durante años con su esposa en una casilla que alquilaban a la vuelta de la fábrica, en la calle Pedro Vidal. Era muy precaria, de lata por fuera y madera por dentro. Allí tuvieron a Mariela. La esposa de Juan también trabajaba en Niboplast, pero cuando tuvieron a la niña decidieron que ella renunciara y se dedicara a cuidar a la bebé. Para compensar, Juan comenzó a trabajar más horas.
La pequeña creció en la casilla de lata. Tres meses antes del copamiento de Niboplast el matrimonio había logrado mudarse a un apartamento del Instituto Nacional de Viviendas Económicas, también en el barrio.
Carmelo, mientras tanto, vivía en la misma manzana de la fábrica, en una pequeña vivienda en un complejo de casitas de propiedad horizontal, unidas por un largo pasillo que iba desde la vereda al centro de la manzana, en la calle Canstatt.
«Mi hermano tenía la orden de, ante cualquier movimiento raro, llamar al 890, que en aquellos años era el teléfono de los patrulleros. Y así lo hizo. Él fue el que llamó», relata Carmelo, sentado en la modesta habitación que es a la vez comedor, estar y cocina, en la misma humilde vivienda de la calle Canstatt donde vivía en los años en que ocurrió esta historia.
Aun antes de que los tupamaros entraran a la fábrica, Juan Bentancor sospechó que algo raro estaba ocurriendo, de acuerdo con unas declaraciones que le hizo a El Día y que fueron publicadas, sin su nombre, en la jornada siguiente.
Según el artículo del matutino, A Juan le había parecido sospechosa la apariencia de uno de los jóvenes que vio bajar de un automóvil en la puerta de la fábrica: «No podía ser que con el frío que hacía y la llovizna que estaba cayendo, un individuo estuviera en mangas de camisa y llevara, al bajar, una campera en el brazo, como ocultando algo. De inmediato llamé al 890 y a los cuatro minutos el lugar estaba lleno de policías».9
Todo se desencadenó muy rápido. La cuadra se llenó de patrulleros. Según la crónica de El Diario, los tres primeros coches policiales que llegaron —el 27, el 33 y el 42— fueron tiroteados en la esquina de Canstatt y Mariano Moreno. Allí fueron apresados los primeros tupamaros del grupo.
Poco después, desde la vereda y con un megáfono, un agente les pidió a los ocupantes de la fábrica que se rindieran.
«La respuesta fue una lluvia de balas. Numerosos proyectiles alcanzaron a los patrulleros 33 y 42 y de inmediato la policía respondió con ráfagas de sus metralletas», dijo la crónica de El Diario.10
Stella Sánchez —desde su puesto en el balcón del primer piso de Niboplast— escuchó disparos y se sorprendió, no estaba previsto ningún tiroteo. Se suponía que todo sería pacífico, calmo, rápido y breve.
En pocos segundos, el tiroteo se generalizó. El País lo definió como «una balacera infernal que duró alrededor de 20 minutos».11
«“¡Esto es la guerra!”, decía un azorado vecino que afirmaba que sólo había visto algo igual, en las seriales de televisión», consignó uno de los periodistas presentes.12
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Las radios, que llegaron casi al mismo tiempo que la policía, comenzaron a transmitir en directo desde afuera de Nipoplast. La ciudad entera empezó a seguir el caso en vivo.
El entonces tupamaro Luis Nieto recuerda que aquel día tenían agendada una reunión de comando de la Columna 3 del MLN, pero no la podían empezar porque Wasen Alaniz, uno de sus principales integrantes, aún no llegaba.
Cuando Wassen por fin se presentó, les contó las novedades: había problemas con una de las acciones del Plan Remonte, un grupo de compañeros había sido rodeado por la policía en Niboplast.
«Entonces nos dijo para ir y hacer una acción que distrajera al cerco policial, para que los compañeros pudieran escapar», recuerda Nieto. «Nos armamos, yo agarré una pistola P38 que los cubanos habían donado al MLN cuando la guerrilla de Masetti,13 y una granada de explosivo plástico».
Nieto fue hasta la zona de Niboplast en ómnibus, con la pistola y la granada. Era una acción muy riesgosa. Estaba acostumbrado al peligro, pero aquella mañana la policía tenía la iniciativa. La fábrica estaba rodeada y por todos lados se veían patrulleros. Se bajó en la esquina de Larrañaga y Urquiza, a unas diez cuadras de Nibo. Tenía la orden de comunicarse a los cinco minutos de llegar para recibir instrucciones.
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Stella Sánchez revive el desconcierto que ganó a sus compañeros en el momento en que se desató el imprevisto tiroteo. «Se armó un gran revuelo y se dio la orden de irnos. A mí me guiaron por una salida y salimos al techo. Yo era muy joven, muy ágil y flexible. Mi madre me enseñaba ballet y siempre había hecho gimnasia. Pero, aun así, hoy no entiendo cómo salté de un edificio a otro». Volaba por sobre los pozos de aire. Hoy lo recuerda como si fuera algo que le pasó a otro y que ella vio en una película, en el cine: «Uno hace cualquier cosa por la adrenalina, por las ganas de salvarse».
Más de 500 policías de las guardias Metropolitana y Republicana, del Escuadrón de Prevención y de Radiopatrulla —según informó El Diario—14 cercaron las manzanas aledañas a la fábrica. Stella Sánchez no lo sabía, pero su novio, Eduardo Fariña, ya había caído preso. Según publicaron varios diarios, había intentado escapar manejando un taxi secuestrado. Un patrullero lo persiguió —contaría luego El Popular— hasta que Fariña chocó contra un árbol en la esquina de Caraguatá y Acevedo Díaz.15 Los policías que lo detuvieron comprobaron que llevaba los documentos de identidad del capitán Torti, de la Guardia Metropolitana, cuyo domicilio en el Cerro había sido asaltado meses atrás por el MLN.16
Sin embargo, el comunicado oficial que la Policía emitió un par de días después con un resumen de los hechos sostuvo que quien había intentado escapar con un taxi y se había estrellado contra un árbol no había sido Fariña, sino otro de sus compañeros, un argentino de apellido Galeano.17
Sánchez, en cambio, corrió y saltó de techo en techo, mientras los disparos retumbaban en el barrio. Lo hizo hasta que, en una de las azoteas, encontró una puertita abierta, que comunicaba a una buhardilla. «Entré a esa casa, bajé una escalera y me encontré con una familia».
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A Pedro Báez, el hijo del obrero y la lavandera, le gustaba jugar de golero en los picados que se hacían en el barrio. Elías, que todavía hoy lo considera su mejor amigo, lo describe así: era petiso, y para atajar se agazapaba a la espera de los remates de sus rivales. Ese modo de plantarse, agachado, arqueado sobre la línea del gol, le había valido su sobrenombre: Tatú.
Además jugaba a las bochas y, cuando creció, también al billar. «Era un típico muchacho de barrio», recuerda Elías. Y era ejemplar en todo sentido: no tomaba, estudiaba, trabajaba, era religioso, militante social cristiano y solidario. Siempre estaba pensando en los demás.
