Villarejo no reparte [dinero] ni con su madre.
Adrián de la Joya
No había pausa en la cueva secreta de los espías españoles. Menos aún con José Manuel Villarejo declarando en la Audiencia Nacional. En torno a una gran mesa ovalada de madera oscura, varios analistas observaban distintos documentos e intercambiaban impresiones. Estaban en una de las salas principales del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y la tensión era máxima. Más allá de los muros de la Audiencia, solo ellos conocían al instante cada palabra y cada gesto del excomisario en sede judicial. En los últimos años, Villarejo había convertido al director de La Casa, Félix Sanz Roldán, en su archienemigo. A sus setenta y cuatro años, llevaba más de quince como secretario de Estado, primero como jefe de la cúpula militar y luego del servicio secreto. Dos reyes y tres gobiernos de dos partidos distintos habían confiado en él. Cuando entró en la sala donde se encontraban los analistas, un silencio respetuoso pobló el interior.
Durante unos instantes, solo se escuchó el tintineo de las lámparas led que parcheaban el techo e iluminaban una sala donde había cuatro pantallas gigantes de televisión distribuidas en dos columnas. Uno de los agentes se levantó y le dio una nota con la declaración de Villarejo. El general la leyó sin emoción en el rostro.
La relación con el excomisario era tensa y este insistía en victimizarse. «Desde hace unos años, el director del CNI ha querido absolutamente destruirme civilmente con esa campaña brutal de prensa como si fuera el más malo del mundo», dice Villarejo. A lo largo de ese tiempo, el policía no escatimó en adjetivos contra Sanz Roldán. Generalísimo era el más suave, pero hubo muchos más. Jamás se habían conocido en persona. Por su parte, Sanz Roldán, al que sus hombres definen como «carismático y con capacidad de seducción», reprochaba el nulo sentido de Estado del expolicía. Consideraba que había utilizado su posición como servidor público para acumular información que «usa para sus propios intereses y pone en riesgo la seguridad nacional… o el Estado somete a Villarejo o Villarejo someterá al Estado», dijo en unas declaraciones a El Mundo.
Ante los adjetivos atacantes de Villarejo, Félix Sanz Roldán optó por los argumentos: «Es una de las estrategias del comisario: decir que los demás hacen lo que en realidad él oculta». Las respuestas del general eran calmadas, pero también contundentes: «Cuando el CNI recibe un órdago, el CNI siempre responde diciendo “quiero”». Así explicó la postura de la Inteligencia española al periodista Esteban Urreiztieta11 ante los informes confidenciales que Villarejo elaboró sobre Cataluña, en los que intentaba que desapareciera el trabajo de muchos años contra la independencia de la región. Villarejo acusó después a Sanz Roldán y a sus hombres de espiar a políticos en prostíbulos, de robar fondos reservados y de amenazar de muerte en 2015 a la entonces amiga íntima del rey emérito Juan Carlos I, Corina zu Sayn-Wittgenstein, que supuestamente estaba al tanto de las presuntas irregularidades cometidas por el monarca.
El filósofo griego Epicuro resumía la esencia de su pensamiento en una frase: «También en la moderación hay un término medio y quien no da con él es víctima de un error parecido al de quien se excede por desenfreno». Esa fue la postura de Sanz Roldán, que jamás mostró ni un ápice de ira, a pesar de que sus más estrechos colaboradores le pedían que actuase contra Villarejo. Se mantuvo férreo en la ataraxia hasta que un día de marzo de 2017 recibió un informe que relacionaba al comisario «con servicios secretos de países extranjeros a través de Adrián de la Joya».
Adrián de la Joya
Hasta que los escándalos marcaron su nombre y los medios de comunicación empezaron a relacionarlo con las corruptelas del expresidente de la Comunidad de Madrid Ignacio González, Adrián de la Joya era un personaje discreto por partida doble. A pesar de que varios de sus negocios traspasaban las fronteras de la legalidad, su físico enjuto y sus maneras contenidas le habían permitido pasar tan desapercibido como le convenía: «Estoy vivo gracias a que nadie, jamás, habla de mí», reconoció. Era bajo, portaba un rictus con las facciones marcadas, pelo largo y labios finos que al reír terminaban en dos hoyuelos que parecían cortarle la cara. Tenía el aspecto de un hombre cualquiera bien tratado por la vida, poco castigado por las pesadumbres del tiempo. Siempre presente en fiestas donde no se podía vestir de cualquier manera, impulsó sus actividades cuando empezó a codearse en Marbella con los amigos de su cuñado Abdul Rahman El Assier, de profesión traficante de armas.
