Toby Fleishman se despertó una mañana en la ciudad que había sido su hogar durante toda su vida de adulto. De pronto, se encontraba rodeado de mujeres que lo deseaban. Y no solo cualquier tipo de mujer, sino mujeres decididas e independientes, que sabían lo que querían. Mujeres que no estaban desamparadas ni eran inseguras o indecisas como los posibles ligues de su remota juventud. Es decir, mujeres que él consideró posibles ligues pero que jamás le dedicaron ni el más mínimo vistazo. No, aquellas eran mujeres disponibles y motivadas, interesantes e interesadas, fascinantes y entusiasmadas. Mujeres que no hubieran esperado a que las llamaras uno, dos o tres días después de conocerlas, según lo socialmente aceptable. Directamente, te habrían enviado fotografías de sus genitales el día anterior. Mujeres de mente abierta, dispuestas a cualquier cosa. Expresaban con franqueza sus deseos y necesidades, utilizando frases como «poner las cartas sobre la mesa» y «sin compromiso» y «necesito acabar en diez minutos porque tengo que recoger a Bella de ballet». Mujeres que tendrían sexo como si estuvieran en deuda contigo, como solía decir Seth.
Sí, quién habría pensado que a los cuarenta y un años el móvil de Toby Fleishman parpadearía de la noche a la mañana (de noche el brillo era particularmente intenso) con mensajes que contenían tangas, traseros, pechos vistos desde todos los ángulos, y todas las partes anatómicas de una mujer que jamás se atrevió a soñar que vería en una persona tridimensional, en el sentido estricto del término, es decir, en una persona que no estuviera en la página de una revista o en la pantalla de un ordenador. ¡Todo aquello, tras haber sido rechazado durante toda su juventud! ¡Todo aquello, tras apostar toda la vida por una sola mujer! ¿Quién lo habría imaginado? ¿Quién habría anticipado que aún le quedaba algo de cuerda?
De todas formas, según me contó, le resultaba chocante. Rachel se había ido, y su ausencia resultaba incongruente con lo que había planeado para su vida. No es que siguiera deseándola. No la deseaba en absoluto. De ninguna forma quería que siguiera con él. El asunto es que había estado tanto tiempo esperando que el matrimonio se acabara y ocupándose él mismo del papeleo necesario para zafarse, además de anunciándolo a los chicos, mudándose, contándoselo a sus colegas, que no se había parado a pensar en lo que podía ser la vida al otro lado. Por supuesto que entendía lo que era el divorcio en términos generales. Pero aún no se había adaptado a los pequeños cambios: el vacío al otro lado de la cama, la ausencia de alguien que te reclama que llegas tarde, la falta de sentido de pertenencia. ¿Cuánto tiempo pasó hasta que pudo mirar las fotos de las mujeres en su móvil de frente y no por el rabillo del ojo? Fotos que aquellas mujeres le habían enviado con avidez y por propia decisión. De acuerdo, más pronto de lo que creyó pero no enseguida. Sin duda, no de inmediato.
Tan enamorado estuvo de Rachel, tan enamorado de cualquier clase de institución o sistema, que durante su matrimonio no había mirado a otra mujer ni una sola vez. Se abocó con seriedad y responsabilidad a intentar salvar la relación, incluso después de que fuera evidente para cualquier persona razonable que su desdicha no era pasajera. Creyó que había nobleza en intentarlo. Creyó que había nobleza en el sufrimiento. E incluso después de advertir que todo había acabado y de dedicarse varios años (en plural) a convencerla de que aquello no iba bien, de que eran demasiado infelices, de que aún eran jóvenes y podían ser felices el uno sin el otro, no dejó que su mirada se desviara ni un milímetro. Sobre todo, dijo, porque estaba demasiado ocupado sintiéndose triste. Sobre todo, porque se sentía todo el tiempo como una porquería, y una persona no debía sentirse todo el tiempo como una porquería. Es más, cuando una persona se sentía como una porquería, no había que ponerla cachonda. Sentirse cachondo y con baja autoestima a la vez parecía estar reservado exclusivamente para el consumo de pornografía.
Pero ahora no había nadie a quien serle fiel. Rachel ya no estaba. No estaba en su cama. No se encontraba en el cuarto de baño, aplicando con precisión quirúrgica el perfilador de ojos líquido en los bordes del párpado superior donde empiezan las pestañas. No estaba en el gimnasio ni volviendo del gimnasio de un humor menos sombrío que de costumbre, no mucho menos, pero un poco. No se despertaba en mitad de la noche, lamentándose del abismo infinito de su insomnio sin fin. No estaba en la reunión del colegio sumamente privado pero, por algún motivo, progresista, al que iban sus hijos en el West Side, sentado en una pequeña silla y escuchando las nuevas y mayores exigencias que les imponían a sus pobres hijos en comparación con las del año anterior. (Aunque, por otra parte, rara vez acudía. Aquellas noches, como las demás, Rachel se encontraba en el trabajo, o cenando con un cliente, «arrimando el hombro», como lo llamaba cuando quería ser amable, y «manteniéndolo», cuando no). Así que no, no estaba allí. Sino en una casa completamente diferente, una que también había sido de Toby. Cada mañana aquel pensamiento lo abrumaba unos instantes; le producía tanto pánico que lo primero que pensaba al despertar era: algo va mal. Estoy jodido. Estoy en apuros. Y cada mañana lo apartaba de su cabeza. Se recordaba a sí mismo que aquello era lo saludable, lo conveniente y el orden natural de las cosas. Se suponía que Rachel ya no tenía que estar con él; se suponía que tenía que estar en un hogar diferente al suyo y más agradable.
Pero aquella mañana en particular tampoco se encontraba allí. Lo supo cuando se inclinó hacia su recién estrenada mesilla de noche de ikea y levantó el móvil, cuyas pulsaciones sentía incluso en aquellos pocos minutos antes de que abriera oficialmente los ojos. Tenía quizás siete u ocho mensajes, la mayoría de mujeres que habían intentado contactar con él durante la noche mediante su app de citas. Pero dirigió la mirada directamente al mensaje de texto de Rachel, situado en algún lugar entre todos ellos. Parecía despedir una luz diferente de aquellos que eran partes de cuerpos y ropa interior con tiras de encaje; por algún motivo, atrapó su atención como no lo hicieron los demás. A las 5 a. m. había escrito: Me voy a Kripalu el fin de semana; los niños están en tu casa, por cierto.
Tuvo que leerlo dos veces para entender a qué se refería. Ignorando la erección que había dejado crecer sabiendo que su móvil estaba plagado de material nuevo para masturbarse, Toby saltó fuera de la cama. Se lanzó al pasillo y vio que sus dos hijos estaban en sus habitaciones, durmiendo. ¿Los niños estaban allí por cierto? ¿Por cierto? Había escrito aquello en el último momento; «por cierto» era un agregado. No era algo esencial. Aquella información, que había dejado a sus hijos en su casa, al amparo de la oscuridad, durante un período no programado y con el uso de una llave que él le había dado para emergencias parecía esencial.
Regresó a su habitación y la llamó por teléfono.
—¿Cómo se te ocurre? —preguntó con un siseo iracundo. Los siseos iracundos no eran cosa fácil para él, pero aun así le gustaba hacerlo y cada día mejoraba—. ¿Y si hubiera salido sin saber que estaban aquí?
—Por eso te envié un mensaje —dijo ella. Su respuesta a la ira de Toby era desestimar el asunto entornando los ojos.
—¿Los trajiste después de medianoche? Porque me fui a dormir a esa hora.
—Los dejé a las cuatro de la mañana. Intentaba pasar el fin de semana allí. Hubo una cancelación. El programa empieza a las nueve. Vamos, échame una mano, Toby. Lo estoy pasando mal. En serio, necesito un poco de tiempo a solas. —Como si no estuviera siempre completamente a solas.
—No puedes hacerme esta mierda, Rachel. —Ahora solo pronunciaba su nombre al final de las oraciones.
—¿Por qué? Este fin de semana te tocaba a ti de todas formas.
—Pero ¡no hasta mañana por la mañana! —Toby se sujetó el puente de la nariz—. Los fines de semana empiezan el sábado. Esa regla fue cosa tuya, no mía.
—¿Tenías algo previsto?
—¿Y eso qué mierda significa? ¿Y si hubiera habido un incendio, Rachel? ¿Y si hubiera habido una emergencia con uno de mis pacientes y hubiera tenido que salir corriendo sin saber que estaban aquí?
—Pero no la tuviste. Lo siento, ¿debí despertarte y decirte que estaban allí? —Pensó en la posibilidad de que Rachel lo hubiera despertado. Habría sido catastrófico para los esfuerzos que estaba haciendo por aceptar que ella ya no formaba parte del ritual de cada mañana.
—No debiste hacerlo y punto —dijo.
—Pues si lo que dijiste anoche es cierto, entonces debiste anticipar que esto sucedería.
Toby se estrujó el cerebro adormecido intentando recordar su última interacción odiosa y la recordó con la fuerza de un temor súbito y profundo: Rachel había estado farfullando alguna estupidez sobre abrir una oficina de su agencia en la costa oeste, como si no estuviera ya lo bastante ocupada ni lo bastante abrumada. Sinceramente, lo había olvidado. Ahora recordó que ella acabó la conversación gritándole mientras lloraba, así que fue imposible entender lo que decía hasta que por fin la llamada se cortó y supo que le había colgado el teléfono. Así terminaban ahora sus conversaciones, y no con disculpas conyugales pronunciadas de forma mecánica. A Toby le habían dicho siempre que amar era no tener que pedir perdón nunca. Pero no. En realidad, solo cuando te divorciabas dejabas de pedir perdón.
—Esto no ha sido fácil para mí, Toby —decía ahora—. Entiendo que me adelanté. Pero lo único que tienes que hacer es llevarlos al campamento de día. Si tienes planes, pídele a Mona que venga. No entiendo por qué seguimos dándole vueltas al tema.
¿Cómo no se daba cuenta de que aquel no era un tema sin importancia? De hecho, tenía una cita esa noche. No quería dejar a los niños con Mona… esa era la solución de Rachel para todo, pero no la suya. No parecía poder transmitirle que él era una persona real, no un cursor parpadeante a la espera de sus instrucciones, que seguía existiendo cuando ella no estaba en una habitación con él. No entendía qué sentido tenía haber realizado todos aquellos acuerdos si ni siquiera iba a fingir cumplir con ellos ni disculparse cuando no lo hacía. Le había dado una llave para entrar en su apartamento nuevo no para que hiciera estupideces como aquella, sino para que mantuvieran una relación amistosa. Amistosa. Amistosa. Amistosa. ¿Te das cuenta de que solo se usa la palabra «amistosa» con relación al divorcio? ¿Será por asociarla con el divorcio que uno se priva de usarla en otros contextos para no contaminarlos? ¿Como la palabra «maligno», que puede usarse para otro tipo de cosas que no sean el cáncer pero aun así no se usa jamás?
Los niños se estaban despertando y por suerte su erección había desaparecido.
Solly, su hijo de nueve años, se levantó, pero Hannah, que tenía once, quería quedarse en la cama.
—Lo siento, cariño, es imposible —le dijo Toby—. Tenemos que salir en veinte minutos. —Entraron a tientas en la cocina, con la mirada desenfocada. Toby tuvo que revolver sus mochilas para encontrar la ropa con la que debían ir vestidos ese día al campamento. Hannah le espetó que había escogido el atuendo equivocado, que los leggings eran para el día siguiente, así que le extendió sus diminutos pantalones cortos rojos y ella se los arrancó de las manos con el desagrado de una persona para la cual no existían los matices cuando se trataba de exhibir sus emociones. Luego ensanchó las fosas nasales, endureció los labios y, de algún modo, consiguió mantener los dientes apretados mientras le decía que le había pedido Corn Flakes, no Corn Chex, y él captó en sus palabras la exasperación que sentía ante el maldito idiota que le había tocado de padre.
Por su parte, Solly se comió sus Corn Chex sin objeción alguna. Cerró los ojos y sacudió la cabeza con expresión de placer.
—Hannah —dijo—. Tienes que probarlos.
Toby no pasó por alto la triste demostración de solidaridad de su hijo. Solly lo comprendía. Solly lo sabía. Solly le pertenecía de un modo que hacía que jamás tuviera que preguntarse si todo aquello había valido la pena. Poseía la misma necesidad interna de Toby de que las cosas fueran bien. Solly quería paz, igual que su padre. Incluso se parecían. Tenían el mismo pelo negro, los mismos ojos color café (aunque los de Solly eran un poco más grandes que los de Toby y por eso le daban el aspecto de estar siempre algo asustado), la misma nariz ligeramente ganchuda, la misma estatura diminuta. Eso significaba no solo que eran bajos, sino también que estaban bien proporcionados. No eran delgados ni menudos, así que, si se los observaba sin un punto de referencia, no se advertía lo bajos que eran. Era bueno porque ser bajo ya resultaba lo bastante duro. Era malo porque significaba decepcionar a personas que te habían visto sin ese punto de referencia y esperaban que fueras más alto.
Hannah también le pertenecía, salvo que había heredado de Rachel el pelo lacio y rubio, los ojos estrechos y azules y la nariz afilada. Su cara entera era una acusación, igual que la de su madre. Pero poseía un tipo de sarcasmo particular que era característico del lado Fleishman. Al menos, en el pasado. Era como si la separación de sus padres hubiera despertado en ella una seriedad y una furia que ya se encontraban en ciernes, ya fuera porque sus padres se peleaban de manera encarnizada con demasiada frecuencia o porque estaba convirtiéndose en adolescente y tenía las hormonas descontroladas. O podía ser porque no tenía un móvil y Lexi Leffer sí. O porque tenía una cuenta de Facebook que solo le permitían usar en el ordenador del salón y ella no quería esa cuenta de Facebook porque Facebook era cosa de viejos. O porque Toby sugirió que las deportivas que parecían idénticas a las Keds pero que salían doce dólares más baratas eran preferibles a estas últimas ya que eran exactamente iguales a excepción de que no tenían la etiqueta azul en el talón. ¿Es que acaso quería convertirse en una víctima tan explícita del consumismo? O porque hubiera una canción popular triste en la radio sobre un romance fallido que significaba mucho para ella, y él le hubiera pedido que bajara el volumen de sus altavoces mientras hablaba por teléfono con el hospital. O porque después, cuando ella lo obligó a oír aquella canción popular triste para explicarle por qué era tan importante para ella, lo mirara furiosa cuando él no pareció entender mágicamente cómo una canción podía despertarle una nostalgia que era imposible que sintiera ya que jamás había tenido novio. O porque Toby le preguntara si su falda no era demasiado corta para sentarse. O porque le preguntara si sus pantalones cortos no eran demasiado cortos al enseñar la arruga entre sus nalgas y sus muslos, e incluso tan cortos que todo el forro de los bolsillos sobresaliera de su interior y se extendiera más allá del dobladillo de los pantalones. O porque le preguntara dónde había dejado el cepillo, lo cual fue un modo de decirle que creía que su pelo tenía un aspecto terrible. O porque ella no quisiera ver The Princess Bride ni ninguna de sus películas de viejo. O porque un día le pasara la mano por la cabeza en un gesto de ternura, destrozándole la raya al medio perfecta que le había llevado diez minutos. O porque, no, tampoco quisiera leer The Princess Bride ni ninguno de sus libros de viejo. Sí, el desprecio que sentía por sus padres, que parecía manejable cuando lo dirigía a ambos a la vez, era absolutamente demoledor en su concentración actual, dirigido en exclusiva a él. No tenía ni idea de si reservaba un poco para Rachel. Lo único que sabía Toby era que Hannah apenas podía mirarlo sin que sus ojos de un pálido color verde se estrecharan aún más hasta convertirse en dos láseres, su nariz se volviera de algún modo aún más puntiaguda y sus labios apretados palidecieran.
Avanzaron lentamente hacia el campamento de día, furiosos y somnolientos, porque estaban cansados (¿Ves, Rachel? ¿Ves?).
—Odio el campamento —dijo Hannah—. ¿Por qué no puedo quedarme en casa? —Había querido pasar todo el verano de acampada, pero su bat mitzvá era a comienzos de octubre, y había tenido que quedarse durante junio y julio para aprenderse su haftará.
—En una semana te vas. Solo queda una lección.
—Quiero irme ya.
—¿Crees que debería alquilarte un apartamento mientras? —preguntó Toby. Por lo menos, Solly se rio.
Llegaron a la comunidad del Y de la calle Noventa y dos, junto con todas las madres enfundadas en sus leggings de diseños llamativos y sus camisetas deportivas que decían, yoga y vodka o come, duerme, entrena y repite. Aquel lugar costaba tanto como un campamento de verano, y Hannah no dejaba de preguntar si podía saltarse lo de ir como campista y ser consejera auxiliar, una función que de todas formas no podía ejercerse hasta el décimo curso.
«De todos modos, hay que pagar para poder ir», dijo Toby cuando se fijó en la página web del campamento. «¿Por qué tengo que pagar para que aprendas a ser consejera mientras ejerces como una consejera de verdad?», le había preguntado en primavera.
«¿Y tú por qué tuviste que pagar para aprender a ser médico mientras ejercías como un médico de verdad?», respondió. No le faltaba razón. En ese momento Toby pensó en lo mordaz que era. Cómo le hubiera gustado que no descargara toda su mordacidad solo en él. Le pareció que estaba convirtiéndose en el tipo de chica que resultaba completamente agotador.
Habían llegado con seis minutos de antelación. Todos los días el campamento llevaba a los chicos a un campus en las Palisades, pero si se retrasaban, tenían que pasarse el día en la sala con los niños más pequeños. Hannah declinó la oferta de su padre de acompañarla a su sala de reunión, así que llevó a Solly a la suya. Toby lo observó mientras participaba en los últimos minutos del experimento para hacer slime. Se disponía a salir del vestíbulo cuando oyó que lo llamaban por su nombre.
—Toby —llamó una voz grave y susurrante.
Toby se volvió y vio a Cyndi Leffer, una íntima amiga de Rachel que tenía una hija de la edad de Hannah. Se tomó un instante para examinarlo. Ah, claro. Sabía lo que venía: la cabeza inclinada en un ángulo de veinte grados, el mohín exagerado, las cejas fruncidas y elevadas a la vez.
—Toby. Siempre estoy pensando en llamarte —dijo Cyndi—. Te hemos perdido el rastro por completo. —Llevaba unos leggings de licra de color turquesa con unas huellas de garras violetas sobre los muslos superiores, como si una manada de tigres estuvieran trepando hacia su entrepierna para alcanzarla. Su camiseta sin mangas rezaba: gángster espiritual. Toby recordaba que Rachel le había dicho que los padres que reemplazaban las y por las i en medio de los nombres de sus hijas, y viceversa al final, no les estaban dando ninguna oportunidad en el mundo—. ¿Cómo estás? ¿Cómo están los niños?
—Estamos bien —dijo. Intentó no modificar el ángulo de su cabeza para coincidir con el de ella, pero sus neuronas espejo se encontraban demasiado desarrolladas y no lo consiguió—. Seguimos adelante a pesar de todas las dificultades. Sin duda, es un cambio.
Cyndi tenía el cabello teñido a la moda: la parte superior deliberadamente oscura se aclaraba poco a poco hasta las puntas rubias. Pero la parte oscura de las raíces estaba demasiado oscura, típica de una mujer más joven, y contra el borde de su frente lo único que conseguía era realzar la fatiga relativa de su piel. Toby recordó a una fisioterapeuta con la que se había acostado hacía unas semanas: llevaba el mismo peinado, pero aquel sector oscuro era más claro y no resaltaba tanto contra una piel que tenía la misma edad que la de Cyndi.
—¿Hacía mucho que las cosas iban mal? —preguntó.
Jenny. La fisioterapeuta se llamaba Jenny.
—Si te refieres a que si fue una decisión precipitada, no.
Toby y Rachel se habían separado a comienzos de junio, justo después de acabar el colegio. Fue la culminación de un proceso que había durado casi un año. O, quizás de un proceso que empezó poco después de su boda hacía catorce años: la cuestión siempre depende de a quién le preguntas o de cómo la enfocas. Un matrimonio que se acaba, ¿está condenado desde sus inicios? ¿El matrimonio se acaba cuando empiezan los problemas que jamás podrán resolverse? ¿O cuando por fin se ponen de acuerdo con que los problemas no podrán resolverse? ¿O cuando los demás finalmente se enteran de ello?
Por supuesto, Cyndi Leffer quería información. Como todo el mundo. Las conversaciones eran siempre inocentes e idénticas. Lo primero que quería saber la gente era cuánto tiempo habían ido mal las cosas: ¿eras infeliz aquella noche en la fiesta escolar, cuando presumías del swing que habías aprendido en la universidad? ¿Eras infeliz en aquel bat mitzvá cuando le tomaste la mano y la besaste de forma distraída durante los discursos? ¿Tuve razón al decir que estabais peleados cuando en la reunión de padres tú te colocaste junto a la mesa de café y ella junto al despacho revisando su teléfono? Cómo se sorprendía la gente cuando veía que alguien conseguía escapar de una mala situación; con cuánto descaro se preguntaban en voz alta acerca de todos los asuntos privados posibles. La prima de Toby, Cherry, que solía dirigirle largas miradas de decepción a su marido Ron, había preguntado: «¿Intentasteis hacer terapia?». Su jefe, Donald Bartuck, cuya segunda mujer había sido enfermera en la planta de hepatología, preguntó: «¿Eras infiel?». El director del campamento del Y, cuando Toby le explicó que sus hijos podían estar un poco nerviosos ya que él y Rachel se acababan de separar, le preguntó: «¿Tenían reservada una noche a la semana para salir los dos juntos?».
Aquellas preguntas no tenían que ver con Toby en realidad; no, demostraban más bien la perspicacia de la gente y su curiosidad. Querían saber qué se habían perdido, quién más estaba a punto de anunciar que se divorciaba y si el trasfondo de tensión de sus propios matrimonios llevaría a la larga a su fin.
La discusión particularmente agresiva que tuve con mi mujer el día de nuestro aniversario ¿es una señal de que nos divorciaremos? ¿Discutimos demasiado? ¿Practicamos suficiente sexo? ¿El resto practica más sexo? ¿Es posible divorciarse a los seis meses de besar de forma distraída una mano en un bat mitzvá? ¿Cuánta infelicidad es demasiada infelicidad?
¿Cuánta infelicidad es demasiada infelicidad?
Algún día su divorcio sería algo lejano, pero jamás olvidaría aquellas preguntas y cómo la gente fingía preocuparse por él cuando en realidad preguntaban por ellos mismos.
Había pasado el comienzo del verano aturdido, intentando encontrar el equilibrio en aquel mundo desconcertante, donde cada aspecto de su vida resultaba apenas diferente pero absolutamente distinto de la anterior: dormía, pero solo y en una cama diferente. Comía con los niños como siempre (durante años, Rachel no había llegado a casa entre semana antes de las ocho o las nueve), pero después de la cena los volvía a dejar en su antiguo apartamento y caminaba las diecinueve manzanas de regreso a su casa nueva. Aquel cabrón de mierda de Donald Bartuck le contó que lo habían ascendido a jefe de medicina interna y que propondría a Toby como único candidato a jefe de la subdivisión de hepatología, dentro de la división de gastroenterología, una vez que la actual jefa, Phillipa London, dejara el puesto para asumir el de Bartuck. Toby no tenía a nadie inmediato con quien hablar de ello. Pensó en llamarme a mí o a Seth, pero le pareció demasiado patético no tener a ningún miembro de su familia a quien contarle la noticia. Estuvo a punto de llamar a sus padres en Los Ángeles, pero la diferencia horaria hacía que para ellos fueran las cinco de la mañana cuando se enteró. Se preguntó si era una noticia que Rachel debía saber o de la cual debía enterarse. (Terminó contándoselo más tarde, cuando dejó a los niños, y ella le sonrió con los labios pero no con los ojos. Ya no tenía que fingir que le importaba su profesión).
Pero ahora, a finales de julio, en pleno verano, se sentía seguro de nuevo, como si al menos siguiera una rutina. Todo iba bien. Estaba adaptándose. Cocinaba para una persona menos. Estaba aprendiendo a usar el yo en lugar del nosotros cuando le preguntaban si podía acudir a barbacoas y cócteles, algo que por otra parte no sucedía con demasiada frecuencia. Había vuelto a dar largos paseos y estaba aprendiendo a dejar atrás la sensación de que debía avisar a alguien de su paradero. Sí, todo iba bien, salvo por las conversaciones como aquella, con Cyndi. Antes de aquello había sido invisible para las Cyndi Leffer del mundo; no había sido más que una afección comórbida de su familia: el marido de Rachel, la mujer de éxito; o el padre de Hannah, la niña social; o el padre de Solly, el niño adorable, o, oye, eres médico, ¿verdad? ¿Podrías mirarme esta hinchazón que tengo desde hace una semana? Ahora era alguien con quien la gente quería hablar. Por algún motivo, su divorcio le había insuflado un alma.
Cyndi aguardaba una respuesta. Le examinaba el rostro del mismo modo en que los actores de telenovelas se miran unos segundos antes del corte a publicidad. Sabía lo que se esperaba de él. Estaba haciendo un esfuerzo por no interrumpir aquella pausa; intentaba que la persona que lo interrogaba en busca de cotilleos se hiciera cargo del malestar de aquel silencio. Su psicóloga, Carla, estaba tratando de que aprendiera a soportar las sensaciones incómodas. Él, a su vez, intentaba que las personas que lo acribillaban a preguntas aprendieran ellas mismas a soportar las sensaciones incómodas.
Pero además no había forma de hablar de un divorcio sin insinuar cosas terribles sobre el otro cónyuge, y Toby se negaba a hacerlo. Ahora sentía una extraña vocación por la diplomacia. El colegio era un territorio en disputa, y resultaría muy fácil conseguir que la gente se pusiera de su lado; lo sabía. Sabía que podía hablar de la locura de Rachel, de su ira, de sus rabietas, de su renuencia a involucrarse en la vida de sus hijos. Podría decir cosas como: «Estoy seguro de que te habrás dado cuenta de que jamás venía a las Noches de Ciencias», pero no quería hacerlo. No quería socavar el estatus de Rachel en el colegio. Aún sentía que debía protegerla y no podía deshacerse de aquel instinto. Ella era un monstruo, sí, pero siempre lo había sido, y seguía siendo su monstruo, pues nadie la había reclamado aún para sí, aún no habían roto los lazos legales que los unían, aún lo acechaba su recuerdo.
Cyndi dio un paso para acercarse. Toby medía solo un metro sesenta y siete. Ella era una cabeza más alta que él y más delgada de lo que debía ser cualquier mujer. Los rasgos de su cara eran grandes y se había inyectado ácido hialurónico y toxina botulínica. Su preocupación, expresada en su mayoría a través del lento vaivén de la cabeza y de la proyección exagerada de su boca, se veía mitigada por el hecho de que la línea de sus cejas estaba osificada por completo, y lo había estado desde que la conoció. Era la misma expresión que cuando estaba feliz.
—Todd y yo nos entristecimos mucho cuando nos enteramos —dijo—. Si hay algo que podamos hacer. También somos tus amigos.
Luego dio otro paso más; se trataba de una distancia demasiado corta para un encuentro en el pasillo del campamento de día con una mujer casada que era amiga de su mujer. Su teléfono emitió un zumbido. Bajó la mirada. Era Tess, una mujer con quien tenía planeado reunirse por primera vez esa misma noche. Miró el móvil entrecerrando los ojos y vio un primer plano de la fértil medialuna donde sus muslos y su ropa interior de rejilla color negra formaban un delta.