Pedro estudiaba en la Facultad de Derecho y, por las noches, trabajaba de sereno en una estación de servicio, una labor que le dejaba tiempo para preparar los exámenes. En la Universidad era becario: recibía un viático mensual para facilitarle los estudios. Siempre había tenido una militancia social, inspirada por el cristianismo, recuerda Elías. Juntos habían sido boy scouts católicos.
Según relata su amigo, cuando niño, Pedro sufría porque sus padres no tenían dinero para comprarle el uniforme de los scouts: pantalón y camisa verdes, medias grises. A él y a otros chicos pobres de la zona les permitían participar de las actividades con pantalón azul y camisa celeste.
Pedro Báez se hizo tupamaro en 1969, y para sus actividades clandestinas recibió el alias de Cristóbal. Poco después reclutó a Antonio Elías. Luis Costa Bonino, el otro amigo del barrio, también entró al MLN.
Los tres sabían que los tres eran tupamaros, aunque estaban compartimentados y no conocían exactamente qué era lo que hacía cada uno dentro de la organización.
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Stella Sánchez se encontró de golpe en el modesto hogar de una familia de clase trabajadora que la miraba aterrorizada. Los balazos seguían retumbando en las proximidades de Niboplast.
«No llegué a sacar el revólver, pero les mostré que lo tenía, sin empuñarlo. Les dije que no tuvieran miedo, que no quería hacerles daño, que solo me estaba ocultando, que se quedaran quietos.»
Situaciones parecidas se vivieron en otros domicilios de aquellas manzanas. Por uno de esos giros del destino, un grupo de tupamaros fugitivos también irrumpió —por una escalera que bajaba desde la azotea— en el hogar de Carmelo Bentancor, el hermano de Juan, el capataz que unos minutos antes había llamado a la policía para denunciar que Niboplast había sido ocupada por los tupamaros.
«El día del copamiento fue fatídico», recuerda Amanda, la esposa de Carmelo Bentancor y cuñada de Juan. «Magdalena, mi hija, se iba a las siete de la mañana para el liceo. Se tomaba el desayuno y salía. Yo no me había levantado. Y ella vino, me golpeó la puerta y me dijo: “Se sienten tiros ahí afuera, no me animo a salir”. Le dije que no lo hiciera. Cuando nos quisimos acordar, ellos ya estaban en la escalera de nuestra casa».
Para Amanda aquel fue un día espantoso. Los tupamaros llamaban a su hija desde la planta alta de la casa. «Nena, nena, ¿podremos pasar por ahí?». Su hija sintió mucho miedo.
Los tupamaros, finalmente, bajaron la escalera y pasaron por el modesto comedor donde ahora está sentado el anciano Carmelo, haciendo memoria. Eran seis, cuatro hombres y dos mujeres. Una de las muchachas se había cortado una pierna con un vidrio al entrar por la ventana. Gerardo Bentancor, uno de los tres hijos de Carmelo y de Amanda, tenía solo 6 años aquel día, pero nunca lo pudo olvidar: «Se les cayó un revólver que quedó sobre un toldo y yo veía su silueta desde acá abajo. Se sentían los tiros».
Los fugitivos salieron por la puerta de la casa al pasillo que une todos los hogares de ese modesto condominio de la calle Canstatt y que también lleva a la vereda.
«Durante años a mi hija le dio miedo subir esas escaleras», relata Amanda.
En un apartamento de Canstatt 2838, una pareja de guerrilleros golpeó la puerta y se anunció como agentes de la Policía. Un hombre joven les abrió. «Se quedaron en mi casa un buen rato. No sé lo que hablaron. Estaba muy nervioso por los tiros y porque además tengo un botija de dos meses. Empezó a venir gas lacrimógeno y el niño tosía mucho y lloraba», relató el dueño de casa al diario El Popular.
Finalmente, el tupamaro salió a la calle a pedir una ambulancia para el bebé, haciéndose pasar por su padre. Pero los vecinos lo delataron y fue apresado.18
Stella Sánchez, mientras tanto, seguía en el domicilio de una familia vecina. La radio estaba prendida y transmitía a todo Uruguay los detalles de lo que estaba pasando en la manzana de Niboplast y las calles vecinas. La policía estaba revisando el barrio, casa por casa. Según la crónica de El Día, en otra vivienda, una de las copadoras «pretendió pasar como una pacífica ama de casa, pero al ser revisado su bolso se encontró una pistola 45, por lo que fue detenida de inmediato».19
Sánchez se enteraba de todo por la radio. «Empecé a escuchar lo que decía la Policía, que habían agarrado a uno de mis compañeros, que habían agarrado a otro. Y yo quietita, y la gente de la casa también. No intentaron hacer nada, a pesar de que eran unos cuantos. ¡A mí por dentro me daba una pena horrible tener amenazada a esa familia!».
En un momento le pareció que el tiroteo se había calmado un poco, abrió la puerta de la casa, salió al corredor, fue hasta la puerta de entrada y se asomó a la vereda. No había nadie.
Se animó a salir a la calle desierta y comenzó a caminar. Al llegar a la primera esquina vio cruzar a uno de sus compañeros, corriendo, desesperado. Ella siguió caminando unos metros más y luego entró a otra casa.
«Se repitió lo mismo: entré y dije que no los quería asustar, y seguí escuchando por la radio las noticias de la Policía. Me enteré [de] que estaban cayendo todos, uno a uno. Decidí esconder el arma. La escondí en el fondo de la casa, debajo de unas plantas. Entonces, entró la policía.»
⁂
Luis Nieto quería hacer algo que permitiera escapar a sus compañeros sitiados en el barrio de Niboplast. Observó la situación y llamó a sus mandos desde el teléfono público de un bar ubicado en la esquina de Larrañaga y Urquiza. Por esa calle había visto una «chanchita» estacionada con varios policías dentro. Les planteó su plan: si le daban el OK, les tiraría la granada por la ventana del chofer. Morirían todos y la conmoción ayudaría a escapar a los compañeros.
Nieto describió la situación a través del teléfono. Le dijeron que volviera a llamar en un par de minutos porque el Ejecutivo del MLN aún no había tomado una decisión.
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La última vez que Luis Costa Bonino vio a su amigo Pedro Báez fue una noche en la escuela de Bellas Artes. También estaba Antonio Elías. No recuerda muchos detalles de aquel encuentro, solo que estaban los tres en una habitación en penumbras junto con otra gente, que en la semioscuridad al principio no reconoció a Pedro y que él le dijo: «¿Qué te pasa, no saludás a los amigos?». Después de esa noche nunca más lo volvió a ver.
La última vez que Antonio Elías vio a su amigo Pedro Báez le solicitó un favor muy especial. «Le conté que la organización me había asignado una tarea que podía durar muchas semanas, y le pedí que si me pasaba algo malo ayudara a mi esposa en todo lo que fuera necesario».
«Quedate tranquilo, yo me encargo», le respondió Pedro.
Así como a Stella Sánchez le ordenaron copar Niboplast, a Pedro Báez lo designaron para participar de un Comando del Hambre, un tipo de acción que llenaba de orgullo a los jóvenes tupamaros. En ella se asaltaba algún almacén o camión de Manzanares, o de alguna otra tienda de comestibles, para luego repartir los alimentos en un cantegril.
