Un caballero medieval basaba su existencia en el esfuerzo. No accedía a esta condición de la noche a la mañana. Sus posibilidades de seguir la senda de los brillantes paladines que protagonizaban los cantares de gesta comenzaban o acababan con el propio lugar de nacimiento. En una sociedad rígida y altamente jerarquizada, debía ver la luz en el seno de una familia noble. Después, se iniciaba como aprendiz antes de aspirar, pasados los años y tras ciertos grados, a la maestría en su oficio. Un candidato a jinete de imponente armadura debía ser paciente, pues tenía que recorrer un largo escalafón hasta llegar a la meta.
El caballero comenzaba a formarse como tal en la infancia, en el castillo familiar. Allí aprendía a ejercitarse en el manejo de las armas y en el arte ecuestre. La cetrería y otras formas de caza, así como los simulacros de justas contra estafermos —del italiano «stà» y «fermo» («está firme» o «está quieto»), muñecos montados sobre un mástil horizontal giratorio asentado sobre una base—, a lomos de caballos de madera, eran parte habitual de ese entrenamiento militar en que escuderos y mozos de cuadra actuaban como maestros iniciales.
Entre los diez y los doce años, el principiante abandonaba el hogar para continuar su adiestramiento en un sitio en el que se le otorgasen menos cuidados. Solían ser las tierras del señor feudal de su padre. Allí, el muchacho era recibido en calidad de paje.
Aparte de habituarse a las maneras con que se actuaba en los salones, a medida que crecía y se robustecía se le permitía practicar con armas reales siempre que estuviera pendiente de su señor. Se ocupaba del buen estado de la armadura, se encargaba de sus caballos y vigilaba la condición de lanzas, espadas, mazos, hachas y escudos.
Cuando alcanzaba la edad en que podía lidiar en combates o en un torneo, el joven paje se transformaba de la noche a la mañana en escudero. Desde esa posición seguía con su labor de secundar a un caballero, pero además podía luchar a su lado, lo que le abría un amplio camino hacia el honor y la promoción socioeconómica en la casta guerrera. No había un tiempo estipulado para ejercer de escudero. Unos pasaban años en esa condición, otros ascendían con rapidez. La promoción tenía lugar sobre todo en tiempos de guerra, algo habitual en esa época, bien fuese antes de una batalla, para que demostraran en ella su coraje, o después de esta, si habían destacado.
En uno u otro caso, el que era investido caballero juraba ser leal y veraz, honrar y ayudar a las damas y asistir a misa diariamente siempre que le fuera posible. Desde ese momento se le abría un infinito abanico de posibilidades, siempre con un eje común: su único trabajo era la guerra, con todas las luces y sombras que conllevaba.
El único problema era que la sociedad de la Edad Media privilegiaba a los primogénitos. Abundaban los segundones de buena cuna sin herencia que querían ganarse el pan mediante el uso de las armas, los bastardos de la nobleza que pretendían hacer lo mismo y los miembros díscolos expulsados de su comunidad, pero bien instruidos y con parientes mejor situados, dispuestos a inclinar la balanza a su favor mediante el filo de la espada. No siempre se tenía la suerte de heredar un señorío, obtenerlo en combate o contraer matrimonio con una dama rica. Los caballeros pobres eran muchos, y acudían en masa a cualquier lugar en que fuera útil la presencia de un profesional de las armas bien adiestrado. Para las almas aventureras más inquietas era algo muy natural encontrar en el arte de las armas la posibilidad de ejercer un trabajo permanente. Además, una profesión en la que se podía ejercer el robo legalizado bajo los honorables nombres de guerra o conquista, era preferible, sin ninguna duda, a los lentos y laboriosos beneficios que podían dar la agricultura o el trabajo en el taller.
Una vez que se tenía clara la senda a seguir, al caballero poco afortunado le resultaba lógico asociarse con sus iguales para colocarse bajo el manto de un protector que le hiciese la vida diaria más cómoda. Las razones eran única y exclusivamente económicas: el caballero, para llevar a cabo cualquier tipo de vida acorde con su nivel social, incluso para ser peregrino, tenía que mantenerse a sí mismo, a su escudero, a su caballo, a su equipo y a sus armas; hacer frente a esos enormes gastos era mucho más fácil y rentable si encontraba a alguien que lo tomara a su servicio y pudiera proporcionarle un pago de forma regular.
1.1 Compañías mercenarias
Se tiene constancia de compañías mercenarias formadas por soldados de las coronas de Aragón y Navarra que habían combatido en las guerras dinásticas que sacudieron el sur de Italia entre finales del siglo xiii y principios del xiv. A estas se unieron después otras muchas llegadas de todas partes de Europa. Las frecuentes treguas de la Guerra de los Cien Años dejaron ociosos a numerosos caballeros ingleses y franceses que, de alguna manera, se veían obligados a buscar nuevas empresas que requiriesen sus servicios.
Fue el caso de las compañías organizadas en Francia, donde eran conocidas y temidas bajo el nombre de écorcheurs —algo así como «desolladores», por que devastaban los territorios con crueldad sádica—. Una de ellas, dirigida por Rodrigo de Villandrando1, popular routier de la época, —famoso por su destacada participación en la Guerra de los Cien Años al servicio de Carlos VII de Francia, donde adquirió reputación de valeroso y cruel—, intervino en el conflicto que durante la primera mitad del siglo xv enfrentó a la monarquía castellana y a la oligarquía nobiliaria2. Aunque su participación fue muy reducida en el tiempo y en el espacio —pues solo estuvo en suelo burgalés tres meses y no salió de Roa— tuvo gran importancia. La intervención de Villandrando desequilibró la relación de fuerzas existentes y precipitó los acontecimientos acelerando la resolución del conflicto. Además, la llegada de fuerzas profesionales dio lugar a las primeras maniobras de carácter militar y al único episodio que tuvo verdadero contenido bélico de esa fase de la guerra civil, en el que se demostró la superioridad de estas unidades extranjeras —compuestas de arqueros y ballesteros montados, junto a la tradicional caballería pesada, los hombres de armas— y el respeto que hacia ella sentían sus adversarios. De hecho, la escaramuza ocurrida en Roa en junio de 1439 y la presencia en la ciudad de los tres mil mercenarios franceses a las órdenes de Villandrando, provocó que Juan de Navarra abandonase su actitud de equívoca neutralidad y el papel de mediador, y se inclinara decididamente hacia el bando nobiliario, lo que supuso la derrota de Álvaro de Luna.
De forma análoga, y ante un futuro ocioso, también la exuberante corte bizantina o la fragmentación política de Italia —que hacía vislumbrar la fácil obtención de tierras y fortalezas, además de la enorme riqueza que acumulaban sus ciudades, fruto de su extraordinario desarrollo comercial—, tentaron a muchos miembros de la baja nobleza europea a concurrir a esos nuevos escenarios para vender sus favores militares al mejor postor.
1.2 Cuando Grecia fue española
El título de duque de Atenas y Neopatria, conquistas hispanas del siglo xiv, corresponde en la actualidad a Felipe VI de España. La historia de cómo han llegado hasta el soberano los derechos sucesorios de ambos territorios, se diluye poco a poco en el olvido.
En la Edad Media, tras el declive de la época clásica, la hoy capital griega sufrió un enorme deterioro agravado por su posición geográfica, que la alejaba de la influencia latina, pues no terminaba de ser territorio de interés para el Imperio bizantino. En esta situación y, tras oleadas de saqueos, los normandos acabaron por ocupar la ciudad a finales del siglo xii.
Después de sufrir diversos avatares y pasar de mano en mano, en 1205, sumada a la cercana Tebas, se la quedó finalmente Otón de la Roche, señor de Ray, un caballero menor borgoñón del Franco Condado que regresaba de la Cuarta Cruzada. Con el gobierno de la familia De la Roche, que convirtió su feudo en ducado en 1260, se disfrutó de prosperidad. Atenas se renovó y quedó convertida en un centro cortesano de primer orden, en el que la famosa Acrópolis se utilizaba de palacio ducal.
Políticamente, Atenas había sido en origen un estado vasallo del reino de Tesalónica, pero tras la captura de este en 1224 por el bizantino Teodoro Comneno Ducas, déspota de Epiro, estaba unida al destino del principado de Acaya.
1.2.1 La primera visita de los almogávares
En 1261 Miguel VIII Paleólogo consiguió restaurar al Imperio bizantino tras acabar con el Imperio latino, el estado feudal fundado por los líderes de la Cuarta Cruzada en los territorios bizantinos ocupados después de la captura de Constantinopla en 1204. Sin embargo, ante la vulnerabilidad de su imperio, amenazado tanto por los latinos y los sicilianos de occidente, como por las invasiones otomanas de Asia, se vio obligado a buscar la protección del papa Gregorio X. Así pues, tras el Segundo Concilio de Lyon de 1275, el emperador hizo una concesión importante al papa al reconocer la autoridad del catolicismo sobre la Iglesia Ortodoxa y permitirle imponerlo en todos los territorios bizantinos.
Como es de imaginar, la mayoría de los monjes griegos no aceptaron la unión de las dos iglesias cristianas, por ello el papa decidió recurrir a compañías mercenarias de la Península Ibérica —soldados almogávares— para imponer su criterio. La misión que les confió era sencilla: «convencerlos» a cualquier precio.
Los almogávares eran tropas de choque ligeras, procedentes de las serranías ibéricas y de los valles del Pirineo, que luchaban a la manera y con la estrategia de los sarracenos. Un sistema de gran flexibilidad y maniobrabilidad que contrastaba con el de la característica caballería pesada de la época. Armados con una lanza corta, dos venablos que arrojaban con tanta fuerza que perforaban los escudos enemigos, un cuchillo largo y un pequeño escudo redondo como única defensa, estaban presentes en todos los reinos de la Península y se habían curtido durante los duros combates contra los musulmanes. Hace una primera mención sobre ellos un testimonio de Jerónimo Zurita en su obra Anales de Aragón, que los sitúa en época de Alfonso I el Batallador reforzando hacia 1105 o 1110 la fortaleza de El Castellar, con vistas a la conquista de Zaragoza.
Las cualidades que debía reunir un almogávar fueron recopiladas por el rey Alfonso X en Las Siete Partidas, entre ellas se encontraban la buena forma y resistencia física, así como la agilidad. También en esta obra jurídica están reflejados sus rangos:
• Adalid: Del árabe dalid (guía, conductor), era el grado más alto de la tropa almogávar. Significaba «enseñar el camino». Se le requería sabiduría, esfuerzo, inteligencia y lealtad, para poder guiar a las huestes por los caminos adecuados y evitar peligros. También conocimiento del terreno para saber de lugares seguros donde guarecerse, con agua, leña y hierba suficiente, y saber rastrear los pasos del enemigo. Entre sus funciones estaba preparar y organizar las expediciones; tenía la facultad exclusiva de juzgar todo lo relativo a las algaras, y su estatus social era similar al del caballero.
Para nombrar adalid, se juntaban doce adalides y, a falta de alguno de estos, otros oficiales de graduación, que juraban en manos del rey que el candidato tenía las circunstancias necesarias para el desempeño de este empleo. Hecho el juramento, el rey, u otro en su nombre, le daba una espada y se la ceñía. Entonces, se colocaba de pie sobre un escudo y el monarca o su representante le desenvainaba la espada y se la ponía en la mano. Los adalides le levantaban en alto colocándole de cara al oriente y el electo, dando al aire un tajo y un revés con la espada, hacía la forma de la cruz y proclamaba: «Yo —decía como se llamaba—, desafío en el nombre de Dios a todos los enemigos de la fe, y de mi señor el rey y de su tierra». Luego lo repetía hacia los otros tres puntos cardinales. Concluida esta ceremonia, el rey envainaba su espada y decía: «Otórgote que seas adalid de aquí adelante».
Los adalides gozaban de unos derechos similares a los de la baja nobleza y, aunque en principio era un cargo de carácter vitalicio, desde finales del siglo xiv se convirtió en hereditario. Iban montados a caballo, y en muchas ocasiones llegaron a formar parte de la Guardia Real.
En caso de fallecimiento del adalid, las tropas quedaban al mando del contratante, usualmente un ricohombre o un caballero que a veces los dirigía. Si no había posibilidad de que se diese esta figura, los almocadenes formaban una asamblea militar para comandar la hueste. Los adalides también se organizaban en algo similar a un Estado Mayor, encargado de procurar el avituallamiento y juzgar las disputas que se produjeran entre la hueste.
• Almogávar a caballo: Era un grado intermedio entre el adalid y el almocadén, documentado en Castilla.
• Almocatén o almocadén: Del árabe, «el capitán», «el que dirige». Era un grado destinado a liderar grupos autónomos de almogávares, para el que se exigía ser conocedor de la guerra. Tenía que saber guiar a su grupo, contar con motivación y estar dispuesto a motivar a sus compañeros, ser ligero para ser más rápido y poderse esconder con facilidad y ser leal. Sus obligaciones quedaron establecidas en el Título XII, Ley V de Las Partidas:
Almocadenes llaman ahora a los que antiguamente solían llamar caudillos de las peonadas, y estos son muy provechosos en las guerras; y en lugar pueden entrar los peones y cosas acometer, que no los podrían hacer los de a caballo. Y por ello, cuando hubiere allí algún peón que quiera ser almocadén, ha de hacer de esta manera: venir primeramente a los adalides y mostrarles por cuales razones tiene que merecerse de serlo; entonces ellos deben llamar doce almocadenes y hacerles jurar que digan verdad si aquel que quiere ser almocadén es hombre que tiene en sí estas cuatro cosas: la primera, que sea sabedor de guerra y de guiar los que con él fueren; la segunda, que sea esforzado para acometer los hechos y esforzar a los suyos; la tercera que sea ligero, pues esta es cosa que conviene mucho al peón para poder pronto alcanzar lo que hubiere que tomar, y otrosí, para saberse guarecer cuando lo fuese gran menester; la cuarta es que debe ser leal para ser amigo de su señor y de las campañas que acaudillare. Yesto conviene que tenga en todas maneras el que fuere caudillo de peones.