—Una llamada del trabajo —le dijo a Cyndi—. Tengo que llegar a una biopsia.
—¿Sigues en el hospital?
—Eh, sí —respondió—. Mientras haya gente que se enferme. Una cuestión de oferta y demanda.
Cyndi soltó una breve carcajada, pero lo miró con… ¿qué?… ¿Compasión? Como lo hacían todos los padres del colegio. Ser médico ya no parecía ser una opción profesional. Justo el año anterior, el marido de Cyndi, Todd, lo había mirado con seriedad en una reunión de padres mientras esperaban fuera de las clases a que los llamaran (Rachel no estaba porque se encontraba cenando con un cliente y no llegaría a tiempo) y le había preguntado: «Si tus hijos te dijeran que quieren ser médicos, ¿qué les aconsejarías?». Toby solo entendió la pregunta al volver caminando del colegio. Entonces se dio cuenta de que Todd era un tipo metido en finanzas, compadeciéndose de un tipo metido en medicina. ¡Un médico! Lo habían criado para creer que la medicina era una carrera respetable. ¡Sin duda, se trataba de una profesión respetable! Cuando Rachel volvió a casa aquella noche, le contó lo que el idiota de Todd le había preguntado. Ella le respondió: «¿Y? ¿Qué les aconsejarías?». Todos se habían vuelto contra él.
—Entonces será mejor que te marches —decía Cyndi—. Veremos a Hannah mañana por la noche, ¿verdad? —Se inclinó hacia delante para darle un abrazo totalmente frontal, conectando tres partes de su cuerpo con el suyo: la cabeza, el pecho y la pelvis. El abrazo duró una milésima de segundo más que cualquier contacto físico que hubiera tenido alguna vez con Cyndi Leffer, es decir, ninguno.
Se alejó del Y, preguntándose si la impresión que le daba Cyndi era real: quería consolarlo, sí, pero también follárselo. No podía ser cierto. Y, sin embargo… Y, sin embargo, era evidente que se preguntaba cómo sería tener sexo con él.
No, era imposible. Pensó en la forma en que sus pezones se alineaban de manera tan equidistante, como dos soldaditos, bajo su estúpida camiseta. Estaba dejándose llevar, lo cual no resulta difícil cuando tu móvil literalmente rezuma lujuria de mujeres que aseguran sin duda alguna querer follarte, como si no hubiera un mañana, durante toda la noche.
Cada llamada que recibía, cada pequeño emoji de guiño o de diablillo morado, cada selfi con sujetador o foto real de la parte más elevada del trasero lo hacía reconsiderar las preguntas esenciales de su juventud: ¿era posible que no fuera tan repulsivo como lo habían convencido el sinnúmero de rechazos de prácticamente todas las chicas solteras con las que había mantenido algún contacto visual alguna vez? ¿Era posible que quizás fuera atractivo? ¿No sería la desesperación inherente por embarcarse en una vida sexual intensa, o en cualquier actividad sexual en realidad, lo que le había restado encanto, y no su aspecto físico? O quizas fuera cosa de su situación actual: el hecho de estar recién divorciado y un poco malherido tal vez le confiriera una pátina de encanto. Por otro lado, sin neuronas espejo, ni feromonas, ni otros elementos que pudieran penetrar las pantallas de los móviles, lo único que quedaba era un reflejo de tu propia calentura y tu propia disponibilidad. En el instante en que la calentura y disponibilidad de otra persona coincidían con las tuyas, ¡bum! ¡Hecho! No le gustaba pensar así, que el sexo ya no consistiera en la atracción, pero no podía fingir que no fuera una posibilidad; después de todo, era un científico.
Conoció a Rachel cuando cursaba el primer año de la carrera de medicina. Ahora pensaba casi constantemente en aquella época. Pensaba en las decisiones que había tomado y si podría haber detectado las señales de alarma. Ella, en aquella fiesta de la biblioteca, con un brillo de deseo en la mirada y el mismo corte cleopatra de color rubio que llevaría de ahí en adelante. Cómo se deslumbró ante los destellos de luz de su cabello de corte geométrico. Qué increíbles la calidez y la frialdad azulada de sus ojos. Qué bella la doble curva de su labio superior alzándose como un monte cubierto de gotas de rocío que debía ascenderse. Qué manera de replicarse en el hoyuelo de su barbilla con ese tipo de simetría que, según la ciencia, ponía en marcha el imperativo sexual masculino y creaba gratificación visual y sensaciones hormonales de bienestar. Su cara afilada parecía una versión corregida del rostro de las chicas semíticas que lo habían criado para desear. El padre de Rachel no había sido judío, y por el relato de su abuela y las pocas fotografías que existían de él, ella era una copia exacta, y eso también le pareció peligroso: el hecho de que alguien criado de forma tan tradicional como Toby pudiera amar a una mujer que se parecía a su padre gentil ausente. Cuánto vértigo sentía y cómo la forma en que proyectaba la cadera para tomar una decisión lo consumía de lujuria. Que tras haberlo conocido solo cuatro semanas lo acompañara a California, al funeral de su abuela; que se sentara en el asiento trasero con expresión compungida y luego lo acompañara a la casa y ayudara a colocar la comida del catering sobre unas bandejas. Cómo lo desvestía… No, no debía pensar en eso ahora. Pensar en eso sería perjudicial para su proceso de sanación.
La cuestión era que Rachel lo había deseado. La cuestión era que alguien deseaba a Toby Fleishman. Lo habíamos observado ver la vida pasar ante sus ojos; lo habíamos observado asombrarse ante su incapacidad para atraer a quien fuera. Solo había tenido una novia real; aparte de eso, apenas se había liado con unas pocas chicas borrachas en alguna fiesta; solo se había acostado con dos mujeres antes que Rachel. Pero luego la universidad acabó, y las chicas de la facultad de medicina estaban casi todas emparejadas con algún tipo anterior. Y luego apareció Rachel, que no lo miró como si fuera demasiado bajo o demasiado patético, aunque lo fuera. Toby la observó desde el otro lado de la estancia en aquella fiesta, y ella lo miró a su vez y sonrió. Había pasado mucho tiempo desde entonces, y, sin embargo, aquella era Rachel para él. Había pasado tantos años intentando volver a encontrar a aquella Rachel dentro de la Rachel que ella insistía en demostrar que era. Pero incluso ahora, esa era la primera versión que se le venía a la mente al pensar en ella. A Toby le pareció que le iría mucho mejor si no lo fuera.
Era cierto que Toby tenía que llevar a cabo una biopsia en cuarenta y cinco minutos, pero en realidad, quería dedicar un poco de tiempo más a su app. Así que al salir a la calle, la abrió mientras caminaba hacia el oeste. Ya hacía demasiado calor, casi habían alcanzado los treinta y cuatro grados pronosticados. Las nubes de tormenta acechaban, pero las condiciones distaban de ser peligrosas o amenazantes.
En el parque, los atractivos jóvenes (eran todos atractivos, aunque no fuera así) estaban tumbados sobre mantas incluso a esta hora de la mañana, inclinando la cabeza hacia el sol. Algunos estaban durmiendo. En la época en que Rachel accedía a dar largos paseos con él, solían burlarse de la gente que dormía en el parque. No de los sin techo ni de los que estaban colocados. Solo de quienes iban en pantalones de chándal, extendían sus mantas y fingían que el mundo era un sitio seguro, en el que podías descansar en cualquier parte. Era inconcebible para ninguno de los dos encontrarse en un estado de tal tranquilidad como para quedarse dormido en mitad de un parque en Manhattan; la ansiedad era algo que tuvieron en común hasta el final.
«No me imagino llevar pantalones de chándal en público», decía Rachel. Ella llevaba los mismos leggings y camisetas sin mangas que las otras madres usaban para hacer ejercicio (pero antes, café, decía una de las suyas. Otra: dale duro al brunch), pero aun así los suyos poseían cierto toque profesional. Creía que con todas las alternativas que había ahora… pantalones de yoga, leggings, etcétera… los pantalones de chándal se habían convertido en una declaración abierta, aunque por definición pasiva, del estado anímico de una mujer. «Los pantalones de chándal», decía siempre, «equivalen a tirar la toalla».
Mientras caminaba, Toby presionó el botón de búsqueda de la pantalla, donde encontró una muestra de las mujeres que estaban cerca y disponibles para insertar dedos, estimular pezones, masturbar manualmente y otras actividades adultas a las ocho y media de la mañana de un viernes: una cuarentona india con un bebé en brazos; una mujer blanca de cuarenta y pocos, con los párpados caídos y las uñas negras, que lamía una piruleta; una con la piel bronceada de color naranja, una con el pelo de color lila y gafas de pasta; una mujer pálida de edad indeterminada (pero adulta) con un chupete en la boca; el escote cubierto de pecas de una mujer (solo el escote); la raja del trasero pálido de una mujer (solo la raja del trasero); una mujer con la cara llena de marcas de viruela y la mirada aterrada, con una gruesa capa de maquillaje que no coincidía con su tono de piel, parecida al yeso, y que llevaba una camisa de botones y apretaba los labios, traicionando cierto nerviosismo ante el hecho de ser fotografiada. Una mujer morena cuyo pelo estaba dividido en dos trenzas y que sostenía una de ellas delante del labio superior a modo de bigote; una mujer de cabello plateado que parecía tener la edad de su madre, con una copa de martini en la mano, en cuya fotografía se vislumbraba una parte de un hombro masculino. También encontró la cantidad habitual de mujeres tomadas de la mano de sobrinas y sobrinos para indicar una especie de instinto maternal fortuito en caso de que el observador de la foto estuviera buscando, consciente o inconscientemente, una situación permanente y no solo la inserción de dedos y todo lo demás. Deslizó el dedo hasta llegar a una mujer que había orientado la foto para que pareciera que estaba literalmente colgando de su cama a la altura aproximada de su vértebra T6 (justo en mitad de la columna torácica). Tenía la cámara situada encima, y el valle entre sus pechos posiblemente rellenos de solución salina se asemejaba al sendero de un cañón.
Por algún motivo, le gustaba el mundo que le presentaba su app de citas. Le gustaba pensar en Nueva York como una ciudad llena de personas que se acostaban con otras sin parar. Personas que caminaban por ahí con una sola idea en la cabeza: tener sexo, o, en su defecto, tocar/lamer/chupar/penetrar/calentar con el aliento el primer cuerpo disponible. Personas obsesionadas con el sexo y la pasión. Personas que seguían vivas, tal vez tras años de estar muertas como él, y que parecían normales, salvo que, en el fondo, apenas pudieran evitar follarse la pierna de un desconocido de camino a la farmacia, una reunión o una clase de yoga. Le gustaba saber que la energía seguía circulando en el ambiente, incluso en lo que parecía una época muy tardía de su vida. Saber que lo que fuera que se había perdido casándose tan joven con Rachel seguía allí, esperándolo. Lo calmaba y le proporcionaba esperanza. Quizás otros también se hubieran equivocado y estuvieran volviendo a empezar. Quizás aún fuera lo bastante joven para participar en lo que había considerado una actividad puramente juvenil, es decir, dedicar mucho tiempo a encontrar a alguien para tener sexo. Sí, sentía gozo, paz y consuelo sabiendo que existía aquel estrato de Nueva York bajo el estrato de Nueva York que él había conocido, solo visible ahora gracias a sus gafas de separación, gracias a sus gafas de libertad. Se trataba del equivalente a un apocalipsis zombi en busca de coños.
Hr, el nombre de su app de citas favorita, era ahora lo primero que veía por las mañanas. Había reemplazado a Facebook, dado que cuando navegaba por Facebook se sentía desalentado y abrumado por la cantidad de personas a las que aún no les había contado sobre su divorcio. Pero Facebook también era un territorio de caminos inexplorados y de momentos de felicidad, reales o fingidos, que no soportaba. Los matrimonios que parecían normales y corrientes y las publicaciones que parecían fortuitas e involuntarias por no anunciar de modo agresivo un gran estado existencial sino una vida más o menos decente eran los que más le dolían. Toby jamás soñó cosas grandiosas y trascendentes para su matrimonio. Tenía padres; no era idiota. Solo quería las cosas normales de la vida, como la estabilidad, el apoyo emocional y un estado de felicidad mínimo. ¿Por qué no podía conseguir cosas normales? Su exresidente Sari publicó una foto suya jugando a los bolos con su marido durante un evento de recaudación de fondos en un colegio. Por lo visto, había conseguido tres strikes. «Qué noche», había escrito. Toby lo había contemplado con un deseo irrefrenable de escribir: «Disfrútalo mientras puedas» o «Todo deseo lleva a la muerte». Lo mejor era no entrar en Facebook.
Menos Facebook le dejaba más tiempo para las apps de citas, de las cuales tenía cuatro: Hr; Choose, que se suponía que era para judíos, aunque también encontró allí algunas mujeres asiáticas y un par de católicas; Forage, una antigua página web que habían actualizado para el uso de smartphones pero que seguían usando casi exclusivamente los luditas, entre los cuales quizás él fuera uno; y Reach, con la que solo podían iniciar contacto las mujeres. En esos primeros momentos era algo que le convenía, ya que seguía intentando determinar lo atractivo que era en su estado actual: aún medía un metro sesenta y siete, pero todavía conservaba el pelo. Le habían aparecido algunas arrugas alrededor de la boca y bolsas bajo los ojos, pero seguía siendo delgado y, no olvidemos, tenía pelo.
La que terminó siendo su clara favorita fue Hr. Siempre lo saludaba con una cita inspiradora mientras se cargaba, algo alegre como: «¡La mirada del tigre!» o «¡A por ellas, campeón!». Una de las médicas residentes de hepatología, Joanie, se la había descargado. Toby había estado enfadado por un mensaje que Rachel había enviado sobre la manutención de los niños (pensión alimenticia, fue el término que empleó, según ella, por error, pero ¿a quién engañaba?). Lo había puesto de mal humor y lo pagó con Logan, otro médico residente, cuando malinterpretó una resonancia magnética de un modo que podía sucederle a cualquiera (en todo caso, era una oportunidad para que Toby le enseñara, no para que se enfadara). Logan se sorprendió y Toby sintió que no le quedaba más remedio que contárselo: él y Rachel se habían separado y se iban a divorciar. Lamentaba el incidente, pero estaba muy tenso. Pasaron casi diez segundos en silencio antes de que Logan preguntara: «¿Estás bien?». Toby respondió: «Sí, he tenido bastante tiempo para procesar todo esto». Y Joanie, con una nariz que llamaríamos no tradicional y el pelo descolorido que se peinaba de manera que le tapara la cara lo máximo posible, esbozó una media sonrisa y dijo: «Vaya, esto será divertido».
Intentó no sonreír cuando lo dijo. Intentó entrecerrar los ojos con seriedad como si estuviera hablando con un paciente, pero no pudo evitarlo. No se le había ocurrido que sus noticias pudieran provocar otra cosa que alarma. Creyó que tendría que bajar la mirada a sus pies cada vez que saliera el tema, como una muestra de respeto o de decoro. Pero ya había sufrido bastante. Había sufrido durante años en el limbo del fracaso y la autoinmolación que era el final de su matrimonio, el final de cualquier matrimonio. ¡Sí! ¡Sería divertido! Miró por la ventana en ese momento y vio que era verano. ¡Era verano!
Volvió a mirar su móvil, al lugar que Joanie le señalaba. Le enseñó un número en el rincón que permitía a la mujer calificar su propia «disponibilidad» en cualquier momento determinado.
«¿Es decir, si está libre en este momento?», preguntó Toby, mirando el móvil con la cara fruncida.
«¡Más bien si está lista!», señaló Logan.
«¿Lista?».
Todos los médicos residentes soltaron una carcajada.
«¡Lo cachondas que están!», explicó Logan. Toby miró la cara bien parecida de Logan, su mandíbula ancha. Si alguien hubiera hecho un comentario de ese tipo en la época de Toby, lo habrían considerado un pervertido asqueroso. Miró a Joanie para ver si parecía ofendida o incómoda, pero estaba riéndose. Ahora las conversaciones sexuales se llevaban a cabo de forma abierta, eran tan accesibles como aquella app gratis que por algún motivo se encontraba descargando. Lo cachondas que están, repitió la mente de Toby, y él, aún consciente de que era un profesional en un ámbito profesional, consideró aquello como un dato médico. Asintió y pensó en autopsias para impedir una erección.
Más tarde, en la sala de médicos, fingió estar revisando despreocupadamente los e-mails, pero en realidad estaba explorando su nueva app. No tardó mucho en advertir que era demasiado para él. Se sintió de inmediato paralizado por la cantidad de información que debía suministrar para crear un perfil: eran preguntas estúpidas, y la verdad resultaba demasiado banal o penosa para anunciarla al mundo. Así que se quedó mirando las preguntas, con la certeza de que decir la verdad no funcionaría. A qué otra cosa se dedicaría si pudiera (ser crítico literario se acercaba bastante a la realidad y era una buena opción, ¿verdad?); cuál era su espíritu animal (¿Qué? ¿A qué se refería?); su comida favorita (¿Hummus? Era cierto, pero ¿existe una comida que sea menos sexy que el hummus? No.); su película favorita (quería poner Annie Hall, pero no estaba seguro de si seguía siendo una respuesta válida); su modo favorito de pasar una tarde de lluvia (leyendo, viendo porno y masturbándose).
Se sentía paralizado. No era que no pudiera llenar los formularios; no era que no estuviera listo para salir con mujeres. La realidad es que, para cuando un matrimonio ha acabado y una persona ha abandonado el hogar, está más que lista para algo nuevo. Pero los trámites… Como si la perspectiva de buscar entre los neoyorquinos para encontrar el amor no fuera ya una pesadilla existencial. Lo había hecho de joven, ¿verdad? ¿Acaso no lo había resuelto? ¿Acaso no había acabado con toda esa mierda cuando se casó?
Y luego un sábado por la mañana, dos semanas después de mudarse de casa de Rachel, Toby se despertó y advirtió que estaba solo. Su nuevo apartamento parecía el decorado de una obra deprimente, vacío y escasamente amueblado, con objetos que había comprado no por necesidad ni por deseo, sino simplemente para llenar el espacio. No había nada esparcido por el suelo como en su viejo apartamento, en el que se vivía la intensidad de una familia, apurada por llegar al concierto de flauta, al recital de danza, a la tarde de juegos y al cumpleaños. Ahora había un sofá de microfibra color café, un sillón gris que se convertía en futón, una estúpida alfombra con espirales color naranja cuyos bordes ya estaban volviéndose de un color pardo fangoso, una tele cuyos cables eran indisciplinados e inocultables y una puta estantería de madera aglomerada, y todo permanecía igual todos los días. Nada se movía. Los niños entraban y salían, pero ahora eran invitados, y nada se movía. La luz que entraba todas las mañanas era azul, luego amarilla, luego blanca, luego azul de nuevo, pero nada se movía. Los niños venían después del colegio, cenaban y hacían los deberes, pero los acompañaba caminando a casa y regresaba y era como si no acabaran de estar allí. Parecía una vida de mentira.
Y había tanto, tantísimo silencio. Solía gustarle ese silencio cuando era intermitente.
«¿Lo oyes?», le preguntaba a Rachel cuando los niños se habían ido al colegio, al campamento o a jugar a casa de algún amigo. La nada casi parecía tener un sonido propio. Ahora la nada no era la excepción; sino un estado permanente. Ahora la nada era su compañera de piso.
Así que se sentó en el puf que le había comprado a Solly y mientras tironeaba del vello que le cubría el pecho con la mano derecha llenaba con la izquierda el formulario de Hr con respuestas científicamente calibradas (empleo: crítico literario; espíritu animal: schnauzer; comida: ensalada César de pollo; película: Rocky II; tarde de lluvia: crucigrama, museo, paseo. «¿Por qué quedarse en casa por la lluvia?»). Ninguna de las respuestas era falsa, salvo la de la ensalada César. El compromiso de Toby por evitar a toda costa la grasa extra era una especie de declaración de principios.
Hizo clic en «Enviar formulario» y observó cómo se cargaba su perfil. Al cabo de lo que pareció una milésima de segundo, un ejército de mujeres empezó a atosigarlo de mensajes:
Ey, tú.
Hola, qué tal.
¿Qué tal?
Este es mi toque irónico.
¿Follamos?
Debes saber que aquel fin de semana perdió un día completo de su vida. ¿O tal vez más? ¿Quizás un día y medio? ¿Dos días? Durante aquel período, nuestro amigo Seth lo llamó dos veces y su llamada no fue directamente al buzón de voz, sino que Toby comprobó quién era y luego mandó la llamada al buzón de voz. El sol salió y se ocultó, se dio cuenta de que hacía una hora que se estaba meando, y en cierto momento pensó en pedir comida china (pollo y verduras al vapor, sin castañas de agua, por favor), pero sobre todo permaneció levitando, impulsado por los mensajes que le llegaban: mujeres que reaccionaban con un jajaja ante cada broma, y que enviaban emojis guiñando el ojo, y fotos, y encendían su corazón agobiado con expresiones con doble sentido. Algunas enviaban emojis como o
. Algunas componían óperas enteras con sus emojis, como:
más
más
más
. No podía ni empezar a describir la excitación que aquello le producía. Deslizó y deslizó el dedo, alucinado ante la enorme cantidad. Cara, cara, cara, cara, cuerpo entero, cara, cara, solo clavícula, cara, cara, cara, solo raja del trasero, cara, lengua, solo pecho de costado, oh, cielos solo labios, cara. Ya era la noche del segundo día cuando se le ocurrió que debía entrar en acción. Lo advirtió porque una mujer con la que estaba mensajeándose, escribió: ¿Entonces veré o no veré esa carita tan bonita? Advirtió que lo que estaba sucediendo en su móvil, que ahora se encontraba surcado de marcas y quemaba al tocarlo, también estaba sucediendo en la vida real. Elevó la mirada un instante. Percibió la tensión de los ojos al tener que volver a enfocarlos en la habitación que lo rodeaba. Hacía horas que no dejaba de sonreír, pero al mirar a su alrededor la habitación estaba a oscuras. Sintió un ligero pánico, y de pronto recordó que pocas cosas en la vida se detienen así, que la tendencia a ir hacia delante siempre te arrancará de tu estado de sopor.
Al principio había sido democrático con los parámetros de la edad. Cualquiera de más de veinticinco años que aún no hubiera muerto constituía un blanco legítimo, pensó, aunque rápidamente empezó a cansarse de mirar a las jóvenes. No es que le doliera ver su juventud, el brillo y la elasticidad de su piel, y cómo se deleitaban ante la unión del pliegue de la nalga con la parte superior del muslo como si estuviera dotada de resortes, aunque sin duda le resultaba doloroso. No es que estuvieran convencidas de que siempre sería así o que quizás supieran que no y por ello decidieran disfrutarlo (de hecho, si disfrutaban de su juventud porque sabían que no iba a durar para siempre resultaba peor porque ¿quién era así de sensato?). El motivo era que no podía soportar estar con alguien que aún no comprendiera del todo las consecuencias: el mundo haría de las suyas contigo aunque planificaras toda tu vida con cuidado. No había forma de saberlo hasta vivirlo. No había modo de que ninguno de nosotros lo supiera hasta que lo viviéramos.
Toby comprendía las consecuencias. Las estaba viviendo. Antes y después de sus escarceos había una especie de conversación. Advirtió rápidamente que aquella conversación tenía el potencial de hacerle sentir deseos de morir. La gente menor de cuarenta años albergaba optimismo. Albergaban un optimismo de cara al futuro; no aceptaban que su futuro fuera a parecerse a su presente con una precisión alarmante. Tenían velocidad. Y justo en ese momento él no soportaba la velocidad.
Además, desde un punto de vista práctico, deseaban en su mayoría tener hijos, incluso las que fingían no desearlo debido a algún tonto imperativo de parecer una chica genial, o bohemia, o invulnerable, o más parecida a los hombres, como si fuera algo que ellos quisieran. Aquellas jóvenes podían dejarse engañar fácilmente por la bondad, y Toby no quería tener que preocuparse porque una mujer creyera que seguiría una firme trayectoria ascendente si él era amable con ella. En aquel momento no podía imaginarse siguiendo ninguna trayectoria, y mucho menos una ascendente. Sabía que se trataba de un punto de vista impopular para alguien en su posición. Nuestro amigo Seth apenas lo creería si se lo confesaba; sus propios parámetros de búsqueda en Hr habían empezado en veinte y finalizado en veintisiete, a pesar de que él, como nosotros, tenía cuarenta y uno.
«¿Por qué no diecinueve?», preguntó Toby. «¿O incluso dieciocho? Es legal».
«No soy un pervertido», dijo Seth, aunque literalmente había cientos de mujeres que lo habrían encasillado, sin duda, como un pervertido.
Así que Toby cambió los parámetros de búsqueda de treinta y ocho a cuarenta y uno, luego de cuarenta a cincuenta, qué diablos, y fue allí donde encontró su mina de oro: mujeres excitadas hasta límites insospechados y sexualmente curiosas, que sabían lo que valían, que estaban probando algo nuevo, y cuyas caras no lo obligaban a formularse preguntas existenciales acerca de la juventud y la responsabilidad. Allí encontró a mujeres que estaban en su mayoría divorciadas y que, en su mayoría, se habían liberado de sus deberes maritales y recobrado una energía formidable: el asombro de contar con una nueva oportunidad fluía a través de su sistema linfático, despidiendo un olor que podía sentir a través del móvil como una feromona.
Había otros beneficios de salir con mujeres de su edad. Sus avatares no adoptaban poses pornográficas, como los de las más jóvenes. Solo esta extraña generación millennial creía que un labio mordido, una boca abierta, los ojos entrecerrados o exhibirse completamente recostada hacia atrás (¿y las manos?) resultaba seductor… que un hombre solo podría excitarse sometiendo a una mujer medio exánime y enajenada. Y quizás fuera cierto para algunos. Quizás fuera cierto para los jóvenes cuyas relaciones sexuales principales eran con la pornografía. Pero no para él. Las mujeres que se tomaban una foto agradable sonriendo, que miraban directamente a la cámara sin artificio, eran las que le resultaban interesantes. Eran las que estaban empezando de nuevo, como él, despertándose como pichones recién nacidos en un nido, con los ojos recién abiertos, también como él. Lenta, muy lentamente, empezó a ver, a través de sus fotos y perfiles, un modo de seguir adelante. «Es como si me estuvieran mostrando el camino», me decía. «Es como si estuvieran llevándome a la siguiente versión de mí mismo». A través de aquellas mujeres y la confianza que se tenían, Toby empezó a vislumbrar un camino para volver a entrar en el mundo.
¿La lección? Rellena el formulario, incluso si te horroriza. ¿La otra lección? Elige lo que deseas, en lugar de lo que se supone que debes desear. Estaba rodeado de manuales de instrucción sobre la mediana edad: los coches que había que conducir, las camareras con las que deberías acostarte. Tenía que hacer un esfuerzo cada vez mayor por bloquear todo aquello y preguntarse lo que quería de verdad. Jamás era un coche deportivo; rara vez, una camarera.
Así que al entrar en el parque aquella mañana, tras confirmar que sus conciudadanas neoyorquinas eran una horda desenfrenada de desesperadas por el sexo, a quienes les resultaba imposible postergar un orgasmo hasta la hora del almuerzo, su móvil empezó a sonar y él se quedó desconcertado por un momento. Era Joanie. La cara sonrojada de su foto de identificación apareció en la app de llamadas internas del hospital. Su fotografía se superpuso sobre la de la entrenadora personal en bikini, confundiendo la supercarretera de su cerebro, que había estado preparándose para la lujuria.
—Tenemos una consulta en la sala de emergencias —dijo Joanie.