⁂
La policía entró a la casa donde estaba refugiada Stella Sánchez. Un agente pidió a los presentes que se identificaran.
«La familia se fue presentando: soy el padre, soy la madre… Cuando me tocó a mí dije que era una amiga. Los dueños de la casa no dijeron nada. El policía se fue, pero escuché que decían por la radio que faltaba una rubia como yo. La gente de la casa me pedía por favor que me fuera, que ellos no tenían nada que ver.»
Sánchez se puso un pañuelo en la cabeza para cubrirse el pelo, tomó el arma que había escondido en el jardín y otra vez salió a la calle. Caminó hasta que llegó al cerco policial que separaba al barrio de Niboplast del resto de la ciudad. Trató de mostrarse natural y calma. Se acercó a un agente y le dio su cédula, disimulando. Todavía era una militante legal, no había pasado a la clandestinidad, así que usaba su verdadero documento de identidad. Su nombre no estaba «quemado». No estaba requerida por la policía.
«Le dije al agente que había venido a visitar a una amiga, pero tenía que irme a trabajar porque iba a llegar tarde. El policía me dejó pasar unos pasos, pero habló por walkie-talkie con sus superiores y les comentó. Ellos le dieron la orden de detenerme. Entonces me dio la voz de alto y yo me escondí atrás de un árbol. Él me apuntó. Yo pude sacar mi arma, tirarle, herirlo y salir corriendo —lo pensé—, pero no quise hacerlo. Me había conmovido ver a esas familias en las casas a las que había entrado en mi intento de escapar. Me conmovió el tener que estar presionando personas, obligándolas. Y pensé en ese hombre y en su familia, y decidí no disparar.»
El País relató así su caída: «Una tupamara que también había buscado refugio en fincas de las inmediaciones, fue sorprendida por las autoridades, quienes le incautaron un arma poderosa, que no llegó a utilizar».20
Se entregó con los brazos levantados. Su novio había sido el primero en caer, ella fue la última.
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En la cárcel de Punta Carretas, los tupamaros presos seguían a través de la radio la crónica de aquel fracaso. Fernández Huidobro lo cuenta en uno de sus libros: «Los compañeros estaban acorralados dentro de la fábrica. Las radios transmitían desde las cercanías de Niboplast el tiroteo, que según parecía llevaba horas… La cárcel estaba en silencio. Muchos tupamaros fueron capturados. Las grandes radios festejaban su victoria. Aquel comando había ido a Niboplast a hacer trabajo de masas, a llevar la voz armada del MLN».21
Luis Nieto seguía esperando órdenes. Él mismo muchas veces había participado en acciones como la de Niboplast. Había dado discursos a la gente durante los copamientos del MLN en distintos lugares: un ómnibus, una fábrica, un cine. «Jamás escuché un aplauso. A lo mejor la culpa era del orador», recuerda hoy con triste ironía. En una fábrica de botas militares, cerca de Luis A. de Herrera y General Flores, pasó un momento difícil cuando los empleados empezaron a protestar por la ocupación tupamara. «Tuvimos que dejar la parte patriótica del discurso para otro día. Yo me había subido a un escritorio pensando que aquella gente entendería que eran unos explotados por un patrón chupasangre, pero no. Ellos defendieron su trabajo».
Miró la hora. Tenía que telefonear otra vez. Se volvió a comunicar con sus superiores desde el mismo bar. Preguntó si tiraba la granada de una vez por la ventanilla de la chanchita. El Ejecutivo ahora sí había decidido: le dijeron que todos los compañeros ya habían caído presos, que la acción ya no tenía sentido.
En aquel momento, Nieto se sintió apesadumbrado. Hoy agradece aquella circunstancia, el «no» que recibió esa mañana.
«Se salvaron los de la chanchita y me salvé yo, porque hubiera sido una carnicería que hubiera quedado pegada en mi vida para siempre.»
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El copamiento de Niboplast fue un estrepitoso fracaso para los tupamaros. Ni siquiera habían podido pasar la proclama. La policía encontró, abandonados en la fábrica, la bandera de nailon del MLN y el grabador con el casete.
La prensa destacó la magnitud del tiroteo. Al lado del aviso de una tienda argentina llamada Palacio del Rodado, que promovía que los uruguayos viajaran a Buenos Aires a comprar bicicletas,22 El País publicó la foto de un patrullero con ocho agujeros de bala en su parabrisas, del lado del conductor: «Milagrosamente el agente policial que viajaba de este lado del patrullero no resultó herido».
En total, ocho tupamaros fueron detenidos y luego procesados por el juez Gervasio Guillot. Sus nombres y las fotos de sus rostros fueron publicadas días después en la prensa: Marta Elena Avella Luchini, Eduardo Luis Fariña Soto, Agueda Susana Carli Alaniz Laureano Juan Riera Galeano, Graciela Darré Francia, Víctor Hugo Sevcenco, Stella María Sánchez Mendoza y Raúl Eduardo Pugin Alliot.
A Carli, Darre, Sevcenco, Pugin y Sánchez el juez les imputó los delitos de asociación para delinquir y violencia privada.
A Galeano, asociación para delinquir, violencia privada y atentado.
A Avella y Fariña, asociación para delinquir y privación de libertad.
Solo Marta Avella, que ya había estado presa por sus actividades en el MLN, estaba requerida por la policía.23
Apenas tres de los copadores lograron escapar: «una mujer que resultó herida en el pecho, un hombre que fue alcanzado por un proyectil en el muslo y otro extremista que resultó ileso».24
El casamiento entre Stella Sánchez y su novio Eduardo Fariña, que estaba fijado para cuatro días más adelante, no se pudo realizar. En la fecha en que debía contraer matrimonio ante un juez civil, Sánchez estuvo frente a un juez penal que la mandó a la cárcel.
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Entre los empleados de Niboplast, mientras tanto, pronto trascendió que quien había avisado a la policía había sido el capataz Juan Bentancor. Y hubo alguien que le pasó el dato al MLN. Pocos días después del frustrado copamiento, el humilde trabajador nacido en Carreta Quemada comenzó a recibir amenazas de muerte.
«Él tenía miedo», recuerda su hermano Carmelo, sentado en el modesto comedor de su vivienda de la calle Canstatt.
Carmelo tiene lagunas en su memoria, los años y una salud frágil le juegan en contra. Quiere recordar detalles y no puede. Su esposa, Amanda, que está convaleciente en cama, tiene otros achaques. Tose mucho y fuerte. Pero su memoria funciona mejor.
«Esos tres meses que siguieron al copamiento, lo tuvieron amenazado. Pobre Juan, vivía con mucho miedo», rememora Amanda. «Los amigos le aconsejaron que se fuera del país, que no se quedara acá. Pero él no quiso irse».
Juan Bentancor sentía que él tan solo había cumplido con su trabajo y eso fue lo que continuó haciendo. Siguió laburando todos los días en Niboplast. Un humilde trabajador, asalariado, que había llegado del campo para matar el hambre: el prototipo del uruguayo por el cual los tupamaros decían estar luchando.