El almocatén era un almogávar de experiencia demostrada, aceptado como líder por los almogávares de su grupo. Al igual que los dos grados anteriores, es posible que también fuera montado a caballo en ocasiones. Solo hay referencia de dos almocatenes a caballo, por lo que es imposible asegurar que siempre fuera así.
• Almogávar: También llamado hombre de campo o peón en Castilla, era el rango más bajo, formaba el grueso de la hueste. Tal y como establece la ley VI, Título XII de Las Partidas «para ser elegido adalid es necesario haber sido antes almogávar a caballo, y para ser este, previamente ser almocadén, y para ser almocadén, antes almogávar».
Tras viajar desde Sicilia, donde la corona de Aragón mantenía un contencioso con la dinastía francesa de los Anjou sobre la propiedad de la isla, los mercenarios hispanos aparecieron en el monte Athos, en Grecia, en 1276. Saquearon algunos monasterios y convencieron a sus moradores, hasta que llegaron al de Zografou. A pesar de sus amenazas, los 26 religiosos que lo habitaban se negaron a aceptar la autoridad papal. Ante la imposibilidad de someter a los monjes, los almogávares tomaron la decisión de quemarlos vivos en una de las torres del edificio. Solo uno de los religiosos, Partenio, consiguió escapar del terror y contar lo ocurrido.
No les fue mejor a los monjes del monasterio de Ivirón, ahogados en el mar, o vendidos como esclavos en Italia los más jóvenes. O a los del monasterio del Vatopediou, donde asesinaron a los ancianos que lo habitaban, y luego colgaron a sus monjes de los árboles de un bosque cercano, conocido desde entonces como «de los ahorcados».
Acabado el encargo, los almogávares regresaron a su lugar de origen, pero ya habían plantado la semilla para futuros trabajos.
Unos treinta años después de lo ocurrido en el Monte Santo, la decadencia del Imperio bizantino volvió a ser más que evidente, sobre todo, por su incapacidad de defender sus territorios de las cada vez más peligrosas invasiones otomanas. En un intento desesperado por salvar el Imperio, Andrónico II Paleólogo, hijo de Miguel VIII, recordó el servició que le habían prestado a su padre los temibles mercenarios hispanos.
1.2.2 La Gran Compañía Catalana
En 1302, con la firma de la Paz de Caltabellotta, que ponía fin al enfrentamiento entre la corona de Aragón y los Anjou por la soberanía de Sicilia, muchos veteranos que habían intervenido en la sangrienta guerra quedaron desocupados. Bajo el mando de Roger de Flor, un antiguo templario, decidieron integrarse en una formación mercenaria de considerables proporciones en la que había almogávares aragoneses, catalanes y valencianos, además de italianos, gallegos, asturianos y navarros, dirigidos por sus propios líderes —el navarro Corberán de Alet, por ejemplo—.
De Flor tuvo la idea de utilizar esas tropas en algún otro conflicto y pensó en dirigirse el Imperio bizantino. Ofreció a Andrónico II sus servicios y los de la compañía que acababa de formar y este, que era lo que buscaba, aceptó encantado.
Sicilia se libraba así de una fuerza armada que podía causar problemas de orden público una vez acabada la guerra y los bizantinos conseguían soldados veteranos para defenderse de los turcos, que desde fines del siglo xiii pretendían ocupar la península de Anatolia, la actual Turquía, y habían derrotado en numerosas ocasiones a los soldados imperiales.
La biografía de Roger de Flor es un caso típico de esos caballeros de los que hablábamos al inicio del capítulo. Nacido en Brindisi, Italia, en 1267, era hijo de un halconero alemán, Richard von Blume, que había servido al emperador Federico II y fallecido en la batalla de Tagliacozzo, en 1268. Tras la guerra, su familia se vio privada de sus bienes y solo logró conservar la dote de la madre, miembro de una familia de la nobleza de la ciudad.
En 1285, con conocimientos de náutica aprendidos en el puerto de Brindisi, Roger decidió unirse a la Orden del Temple para labrarse un futuro. Embarcó en una nave de guerra dedicada a ejercer el corso y a transportar peregrinos a Tierra Santa, con la que navegó entre el Levante mediterráneo e Italia. Se encontraba en San Juan de Acre, Palestina, en 1291, cuando la ciudad cayó en manos del sultán de Egipto; no le fue mal, obtuvo grandes beneficios con las cantidades que cobró por embarcar en su nave a los desesperados que huían de los musulmanes.
Aquel suceso, y una aciaga historia sobre el tesoro de un monasterio de la ciudad que había ido a parar a su bolsillo, le enemistó con la Orden, que exigió su arresto y la confiscación de todos sus bienes. No parece que le importara demasiado, pues a la vez que intentaban prenderlo estuvo durante un tiempo dedicado al corso por todo el Mediterráneo oriental.
Hacia 1299, con indudable experiencia militar, vio la oportunidad de ofrecer sus servicios a Roberto de Anjou, pretendiente al trono de Nápoles; como no le aceptó, se puso a sueldo de su enemigo, Federico II de Sicilia, hijo de Pedro III el Grande de Aragón, que necesitaba toda la ayuda posible para mantener la isla en sus manos. A su favor, volvió a dedicarse al corso durante varios años con una pequeña flota de entre cuatro y seis galeras, apoyadas por alguna nave auxiliar; primero en aguas de Sicilia, en las que atacó todo tipo de naves napolitanas y provenzales y, en 1301, por la costa provenzal y por la catalana.
A la vuelta de una de sus incursiones, logró forzar la entrada en el puerto de Messina, que se encontraba sitiada por Roberto de Anjou, para llevar provisiones. Eso le hizo popular. Por los servicios prestados en Sicilia, Federico II le concedió el cargo de vicealmirante del reino, los castillos de Tripi y Licata y las rentas de Malta. En esa época, De Flor conoció a Berenguer de Entença y a Ramón Muntaner, este, además de contar con experiencia militar, sabía leer, escribir y hacer cuentas, lo que le llevaría a ser el procurador general —intendente— de la que se conocería como Compañía Catalana en Oriente.
Volvamos al pacto con Andrónico II. La expedición que Roger de Flor reunió para ir a Constantinopla, organizada por Muntaner y fletada con el adelanto pagado por el emperador, estaba formada por 18 galeras, 4 grandes navíos de guerra y 14 embarcaciones de distinto porte. Transportaban unos 8000 hombres —1500 caballeros con sus escuderos, 4000 almogávares, 1000 peones y un número indeterminado de criados y personal auxiliar—, sin contar un millar de marineros con sus mandos naturales y las mujeres e hijos de todos, que los acompañaban. Era un número mucho mayor de los 500 hombres a caballo y 1000 peones solicitados por los bizantinos.
Federico II proporcionó a la compañía víveres, diez de las galeras y dos leños —similares a las galeras, pero de menor porte—, con el fin de ser el protector de la empresa. Su interés era tener un cierto control sobre la operación, y eso preocupó sobremanera en la corte de Andrónico.
Antes de partir, De Flor recibió a los mensajeros que había enviado a Constantinopla con la aprobación de sus propuestas. Le entregaron el título y las insignias de megaduque del Imperio, equivalente a jefe de la flota, la sexta dignidad en el escalafón bizantino.
La compañía mercenaria zarpó de Mesina en el verano de 1302. Tras una breve escala en Monemvasia, llegó a Constantinopla en enero de 1303. Los soldados fueron bien recibidos y alojados en el barrio de Blanquema. De acuerdo con los pactos previos, Roger de Flor fue presentado a su futura esposa, María Asanina, una sobrina de Andrónico, de apenas 15 años, que era hija del depuesto zar de Bulgaria Ivan Asen III y de Irene Paleóloga. El emperador no esperaba tanta gente de armas, de modo que desde un principio se produjeron tensiones por todo lo referente a los pagos acordados. Por otra parte, la llegada de la compañía causó gran inquietud entre los genoveses de Constantinopla, que temían perder su influencia en el Imperio, a manos de la corona de Aragón.
Grabado de 1864 que representa a Roger de Flor. Publicado en la novela histórica Venganza de catalanes, obra de Rafael del Castillo que vio la luz ese mismo año.
Justo el día de la boda de Roger de Flor se produjo un motín de los genoveses contra los recién llegados, por el pago del flete de las naves para la expedición, responsabilidad que el emperador y De Flor se atribuían mutuamente. Se presentaron en formación ante el palacio de Blanquerna, donde se celebraba el enlace, y agitaron la bandera de la República de Génova. Los cuarteles de los almogávares se encontraban en las proximidades del palacio y, sin ninguna indicación por parte de los oficiales, las tropas y los marineros de la compañía salieron armados portando a su vez una bandera de Aragón. Aseguraron el perímetro del complejo y se concentraron ante los genoveses.
La carga por el centro del gentío de 30 escuderos con las monturas de los caballeros de la compañía, que se encontraban en los esponsales, rompió la formación genovesa. Tras los caballos, se abrieron paso los almogávares, que se dedicaron a degollar a cuantos contrarios encontraron a su paso.
Enterado de lo que ocurría en el exterior, De Flor intentó contener a los suyos, que querían atacar la colonia comercial genovesa de Pera, al otro lado del Cuerno de Oro —el estrecho del Bósforo— cuando lo consiguió, los muertos en la masacre ya ascendían a 3000.
Para evitar más disturbios en la capital imperial, la compañía pasó a Anatolia. Allí invernó y obtuvo un primer éxito al vencer a un numeroso grupo de turcos que, con sus familias, se encontraban cerca de su base. Sin embargo, la indisciplina de los almogávares, que robaban, extorsionaban y maltrataban a los naturales del país, sin que Roger de Flor fuera capaz de imponer orden, hizo decaer el prestigio de la empresa. Esa fue la causa por la que uno de sus líderes, Ferrán Eiximenis de Arenós —del que volveremos a saber más adelante—, se marchó con sus tropas para ponerse al servicio del duque franco de Atenas. Aunque tampoco es menos cierto que el retraso del emperador en el pago de la soldada prometida había contribuido a acelerar decisiones y a justificar desmanes.
Llegada la primavera de 1304, la compañía luchó con enorme notoriedad contra los turcos, que fueron obligados a replegarse. Obtuvo una victoria en Aulax, que liberó la ciudad de Filadelfia de una presión insoportable; restableció la autoridad del Imperio en la zona y recuperó localidades ocupadas por los musulmanes. Mientras se desarrollaba esa campaña, la flota de la compañía, al mando de Ferrán de Aunés, se instaló en Quíos, y desde allí atacó las islas y tierras en que se habían hecho fuertes los otomanos. También llegó por entonces de Sicilia el valenciano Bernat de Rocafort, con 200 caballeros y 1000 almogávares. Rápidamente se incorporó a la compañía en un puesto preeminente, pues De Flor le confió el cargo de mariscal de la hueste y le prometió en matrimonio a su hija.
Hacia el final del verano, Andrónico pidió a Roger de Flor que acudiera con sus hombres al otro lado de los Dardanelos a realizar junto al coemperador Miguel una campaña contra los búlgaros, que habían ocupado territorio del Imperio.
La compañía pasó efectivamente al continente, pero se acantonó en Gallípoli, porque Miguel se negó a incorporarla a su ejército a causa de la animadversión entre sus mercenarios alanos —originarios del Cáucaso eran iranios nórdicos, emparentados con escitas y sármatas; sus descendientes, los osetas, siguen habitando la región— y los almogávares, odio que ya había comenzado en Anatolia, donde ambos grupos habían combatido juntos.
De Flor viajó a la corte bizantina con una escolta de cien caballeros, para informar al emperador Andrónico de los éxitos militares en Anatolia y fijar los objetivos para la campaña del año siguiente. Precisamente entonces llegó al puerto tracio de Mádytos una flota de nueve galeras que llevaban a la compañía del noble aragonés Berenguer VI de Entença, con 300 hombres a caballo y unos 1000 almogávares. Roger de Flor se ocupó de que se le concediera un título adecuado a su categoría —el de megaduque del Imperio, que él había ostentado—, mientras que él mismo, en pago a las victorias conseguidas, obtenía el de césar, la tercera jerarquía bizantina, y, además, el señorío de Anatolia y de las islas del Imperio; de ese señorío quedaban excluidas las grandes ciudades, por lo que no resultaba un regalo demasiado apetecible. Bizancio no dominaba las llanuras ni las montañas y, por lo tanto, iba a tener que ganarse ese territorio. La donación, sin embargo, le satisfizo.
El entorno del emperador, que ya consideraba muy excesivo el número de integrantes de la compañía catalana, se alarmó ante el nuevo aumento de tropas, porque crecía el importe de sus servicios y pesaba demasiado sobre las finanzas del Imperio. Aunque se rebajó algo los sueldos de sus integrantes, hubo que exigir nuevos impuestos y depreciar la moneda, lo que creó gran malestar.
Por otra parte, el incremento de efectivos de la compañía hacía crecer el miedo a que fuese utilizada para apoderarse del Imperio. Entença estaba muy ligado a la corte de Jaime II de Aragón y a la de su hermano Federico II de Sicilia y, pese a que llegaba con instrucciones del primero para negociar una alianza con Andrónico que incluyera su colaboración en la conquista de Cerdeña que quería emprender Jaime II, a cambio de que el emperador pudiera contar con tropas aragonesas para sus guerras —una alianza que se encontraba en contradicción con las pretensiones por parte de los Anjou de Nápoles de hacerse con el Imperio—, en Bizancio se temió que ambos monarcas estuviesen urdiendo un plan, quizás también ligado a los proyectos de Carlos de Valois. En realidad, no iban muy desencaminados, Federico sí se había unido a esas maquinaciones, mientras que Jaime II solo quería mantener buenas relaciones con el emperador.