—Claro, iré en veinte minutos —le dijo Toby—. Me han traído a los niños de improviso.
Colgó y vio un mensaje de texto. Era de Tess.
¿Sigue en pie lo de esta noche?
Odiaba dejar a los niños, en especial, un viernes por la noche. Pero sobre todo, odiaba a Rachel. Su fin de semana no debía empezar hasta mañana. A la mierda con todo, pensó.
Claro. Estoy deseando conocerte.
De verdad, ninguno de nosotros pudo predecir cómo acabarían las cosas para Toby. Cuando nos conocimos en Israel, durante el penúltimo curso, teníamos veinte años. No sabíamos que existían diferentes grados de inseguridad; creíamos que todos lo éramos por igual. Claro, aquellas inseguridades tomaban diferentes formas, pero todos sufríamos. Aunque todos confiábamos en que con el tiempo lo superaríamos. No sabíamos que nadie nos garantizaba un futuro feliz, que no era un derecho. Pero en el caso de Toby en particular, no sabíamos que ser bajo y gordo de niño lo había hecho inaceptable a sus propios ojos. Primero, fue a los ojos de su madre y, luego, a los suyos y, finalmente, como una profecía autocumplida, a los de todos los demás. Aún no sabíamos que ya no seguiría creciendo. Había leído en algún sitio que a veces las personas crecían algunos centímetros a los veintipocos años. Pero, sobre todo, no sabíamos el daño que había sufrido por ser alguien que tenía deseos, que anhelara ser deseado y no lo hubiera sido.
La noche que nos conocimos, veinte años atrás, él se encontraba sentado en el suelo de un local para turistas llamado la Casa del Elixir, donde servían vino tibio con el borde azucarado, algo que ahora me resulta asqueroso pero que parecía exótico en aquel momento. Sonaba Bob Marley. Bob Marley era el único CD que tenían, así que sonaba sin parar, aunque aún no lo supiéramos. Toby estaba sentado contra una pared, mirando a su izquierda. Observaba cómo Seth intentaba seducir a una de las camareras. Seth era un hombre alto, de complexión atlética, y llevaba la melena caída al estilo de un estudiante de bachillerato. El pelo de Toby jamás caería hacia abajo si se lo dejaba crecer; solo seguiría creciendo hacia arriba y hacia fuera. Él y Seth eran compañeros de cuarto. Se habían conocido hacía tres años y habían salido todas las noches, y todas las noches Toby observaba una escena parecida. Para la segunda noche, ya no se preguntaba si tener a Seth de compañero de cuarto era un gran golpe de suerte o lo peor que podría haberle pasado a la imagen ya degradada que tenía de sí mismo.
La camarera se había pasado la hora anterior ignorando a Seth, probablemente acostumbrada al poder hipnótico que ejercía en los estudiantes estadounidenses recién llegados. Pero jamás se había topado con Seth, quien no dejaba de preguntarle cómo decir en hebreo diferentes palabras que estaban escritas en inglés en el menú. Eran solo preguntas en busca de información, así que ¿por qué no habría de responderlas?
—Vamos, vamos —le dijo—. Dímelo. Acabo de llegar al país. Por favor, somos compañeros de curso, somos camaradas, somos compatriotas. —Toby la observó gravitar hacia él como si fuera la luna. La chica se acaloró e inclinó el cuerpo hacia él mientras leía lo que Seth le señalaba y lo contemplaba cuando él se lo repetía. Era asombroso cómo todos se derretían ante él, cómo las mujeres se derretían ante los Seth del mundo. Para entonces Toby llevaba dos años en la universidad, lo suficiente para saber que el instituto no había sido una anomalía. Aprendió que había quedado relegado de forma permanente a la categoría de personal auxiliar para tipos como Seth. No sabía si era su altura, sus sentimientos sobre su altura, o si realmente carecía de encanto, belleza y carisma. Fuera lo que fuera, observaba a aquellos Seth del mundo interpretar una danza de apareamiento en público de un modo que él jamás se atrevería a realizar.
Yo había tomado un autobús desde Tel Aviv con mi compañera de cuarto, Lori, una pelirroja dentuda de una parte de Missouri que no era St. Louis. Sería la primera y quizás la única noche que saldríamos a divertirnos juntas en Israel. Nos sentamos al lado de Toby en el suelo y, mientras Lori echaba un vistazo alrededor, la pillé observando a Seth mientras este contemplaba a la camarera, como un auténtico círculo de idiotas. La camarera se encontraba sentada en el suelo con Seth. Yo también estaba sentada, pero con los brazos cruzados sobre el estómago. Toby se volvió para dar un sorbo a su vino y me vio mirándolo.
—Creía que los israelíes aprendían habilidades de defensa personal en el ejército —señaló.
Era de Los Ángeles y había estudiado biología en Princeton. Venía de una familia de médicos y siempre había querido hacer algo relacionado con la medicina. Yo era de Brooklyn, de una familia llena de chicas de las que se esperaba que pasaran de los dormitorios de su infancia a los dormitorios de los hogares de sus maridos. Para ir a la universidad de Nueva York, viajaba desde mi casa. Un programa para estudiar en el extranjero durante mi penúltimo año, en un país aprobado por mi madre, fue el único modo de liberarme un poco. Toby y yo seguimos hablando, mientras observábamos a Seth seducir a la camarera, comentándolo como si fuéramos periodistas deportivos. Solo tuvimos que cruzar un par de palabras para saber que nos entendíamos. Teníamos los mismos mecanismos de defensa: el sarcasmo, el escrúpulo excesivo, un bagaje de lecturas que esperábamos que transmitiera que éramos más listos que todos los demás. Toby me cayó bien. Incluso podría haberme gustado.
Pero dos horas después Lori anunció que el último autobús hacia Tel Aviv salía en quince minutos. Toby me dijo que me acompañaría a la parada. Empecé a ponerme de pie, al igual que él, pero, cuando se detuvo, yo seguí subiendo tres, cinco, ocho centímetros más. Toby estaba habituado a ser bajo; yo no estaba habituada a ser tan alta. Solo medía un metro setenta y seis; bueno, era alta pero no un gigante, es decir, dependiendo de quién se coloque a tu lado. La opinión que tenía de mi propio cuerpo ya era lo bastante pobre como para tener que andar encorvada de manera permanente en caso de salir con Toby. No concebía ser más alta que un hombre en la cama, ni en una sala de cine, ni sentados ante una mesa, ni, sinceramente, hablando por teléfono. No quería sentirme como un mastodonte corpulento; no quería tener que lidiar con ello cada vez que me metiera la mano bajo la camisa. Ya me sentía demasiado mal conmigo misma. «Creo que tú y la chica de mi residencia os llevaríais bien, ¿no crees?», dije de inmediato para distraerlo de lo que creía que podían ser sus auténticas intenciones o para compensar lo mal que me sentía por desecharlo en el acto. Se metió las manos en los bolsillos y sonrió moviendo solo los labios. Salimos por la puerta hacia el autobús y vimos a Seth besando a la camarera entre las sombras. Ambos fingimos que no lo habíamos visto y hablamos de nuestras clases, no fuera que el tema del sexo surgiera entre los dos. No le rompí el corazón a Toby; él tampoco me deseaba, aunque ambos deseábamos tener a alguien.
Tras aquella noche, Toby y yo nos encontrábamos en Jerusalén de vez en cuando, primero volviendo a la Casa del Elixir la semana siguiente y alegrándonos de vernos de nuevo, luego haciendo planes deliberados por el teléfono de nuestras residencias. Seth venía a la ciudad con Toby, donde perseguía a todas las chicas delgadas que sabían cómo flirtear. Toby y yo nos quedábamos parados observándolos, reduciéndolos a caricaturas, incluso mientras sacudíamos la cabeza con perplejidad ante la facilidad con que se les daba. Aquel año terminé encontrando a un tipo, Marc, a quien le encantaba entonar la banda sonora de Les Misérables en la playa de Tel Aviv, con los brazos bien abiertos, y que salía de compras conmigo en busca de crema hidratante, en el centro comercial Dizengoff. Tal vez ya sepas cómo sigue la historia. De un día para otro me dejó plantada sin ninguna explicación (yo jamás plantaba a nadie; pues nunca creía que volvería a tener otra oportunidad). Toby me dijo que creía que Marc había intentado suavizar el golpe porque yo merecía algo mejor que un novio que no se sintiera atraído por mí, pero luego lo vi besuqueándose con otra chica en la residencia, y vine a Jerusalén para ver a Toby y llorar.
—¿Por qué soy tan idiota? —pregunté.
Toby jamás entendió por qué me gustaba Marc.
—No lo entiendo —dijo—. Tú eres especial, y Marc es un tipo tan tonto y normal.
Aquello era agradable pero, de todos modos, me bebí dos chupitos de Goldschläger de golpe, lo cual era un chupito y medio más de lo que mi cuerpo aguantaba, incluso en mi juventud. Nos sentamos en el bordillo de la calle adoquinada Ben Yehuda, donde estaban prohibidos los coches. Me incliné contra su hombro, para lo cual tuve que curvarme desde el coxis hasta el cuello. Su hombro llegaba mucho más abajo que cualquier parte de mi cabeza, así que tuve que inclinar el torso, el cuello y la cabeza hacia abajo. Me dio una palmadita en la parte superior de la cabeza, como señalando lo ridículos que nos verían los transeúntes.
Luego, rodeado de una multitud de estudiantes estadounidenses demasiado borrachos que avanzaban por Ben Yehuda, apareció Seth, caminando solo. Nos vio y se sentó al otro lado.
—¿Qué sucede, chicos? —preguntó.
—Marc me ha dejado. Dijo que jamás le gusté demasiado.
—Eso es porque no tienes pene —respondió Seth—. Eres demasiado guapa para limitar tus opciones siendo tan joven. —Esbocé una sonrisa a pesar de la cara cubierta de mocos y pasé a recostarme sobre Seth. Su hombro era más alto que el mío cuando nos sentábamos, y en esa nueva posición me veía más digna.
Aquello fue en noviembre, justo antes del Día de Acción de Gracias, y marcó el momento en que nos convertimos en un trío predecible. Nos veíamos todos los jueves por la noche, y luego también el sábado por la noche, y en vacaciones. Durante las vacaciones de Pascua, cuando la mitad de nuestros compañeros de estudios regresaron a los Estados Unidos para visitar a sus familias, nosotros hicimos en cambio una excursión a Galilea con un grupo de gente desconocida que la organizó a través de los tablones de anuncios para expatriados. Atravesamos cascadas al amanecer, y al atardecer comimos palomas que creímos que eran pollo. Nos sentamos una noche a orillas del mar y escuchamos a un pastor cristiano que estaba convirtiéndose al judaísmo contar la historia de su vida. Durante aquel viaje, Seth me inició en los cigarrillos, y luego en la marihuana y, cielos, fue como si hubiera descubierto el remedio para curarme. Pasamos la última noche en Israel juntos, colocados y delirando, y al día siguiente nos fuimos en vuelos separados. Los tres seguimos unidos incluso después de volver a casa, durante todos los años universitarios: después de que Toby se graduara en la facultad de medicina, después de que yo publicara mi primer artículo en una revista de animadoras, después del primer tropiezo de Seth con la Comisión de Bolsa y Valores. Solo después de que Toby se casó nos distanciamos casi sin darnos cuenta.
Hace unos doce años, me casé con un abogado, tuve hijos y me mudé a las afueras. Hacía tiempo que había desaparecido de la vida de Toby; apenas habíamos hablado desde que yo me había casado. A veces lo recordaba con tristeza. A veces pasaban varios meses y no pensaba en él ni una vez.
Luego, el pasado mes de junio, sonó mi móvil. Estaba en la cocina fregando los cacharros de la cena. Mi marido, Adam, estaba acostando a los niños. El número de Toby era el mismo que el de hacía años. Su nombre apareció en la pantalla como si tal cosa, como si hubiera sido algo habitual.
—Toby Fleishman. —Cerré el grifo, me sequé las manos y me volví, recostándome contra el fregadero.
—Elizabeth Epstein —dijo.
—Me temo que se ha equivocado de número, señor —respondí—. Me llamo Elizabeth Slater desde hace ya bastante tiempo.
—¿De veras? En tu revista siempre firmas como Epstein.
—Me temo que se ha equivocado de número, señor —repetí—. Hace mucho que no escribo en ninguna revista.
—¿De veras?
—Toby —dije—. Toby, ¿qué ocurre?
Me contó que estaba divorciándose y que su psicóloga le había dicho que uno de los pasos para «recuperar su vida» era retomar el contacto con los viejos amigos que echaba de menos.
—Sus palabras, no las mías. Lo juro.
No, no fue una sorpresa. Sí, se veía venir hacía tiempo. Sí, tenía llagas enormes en las paredes del estómago y el bazo que sangraban a un ritmo insostenible. Sí, ella se quedó con el apartamento, el coche y la casa en los Hamptons.
—¿Qué ocurrió? —pregunté.
—Resultó que estaba loca. Me esforcé por encontrar a alguien que no estuviera chalada y acabé casándome con una chalada. Hicimos terapia de pareja. El psicólogo le dijo que era demasiado altanera. Dijo que la altivez era uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis marital.
—¿Cuáles son los otros tres? —pregunté.
—Creo que uno es la falta de comunicación. Ah, sí, y la actitud defensiva. Hay un cuarto. Pero la verdad es que no lo recuerdo.
—¿Crees que ser una auténtica perra es uno de ellos? —Desde la habitación de mi hijo, Adam me mandó callar. ¿Qué sentido tenía ser dueño de una maldita casa enorme en las afueras si no podías reírte de noche en tu propia cocina? Susurré—: Tiene que haber uno que sea ser una auténtica perra.
No había visto a Toby desde hacía muchos años, cuando Adam y yo fuimos a cenar a su casa, y fue una pesadilla. El dulce y afable Adam intentó entablar una conversación con Rachel sobre el negocio de las agencias, y ella respondió a sus preguntas como si fuera el concurso de Miss América, con frases completas, sin dejar lugar para las observaciones y apurando cada plato. Para el final de la cena, Adam se despidió y le dio las gracias, y yo no. Tan solo miré a Toby y me fui.
Sea como sea, la noche que me llamó, Toby había preparado todo un discurso lacrimógeno acerca de sus padecimientos, que apuntaba a atenuar cualquier estado de ira en el que me encontrara, una ira que yo sentía de manera justificada, con el fin de tener una amiga. «Enfádate conmigo después», era el mensaje. «Me lo merezco. Pero necesito una amiga». Quizás su voz se quebraría al decir la palabra «amiga» y yo me daría cuenta de que iba en serio.
Pero sucedió algo más cuando vi su nombre en mi móvil. Viajé atrás en el tiempo, al último sitio en que me dejó. Oí la ansiedad de su voz y me embargó el amor y el alivio. Archivé el catálogo de reclamaciones para más adelante.
Yo también estaba atravesando un momento difícil. Había dejado mi trabajo como redactora para una revista de hombres hacía dos años. Ahora era lo que se decía un «ama de casa», una ocupación temporal sin perspectivas de ascenso, que se esforzaba tanto por diferenciarse de un empleo real que en la semántica me confinaba al arresto domiciliario, aunque ciertamente se me permitía llevar a los niños al colegio e ir de compras. Cuando le contaba a la gente lo que hacía, me decían: «Ser ama de casa es el trabajo más duro del mundo». Pero no lo era. El trabajo más duro del mundo era ser madre y tener un empleo real, que te obligara a llevar pantalones, sacarte un abono de tren y cargar con bolígrafos y pintalabios. Cuando trabajaba fuera de casa, jamás me dijeron: «Tener un empleo real y ser madre es el trabajo más duro del mundo». Convenía no hacer esa clase de comentarios para no reforzar el sentimiento de ineptitud que proyectábamos hacia las madres que se quedaban en casa; de hecho, ni siquiera se le podía preguntar a una mujer sospechosa de no trabajar a qué se dedicaba porque no había modo de preguntarlo sin que fuera incómodo. («¿Trabajas?», le pregunté una vez a una mujer cuando yo trabajaba. «Por supuesto que trabajo», dijo. «Soy madre». Pero yo también era madre, entonces, ¿cómo se llamaba lo que yo hacía?). Pero además, nadie tenía que decirme que era más difícil trabajar y ser madre a la vez. Era obvio. Eran dos ocupaciones a jornada completa. Era una cuestión de saber contar. Porque trabajar fuera de casa no te hacía menos madre; todavía había que hacer todo ese rollo. Vigilar a los hijos desde lejos no es más fácil. Confiárselos a un desconocido que puede ocuparse de ellos porque es incapaz de hacer otra cosa no es algo que tranquilice demasiado a nadie. Ahora que he trabajado y me he quedado en casa, puedo confirmarlo. Ahora que me quedo en casa, puedo decirlo en voz alta. Pero ahora que no trabajo, nadie me escucha. Nadie escucha a las madres que se quedan en casa, lo cual, supongo, es el motivo por el cual somos tan considerados con sus sentimientos para empezar.
En fin.
No es que no estuviera ocupada. Gozaba de buena reputación como directora de la Asociación de Padres y Profesores de mis hijos. Era dueña de un coche que daba prioridad a mi comodidad por encima de la salud y el futuro del planeta. Tenía un plan de pensiones y un plan de ahorros para mi jubilación. Me iba de vacaciones, nadaba con delfines y enseñaba a mis hijos a esquiar. Contribuía con el fondo anual del colegio. Me pasaba el hilo dental dos veces al día. Iba al dentista dos veces al año. Acudía al ginecólogo y me hacía revisar los lunares. Leía libros sobre las minorías oprimidas con mi club de lectura. Hacía fisioterapia debido a una vieja lesión de la rodilla, privándome de hacer otras cosas que me hubiera gustado hacer para no lesionarme de nuevo. Preparaba el desayuno. Salía por la noche con otras madres, me ponía vaqueros ajustados, blusas a la moda y tacones como si fuera algo importante, e iba al restaurante que se encontraba justo al lado del que frecuentábamos con nuestras familias. (No había salidas nocturnas de papás para mi marido, porque se suponía que los hombres no dejaban nunca de vivir la vida, mientras que nosotras éramos animales enjaulados a los que se les permitía de vez en cuando merodear por el bar de nuestro vecindario y bebernos la sangre de la gente libre). Hacía encuestas para saber dónde se daban mejores clases de natación, si en la Y o en el Centro de la Comunidad Judía. Me inscribía en ligas de fútbol justo antes de la fecha límite de la temporada, la cual tenía lugar meses antes de que alguien pensara siquiera en inscribir a sus hijos para jugar al fútbol, y luego organizaba los viajes en coche. Planeaba quedadas de juegos, barbacoas, visitas al dentista para los niños y los adultos, visitas a médicos y a pediatras convencionales, tratamientos de belleza, controles escolares, salidas para comprar botines de fútbol, clases de arte, citas con oftalmólogos pediátricos y con oftalmólogos de adultos y ahora, también, mamografías. Preparaba el almuerzo. Preparaba la cena. Preparaba el desayuno. Preparaba el almuerzo. Preparaba la cena. Preparaba el desayuno. Preparaba el almuerzo. Preparaba la cena.
—¿Por qué nunca te pusiste en contacto conmigo? —le pregunté a Toby.
—Discutíamos en público —dijo—. Me daba demasiada vergüenza. Simplemente, le daba igual quién estuviera delante.
—¡Creí que era yo! —respondí—. Durante todo aquel tiempo creí que quizás Rachel fuera una persona perfectamente normal y agradable y que, simplemente, no me soportaba y te había vuelto en mi contra. —De pronto, no pude creer haberlo pensado—. Era una persona terrible, lo digo en serio. La odié en el instante en que la conocí.
Aquella primera noche por teléfono, Toby estaba tan agradecido de que no lo hiciera pagar por abandonarme ni que lo tratara como a un gatito herido que se emocionó y empezó a reírse a carcajadas y yo también. Y en nuestra risa pudimos oír nuestro pasado. Y resulta peligroso encontrarse casi rozando la mediana edad, en un momento de tu vida en el que te sientes estancado, y percibir los sonidos de la juventud.
Quedamos para almorzar en el Village después de aquella primera conversación, en un restaurante que ahora se encontraba donde solía estar la cafetería que frecuentábamos cuando Toby estudiaba medicina. Era difícil mirarlo a la cara y ver los cambios que había sufrido: en mi cabeza, había quedado congelado en el tiempo, como Han Solo al final de El imperio contraataca: con el gesto paralizado en una expresión de pánico y desaliento cuando nos despedimos la última vez que lo vi.
—Vivía furiosa —me dijo.
Le hice las preguntas que odiaba: ¿y luego qué sucedió? Es tan drástico y duro poner fin a un matrimonio… Algo debió de suceder. ¿Te engañó? ¿La engañaste? ¿Odiabas a sus amigas? ¿Tener hijos acabó con tu libido? Pero el matrimonio es algo inconmensurable, misterioso y privado. No se podía comparar dos matrimonios como si fueran algo científico, debido a la variación de los factores y, en especial, debido al nivel de tolerancia de dos personas concretas. Adopté una expresión plácida y curiosa, como cuando realizaba mis viejas entrevistas para la revista, fingiendo que no había mucho en juego cuando en realidad todo dependía de las respuestas.
—Pero no me estás preguntando por el presente —dijo. Extrajo su móvil, lo abrió y cielos—. Míralas. —Toda una cantidad de mujeres, haciendo cola (era literalmente posible recorrerlas deslizando el dedo hacia abajo), y reclamando la atención de Toby Fleishman. ¡Toby Fleishman! Me quedé mirando.
—¿Ahora es así? —pregunté.
—Ahora es así. No hace falta que salgas de casa para que te humillen. Ni siquiera te tienen que humillar. Es totalmente optativo. Todas las que están aquí lo están porque quieren participar.
La cantidad de mujeres que querían interactuar de manera sexual con Toby no tenía fin. Las fotografías. Los mensajes. ¡Toby Fleishman!
—Es lo que decían en «Desacoplamiento», ¿verdad? —preguntó—. ¿Quién iba a pensar que se trataba de un auténtico manual de instrucciones?
Hace mucho tiempo, en 1979, la revista masculina donde solía trabajar publicó un artículo famoso sobre el divorcio, llamado «Desacoplamiento». El escritor, Archer Sylvan, era nuestra leyenda particular, el hombre que representaba la revista tanto como cualquier logo. Había leído a Archer desde joven (probablemente, demasiado joven), y en Israel había tenido sus libros en mi mesilla de noche. Toby me pidió prestado uno de ellos, luego el siguiente y el siguiente. Había crecido sin que me permitieran leer las mismas novelas juveniles que leían mis amigas, sobre niñeras y mellizas guapas y rubias. Mi madre creía que los libros juveniles eran basura para degenerados y, sin duda, el camino directo hacia un embarazo adolescente y el consumo de drogas. Así que leía los libros de Archer Sylvan que mi hermana mayor estudiosa traía a casa: Desacomplamiento y otras historias, La ciudad al revés y Todos a la piscina. Las portadas de los libros de Archer estaban escritas con letras mayúsculas en helvética y parecían importantes, como si se trataran de obras de literatura. Pero en cuanto abrías sus páginas, eran los libros más siniestros y obscenos que pudieras imaginar, y es posible que una estudiante de sexto curso fuera demasiado pequeña para digerir aquella mezcla de lo siniestro y lo obsceno. Historias sobre colonias nudistas, orgías, zapatistas, comunistas, políticos que iban a clubes secretos y ocultos, científicos que practicaban el poliamor. Era increíble lo que este autor encontraba. Era increíble de qué estaba hecho este mundo en el que vivíamos. Una vez, mientras visitaba Chile, un chef que jamás repetía un plato debido a una extraña filosofía budista que no resultaba muy convincente le cortó la cabeza a una cabra viva y metió la mano directamente dentro del cráneo a través de la mandíbula rota para extraer el cerebro y comérselo crudo. Le ofreció una porción a Archer, y, sin dudarlo, este se la comió también, allí mismo y con sus propias manos.
Cuando me convertí en una escritora profesional, intenté escribir como Archer. Quería imitar cómo abría la válvula de su ira de modo lento, tenso y precioso, para que al enviar el torbellino de su empatía a través del prisma de la ira se produjera una repugnancia generalizada por el estado del mundo. Era la única conclusión a la que podía llegar una persona inteligente. Yo también me sentía repugnada. Yo también estaba furiosa. Pero jamás aterrizaba en la ira, jamás terminaba una historia con ese sentimiento, y creo que es allí donde fracasé. Mi empatía solo creaba más empatía, lo cual suena bien, sí, pero se originaba en mi propia cobardía. Me daba demasiado miedo terminar enfurecida. Me daba demasiado miedo acabar completamente repugnada por mis sujetos, que eran, por supuesto, personas reales que me habían ofrecido su tiempo y su confianza, y que, además, tenían mi número de teléfono. Me tenía sin cuidado que me odiaran; jamás los volvería a ver. Pero temía permanecer enfurecida, dejarlo colgando todo fuera sin que hubiera una resolución. Temía parecer demasiado odiosa. Entonces, me conformé con odiarme a mí misma por preocuparme demasiado. Eso no significa que fuera una mala escritora. Era buena, y a la gente le gustaba cómo escribía. Decían que era compasiva y que resultaba agradable leer historias cálidas. Yo sabía que, en realidad, la compasión era el resultado de la falta de valor y voluntad.
Pero también me diferenciaba de Archer Sylvan en otros sentidos; jamás me dieron la oportunidad de intentarlo. Archer dormía en autobuses turísticos acompañando a grupos de música, o acampaba en el desierto con un actor, o experimentaba con la ayahuasca con un político y llegaba a comprender que debía divorciarse de su mujer y casarse con su ayudante de investigación, a quien ahora caía en la cuenta de que había conocido doce vidas atrás. Se extraviaba durante días esperando que apareciera una estrella de rock dada a recluirse. Una vez se gastó siete mil dólares en propinas para una stripper, presentó el gasto sin un recibo (naturalmente) y se lo reembolsaron a pesar de que no apareció ninguna stripper en el artículo. En cierta ocasión tuve que facturar una segunda maleta en un vuelo desde Europa donde estaba entrevistando a un actor, y recibí una llamada iracunda del director editorial de la revista. No volví a hacerlo jamás.
Archer había escrito la versión de «Desacoplamiento» en forma de artículo en 1979. Eran catorce mil palabras que lo único que hacían era seguir a un hombre bajo el seudónimo de Mark que estaba divorciándose (hasta los nombres tenían una carga de opinión). Incluso antes de Internet, el artículo tuvo una gran difusión. Fue un escándalo: les recriminaba a las mujeres haber cambiado sin previo aviso las reglas en su relación con los hombres, como consecuencia de su estúpido movimiento feminista y de sus estúpidos despertares sexuales. Los despertares sexuales no debían ir más allá de mejorar la experiencia sexual de los hombres.
Era además un gran artículo, apasionante e incisivo. Ampliaba sus observaciones en audaces extrapolaciones de un modo que nadie había hecho jamás en el género de no ficción. Se convirtió en el tipo de artículo que sacaban a la luz cada vez que alguien quería llevar a cabo una comparación con las nuevas formas de hacer periodismo. «Esto es, básicamente, “Desacoplamiento”» o «No tiene nada que ver con “Desacoplamiento”». En el restaurante con Toby, desplacé el dedo hasta que este aterrizó en una señora de cincuenta años que montaba a caballo con bikini y quería que Toby supiera que le gustaba que jugaran con sus pezones. Entonces, me vino a la mente una frase de «Desacoplamiento»: «Su desdicha era una neblina que oscurecía de forma parcial aunque no por completo una tierra totalmente nueva de oportunidades. No advirtió que la tierra de oportunidades ocultaba algo incluso más poderoso».