Residía de forma habitual en Suiza, donde el vértigo de los negocios estaba compensado por las bondades del aire sin polución y una vida a cámara lenta. Tan pocas fotos había de él, que la mayoría estaban pixeladas. Por eso, los agentes del CNI fueron especialmente cuidadosos al fotografiarlo en la zona vip del aeropuerto de Dubái. «Estoy de secano desde hace ocho años y estoy con muchas preocupaciones. Y estoy hasta la polla. O sea, yo quiero volver a forrarme otra vez», reconoció el propio De la Joya en uno de los audios de Villarejo. Este le había pagado un año 45.000 euros y 24.200 euros otro, pero necesitaba más.
De la Joya iba camino de China en un viaje organizado por Villarejo cuando pasó por delante de la cámara que había colocado el CNI en el aeropuerto dubaití. «Entre abril de 2017 —especialmente— y agosto de 2017, Redondo, José Villarejo hijo —un chico que solo tiene buen corazón— y Adrián de la Joya viajaron repetidamente a Londres. En Suiza también podría quedar algo», señaló un empleado de Villarejo. El excomisario no preparó ese viaje con mucha discreción a pesar de su experiencia como jefe de la Brigada de Inteligencia de la Policía Nacional. En el avión privado donde viajaba De la Joya destacaba la belleza de las azafatas y la opulencia de los cuidados y atenciones. Pistas y evidencias que allanaron el camino de los profesionales del Centro Nacional de Inteligencia.
Adrián de la Joya pasó rápido por la terminal. Tenía el tiempo justo y la escala no era una parada de placer. En un hotel cercano al aeropuerto lo esperaban el ex presidente de Telefónica Juan Villalonga y Oleg Devifaska, un empresario ruso del aluminio con importantes intereses en Irán. Devifaska iba por la vida con amigos muy notorios. A su estrecha relación con el presidente Vladimir Putin había que unir la que tenía con su socia preferencial, la hija del expresidente chino Hu Yin Tao.
Un año antes, Villarejo se había empeñado en conocer a Paul Manafort, ex jefe de campaña del presidente de Estados Unidos Donald Trump. El encuentro en Dubai entre De la Joya, Villalonga y Devifaska lo preparó el propio Manafort. Villarejo y él se habían conocido por primera vez en persona el 7 de febrero de 2017. Fue en un hotel de Manhattan. Al día siguiente, se volvieron a encontrar en la casa del socio de Manafort, Víctor Hoyos. Allí pusieron en marcha la estrategia para vender un software de encriptación. Los detalles más íntimos de la velada quedaron recogidos en la cintoteca de Villarejo en la que, alternando el inglés y el español, hablaron de los cuadros que Hoyos tenía en propiedad: Teddy Roosevelt, Andy Warhol o Stan Lee. Villarejo, por su parte, contó cómo trabajó en 2003 para la Inteligencia en Irak, Líbano y Jordania y apoyó a Estados Unidos con la CIA y el FBI: «Fue un error de los americanos disolver el Ejército de Irak para volver a crearlo después. De ahí salió ISIS», dijo el excomisario.
Manafort fue arrestado meses después, pero antes tuvo tiempo de organizar la reunión en el hotel de Dubái para cerrar así la venta del software de encriptación a la empresa SAE Electronic, vinculada a los servicios secretos orientales. El ruso Deripaska tenía los medios para fabricar equipos de alta tecnología en China, la licencia era cosa de Manafort y de Héctor Hoyos. Si trabajaban en equipo, poseían los medios para montar también un sistema de exportación a otros países, incluido Irán. Los responsables del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) reaccionaron: «No podíamos permitir que aquel negocio se materializase», señalaron fuentes de la propia Casa. Al volver del viaje a China, Villalonga dejó el negocio al comprobar las consecuencias diplomáticas que podría tener la venta de una licencia estadounidense a empresas de China e Irán.
El propio CNI informó a Asuntos Internos de la Policía Nacional de las posibles consecuencias de que un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se vinculase con miembros de los servicios secretos de países no alineados con España. Los agentes de Asuntos Internos confirmaron que llevaban meses investigando a Villarejo, pero necesitaban varias semanas más para detenerlo. Semanas en las que Adrián de la Joya tuvo tiempo de confesarle a Villarejo: «Yo quiero morir rico y la única forma de morir rico es con un tema como el que tú tienes entre manos. Eso lo tengo yo más claro que la hostia».
Hoy Adrián de la Joya está muy enfadado con Villarejo. De hecho, «si De la Joya lo encuentra por la calle, lo mata», señalaba un exempleado del comisario.
Auto de prisión
La jueza Carmen Lamela tardó cincuenta minutos en interrogar a José Manuel Villarejo y decretar el auto de ingreso en prisión. La realidad había podido con las expectativas del excomisario, que nunca imaginó que acabaría entre rejas. Contestó a las preguntas de su abogado, también a las de la Fiscalía, pero no le creyeron.
Los fiscales hicieron especial énfasis en las sociedades que mantenía en el extranjero. La investigación había seguido un rastro de quince millones de euros que el comisario había ocultado supuestamente en Uruguay a través de Panamá. Los agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) siguieron con especial atención cada una de las palabras sobre este tema. Entre otras cosas, porque Villarejo los había nombrado en repetidas ocasiones.