Las negociaciones para la concesión de Anatolia y pagar el salario de la compañía acabaron por crear grandes tensiones con la corte bizantina. Cuando, finalmente, en 1305, Roger de Flor quiso pasar de nuevo a Anatolia para llevar a cabo otra campaña contra los turcos e instalarse en la frontera, pensó en despedirse del basileus Miguel, que se encontraba en Adrianópolis —la actual Edirne de la Turquía europea—, a pesar de que sabía que le odiaba. Su familia y el consejo de la compañía intentaron disuadirle, pero no tuvieron éxito.
El basileus, siempre atento, le invitó durante dos días en su palacio y, en la última jornada, el 30 de abril, le traicionó. Al salir de un banquete, pero todavía dentro del recinto palaciego, Roger de Flor y casi todos los hombres que le acompañaban —300 caballeros y 1000 almogávares— fueron asesinados por los alanos del ejército de Miguel. Luego, fueron perseguidos para matar a todos los españoles3 que se hallaban en la ciudad. El coemperador había tramado el complot, pero con la precaución de que pareciera una venganza de los alanos.
Tras el asesinato de Roger de Flor, Miguel envió tropas contra Gallípoli, donde se encontraba Berenguer de Entença al frente de la compañía. La sorprendieron, sufrió grandes pérdidas y quedó solo con 206 hombres a caballo y 1256 a pie, pero se preparó para la defensa.
Un numeroso ejército organizado por Miguel partió para asediar de nuevo Gallípoli, con la certeza de que la compañía, sin su jefe, sería presa fácil. No pudo tomar la ciudad ni en esa ocasión, ni en un segundo ataque. Peor aún; a pesar de la superioridad numérica, en julio sus tropas fueron derrotadas en campo abierto en la batalla de Apros.
La compañía, dirigida ahora por Berenguer de Entença y Bernat de Rocafort, decidió vengar la muerte de Roger de Flor y hacer la guerra al Imperio, pero antes, sus dirigentes, como buenos caballeros, quisieron romper oficialmente los vínculos de fidelidad con el emperador Andrónico y desafiarlo, por ello le enviaron embajadores, que fueron asesinados en el camino de retorno. La respuesta de los almogávares fue iniciar lo que se ha denominado la «venganza catalana»: la devastación durante cerca de dos años de las tierras griegas de Tracia y Macedonia para escarmentar al Imperio por la muerte a traición de su jefe y de quienes lo acompañaban, así como por el incumplimiento del contrato. Al mismo tiempo, también se propusieron saquear de nuevo los monasterios de Athos4, famosos por sus riquezas. En esa zona las primeras razias tuvieron lugar a principios del verano de 1307, cuando pasaron por delante de la península de Athos en dirección a Salónica. Poco después ocuparon Casandria, la antigua Olinto, y establecieron allí su base de operaciones. Desde esta ciudad partieron hacia el oeste, contra Salónica, y hacia el este, contra el Monte Santo. Las incursiones de un invicto ejército profesional, que campaba y saqueaba a sus anchas por zonas ricas del Imperio bizantino, sembró el terror.
Volvamos a 1305, tras la muerte de Roger de Flor. Ese mismo año, Entença organizó una operación naval de castigo a las costas cercanas. Tomó la ciudad de Heraclea al asalto, pero cuando volvía a Gallípoli, encontró a una flota genovesa capitaneada por Odoardo Doria, quien le invitó a bordo de su nave. Provisto de un salvoconducto y confiando en la amistad entre la corona de Aragón y Génova, subió a la nave capitana, donde fue detenido a traición y llevado primero a Constantinopla, luego a Pera y, finalmente, a Génova, donde no fue liberado hasta los primeros meses de 1306. A pesar de que la compañía catalana era un ejército privado y estaba oficialmente desligado de la corona, Jaime II consideró el incidente sufrido por Entença como un ataque a uno de sus súbditos y envió una reclamación a Génova. La ciudad-estado disculpó la acción de su capitán por la convicción que este tenía de que Entença quería invadir el Imperio bizantino, amigo del común ligur, y aseguró que había ido a Génova no como preso, sino voluntariamente, para reclamar la devolución de sus efectos robados, valorados en 116 000 libras de Barcelona. Una embajada genovesa a Jaime II intentó suavizar el incidente comprometiéndose a liberar a todos los súbditos del soberano presos en galeras y trasladarlos a Sicilia a cargo del común, y prometió también confiar a un tribunal especializado la devolución de lo robado o su indemnización, pero eso ya fue más difícil, Berenguer de Entença moriría sin haber podido recuperar sus bienes. Sería finalmente su hermano Guillem quien obtuvo el derecho de represalia contra los genoveses en 1308.
Mientras se hacía política, Berenguer de Entença acabó por negociar con Carlos de Valois la colaboración de la compañía en la conquista del Imperio bizantino que este quería llevar a cabo. El problema surgió cuando el precio exigido superó las posibilidades financieras de Carlos, por lo que no se cerró el acuerdo. Entença volvió a Barcelona, vendió o hipotecó sus bienes para poder fletar una nave, y contrató 500 hombres. A fines del verano de 1306, estaba de nuevo en Gallípoli. Una vez allí, Bernat de Rocafort, que había dirigido la compañía durante su ausencia, no reconoció su jefatura. De hecho, la compañía reconoció en un primer momento a tres jefes, los dos citados y a Ferran Eiximenis de Arenós, que había regresado.
En mayo de 1307, llegó a Gallípoli el infante Fernando de Mallorca, hijo de Jaime II de Mallorca —no hay que confundirlo con su sobrino, Jaime II de Aragón— con una flota de cuatro galeras procedente de Sicilia. Tenía el propósito, acordado con Federico II, de asumir la jefatura de la compañía. Rocafort se opuso y exigió al infante romper su pacto con Federico. Antes de retirarse, Fernando aceptó liderar la compañía en su traslado a Macedonia, puesto que los recursos de Tracia se habían agotado. Dadas las divisiones internas, dispuso que las tropas de Rocafort marchasen primero y que, a un día de distancia, las siguiesen las de Entença y las de Arenós. Un retraso de los primeros provocó que se encontraran con los que les seguían y que aquéllos creyeran que querían atacarles; en la confusión se produjo un enfrentamiento entre los dos grupos, en el que murió Berenguer cuando intentaba detener la lucha, atacado a traición por dos parientes de Rocafort. Recibió sepultura en la iglesia de San Nicolás, cerca del río Nestos y de la ciudad de Xanthi.
En 1310, dirimidas a duras penas las disputas internas, la compañía catalana acabó bajo las órdenes del duque de Atenas, al que prestaron sus servicios, como siempre, a cambio de paga. Se dedicaron a terminar con todos sus enemigos, pero cuando acabaron con ellos, la deuda pendiente no se saldó. La compañía, que no tenía demasiada paciencia y era muy consciente de su poder militar, se enfrentó a todas las milicias del duque y, a pesar de su inferioridad numérica, las derrotó.
La bandera de la corona de Aragón que se izó en la Acrópolis puso de manifiesto dos deudas griegas que no habían sido saldadas: la del emperador y la del duque de Atenas.
La compañía no solo se asentó en la ciudad, sino que conquistó otras próximas y creó el nuevo ducado de Neopatria, donde sus hombres se establecieron como señores feudales. Como no quisieron devolver los territorios a su legítimo dueño, los declararon vasallos de la corona de Aragón, sin importarles lo más mínimo que el papa Urbano VI los excomulgara.
Estabilizada la situación, la Compañía Catalana de Oriente logró mantener su dominio del territorio hasta 1390. Ese año acabó por conquistarlo una nueva compañía mercenaria, la Blanca, con soldados de Gascuña y Navarra, que gobernaría Atenas durante 50 años más.
1.2.3. La Compañía Blanca
La que actualmente se denomina Compañía Navarra fue en su época una de las conocidas como compañía blancas, dado que sus jubones no mostraban las armas de ningún señor. La primera unidad así llamada la reclutó Carlos II de Navarra en 1363, con hombres de su reino, para luchar en Normandía contra Carlos V de Francia. Tras la paz conseguida en 1366, los soldados se organizaron en otra bajo las órdenes del infante Luis de Navarra, conde de Beaumont-le-Roger y duque de Durazzo por su matrimonio con Juana, miembro de la casa de Anjou-Sicilia. Luis era el hermano menor de Carlos de Navarra, quien le apoyó en su intento de recuperar Durazzo —una ciudad situada en el litoral albanés, que había sido fundada por los griegos de Corcira en el año 627 a C. con el nombre de Epidamno—, y el reino de Albania, creado sobre algunas posesiones en la región, como la isla de Corfú, que habían pertenecido a los normandos del sur de Italia desde los tiempos de Rogelio II. Un reino cristiano, oficialmente de lengua latina, en el que se promovía el catolicismo. También Carlos V de Francia ayudó a Luis con 50 000 ducados, pues el territorio le había sido otorgado a la casa de Anjou en 1259.
En 1372 los efectivos de la compañía crecieron gracias al reclutamiento efectuado por el yerno de Eduardo III de Inglaterra, Enguerrand de Coucy, que en ese momento estaba inmerso en las interminables luchas entre las ciudades-estado italianas. Contrató a 500 lanzas y 500 arqueros a caballo, la mayoría de Gascuña, que se organizaron en Nápoles para servir en Albania. Posteriormente, entre febrero de 1375 y junio de 1376, se alistaron en la compañía otros 800 hombres que, desde Tudela, bajaron por el Ebro hasta Tortosa, de donde viajaron directamente a combatir también en Albania. Por entonces a los soldados se les pagaba al mes 30 florines aragoneses de oro5 —en esos momentos con una ley de 18 quilates—.
En el verano de 1376, Luis y la Compañía Blanca tomaron Durazzo y restablecieron el reino de Albania. Luis murió ese mismo año en la insana ciudad rodeada de pantanos, lo que dejó sin patrón a la compañía. Más aún cuando la duquesa Juana contrajo nuevas nupcias con Roberto de Artois y se despreocupó de los territorios albaneses. Desligada del juramento que la unía al ducado de Durazzo, la compañía su puso en 1377 a sueldo de Pedro IV de Aragón y se dividió en cuatro unidades, mandadas por los navarros Juan de Urtubia y Guarro —escuderos reales—, y los gascones Mahiot de Coquerel y Pedro de la Saga, ambos camarlengos del rey de Navarra. De la Saga, además, era desde 1373 yerno del fallecido Luis, al haber contraído nupcias con su hija natural, Juana de Beaumont.
Teatro de operaciones de la Compañía Catalana y de la Compañía Navarra. Tras la muerte de
Federico III de Sicilia en 1377, el ducado de Atenas pasó a María de Sicilia y, posteriormente, a Leonor de Sicilia, esposa de Pedro IV, al que los habitantes y nobles de la ciudad reconocieron como soberano en 1379. Ese año, los aragoneses del ducado pidieron que se incorporara de forma perpetua a la Corona de Aragón.
Durante la primavera o el verano de 1378 la compañía se trasladó al despotado de Morea —era el nombre de la península del Peloponeso, en el sur de Grecia, durante la Edad Media—, para acudir a la llamada de Gaucher de La Bastide, prior de la Orden Hospitalaria en Toulouse, comandante del principado de Acaya. Se trataba de un Estado con capital en Andravida que ocupaba una pequeña zona del Peloponeso y era bastante rico. Mayoritariamente estaba habitado por griegos, pero lo gobernaba un autócrata cristiano occidental. En ese momento, Nerio I Acciaoli, mercader florentino casado con una princesa bizantina, muy interesado en el vino, pasas, cera, miel, aceite y seda, que exportaba a Acaya, lo consideraba su legado legítimo.
Gaucher, que había alquilado por cinco años Acaya a Juana I de Nápoles, oficialmente su propietaria, contrató a Mahiot y a los hombres que le acompañaban por ocho meses —coincidiendo con el periodo de cautividad al que fue sometido el gran maestre de la Orden, Juan Fernández de Heredia—, para una campaña en Epiro, en la zona de los Balcanes. Fue un fracaso, pero a pesar de ello la compañía cumplió en Acaya el periodo por el que había sido contratada. Mientras, Juan de Urtubia se estableció en Corinto con más de 100 soldados para servir a Nerio I.
En 1379, Urtubia cruzó el Peloponeso, pasó a Grecia central y atacó en las llanuras de Beocia a las compañías aragonesas, restos de la Compañía Catalana de Oriente, que servían en el ducado de Atenas. Todos los descontentos con el dominio aragonés se sumaron a su hueste. Incluso algunos señores vecinos como el duque de Eubea y el marqués de Bodonitza, dos italianos, se apresuraron a aportar tropas. Cuando llegó ante Tebas disponía de un ejército de considerables dimensiones. La ciudad cayó con el apoyo de su arzobispo, Simón Atumano, y fue saqueada a sangre y fuego. Quedó prácticamente despoblada. Luego las tropas de Urtubia tomaron Corfú, Tesalia y el castillo de Zonjón, al que llamaron castellum navarrorum o castillo de los navarros y que terminaría por conocerse como Navarino, donde se produjo la célebre batalla naval en 1827.
Llegados a este punto, la compañía tomó un papel diferente, y algunos de los hombres que habían servido bajo el mando de Urtubia —del que se pierde la pista en otoño de 1381, tras conquistar Beocia—, regresaron a su tierra o pasaron de nuevo bajo el mando de Mahiot, en Morea. Uno de los que volvió a Navarra, no cabe duda de que fue Pedro de la Saga, pues está confirmado que durante los años 1384 y 1385 formó parte de la hueste del infante Carlos en la guerra contra el maestre de Avís, en Portugal.