Alcé la mirada.
—Nunca entendí por qué te casaste con ella.
Se recostó hacia atrás y empezó a tirarse del vello del pecho.
—Me casé porque me enamoré.
Después de eso, nos veíamos cada pocos días. Conducía mi enorme monovolumen hasta el Upper West Side y lo esperaba en el restaurante junto a su hospital, o tomaba el tren a Penn Station, y nos encontrábamos para cenar y discutirlo todo de nuevo.
Nuestro segundo almuerzo:
—Tal vez, cuando nos casamos no disponemos de la capacidad de comprender lo que significa «para siempre» —dijo, mientras se comía una tortilla de claras—. Piensa en todas las veces que algo parece que durará para siempre. Para siempre puede ser la duración del instituto, que dura cuatro años, pero solo porque apenas hemos vivido dieciséis y cuatro años constituyen una porción sustancial de nuestras vidas… nada menos que un cuarto de ellas. Para cuando tomamos esta decisión, atarnos a una persona para el resto de nuestras vidas, ¿cuántos años tenemos? ¿Veinticinco? ¿Treinta? Somos bebés. Ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos. ¿Cómo podemos imaginar lo que significa comportarse de la mejor forma posible durante tanto tiempo? ¿O saber lo que nos resulta gracioso o encantador ahora pero intolerable en el futuro? ¿Cómo sabremos lo que necesitamos? Tus gustos por las series de la tele ni siquiera han empezado a cambiar. A mí me encantaba Friends cuando era joven, y luego me gustaron las repeticiones de Friends a los veintipico, pero ahora, si oigo la melodía del comienzo, me quiero morir.
—Lo dices porque tu matrimonio no ha funcionado —le dije, comiéndome una tortita—. Si hubiera terminado bien, te habría parecido perfecta.
—Y tú solo lo dices porque tu matrimonio funciona.
—No sabes nada sobre mi matrimonio.
—Sé que ha durado. E incluso si los matrimonios que duran no son felices, la gente sigue situándolos en la categoría de felices.
Nuestro tercer almuerzo:
—El matrimonio es como el tablero de aquel viejo juego de Othello —dijo mientras comía una pechuga de pollo seca, sin aceite, por favor—. El tablero tiene una inmensa mayoría de fichas blancas hasta que alguien coloca la suficiente cantidad de fichas negras en los suficientes lugares correctos como para darle la vuelta a todas las fichas y que resulten negras. El matrimonio empieza lleno de fichas blancas. Incluso cuando hay algunas pocas negras sobre el tablero, sigue siendo un tablero blanco. ¿Te peleas? Termina no teniendo importancia y siendo algo de lo cual reírse al final, porque el tablero de Othello sigue siendo blanco. Pero cuando por fin sucede y predominan las fichas negras, ya sea por una aventura amorosa, la deshonestidad financiera, el tedio, la crisis de la mediana edad o lo que sea que termine con el matrimonio, el tablero se vuelve negro. Ahora, cuando contemplas el matrimonio, hasta las cosas que antes considerabas buenos recuerdos están contaminadas y corrompidas desde el comienzo: aquella adorable discusión durante la luna de miel era, en realidad, un presagio; la batalla acerca del nombre que ponerle a Hannah era mi modo de negarle la pequeña familia que tenía. Incluso los recuerdos que son solo buenos ahora están imbuidos de la sensación de que fui un idiota al permitirme creer que la vida era buena y que era dueño de un reino de felicidad —dijo.
(Le respondí que entendía su metáfora, pero también que así no se juega al Othello).
Nuestro cuarto almuerzo:
—Es como una terapia de grupo —dijo, metiéndose en la boca una cucharada de queso cottage, y hablando acerca de todas las personas nuevas con las que había salido, muchas de las cuales habían pasado por lo mismo—. Es como una terapia de grupo si al final la terapeuta se mete tu pene en la boca.
Nuestro quinto almuerzo:
—No fui yo —dijo Toby mientras se comía cuatro rodajas de pavo con mostaza, sin pan—. Somos demasiados los que queremos lo mejor para nuestros hijos y nuestros cónyuges. A veces terminas casado con alguien que en realidad no quería casarse. Las pruebas están a la vista.
Deslizó el dedo hacia arriba arrastrando una foto: una mujer preciosa con hoyuelos que llevaba un traje de baño y entrecerraba los ojos para protegerse del sol. Me gustaba ver las fotos de su móvil. Había cosas que yo misma no podía imaginar, y me gustaba que me contara todos los detalles para poder hacerle preguntas acerca de por qué decía lo que decía y cuánto tiempo pasaba antes de acostarse con alguien. (También me gustaba leer los mensajes de Rachel cuando le llegaba alguno mientras miraba las fotografías, y maravillarme de lo desagradable que podía ser, porque quizás yo fuera mala pero jamás llegaba a esos extremos).
—¿Cómo puedes mirar a esta mujer y decir que es una fracasada? —preguntó, señalando la fotografía—. A veces no funcionan las cosas. No pienses en ello en términos tan binarios. Que tu matrimonio no funcione no significa que sea culpa tuya. Que tu vida no funcione no significa que sea culpa tuya. La culpa podría ser de la otra parte.
Ya, claro.
Para entonces Toby se había bronceado de pasear por la ciudad. Últimamente, estaba convencido de que aún le quedaba mucho por vivir. Ahora se sentía joven y, por algún motivo, eso me hizo sentir aún más vieja. Era como si yo hubiera dejado de mirar, y de pronto, hubiera desaparecido. Levanté la cabeza y lo miré fijamente a la cara, pero él había vuelto su atención al móvil y estaba respondiendo un nuevo mensaje.
St. Thaddeus había sido un hospital psiquiátrico, propiedad de la Ciudad de Nueva York, que lo vendió a la Universidad de Columbia, que a su vez intentó convertirlo en un hospital ordinario. Pero habían realizado un trabajo mediocre, así que a mediados de 1980 seguía teniendo el aspecto de un manicomio e incluso oliendo como uno (no pudieron deshacerse del olor por mucho que lo intentaran). No era un hospital público, pero nadie quería que lo operaran allí, no cuando podías ir a Lenox Hill o Mount Sinai. En 1988, un grupo financiero se lo compró a Columbia, y destinó cien millones de dólares para convertirlo en un prodigio moderno: cristal, metal y acero inoxidable, todo de última generación; el olor por fin desapareció. Estar en el hospital era como encontrarse en el futuro, pero el futuro de las películas de ciencia ficción de la última parte del siglo xx, no el futuro real, en el que todo terminó siendo más pobre y frágil.
Una mujer inconsciente esperaba a Toby en la sala de emergencias.
—Karen Cooper, cuarenta y cuatro años. Lleva inconsciente desde que llegó. Su marido informó que tuvo una especie de delirio antes de llegar. Niveles elevados de AST/ALT —informó Clay.
Clay era el menor de aquel grupo de residentes. Tenía un ojo un poco vago, que se desviaba solo cuando había estado mirándote mucho tiempo, como si el ojo hubiera acabado con la conversación y le indicara al resto que era hora de marcharse. No quedaba claro si estaba al tanto de su problema de acné.
La paciente era una mujer rubia que estaba inconsciente. Era obvio que se había operado la nariz durante sus primeros años de adolescencia, pues la columella nasi se proyectaba por debajo de la torre del septum, y podían verse las dos pequeñas lengüetas dentro de las fosas nasales. Llevaba uno de aquellos vestidos de raso que puede ser tanto un camisón como un vestido de noche sinuoso, y su pelo se esparcía sobre la almohada como si fuera la Bella Durmiente de verdad. Por un instante, Toby se detuvo para pensar quién lo había acomodado de ese modo.
Junto a ella, en una silla, había un hombre que tenía alrededor de la edad de Toby, con las manos entrelazadas encima de la cabeza. Cuando entró se puso en pie y extendió la mano. Se llamaba David Cooper; era el marido. Tenía la cabeza completamente afeitada, y medía por lo menos un metro ochenta. Quizás, un metro ochenta y cinco. ¿Importaba más allá del metro ochenta? Era alto.
—Soy el doctor Fleishman —dijo Toby— ¿Puede decirme qué ha ocurrido?
Karen Cooper había pasado un fin de semana en Las Vegas con su mejor amiga. Se habían divertido como unas locas, celebrando algo, y cuando regresó, pareció mareada. Aquello había ocurrido hacía una semana.
—Estaba mucho más torpe que de costumbre —dijo David. Se caía, se tropezaba e incluso se inclinaba hacia un lado mientras estaba de pie. Había bromeado con que debía de seguir borracha. Luego, ayer por la mañana, empezó a arrastrar las palabras—. También, más de lo habitual —dijo—, y a decir cosas descabelladas.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Toby.
—Cosas sin venir a cuento y sin sentido, como que enviaría a la madre a la que le tocaba llevar a los niños al colegio a buscarme al trabajo, y que me asegurara de darle las gracias. Los niños ni siquiera comparten el coche para ir al colegio. Tienen un chofer. Habló de nuestra liga de bolos, y le aseguro que no hemos jugado juntos a los bolos más de dos veces en los últimos veinte años.
—¿Toma alguna otra medicación?
—Está tomando Zoloft. Fue al médico hace alrededor de un año porque decía que se sentía desorientada, y él le dijo que estaba deprimida y le recetó Zoloft. Oiga, ¿no le parece que está medio amarillenta?
Estaba tan amarilla como un subrayador.
—Eso es ictericia —dijo Toby—. Por eso me han llamado a mí. Soy especialista en hígado. Pero volvamos a esta mañana. ¿Cuándo dejó de responderle?
—Me desperté y creí verla pálida, aunque luego advertí que, en realidad, estaba amarillenta. Se la veía desorientada, así que la metí en el coche para llevarla a Urgencias, y en el instante en que la acostamos en esta cama se quedó dormida, pero ahora… —Echó un vistazo al cuerpo de su mujer—. No sé si está dormida o inconsciente. Dijeron que está inconsciente, pero parecía que se hubiera quedado dormida debido al cansancio. No es como si se hubiera desmayado a mitad de una frase. —Ahora parecía asustado—. ¿Cómo está? ¿Inconsciente? ¿O dormida?
—Pues eso es lo que vamos a averiguar —dijo Toby—. Ahora está en buenas manos. Si no le importa, el doctor Clifton lo acompañará a la sala de espera; examinaremos a su mujer para saber qué diablos tiene.
—¿No puedo quedarme?
—Lo mejor es que hagamos nuestro examen y controlemos lo que ocurre. Además, a usted le vendría bien una taza de café.
Clay lo guio fuera.
—¿Me puede explicar alguien lo que sucede? —preguntó Toby.
Logan fue el primero en hablar.
—Es cirrosis alcohólica, ¿verdad? Se fue de juerga, y tiene el hígado ya demasiado dañado. Probablemente, ha bebido a escondidas durante años.
—¿Estás seguro? —preguntó Toby.
Joanie dijo algo, pero nadie alcanzó a oírlo.
—¿Qué has dicho? —preguntó Toby. Clay volvió a entrar furtivamente en la sala y miró a uno y otro para saber qué se había perdido.
—No puede no serlo —dijo Joanie. Lo dijo de forma distraída, casi para sí, presionándose el bolígrafo contra los labios con suavidad. Cómo le gustaba todo aquello a Joanie. Era increíble cómo su amor por la búsqueda del diagnóstico siempre relegaba las preocupaciones habituales de esos momentos: la de guardar las apariencias, la del ego, la del fracaso, la de su reputación. Clay quería terminar de una vez y dejar de sudar tanto. Logan quería presumir y no perderse el partido de tenis que tenía programado a las ocho de la noche. Joanie quería entender y venerar el milagro de todo aquello. Quería sorprenderse.
La joven se apoyó contra la pared. Tenía el pelo de color sepia… pajizo y con matices rojos, dependiendo del ángulo. Llevaba ropa de niña: calcetines hasta la rodilla, y faldas y chaquetas de punto como las que usan las niñas de los colegios de monjas. Pero como parecían compradas en tiendas de segunda mano, no presentaban el menor atractivo para Toby. Cuando intentaba resolver algo, Joanie parpadeaba lentamente tras sus gafas; cuando intentaba recordar algo, formaba las palabras en silencio, consternada, con la boca.
—¿Qué ha dicho exactamente? —les preguntó Toby. Caminó hacia Karen Cooper y se inclinó para oír su corazón. Le abrió los párpados.
—Ha dicho que se movía con torpeza y que arrastraba las palabras… ambas señales de daño neurológico —dijo Clay—. Su hígado está fallando.
Toby se enderezó y los miró.
—¿Qué dijo nuestro amigo Sir William Osler?
—«Escucha a tu paciente. Te está contando su diagnóstico» —dijo Logan.
—¿Y qué nos está contando la señora Cooper?
Clay miró a Karen Cooper.
—La paciente no responde, doctor Fleishman.
Toby inhaló lentamente y habló al exhalar.
—¿Qué ha dicho su marido? ¿Qué dijo su comportamiento antes de quedar inconsciente?
—Que estaba torpe y arrastraba las palabras, lo cual encaja con…
—Sí, Clay, nadie discute que no manifieste síntomas neurológicos. Nadie sugiere que esté consciente. Pero ¿qué ha dicho exactamente? Ha dicho que estaba más torpe que de costumbre. Lo que significa que hay algo que lleva sucediendo desde hace más de una semana. ¿Tiene hijos?
Clay miró su expediente clínico.
—Mellizos de diez años.
—Está bien —dijo Toby—. Así que eso quiere decir que, por lo menos cuando dio a luz, tenía la sangre limpia, lo cual probablemente fue… —Alzó la manta para mirar algunos centímetros por debajo de su cintura, y levantó un poco el camisón—. Sí, mediante una cesárea. Está bien, eso significa que si hubiera tenido un problema de coagulación en aquel momento, lo habría sabido.
—Así es —asintió Joanie—. Así que es algo que ha surgido en los últimos diez años.
—Comprobemos en su historial si tiene antecedentes de niveles elevados de AST/ALT. —Miró su expediente clínico—. Lleva tomando Zoloft desde hace un año. Prestad atención: una mujer vino quejándose de lo que sea y la enviaron a casa con una receta para un antidepresivo. Probablemente, el médico no vio las señales de esto cuando se encontraba a tiempo de ayudarla, antes de que surgieran los problemas neurológicos. El seguro no os pagará más de quince minutos de vuestro tiempo, pero aun así debéis escuchar a vuestros pacientes. Debéis rellenar los espacios en blanco, hacer preguntas. Ahora, abridle los ojos.
Joanie levantó los párpados de Karen. Alzó la mirada, sorprendida y emocionada.
—¡La enfermedad de Wilson!
Clay y Logan la siguieron, cada uno tomándose un instante para mirarle los ojos. Joanie miró a Toby como si acabara de descubrir las estrellas.
Toby se acercó para observar. La enfermedad de Wilson era la incapacidad del cuerpo para procesar cobre a través del hígado. El cobre se convertía en una toxina en el cerebro. El síntoma más visible era un anillo de color cobre alrededor de los iris.
—Eso es —dijo Toby—. Así que, Logan, ve a llamar a su médico clínico. —Toby se quitó los guantes de látex—. ¿Veis, chicos? Escuchad al paciente. Escuchadlo siempre. Incluso si el paciente no puede hablar, la mayoría del tiempo está justo delante de vosotros.
Hizo sus rondas. Fue a ver a un hepatólogo pediátrico cuyo paciente adolescente había pasado a estar a su cuidado. Pasó consulta en Urgencias a un chico universitario que había contraído hepatitis C en un salón de tatuajes de mierda. Vio a una mujer de su propia edad con cáncer de hígado.
Le hizo una ecografía a un trabajador de la Autoridad Metropolitana del Transporte a quien había diagnosticado con hemocromatosis hacía un año. El hígado del hombre tenía algunas cicatrices, pero estaba mejor, regenerándose y casi como nuevo. Toby empujó la sonda por encima y alrededor del hígado del hombre. Le encantaba esa parte; cada ecografía, cada biopsia, parecía siempre la primera. Era increíble lo que el hígado podía hacer. Nunca se cansaba de aquello, no desde la primera vez que lo vio en la facultad de medicina, en un manual de fotografías secuenciales de un hígado en proceso de curarse. Los hígados se comportaban de manera errática, claro, como todos los órganos. Pero el hígado tenía un modo propio de sanar. Era sumamente misericordioso. Comprendía que se necesitaban algunas oportunidades antes de enderezar la propia vida. Y no solo perdonaba; prácticamente, se olvidaba de todo. Permitía empezar de nuevo como no creía que sucediera en ningún otro camino de la vida. Todos deberíamos ser como el hígado, pensó. Todos deberíamos regenerarnos así cuando sufrimos heridas. Durante los días más oscuros de su matrimonio, Toby se ocupó de sus asuntos en el hospital, siempre con el hígado presente. Este le susurraba al oído que un día no quedarían muchas señales de todo aquel daño. Él también se regeneraría.
De pronto, sintió que alguien detrás de él le apoyaba una mano sobre el hombro. Era Joanie. Notó su mano tibia, delgada y femenina a través de la bata de hospital. Se dio la vuelta. Ella le susurró al oído que habían trasladado a Karen Cooper a una habitación privada. Se puso de pie. El susurro lo desconcertó; era demasiado cercano. También la mano en el hombro. Poseía el raro parecido a un momento poscoital. Cuando apartó la mano, la sensación perduró sobre su hombro.
Más tarde, pasaron a ver a Karen en su habitación tras terminar sus rondas. Joanie se acercó a la mujer y volvió a levantarle los párpados.
—No me creo que tengamos a una paciente con enfermedad de Wilson —dijo.
—Solo lo he visto una vez —comentó Toby—. Es muy raro.
—El anillo alrededor del iris le da un aspecto muy bonito a sus ojos —señaló ella.
—Sí —dijo Toby. Miró por encima del hombro de Joanie a los ojos quietos de Karen Cooper—. En lo que se refiere a enfermedades potencialmente mortales, es realmente bonita.
Aquel también fue el día de nuestra gran reunión. Había organizado un almuerzo con Toby e invité a Seth a través de un mensaje de Facebook. Su número de teléfono había cambiado, y mi mensaje de texto había rebotado. Tras su mudanza a Singapur hacía unos años, había perdido su número de teléfono original, y tuvo que conseguir uno nuevo con un código de área de novato, algo que lo avergonzaba. Yo estaba tan desconectada de mi juventud que uno de mis mejores amigos de aquel entonces tenía un número de teléfono nuevo y no me había enterado. Me encontraba tan alejada de mi vida en Nueva York que era como si me hubieran enviado a otro planeta para criar hijos y colonizarlo.
Seth y yo llegamos diez minutos antes que Toby. Seguía siendo delgado, tenía un impecable bronceado artificial y unos dientes artificialmente blancos que resaltaban sus ojos de color castaño rojizo, en los que se mezclaban todos los tonos marrón claro de su cabellera rala. Llevaba el tipo de barba de dos días que solíamos sugerir que se dejaran las estrellas de portada en la revista antes de su sesión de fotos: en apariencia, un descuido inocente pero, en realidad, provista de una tonalidad tan regular que solo puede ser el resultado de una meticulosa planificación. Cielos, seguía siendo tan increíblemente guapo que apenas podía mirarlo.
Lo cual no quiere decir que su aspecto fuera el mismo que antes. Había perdido gran parte de su cabellera pero, ya que no tuvo más remedio que perderla, se le había caído del mejor modo posible. Tenía unas entradas incipientes bien pronunciadas entre la V que se formaba sobre la mitad superior de la frente y las sienes. Sentí sus ojos como relámpagos, y quise desviar la mirada, pero se negó a soltarme. Finalmente, nos abrazamos. Al apoyar la mejilla sobre su pecho sentí la descarga de serotonina fruto de nuestro encuentro. Apoyó las manos sobre mis hombros y me apartó para mirarme a la cara.
—Qué buen aspecto tienes, señorita Epstein —dijo. Mentía. En realidad, tenía el mismo aspecto que cuando me conoció en Israel antes de haber perdido peso. Fue mi segundo embarazo: perdí el control y jamás pude recuperarlo, por mucho que lo intentara.
Nos sentamos. Me dijo que estaba suscrito a la revista, pero que últimamente no había visto ninguno de mis artículos.
—Me sentía tan orgulloso al ver tu nombre allí. Se lo enseñaba a toda la gente que conocía. Les decía: «¡Mirad! ¡Esa es mi chica!».
Le conté que hacía dos años que había dejado la revista y que intentaba escribir una novela sobre mi propia transición a la etapa adulta. Lo que no le dije fue que no conseguía concentrarme lo bastante para que hubiera algún tipo de progreso. Abría el documento en el ordenador, pero minimizaba la ventana, y solo me ocupaba de él cada pocas semanas antes de volver a sentirme abrumada por lo que fuera que intentaba hacer. Un libro debe transmitir el sufrimiento de su autor; un libro debe hablar de lo que se agita por dentro. Creí que quizás podía lograrlo con una buena novela juvenil, pero hoy en día esas novelas eran pura fantasía, con hombres lobo, criaturas marinas, mestizos e híbridos. Mi historia era estúpida y poco importante. No pasaba nada.
—Supongo que al tener hijos se complica —dijo. Tenía la camisa tan almidonada y bien planchada que parecía recién puesta. Yo ya no llevaba ropa que requiriera planchado.
En ese momento, Toby se deslizó dentro del reservado y se sentó junto a mí.
—¿Qué diablos sucede aquí? —preguntó. Al otro lado del pasillo había dos mujeres sentadas con pantalones de yoga. Una alimentaba con entusiasmo a un bebé que se encontraba en su cochecito, abriendo los ojos y la boca de par en par, y haciendo ruidos con cada bocado, un intento desesperado por ahogar el estruendo que resonaba en su cabeza a causa de las decisiones que había tomado en su vida. La camarera se acercó a nuestra mesa. Toby pidió una ensalada César de pollo sin queso ni aliño.
—¿Así que solo pollo y lechuga? —preguntó.
—Supongo que sí, claro.
—No tendrás acaso un poco de lechuga dietética para él, ¿verdad? —preguntó Seth. La camarera lo miró sin entenderlo, y él soltó una carcajada, lo cual la confundió aún más, así que se rindió y se alejó.
Seth nos miró a ambos y enrojeció vivamente.
—Cielos, me alegro tanto de veros —dijo—. Debí traer a Vanessa. Os enamoraréis de ella.
—¿Es la elegida? —preguntó Toby.
—Podría serlo —respondió—. Todas podrían serlo.
—Creíste que Jennifer Alkon sería la definitiva —señalé.
—¿Quién dice que no me gustaría volver a ver a Jennifer Alkon? —Se miró las uñas como si estuviera acicalándoselas y alzó las cejas—. ¿Quién dice que no lo haya hecho ya?
Yo misma le había presentado a Jennifer Alkon. Vivía en mi residencia de estudiantes. Seth se pasó todo febrero loco por ella, atosigándola con invitaciones, flores y notas. Durante su última cita, empezaron a liarse en el baño de abajo del Museo Israelí… ¡el Museo Israelí! ¡Con sus artefactos religiosos y los rollos del mar Muerto! Pero Seth no conseguía llegar a la tierra prometida. Así que Jennifer Alkon se puso de rodillas y lo hizo lo mejor que pudo. Pero fue en vano. Presa de un deseo irrefrenable (lo habían criado padres ortodoxos y solo podía experimentar el deseo como algo irrefrenable), Seth acabó por sí mismo mientras ella lo observaba. En cuestión de horas él le contó a todo el mundo la historia. Más tarde esa misma noche, Jennifer regresó a la residencia e intentó llamarlo para romper con él, pero no respondió. Las chicas que conocían toda la historia dedujeron que no respondía porque no quería que lo dejaran. Pero los chicos sabían que Seth había eyaculado delante de ella y que le resultaba imposible mantener el interés en territorio conquistado.
—¿En serio? —preguntó Toby.
—Sí. Y fue asombroso. ¡Servicio completo! —Levantó la mano para chocar los cinco con Toby.
—¿Qué significa «servicio completo»? —pregunté.
—Sexo anal —dijo Toby.
Pero estaba demasiado confundido para chocar los cinco.
—Espera, ¿cuándo pasó todo eso? —preguntó—. Está casada desde hace años.
—El matrimonio es una construcción social, Tobin.
—¿Eso fue lo que le dijiste? ¿Eso le dirás a Vanessa?
La mirada de Seth se ablandó al volver a hablar de ella.
—Creo que deberíais conocerla, chicos —dijo—. ¿Qué hacéis esta noche?
—Volver a casa para ver a mis hijos —dije.
—Yo tengo una cita y tengo a los chicos —respondió Toby—. Rachel los dejó en casa en mitad de la noche. Un día entero antes. Porque así de grato es compartir la paternidad.
—Qué putada —soltó Seth.
—Así es ella —dijo Toby—. No hay problema. De hecho, disfruto a mis hijos.
La conversación estaba volviéndose un tanto sombría para Seth, cuya gran destreza radicaba en organizar fiestas y mejorar el ambiente, por ejemplo, cambiando la música o trayendo el postre.
—Lo sé —dijo—. Deberíamos pensar en una maldición para Rachel.
Toby soltó una carcajada.
—¡Una maldición!
Una maldición. Habíamos conocido a la Mujer Mendiga en noviembre de nuestro año en Israel, cuando me invitaron a su residencia para celebrar un día de Acción de Gracias estadounidense. Después de la cena salimos borrachos a la calle para dar un paseo y terminamos en la Ciudad Vieja. Zigzagueamos por las calles, y justo antes de que apareciera el Muro Occidental, vimos a una anciana sentada sobre un cajón de leche. Tenía la cara y las manos morenas arrugadas y escamadas por el sol. Al pasar por delante, nos bramó en hebreo pidiéndonos dinero. Toby hurgó en su bolsillo y encontró una moneda de cinco séquel; Seth tenía dos agorot, que equivalían a menos de un centavo estadounidense. Yo solo tenía un billete de cien séquel, que acababa de cambiar de mi paga semanal.
Toby se acercó a la mujer y le dio el dinero. La mujer asintió con vigor y dejó escapar un sonido dramático y quejumbroso, alzando las manos hacia los cielos y suplicándole a Dios mismo: «¡Bendito seas tú que me mantienes viva y a salvo! ¡Benditos sean tus verdaderos creyentes, que permiten que yo te sirva! ¡Bendito sea este hombre pequeño, que sanará al mundo con su bondad! ¡Que esté por encima de quienes lo rodean, por encima de su envidia!».
Toby le hizo una media reverencia y retrocedió hacia donde estábamos. Seth también quería ser parte de la diversión, así que caminó hacia la anciana para darle el agorot. La mujer miró con repugnancia el centavo sin valor que le colocó en las manos. Pero Seth no advirtió el gesto de disgusto, así que esperó para ver si pensaba bendecirlo y agradecerle a Dios su existencia, pero en cambio, cuando lo miró, la mujer arrugó la nariz, entrecerró los ojos y siseó agresivamente: «Que el matrimonio te sea esquivo. Que se te caiga el pelo antes de que encuentres a una mujer capaz de soportar tus ronquidos y tus pedos. Que tu verdadero ser sea solo una ilusión para siempre».
—Uf —dijo Seth.