Que hable Villarejo
—No he constituido ninguna sociedad en Panamá. En ocasiones, sí me han pedido ellos [el CNI] que les ayudara a pagar a alguna fuente —aseguró sentado en una silla frente a la juez Lamela, con dos policías custodiando su espalda.
—¿Y Rafael Redondo? —inquirió el fiscal.
—Si nos lo pidieron, probablemente sí. Probablemente lo haya hecho. Tengo muy mala memoria.
Los fiscales también le preguntaron por qué no constaba que hubiera solicitado autorización de compatibilidad de sus funciones con la gestión de sus empresas privadas.
—Si a mí el ministro de Interior me dice «te necesitamos,» y distintos ministros de distintos gobiernos me vuelven a solicitar… en ningún momento me preocupo —respondió.
—¿Cobró usted del Ministerio del Interior? —le preguntó el fiscal.
—Jamás cobré nada —contestó rotundo—. Mi estructura empresarial estaba a disposición del Ministerio del Interior y del CNI cuando la necesitaban, y eso lo hacía equivocadamente, ahora lo veo, porque creía que esa era mi obligación… El director del CNI ha querido destruirme civilmente con esa campaña de prensa como si fuera el más malo del mundo. Y con falsedades como las del pequeño Nicolás y la doctora Pinto ha pretendido aniquilarme, destruirme y arruinarme a mí y a mi familia. Y no entiendo que sea justo solo por no haber estado de acuerdo con él en algunas cosas. No se puede utilizar el poder para destruir a una persona y que esa persona sea ejemplo de todo aquel…
—Hable de casos concretos, pero mítines, no —ordenó Lamela.
—He estado destinado como agente encubierto o agente infiltrado asignándome o bien en la Comisaría General de Información, en la Comisaría General de la Policía Judicial o en la Dirección Adjunta Operativa, pero nunca ni teniendo despacho oficial, ni teniendo destino en sí. Era un trabajo de nomenclatura. Yo estuve diez años excedente donde articulé una serie de sociedades y actividades y me pidieron que volviera para trabajar en determinadas operaciones especiales, pero siempre ocultando mi condición de policía.
—Cuando usted se reincorpora, ¿pide la compatibilidad con su actividad privada?
—No la pido, me la dan. Cuando yo me voy, de la Policía, en el año 83, constituyo una serie de sociedades, de empresas y a raíz de que periódicamente el Ministerio del Interior me pedía trabajos, ayuda, estando yo excedente, pues en una ocasión el señor ministro de la época me dijo: para nosotros es muy importante que tus informes tengan el estatus de «activo» porque el de agente encubierto solo se puede dar si están en activo, «sigue con tus empresas». Y así lo hice. De vez en cuando me llamaban y me decían: hazte pasar por traficante de drogas, hazte pasar por traficante de armas, infíltrate en tal grupo, haz no sé qué, consigue… Mi eficacia es que nadie sabía que yo estaba en activo.
A continuación, con la mirada alta y la voz tensa, Villarejo contestó «no» a cada una de las preguntas de los fiscales:
—¿Contenía su informe información de unas diligencias previas? ¿Contenía información de inteligencia financiera del SEPBLAC? ¿Accedió usted a bases de datos policiales y aportó los datos a sus informes?
—No.
—¿Cuánto recibió Cenyt (su empresa) por ese informe?
—No tengo ni idea.
—El informe valía cinco millones de euros —señaló el fiscal.
—Probablemente, señor fiscal, pero no lo recuerdo.
—¿Se dieron indicaciones de que esos pagos se debían realizar a unas empresas radicadas en Panamá y Uruguay?
—Si se hicieron esas indicaciones es porque así nos lo dijeron.
—¿Tiene usted vinculación con alguna sociedad constituida en Panamá?
—¿Yo personalmente? No he constituido yo personalmente ninguna sociedad en Panamá.
Eran preguntas retóricas porque los fiscales conocían algunas respuestas, solo algunas. El resto las tenía la grabadora de Villarejo… y las investigaciones que durante años ha realizado uno de los autores de este libro.
Cuando el excomisario Villarejo entró en prisión mantenía intacta su fama de intocable. Su nombre, sin embargo, se diluyó de inmediato en una secuencia numérica inacabable. En sólo unas horas pasó de ser Villarejo, el hombre que creía manejar a su merced la estabilidad del Estado, al preso 2017014718 de Estremera. Junto a él, entraron «su amigo» Carlos Salamanca y su hombre de confianza, Rafael Redondo. Para entonces, los investigadores ya sabían que Villarejo había visitado Panamá y que había mentido al negar que abrió una cuenta bancaria como testaferro de un narcotraficante al que había protegido durante años. Su nombre: José María Clemente Marcet.
11. Urreiztieta, Esteban. «Policías implican al Rey en el caso Pujol». El Mundo (30 de enero de 2017).