⁂
El 22 de junio de 1971 Montevideo amaneció sin grandes noticias. La Mañana informaba que la Intendencia flecharía la calle Constituyente desde Barrios Amorín hasta Magallanes.
La cartelera de cine anunciaba en el Eliseo ¿Acaso no matan a los caballos?, una película con Jane Fonda sobre una pareja que ambiciona salir de la pobreza participando de una maratón de baile. Y en el Iguazú, quizás como un presagio, esa noche se exhibiría El samurái, con Alain Delon, una película francesa sobre un asesino a sueldo.
El 22 de junio de 1971 Juan Bentancor se despertó temprano, como todos los días, para ir a Niboplast. Entraba cuando terminaba el horario laboral de su hermano, que hacía el turno de la noche. Se cruzaban en la puerta de la fábrica.
El 22 de junio de 1971 Pedro Báez se despertó seguramente feliz, sabiendo que ese mediodía tenía una cita con la gloria: le tocaba participar de un Comando del Hambre.
¡Qué podía haber mejor para un tupamaro que expropiar alimentos a una cadena de tiendas con tantas sucursales y repartirlos luego entre los pobres de un cantegril, los que no tienen nada!
El local de Manzanares elegido era el de la calle Chimborazo 3771, esquina San Martín.
Llegaron en una camioneta marca Ifa con caja chica, de color verde y con una franja blanca. Otros integrantes de la organización se la habían robado a las once de la mañana al español Ramón Pisabarro, a quien retuvieron durante dos horas a la fuerza para evitar que hiciera la denuncia. Era lo usual en esos casos.
Según el parte policial, Pedro Báez y sus tres compañeros llegaron a la sucursal señalada de Manzanares a las 11:45. La primera en ingresar fue la única mujer de aquel Comando del Hambre: una joven, de unos 18 años, morocha, de baja estatura, vestida con saco y pollera azul.
Tal como estaba previsto, ella entró y preguntó si le prestaban el teléfono para hacer una llamada.
Mientras los empleados le indicaban dónde estaba el aparato, ingresó al local un muchacho que luego los presentes describieron como un joven de unos 25 años, no muy alto, cutis blanco, morocho, que vestía una gabardina azul. Era Pedro Báez. Tenía un revólver. Con este amenazó a los empleados y a cuatro o cinco clientes, y los llevó a todos al baño. Les dijo que se quedaran allí 15 minutos, que ellos eran tupamaros y se llevarían alimentos de la tienda para regalarle a gente pobre que los estaba necesitando.
El jefe militar operativo se quedó afuera, vigilando. Pedro Báez y sus compañeros comenzaron a cargar los alimentos en la camioneta robada.
Hasta ahí, los hechos están claros. Luego se desencadenó el caos.
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Walter Custodio, sargento de la Guardia Metropolitana, nacido en la quinta sección del departamento de Rivera, casado y con cinco hijos chicos, vivía en la calle Chimborazo, en el número 3796, muy cerca de la sucursal de Manzanares. La camioneta verde con la franja blanca se estacionó a metros de su casa y le llamó la atención a su esposa. Los tupamaros ya habían atentado varias veces contra el hogar de los Custodio y toda la familia vivía en estado de alerta.
«Unas semanas antes nos habían tirado una bomba incendiaria. El fuego lo pudimos apagar con la ayuda de los vecinos. ¡Y todo porque mi padre era policía! Era apenas un sargento de la Guardia Metropolitana», recuerda Fanny, una de las hijas de Custodio, que aquel día tenía 9 años.
Fanny era la segunda. La hermana mayor, Myriam tenía 10 años; Stella Maris tenía 8, y los mellizos Walter y Solange tenían 6.
El policía regresaba a su casa al mediodía, caminando desde la parada del ómnibus. Cuando su esposa lo vio aproximarse, salió a su encuentro para advertirle de la presencia sospechosa de la camioneta. Casi al mismo tiempo, un vecino también lo interceptó: «¡Pocholo, Pocholo, están robando el Manzanares, y tienen a mi hija adentro!».
Su esposa intentó convencerlo de que no fuera a la tienda de comestibles, que se metiera en su casa, pero Custodio sintió que su obligación era intervenir y enfiló directo hacia la sucursal de Manzanares.
Poco después los vecinos lo vieron salir del supermercado, luchando cuerpo a cuerpo con una pareja de muchachos jóvenes, un hombre y una mujer.
Luego se sintieron tiros. Pedro Báez, el tupamaro, cayó herido de gravedad. Walter Custodio, el policía, también recibió un balazo, aunque permaneció de pie.
En la calle quedaron tirados dos revólveres, un Colt 38 y un Smith & Wesson 38 largo. El Colt era una de las armas robadas por el MLN en su asalto al Centro de Instrucción de la Marina, en mayo de 1970.
Un integrante del Comando del Hambre huyó en la camioneta robada, otros a pie.
El vehículo fue encontrado horas más tarde en la esquina de Gregorio Pérez y Carreras Nacionales.
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Fanny, una de las hijas del sargento Custodio, había observado todo desde la ventana de su casa. Estaba enferma y por eso no había ido a la escuela ese día.
Vio a su padre herido, una imagen que nunca más pudo olvidar. Estaba de pie, intentaba caminar hacia su casa. «Tenía un agujero rojo en el gabán, en su espalda, pero nunca dejó de estar parado».
Todos salieron a la calle: la niña Fanny, su madre, los vecinos. Uno puede imaginarse la escena, gritos, llanto, desesperación. Antes de ser trasladado al hospital, el sargento Custodio, todavía de pie, se sacó el reloj y la alianza de casamiento y se los entregó a su esposa. «Cuidame a los gurises», le dijo.
Subió sin ayuda a un auto particular que lo llevó al Hospital Español. Lo operaron de urgencia.
Pedro Báez, según los partes policiales, fue transportado al Hospital Militar en un patrullero. Había recibido un solo balazo, en la cabeza, le había ingresado por el parietal derecho. Murió apenas llegó al sanatorio.
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A las 18:30, mientras en Canal 4 comenzaba otro capítulo de la serie infantil japonesa El robot gigante, el sargento Custodio luchaba contra la muerte en el Hospital Español.
A esa hora, Juan Bentancor terminó otra jornada en Niboplast.
Vivía cerca, así que, como siempre, salió de la fábrica y comenzó a caminar hacia su casa. Hacía frío. Apuró sus pasos por Chiavari y dobló en la esquina de Cádiz. Pasaba frente al 2908 de esa calle cuando dos hombres jóvenes lo sorprendieron y le pegaron primero un balazo en la cabeza, y luego varios otros para rematarlo. Hoy, donde Bentancor fue asesinado hay una casa de dos plantas que, en su balcón, tiene una hornacina con una estatuilla de la Virgen María.
Antes de huir, los pistoleros lanzaron unos volantes en los que se identificaban como tupamaros y explicaban por qué habían ejecutado al trabajador.
«Dejaron unos papeles que decían: esto fue hecho por llamar a la policía», recuerda Carmelo en su humilde casa, apenas a un par de cuadras de donde su hermano cayó muerto.