Tras dejar el servicio de la Orden del Hospital, la compañía pasó a ser contratada por Jaime de Baux, sobrino de Felipe II de Tarento, emperador titular de Constantinopla. Se reorganizó a sí misma como un virreinato en Acaya bajo el mando de tres capitanes: Mahiot, Pedro Bordo de San Superano y Berard de Varvassa. Durante los dos años siguientes, la compañía gobernó el territorio al tiempo que alquilaba sus servicios de forma puntual a los caballeros hospitalarios.
Jaime sucedió a su tío como emperador, dio títulos a los líderes navarros por el apoyo prestado y trató de recuperar como parte de su herencia Acaya, todavía en manos de la reina Juana. Se entrevistó con ella con cierto éxito en 1380, pero no tuvo el control completo del principado hasta la muerte de la soberana en 1382, cuando se convirtió en su único reclamante legítimo.
No vivió para disfrutar de su anhelada herencia griega, murió el 7 de julio de 1383 y dejó el territorio en manos de Mahiot. La compañía era el poder gobernante en la Grecia franca, y sobre ella recayó la responsabilidad de reorganizar el Estado y de proteger el nuevo príncipe. Mantuvo el poder a costa de negarse a reconocer a los herederos de Jaime de Baux, a los que pedía pruebas que les resultaban muy difíciles de suministrar. Mientras, fueron autorizados por los barones del reino para negociar un tratado con la república de Venecia, que se firmó el 26 de julio de 1387. Para entonces, ya hacía un año que Mahiot había fallecido y Pedro de San Superano ocupaba su lugar como líder de la compañía. Además, se había autoproclamado príncipe de Acaya, título que mantuvo hasta su muerte en 1402.
Acaya se lo anexionó finalmente Carlos III de Nápoles, que era nieto de Juan de Durazzo, y Jaime de Baux. En 1404, Ladislao I, heredero de Carlos, instaló a Centurión II Zaccaria, el señor de Arkadia —la actual Kyparissia—, como príncipe. Centurión mantuvo el puesto hasta 1430, cuando las invasiones de Tomás Paleólogo, el déspota de Morea, le obligó a retirarse a su ancestral castillo de Mesenia. Posteriormente casó a su hija y heredera, Catalina, con Tomás, y así, a su muerte en 1432, el principado se fusionó con Morea. En 1450, su hijo ilegítimo, Juan Asen, era el líder de las rebeliones contra el déspota Constantino Dragases, sin embargo, la reconquista bizantina no duró mucho. En 1460, los turcos llamaron a las puertas del despotado.
1.3 La época de los condotieros
Del siglo xiv al xvi, la península itálica, más allá del desarrollo que experimentaron las humanidades y las artes con el Renacimiento, se vio marcado por una serie de conflictos políticos y militares que la desgarraron durante décadas.
Seis grandes Estados regionales se distinguían por entonces, cada uno de los cuales causaba disturbios y frecuentes conflictos en los territorios de los demás, que solían acabar en intervenciones armadas:
• El reino de Nápoles, gobernado primero por los angevinos y, posteriormente, por la casa de Aragón.
• El Estado papal, donde cada papa ejercía el gobierno con su propia visión política general.
• La república y el señorío Medici de Florencia.
• El ducado de Milán, gobernado primero por los Visconti y luego por los Sforza.
• El condado, más tarde ducado, de Saboya.
• La república de Venecia.
Alrededor de ellos gravitaban otros estados menores, teóricamente independientes y soberanos, pero, de hecho, obligados a alinear su política con la de uno u otro de sus poderosos vecinos, con el fin de no sucumbir a su codicia y salvaguardar los intereses propios; eran el municipio o Estado de Bolonia; el dogo de Génova; los señoríos de Ferrara, Mantua, Forli, Rimini, Urbino y Perugia —a la cabeza de cada uno figuraba a menudo un líder—; las repúblicas de Siena y Lucca y los marquesados de Saluzzo y Monferrato.
Menos presentes, pero también con cierta autonomía que disfrutaban con dificultad entre estas entidades territoriales, había señoríos menores que, a veces, podían desempeñar durante algún tiempo un papel clave en las áreas de su limitada esfera de influencia.
Por último, a esta visión general ya muy complicada y turbulenta, habría que añadir las presiones externas de reyes, emperadores y señores feudales locales, por no hablar de la furia repentina episódica de multitudes incontrolables. En todas las crónicas oficiales de las ciudades de la época podemos leer una interminable sucesión de luchas violentas entre las diversas facciones por tensiones latentes —la conocidísima historia de los vecinos de Verona Romeo y Julieta, por ejemplo, nacidos de la pluma de Mateo Bandello6 en 1562, no es más que una de estos enfrentamientos—, desacuerdos con represalias judiciales legalizadas, incursiones en el campo para destruir cultivos y plantaciones, continuas escaramuzas, emboscadas y, con menos frecuencia, batallas en campo abierto.
Con estos datos no es difícil imaginar que se produjeran una serie de guerras y campañas, eminentemente locales o regionales —con excepciones como la batalla de Montecatini y la de Monteveglio—, que involucraran a diferentes enemigos y aliados, con constantes movimientos de una facción en litigio a otra; después de todo, las dinastías de los Saboya, Gonzaga, Visconti, Estensi o Malatesta, siempre relacionaron sus fortunas con el principio del oportunismo político-militar. Con algo de exageración podemos decir que los marqueses y duques de estas tierras nunca terminaron una guerra con el mismo aliado que la habían iniciado; y si lo hicieron, fue porque cambiaron dos veces de bando.
Los municipios, las repúblicas y los señoríos estaban gobernados por hombres ambiciosos, a menudo, astutos y calculadores; el entusiasmo y la continuidad con que se lanzaban al combate demuestran su mentalidad, basada en impulsos vehementes y pasiones ardientes. Las crónicas oficiales citadas están llenas de llanto, ira y deseos de venganza. En este clima, la conspiración, o llegar a empuñar las armas, nunca se vivía como un último recurso, sino más bien como el ejercicio del propio derecho, la solución lógica e incluso deseable para cualquier controversia. Además, con dinero, en el mercado había brazos armados más que suficientes para poder reafirmarse.
En italiano condotta significa contrato, y como los Estados italianos empezaron a contratar con mayor frecuencia a soldados profesionales para realizar diversas tareas militares, a sus capitanes se les comenzó a llamar simplemente condotieros, una palabra que dejaba bien a las claras los términos de su relación laboral o comercial con sus patrones o clientes.
Las relaciones contractuales que reflejaba la condotta eran similares en su contenido a las de la intendure inglesa o la lettre de reternue francesa. La principal diferencia estribaba en que, mientras en Inglaterra y Francia se reclutaba a súbditos de la Corona que rendían servicios a sus respectivos soberanos —algo parecido a un ejército nacional profesional—, en Italia los soldados podían ser naturales o extranjeros y los contrataban las autoridades municipales.
El modelo de condotta más empleado, era como el que suscribió con el municipio de Florencia Michele Attandolo —Micheletto, a causa de su baja estatura—, jefe mercenario muy mitificado a raíz de su victoria en 1432 sobre los sieneses en la batalla de San Romano, cuando ya los florentinos lo daban todo por perdido. En este documento en concreto, se distinguen como las cláusulas más destacables:
• La fijación del número de soldados que aportaba el condotiero y de sus armas.
Si en general se trataba de fuerzas mixtas de lanzas e infantes, el mayor precio y peso táctico corría a cargo de los caballeros, las unidades de élite de la época.
• La duración de los servicios, que el acuerdo desglosaba en dos partes: una llamada ferma, o período de prestación pactado, y la otra denominada di respeto, en la que los mercenarios seguían sirviendo a la ciudad mientras se negociaba otro contrato.
En el siglo xiv la duración media era de tres meses. Las obligaciones terminaban con la llegada del otoño, cuando cesaban las operaciones militares. En cambio, en el siglo xv los pactos llegaban al semestre, y en muchos casos, como hacía Venecia, empezaron a ser renovados por tiempo ilimitado para formar un ejército permanente.
• La soldada de acuerdo al grado militar y a la coyuntura del momento.
En la satisfacción de la misma se contemplaban los anticipos prestanza, para equipar a la compañía y como garantía de buena fe por parte de la autoridad contratante. Solían representar un tercio del total.
También se redondeaban los pagos con recompensas en caso de victoria, en forma de dinero o donativo, o por acciones valerosas, como ser el primero en escalar una muralla o capturar al capitán enemigo.
• Las relaciones del jefe con sus oficiales y soldados.
El acuerdo no solo regía para las partes de una autoridad pública y un militar de oficio, sino que establecía toda una serie de subcontratos con la jerarquía mercenaria. Eso era más palpable con las grandes compañías, que para una campaña de envergadura podían reunir a varios condotieros bajo una jefatura consensuada, pues el sistema de relaciones que gobernaba estas, era muy similar al de las compañías comerciales.
• Las cláusulas complementarias para la resolución del contrato.
Entre ellas estaba el compromiso de no combatir para otros durante esos seis meses, no abandonar el territorio de la república salvo en casos graves y previa petición de salvoconductos, la exención de impuestos y peajes, o los acuerdos referentes al reparto del botín y al rescate de prisioneros.
No obstante, hubo una diferencia fundamental entre estos primeros capitanes mercenarios y los de los dos siglos siguientes. Mientras en un primer momento el gobierno comunal los contrataba individualmente y los supeditaba a su propia milicia, esto es, tropas constituidas a partir de un servicio militar obligatorio exigido por el Estado, en los dos siglos subsiguientes comenzó a contratarlos colectivamente, como compañías de ventura —mercenarias— capitaneadas por un condotiero profesional, el cual, lejos de ser un miembro más o menos destacado del aparato militar comunal, lo controlaba y dirigía en su totalidad. Como resulta evidente, esta nueva posición colocaba a los capitanes mercenarios y a sus soldados en una situación totalmente distinta con respecto a sus empleadores, pues de ser simples subordinados, se convirtieron en una especie de asociados privilegiados, lo que acabó por escandalizar a la sociedad italiana renacentista. Nicolás Maquiavelo, muy crítico con las tropas mercenarias establecidas en Florencia para apoyar las distintas corrientes políticas lo explicó en El príncipe, obra publicada en 1532: «tan malo es que los capitanes sean eminentes como que no lo sean; si no lo son, la ruina del Estado es casi segura; pero si lo son, no se puede confiar en ellos, porque buscarán acrecentar su propio poder a costa incluso de sus propios empleadores».
El primer auge de las compañías de ventura ocurrió entre las décadas de 1320 y 1350, cuando una gran cantidad de soldados mercenarios de toda Europa fueron trasladándose gradualmente a la península para satisfacer los requerimientos crecientes de los nuevos gobiernos principescos. No eran una novedad —lo atestigua Bocaccio en el Decamerón, al referirse con total naturalidad a las hazañas amorosas de Diego de la Rat, un capitán aragonés que en 1305 había sido enviado a Florencia por el rey Roberto, duque de Calabria, en donde ejerció como capitán general de los ejércitos mercenarios por más de diez años acumulando éxitos y fracasos—, pero sí un problema, dado su número creciente.
Ya en suelo italiano, muchos soldados que no encontraban empleo de forma individual, decidieron asociarse para, como compañías, llegar a contratarse con uno u otro Estado demandante de sus servicios. Muy pronto, estas compañías comenzaron a desarrollar una de sus prácticas más reprobables y condenadas: la extorsión. Cuando carecían de empleo se agrupaban y se aproximaban al territorio de algún Estado para ofrecerle «seguridad», es decir, para exigirle el pago de una determinada cantidad a cambio de no ser atacado. En esta primera etapa predominó la presencia de ingleses y alemanes, incluso los primeros capitanes que adquirieron reputación como condotieros eran también de esa nacionalidad, como Conrad de Landau y Werner de Urslingen.
1.3.1 Enemigo de la compasión
Poco se sabe de Urslingen, salvo que había nacido —probablemente en 1308— en Suabia, provenía de una familia de origen noble y se proclamaba descendiente de los duques de Spoleto, que eran los principales súbditos del Sacro Imperio Romano en Italia. De su carácter nos da una idea la leyenda que dice que en su armadura portaba la inscripción: «Enemigo de Dios, enemigo de la piedad, enemigo de la compasión». Eso, en una época en la que el ateísmo tal y como se conoce en la actualidad no existía, era un lema que resultaba inconcebible.
Lo cierto es que se vendía al precio más alto, y no dudaba en cambiar de bando si el enemigo le ofrecía una suma mayor. Es lo que ocurrió, por ejemplo, cuando fue contratado por Taddeo Pepoli de Bolonia para luchar contra Obizzo III d’Este, y Obizzo consiguió, a base de oro, que arrasara las ciudades del primero.
Llegó a Italia en 1338 para luchar por la República de Venecia contra Mastino II de la Scala, duque de Verona. Tras adquirir experiencia en el territorio, fundó en 1342 la Gran Compañía, también llamada Compañía de la Corona, inspirándose en la de San Jorge, de Lodrisio Visconti, a cuyo servicio llevaba tres años, y junto al que había combatido en la batalla y saqueo posterior de Parabiago, contra el ejército de Milán. La formó para ponerse al servicio de la República de Pisa, en su guerra contra Florencia, con 4000 caballos y el apoyo de Héctor de Pánigo y Mazarello de Cusano, y se reservó el puesto de comandante. Poco después se le unieron su hermano Reinhardt y Conrad de Landau. Ese mismo año arrasarían juntos la Toscana, Umbria y la Romaña.
Las bases de su éxito serían la organización y la férrea disciplina impuesta a sus hombres —principalmente de origen germano—, junto con el miedo que suscitaba —fue la compañía más sanguinaria— y un reparto equitativo de las ganancias, que procedían, además del bolsillo de quienes les contrataban, de la extorsión practicada a gobiernos locales con la excusa de protegerles.