Toby y yo avanzamos para apartarlo y seguir caminando, y la mujer, advirtiendo que yo no iba a darle nada (¡No podía! ¡Solo tenía un billete grande!), dijo: «Que nunca bailes en la boda de tu hija, pues su nombre quedará tan mancillado por su promiscuidad que cuando se atreva a abandonar su hogar para ir al mercado a comprar alimentos frescos para el Día de Reposo, los líderes espirituales de su comunidad se reunirán para arrojarle fruta podrida a la cabeza. Que jamás encuentres satisfacción en nada. Que el Señor que vela por ti te dé una larga vida sin alegría. Que bebas y bebas y siempre te sientas sedienta». En ese momento echamos a correr, tropezándonos sobre los adoquines. La gente que había ido a peregrinar tarde para orar ante el Muro Occidental nos dirigió miradas furiosas.
Más tarde, le contamos esta historia a todo el mundo, pero a nadie más pareció divertirle, así que seguimos relatándola entre nosotros. Luego empezamos a inventar maldiciones para uno y otro. Inventamos maldiciones para nuestros profesores. Inventamos maldiciones para nuestras exparejas y para nuestros compañeros de cuarto. Inventamos maldiciones para las personas que no nos entendían ni nos querían como creíamos que merecíamos ser queridos.
Después del restaurante, Seth carraspeó.
—Bueno, yo primero —dijo—. Que la próxima vez que entre en un cuarto de baño encuentre que su vello púbico se ha convertido en polvo. Que el siguiente hombre que visite su entrepierna, estornude tan fuerte por el polvo que una burbuja de aire le inunde el pecho y le produzca una embolia.
—Así no funciona la embolia —contestó Toby.
—Nadie te ha pedido que verifiques la información —dijo Seth. Me miró—: Te toca.
—Oh, cielos —dije—. Está bien. Que vuelva a casa del trabajo en el metro tras un largo día solo para descubrir que la pústula que había desestimado como un grano inofensivo se ha infectado al chocar con el torno a través del que pasó caminando.
—Espera, ¿dónde estaba el grano? —preguntó Toby.
—En la pelvis —respondí.
—¿Ahí salen granos?
—¡Pueden salir granos en cualquier lugar donde tengas piel!
—Qué desagradable —dijo Seth.
—Demasiado —asintió Toby—. También, demasiado enrevesado. ¿Estábamos en el metro o en casa cuando chocamos? —Pero se reía.
Volví caminando sola al tren. Los últimos actores que había reseñado antes de irme de la revista tenían cincuenta y pocos años. Dos de ellos se habían casado en su primer matrimonio con actrices más jóvenes y habían tenido hijos con ellas antes de divorciarse. Las carreras de las actrices quedaron arruinadas. Sus cuerpos habían cambiado y acabaron condenadas al trabajo diario de criar a sus hijos. Tuvieron que tomar la difícil decisión de decidir cuánto trabajarían, sabiendo que en algunas profesiones las mujeres tienen fecha de caducidad. Los hombres se marcharon y vivieron una vida desenfrenada, lo cual terminó en más divorcios. Una década después se terminaron casando con su coprotagonista mucho más joven y su artista de maquillaje mucho más joven, respectivamente, y luego tuvieron dos hijos más. Ahora tendrían la oportunidad de hacerlo todo de nuevo con dos niños completamente nuevos, sabiendo lo que significaba lamentar el tiempo que no se les dedicaba a los hijos. Una nueva oportunidad. Una nueva oportunidad en la vida. Una nueva oportunidad para ser joven. Un modo de borrar todo lo que se lamentaba. Y aquí estaba Seth, que no iba a dejar de follar con absolutamente nadie, metiéndola en absolutamente todos los orificios, y una vez que se cansara de ello (si alguna vez sucedía), encontraría a alguien más joven y le arrebataría la vida a ella decidiendo por fin tener niños.
En cuanto a mí, jamás me comporté de forma desenfrenada. Jamás me quedé hasta tarde en ninguna fiesta y, salvo cinco o seis veces en mi vida, jamás me emborraché demasiado. No iba por ahí acostándome con cualquiera. Mis preferencias eran de lo más conservadoras. Me encantaba ir a la sesión de noche del cine. Me encantaban todas las películas, incluso las malas, incluso las que ya había visto. Me apetecía demasiado comer. Me apetecía fumar marihuana y cigarrillos sola en mi apartamento. Tal vez, aquel fuera el peor insulto de la edad adulta: que incluso los deseos más tontos, inofensivos y triviales quedaran absorbidos por la rutina y la madurez y terminaran erradicados definitivamente de tu vida. Llegué a Penn Station y seguí de largo hasta que me encontré en el centro, en Angelika, desde donde le había enviado un mensaje de texto a mi niñera avisándole que llegaría a casa muy tarde.
Aquella noche, Toby llevó a los niños a la sinagoga como todos los viernes por la noche anteriores a la separación. El problema de que Rachel se quedara con ellos algún viernes por la noche era que jamás los llevaba a la sinagoga. Por eso, los niños empezaron a acariciar la idea de que quizás los servicios religiosos del viernes por la noche, la cena y el tiempo en familia eran opcionales. Que eran un capricho de Toby y que estaban sujetos al debate. Jamás les había gustado la sinagoga (a nadie le gusta), pero sobre todo dejó de gustarles cuando volvían del campamento de día, ya que tenían que cambiarse de ropa e ir a colocarse junto a su padre, sentados a horcajadas o debajo del talit, mientras él escuchaba y oraba, valiéndose más de la memoria muscular que de otra cosa, pero bueno. Hannah estaba ahora leyendo un libro, que no sostenía en su regazo sino contra la cara, de modo beligerante. Solly se limitaba a ir y venir corriendo por los pasillos con cualquier otro niño de nueve años que encontrara por ahí.
La primera vez que Toby llevó a Rachel a conocer a sus padres, su avión aterrizó en Los Ángeles a última hora de la tarde; llegaron a su casa en Sherman Oaks justo a tiempo para la cena del viernes. Toby había crecido en un hogar judío bastante tradicional, y los viernes por la noche, pasara lo que pasara, todo el mundo estaba en casa. Todo el mundo se reunía, todo el mundo se sentaba. Su agotada hermana estaba allí, sentada con sus dos hijos, con un pañuelo atado a la cabeza. Su cuñado anémico se había puesto de pie, esperando a que guardaran silencio mientras bendecía el vino y el jalá que Toby ya no comía. («Come un poco de jalá», decía su madre. «Todo el mundo come un poco». Pero Toby se negaba. Era una forma de castigarla eternamente por las veces que le había dicho que no comiera jalá cuando era un niño regordete). La tía y el tío de Toby habían venido, junto con el jazán y su mujer. Rachel permanecía sentada, admirada con todo aquello: la armonía con la que se pasaban el pollo entre ellos, las bromas a costa de los demás, el repaso de la semana. Que se reunieran, que se sentaran a comer, que hubiera un ritmo y una naturalidad en todo ello. Se habían reunido de esa forma durante tanto tiempo que sabían cómo hacerlo. Más tarde Rachel diría que resultaba casi arrogante el modo en que hacían alarde de su tranquilidad y naturalidad.
—Simplemente sabían cómo sentarse y estar —dijo—. Como si estar allí fuera un derecho de nacimiento.
—Pero ¿por qué te fastidia? —le preguntó Toby.
Ella era incapaz de explicarlo. Después, él descubriría que cuando algo la irritaba como resultado de la envidia, eso significaba que lo deseaba. Rachel había crecido apenas consciente de su religión, en un hogar de padres divorciados. Su padre huyó antes de que hubiera podido formar un recuerdo coherente de él, y su madre murió cuando tenía tres años. La había criado la madre de su madre, que la trató como a una huésped en su propia casa y alentó su independencia. La abuela de Rachel no guardaba ninguna tradición ni practicaba ninguna ceremonia; solo sentía una combinación de compasión por sí misma y fastidio por haber quedado a cargo de la huérfana de su hija en algo parecido a una novela de Dickens.
—¿Así que esto sucede todas las semanas? —le preguntó a Toby.
—Sin excepción —respondió él.
—¿Y si tuvierais que ausentaros?
—¿A dónde íbamos a ir?
—¿Y si tu padre estuviera en el trabajo? ¿Y si hubiera una emergencia con un paciente?
—Dejaría a otro a cargo.
A Rachel le costaba entenderlo.
—Quiero hacer esto.
—Yo también —respondió. Para entonces llevaban saliendo ocho meses. Cuatro meses después, Toby le hizo la propuesta formal de matrimonio, aunque siempre tuvo la certeza de que aquella noche fue ella quien se le declaró primero.
De recién casados, Rachel se aseguró de que los viernes, cuando llegaba a casa de trabajar, a veces más temprano y otras más tarde, hicieran aquello que Toby se había criado haciendo: encender las velas y bendecir el vino y el jalá. Pero para cuando nacieron los niños, ya se encontraba en lo que llamaba su «trayectoria», y los viernes se convirtieron en las noches en las que Toby jugaba al juego de la gallina con Rachel. Cuando los Rothberg, los Leffer o los Hertz los invitaban a cenar, ella, de forma milagrosa, tenía la noche libre. Pero salvo eso, llamaba y decía que «debía» quedarse en el trabajo porque «debía» terminar lo que estaba haciendo, sabiendo (tenía que saberlo) que estaba siendo del todo deshonesta con el uso de aquella palabra. En realidad, era su resistencia a pasar tiempo con sus hijos y a adherirse a cierta noción que tenía del rol tradicional de una madre lo que la empujaba a querer trabajar tanto. Rachel sabía cómo trabajar. Le gustaba trabajar. Encontraba un sentido en hacerlo. El trabajo se inclinaba ante su voluntad y su sentido de lógica. La maternidad era demasiado dura. Los niños no la obedecían como sus empleados. No toleraban su carácter con la desesperación y la dependencia con que lo hacía, digamos, Simone, su asistente personal. Esa era la gran diferencia entre ambos, Rachel. Él no veía a los niños como una carga, Rachel. No los consideraba una fuente incesante de necesidades, Rachel. Sus hijos le gustaban, Rachel.
En junio, el primer viernes por la noche que a ella le tocó ocuparse de ellos, Toby la llamó al trabajo para preguntarle si tal vez no sería buena idea cenar todos juntos, solo para enseñarles a los niños que seguían siendo una familia. Pero ella le dijo que había tenido que llamar a Mona, la niñera, para que se quedara con ellos porque su clienta, la dramaturga Alejandra López, tenía un problema para negociar un contrato. Ante la emergencia, Rachel la había invitado a cenar, para que se quedara tranquila.
—Por favor —le dijo ella—. Antes de que me vuelvas a hostigar por mi trabajo, estoy intentando manejar la situación. Tengo más gastos que nunca. ¿Sabes cuánto me costó la mediación? —El subtexto: idiota, ¿acaso no sabes leer? Ya no somos una familia. ¿De qué crees que va todo este papeleo si no es de su desmantelamiento formal?
Aquella noche, cuando salieron de la sinagoga, empezó a llover. Toby no tenía paraguas, pero como no llovía demasiado no resultó grave. Pero luego un imbécil con un paraguas de golf que ocupaba toda la acera (porque, y si le caía una gota de lluvia sobre su estúpido traje de Tom Ford, ¿qué pasaría?) casi lo derribó.
—¿El año que viene puedo irme todo el verano al campamento? —preguntó Hannah.
—Claro.
Solly guardaba silencio. No le gustaba hablar del campamento de verano. Rachel había dedicado gran parte de los comienzos de la primavera intentando convencerlo de ir un mes, «como todos tus amigos, Solly», pero él insistía en que disfrutaba quedándose con sus padres. «Vosotros también sois mis amigos», decía, haciendo que Toby sintiera deseos de llorar.
—El año que viene —dijo el niño—, quiero volver al Y, pero también quiero ir al campamento de golf.
—Claro. Haremos todo lo posible —respondió él, aunque al instante se preguntó si no estaría alentando a su hijo a convertirse en un golfista solitario. Su madre siempre le había aconsejado que observara a sus vecinos y se preguntara si quería que sus hijos salieran como ellos, porque lo harían. Decía que los vecinos eran una fuerza mucho más poderosa que los padres. Los vecinos eran el modo de votar por el futuro de un hijo. Pero Toby no se lo había tomado tan en serio, porque ¿cómo podían sus hijos parecerse a sus vecinos cuando estos, todos blancos, anglosajones y protestantes, con una línea pura de estirpe y genética impecable, eran completos desconocidos, y sus propios hijos seguían estando solo bajo su influjo?
Regresaron a casa y cenaron. Toby había pedido sopa y pollo a domicilio. Era algo que detestaba; sabía que en casa de Rachel siempre se pedía comida. Durante la cena, Solly le contó lo que había sucedido aquel día, y que muchos chicos no volverían al campamento de día tras la siguiente semana, sino que irían al campamento de verano. Luego dejó que se levantaran de la mesa y huyeran a sus habitaciones para hacer lo que quisieran hasta que llegara Mona. Lavó los platos, se duchó y empezó a preparar el cuerpo y la mente para aquella mujer, cuya entrepierna ya le era familiar. Se sentó en su cama, con una toalla alrededor de la cintura, y exploró el móvil para estar seguro del aspecto de su cara real por su avatar en Hr, y poder convertirla, por un instante, en una persona.
Al principio, cuando tenía una cita que coincidía con la noche que pasaban con él, les decía a los niños que tenía «citas con pacientes». Pero Hannah empezó a preguntar con qué clase de pacientes se reunía los sábados por la noche, y por qué tenía que cambiarse de ropa para ir a verlos.
—¿Volverás a casarte?
—No lo creo —respondió—. Quizás una vez haya sido suficiente para mí.
Siempre les decía lo mismo: «A veces salgo con mis amigos, igual que vosotros. Os contaré cuando haya alguien que debáis conocer. Será una persona que os caiga bien. Me siento solo y estoy haciendo amigos nuevos, y no todas las mujeres serán mis novias, pero algunas quizás se conviertan en amigas».
—Vuestra madre también saldrá con amigos —señaló.
—¿Serán médicos? —preguntó Solly.
—No, serán personas diferentes a mí. Saldrá con un hombre llamado Brad que tiene un Porsche, lleva zapatos náuticos y se muere de ganas de ir a tu partido de fútbol. —Los niños se rieron—. ¿Y yo con quién saldré?
Respondieron al unísono, como los había entrenado cada vez que surgía la pregunta: «¡Con alguien que nos caiga bien!».
—¿Y con quién saldrá mamá? —preguntó.
De nuevo, al unísono:
—Con un hombre llamado Brad que tiene un Porsche, lleva zapatos náuticos y se muere de ganas de ir a mi partido de fútbol. —Solly jamás podía terminar aquella última parte porque para entonces ya estaba riéndose demasiado. Incluso conseguía arrancarle una sonrisa a Hannah.
—También os caerá bien cuando suceda —dijo Toby, aunque no creyera que fuera cierto. Para ser sincero, Rachel se sintió tan confinada durante su matrimonio, tan defraudada por haber tenido que consensuarlo todo con otra persona que aspiraba a tener el mismo peso en la toma de decisiones o a opinar sobre su vida, que Toby no creía que su exmujer volviera a salir con nadie.
El traje habitual de Toby para sus citas era un par de pantalones de sarga con frente plano gris y una camisa clásica de color azul claro hecha a medida. Seguía llevando la ropa que Rachel había insistido en que se pusiera, materiales más finos de los que había en el Banana Republic que le gustaba de la Tercera Avenida. Ella prefería que pareciera un tipo rico. («Eres rico», le decía yo. «Sí, pero no por mucho tiempo», me respondía. Me refería a que era más rico que el resto de la gente de este planeta; él se refería a que ganaba doscientos ochenta y cinco mil dólares al año, y que se encontraba muy por debajo del promedio de salarios del vecindario). De todos modos, se dio cuenta de que sus camisas empezaban a deshilacharse. Era hora de comprar nuevas, aunque una y otra vez postergara la decisión. ¿Cómo volver ahora a Banana Republic después de acudir durante tantos años al sastre italiano de la calle Sesenta y cinco, que creaba prendas a medida, para que lo midiera para una camisa? La verdad es que podía darse ese gusto y quizás continuara haciéndolo, pero ahora sería una elección. Llevarse a los niños de vacaciones de invierno, comprarse un apartamento: eran decisiones que debía tomar. «Me he dejado mucho dinero», le gustaba decirle a la gente que conocía la situación, para demostrarles que, para él, la paz era más importante que el dinero.
Había quedado con Tess en Dorrian’s, un bar de la Segunda Avenida que jamás visitaba y que solo recordaba como el sitio que frecuentaban los chicos de bachillerato en los años ochenta antes de que uno de ellos terminara asesinando a otro. Dorrian’s había sido idea de Tess. Parecía algo salido del cine noir: una mujer enfundada en un vestido cruzado, con un escote profundo y el pelo rubio teñido recogido en un moño, sentada ante la barra del bar; él, entrando y descubriendo que ella ya se encontraba allí, con un martini con seis aceitunas, jugueteando con la pajita del cóctel con la lengua. Era algo diferente del martini tradicional, pero intentó no juzgar.
El momento se hizo eterno mientras esperaba para ver si ella lo encontraba aceptable. A primera vista, su aspecto no tenía nada que hiciera que una mujer lo plantara; la única anormalidad visible era su altura («y tu ira», diría Rachel). La miró a los ojos para observar su primera reacción al descubrir lo que era de verdad un metro sesenta y siete centímetros. ¿Sería ese un brillo de sorpresa en su mirada? ¿Preocupación? No, y se sintió aliviado. Se había vuelto un experto en saber si un primer encuentro estaba condenado al fracaso: la pérdida de brillo en una mirada que reflejaba decepción; la amabilidad que intentaba borrar el desencanto; el mismo muro que yo misma levanté aquella primera noche que nos conocimos cuando advertí que no soportaba lo bajo que era. A Toby no le gustaba hacer perder el tiempo a nadie, y mucho menos a él mismo, y mucho menos a su niñera.
Pidió un whisky, y ella le contó su historia. Tenía tres hijos que cursaban el bachillerato en Dwight, su marido era un banquero que hacía tres años se había tomado un fin de semana para acudir a un programa de asesoramiento, orientado a desarrollar sus habilidades de supervivencia existencial. Ella misma le había regalado los diez mil dólares del programa como regalo de cumpleaños. Lo dirigía un famoso asesor de vida y sanador, ascendido recientemente al puesto de chamán. Su marido creyó que quizás podría ayudarlo a descubrir por qué se sentía tan deprimido. Había mencionado el hecho de estar en su avión privado y querer lanzarse al vacío. Habló de querer usar las manos para fabricar cosas, como pan y pajareras. «Genial», le dijo Tess. «Ve y vuelve a mí sano y feliz». Y así fue. El hombre se marchó el fin de semana y volvió a casa habiendo recuperado la calidez de su mirada. Sonreía y conversaba. Ella le preguntó qué había aprendido de sí mismo con la experiencia, y él le explicó que últimamente había estado sintiéndose asfixiado por la vida que compartía con ella, y que quería participar en tríos para sentirse menos agobiado. Ella pensó en la propuesta con la cara seria. Pensó que a veces hay que hacer lo que sea mejor para el matrimonio, incluso si se trata de algo inesperado. «Esa fue la peor parte de la historia», dijo. Que estuvo a punto de decirle que sí. Pero luego su marido le dijo: «Pero no contigo».
—¿A qué te refieres? —le había preguntado.
—Me refiero a que quiero la libertad sexual que conlleva tener varias parejas —había dicho—. Quiero explorar mi expresión creativa con otras mujeres. Creo que mucho de lo que me sucede tiene que ver con haber estado tan reprimido sexualmente durante mi juventud. —Aquello era una novedad para ella. Por lo que sabía, era lo opuesto a un reprimido sexual. Quería hacerlo por lo menos cinco veces a la semana, y a veces en posiciones raras, y ella siempre había cumplido. ¿Habría sido ese el problema? ¿Debió hacerlo desear más?
—¿Y el asesor de vida te dijo que era una buena idea? —Diez mil dólares.
—Me ayudó a que me diera cuenta. Sí.
—¿Que los tríos te ayudarían a sentirte mejor?
—Sí. Es una zona libre de juicios.
Al principio, había creído que se trataba de una etapa, pero su marido empezó a mencionarlo todas las malditas noches. Con el tiempo tuvo que aceptar que no solo le estaba pidiendo acostarse con otra mujer, sino acostarse con otras dos mujeres, básicamente, cualquier mujer que no fuera ella, y en lo posible, por favor, ocuparse de otra cosa mientras él tenía sexo. Con la última partícula de dignidad que le quedaba, Tess le pidió el divorcio. De todos modos, su acuerdo prematrimonial le ataba las manos: solo recibiría algo si era él quien sugería el divorcio y no lo hizo; al contrario ¡lo rechazó! ¿Te imaginas? Le dijo que no quería serle infiel, sino ampliar el matrimonio; esa fue la palabra que usó. «Sí, incluir a todo el mundo que no sea yo», le contestó ella. Pero no podía hacerlo, le dijo. Su frágil sentido de identidad no se lo permitía. Su marido le dijo que entonces no lo quería lo suficiente. Ahora miró a Toby. «No sabes lo que significa pertenecer a otra persona». Toby bebió un largo trago de su whisky.
La observó mientras hablaba. Utilizaba un corrector de ojeras demasiado claro para ocultar una sombra periorbitaria bajo los ojos que no le gustaba, pero estaba bronceada y quizás hubiera comprado el corrector en invierno; daba la sensación de que se hubiera recostado en una camilla solar con gafas enormes. Sus uñas, negras y largas, acababan en punta, como una pala, y unas manchas enormes le recubrían las manos. Toby estaba bastante seguro de que no tenía cuarenta y un años.
La mujer revolvió su martini con la diminuta pajita, bajando la mirada y luego levantándola para contemplarlo con la cabeza aún inclinada hacia abajo. Estaba seduciéndolo, y se le ocurrió por enésima vez, pero por primera vez en esa cita, lo raro que resultaba que estuvieran conversando para conocerse cuando él ya le había visto la entrepierna. No es que quisiera un salto inmediato a la cama. Sino que creía que, ahora que la había visto en ropa interior transparente, tendría más sentido empezar a la mitad. Aunque quizás esto fuera la mitad: las historias, las confesiones y la invitación a que tomara partido por ella.
Tess y su marido habían ido a terapia de parejas. «Creía que cuando se escuchara a sí mismo hablar del tema, se daría cuenta de lo delirante que sonaba. ¿Estabas dispuesto a provocar semejante crisis en tu matrimonio de dieciocho años por esto? ¿Por querer hacer un trío? ¿Con otras personas? Le pregunté a la terapeuta: “¿Cree que es normal? ¿Cree que un hombre puede simplemente abordar a su mujer y decirle que no quiere engañarla con una, sino con dos mujeres? ¿Y que ella debe estar de acuerdo?”. Pero ¿quién pagaba a la terapeuta? Él. Y ella lo sabía».
Conservó la pajita del cóctel cuando el camarero se llevó su copa, y pidió una segunda copa. Metió la pajita en la segunda copa y sacó el palillo. Intentó extraer las aceitunas, frotándolas contra el costado de la copa. No se movieron, así que tuvo que clavarles las uñas afiladas para sacarlas.
Tobió asintió, solidarizándose con ella.
—A veces, las personas cambian.
Tess levantó la mirada.
—En realidad, no cambió. Siempre le gustaron los tríos. Nos conocimos así.
—¿Lo conociste haciendo un trío?
—Sí, en la universidad. Una noche de madrugada. Mi compañera de cuarto y yo. Todos salimos a desayunar a la mañana siguiente. Fue completamente civilizado. En esa época, él tenía otra novia, y ella también vino a desayunar. Mi compañera de cuarto y yo no podíamos creerlo. Pero luego me llamó y me dijo que había roto con la novia y que quería volver a verme. —Tess encogió los hombros y volvió a juguetear con la pajita—. ¿Quién lo habría imaginado?
¿Así eran las citas siempre? ¿Con tantas historias? No recordaba haber escuchado tantas historias de joven, pero quizás era porque nadie las tenía aún en aquella época; todo lo interesante estaba sucediendo en aquel momento, no en el pasado. Las historias de las mujeres divorciadas eran todas iguales, no los detalles, sino los temas: lo que creí que era un capricho de mi marido terminó siendo una parte importante de su identidad, y sigo sorprendida; siguieron haciendo lo mismo que habían hecho siempre, y sigo sorprendida. Así de inocente soy, y así de cruel fue mi marido.
Se preguntó si él también sonaba así desde su visión paralela. Se preguntó si había una versión de esta historia en la que él mismo sería el villano. Se preguntó si Rachel estaba sentada en un monasterio, en algún lugar, contándole a quien quisiera escucharla su situación de víctima. Una víctima. Claro, de un marido que sacrificó su carrera profesional, crio a los niños y les dio un hogar estable. ¡Los niños que ambos habían deseado! Un marido que la había apoyado en cada hito de su exitosa carrera. ¿Qué podría decir de él? ¿Qué no era «ambicioso»? Era todo lo ambicioso que se le permitía ser. No hay espacio en un matrimonio para dos personas que acaparan todo el oxígeno. Uno de ellos tiene que responder el teléfono cuando llaman del colegio. Uno tiene que saber dónde está el calendario de vacunas. Uno tiene que lavar los malditos platos. Era posible que la única versión que escucharas de una historia como esta proviniera de la parte damnificada, la que hacía los sacrificios y creía que las renuncias te daban una ventaja sobre tu marido. Pero no te la daban. Solo hacía que el marido se sintiera con derecho a cobrarse lo que creía que se merecía. Créeme, el marido de Tess se encontraba en algún sitio, con una mujer sentada en su cara y otra mamándosela, y te aseguro que no estaba hablando sobre cómo lo había decepcionado Tess.
—Así que… dime —preguntó ella—, ¿qué te pasó a ti?
Más tarde, en su apartamento, mientras cabalgaba sobre su pene, con las manos metidas en su cabellera como en un anuncio de champú, y la cabeza dando vueltas en lo que tenía que ser un éxtasis exagerado —el sexo estuvo bien, pero venga ya—, tuvo la misma sensación que últimamente lo embargaba el ochenta por ciento de las veces que se acostaba con una mujer nueva: que a ella no le importaba demasiado que él estuviera allí. Era solo un cuerpo tibio. Imaginar que el acto sexual dependía de él significaba no darse cuenta de lo que ocurría. Lo importante radicaba en que el flujo de mujeres interesadas en irse a la cama con él era constante. Y lo estaba disfrutando. ¿Era necesario señalarlo? Lo estaba disfrutando.
Lo siguiente es un inventario casi completo de las mujeres con las que Toby se involucró de manera romántica, tanto en el plano sexual como en el de otra índole, desde que se mudó de su hogar marital al apartamento de la calle Noventa y cuatro. Sentado en el puf que le había comprado a Solly, descubrió el nuevo rol que el móvil tenía en su vida.
Su primera cita fue con una madre divorciada de tres niños de Long Island, un encuentro arreglado por su prima Cherry de Queens. Laurette era guapa y agradable. Asintió de forma rítmica y frunció el ceño cuando le explicó quién era él y a qué se dedicaba y cómo había sido su vida. Tras la cena la acompañó a su coche al otro lado del parque y recibió todas las señales posibles de que no pasaría nada por besarla: se había acercado a él y aguardaba, no estaba distraída buscando las llaves ni otra cosa. Entonces la besó y por primera vez desde 1998, no en este siglo, no en este milenio, le puso los labios encima a otra mujer y ella le devolvió el beso.
Besar otra boca, guau. Él y Rachel habían dejado de besarse hacía mucho. Aún en sus mejores épocas, cuando se trataba de sexo, Rachel iba directa al grano; no tenía tiempo para nada más. Apenas tenía tiempo para el juego previo. Esto era diferente, y no solo porque no fuera sexo. Era la extraña sensación de quitarse los patines de hielo después de llevarlos puestos durante horas y caminar sobre el suelo firme: sabía cómo hacerlo pero era diferente. Fue increíble. Él y Laurette se besuquearon durante cinco minutos pegajosos. Toby le devoró la cara, ajeno a sus bordes y límites. Después, volvió dando saltitos al tren. ¡Mierda!, pensó. Podías aparcarlo todo durante quince años, y encontrarte a un tris de perder tu identidad a causa de los golpes ajenos, pero al otro lado te esperaba esto, como una recompensa por todo el tiempo de espera.