Amanda, la esposa de Carmelo, estaba en la vereda llevándole un poco de kerosén a una vecina que, en ese día helado de invierno, se había quedado sin combustible para la estufa y tenía una hija engripada. Otro vecino le dijo que habían matado a Bentancor, y en el horror no alcanzó a entender si se había referido a su esposo o a su cuñado. Dejó el kerosén y corrió desesperada hacia la calle Cadiz. Cuando llegó, la policía ya estaba allí.
«Fue horrible, horrible, horrible. Era Juan», recuerda. «Ya estaba muerto cuando llegué».
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Quince minutos después del asesinato de Juan Bentancor, en el Hospital Militar falleció el sargento Custodio.
Fanny y sus hermanos habían sido llevados a la casa de una vecina para pasar la noche, porque su madre había previsto quedarse en el hospital, acompañando a su marido. Allí los niños se enteraron de la muerte de su padre.
«Él ya había tenido un preinfarto y no pudo resistir la operación», recuerda hoy Fanny Custodio.
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Esa noche, al volver a casa, Luis Costa Bonino se encontró a su madre llorando mientras cenaba. «Mataron a Pedrito», le dijo. Lo estaban velando en esos momentos en la modesta casa familiar de apenas dos habitaciones, ahí, en el barrio.
Costa Bonino vio en las palabras y las miradas de sus padres una rabia contenida: aunque él jamás se lo había contado, se dio cuenta de que ellos, de algún modo, ya sabían que él también era tupamaro y temían que el trágico destino de su amigo lo alcanzara un día a él.
Luis no fue al velorio de Pedro. Supo, por el testimonio de quienes asistieron, que el sufrimiento del matrimonio Báez Cerchiara era atroz. Ni siquiera habían imaginado jamás que su hijo pudiera ser tupamaro y no podían entenderlo de ninguna manera.
«Era un elemento trágico adicional para los padres de Pedro, porque ellos, además del sufrimiento por su muerte, no entendían nada y estaban profundamente avergonzados. Porque para ellos, Pedro había muerto robando, había muerto como asaltante. Ellos no entendían bien lo que significaba el MLN», recuerda Costa Bonino.
Para los padres de Pedro, todo se resumía así: habían criado a su hijo con todos los esfuerzos, con el máximo sacrificio, le habían solventado toda su educación, a costa de mil penurias, para que se superara social y económicamente; y de golpe, había muerto como un asaltante.
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Antonio Elías estaba trabajando en esa operación del MLN que lo había alejado de su familia durante días y por la cual le había pedido a Pedro que cuidara de su esposa si le llegaba a pasar algo: era uno de los tupamaros que participaban en la excavación de un túnel que permitiría una fuga masiva de sus compañeras presas en la cárcel de mujeres de Cabildo. Estaba dedicado a eso cuando vinieron a avisarle que habían matado a su mejor amigo.
No hubo tiempo para lágrimas. Siendo tan amigo de Pedro y su vecino, era probable que las fuerzas de seguridad lo fueran a buscar a su casa, le advirtieron. Por eso tenía dos caminos: o seguir en la preparación de esa fuga y pasar a la clandestinidad, o volver pronto a casa y quedarse allí con su esposa, fingiendo que la vida seguía en la máxima normalidad.
Eligió regresar al hogar y aparentar que todo estaba en orden, que no habían matado a su medio hermano. Por ese motivo, Antonio tampoco fue al velorio de Pedro.
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La publicación clandestina Correo Tupamaro de julio de 1971 relató así la muerte de Pedro Báez:
La tarde del 22 de junio el compañero Cristóbal cayó herido en un enfrentamiento con la policía, donde también murió en el tiroteo, el sargento de la Metropolitana. La acción en la que participaba era un Comando del Hambre: se expropiaban víveres del Manzanares y se iban a llevar al cantegril.
Cristóbal, gravemente herido, fue arrastrado hacia una chancha. No hubo ambulancia para él. Y en la chancha lo remataron, lo acribillaron, le destrozaron el pecho, le partieron los dientes a culatazos, le arrancaron un ojo. Así lo recibieron sus familiares. Frente al velatorio se instaló un Maverick negro. Desde allí cuatro policías se burlaban, se reían, proferían amenazas.25
El ajusticiamiento de Juan Bentancor tuvo una mención mucho más breve en el Correo Tupamaro: apenas mereció un par de líneas en una sección de la publicación llamada «Parte de guerra», en la cual se listaban acciones realizadas por el MLN, sin mayores detalles.
Erróneamente el asesinato de Bentancor fue consignado como ocurrido el 23 de junio. Decía la sección «Parte de guerra» respecto a las últimas acciones del MLN:
16/6: Comando del Hambre: segunda expropiación de mercaderías a sucursal Manzanares de Simón Martínez y Gowland y posterior reparto en el cantegril.
16/6: Acción contra facho Marcelo Carballo (JUP), Uruguayana 3131.
18/6: Expropiación de armas al coleccionista Philips Prats, Requena 1634, ap. 5
18/6: Acción contra facho Félix Chiappini. Florencio Escardó 1538.
18/6: Acción contra ex subjefe de policía Eleazar Agosto.
19/6: Acción contra facho Basaistegui: Tayuya 1640
20/6: Copamiento del cine Nuevo París (Santa Lucía 5859): desarme de dos policías en sala; se pasa proclama y se volantea.
20/6: Copamiento del cine Sayago: se pasa proclama y se volantea.
23/6: Copamiento carpintería: se dialogó con los obreros y se dejó programa del MLN.
23/6: Expropiación de armas a Ebelio Ubiría Horne (Agraciada 1632, p 14, ap 23).
23/6: Ajusticiamiento de Juan Andrés Betancour [sic], delator de los compañeros que ocuparon la fábrica NiboPlast para leer una proclama. En esa ocasión cayeron ocho compañeros, algunos heridos.26
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El 23 de junio, en la primera plana del vespertino El Diario, junto a un aviso de Carrara Demoliciones se publicó una foto de la viuda del sargento Custodio, María I. Morales, con tres de sus cinco hijos.
En la foto, uno de los niños le apoya la mano izquierda en el hombro a su madre, en un gesto de consuelo.
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Para la esposa de Juan Bentancor la muerte de su marido fue un golpe devastador. Se quedó sola, sin trabajo y a cargo de Mariela, de 5 años.
Comenzó entonces a hacer limpiezas en casas de familia para poder mantenerse y criar a la niña. Recién un tiempo después, Niboplast aceptó darle una ayuda económica mensual que ella empleó en la educación de su hija.
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«Atrapan a una tupamara que mató a un policía», tituló El Diario en su edición del 5 de julio, refiriéndose a la caída de una guerrillera acusada de haber dado muerte al sargento Custodio en el asalto a la sucursal de Manzanares.
La foto de la supuesta asesina, de cuerpo entero, acompañaba la nota del vespertino.
La noticia decía que Edda Fabbri Garrido, oriental, soltera, de 19 años, estudiante de Medicina, había sido detenida unos días antes en Malvín, cuando caminaba por la calle junto con otros tupamaros.
Como al ser arrestada —y a pesar de que no había existido ningún enfrentamiento ni resistencia— había recibido un balazo en una nalga, Fabbri estuvo varios días internada en el Hospital Militar, donde la curaron.