En agosto de 1347, tras pasar su comandante unos años en Alemania, la Gran Compañía, que en ese momento contaba con más de 10 000 efectivos entre caballería e infantería, ayudó a Luis I de Anjou, rey de Hungría y Polonia, a conquistar Nápoles. Urslingen, a la cabeza de 500 caballeros y apoyado por Ugolino da Fano, tomó Abruzzo y se volvió hacía Nápoles, persiguiendo a su defensor, el príncipe Luis de Taranto, esposo de la reina Juana I, hasta Capua. Sin embargo, en enero del año siguiente Werner fue acusado por Corrado Lupo de complicidad con los anteriores gobernantes, y encarcelado temporalmente.
Liberado en marzo tras jurar que no se enfrentaría a Luis I, a los florentinos, a los perugios, a los sieneses, a los mercenarios pagados por el papa Clemente VI ni a los angevinos, se puso al servicio del conde Fondi y los Estados Pontificios, para los que no tardó en conquistar varios territorios. Finalizada su labor a sueldo del papa, entró esta vez al servicio de la reina Juana de Nápoles, a la que ayudó a recuperar el dominio perdido el año anterior. En julio volvió a tomar Nápoles a sangre y fuego y en septiembre atacó la fortaleza de Lucera, sitió Foggia y ocupó todo el territorio de Gargano.
En mayo de 1349, tras sufrir unos meses antes una emboscada de los angevinos y sus mercenarios, consiguió aliados, reorganizó su unidad y, junto a 7000 caballeros húngaros, alemanes y napolitanos y 2000 soldados de infantería lombardos, se dispuso a buscar venganza. Derrotó a Gionanni di Asperg en Arpaia, saqueó y arrasó la ciudad y luego hizo lo mismo en Arienzo y Cancello para salir a la llanura napolitana. Allí corrieron una suerte similar Acerra, Capua, Aversa y Melito. Tras tomar Caserta y Benavento, una generosa remuneración acordada con Luis de Taranto, a cambio de los enclaves conquistados, le convenció de abandonar junto a sus hombres el devastado sur de Italia. Era la época de la Peste Negra, tan letal en la región como las tropas de Urslingen.
Se dirigió al norte y se alió con Giovanni de Vico, prefecto de Roma, enemistado con Clemente VI, para arrasar los feudos papales del Lacio. A finales de 1350, tras asolar Bolonia y sus alrededores, la falta de dinero para pagar los salarios dejo a la Gran Compañía inactiva. Muchos de sus hombres la abandonaron. No volvió a estar operativa hasta marzo de 1351, que, para atacar Verona, reunió a más de 20 000 personas entre caballeros, soldados de infantería, auxiliares, sirvientes, prostitutas y concubinas. Formaban ya entre sus filas aragoneses, italianos, provenzales, húngaros y muy pocos alemanes. Durante los años siguientes la compañía mercenaria lucharía a las ordenes de Venecia y Siena contra Florencia y los Estados Pontificios, sufriendo su mayor derrota a manos de los florentinos en la batalla del Campo de las Moscas, dada el 23 de julio de 1359 en el distrito de Pontedera, en el Estado de Pisa. La compañía, en ese momento bajo el mando de Konrad von Landau, que había intentado extorsinar a Florencia, se encontró con que debía enfrentarse a un gran ejército de 3000 caballeros, 500 infantes húngaros y 2500 arqueros reunidos por la propia Florencia, Padua, Milán, Ferrara y Nápoles, dirigidos por Pandolfo Malatesta. A pesar de estar en una posición bien defendida y disponer de 500 caballeros y más de 1000 soldados de infantería húngaros, a los pocos días de que Malatesta comenzara el asedio, en cuanto comenzó a faltar la comida y el agua, se separaron y huyeron.
Para entonces ya hacía cinco años que Urslingen había fallecido. Tras llegar a un acuerdo con la familia Visconti —Bernabé Visconti era señor de Milán y su hermano Galeazzo II de Pavía— y conseguido por algún tiempo el nombramiento de virrey de Apulia, se había retirado a su Suabia natal. Allí había muerto —probáblemente envenenado— a primeros de febrero de 1354.
El 22 de abril de 1363 la Gran Compañía fue definitivamente derrotada en la batalla de Canturino, en Novara, al noroeste de Milán. Landau resultó herido durante el combate, fue capturado y murió a causa de las lesiones sufridas, lo que marcaría su disolución final. Quienes los derrotaron también eran mercenarios, la compañía de Albert Sterz, Giovanni Acuto y el inglés John Hawkwood, que utilizaba tácticas militares más avanzadas.
1.3.2 La compañía de los ingleses
En 1361, después de la firma del Tratado de Brétigny ente Francia e Inglaterra, se formó una gran compañía denominada del Halcón con soldados veteranos ingleses, franceses y alemanes y húngaros, dispuesta a ponerse a sueldo del mejor postor. La comandaba Albert Sterz, conocido como Alberto Tedesco —Alberto el Alemán—, y disponía de 2000 lanceros.
Su principal característica era que combatía con una técnica denominada «inglesa», en la que los caballeros desmontaban durante la batalla para evitar que mataran a sus caballos7, una práctica común en las batallas de la Guerra de los Cien Años en Francia. La otra innovación que los distinguía era que utilizaban el arco largo en lugar de la ballesta.
Organizados en «lanzas» de tres hombres —un hombre de armas, un escudero y un paje que manejaban juntos una lanza larga a ritmo lento mientras gritaban fuertes gritos de batalla—, solo el hombre de armas y el escudero estaban armados. Las lanzas se agrupaban en contingentes, cada uno al mando de un cabo, apoyadas en su retaguardia por los arqueros. Además de su estructura militar, la compañía contaba con personal administrativo, generalmente italiano, formado por cancilleres y notarios que administraban los aspectos legales y contractuales de la relación con sus empleadores. El tesorero que manejó durante mucho tiempo sus asuntos financieros fue el inglés William Thornton.
La compañía se apoderó de Pont-Saint-Esprit, cerca de Aviñón, durante tres meses desde la noche del 28 al 29 de diciembre de 1360. Eso permitió que bloqueara el punto de recaudación de impuestos para pagar el rescate del rey Juan, preso durante la batalla de Poitiers y que se quedara con todo el dinero.
Después de haber asolado Champagne, Borgoña y los campos del sur de Francia, en particular la Provenza, en 1362 apareció por primera vez en Italia, solicitados sus servicios por el marqués Jean II de Montferrat. Primero combatieron contra las tropas de Galéas II Visconti y más tarde se enfrentaron a las de Amadeus VI, conde de Saboya. La derrota de los Saboya llevó a Montferrat a firmar un contrato con la compañía el 22 de noviembre, para que luchara contra los Visconti de Milán.
Muchas localidades fueron devastadas y saqueadas hasta que se decidió firmar una tregua. En 1363, todavía a sueldo de Jean II, fue cuando se enfrentó a la Gran Compañía del conde Lando a la que derrotó y destruyó.
Tras el combate, con una fuerza de 3500 jinetes y 2000 soldados de infantería, la compañía se puso al servicio de Pisa en su guerra contra Florencia. Devastaron el territorio florentino y saquearon y destruyeron sus pueblos, pero no lograron conquistar la ciudad Estado. Finalmente, los pisanos pagaron una considerable suma y gran parte de la compañía, con su comandante al frente, abandonó la región.
En 1364, al final de la batalla de Cascina, tras una fuerte disputa entre sus mandos, Sterz decidió dejar la compañía y fundar una nueva junto con Anichino di Bongardo y Ugo della Zucca la Compagnia della Stella8.
La ahora Compagnia Bianca fue reconstituida por el inglés John Hawkwood, quien tomó el mando en el invierno de 1364 a 1365 y decidió permanecer a sueldo de Pisa para combatir a los florentinos. Sus efectivos eran alrededor de 5000 hombres.
Hawkwood había nacido hacia 1320 en Sible Hedingham, Essex, Inglaterra. Era el segundo hijo de Gilbert Hawkwood un terrateniente con propiedades tanto en Sible Hedingham como en Finchingfield9. Como tantos otros segundones, eligió la carrera de las armas. Veterano de la Guerra de los Cien Años, comenzó en el ejército de Eduardo III como arquero. Al quedarse sin trabajo cuando terminaron temporalmente las hostilidades anglo-francesas, como otros tantos soldados desempleados que servían en ambos ejércitos, se dirigió a Aviñón para alistarse y luego cruzar los Alpes. Ya sabemos que era el camino andado por muchos de sus antecesores para ponerse al servicio de los Estados italianos, que seguían engrosando sus ejércitos con mercenarios.
Bajo el mando de Hawkwood, la compañía blanca, a la que dirigió durante más de 30 años, adquirió una buena reputación. Sus inglesi, entre los que había numerosos arqueros ingleses y galeses, pero también soldados de una amplia gama de nacionalidades, participaron en numerosos combates. Tuvo éxitos y fracasos, pero Hawkwood supo explotar los frecuentes reveses de la alianza para su beneficio.
Uno de esos éxitos fue la victoria en la batalla de Rubiera, librada el 2 de junio de 1372, entre las fuerzas papales y Bernabé Visconti, a quien en ese momento servía la compañía. Ambas partes habían concluido una tregua formal, pero en realidad estaban dedicadas a reunir más tropas. Hawkwood y Visconti comandaban una fuerza de mil lanceros sin infantería. Las fuerzas papales eran mayores: 1200 lanceros y tropas de infantería. Hawkwood logró realizar una maniobra de flanqueo, superó al enemigo y tomó cautivos a la mayoría de los oficiales de alto rango. El triunfo demostró su habilidad como comandante, aunque estratégicamente no tuviera resultados políticos significativos y terminó en una tregua entre los Visconti y el papa.
En 1373 Gregorio XI envió sendos delegados para entregar en mano a Bernabé y su hermano Galeazzo sus excomuniones, que consistían en un pergamino enrollado en una cuerda de seda con un sello de plomo. Bernabé se enfureció de tal modo al recibirlo, que ordenó encarcelar a los delegados y se negó a liberarles hasta que se comiesen los documentos, con cordel y sello. Ese año Milán sufrió una terrible plaga, por lo que Hawkwood decidió cambiar de bando y unirse al papa.
El 7 de mayo, en Montichiari, cerca del río Chiese, Raymond de Turenne y Othon de Brunswick sitiaron una fortaleza en poder de los milaneses. A los capitanes papales, no tardó en unírseles la compañía de Hawkwood, que sorprendió a las tropas viscontianas cuando cruzaban sin apenas protección el puente de madera del Chiese. Fue una carnicería que inclinó la victoria hacia el bando papal y despejó a Gregorio XI el camino para regresar a Roma.
Una de las expediciones más importantes de la compañía fue la Gran Incursión sobre Toscana, que demuestra las conexiones de loa condotieros con la prosperidad política de los estados italianos. Condujo directamente a la guerra entre Florencia y el papa e impulso la carrera de Hawkwood, ávido de fama y riqueza. Frustrado por no recibir el pago por su intervención en Montichiari, la compañía marchó a lo largo de la Via Emilia hacia Toscana y Florencia. Recibió un pago de 130 000 florines para que respetara ambas ciudades y continuó su camino hacia Pisa, Siena y Arezzo, donde continuó con sus amenazas a cambio de dinero. Muchos creyeron que esos raids se realizaban bajo las órdenes del papa, por lo que se organizó una liga defensiva formada por Florencia, Milán, Siena, Pisa, Lucca, Arezzo y Nápoles, decidida a terminar con los chantajes. No importa quién fuera el responsable. La incursión de la compañía resultó ser el casus belli, que condujo en 1375 a la sangrienta Guerra de los Ocho Santos.
Los tres años de amargos combates que duró el conflicto, marcaron un punto de inflexión en el devenir de la compañía, sobre todo, tras su intervención en 1377 en la masacre de Cesena contra civiles desarmados, que se sumaba a las violaciones, asesinatos, desmembramientos de enemigos o saqueos de monasterios y lugares sagrados que realizaban sus tropas. Cambió nuevamente de bando, dejó el servicio papal y comenzó a trabajar con Milán, Florencia y sus aliados.
Después de la Guerra de los Ocho Santos las compañías perdieron su característica de asociación temporal para convertirse en organizaciones militares semipermanentes que dependían solo del valor y el genio militar de quienes las dirigían y que, de alguna manera, casi las personificaban. Giovanni Acuto y Alberico da Barbiano o el propio Hawkwood, que en 1378 fue nombrado capitán general de los ejércitos florentinos, son los ejemplos más significativos de esa nueva tendencia. La compañía no volvería a reunirse hasta casi una década después, en el invierno de 1385, al estallar la guerra entre Padua y Verona, cuando su jefe ya tenía más de sesenta años. Venció en la batalla de Castagnaro contra Verona, cuyas milicias dirigían Giovanni Ordelaffi y Ostasio II da Polenta. Un éxito que contribuyó a su fama.
La participación de la compañía en la guerra contra Milán, de 1390 a 1392, fue la última gran campaña militar en la que intervino Hawkwood, que había adquirido la ciudadanía florentina bajo el nombre de Giovanni Acuto.
Tras su muerte en marzo de 1394, sin un jefe con el mismo carisma, la compañía se disolvió.
1.3.3 El final de una época
Unos años antes de la muerte de John Hawkwood, hacia finales del siglo xiv, los italianos se ocuparon de tomar el relevo. Despiadados, astutos y sin escrúpulos, los capitanes de fortuna cruzaban la península cabalgando, asediando y saqueando, siempre acompañados de una reprobación mezclada con respeto y miedo. Eran originarios de casi todas las regiones. Romaña, atrasada y pobre, fue un magnífico vivero de soldados en busca de fortuna. De allí salieron los Sforza, Alberico da Barbiano y otros de menor talla.