Él y Laurette salieron otra vez, y otra. A la tercera cita, cuando llegó el postre, ella se inclinó sobre la mesa del asador donde estaban cenando y le dijo: «¿Sabes? Quiero casarme de nuevo, y tú acabas de salir de un matrimonio. Estamos en lugares muy diferentes». No se le rompió el corazón, pero sí se quedó sorprendido. Sorprendido por la noción totalmente nueva para él de que no todas las relaciones tenían que ir a algún lado; ni siquiera tenían que ser relaciones. Y en aquel instante tuvo una revelación: ya no estaba bajo ninguna obligación moral de casarse con ninguna mujer que besara. Creyó estallar de gozo debido a la libertad que sentía. ¡Tantas nuevas oportunidades! ¡No alcanzaban las horas del día!
La primera persona que conoció en la app fue a Lisa, una profesora de escuela pública de Harlem de treinta y seis años. Empezó hablando de lo orgullosa que estaba de su trabajo. «Sí, claro que es importante», insistía Toby. Se mostraba a la defensiva por el hecho de no haberse casado jamás, algo que, por otra parte, él jamás le preguntó. Cenaron en un restaurante italiano, en el Village, porque al principio le parecía raro y poco respetuoso que lo vieran con otra mujer en su vecindario, donde habitualmente se topaba con sus amigos y los de Rachel, con otros padres del colegio, y, oh, cielos, también con Rachel y los niños. Lisa le preguntó sobre su vida, y él le contó la verdad, que su nueva situación lo había dejado perplejo. Le dijo que le resultaba difícil lidiar con los niños en aquella situación. Ella se enfadó y le dijo: «Ya veo. Estabas casado». Toby volvió a casa después de cenar, sin pedir postre, y se masturbó.
Keisha era una terapeuta ocupacional de veintisiete años. Entró pavoneándose en el bar de Murray Hill donde habían quedado, pidió dos kamikazes, a pesar de que Toby le dijo: «En realidad, no. No me gusta demasiado el…», y se bebió los dos. Luego soltó un «¡Guau!» y más tarde, tras cuatro copas más, le colocó el brazo alrededor del cuello y una pierna alrededor de la cintura y le dijo que la llevara a casa. Pero no podía hacerlo. «¡Vamos! ¿Qué problema tienes con esto?». El esto, dejó claro, bajando la mirada, era su cuerpo sobre el de Toby. Él la deseaba con locura, pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo iba a aprovecharse de aquella joven completamente alcoholizada? Volvió a casa y se masturbó, pero no se vino.
Stacy era una dentista de treinta y ocho años que quería prepararle la cena en su apartamento. Toby le dijo que sí pero luego tuvo que cancelar la cita porque Rachel le pidió de improviso que cuidara a los niños. Tras enviarle un mensaje de texto con una disculpa amable, se marchó a buscar a sus hijos. Cuando volvió a mirar el móvil, tenía una catarata de once mensajes despiadados de parte de Stacy. Aparentemente, le parecía increíble haberse permitido confiar en otro idiota. Eres escoria humana, le escribió. Luego le envió un mensaje con una foto de su cuerpo reflejado en el espejo, tan solo del cuello para abajo, en el que llevaba un delantal, medias de red, pantuflas suaves con tacón y nada más. Toby sintió un poco de alivio: para una primera cita, quizás hubiera sido demasiado.
Conoció a Haley, una estudiante de doctorado que le puso la mano sobre la parte superior de la pierna y después, cuando empezaron las caricias, le dijo que le gustaba que le rodearan el cuello con las manos ejerciendo un poco de presión para que los jugueteos se volvieran algo turbios. Cuando Toby se negó diciendo que se trataba de una violación del juramento hipocrático, ella se sintió de inmediato avergonzada o de inmediato asqueada y lo envió de regreso a casa, donde se masturbó furiosamente, consumido por el desprecio hacia sí mismo.
Conoció a Constance, una asistente de compras, que le dijo que siempre había querido que la toquetearan bajo la mesa de un restaurante. Toby se negó alegando sentirse demasiado nervioso, como si fuera un padre que corría el riesgo de que lo acusaran de indecencia pública. Pero después, en casa, lo lamentó y se masturbó furiosamente, consumido por el desprecio hacia sí mismo.
Conoció a Shivonne, que lloró desde el instante en que se sentaron. «Es mi primera cita», dijo. Toby se sentó y le sostuvo la mano, confesándole que aquello también era nuevo para él, y que también se sentía atemorizado y ambivalente respecto a todo el asunto. «¿Qué te parece si esta noche no bebemos nada?», le preguntó. Pidieron té helado y comieron pasta. Volvió a casa sintiéndose demasiado lleno para masturbarse, pero lo hizo de todos modos.
Conoció a Robyn, que tenía veintiocho años y era la última persona de veintitantos con la que salió antes de subir la edad en los criterios de búsqueda. Era una estudiante de enfermería en Columbia a quien le gustaban los hombres mayores. Salieron a tomar algo en el Village y luego asistieron a un concierto de jazz. («¿Por qué un concierto de jazz?», preguntó Seth. «Porque es lo que se hace», respondió Toby. «Nadie lo hace», señaló Seth. «La gente que dice que le gusta el jazz miente»). En el club, Toby sintió como si fuera el padre de todos los presentes; los únicos otros tipos mayores eran personas que desprendían un tufillo a desesperación. Tenía que repetirse a sí mismo que no era lo bastante mayor para ser el padre de nadie en aquel lugar. Quizás, técnicamente, sí, pero no de verdad. Es decir, tendría que haber ocurrido algo insólito y terrible en su vida para que hubiera sido padre de tan joven. Fuera como fuese, Robyn no entendía por qué estaban allí. No entendía las dos partes de la cita. ¿Por qué organizar una segunda parte a una cita? ¿Acaso no sabían dónde terminaba todo aquello? En ese momento empezó a besarlo, apoyándole la mano sobre la rodilla, y luego más arriba. Toby odió su pene por saltar de inmediato hacia su mano, pero sucedió. Antes de que ella advirtiera lo excitado que estaba, se inventó una excusa, alegando que no se encontraba bien. Se marchó a casa y vio Serpico hasta que se quedó dormido, intentando imaginar un universo en el cual tuviera ganas de masturbarse.
Conoció a Jenny, una abogada. Mientras se engominaba el pelo antes de salir, juró solemnemente seguir el consejo de Seth y permitir que esta vez fuera ella quien guiara la cita. «Piensa que la cita irá como la seda y así será», le dijo. Luego terminaron de cenar y Toby le preguntó si quería que la acompañara a casa. Dos manzanas después ella le tomó la mano, y tras tres manzanas empezó a acariciarle la muñeca. Para cuando llegaron al ascensor, ella le estaba metiendo la lengua hasta la campanilla. Entró y lo arrastró a su habitación, haciendo ruidos de motor de coche… brrum, brrum… durante los preliminares, y ronroneos… miau, miau… mientras follaban. La vida de Toby por fin había empezado.
Conoció a Sara de Oregón, que quería ser pintora y cuando lo masturbaba le apretaba con una fuerza descomunal. Conoció a Bette, que una vez había salido en una película porno, o quizás se tratara solo de un vídeo casero que había compartido uno de sus exnovios, y que repitió cuatro veces: «Eso me dijo él», mientras se bebía dos Cape Cods. Conoció a Emily, que estaba harta de la mierda de salir con mujeres. Hubo también otra Rachel, pero no pudo pronunciar su nombre. Conoció a Larissa, que había crecido dentro de una secta que operaba desde un bloque de pisos de una urbanización en Queens y que estaba totalmente abierta al sexo anal. Toby tuvo que encontrar una forma de decirle que no estaba acostumbrado a aquel plato del menú sexual y que no le resultaba natural incluirlo. Pero ella le pidió que por favor pensara en hacerlo. (Toby terminó fingiendo una llamada de la niñera para volver temprano a casa). Conoció a Sharon, criada en una casa ultraortodoxa. Conoció a Bárbara, pero a los diez minutos de que ella empezara a contarle una historia se dio cuenta de que, de hecho, era pariente suya a través del tío abuelo de su padre. Conoció a Samantha, que era alta y bastante regordeta, aunque no parecía importarle, con su trasero redondo, vaqueros ajustados y labios rojos. Su rostro relajado comunicaba lujuria a través de los ojos entrecerrados y la boca levemente abierta. Tras comer alitas de pollo en el bar estilo años cuarenta que ella había elegido, la acompañó hasta su casa, donde Samantha lo arrastró adentro, y se lo folló en la oscuridad… sí, fue ella quien se lo folló… eximiéndolo de tomar ninguna decisión. Solo hizo falta que accediera, y eso fue lo que hizo.
Había mujeres que no tenían vello púbico pero sí lo tenían en las axilas. Había mujeres que le decían obscenidades incalificables a la cara. Había mujeres que lloraban después de acostarse con él. Había mujeres que querían que las pellizcaran, golpearan, zurraran o abofetearan, haciéndolo sentir de lo más incómodo. Había mujeres que lo querían encima, debajo o a cuatro patas. Querían que fuera más deprisa o más lento cuando ponía la boca en su entrepierna. Querían saber si quería que lo azotaran. («No, gracias», les respondía). Querían saber si iba a correrse con fuerza. («¡Me corro! ¡Me corro!», gritaba). Querían que viniera con mami. Querían llamarlo papi. Cada una de aquellas noches, se enamoró más y más.
Le contó todas estas historias a Seth cuando lo vio tras tantos años. Lo llamó como me llamó a mí, para decirle que iba a divorciarse. Seth le dijo que estaba con su novia, pero que ella iría a cenar con sus amigas, y le ofreció quedar para tomarse una copa a las cinco y media. En un bar deportivo cerca de su apartamento, Toby le contó la triste historia de su matrimonio, pero Seth no hizo preguntas. No se lo puso difícil. No hubo ninguna penitencia que cumplir. Se alegraba de volver a ver a su amigo.
—Ahora el mundo está a tus pies —le dijo—. Aprovéchalo.
Resulta curioso que los amigos más preciados de la juventud se parezcan a veces a personas que, de adultos, evitarías por la calle. A Seth se le ocurrió una idea.
—Vuelve a casa y ponte unos pantalones cortos.
—¿Por qué?
—Vamos a hacer yoga.
—Es sábado por la noche.
—En realidad, no ha oscurecido del todo. Hazlo, Toby.
—Acabo de beberme una copa.
—Confía en mí, amigo. Voy a un sitio al lado de casa que pertenece a un tipo que entrenó con Bikram, formó su propio grupo y estuvo a punto de poner de rodillas el sistema político de la India.
Cuando Seth estaba soltero decía que la mayor parte de su vida sentimental provenía de su clase de yoga. Se podía ser generoso con él y apreciarlo, y aun así considerar que lo que él llamaba su «vida sentimental» se trataba más bien de una sucesión de castings, la mayoría con éxito, para elegir una pareja sexual. Le explicó a Toby que ir a clase de yoga, más allá de las habilidades de cada uno, era un atajo para enseñarle a una mujer que eras un ser evolucionado y fuerte y que no querías seguir perpetuando las estructuras del patriarcado que ella tanto aborrecía y temía.
—¿Vanessa te acompaña a la clase de yoga?
Seth desestimó la pregunta con un gesto de la mano.
—El yoga no es para los dos, solo para mí. —En realidad, se refería a que seguía interesado en la clase de yoga para ver si había mejores candidatas.
Pero Seth no era solo un salido. Y no era estúpido. Había seguido soltero mucho después de que todos sus amigos se casaran por un motivo: «El matrimonio es para los jóvenes que carecen de un concepto del tiempo», le explicó a Toby. «Es para aquellos que mejorarán sustancialmente su vida casándose». Le contó lo mucho que lo desconcertaban sus compañeros de trabajo y sus quejas: sus mujeres que despotricaban todo el día, sus hijos con nulo rendimiento académico, sus vacaciones que ahora no eran más que patéticos viajes, su aspecto marchito, sus horarios alterados y sus barrigas cada vez más pronunciadas. Le contó que cuando lo invitaban a sus casas para el Día de Acción de Gracias o alguna reunión, y veía sus fotos de boda sobre las paredes del comedor, se preguntaba si era una suerte o una tragedia que aquellos tipos creyeran que seguían teniendo el mismo aspecto en las fotos, que seguían sintiendo lo mismo y que eran los mismos.
—¿Esa era su meta? —le preguntó a Toby—. ¿Cómo es posible que estos tipos vean lo ocurrido a lo largo de tantas generaciones y quieran esto para ellos mismos?
Toby no sabía cómo responder. No se arrepentía de haberse casado. Ni siquiera de haberse casado con Rachel. Sus hijos eran perfectos. Había sido feliz durante un tiempo. Por lo menos recordaba haberlo sido durante un tiempo. Incluso, creyó que hubo una época cuando sentía compasión por los Seth del mundo por la felicidad de la que él gozaba y que ellos ni siquiera parecían saber que deseaban.
Seth se había comprometido una vez a los veintipocos años. Le había pedido a una chica llamada Nicole que se casara con él alrededor de cuatro meses antes de que Toby le hiciera la misma pregunta a Rachel, y ella aceptó. Pero un día lo invitaron a cenar a casa de los padres de su prometida. Seth se presentó, pero Nicole no, y el padre le explicó que no la había invitado porque tenía algo que hablar con él. Le dijeron que les comprarían a él y a Nicole la casa que quisieran, pero que tenía que ser en Long Island, y que tendrían que ir a la misma sinagoga que los padres, y que sus hijos tendrían que ir a un colegio ortodoxo diurno, lo cual supusieron que no sería un problema porque Seth también había asistido. También esperaban que entrara en el negocio familiar de bienes raíces. Si aceptaba estos simples requerimientos, tendría la vida resuelta. ¿A quién se le ocurriría rechazarlos?
Pero en cuanto recuperó su sano juicio, es decir, en cuanto entendió que lo habían invitado a una emboscada, Seth esperó a que el tipo terminara de hablar, lo miró durante diez segundos enteros, se puso de pie y se marchó. Cogió un taxi y se dirigió a casa de Nicole, entró en cuanto ella abrió la puerta, sin esperar a que lo invitara a pasar, y le pidió que le devolviera el anillo. Toby jamás lo entendió. En aquel momento, siendo jóvenes veinteañeros, el sueño de uno era precisamente acabar en Long Island, con la hipoteca pagada, un buen colegio privado para tus hijos y un empleo estable.
—Sí —había dicho Seth—. Pero quiero que sea idea mía.
Pero nunca llegó a desearlo; nunca se convirtió en idea suya. ¿Quién sabía en realidad por qué albergaba un temor tan enraizado, patológico y mortal a casarse? El motivo podía ser que sus padres parecían desdichados. O que odiara la religión organizada pero se sintiera demasiado atemorizado y ambivalente como para casarse con alguien que no le permitiera cambiar su nivel de respeto religioso en cuanto se volviera viejo y sentimental. O que se negara a rendirle cuentas a nadie cuando llegara a casa por la noche y se pusiera los auriculares para fingir que era un piloto de combate reclutado para matar alienígenas, con una consola que guardaba en un armario cuando venían amigos a casa, no porque se avergonzara, sino porque no podía concentrarse en otra cosa cuando la tenía delante. O porque seguía siendo tan divertido ver en qué podía terminar una noche de juerga con sus amigos de Wall Street. O porque veía la expresión de esos mismos amigos a la mañana siguiente, la vergüenza, la depresión por haber recibido una mamada de parte de mujeres que no eran sus mujeres, y ¿por qué tendría que sentirse uno culpable por una mamada? O porque su madre le había susurrado al oído cuando era muy joven que era perfecto y que jamás habría una mujer que estuviera a su altura. O porque todo el mundo esperaba que se casara y, si emprendía aquella tarea colosal, terminaría cayendo en todas las demás, las mismas que el padre de Nicole había intentado adelantarle. O porque resultaba tan difícil poder tener sexo con dos mujeres a la vez tras casarse, y Seth se veía renunciando a muchos de sus vicios cuando fuera mayor pero no a este. O porque aún no había conocido a ninguna mujer a la que le pareciera bien que viera porno los domingos por la mañana igual que otros hombres ven fútbol. O porque llegaba un momento en el que enviarle mensajes cachondos a una mujer se volvía menos peligroso y/o excitante cuando esos mensajes también quedaban contaminados por las cuestiones logísticas de la vida: ¿Cuándo llegarás a casa? ¿Has comprado la leche? O porque había descubierto con demasiada frecuencia que una mujer que estaba dispuesta a dejarte lamerle el ano y viceversa al comienzo de una relación se empezaba a comportar como si jamás se le hubiera ocurrido la idea en cuanto os mudabais juntos. O porque a veces, quizás cada seis meses o algo así, le gustaba pedir una pizza de Angelo’s toda para él y después pasarse la noche haciendo sentadillas y ejercicios de vídeos de YouTube que tuvieran la palabra destrucción en el título, y también algunos vídeos de aerobic de los ochenta. O porque su mayor temor fuera que lo conocieran y lo rechazaran, y el único modo de encarar el rechazo que formaba parte de la condición humana era no dejarse conocer jamás. De esa forma, no lo rechazarían a él, sino a una proyección de sí mismo.
Toby se unió a la clase de yoga aquella misma noche, pero no conoció a ninguna mujer. Eran jóvenes y ni lo miraron. Sus camisetas sin mangas con los mensajes kale y tu entrenamiento es mi entrada en calor le recordaban demasiado a Rachel. De todas formas, no estaban interesadas en él. (Quizás no emitiera las feromonas que emitía Seth, o tal vez fuera correcta su hipótesis acerca de que una mujer debía prepararse para su altura a través del perfil de una app de citas, o su hipótesis de que la versión del Seth de más de cuarenta años solo lo encandilaba a él, o su hipótesis de que las mujeres no eran tan sencillas como las pintaba su amigo). Pero Toby siguió volviendo a la clase, porque le sentaba bien moverse sin ir a ningún lado, y que su resistencia no dependiera de nada más que su propio cuerpo, mientras aprendía que el suelo bajo sus pies era más firme de lo que había creído. Lo que le gustaba del yoga era que a veces se pasaban un minuto entero haciendo algo llamado la postura de la montaña, que simplemente consistía en estar de pie. ¡Una postura que solo era estar de pie! Sí, el yoga parecía entender su situación de verdad.
—¿Cuál es tu ratio de citas? —le preguntó Seth aquella noche, casi un mes después del inicio de la nueva vida sentimental de Toby.
—Creo que un sesenta por ciento. O un treinta. Es difícil saberlo. Tengo la sensación de que en un mes me he convertido en alguien que considera a cualquier mujer entre dieciocho y sesenta y dos años como una posible pareja sexual, así que, si cuando llevo a los niños al médico la recepcionista no quiere acostarse conmigo, lo considero un fracaso.
—Deberías estar quedando con todas, amigo. Tendrías que decirles que sí a todas. Es tu momento de gloria. Brillarás.
—No es tan fácil.
—Eres demasiado exigente.
—¿Exigente? —preguntó Toby—. Tan exigente que le metería ahora mismo el pene a un burro.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—He salido de una relación de quince años con una mujer que no me dejaba orinar de pie. Tengo que recuperarme.
Seth sacudió la cabeza. Luego se inclinó sobre la mesa y puso las manos sobre los antebrazos de Toby, sacudiéndolos con tanta fuerza que todo su cuerpo se convulsionó.
—No te imaginas cómo te he echado de menos, hombre.
El problema era que Rachel quería seguir follando. Ese era el secreto de Toby. Se había acostado con nueve mujeres durante el último mes y medio, sin incluir a su exmujer, es decir, con seis mujeres más que con las que se había acostado durante toda su vida. Y, sin embargo, algunas noches entre semana, Rachel le enviaba un mensaje de texto después de las diez, preguntándole qué hacía, y esa era la señal para que él dijera: «Nada», y ella le preguntara si tal vez no quería ir a dar una vuelta, y él descubriera que cualquier clase de odio y determinación que sintiera contra ella se desvanecían al instante, haciendo hueco a un desprecio por sí mismo y a una dependencia emocional suficientes como para que echara mano a sus llaves y se encaminara hacia su casa. Ahora el sexo era silencioso, aunque no fue siempre así. Se oían sonidos de fricción y cuerpos que se revolvían, pero sin suspiros ni gemidos. Y desde luego, no había palabras. El sexo existía al margen de cualquier tipo de tensión entre ellos, como siempre había sido. Cumplía con su cometido. Él sabía lo que ella quería: que jugueteara un poco con sus pezones mientras se sumía en una especie de estado profundo de meditación deliberada, y luego darse la vuelta para tumbarse boca abajo y que él se acostara encima.
Durante todos aquellos años, Toby había oído bromas y quejas de algunos de los otros médicos del hospital sobre la falta de sexo en sus matrimonios. Allen Keller, uno de los jefes de residentes que solo tenía treinta y seis años, le dijo que él y su mujer se habían acostado por última vez hacía cuatro meses. El pobre Allen seguía esperando que su mujer se diera cuenta, pero aquel hecho no parecía perturbarla. Cuando le sacaba el tema, decía que estaba cansada por la noche y que por qué creía que ella debía acomodarse a los horarios de él en lugar de al revés. «Eh… pero tú no eres quien sale a trabajar», le dijo él. Su mujer le respondió que mantener relaciones tan próximas a la hora de dormir podía provocarle ansiedad e insomnio.
«¿Qué mierda significa eso?», le preguntó a Toby. «No puede ser real, ¿verdad?».
Cuando le contaban historias como aquella, Toby se permitía un breve momento de satisfacción. Incluso durante sus peores momentos, él y Rachel follaban todo el tiempo; por lo menos, tres veces a la semana. Le permitía pensar, oye, quizás nuestra situación sea normal. Quizás sea mejor que normal. ¡Tres veces a la semana! Según esos parámetros, su relación iba viento en popa. Según esos parámetros, tenían una relación a la que muchos aspiraban. Desde ese punto de vista, ¿quién no sufre un poco de tensión en su vida de vez en cuando? Es obvio que las personas que intentan ser buenos padres y también buenos profesionales se pelean. Quizás incluso todos los días. Quizás incluso más de una vez al día. Quizás incluso cada vez que están juntos y de forma cruel y brutal, ¿verdad?
Durante su matrimonio, Rachel no siempre había sido amable o flexible cuando exigía mantener relaciones. Si él no estaba de humor, ella montaba en cólera. Se había encontrado demasiado cansado la noche que llegaron de sus vacaciones de México, y ella lo acusó de estar teniendo una aventura. Había sentido demasiado rechazo la primera vez que vio cómo gritaba a uno de sus empleados en un evento navideño de la compañía, donde se emborrachó y le dijo a Toby que era un cobarde de mierda. Después de la gala anual del hospital, fue él quien terminó borracho y ella se burló de él con crueldad, llamándolo viejo. Una vez, ella lo despertó en mitad de la noche después de volver de un evento, y empezó a tantear la manta en busca de sus calzoncillos como si buscara pilas en el cajón de los trastos. Cuando vio que no sucedía nada allá abajo, dijo: «Supongo que aquí termina todo». Toby no tenía ni idea de a qué se refería. Ella empezó a llorar y a gritarle, diciéndole lo desdichada que era. «Esto que estás haciendo no ayuda», le suplicó Toby, «sino que lo empeora». Se dio cuenta de que estaba borracha, y por fin consiguió que se durmiera dándole palmaditas, como hacía con sus hijos para que volvieran a la cama cuando se ponían histéricos en mitad de la noche. Al día siguiente, Rachel no dijo ni una palabra sobre el asunto. No pidió disculpas ni nada por el estilo.
La última noche que Toby durmió en su casa, Solly lloró hasta quedarse dormido, preguntándose qué sucedería si se encontraba solo en casa y sufría un paro cardíaco o un derrame cerebral y no había nadie para ayudarlo. Toby lo tranquilizó, y solo cuando el niño se quedó dormido se dio cuenta de que ahora que por fin había conseguido lo que quería, iba a tener que hacerlo de verdad: iba a tener que estar solo. No quería hablar de ello. No quería pensar en lo mucho que le gustaban sus sábanas, su cama, su apartamento, estar con sus hijos y prepararles el desayuno por las mañanas. No quería pensar en que todavía no sentía repulsión por Rachel y en que le hubiera gustado sentirla. Y entonces se inclinó sobre ella y extendió el brazo creyendo que aquella sería la última vez.
Pero no lo fue. Jamás dejó de suceder. Dejaba a los niños en casa de Rachel demasiado tarde, y ella se enfurecía, pero en cuanto los metía en la cama le preguntaba si quería ver algo en el dormitorio, y en la oscuridad cerraba la puerta, se arrimaba a él y lo hacían de forma muda y primitiva; un sexo que experimentaba como familiar y raro y prohibido y maravilloso. Esas noches resultaban contraproducentes para su proceso de recuperación. Durante aquellas noches, después de terminar, ambos permanecían recostados, uno al lado del otro, sin tocarse, mirando al techo. Toby se ponía en marcha para levantarse, y ella no reaccionaba al movimiento. En cambio, se daba la vuelta y cerraba los ojos. Toby se vestía y caminaba hacia la puerta. Durante aquellas noches, Rachel permanecía en la cama, fingiendo haberse quedado dormida.
El sábado por la mañana, Hannah y Solly comieron tortitas que preparó Toby mientras veían unos dibujos animados en el salón sobre un plátano y un puerro que se hacían amigos.
Le envió un mensaje de texto a Rachel:
¿A qué hora los recogerás mañana? Tengo planes.
En realidad, no tenía ningún plan. Esperó una respuesta. Nada. Sintió el comienzo de un arrebato de ira creciendo en su interior, y esperó que no lo llamara justo en aquel momento y oyera su voz. A ella le encantaba cuando él sonaba enfadado, porque le permitía sonar tranquila y decirle apenada: «Toby, Toby, estás lleno de ira. ¿Cuándo te convertiste en una persona iracunda?».
Pero no estaba lleno de ira. «No siento ira», decía, «sino frustración». Y estaba frustrado. Lo había jodido de nuevo. Toby no era diabólico como ella. No tenía la energía necesaria para un duelo de voluntades. La capacidad de Rachel para el combate era inagotable; era una maldita representante de actores. Había adoptado las artes marciales como una carrera profesional; era experta en continuar una discusión hasta la extenuación. Solo porque él siguiera mostrándose perplejo ante el hecho de que tuvieran sexo no significaba que estuviera enfadado. Significaba que era un idiota. Toby miró el móvil un rato más. Nada. Se dirigió al salón, sin que sus hijos levantaran la mirada.
—No vais a estar viendo la tele todo el día —anunció, y la apagó. Abandonaron el edificio y fueron al local de los donuts y luego hacia el oeste, al parque. Solly hizo rodar su skate por el parque. Hannah no había querido traerse el suyo porque todo le resultaba demasiado embarazoso.
—¿Y si te lo llevo yo hasta que lleguemos al parque? —preguntó Toby.
—Déjalo ya, papá —respondió Hannah. Si supiera el daño que le provocaban sus rechazos—. ¿Podemos al menos ir a comprarme el móvil? —Le habían prometido un móvil para su cumpleaños número doce, pero aún faltaban tres semanas para que los cumpliera.