Allí fue reconocida como la muchacha que había participado en el asalto al Manzanares y como la asesina de Custodio. Ella lo recuerda hoy: mientras estaba acostada, en un momento se corrió la cortina que cerraba su habitación y oyó que alguien a quien no pudo ver preguntaba: «¿Es ella?». Y otra persona, a la que tampoco vio, respondió: «Sí».
Cuando la pasaron al juez, el magistrado no consideró que esa identificación fuera prueba suficiente de que ella hubiera sido la homicida del sargento Custodio. Por lo tanto, solo la procesó por «asociación para delinquir». El Diario también informó de eso, pero no se privó de titular que ella era la asesina.27
Tras la publicación de la noticia, los muros del jardín de la casa de los Fabbri, en el Prado, fueron pintados por desconocidos: «Edda Fabbri asesina de sus hermanos», «Aquí vive una asesina».28 La casa ya había sido objeto de varios atentados con bombas, porque Hugo, el padre de Edda, era un abogado que defendía presos políticos.
Fabbri —que hasta hoy asegura que no tuvo ninguna participación en el asalto al local de Manzanares— fue enviada a la cárcel de Cabildo, donde el plan de fuga masivo en el que había estado trabajando Antonio Elías ya estaba a punto de ser ejecutado.
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Stella Sánchez —la muchacha que había copado Niboplast, huido por los techos y preferido no dispararle al policía que la detuvo— y Edda Fabbri escaparon de la cárcel de mujeres de Cabildo junto con otras 36 tupamaras el 30 de julio de 1971.
La acción —conocida como la «fuga de la Estrella»— fue un gran golpe del MLN.
Sánchez escapó a pesar de que le quedaban unos pocos meses de condena. Estaba sentenciada a una pena de año y medio de prisión y apenas con la mitad cumplida podía recuperar la libertad. Ya llevaba cuatro meses presa. Sin embargo, prefirió escapar y pasar a la clandestinidad para seguir militando por la guerrilla.
El plan le salió a medias. Para los líderes tupamaros, las fugadas eran un arma propagandística importante, y lo principal era que no volvieran a caer para que las fuerzas de seguridad no se adjudicaran una victoria. Entonces las escondían.
«Pasé meses clandestina, ocultándome siempre. Me trasladaban de casa en casa siempre con los ojos vendados. A veces estaba mucho tiempo en la misma casa, encerrada como una presa», recuerda. «Éramos como oro: no nos podían apresar, porque éramos como un símbolo de lo logrado. Pasé meses sin salir a la calle. Cada tanto iba un compañero a verme, a llevarme noticias, a ver si precisaba algo».
Así transcurrieron nueve meses. En ese lapso, el viento de la guerra interna cambió. El Ejército había recibido la orden de accionar contra el MLN y los militantes caían como moscas. Dentro de la organización, la inminencia de la derrota hizo que algunos se replantearan si tenía sentido el camino de violencia que se había elegido. Stella Sánchez fue una de ellos.
«Yo me volqué hacia una opción política. Yo veía que las cosas estaban en una radicalización extrema. Ya habían muerto muchos compañeros y eso me dolía muchísimo. Y no creía que tuviéramos suficiente fuerza como para poder con el Ejército, ni el suficiente apoyo de la gente.»
Sánchez notaba que incluso quienes podían tener cierta simpatía con el movimiento no estaban dispuestos a apoyar de un modo concreto la revolución tupamara.
«Lo que había pasado en Cuba, de salir con las armas a defender la revolución, no iba a pasar nunca en Uruguay. El uruguayo tiene otra manera de actuar y de pensar, pero nosotros hasta ese momento no habíamos caído en la cuenta. Con todo ese idealismo, nos creímos que íbamos a poder hacer una revolución. Pero evidentemente no era posible.»
Pero Sánchez era apenas una voz dispersa en medio de la catástrofe de la derrota, encerrada, yendo de escondite en escondite. «La guerra se puso brava y el único objetivo era seguir salvándose. No dio el tiempo para la opción política: nos agarraron a todos, liquidaron a todo el MLN muy pronto».
Sánchez volvió a ser apresada en mayo de 1972. Desde su fuga no había participado en ninguna acción, solo había estado enclaustrada. Su carrera de guerrillera se limitó al frustrado copamiento de Niboplast.
Esta vez su estadía en la cárcel fue más prolongada: seis años y cuatro meses.
A Edda Fabbri le fue peor. Cayó en la debacle de 1972, en abril. A pesar de que un juez civil ya había determinado que no existían pruebas suficientes para culparla de la muerte del sargento Walter Custodio, la justicia militar le adjudicó la responsabilidad de su homicidio.
Pasó a ser uno de los tupamaros más peligrosos, aquellos que tenían delitos de sangre sobre sus espaldas. No la liberaron mientras duró la dictadura. Recién recuperó la libertad el 3 de marzo de 1985.
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Antonio Elías fue informado por la organización de las circunstancias que le habían costado la vida a su amigo Pedro.
La responsable del operativo les ordenó a los otros compañeros que se desarmaran antes de fugarse, para que si los capturaban al huir no estuvieran armados. Cuando Pedro comenzó a pelear con el policía ya no estaba armado. El responsable del apoyo militar al grupo se había quedado en la vereda. Cuando vio a la compañera y a Pedro luchando con el policía, disparó desde la esquina. Una de las balas hirió al sargento, lo atravesó, y le dio después a Pedro. O sea que el responsable del operativo, los mató a los dos.
También le dijeron que Pedro había quedado tendido en la calle, que allí había muerto, desangrado, sin atención médica.
Tiempo después, Elías le transmitió lo ocurrido a su amigo Luis Costa Bonino: a Pedro lo habían matado sus propios compañeros del MLN.
El politólogo recuerda: «Tony me contó que todo había sido un caos, un enredo monumental, con tiroteos sin criterio, sin sentido, en medio de una situación de pánico, que tiraron a mansalva, y al bulto, sin ver quién estaba, si estaba Pedro en la línea de fuego. Y que todo resultó como resultó. Y que eso siempre había estado compartimentado internamente».
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«Pasamos muchas necesidades después de la muerte de mi padre», relata Fanny Custodio, la hija del sargento de la Metropolitana muerto en la entrada del Manzanares de la calle Chimborazo.
La viuda del policía no trabajaba y la numerosa familia se quedó sin ingresos. «Mi madre tenía 37 años y cinco hijos que mantener, sin ningún trabajo». Al tiempo, a la mujer le otorgaron un puesto en la Policía y comenzó a trabajar, pero la muerte violenta de su marido le dejó secuelas de por vida.
«Sufría ataques de nervios, crisis nerviosas, no podía dormir sin somníferos. Le asustaba mucho seguir viviendo en la misma casa, vivía aterrorizada, pero no teníamos dónde ir. Todo ese terror, ese miedo, nos los fue trasladando, sin quererlo, a nosotros, sus hijos», recuerda Fanny. «Mi hermana mayor también comenzó a sufrir de ataques y crisis nerviosas».
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Stella Sánchez, la copadora de Niboplast que había vuelto a ser apresada, se enteró de que el MLN había matado al capataz Juan Bentancor, meses después de la ejecución del trabajador, ya estando presa. Nunca entendió por qué su organización había matado a un pobre hombre.