De la Lombardía procedían Bartolomeo Colleoni, los Dal Verme y Ugolotto Biancardo, que residía tranquilo en su feudo y solo acudía con sus tropas para operaciones concretas bien remuneradas. Carmagnola y Facino Cane, cuya especialidad era la brutalidad deliberada para creer un terror previo y no hallar resistencia, lo que llevaba a efecto mediante operaciones relámpago de su caballería, del Piamonte; Gattamelata, de la Umbría, como Braccio da Montone, Biordo Michelotti y los Piccinini.
Por su parte Florencia, rival de los milaneses, prefería una política distinta. El eje de la misma era encargar la dirección del ejército a un jefe extranjero, pues al ser italiano podía tener la tentación de hacerse príncipe de la ciudad y contar con cierto apoyo social.
Mientras John Hawkwood vivió, se mantuvo el equilibrio de fuerzas entre las principales ciudades a pesar de que estuviera retirado, pero a partir de su fallecimiento, las autoridades florentinas tuvieron que lanzarse de manera desesperada en busca de un sustituto. Era mal momento, pues los mejores condotieros habían sido monopolizados por Milán. La solución momentánea fue confiar las tropas al gascón Bernardon de Serres, que llevaba 15 años en Italia y por entonces estaba al servicio de los Estados Pontificios.
En cuanto a Venecia, se había lanzado en los primeros lustros del siglo xv a la creación de un dominio en Tierra Firme, conquistando la comarca del Friuli para asegurar la frontera alpina; Vicenza, Verona y Padua para disponer de plazas fuertes seguras, e Istria, para reforzar sus posiciones en la costa croata. Para mantener estas nuevas adquisiciones hubo de crear un ejército terrestre permanente, labor que asumieron los hermanos Cario y Pandolfo Malatesta. Estos representaban otra variante de condotiero, pues su formación humanista y su papel de mecenas de artistas les llevaba a compaginar sus costumbres refinadas con la brutalidad de sus ambiciones militares.
Todas las grandes ciudades del siglo xv acabaron por hacerse con fuerzas armadas y comandantes permanentes a los que se asignaba como recompensa un palacio, un castillo o un feudo en el condado. En ese confuso teatro de operaciones que suponían las guerras civiles italianas los condotieros se convirtieron en los árbitros de la situación con su maraña de alianzas, treguas, ambiciones y lealtades. Algo similar a las intrigas que urdían, con otros mimbres, los príncipes de las señorías, como los Medici en Florencia o los Sforza en Milán, que aprovechaban el sistema electoral y el aparato gubernativo de la época republicana para llegar a ser los soberanos de sus ciudades.
El tipo más extendido de condotiero «italiano» era el que mandaba una compañía, de 100 o 200 lanzas. La formación más típica estaba compuesta por un comandante en jefe, con su compañía personal, que solía ser la de más efectivos, y una serie de escuadras menores a sueldo de un condestable. Por tanto, todo el que podía ofrecer los servicios de su propia tropa era considerado condotiero, ya trabajase para las principales repúblicas o para mínimas facciones partidistas.
En este universo militar también gravitaban los inventores, los arquitectos militares, los expertos balísticos y los artesanos. De hecho, la mejora de la cultura mercantil corrió pareja a las innovaciones en armamentos.
Apareció la moderna artillería, en la que las primitivas bombardas, que disparaban balas de piedra con una trayectoria circular, dejaron paso a los primeros cañones con balas de bronce, tiro rectilíneo y mayor impacto. Además, gracias a las cureñas, las piezas no solo se utilizaban para el asedio, sino también como primitivas baterías móviles. La aplicación de la pólvora a un tubo de metal, que se dio tanto en los cañones como en las armas individuales, iba a resultar decisiva.
A pesar de que los condotieros disponían de unas fuerzas que superaban en complejidad a las de otros mercenarios europeos y a las milicias cívicas, pues disponían de lanzas, picas, ballestas, escopetas, artillería ligera móvil y caballería acorazada de choque, tuvieron que afrontar su primera prueba de fuego en las postrimerías del siglo xv, cuando un conflicto de magnitud internacional librado en suelo italiano puso por primera vez en entredicho su sistema militar.
La política imperial de Maximiliano, las intrigas políticas del papa Inocencio VIII y las ambiciones geoestratégicas de los monarcas franceses y españoles, confluyeron en un enfrentamiento europeo en la península. Todo empezó cuando una expedición francesa al mando de Carlos VIII invadió Italia en 1494 con la disculpa de acudir a paliar el peligro turco, y, gracias a su superioridad militar sobre las tropas comunales que le salieron al paso, y a su alianza con el duque milanés Ludovico Sforza el Moro, conquistó el reino napolitano y acabó con muchos gobiernos municipales, entre ellos el de la Florencia de los Medici.
La maniobra quebraba la tradicional política de buenas relaciones entre Castilla y Francia ejercida por los Reyes Católicos, y Fernando de Aragón no se mostró dispuesto a permitirlo. Envió a sus ejércitos y fundó la Liga Santa con las principales potencias europeas e italianas. Las tropas españolas, al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, vencieron repetidamente a los franceses y les obligaron a replegarse a sus bases originarias al otro lado de los Alpes.
Uno de los más famosos condotieros de esta última etapa fue Fabrizio Colonna, miembro de una de las familias más poderosas de Roma. No se tiene la certeza absoluta del año de su nacimiento, aunque debió ocurrir entre 1450 y 1460. Sin embargo, sí está perfectamente bien establecida la fecha de su fallecimiento, pues ocurrió en 1520.
Colonna, como todos los condotieros, sirvió en su vida profesional a muchos señores. Más aún, se distinguió de alguna manera, ya que sirvió tanto a Francia como a España.
En 1494, estando al servicio de Fernando de Aragón, y en proceso de negociación de una nueva condotta con Alfonso de Nápoles, apenas Carlos VIII pisó Asti al inicio de su campaña, Fabrizio y su primo Próspero se pusieron al servicio de Francia y combatieron entonces a quienes hasta ese momento habían sido sus patrones. Unos pocos meses después, una vez que Carlos había ocupado Nápoles y la había desocupado rápidamente ante la amenaza de la liga formada en su contra, los Colonna volvieron a ponerse al servicio de la corona española, esta vez bajo el mando directo de Fernández de Córdoba. Cuando murió, Fabrizio tenía el cargo de Gran Condestable de Nápoles, una merecida recompensa en consideración a los servicios que prestó a la corona española en la recuperación de ese reino.
Ante estos nuevos ejércitos europeos que convirtieron Italia en el territorio para experimentar nuevas técnicas y tácticas bélicas, los condotieros fracasaron con estrépito. El número de muertes en combate aumentó dramáticamente debido a las innovaciones aportadas por la tecnología militar, que no siempre se equilibraba con las mejoras realizadas en los sistemas defensivos y, finalmente, a principios del siglo xvi, el número de guerras, combates y conflictos armados se redujo hasta volverse casi exclusivamente de nivel nacional.
El mundo de los condotieros y el de la caballería acorazada tradicional, había entrado en crisis al mismo tiempo que se iniciaba el imperio de las armas de fuego.
1.4 Espadas en la niebla.
Mercenarios españoles en Inglaterra y Escocia
Aliada de Castilla y Aragón desde los tiempos de los Reyes Católicos, y luego de la Monarquía Hispánica, por el común temor a Francia, Inglaterra, durante el largo reinado de Enrique VII, permaneció próxima a los intereses políticos del Sacro Imperio y de España a pesar de las crisis, como la provocada por la separación de la reina Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos.
Relativamente aislados de sus vecinos continentales después del final de la Guerra de los Cien años, y envueltos solo en conflictos internos, tanto los ingleses como los escoceses, que siempre fueron fieles aliados de Francia, se quedaron atrasados en lo que se refiere a armamento y táctica moderna. A pesar de que estuvieran envueltos en un permanente conflicto fronterizo, los incidentes constantes en los límites de su territorio eran propios más de enfrentamientos al estilo medieval entre señores de la guerra y sus mesnadas armadas, que protegían las marcas que separaban ambos reinos —los Border Reivers—, que de una guerra moderna al estilo de las que se libraban en Alemania o Italia.
La consecuencia inmediata de esta situación fue que, en vez de encarar de una vez por todas la necesidad de transformar su ejército, Enrique VIII, cuando sus compromisos diplomáticos y el juego de alianzas que afectaba a sus intereses le situaba ante la necesidad de enviar al continente tropas, recurriera de forma cada vez más intensa a la contratación de mercenarios extranjeros, buscando en el mercado internacional aquellos lugares en los que había hombres entrenados y capaces que pudiesen suplir las limitaciones de los ejércitos ingleses.
Por razones obvias, los ingleses no contrataron los soldados profesionales o especialistas que precisaban en Francia ni en las fuentes de reclutamiento habituales de los franceses, como los cantones suizos, y se dirigieron a Alemania, Italia y, por supuesto, España, cuyos soldados tenían ya una importante reputación y fama. La ocasión vino dada por la necesidad de Enrique VIII de hacer frente al moderno ejército francés en el continente, como resultado de sus acuerdos de alianza con el emperador Carlos V.
La Tregua de Niza que puso fin a la guerra italiana de 1536-38 no acabó con ninguno de los asuntos en disputa entre el Sacro Imperio Romano Germanico, España y Francia, pues el rey francés, Francisco I, seguía ambicionando el ducado de Milán, alegando sus derechos dinásticos, y despechado por los acuerdos del Tratado de Madrid, que había puesto fin a la guerra italiana de 1521-26. Además, la aspiración francesa a Nápoles y los Estados de Flandes no había terminado, aunque el emperador siguiera considerando que Borgoña era parte del Imperio y no de Francia.
En 1542 Francisco I declaró la guerra al mismo tiempo al Sacro Imperio y a España. En el norte, el duque de Orleans atacó y capturó Luxemburgo en una rápida ofensiva, mientras en el sur, el príncipe heredero Enrique atacaba el Rosellón, sitiaba Perpiñán, y no vaciló en unirse —para tristeza y asombro de Europa— con los otomanos, que colaboraron con los franceses en el asedio a Niza, ciudad del ducado de Saboya, aliada de España.
Mientras el enfrentamiento en los Países Bajos se intensificaba, las diferencias entre ingleses y franceses fueron en aumento. La intervención abierta de Francia en el conflicto entre Inglaterra y Escocia, fue considerado por Enrique VIII como una injerencia inadmisible y, el 11 de febrero de 1543, firmó una alianza con el emperador que le llevó el 22 de mayo a declarar la guerra a Francia. Un ejército de 5000 hombres al mando de sir John Wallop cruzó el canal de la Mancha con destino a Calais, para apoyar las operaciones militares imperiales en los Países Bajos.
El 31 de diciembre de 1543 Enrique y Carlos habían pactado la invasión conjunta de Francia; poco después, cada uno acordó levantar un ejército de más de 35 000 soldados de infantería y 7000 de caballería, para enfrentarse a los más de 70 000 hombres del ejército francés10. El problema era que ninguno de los dos aliados podía empeñarse en una campaña sin acabar previamente con sus dificultades en otros frentes; en el caso imperial, la oposición de los príncipes protestantes alemanes, y en el inglés, la guerra con Escocia, a la que nos referiremos más adelante.
Finalmente, en la primavera de 1544 el emperador Carlos alcanzó un acuerdo con los príncipes alemanes en la dieta de Speyer, por el que los electores protestantes de Brandenburgo y Sajonia aceptaron participar en la campaña contra Francia y apoyar con dinero y hombres al ejército imperial. Por su parte, los ingleses libraron una campaña victoriosa en Escocia que dejó libre al rey Enrique para actuar en el frente de Normandía y Flandes.
En mayo se formaron dos ejércitos imperiales con el objetivo de invadir Francia: uno bajo el mando de Ferrante Gonzaga, virrey de Sicilia, al norte de Luxemburgo; el otro, con el propio Carlos V al frente, en el Palatinado. El día 25 Gonzaga recuperó Luxemburgo y avanzó hacia Commercy y Ligny, y el 8 de julio sitió Saint Dizier, mientras esperaba a que el emperador y su ejército se le uniese cuanto antes.
Los 40 000 soldados que Enrique VIII tenía en Calais al mando de lord Howard, duque de Norfolk, y de Charles Brandon, duque de Suffolk, penetraron en Francia. El primero en dirección a Montreuil, y el segundo hacia Ardres. Con mala organización, logística pésima y sin suministros, las tropas de Suffolk eran incapaces de avanzar hacia París, por lo que, a pesar de la insistencia del emperador, el rey Enrique decidió enviarlas contra la importante plaza fuerte de Boulogne-sur-Mer, que quedó sitiada el 19 de julio.
Las tropas inglesas precisaban con urgencia de material moderno, pues aún seguían estructuradas en torno a criterios medievales, con arqueros y alabarderos no muy diferentes a los que habían combatido y vencido en Flodden en 1513. Consciente de ello, el emperador envió al sitio de Boulogne, como consejero, a Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque. No llego solo, le acompañaron, además de su hijo y heredero Gabriel, una tropa de más de 150 hombres, incluidos caballeros y gentileshombres, perfectamente armados y uniformados en rojo y oro, que se sumaron a más compañías españolas que estaban a sueldo inglés. En total, según nos cuenta fray Prudencio Sandoval, en el verano de 1544, 450 hombres11 formaban cuatro banderas, o compañías, de unos 100 hombres cada una, bajo el mando de sendos capitanes: Haro, Salablanca, Mora y Alejandre, todos hombres experimentados, violentos y rudos.
Durante el sitio del importante puerto francés, firmemente defendido, Alburquerque y sus hombres se comportaron de forma admirable y, en septiembre, la ciudad cayó en manos inglesas. Sin embargo, el éxito no fue explotado como en principio se había previsto.