—No —respondió por cuarta vez esa semana—. Serás mi bebé durante tres semanas más. Estoy en mi derecho. —Hannah puso los ojos en blanco.
»¿Quieres ir al cine? —preguntó.
Pero ella no respondió. Toby le echó un vistazo, pero se había detenido en seco y girado hacia un edificio.
—¿Qué sucede? —preguntó. Llamó a Solly—: Solly, espera.
—Nada —susurró—. No digas nada. No hagas nada.
Toby vio a un chico de la edad de Hannah acercándose por la calle, haciendo rebotar una pelota de baloncesto. La miró para decirle que creía que conocía a aquel chico, pero ella ya lo había visto y su cara enrojeció. El brillo de su blanca dentadura era el de un atleta y un chico rico. Se dirigió a la hija de Toby:
—Hola, Hannah. —Ella sonrió.
—Hola.
Y el chico siguió su camino con la pelota.
—¿Quién era? —preguntó Toby.
Hannah se volvió hacia él, furiosa. Tenía los ojos húmedos.
—¿Por qué no podemos tomar un taxi como las personas normales?
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?
—Es que no entiendo por qué siempre tenemos que venir caminando al parque como si fuéramos niños. No quiero ir al parque. Quiero ir a casa.
—¿Qué te pasa? Siempre vamos al parque.
Hannah lanzó un fuerte resoplido de frustración y siguió caminando delante de ellos. Tenía los brazos tiesos, los puños cerrados y avanzaba a paso militar. Toby trotó para alcanzar a Solly, que se había quedado quieto, obedientemente, hasta que lo alcanzó.
—¿Por qué está tan furiosa? —preguntó el niño subiéndose de nuevo al skate.
—No lo sé, Solly. —A Toby cada vez le resultaba más difícil saberlo.
Habían invitado a Hannah a una fiesta de pijamas aquella noche. Por lo que sabía Toby, las fiestas de pijamas consistían en una reunión de chicas de la clase que formaban alianzas y se lanzaban unas a otras microagresiones, entablando una guerra fría que duraba toda la noche. Y todo lo hacían de modo voluntario. Empezó cuando Hannah estaba en cuarto curso, o incluso antes, momento en el cual las chicas alfa se pusieron manos a la obra para establecer una cadena alimentaria fiable e inquebrantable, maniobrando para conseguir una posición y, al mismo tiempo, someterse a otra más elevada. Se lamían las heridas cuando se daban cuenta de que no estaban en lo más alto; se regocijaban cuando advertían que tampoco estaban en lo más bajo. En noviembre habían organizado una fiesta de pijamas en el apartamento de los Fleishman. Rachel se sentó en la cama con su portátil, ignorando a las chicas, pero Toby ocupó un lugar en la pequeña zona de escritorio del pasillo, y se dedicó a pagar facturas mientras escuchaba lo que sucedía en la habitación de Hannah. Jugaban al juego de Qué prefieres, que consistía en preguntar: ¿a quién prefieres, a este chico o a aquel? El motivo de la elección era incierto. Toby quería saber para qué. ¿Para casarse o para salir en una cita? O, cielos, ¿sería para acostarse con él? ¿Ya hablaban de sexo?
Lexi Leffer, la reina leona del grupo, fue la primera. La pequeña Beckett Hayes, a quien Toby conocía desde los cuatro años, nombró a dos actores de la tele. Lexi eligió al que era obvio, el protagonista de una sitcom para adolescentes con un mechón de pelo que le caía sobre los ojos. Toby estaba decepcionado pero no sorprendido. Te habría dicho que el alma de Lexi Leffer era de plástico.
A continuación le tocaba a Hannah. Sabía que debía alejarse y respetar su privacidad, pero se había quedado paralizado. Le tocaba a Lexi preguntarle. Era entre dos chicos cuyos nombres no le sonaban a Toby. Cuando Lexi los dijo en voz alta, Becket exclamó: «¡Ooooh!», y Hannah gritó: «¡Imposible!».
—Tienes que responder, a no ser que prefieras el castigo de…
—¿De qué? —preguntó Hannah.
—El castigo de… —Reflexionó—… de tener que llamar a cada chico y preguntarles cómo les fue el día.
—¡Eso es una crueldad! —susurró Beckett, aparentemente impresionada.
Hannah tardó un buen rato en responder. Toby se quedó inmóvil ante el escritorio del pasillo, sumido en aquella pesadilla viviente, incapaz de discernir lo que estaba en juego, no sabiendo qué desear para su hija. Hannah eligió al segundo chico, y Lexi dijo: «Genial. Elige a mi novio, por qué no». Hubo una pausa, y podía percibir que Hannah no sabía en qué se había equivocado. Toby se puso en pie e intentó pensar en un motivo para interrumpirlas, pero solo enfurecería a su hija. En cambio, se marchó y fue a buscar a Solly para ver la tele con él. Lexi Leffer era realmente cruel.
Toby paseó con los niños aquella calurosa noche hasta la Setenta y nueve y Park, donde vivían Cyndi y Todd Leffer. De camino, mientras Hannah seguía ignorándolo, dejó que Solly le explicara sus razones para volver a ver Indiana Jones and the Temple of Doom, y pasaron por delante de un edificio donde solo tres semanas antes le habían hecho una mamada en el hueco de las escaleras.
El portero de los Leffer, que llevaba hombreras y nunca se quitaba el abrigo, sabía que vendría un grupo de chicas con sacos de dormir, así que hizo un gesto para que los Fleishman cruzaran el vestíbulo de mármol y se dirigieran a los ascensores espejados. Subieron en el ascensor de bronce hasta el piso veintinueve, el último. El trayecto duró lo suficiente como para que Toby empezara a sudar. Le aterrorizaba estar dentro de una pequeña caja cuyo funcionamiento probablemente corriera peligro debido a su antigüedad y su uso. Jamás le habían importado los ascensores, pero últimamente había perdido un poco de fe en los sistemas. ¿Por qué siempre había depositado tanta confianza en los ascensores? ¿Y por qué lo hacían todos? Toda esta ciudad vertical funcionaba gracias a sus sistemas de ascensores, diez millones de idiotas a quienes ni siquiera se les ocurría la posibilidad (y parecía posible) de que uno de los cables se cortara o se quedaran atrapados dentro de uno durante horas y se les acabara el oxígeno antes de que alguien se diera cuenta. Para cuando llegaron al piso veintinueve, Solly soltó una queja.
—Papá, me haces daño en el hombro.
El ascensor se abrió al vestíbulo del apartamento —el apartamento tenía su propio vestíbulo— y vio a Todd esperándolo, vestido con un polo y unos pantalones cortos. Lo más probable es que midiera un metro setenta y ocho. Sí, Todd, pensó Toby para sí, pero ¿cuándo fue la última vez que te hicieron una mamada en el hueco de la escalera?
—¿Cómo está el buen doctor? —preguntó. Extendió la mano para aferrar la de Toby y sacudirla, provocando que todo su cuerpo se zarandeara, como si luchara contra la marea.
—Estoy bien. —Todd era la clase de hombre consentido y cariñoso que Rachel desearía que fuera Toby. Esto es lo que Rachel hubiera preferido. Para él jamás había tenido ni el más mínimo sentido.
Solly estaba junto a él, agarrándole la mano. Lexi Leffer salió de la cocina con su madre, que llevaba pantalones pirata y una camiseta acanalada sin mangas, con una inscripción bordada con gemas de fantasía que decía ángel.
—Toby —dijo. De nuevo, la preocupación.
—Hola, Cyndi. —Lo que lo confundía del hecho de que Rachel aspirara a ser como ellos era que ella misma coincidía con Toby en que Cyndi era ordinaria y Todd, un imbécil. A pesar de ello, representaban todo aquello a lo que ella aspiraba en el colegio, y todo lo que Toby, y por tanto ella, no eran y jamás podrían ser debido a la vergonzosa discapacidad de Toby: ser un médico de éxito en un hospital de primer nivel de Nueva York. Rachel decía: «Los Leffer pasarán las Navidades en Maine» y «Los Leffer tienen dos coches, por si acaso» y «Los Leffer se aseguran de hacer dos viajes al año al extranjero». Cada diciembre, la tarjeta de Navidad de los Leffer llegaba a su casa, un collage de momentos vividos a lo largo del año y de las fiestas a las que jamás habían invitado a los Fleishman, sumiendo a Rachel en la desesperación. «¿Por qué no celebramos fiestas elegantes?», se lamentaba. Una vez, los Leffer les habían dicho en una cena que tenían un tutor alemán, que tanto ellos como sus hijos estaban aprendiendo alemán, y que el año siguiente pasarían todas las vacaciones de Navidad en Alemania, celebrando lo aprendido hasta que parecieran soldados del maldito Tercer Reich. Cyndi bajó la voz y dijo: «No hay nada mejor que esa clase de inmersión», y Rachel había asentido con énfasis: «Totalmente cierto. Jamás lo había pensado desde ese punto de vista», como si jamás hubiera oído que la práctica era importante para retener información, como si todos los sistemas educativos y deportivos no se basaran en aquella noción.
—Estábamos pensando en invitaros a almorzar al club la semana que viene —dijo Cyndi—. Pero luego Todd me recordó que no juegas al golf.
—Juego al baloncesto.
Todd se puso las manos detrás de la cabeza y realizó un giro exagerado hacia la derecha y luego hacia la izquierda.
—El baloncesto me hacía polvo los músculos de la espalda cuando estaba en el instituto. ¿Eres base? —Vete a la mierda, Todd.
—Todd está estresado por su trabajo —dijo Cyndi, apoyando sus enormes garras pintadas de negro sobre sus hombros—. Trabaja demasiado y se le tensan los músculos de la espalda. Es demasiada presión para una persona. —Le dirigió una sonrisa—. Sea como sea, nos encantaría que vinieras. Seguimos siendo también tus amigos, Toby.
—Gracias —dijo, señalando a Solly con un gesto para indicar que tal vez aquel no fuera el momento indicado para hablar acerca de su nuevo estatus social.
Él y Solly se detuvieron después en la librería para comprar un libro llamado 4000 datos del universo. Solly volvió a casa leyéndolo, dejando que Toby lo detuviera cuando tocaba cruzar la calle. En uno de los semáforos, mientras el niño leía sobre la energía cinética, Toby le envió un mensaje de texto a Rachel:
He dejado a Hannah en su fiesta de pijamas. Mañana tiene su última clase con Nathan. Asegúrate de que no llegue tarde. ¿La recogerás en casa de los Leffer o en la mía?
Dos horas después, le volvió a enviar un nuevo mensaje:
???
Si no se hubiera quedado hasta tarde intercambiando mensajes pornográficos con una actriz de doblaje que vivía en Brooklyn, si esos mensajes no lo hubieran llevado a preguntarse cómo era esa voz especial con la cual ganaba dinero, si aquella pregunta no hubiera llevado a que ella lo llamara y le susurrara al oído durante una hora entera las fantasías más eróticas que jamás se hubiera imaginado, probablemente no habría estado de tan mal humor cuando fue a buscar a Hannah a casa de los Leffer a la mañana siguiente.
No ayudaba que las cortinas del apartamento alquilado fueran baratas y traslúcidas y parecieran magnificar la luz más que bloquearla, privándolo de dos horas extra de descanso. Pero ¿cuánto debía invertirse realmente en una propiedad alquilada? Querías sentirte como en casa, aunque no lo fuera. Pero solo te sentirías en casa si la transformabas en tu casa. No debía ser tan tacaño consigo mismo. Carla, su psicóloga, diría que comprar cortinas nuevas era un modo de atender a sus necesidades personales. Él respondería que, en realidad, atender a sus necesidades personales era volverse solvente; atender a sus necesidades personales era ahorrar para un apartamento mejor; atender a sus necesidades personales era no perder el tiempo midiendo, comprando y devolviendo cuando inevitablemente lo jodiera todo. Ella lo miraría con paciencia porque, en realidad, son los psicólogos quienes deciden qué significa atender a las necesidades personales.
—Necesito comprarme cortinas nuevas para el apartamento —dijo Toby mientras cruzaban Lexington Avenue.
—Pero estoy muy cansada —gimió Hannah—. ¿No podemos volver a casa?
Toby no quería discutir. Más valía volver a casa. El estudiante rabínico vendría a darle a Hannah la última clase de la haftará antes de que se marchara con Rachel el lunes a los Hamptons. Sabiendo que era probable que su exmujer llegara tarde y creara un caos aún peor, Toby le envió un mensaje de texto para que acudiera a su apartamento en lugar de al de Rachel. Cuando llegó el joven de veintitrés años estudioso y cohibido, Hannah salió de su dormitorio con ropa nueva, sonriendo y con el pelo peinado. Cielos, pensó Toby.
Solly se puso El mago de Oz en la habitación de Toby mientras este ojeaba el móvil. La actriz de doblaje le había enviado un mensaje que consistía solo en dos emojis de mariposa y una foto de su hombro, que también tenía dos tatuajes de los mismos emojis de mariposa, no mariposas, sino emojis de mariposa. Los tatuajes estaban a horcajadas de un tirante de encaje azul. Y estamos listos, pensó.
Tess también le había enviado un mensaje. Quería saber cuándo saldrían de nuevo; lo había acompañado de una foto de sí misma difícil de distinguir, pues se la había sacado a una distancia muy corta. Algunas de esas fotografías que le enviaban las mujeres le recordaban a la última página de los ejemplares de la revista Current Science que solía recibir en quinto curso, las que mostraban fotos de objetos cotidianos tomadas tan de cerca que desorientaban la vista: una tirita, un tomate, la media luna de una uña, todos conocidos pero inescrutables durante algunos segundos hasta que la obviedad del objeto lo sumía en una rara clase de alivio y volvían a ponerse en marcha las neuronas. Era imposible discernir nada reconocible en ellos… se necesitaban herramientas de inferencia reales para descubrir lo que eran, como por ejemplo: eso es encaje y está abultado, así que debe de ser un sujetador y un pecho, o eso es una sombra y tela, así que debe de ser la raja del trasero y el borde exterior de una tanga. Cuando vio la foto de Tess, dejó de enfocar tanto la vista. Por los bultos y el raso debía de ser su aureola. Hundió la cabeza aún más en la almohada.
Hannah asomó la cabeza en su habitación cuando terminó su clase.
—Voy a hacer la maleta —dijo—. No tengo el bañador, así que debe de estar en casa de mamá.
¿Dónde mierda estás?, le preguntó en un mensaje.
Luego: ¿Qué tal es eso de no estar nunca donde dices que vas a estar?
La cena del domingo por la noche vino y se fue, y le volvió a escribir. Esta semana no tienen campamento de día. Te tocan a ti. Mañana los llevarás a los Hamptons. Se lo prometiste.
Cuando le tocaban los niños a Toby, ella solía dejar que los fines de semana se extendieran hasta los lunes por la mañana, ¿y quién era él para pedirle que respetara el horario que habían acordado? ¡Solo el padre! ¡Solo la única otra persona que formaba parte del acuerdo! A veces, mientras ella estaba en un viaje de negocios, le enviaba un mensaje en el último momento: Estoy intentando terminar algunas cosas, ¿te importaría llevarlos al colegio mañana? Gracias. Demonios, incluso de recién casados, se marchaba todo un día o dos de viaje de negocios «solo para terminar algunas cosas». Por lo general, al menos le preguntaba, o le avisaba bajo la apariencia de una pregunta.
Pero nada.
Por otra parte, se había ido a un retiro de yoga. Era posible que les hubieran quitado los móviles. Quizás el propósito era justamente que no usaran el móvil. A él también le encantaría darse ese gusto, ¿sabes? Le encantaría pasar un fin de semana sin el móvil. O mejor dicho, le encantaría pasar un fin de semana solo con su móvil, sus mensajes y fotos sugerentes.
Cuando Hannah y Solly se fueron a dormir, le envió un mensaje a Mona pidiéndole que viniera al día siguiente. Ella le respondió que creía que tenía la semana libre: su hijo venía de visita de Ecuador. Toby le dijo que necesitaba su ayuda con urgencia. Ella le contestó que había confirmado hacía meses con Rachel que necesitaba tomarse los días para estar con su hijo, a quien no veía desde hacía tres años. Toby dijo que lo lamentaba y que lo entendía, pero que tenía pacientes enfermos y que si sería posible que viniera unas horas; se lo compensaría. Le dijo que Rachel había vuelto a desaparecer, y si había una persona que pudiera entender el grado de negligencia extrema del que Rachel era capaz, esa era Mona. Por fin, ella accedió y dijo que iría hasta las tres pero no más. Toby le envió miles de emojis de agradecimiento.
A la mañana siguiente, estaba preparando pan tostado con queso de untar para los niños cuando Hannah salió de su habitación y cerró la puerta con un fuerte golpe. Toby se sobresaltó y se quemó el dedo.
—¡Mierda! —gritó.
—¡Has dicho una palabrota! —le gritó Solly.
—¿No se supone que tenemos que estar con mamá? —preguntó.
—Así es. —Dejó el dedo unos instantes bajo el agua fría—. Se ha retrasado.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Hannah. Había pánico en su voz—. Se supone que vamos a ir a los Hamptons. Todo el mundo irá a los Hamptons esta semana.
—No sé qué decirte. Llámala y díselo.
—Lo haría, pero no tengo móvil.
Los exámenes eran concluyentes: se trataba de la enfermedad de Wilson.
—Es la incapacidad del hígado para procesar cobre —le dijo Toby a David Cooper. Sus residentes se encontraban detrás de él—. Su hígado no funciona, por eso no lo puede procesar. ¿Ha notado un cambio en el color de los ojos?
Toby alzó el párpado y se lo enseñó a David. Él se quedó mirándolo.
—No. ¿Qué?
—¿Ve el anillo alrededor del iris? —Hacía bastante que presentaba los síntomas, explicó Toby—. Pero son síntomas fáciles de descartar. —Su torpeza y comportamiento errático podrían haber parecido una conducta disparatada propia de la mediana edad o una actuación. De todos modos, ella se preocupó y acudió al médico, aunque este no viera las señales. Luego se fue a Las Vegas, donde bebió en exceso, exacerbando la situación. Habría que hacerle un trasplante de hígado.
—¿Recobrará la consciencia?
—Sí, en cuanto la operemos, lo cual tendremos que hacer de inmediato.
—¿Y qué hígado le van a trasplantar?
—El primer hígado viable que consigamos una vez que esté en la lista.
Toby permaneció en silencio junto a David, dándole la oportunidad de pensar en otras preguntas. Una vez le pregunté si la peor parte de su trabajo era decirle a la gente que sus seres queridos habían muerto. Sí, eso era duro, por supuesto, me dijo. Pero no se acercaba, ni mucho menos, a lo terrible que resultaba contarles que ellos o sus familiares estaban enfermos. La muerte era un diagnóstico y era definitiva. La gente la conocía. Su reputación la precedía. Pero la enfermedad… la enfermedad constituía un profundo abismo de probabilidades. El paciente y cualquiera que lo amara y necesitara se sentían desesperados, y tenías la tentación de usar tu poder de médico para arreglarlo todo o para sugerir que todo saldría bien (siempre amparado por el seguro de mala praxis). Sería una conducta completamente aceptable y lo liberaría de la responsabilidad de enfrentarse de verdad a las emociones hasta más adelante, cuando las cosas fueran demasiado graves como para ignorarlas. Éticamente, estaba bien dar esperanzas, pero no era el modo correcto de proceder. Lo correcto era considerar cuánta esperanza permitir que albergaran las personas involucradas. Uno sabía que la esperanza podía beneficiar al enfermo. Podía moderar sus niveles de estrés, podía ayudar a que funcionara a lo largo del tratamiento. Pero había que ajustar bien la dosis, porque ¿cuánta esperanza debía albergar una persona en una situación que era algo desesperada?
David empezó a respirar aceleradamente. Paseó la mirada desorbitada por la sala. Toby le apoyó una mano en el hombro y lo condujo de nuevo a su silla. Miró a sus residentes. Los tres tenían la vista fija en sus tablillas, mientras tomaban notas.
Toby conocía a los hombres como David, bien afeitados, con trajes bonitos y zapatos de cuero suaves, y coches que los esperaban fuera en cuanto estaban listos para partir. David Cooper estaba asustado, como lo estaría cualquiera, pero también reflejaba ese tipo de sorpresa particular de quienes han vivido protegidos de las desgracias. Había nacido con buena estrella: tenía dinero y salud. Había muchas capas de protección entre él y las adversidades del mundo. Pero esto no podría haberlo evitado. Tantos resguardos para ponerse a salvo del exterior, y esto provenía del interior.
—¿Quiere que llamemos a alguien?
David levantó la mirada.
—No, debo llamar al trabajo. Puedo pedir días libres por eso, ¿verdad?
—Así es —dijo Toby—. Puede tomarse algunos días libres y hacer preparativos para los niños. Llame a sus amigos y a su familia y cuénteles lo ocurrido. No importa lo que pase, necesitará ayuda. Empezaremos el trabajo administrativo y la pondremos en la lista.
—¿Puedo pasar la noche aquí?
—Cuando usted quiera. —David tomó la mano de Karen y se la apoyó en la boca un instante mientras la miraba. Empezó a sollozar sobre su mano. Toby los observó. Un puñal de celos atravesó su corazón abatido. Así de amplio era el espectro: por un lado, un hombre que le rogaba a Dios que curara a su mujer; por otro, uno preguntándose dónde mierda estaba la suya y por qué no se molestaba en responderle a un mensaje de texto.
Abandonó la habitación y encontró a sus residentes esperándolo justo frente a la puerta.
—¿Qué demonios os pasa? —preguntó. Parecían sorprendidos.
—¿Doctor Fleishman? —preguntó Logan. Joanie y Clay se miraron.
—Estabais tomando notas mientras aquel hombre lloraba. —Toby empezó a caminar y ellos lo siguieron, pero luego se detuvo y se volvió para mirarlos—. Tenéis que mirar a los familiares a los ojos. No se trata de órganos. Sino de personas. —Siguió caminando y llegó a su despacho—. Las personas que llegan a vosotros no vienen para hacerse un control médico. Para cuando llegan a vosotros, saben que hay algo que no funciona. Están enfermos. Tienen miedo. ¿Sabéis el miedo que se siente cuando el cuerpo que ha acompañado a uno durante toda la vida de repente se vuelve en contra? ¿Sabéis lo que es que el sistema del cual dependían se arruine así, de pronto? ¿Podéis cerrar los ojos y tratar de imaginar lo que significa? —Se sentía disgustado por los tres y por sus miradas de confusión—. Si tanto temor sentís por las personas que están despiertas, quizás deberíais dedicaros a la cirugía. —Entró en su despacho y antes de cerrar la puerta acristalada, dijo—: Estoy muy decepcionado.
La culpa no era suficiente. Quería que se autoflagelasen. Quería que se golpeasen el pecho. No podían despreocuparse tan pronto. Cielos, que chicos tan idiotas. ¿Qué sabían de la vida? ¿Qué sabían de sufrir?
Toby se encontraba en su oficina, recostado contra la pared acristalada, mirando por la ventana. Sus residentes daban vueltas en el pasillo, a la espera de sus instrucciones. Miró el móvil. Todavía no había noticias de Rachel. Marcó su número de teléfono. Sonó y sonó y finalmente saltó el buzón de voz. Decidió llamar a Kripalu.
La hippie que contestó le dio la bienvenida con dos frases completas, explayándose acerca del buen día que hacía allí en Kripalu y lo inspirada y en gracia que se encontraba la divinidad en su interior para oír la divinidad en la voz de quien llamaba. Su nombre era Sage y de qué modo podía contribuir a propiciar…
Toby se apartó el móvil de la oreja, lo miró y volvió a acercarlo para descubrir que seguía hablando.
—Mi mujer está allí y necesito hablar con ella. O al menos estaba allí. Se suponía que debía volver a casa, pero no ha vuelto. He intentado enviarle un mensaje pero me imagino que allí no tienen mucha cobertura
—¿Me podría decir cómo se llama su mujer?
—Rachel Fleishman.
Silencio.
—Entonces, ¿puedo hablar con ella? ¿Puedo hablar con mi mujer?
—¿Le importaría esperar un momento?
—No. —Pero ya lo había dejado en espera con un coro de monjes.
Siete minutos enteros pasaron. Cuando Sage volvió al teléfono empezó a recitar de nuevo su cordial bienvenida.
Toby la interrumpió al llegar a «divinidad».
—Me has dejado esperando un buen rato —le dijo.
—He ido a a… —Pero estaba nerviosa.
—¿Está allí, entonces?
—Lo siento, pero no puedo proporcionarle información sobre nuestros huéspedes. Es una cuestión de privacidad.
—No pregunto por curiosidad —respondió—. Sino porque soy su marido y no sé nada de ella desde el viernes. Estoy preocupado por ella. —Ya había dicho dos veces que era su marido. En ambas ocasiones se odió por ello. Pero era cierto: seguía siendo su marido.
—Lo siento mucho —dijo ella—. Pero no estoy autorizada a brindar esa clase de información. —Toby notó la serena certeza de su voz. La joven ya había recibido esa clase de llamadas. Su trabajo era no decir nada.
Cerró los ojos y unió los dos extremos del estetoscopio que llevaba alrededor del cuello con una mano, tirando de él hacia abajo como si fuera una cuerda al cuello invertida. Cambió el método.
—Descuida, no hay problema. Estamos separados, así que no hablamos de ningún engaño. Solo faltan los papeles, ¿sabes? Si está allí con alguien, no pasa nada.
—Lo siento, pero no puedo…
—Sí, sí, lo que tú digas. —Toby colgó.
Caminó de un lado a otro de su despacho otro minuto más. Las paredes eran de cristal y daban directamente al puesto de las enfermeras. Una de las enfermeras de quirófano lo estaba mirando. Respiró hondo y volvió a bajar la mirada a su móvil. Le envió otro mensaje a Rachel:
Oye, ahora sí estoy preocupado. ¿Puedes simplemente decirme si estás viva y cuándo volverás a casa?
Esperó que aparecieran los tres puntos que indicaban que lo había recibido, que lo había leído, que seguía viva, algo. Pero jamás lo recibió, y sus residentes lo esperaban.
En el fondo había creído que Rachel aparecería mientras estaba en el trabajo. Jamás habría dejado que la pobre Mona esperara tanto si no lo hubiera creído. Era típico de ella lo de recogerlos durante el día para evitar una confrontación. A ella le habría encantado su cara de ira tras recibir todos aquellos mensajes para luego llegar a casa y descubrir que había recogido a los niños horas antes. Pero no, seguían aquí.
Guardó las compras que había hecho de camino a casa. Se dirigió al ordenador del salón para buscar la receta de un pastel de carne que le gustaba a Solly, pero Internet iba lento. Reinició el rúter y seguía lento. Fue a verificar el historial. A veces Solly entraba a alguna página infantil y jugaba juegos que llenaban el ordenador de virus. Comprobó la memoria caché. Desactivó las cookies. Verificó el historial y… vaya, vaya, se detuvo allí.
Las últimas diez páginas visitadas durante las últimas tres horas eran de porno duro: masturbación en círculo, MQMF, maduritas, jovencitas de 18.
—Joder —susurró. La búsqueda de Google que había generado estos resultados era «bagina de niña». Cuando lo vio, Toby estuvo a punto de caerse de la silla. Fue a la última página visitada. Era un caleidoscopio de gifs y fotos animadas: un pene rociando la cara exultante de una mujer con un chorro de semen, que se repetía como un bucle infinito; una mujer que gozaba embestida brutalmente desde atrás. Antes de que él mismo se excitara, se obligó a recordar lo que había venido a hacer: ejecutó un análisis de virus y borró todo el historial de búsqueda del día. Le entristeció advertir que su primera reacción fuera culpar a Mona, que hubiera enviado a los niños a su habitación a ver la tele para sentarse ante el ordenador y disfrutar de una tarde de pornografía. Mona, la tímida ecuatoriana que había ayudado a criar a sus hijos desde el momento en que nacieron; Mona, la cristiana devota que a veces era la presencia más estable del día.