«Me pareció mal. Fue lamentable. Porque era lógico que él llamara a la policía», dice hoy por teléfono, desde Aceguá. «Pero era una época de mucha radicalización, era matar o morir…».
Estuvo presa hasta setiembre de 1978. Nunca más volvió a ver a su prometido, Eduardo Fariña, con quien ya tenía todo pronto para casarse cuatro días después del copamiento de Niboplast.
«Él salió y se fue del país. Cuando yo salí, muchos años después que él, fui a ver a su familia. Me dijeron que se había ido a Buenos Aires, que se había casado, etcétera, etcétera. Cada uno hizo su vida después. Nunca más lo pude localizar para decirle un “hola”, aunque sea. Lo busqué por internet y todo, pero nunca lo logré encontrar.»
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Mariela Bentancor, la hija de Juan, el capataz de Niboplast asesinado por el MLN por llamar a la policía, apenas guarda recuerdos muy difusos de su padre. La niña creció sin que su madre jamás le hablara de lo que había pasado. Para la viuda era demasiado doloroso recordar y el tema estaba prohibido en su casa, para no despertar a los fantasmas de ese pasado tan trágico. La mujer guardó, sí, una carpeta con todos los recortes de prensa del día del asesinato, una carpeta que nunca nadie miraba.
Muchos años después, ya siendo adulta y trabajando en la sección fotocomposición del diario El País, Mariela le pidió a su madre que le dejara ver esa carpeta con los recortes de la tragedia. Mariela leyó viejos artículos que hablaban del asesinato de su padre, de los volantes que habían tirado junto a su cadáver, y de ella misma, la niña que había quedado huérfana. Se estremeció al pensar cuántas veces había compuesto en El País notas que hablaban de asesinatos, de niños que quedaban sin padre.
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La tragedia que les costó la vida a Pedro Báez y al sargento Custodio fue analizada en un documento interno de la Columna 15 del MLN, hoy publicado en la web de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente.
Allí se reconstruye lo ocurrido de acuerdo a los testimonios de los participantes del Comando del Hambre. El escrito fue confiscado por la policía en 1971, en un allanamiento en una vivienda de la avenida Bolivia 1426, en Carrasco. Una parte (no la que atañe a la muerte de Pedro) fue divulgada el 7 de agosto de 1971 por el vespertino El Diario.
Según relata esa comunicación interna de la Columna 15, la responsable del copamiento al Manzanares había ordenado que Pedro Báez y los otros participantes, una vez cargada la camioneta, tenían que entregarle su revólver al conductor. Y así lo hizo Pedro.
Cuando la camioneta se fue, Pedro y su compañera permanecieron unos instantes más allí, dentro del Manzanares, aunque no queda del todo claro para qué. No presentían el peligro. Ya estaban por irse cuando irrumpió el sargento Custodio pasando por debajo de la cortina metálica del comercio, que estaba a medio bajar.
La joven intentó sacar su revólver, pero se le trabó «el fierro en la camisa», según ese despacho analítico escrito por los responsables de la Columna 15. El sargento Custodio se dio cuenta de que la joven estaba armada y se abalanzó sobre ella. Pedro entonces buscó su arma, pero de golpe recordó que ya no la tenía. Entonces se sumó a la pelea. Trenzados, agarrándose y forcejeando por dominar el revólver de la joven, los tres salieron a la vereda. Allí estaba el responsable militar del operativo. Un tupamaro armado. Nervioso, superado por una situación que nunca imaginó podría ocurrir, sacó el «fierro» y disparó.
«El compañero responsable le dispara dos balazos (o tres). Caen Cristóbal y el individuo», dice el texto.
El documento de la Columna 15 agrega que el jefe del operativo —tras balear al policía y a su compañero— salió corriendo. En la huida «se da vuelta y dispara dos balazos más, uno roza la pierna de la compañera».
O sea: mató a su compañero y al policía, y por poco no mata también a su compañera. También le dio la orden a la muchacha de que escapara y que se desentendiera de la suerte de Pedro, que yacía herido en la calle.
El documento de la Columna 15 agrega un dato inverosímil, que desmienten todos los testigos del episodio y también se choca con la versión oficial que la organización le transmitió a Antonio Elías. Según este relato, el sargento Custodio, herido de muerte, habría tenido fuerzas para recoger un arma del piso, pegarle unos balazos más a Pedro para rematarlo y luego tirotear a los tupamaros que huían. «El individuo recoge el fierro, remata a Cristóbal y dispara contra los compañeros. Estos escapan», dice el escrito.
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Antonio Elías no comparte la parte final de esa versión de los hechos, que difiere de lo que la propia organización le informó a él poco después de la muerte de su amigo. «No creo que el sargento ejecutara a Pedro. ¿Dónde están las balas de la ejecución, si Pedro tenía solamente un balazo? El sargento no ejecutó a nadie; él fue una víctima, igual que Pedro. Nunca nadie en el MLN me dio una versión distinta».
Elías piensa, además, que muchas cosas trágicas en la guerrilla ocurrieron por incapacidad, por falta de preparación: «Yo no creo que Pedro haya tirado un solo tiro en su vida, porque casi no había entrenamiento».
A Costa Bonino siempre le dolió el silencio y que se ocultara cómo había ocurrido la muerte de su amigo: «Cualquier historia siempre merece la verdad. Y Pedro también merece la verdad. No importa si es dura, si es horrible. Cuando algo se oculta siempre hay una deuda pendiente con la persona».
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En la prensa de la época se publicó la versión de que quien había matado al sargento Custodio había sido la integrante del MLN Edda Fabbri.
«No fue Edda Fabbri, ella no tuvo nada que ver. Fue un hombre. Me consta», dice Elías.
Esa es la información que tiene sobre quién mató a su mejor amigo y al sargento Custodio.
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La autocrítica que hizo la Columna 15 por el Comando del Hambre que le costó la vida a Pedro Báez y al sargento Custodio, y en la cual se reconoce que quien los baleó a ambos fue un integrante del MLN, no estuvo centrada en la irresponsabilidad de la acción y su trágico saldo, sino en detalles operativos.
El documento que hoy puede leerse en la web de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente pinta un mundo que hoy nadie recuerda.29
«Al enemigo lo vamos a derrotar en combate de desgaste, pero enérgico, con “allanes” y “molotov” solo, no embromamos a nadie», dice el escrito que pasa luego a reivindicar como valor superlativo el portar un arma de fuego.
Se ha notado una tendencia a sentir que el Fierro «quema» en la cintura, que hay que desprenderse rápidamente del fierro, y no se ha valorado que en un apuro el único que nos salva hoy en día es el fierro y no el verso.
Otro hubiera sido el cantar si Cristóbal tuviera el fierro.
Valorar en todas sus dimensiones el valor del fierro es tarea del momento
El fierro es lo primero que se tiene a mano. Después viene todo lo demás.
El documento hizo una muy dura crítica a los compañeros que abandonaron a Pedro herido en la calle.