La resistencia francesa estaba siendo muy dura, y las tropas imperiales apenas progresaban. El emperador Carlos, necesitado de fondos y preocupado por la creciente amenaza protestante en Alemania, consultó con el rey Enrique la cuestión de si debían continuar la invasión o negociar la paz. Sin embargo, en la fecha en que Enrique recibió la carta del emperador, Carlos V había llegado ya a un acuerdo con Francisco I, concluido en la paz de Crépy el 18 de septiembre de 1544, por el que ambas partes renunciaban a sus reclamaciones y restablecían la situación acordada en Niza ocho años antes: Carlos de Angulema contraería matrimonio bien con la infanta María, hija de Carlos I, que recibiría como dote los Países Bajos y el Franco Condado, o bien con la princesa Ana de Habsburgo-Jagellón, su sobrina, en cuyo caso se entregaría como dote el ducado de Milán12.
Mientras tanto, Enrique VIII decidió continuar la guerra en solitario. Los franceses lograron levantar el asedio de Montreuil y el rey inglés, tras la toma de Boulogne, decidió regresar a Londres. Con él iba el duque de Alburquerque, que, tras unos meses en Inglaterra, partió para España con la intención de volver al servicio del emperador. Para entonces, los ingleses estaban comprobando el valor y capacidad de las tropas españolas, especialmente en Normandía, donde las cosas no les iban bien nada bien.
La defensa de Boulogne tras el retorno a Inglaterra del rey fue un desastre. La desobediencia de los duques de Norfolk y Suffolk produjo que la plaza casi fuese recuperada por los franceses a principios de octubre. En el ataque francés del 9 de octubre, que tomó por sorpresa a los ingleses, la situación fue salvada por dos compañías de infantería española al mando de los capitanes Salablanca y Haro, que poco después realizaron en compañía de los ingleses una salida por sorpresa —Sandoval la llama «encamisada»— contra el campo francés, con gran éxito13.
Mientras, el emperador había licenciado a la mayor parte de sus tropas españolas en Flandes, y los soldados de los tercios, concentrados en Bruselas, fueron provistos por el emperador de barcos y medios para regresar a España, cómo cuenta Sandoval, «dándoles navíos y lo necesario, y orden, con pena de la vida, a cualquiera que quedase sin su licencia, encomendándose esto al capitán Joan de Eneto, para que con rigor lo ejecutase14».
Los barcos que regresaban con las tropas a España, partieron a comienzos de 1545, hicieron escala en suelo inglés, en las costas Kent, y según refiere Sandoval fueron los propios soldados españoles los que enviaron emisarios a las autoridades inglesas —a Plymouth— ofreciendo sus servicios de armas a Inglaterra, para seguir combatiendo a los franceses, oferta aceptada por los enviados del rey Enrique, que tomó a su cargo de inmediato a 700 de ellos. Para mandarlos se ofreció un hidalgo vizcaíno con once años a las órdenes de los maestres de campo del emperador, quien se presentó ante las autoridades inglesas con esa pretensión. Dice Sandoval que «vino a Londres el capitán Gamboa con otros capitanes y muchos soldados», algo a lo que el emperador Carlos intentó oponerse, pues le disgustó la decisión que habían adoptado de servir a un monarca extranjero, pero nada pudo hacer para impedirlo.
Experimentados y endurecidos por años de campaña y muy bien armados, en total 800 españoles agrupados en compañías o banderas fueron enviados a Escocia, donde la guerra continuaba, no solo contra los propios escoceses, sino también contra los franceses que habían ido en su ayuda, tomando de esta forma parte activa en los conflictos conocidos en el Reino Unido como las guerras del Rough Wooing15, libradas entre 1543-46 y 1547-50, y que si bien tuvieron un desarrollo local no dejaron de estar enmarcados en las guerras continentales coincidentes en el tiempo entre el Imperio y la Monarquía Hispánica por un lado y la Francia de Francisco I por el otro.
Además de la citada causa «oficial» del comienzo de las guerras, había un interés en Inglaterra en poner fin a la tradicional alianza de Escocia con Francia, la Auld Alliance o «Antigua Alianza», que procedía de un acuerdo de apoyo mutuo entre las dos coronas de 1295, algo que se consideraba una amenaza permanente desde el norte contra el corazón del reino inglés16, más aún en una frontera violenta y en la que había una tensión permanente y un estado de guerra siempre latente.
Durante las dos guerras del Rough Wooing los ingleses lanzaron cuatro invasiones contra Escocia, destacando la de 1544 que acabó con la ocupación y saqueo de Edimburgo, y en general las armas inglesas prevalecieron, pues a pesar de lo anticuado de su armamento y tácticas, sus enemigos escoceses no se encontraban mejor.
En los combates en la frontera, las compañías españolas demostraron su valía durante la campaña de 1545 en la frontera y como dice Sandoval «adonde hubieron muchas escaramuzas entre ellos y los escoceses, de que cuando fueron conocidos los españoles entre los escoceses, les cobraron mucho miedo», pero al llegar el año siguiente, el rey decidió su envío a Calais para combatir contra los franceses, donde creció la desconfianza de muchos de los capitanes españoles hacía su maestre Pedro de Gamboa, pues muchos de ellos, como Haro o Salablanca, que servían desde hacía años bajo banderas inglesas no consideraban que tuviera méritos suficientes para el desempeño del cargo, pues acababa de llegar a suelo inglés.
El rey Enrique y sus consejeros entendieron que la probada eficacia de los mercenarios podía resentirse si las desavenencias entre los capitanes españoles, gentes de valía probada en la guerra, pero ásperos y violentos, prontos en tirar del acero y radicales en sus acciones, por lo que se resolvió licenciar las compañías españolas que más tiempo llevaban a sus servicio.
La decisión del rey Enrique VIII fue tal vez la adecuada, pues en efecto, la reacción de los capitanes españoles que combatían en Francia fue pasarse al enemigo. La compañía del capitán Haro logró llegar a un acuerdo con los franceses, y desertó entera, y la del capitán Mora lo intentó, pero fue detenida por los propios ingleses, muriendo una veintena de españoles y el propio Mora, que fue ejecutado por deserción. Vista la situación, las compañías que se encontraban en suelo inglés, es decir las de los capitanes Salablanca, en Breenwood, y de Alejandre, en Sandwich, aceptaron de mala gana su licenciamiento.
Por supuesto, la situación no mejoró en los meses siguientes. Gamboa siguió teniendo el favor del rey inglés, y de sus generales, que apreciaban la valía de sus hombres, pero se había granjeado el odio eterno de los capitanes de las tropas licenciadas, especialmente de Antonio de Mora, que ansiaba vengarse, y estando entre las tropas francesas que sitiaban Boulogne, supo que en las tropas mercenarias españolas que estaban defendiendo la ciudad se encontraba Pedro de Gamboa, a quien no dudo en desafiar a público duelo.
Para sorpresa de Mora, fue otro capitán español que servía con Gamboa quien se ofreció a batirse en su lugar. Se trataba de Julián Romero de Iabarrola, destinado a convertirse en una leyenda entre los soldados de los tercios. Al servir ambos a los monarcas enfrentados, Enrique VIII y Francisco I, se preparó en al campo de Fontaineblau un lugar adecuado para el torneo, con presencia del monarca francés y de una comitiva de nobles y dignatarios ingleses.
El combate duró horas, pues muerto el caballo de Romero por un golpe acertado de Mora, logró parapetarse tras su montura abatida y resistir todos los embates y acometidas de Mora, hasta que finalmente logró derribarlo del caballo y obligarle a rendirse.
El combate de los dos españoles fue todo un acontecimiento, y el rey de Francia y su hijo el delfín, recompensaron a Romero con valiosos regalos y a su regreso a Inglaterra, fue nombrado sir por el rey, Landlord, o señor de tierras, y se le otorgó una renta de 150 libras anuales17.
La guerra entre franceses e ingleses se encontraba detenida, sin que ninguno de los dos bando progresara, pues estaban faltos de dinero y no lograban desatascar la situación. Las negociaciones iniciadas el 6 de mayo, dieron como fruto la firma del Tratado de Ardres el 7 de junio de 1546. Según los términos de este acuerdo Inglaterra permanecería en posesión de Boulogne hasta 1554, en sería devuelta a Francia a cambio de dos millones de escudos, sin que en ese tiempo ninguno de los dos bandos levantase fortificaciones o defensas en la región, y Francia retomaría los pagos de las pensiones que se le debían a Enrique VIII —y cuya interrupción había sido una de las causas de la guerra—, también había una mención a que Inglaterra no atacaría Escocia sino mediaba una causa justa.
Los soldados españoles que habían servido bajo banderas inglesas fueron licenciados y enviados a Bruselas, donde estaban agrupados para regresar a España, cuando Gamboa recibió un mensajero de Londres. El rey Enrique le ofrecía volver a su servicio, con una tropa selecta de españoles y los capitanes que desease reclutar. Así pues además de él, y de Julián Romero, Cristóbal Díez, Alonso de Villasirga, Pedro Negro, Luis de Noguera, y otros capitanes, con algunos soldados, volvieron así a servir al rey inglés.
Durante este periodo se produjo un oscuro incidente que afectó a Julián Romero, y en el que nunca ha quedado clara la participación de Pedro de Gamboa. Jesús de las Heras recoge las dos versiones de lo ocurrido18.
Según la primera, recogida por Sandoval, los españoles se reunían a menudo en la casa de Antonio Eguarás, un mercader español que residía en Londres, donde jugaban a los naipes y mantenían una tertulia. En diciembre de 1546 Bautista Varon, un milanés, denunció ante las autoridades a Romero por una deuda de 200 ducados, y en la disputa acusó a los ingleses de herejes y aunque fue absuelto por falta de pruebas, parece que Gamboa no se portó muy bien con Romero, pues tenía celos de su éxito y llegó a pedir a Eguarás que apoyase la denuncia contra Romero, a lo que el comerciante se negó, y no solo eso, sino que la amistad que mantenía con sir William Paget, secretario del Consejo Real, ayudó a la absolución de Romero.
La otra versión dice que todo ocurrió unos días antes de la muerte de Enrique VIII, es decir, en los primeros meses de 1547, en una calle, donde Varon, al ver a Romero pidió que fuese arrestado, y llevado a la casa de Gamboa, donde Romero ofendió a los ingleses atacando a su justicia, por lo que fue llevado ante el conde de Hartford, donde Gamboa pidió a Eguarás que acusara a Romero, a lo que se negó. Julián Romero no recibió castigo alguno, pero la relación entre ambos capitanes quedó rota para siempre.
Enrique VIII falleció en enero de 1547, y solo dos meses después le siguió Francisco I. Ante la subida al trono de Eduardo I, su tío Eduardo, lord Seymour, duque de Somerset, fue nombrado lord protector con poderes ilimitados y prosiguió con las presiones para llegar a una alianza con Escocia a través del matrimonio entre Eduardo y María, forzando asimismo a la reforma de la iglesia escocesa, y para asegurar sus objetivos, a principios de septiembre de 1547 encabezó un potente ejército que invadió Escocia, apoyado por una gran flota. El conde de Arran, regente de Escocia en nombre de la reina María, que tenía cuatro años, fue advertido de los preparativos de los ingleses y se preparó para la guerra.
El duque de Somerset se acordó de inmediato de Gamboa, y de cara a la nueva campaña le animó a reclutar de nuevo a soldados españoles, para lo cual ordenó a Juan Pérez ir a Flandes y a traer a cuantos voluntarios pudiera. El momento era muy malo para ello, pues en plena campaña del emperador contra los príncipes protestantes en Alemania —que acabaría tras la resonante victoria de Mühlberg el 24 de abril de 1547— había pocos hombres disponibles, y el plazo que se le dio, de un mes, era muy corto.
Aun así, Pérez logró reclutar a 120 españoles y borgoñones, que según pisaron suelo inglés fueron enviados a la frontera norte. Finalmente con algunos italianos que sabían combatir al estilo español —tal vez napolitanos, sicilianos, sardos o lombardos— Pedro de Gamboa logró formar dos compañías de arcabuceros a caballo19.
El origen de los arcabuceros a caballo está envuelto en la leyenda. Al comienzo de la Guerra de Granada, en 1482, mandaba el capitán Cobarrubias una unidad castellana de 20 «espingarderos» a caballo, y también el cardenal Cisneros empleó arcabuceros a caballo en la campaña de Orán. Su desempeño fue muy eficaz, por lo que en 1512 se añadió a cada compañía de caballería pesada de hombres de armas o lanzas, un grupo de 12 arcabuceros montados para atacar los flancos de las formaciones enemigas de caballería pesada, combinándose en los años siguientes con el nacimiento de las primeras compañías de herreruelos empleados para dislocar las formaciones de picas de la infantería enemiga con sus disparos20.
También se empleaban en misiones de exploración y reconocimiento al mando de un capitán experimentado y si era posible conocedor del terreno, siendo conocidos como «despepitadores». También podían recibir la misión de proteger los flancos de formación de infantería o, por ejemplo, de un tren de bagaje.
A mediados del siglo xvi se desplegaban habitualmente en tres líneas en los flancos y en el frente de los escuadrones y muy a menudo, se les encargaba defender a pie una posición aislada o un reducto importante, por lo que acabaron confundiéndose con los dragones, nacidos de la infantería montada, ya en el siglo xvii. De ellos en su obra Milicia, discurso, y regla militar de 1595, el capitán Martin de Eguiluz dice que:
Han de tener un caballo, y aunque no sea tan gallardo como el del caballo ligero, como corra, pare y revuelva bien sin espanto, es bueno. Este soldado sirva con arcabuz de cuerda, sin consentirse en ninguna manera el de rueda por ser tardío, y faltar al mejor tiempo, y una sarta de quince a diez y seis cargas de hoja de lata de la medida de la munición de su arcabuz echadas por el hombro izquierdo que caigan por debajo del brazo derecho, y un recado de cuerno o de otra cosa con pólvora sobrada en la faldriquera para en menguando las cargas... los tornen a henchir; y su morrión en la cabeza.
Unidos al ejército inglés de lord Somerset, las dos compañías de Gamboa marcharon al norte de Inglaterra. Los ingleses disponían de un ejército de 16 800 soldados de infantería y 1400 gastadores especializados para servir en los asedios que se preveían de las fortalezas de Escocia. Su ejército estaba aún basado en las levas tradicionales de los condados armados con sus arcos y alabardas, pero también con centenares de arcabuceros alemanes de infantería y a cargo de su moderna artillería.
La caballería estaba al mando de William Grey, barón de Walton y la infantería la dirigía John Dudley, William Dacre y el propio lord Somerset. El avance inglés se realizó a lo largo de la costa para poder contar con el apoyo de la flota y aunque los reivers escoceses que protegían la frontera trataron de entorpecer la progresión del ejército invasor poco podían hacer.
El conde de Arran intentó detener a los invasores antes de que llegasen a Edimburgo con su ejército de leva reclutado en las Tierras Altas y formado principalmente de arqueros y piqueros al mando del conde de Huntly, y aunque disponía de más hombres que los ingleses —más de 22 000— su armamento era peor, pero confío en que la posición que ocupaba era una buena línea de defensa, sobre el fiordo de Forth a su izquierda y las marismas a su derecha.
En un intento de evitar la batalla, 1500 caballeros escoceses desafiaron a un combate singular al los ingleses, y lord Grey aceptó, venciendo en la lid, causando graves bajas a sus enemigos. En la misma jornada, el duque de Somerset envió un destacamento de arcabuceros que ocupó las lomas Inveresk, que controlaban la posición escocesa, pero durante la noche, Somerset recibió otros dos desafíos del conde de Arran. El primero, arreglarlo todo con un combate singular entre los jefes de ambos ejércitos, y el segundo, una lucha al estilo de los desafíos de Barletta21 entre 20 caballeros de cada ejército. Actuando con sensatez, los ingleses rechazaron la propuesta.
La batalla se produjo el 10 de septiembre de 1547, los escoceses buscaron combatir a corta distancia, cuerpo a cuerpo, para aprovechar su superioridad numérica y contrarrestar la ventaja inglesa en artillería, por lo que cruzaron el viejo puente romano sobre Esk, pero las naves inglesas que estaban en el fiordo abrieron fuego y alcanzaron a la línea escocesa en su avance.
Somerset aprovechó el desconcertó en la línea escocesa para enviar a su caballería, rechazada por los piqueros con graves pérdidas, incluyendo al propio lord Grey, alcanzado por una pica en la garganta y la boca, y cayendo del caballo lord Seymour, hijo del regente y comandante en jefe del ejército inglés. David Hume22, afirma que la batalla se hubiera decantado del lado escocés si hubiesen dispuesto de caballería capaz de aprovechar la ventaja, pero no fue así, y dice:
Más el protector […] mandó avanzar a sir Peter Neutas, capitán de arcabuceros de a pie, y a sir Peter Gamboa, que lo era de los arcabuceros españoles e italianos a caballo y les dio órdenes de que hiciesen replegar a la infantería escocesa con sus mosquetes. Marcharon hacia la barrera e hicieron fuego de frente sobre los enemigos, al mismo tiempo que la artillería de las naves los acribillaba por el flanco.
Esta acción combinada con el éxito de los arqueros ingleses, hundió la formación escocesa, que fue cercada y acabó colapsando, y cuando sus líneas se hundieron, la caballería inglesa se incorporó nuevamente a la lucha siguiendo a una vanguardia de 300 veteranos mandados por John Luttrell, comenzando una persecución, en la que colaboraron con ánimos los arcabuceros montados de Gamboa, y que dejó centenares de muertos en los pantanos, y en torno a la ribera del Esk.
La matanza que siguió batalla de Pinkie Cleugh elevó los muertos escoceses a más de 6000 —aunque las fuentes inglesas hablen de hasta 15 000— por apenas unos 500 ingleses, y se trató de la primera gran demostración en suelo británico de que, a pesar de que el arco largo era aún un arma eficaz contra formaciones cerradas, la victoria se debió a que se enfrentó un ejército, el inglés, dotado de potencia de fuego moderna, frente a una masa de infantería y caballería puramente medieval. Quedó en evidencia que las reformas de Enrique VIII habían sido las adecuadas, y el papel de los arcabuceros españoles e italianos a caballo, había resultado de suma importancia en el resultado final, al hostigar a los escoceses con rapidez y habilidad23.
El éxito de los mercenarios españoles se vio enturbiado por un suceso poco afortunado, y es que una parte de los mercenarios contratados en tierras de la Monarquía Hispánica —mayoritariamente borgoñones, pero con ellos algunos españoles, como el alférez Juan Pérez— se pasaron al bando escocés, y les entregaron la fortaleza de Haddington, por lo que el Consejo de Inglaterra pidió explicaciones a Gamboa.
Un comerciante llamado Pedro Salcedo ofreció a los ingleses contratar mercenarios españoles, y logró reclutar 130 en los Países Bajos que se unieron a los 120 que consiguió Carlos de Guevara.
Esta vez los españoles fueron enviados a recuperar la fortaleza de Haddington, que tomaron en 1548 tras un breve asedio, siendo Juan Pérez y 30 de sus hombres ahorcados por traición, hecho y la posterior intervención de los jinetes del capitán Pedro Negro, que ayudaron a resistir a la fortaleza, de nuevo atacada y situada por escoceses y franceses, que habían desembarcado en el fiordo de Forth, y su actuación, y la de los arcabuceros montados españoles, fue brillante una vez más, pero no provocó la recuperación del prestigio de Gamboa ante el Consejo Privado de Inglaterra.
De hecho, la situación de Gamboa fue a peor, denunciado por Carlos de Guevara, que le acusó de apropiarse de dinero de la intendencia de sus tropas. Aunque negó la acusación una y otra vez, no convenció al conde de Hertford; fue la causa final de su destitución como jefe de las tropas españolas a sueldo inglés. Lo sustituyó Julián Romero, nombrado en 1549 banneret del reino por sus méritos, recibiendo incluso dinero por adelantado para sus gastos y los de sus hombres.
Poco antes, Gamboa, humillado y furioso, contrató a dos de los soldados españoles, Salmerón y Velasco, para que asesinaran a Guevara. Sin embargo, cuenta Sandoval «que los dos sicarios avisaron a Guevara de su mandato, y este les abonó treinta ducados y los contrató junto con un primo de Carlos de Guevara de nombre Baltasar, para matar a Gamboa, algo que aceptaron gustosos». En enero de 1550, en la oscura noche de Londres, Pedro de Gamboa fue asesinado, si bien la justicia inglesa logró apresar a Guevara y a sus cómplices, que fueron todos condenados a la horca y ejecutados.
Estos trágicos hechos coincidieron en el tiempo con el final de la campaña y la paz de Inglaterra con Francia. El Tratado de Boulogne estableció la entrega de la ciudad a Francia y, un año después, el Tratado de Norham puso fin a la guerra con Escocia, obligando a las tropas inglesas a abandonar las fortalezas ocupadas
Entre ambos tratados, y hasta 1553, los ingleses decidieron licenciar a los mercenarios españoles. Les pagaron los atrasos y les embarcaron para abandonar Inglaterra con destino, la mayoría, a Flandes. Les siguió unos meses después el propio Julián Romero que, a pesar de poder quedarse a vivir en el país, donde había alcanzado honores y gloria y disponía de una renta anual más que suficiente, prefirió volver al servicio de su señor natural, el emperador Carlos. En 1554 estaba ya en Gante defendiendo de los franceses las tierras del principado de Lieja.
En cuanto a las tropas desmovilizadas, no estarían inactivas mucho tiempo, pues se vieron rápidamente envueltas en los Países Bajos en la nueva guerra con Francia. Con ellas desaparecía el servicio a la Casa de Tudor de mercenarios españoles, donde lucharon durante años con eficacia y habilidad, en una buena muestra de la capacidad en combate de los soldados españoles del siglo xvi.
1 Rodrigo de Villandrando nació en Castilla alrededor de 1378. Su abuelo, ciudadano de Valladolid, se había casado con la hermana de un mercenario francés que había venido a España y había recibido un condado por sus servicios. Falleció a los 70 años, no sin lamentar sus innumerables pecados y crímenes, pedir fervientemente perdón y donar una cantidad considerable para liberar esclavos cristianos en el norte de África y erigir una lujosa capilla. La Iglesia no dudó en perdonar a un pecador tan generoso como él.
2 La guerra civil castellana, de 1437 a 1445, enfrentó a dos facciones nobiliarias que intentaban hacerse con el poder en la Corona de Castilla. De un lado, la encabezada por el rey Juan II de Castilla, el príncipe de Asturias don Enrique y el condestable Álvaro de Luna y, del otro, la que representaban los infantes de Aragón, don Juan y don Enrique, hijos de Fernando de Antequera, rey de Aragón, que fue regente de Castilla durante la minoría de edad de Juan II.
3 En la Cristiandad «latina» medieval se reconocía de forma habitual a cinco naciones: Italia, España, Alemania, Inglaterra y Francia, integradas por decenas de estados soberanos.
4 El monte Athos, en Grecia, comúnmente conocido como Monte Santo, es el hogar de veinte monasterios ortodoxos orientales, bajo la jurisdicción directa del patriarca ecuménico de Constantinopla.
5 El sistema monetario de la época estaba basado exclusivamente en la plata, más abundante, dentro de la escasez general de metales preciosos, que el oro. El oro nunca se empleó para acuñar moneda en Aragón, salvo en la época de Pedro IV (1336-1387), cuando se creó el florín aragonés, cuya circulación era considerada peligrosa para la estabilidad de precios. Cobrar en florines suponía una cuantiosa diferencia.
6 Bandello fue copiado sin rubor por William Shakespeare al menos en Romeo y Julieta, Cimbelino, Mucho ruido y pocas nueces y Noche de Reyes.
7 Por regla general, pero no siempre. La batalla de Castagnaro, el 11 de marzo de 1387, la ganaron con una carga de caballería.
8 El nombre hacía referencia al emblema de los caballeros de Bongardo, la familia de Anichino, que apenas duró un mes en la compañía. La contrató los Estados Pontificios, enfrentados con Perugia. Los combates tuvieron lugar durante cinco meses en Umbría, Toscana y Lacio, y la batalla principal se dio en 1365 en San Mariano, cerca de Corciano. Allí, las fuerzas de Sterz fueron completamente derrotadas por sus antiguos compañeros de la Compañía Blanca. Sterz, apresado y acusado de traición por los perugios, fue decapitado en la ciudad.
9 Es un mito que su padre fuera curtidor y él un campesino pobre, como afirman fuentes modernas. Los registros históricos confirman las propiedades familiares. Resulta raro, aunque sea cierto, que sirviera como arquero.
10 Una cuarta parte de los efectivos del ejército inglés eran extranjeros: desde lansquenetes alemanes a artilleros flamencos, y desde piqueros y arcabucerros italianos o españoles, a jinetes ligeros albaneses —estradiotes—.
11 Ver Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, de Prudencio de Sandoval. También, Carlos V, de Juan Antonio Vilar Sánchez. EDAF, 2015.
12 La paz era muy ventajosa para Francia, pero la muerte de Carlos de Angulema al año siguiente impidió que lo acordado se llevase a término.
13 También de su comentario se desprende que los ingleses usaban aún como arma principal arcos largos y no arcabuces u otras armas de fuego.
14 La excepción fue el Tercio de Álvaro de Sande, enviado a Hungría para reforzar la frontera ante los turcos.
15 La traducción es complicada. Sería algo así como el «cortejo áspero» o «cortejo brutal», pues la causa que desencadenó el comienzo de las hostilidades abiertas fue el rechazo, a finales de 1543, del Tratado de Greenwich por el que el rey inglés quería unir las coronas de Inglaterra y Escocia, mediante el matrimonio entre su hijo Eduardo, príncipe de Gales, y la futura reina María de Escocia, que acababa de nacer.
16 Era una apreciación estratégica muy correcta, pues los franceses intervinieron en Escocia todas las veces que pudieron, siendo la última la de la insurrección jacobitas de 1745, pues tropas del ejército francés combatieron en Culloden (abril de 1746).
17 Antonio de Mora, derrotado y humillado abandonó el servicio al rey francés y marchó a la frontera de Hungría.
18 Julián Romero el de las hazañas. Jesús de las Heras. Editorial EDAF, Madrid, 2018.
19 Poco antes de la batalla de Pinkie Cleugh se presentó en el campo inglés el caballero Carlos de Guevara, que se comprometió a reclutar tres compañías de caballería, y aunque no fue autorizado, pudo combatir junto a los ingleses, y fue premiado por ello.
20 Los herreruelos o pistoletes coexistieron con los arcabuceros a caballo, pero no combatían igual, y habían nacido como reemplazo de los estradiotes. Usaban además de espada, dos pistolas de rueda y empleaban la táctica de la caracola.
21 El 20 de septiembre de 1502, 11 caballeros franceses se enfrentaron con 11 españoles en una contienda que duró cinco horas y acabó en empate. El 13 de febrero de 1503, hubo otro desafío entre 13 italianos y 13 franceses, quedando victoriosos los primeros. En 1547, era algo absolutamente en desuso y que formaba parte de los moribundos códigos de honor medievales.
22 Historia de Inglaterra desde la invasión de Julio César hasta el fin del reinado de Jacobo II, página 616.
23 Julián Romero destacó en la batalla, pero por su enemistad con Pedro de Gamboa sirvió a las órdenes directas del duque de Somerset, y fue recompensado tras el combate por su brillante desempeño.