A los compañeros heridos hay que sacarlos de la zona y llevarlos a Sanidad. Es una Ley de la Organización. La mentalidad de combate incluye sangre fría y valor: en un tiroteo es factible que un compañero caiga y a ese compañero hay que llevárselo de ahí porque a la Acción vamos todos hombro con hombro y no cada uno por la de él. Este criterio es básico, es fundamental, es la expresión más alta del compañerismo revolucionario, debemos cultivarlo con energía. No tenerlo es no servir, es depositar confianza en el vacío y por lo tanto caer. Discutir y sentir este problema, es también tarea urgente del momento. Muchos quedaremos en esta lucha, pero que no sea por falta de solidaridad.
Por último, los mandos de la Columna 15 en su análisis de lo ocurrido en el Comando del Hambre de la sucursal de Manzanares de la calle Chimborazo también detectaron «problemas del odio al enemigo».
«Muchos de nosotros por extracción de clase, no tenemos ese odio que expresan los explotados, en el combate. Muchos de nosotros tenemos compasión por nuestros enemigos, por falsa valoración política», se escribió.
«Al enemigo —continuaba el documento— hay que odiarlo por más valoraciones de alienación que hagamos. Se ha notado en ese sentido también una carencia muy grande por parte de la Organización. Tenemos que rematar a los ejecutados. Últimamente hemos fallado en eso.»
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Raúl Sendic entendió que haber matado a Juan Bentancor fue un grave error, según ha relatado el también integrante del MLN Juan José Domínguez.
Las formas de lucha eran muy cruentas. El material que elaboró el Bebe [Sendic] en 1971 sobre eso, lo elaboramos juntos. A raíz del capataz de Niboplast, que lo mataron y de una serie de acciones que eran feas, escribió un material y le puso uno de sus títulos: «Más vale estar como pez en el agua, que como punguista en el ómnibus». Aludía a las formas de estar los tupamaros en el pueblo. Todo el mundo nos veía con bronca. Había acciones que eran un desastre.30
Sin embargo, a la familia de Bentancor, el capataz asesinado, nunca nadie del MLN le dio una explicación, una palabra de consuelo, de arrepentimiento, un pedido de disculpas.
«Yo necesitaba saber exactamente por qué se habían dado así los sucesos, pero no me animaba a preguntar directamente», relató Mariela Bentancor, la hija del capataz. Una vez, un amigo que tenía cierta relación con el MLN hizo la pregunta por ella. La respuesta que obtuvo, indirecta, fría, insincera, fue que había sido un «daño colateral».
«El dolor para mi familia igualmente existió y existirá», dijo Mariela.
Tampoco nadie del MLN habló nunca con la familia Custodio. De hecho, Fanny, una de las hijas del sargento muerto en el Comando del Hambre, todavía creía que Edda Fabbri había matado a su padre cuando fue consultada por primera vez para este trabajo.
Nunca nadie del MLN le contó a Edda Fabbri con qué compañera la confundieron quienes la identificaron como la mujer que participó del asalto a la sucursal de Manzanares de la calle Chimborazo. El hombre que mató al sargento Custodio y a Pedro Báez nunca se le presentó y le dijo que ella había pagado por su homicidio.
Una vez derrotada la guerrilla, nadie más habló de Pedro Báez.
La hermana de Pedro, Gloria, vive. No quiso hacer declaraciones ni colaborar con este trabajo. Dijo que únicamente Antonio Elías está autorizado por su familia para hablar o escribir sobre Pedro Báez.
Antonio Elías fue el primero en volver a mencionar en público a Pedro Báez, después de décadas de olvido. Fue en el 2007. Elías lo recordó en un artículo titulado «Justicia para nuestros muertos», publicado en el diario La República.31 El artículo tiene una referencia a las fuerzas policiales como el «bando de los que lo mataron» a Pedro.
Sentados en un bar de avenida Italia, Elías me explicó que sus palabras en aquel artículo no referían ni querían decir que el sargento Custodio hubiera matado a Pedro, sino que aludían a quienes no habrían asistido a Pedro en la calle, permitiendo que, tras ser herido, allí se desangrara.
No hay referencias en el artículo al hecho de que la bala que le quitó la vida a Pedro Báez fue disparada por un integrante del aparato militar del MLN.
En el 2016, la historiadora y exintegrante del MLN, Clara Aldrighi, reeditó su libro La izquierda armada, publicado originalmente en el 2001. En la nueva edición se incluyó una entrevista realizada en 1999 al extupamaro Jaime Torres, no incluida en la primera versión. Allí Torres decía sobre el MLN: «Había cristianos, trabajadores, estudiantes, personas de mediana edad o jóvenes, muchos jóvenes, como lo era Pedro Báez, muerto por la Policía durante el copamiento de un local de Manzanares, cuando tenía no más de dieciocho años».32
Pedro no tenía 18 años y la bala que lo mató no la disparó la policía.
2. El Diario, 30 de marzo de 1971.
3. Manuel Marx Menéndez. ¡Ay de los vencidos! Montevideo: Impresora Cooperativa Aragonés, 2017, p. 231.
4. Voces, 28 de julio del 2011. Como se señaló en el artículo anterior, Rohn y López fueron los dos tupamaros muertos en el atentado contra el bowling de Carrasco.
5. El edificio sigue estando allí, aunque ahora lo ocupa otra empresa.
6. El Día, 31 de marzo de 1971.
7. Ídem.
8. Camionetas de la policía, llamadas así popularmente.
9. El Día, o. cit.
10. El Diario, o. cit.
11. El País, 31 de marzo de 1971.
12. El Diario, o. cit.
13. Pistola Walther P38. Jorge Ricardo Masetti lideró una guerrilla en la provincia de Salta en 1963-1964.
14. El Diario, o. cit.
15. El Popular, 31 de marzo de 1971.
16. El País, o. cit.
17. El País, 3 de abril de 1971.
18. El Popular, o. cit.
19. El Día, o. cit.
20. El País, 31 de marzo de 1971.
21. Eleuterio Fernández Huidobro. La fuga de Punta Carretas. Montevideo: TAE, 1990, p. 160.
22. «Viaje a Buenos Aires como quiera, pero vuelva en bicicleta». El Palacio del Rodado estaba ubicado en la avenida Rivadavia 1689, en la plaza del Congreso. El País, 31 de marzo de 1971.
23. El País, 3 de abril de 1971.
24. El Diario, o. cit.
25. Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros), Documentación propia. Indal. Haverlee Louvain, Bélgica, 1973, p. 218.
26. Ibídem, pp. 219-221.
27. El Diario, 5 de julio de 1971.
28. Lo cuenta su madre, Esperanza Garrido, en el libro Memoria para armar. Uno. Montevideo: Senda, 2001, p. 149.
29. Véase: <https://www.gub.uy/secretaria-derechos-humanos-pasado-reciente/comunicacion/publicaciones/ficha-perteneciente-baez-cerchiara-pedro-oclides>.
30. Clara Aldrighi. Memorias de insurgencia. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2009, p. 161.
31. Publicado el 15 de abril del 2007. Disponible en: <http://www.lr21.com.uy/comunidad/253833-justicia-para-nuestros-muertos>.
32. Clara Aldrighi. La izquierda armada. Montevideo: Trilce, 2016, p. 488.