Por supuesto, su hipótesis se hizo trizas cuando se dio cuenta de que era probable que supiera cómo escribir la palabra «vagina». Tenía que haber una explicación.
La llamó. Mona respondió al tercer tono con voz monótona.
—Sí.
—Hola, Mona. He encendido el ordenador y parece que durante el último par de horas alguien ha entrado en algunas páginas de lo más inapropiadas.
—En absoluto, yo estaba allí.
—Claro…
—Hannah estuvo hablando con sus amigas por teléfono antes de ponerse a mirar la tele, y Solly estaba jugando a juegos.
Quizás, después de todo, haya sido un virus. Por favor, Dios, que haya sido un virus.
—Tampoco me gusta que hayan pasado horas frente a la pantalla.
Mona se quedó callada.
—¿A qué clase de juegos estuvo jugando Solly? —preguntó.
—Juegos de ordenador.
—En serio, deberías llevarlos a pasear.
—Solly estuvo fuera todo el día.
—Pues tienes que vigilarlo, Mona. ¿Estás discutiendo conmigo sobre la necesidad de vigilarlo? Te digo que estuvo viendo porno en medio del salón durante horas.
Mona colgó. Quizás creyó que como Toby había hecho una pausa la reprimenda había acabado y que era un momento oportuno para colgar. Había aceptado la petición con el silencio de un soldado.
—Hannah, Solly, ¿podéis venir, por favor?
Tras unos minutos se presentaron ante él.
—¿Quién ha usado hoy el ordenador?
—Yo he estado usando el iPad —dijo Hannah. Toby miró a Solly y lo vio abrir los ojos como platos. Tenía la mandíbula apretada y temblaba aterrado.
—Hannah, puedes volver a ver la tele.
Solly cerró los ojos. Toby se sentó en el sofá.
—Ven aquí. No tengas miedo.
—No fui yo —dijo el niño.
—Solly.
Empezó a llorar y a resollar.
—No fui yo. No sé cómo aparecieron esas cosas. Aparecieron sin más.
—¿Es porque…? Ven, Solly, siéntate, no hay nada que temer. ¿Es porque sentías curiosidad por las chicas?
—Solo quería ver cómo era ahí abajo.
Toby asintió.
—Lo entiendo. ¿Quieres que te compre un libro con imágenes para niños de tu edad?
Solly abrió los ojos de par en par.
—No —respondió—. No quiero volver a verlo.
Toby lo aferró de los hombros y tiró de él hacia abajo para que la cabeza del niño quedara apoyada en su regazo, dejándolo llorar mientras le acariciaba el pelo. Su hijo tenía nueve años. Supuso que él mismo había tenido nueve años cuando empezó a hacerse esa clase de preguntas, pero en aquella época aún no había Internet, así que tuvo que acudir a la biblioteca para ver libros de arte. Otros chicos que conocía recurrían a los libros de biología, pero para él eran demasiado fríos. Sabía por las visitas a los museos con sus padres que el arte era mucho más sucio que la ciencia. Un día miró a hurtadillas su primer libro de Picasso, que fue seguramente un error en lo que se refiere a establecer un concepto uniforme de la anatomía. De allí pasó a los Courbet y a los O’Keeffe, y durante mucho tiempo estuvo terriblemente confundido hasta que por fin hojeó un libro de anatomía y volvió a la realidad.
Por fin, a los diez años encontró la pornografía. Una noche, sus padres lo llevaron a casa de su primo mayor Matthew, en el valle de San Francisco. Después de cenar, Toby lo siguió a su dormitorio. Su primo, que tenía quince años, atesoraba revistas porno y una cinta de VHS en la que un joven se despierta en mitad de la noche, en una gran casa de las afueras, y al bajar las escaleras se encuentra a su madre participando en una orgía que ella misma ha organizado. Al parecer, el chico se había despertado porque los gemidos y jadeos de una orgía no son demasiado discretos. Al descender las escaleras con ojos somnolientos, su madre advirtió su presencia. Llevaba un vestido halter, que aún no se había quitado, posiblemente por sus funciones de anfitriona, y lo volvió a conducir escaleras arriba («no hay nada que ver aquí abajo, cariño») para meterlo en la cama. Pero él ya había visto demasiado como para no estar más cachondo que un mono, así que no dejaba de rebuscar bajo el vestido de su madre en pos de su pecho. A estas alturas ella también se había excitado, aunque sabía que aquello estaba mal y no dejaba de apartarle la mano y volver a poner el pecho dentro del vestido. Eso sucedió tres o cuatro veces antes de que cediera y empezaran a darle de verdad cuando de pronto la madre de Matthew entró a la habitación gritando: «¿Otra vez? ¿Otra vez?», y el pequeño Toby, que solo tenía diez años, salió corriendo y fingió que no había pasado nada y que la rara agitación que empezaba a sentir dentro de sus pantalones no existía. Pasó meses aterrado de que su tía se lo contara a su madre y que su madre lo odiara. Como resultado, no pudo volver a mirar a su tía a los ojos durante años. Y durante años le preocupó haber quedado jodido hasta límites insospechados por el hecho de que su primer contacto con la pornografía hubiera involucrado una relación incestuosa. Sentía una punzada de repugnancia en su interior, pero convivía con una leve sombra de excitación fálica que le preocupaba. Le preocupaba confundir las cosas; le preocupaba ser un inadaptado sexual o que, si alguna vez le sobrevenía un pensamiento sexual la misma semana que se le cruzaba un pensamiento de su madre (su madre con forma de peonza), eso lo convertiría en un depravado. Lo angustiaba tanto el hecho de pensar en ella al eyacular que justamente las primeras veces que mantuvo relaciones pensó de inmediato en su madre.
Pensaba en todo aquello mientras le acariciaba el pelo a Solly. Pensó que era probable que el niño hubiera quedado traumatizado y profundamente repugnado por un encuentro demasiado precoz con la edad adulta como para que su pequeño cerebro pudiera procesarlo. Solly se preguntaría durante mucho tiempo si era normal eyacular en la cara de una mujer, y si ella lloraría de gozo y placer al hacerlo. Qué difícil era crecer. No había modo de eludir la juventud. Su padre solía decir que eran los mejores años de la vida. Pero él pensaba: ¿es una puta broma? Entonces mátame ahora. Sí, crecer era asqueroso, pero de un modo literal: como el asco que acompaña a gran parte del proceso, o la terrible repulsión que sientes cada vez que un pequeño trozo de tu inocencia acaba fulminado.
Su móvil emitió un zumbido. Era Rachel, estaba seguro de ello. Algún rayo de energía nuclear había irradiado desde el apartamento hasta llegar a la cima de su montaña, activando los últimos vestigios de su instinto maternal. Se sentía asediada por el deseo de querer saber cómo se encontraba su familia. Seguramente, Sage le había dado el mensaje, y ahora venía a toda prisa para tranquilizarlo. Había estado meditando sumida en un profundo trance durante tres días y acababa de despertar y lo lamentaba. Se apresuraba a contarle que un par de días de esclarecimiento le habían sentado bien, que su comportamiento había sido deplorable y que le gustaría que Toby volviera a casa. «Soy la Rachel que conociste en la fiesta de la biblioteca», diría. «He vuelto a ser ella». Él no se lo pondría fácil; le había hecho tanto daño a lo largo de los años. Pero terminaría accediendo. Por supuesto que terminaría accediendo. No porque la echara de menos, sino porque habría dado lo que fuera por que todo lo sucedido, absolutamente todo, hubiera sido un enorme malentendido. Se removió un poco intentando no molestar a Solly para extraer el móvil del bolsillo.
—Lo siento, amigo, podría ser del hospital —se excusó.
Miró la pantalla y vio el pezón envuelto en encaje de Nahid, la mujer parisina con la que había estado enviándose mensajes mientras regresaba a casa del trabajo. El pezón estaba erecto.
Apoyó el móvil y continuó acariciándole el pelo a Solly. Y siguió haciéndolo durante las siguientes dos horas.
—Tengo malas noticias —dijo Toby el martes, cuando Hannah salió del dormitorio con la maleta hecha. Creía que iría a los Hamptons, aunque fuera con un día de retraso. Como no venía su madre para recogerla, tal vez si hacía la maleta llegaría de todas formas a fuerza de voluntad.
Su cara se tensó.
—No. —Lo dijo como si estuviera regañando a un perro.
—Ha llamado tu madre. Ha tenido que irse de viaje por trabajo. Lo siente mucho.
Hannah empezó a despotricar sobre lo injusto que era.
—No lo entiendes —rugió, plegándose en una posición que su profesora de yoga llamaba la Postura de la pinza. Se apretó el estómago como si le doliera—. Voy a encontrarme allí con todo el mundo. Están esperándome. Ya están allí.
Toby intentó acercarse, pero gruñía con odio, dilatando las fosas nasales. Era preciosa y ridícula como su madre.
La noche anterior había llamado a Rachel tres veces sin que respondiera, además de enviarle una serie de mensajes:
Vamos, Rachel. Esto no tiene gracia.
Sabes, yo también tengo una vida.
Luego, por la mañana, suplicó:
Estoy cada vez más preocupado. Por favor, llámame.
Luego, tras una hora de rabia, le envió otro. Le repugnaba tener que hacerlo:
No te haré más preguntas. Por favor, llama.
Luego le envió un mensaje a Nahid, que no dejaba de enviarle fotos de partes del cuerpo y que quería quedar con él. Eso sí le dolió. Toby le dijo que su ex estaba ocupada y debía cuidar a los niños y que ¿tal vez sería posible quedar a finales de semana? Nahid le respondió con un y luego un
. ¿Significaba que estaba enfadada pero lo perdonaba? ¿O que él se encontraba en el infierno y ella en el cielo? No lo sabía. Ese estúpido
estaba en todos lados. ¿Qué significado tenía? ¿Qué quería comunicar? ¿Sería la manifestación digital de la lujuria femenina reprimida desde sus días de sufragio? Unos días atrás, una mujer con la que intercambió mensajes subidos de tono aludió al sexo oral, y cuando él respondió con el
, ella le respondió con el
. ¿Qué significado podía tener? ¿Se había ofendido? ¿Estaría negándose de modo literal a lo que acababa de ofrecer? ¿Estaría sorprendida? Siempre creyó que ese emoji significaba que te habías quedado sin palabras. O que estabas aturdido. No lo sabía. No lo sabía. Fuera como fuese, le dio las gracias a Nahid por su comprensión. Pero enseguida una oleada de náuseas se apoderó de él, y se preguntó si el jueves la situación sería la misma que hoy, martes. No podía ser. Rachel era la dueña de un negocio de éxito. La gente confiaba en ella. Ella misma lo decía siempre: la gente confiaba en ella. Sí, bueno, la gente también confiaba en él, Rachel. Le confiaban sus vidas, Rachel.
Volvió a mirar el móvil a medianoche. ¿Qué podía quitarle? ¿Cómo podía hacerle daño? No lo sabía. ¿Cómo podía molestarla? No tenía ni idea. Juró que lo que hizo a continuación no tenía relación alguna con estos pensamientos, pero, bueno. Enloquecido, furioso, le envió un mensaje a Mona:
Mi hijo de 9 años estuvo viendo pornografía en el ordenador durante horas en tu presencia. Ya no requeriremos tus servicios. Te deseo suerte.
Rachel tendría su opinión al respecto, pero bueno, si Rachel quería opinar, tendría que volver, ¿verdad? Nunca permitía que Toby le diera instrucciones a Mona. Rachel decía que tener dos jefes afectaba a la gestión. Cuando Mona preguntaba, por ejemplo: «¿Debo llevar a Hannah a comprar zapatos nuevos para el primer día de colegio?», Toby no sabía qué responder. No sabía si Rachel ya le había pedido un par o si planeaba llevarla ella misma, y no se atrevía a correr el riesgo de recibir una regañina por demostrar iniciativa. «Mona es la única persona que me acepta tal como soy», le dijo Rachel una vez. «Solo tengo que pagarle. Jamás tengo que darle explicaciones. Jamás tengo que soportar ninguna mierda».
Dejó a los niños en la sala de conferencias del hospital. Hannah hervía de furia. A Solly no le importaba: no podía creer la cantidad de tiempo que estaba pasando frente a la pantalla gracias a aquel imprevisto. Pero Hannah… Por algún motivo, Hannah estaba furiosa con él. ¿Cómo podía Toby explicarle que su madre los había abandonado a todos sin miramientos? ¿Cómo podía explicarle que su madre parecía estar envuelta en algo que ni siquiera podía empezar a articular?
Toby se dirigió al despacho del jefe.
—¿Puedo verlo? —le preguntó a la secretaria; ella le hizo una seña para que pasara.
La habitación tenía las paredes cubiertas de paneles de madera como si fuera una biblioteca de derecho, y las estanterías llenas de trofeos de acrílico que se remontaban a la década de los 80: galardones por investigación, por sus contribuciones a la comunidad y por el trato con los pacientes. Donald Bartuck era el jefe de hepatología, licenciado en Medicina, miembro del Colegio Americano de Médicos, etc., etc. Era un buen médico, pero salió del vientre materno destinado al trabajo administrativo. Solo se le daba bien estrechar manos, guiñar el ojo y recordar los nombres de mujeres. Cuando fue su jefe de residentes les había enseñado a Toby y a sus compañeros residentes cómo cuidar a sus pacientes como ahora él les enseñaba a sus residentes. Por eso le molestó tanto que lo trasladaran al área de administración. Si aprendiste a hacerlo, si te gusta tanto el trabajo, ¿por qué querrías hacer algo tan diferente? Si tanto te gusta recaudar fondos y el trabajo administrativo, ¿por qué no meterse directamente en finanzas como Seth, ganar un montón de dinero haciendo lo que haces, en lugar de solo un buen salario que depende de decisiones médicas de vida o muerte?
Cuando Toby entró, Bartuck contemplaba por encima de sus gruesas gafas negras de pasta algo que estaba dentro de una carpeta. Parecía un Ted Kennedy estirado: medía dos metros, era musculoso y delgado. Tenía un enorme mechón gris ondulado de pelo voluminoso y una papada de morsa que le daba una expresión abatida. Cuando caminaba junto a él por los pasillos, Toby solo podía pensar en que parecían pertenecer a dos especies completamente diferentes: Gulliver y un liliputense. Sobre su escritorio había una fotografía de él y su segunda mujer, Maggie, junto a sus tres hijos, todos vestidos para jugar al tenis. Al otro lado del escritorio había una foto de Bartuck con un expresidente. Toby se sentó en una silla de cuero que dejó escapar un poco de aire en el momento del impacto.
—Toby.
—¿Tienes un minuto?
Bartuck apoyó el papel que estaba mirando.
Toby se sentó dándose un segundo antes de decirlo en voz alta.
—Necesito tomarme un día o dos. Por motivos personales.
Bartuck cruzó las manos y se inclinó hacia delante sobre el escritorio.
—No es el mejor momento. El marido de Karen Cooper trabaja para un fondo de capital de riesgo que organiza nuestra campaña de donación de médula ósea todos los años. —Para Toby, que un fondo de capital de riesgo organizara una campaña de donación de médula ósea era como si una fraternidad organizara una venta de pasteles. Lo que fuera para lavar la conciencia.
—Lo sé. No preguntaría si no necesitara hacerlo.
Bartuck guardó silencio esperando una explicación. Todo el mundo quería un espectáculo.
—Rachel llega tarde de un viaje de negocios —le dijo Toby—. Tenía que volver y llevarse a los niños toda la semana, pero no puede, y la niñera ya no vendrá a trabajar.
Mierda. Había despedido a Mona. Pensó que le daría una diarrea. Bartuck permanecía en silencio: sigue.
—Ayer dejó que mi hijo viera porno. —Mona. Había despedido a Mona.
—Oh, ¿así que simplemente te quedarás en casa con ellos?
—Es mejor que la sala de conferencias. Estaré disponible para cualquier llamada. Phillipa está aquí, y también mis residentes. —No hizo mención de los Hamptons porque a un hombre tan acomplejado como Toby no se le ocurría decir «los Hamptons» delante de un hombre que sabía cuánto dinero ganaba: un salario que, claro, era una cantidad decente para los estándares estadounidenses, pero que no se correspondía con el nivel de los Hamptons. Bartuck tenía una casa en los Hamptons. Bartuck tenía que organizar fiestas e invitar a inversores. Había gente con la que tenía que estar de acuerdo al cien por cien por ridículo que fuera lo que dijeran. Tenía que alardear de sus títulos ante personas a los que estos les impresionaban mientras presumía de supervisar a las personas que en realidad seguían trabajando de médicos.
—Cielos —dijo Bartuck—. Está bien. Tómate dos días, pero asegúrate de que tus residentes vigilen bien a Karen Cooper. Yo también pasaré a verla. Le dije a David Cooper que eras el mejor que teníamos.
—Gracias, señor.
Toby abandonó su despacho y se dirigió a la sala de conferencias. Hannah y Solly levantaron la mirada de sus iPads.
—¿Quién quiere ir a Long Island? —preguntó. Solly vitoreó, y la expresión de tristeza en la cara de Hannah se desvaneció como si jamás hubiera existido.
Acababa de cruzar Penn Station cuando Toby me envió un mensaje diciendo que no podía reunirse conmigo para almorzar. Rachel ha decidido quedarse en su retiro de yoga de mierda un par de días más sin consultarme, escribió.
¿Y?, pregunté.
Suele hacer este tipo de cosas. No preguntes.
Un hombre a quien le faltaba la mitad de una pierna pasó renqueando con muletas. Una chica de catorce años vestida como un payaso lloraba y hablaba por el móvil. Una mujer de Long Island con cinco niñas de nueve años, con trajes idénticos de recital de baile, le gritaba a una de ellas: «¡No le he dicho eso!». Penn Station es de lo peor. Levanté la mirada al tablón de maniobras bélicas. El siguiente tren de regreso a Nueva Jersey salía en catorce minutos, pero no soportaba la idea de subirme a él. No quería y no podía sentarme por segunda vez en una hora junto a un imbécil que estuviera bebiéndose una lata de medio litro de Bud Light Lime.
Decidí que, en cambio, pasearía un rato por el centro. ¿Dónde estaba Rachel? ¿En un retiro de yoga? ¿En algún sitio para castigar a Toby? ¿En algún lugar sin pensar en Toby? Mi madre solía decirme que las horas de un día podían robarse, pero jamás los días. Pero Rachel estaba robando días, igual que yo en otra época. La revista solía enviarme de viaje; me alojaba en hoteles bonitos, en ciudades desconocidas que probablemente jamás fuera a conocer sola. Una vez, en Londres, me quedé dos días más porque no soportaba volver a subirme a un avión cuando terminó mi entrevista de dos horas. Cambié el billete (jamás reservaba un viaje para quedarme más tiempo, simplemente prolongaba la estancia) para quedarme dos días más. En aquella época mi hija tenía ocho meses. Pero no era solo que estuviera cansada, y no era solo que fuera poco razonable enviarme a Europa desde Nueva York para dos días. Creía que los momentos que pasaba en el hotel y la ciudad, a solas, eran los momentos en los que podía volver a sentir mi cuerpo. Volvía a existir sin un contexto: sin un carrito de paseo, sin un hombre que me tomara de la mano. No llevaba el anillo en aquellos viajes. No era porque quisiera tener una aventura, sino porque cuando viajaba en avión, se me enfriaban los dedos y se estrechaban, y entonces el anillo se me caía, y no podía deshacerme de la sensación de pánico al creer que lo había perdido. Pero era posible que también fuera lo otro, el asunto del contexto, no lo sé. Veámoslo de este modo: es posible sentir el cuerpo por primera vez en mucho tiempo, sentir la piel, y de pronto sentir también el anillo alrededor del dedo y que su peso se vuelva insoportable.
A Adam no le importaba; esa es la verdad. Le dije que habían postergado la entrevista. Deambulé por los castillos, los museos y a lo largo del Támesis. De pronto, me gustaba el impresionismo, como la idiota felina en la que me había convertido. De pronto, me gustaba estar sentada en un bar, en lugar de cenando en una mesa. ¡De pronto, me gustaba el espresso pero sin leche! ¡Quién bebe café sin leche! Una vez, me senté junto a un hombre de negocios en un avión a Lisboa que me prestó especial atención, aunque yo llevara la ropa sucia, gafas y hablara de mis hijos. Quería saber si podíamos cenar juntos al llegar. Y eso hicimos, en un café, de noche, al fondo de un callejón. Y dentro de mi cuerpo sentí algo que golpeteaba en la ventanilla de mi conciencia, no con fuerza; era tan solo un golpe sordo. No tenía ningún sentido. El tipo era igual a Adam: responsable, amable, un poco despistado. Y lo único que yo quería era que intentara besarme. Adam quería besarme. ¿Por qué no era suficiente con eso? Me fui del café de manera abrupta. No quiero hablar del tema. Solo quería decir que estas pequeñas rebeliones resultaban ridículas. Yo era ridícula. No quiero hablar del tema.
Antes de que me diera cuenta, estaba en el Village, sobre el pequeño tramo de la Sexta que conduce a la calle Carmine. Pasé el parque de baloncesto y la vieja sala de cine que se había convertido en la nueva sala de cine. Mis padres habían ido a la Universidad de Nueva York, como yo, y cuando mi padre me visitaba en el campus me hablaba de las tiendas que estaban antes de que pusieran las tiendas actuales. Y yo lo consideraba el asunto más tedioso del mundo, salvo que me parecía una locura que el centro de estudiantes se hubiera convertido ahora en un centro de estudios religiosos.
Paseé por Carmine un rato, solamente por aquella calle diminuta, intentando sentir alguna descarga de nostalgia o de belleza. Había vivido allí tras terminar la universidad, en mi primer apartamento propio. Era todo lo que mi madre temía, un maldito tugurio de vicio y perdición como los que había en Buscando al señor Goodbar (lo cual significaba acostarse con alguien con quien no estuviera casada), lleno de envases de comida a domicilio. Una vez, conocí a un hombre en el Angelika, durante la proyección de Laurel Canyon, a quien llevé a casa para mantener relaciones. Sencillamente, lo llevé a casa. Solo lo hice una vez.
Seguía viviendo en la calle Carmine cuando me enamoré de Glenn, el primer director que tuve en la primera revista para la que trabajé cuando acabé la universidad, TV Tonight. Glenn estaba casado y tenía tres hijos. No era el tipo más guapo de la oficina, pero era el único que transmitía una especie de estabilidad que yo, de forma muy aburrida, consideraba sexy. Las noches que me acompañaba a casa después del trabajo, nos acostábamos, y luego él se levantaba para marcharse y regresar a Westchester, y yo me quedaba llorando. En aquel momento, fumaba. Había empezado a fumar en Israel. Mi madre fumó toda la vida; yo jamás lo haría. Pero cuando cumplí veinte años, me pareció bien por fin probar uno: por supuesto, había dejado atrás la zona de peligro de la adicción. Pero ¿quién hubiese pronosticado que serían tan deliciosos y gratificantes? (Sí, ya lo sé). ¿Quién hubiese dicho que la agitación que sufrí durante tantos años era tan solo un deseo encubierto de fumar? Los cigarrillos me atraparon de verdad. Los cigarrillos eran aquello que mis dedos y mi boca habían estado buscando posiblemente desde el momento mismo en que nací.
Glenn no era un depredador de verdad. Más bien carecía de fuerzas para resistir las atenciones que yo, una persona joven, le prodigaba. La primera vez que lo vi, se encontraba junto a una puerta, a contraluz, con las galeradas de una revista que yo tenía que leer a modo de prueba. Algo sucedió en aquel intercambio inocente, solo por apoyar un trozo de papel sobre mi escritorio con una palabra amable. Algo eléctrico, algo adictivo. A partir de ahí, lo perseguí a todas horas. Pedía ayuda cuando no la necesitaba. Daba vueltas alrededor de su escritorio, a la vista de todos, sin poder contenerme. Pasaba caminando a mi lado y me quedaba sin aliento. No era tan guapo ni interesante. Os digo que no tenía ningún sentido.
Pero en aquel momento también fui capaz de sentir mi cuerpo. Lo sentí abriéndose a él, y me di cuenta de cómo funcionaba todo: la evolución, la atracción, los imperativos de la procreación. Comprobé por primera vez que no podía hacer nada ante estas fuerzas. Había perdido la cabeza por otros chicos, incluso había estado enamorada. Pero nada como aquello, que abarcara todo el cuerpo. Aquello era el motivo por el cual las personas componían poesías. Aquello era el motivo por el cual todas las canciones versaban sobre el amor. Ahora lo entiendo, pensé. Lo entiendo. Una noche, en un ascensor, me dijo que yo lo distraía. Le dije que teníamos que salir a cenar para hablar del tema. Llamó a su mujer delante de mí desde una cabina telefónica para decirle que tendría que quedarse en la ciudad un par de horas. Y eso fue todo.
Ahora recuerdo aquel momento, lo ansiosa que estaba por complacerlo en la cama. No puedo pensar en ello sin pensar en el pobre Adam, en el hecho de haberme obsequiado con una ausencia de volatilidad, y, como resultado, yo le doy a cambio menos volatilidad. Menos entusiasmo, menos humedad.
En fin.
Cuando Glenn estaba en mi cama, encendía un cigarrillo y lo soplaba en dirección a él para que oliera a cigarrillo cuando llegara a casa, esperando que su mujer se diera cuenta y se produjera algún cambio. Pasaba los días imaginando que algo le sucedía a ella o a ambos. Solía tratarse de una tragedia, no solo un divorcio, y me obligaba a mudarme a su casa para cuidar a los niños. Ahora recuerdo aquel momento: desear la vida de otro, en lugar de realizar el esfuerzo de imaginar la mía. Cielos, era una idiota redomada. Mis sueños eran tan pequeños. Mis deseos eran muy básicos y revelaban mucha falta de imaginación. Había asistido a bodas en las que la novia llevaba un vestido rojo. Había conocido a personas que tenían relaciones abiertas. Me pregunté por qué era tan poco original. En todos los demás aspectos de mi vida había sido muy creativa; resultaba insólito lo tradicional que me había vuelto y lo proclive que era a las convenciones del sistema.
Mientras caminaba por la calle Carmine pensé en que había llevado la clase de vida que deseaba. Me había convertido en alguien como la mujer de Glenn: casada, residente de las afueras, aburrida, esperando que un hombre volviera a casa. También a Adam lo conocí por el trabajo. Había estado escribiendo un artículo sobre un juicio contra un servicio de citas exclusivo para cristianos, y él era el becario que me habían asignado como acompañante en el bufete de abogados. Era alto, tenía unos ojos amables y unas gruesas gafas negras. Vestía camisetas y zapatos Weejuns; llevaba corbatas tejidas y de las comunes. Formaba parte de un mundo en el que sabías cómo vestirte para cada ocasión, y siempre era con una americana de Brooks Brothers. Provenía de una familia rica que esperaba que él también fuera rico, y como la perpetuación de la riqueza era algo previsible entre los ricos, le salía de modo natural.
Mientras escribí el artículo —ya estaba trabajando en la revista masculina— almorzábamos, y yo intentaba sonsacarle información. No me reveló nada, pero jamás perdió la tranquilidad ni el buen humor, jamás se irritó. Qué cosa tan rara, la falta de oscuridad. Qué cosa tan rara, que tu trabajo no te estrese, que las cosas buenas te hagan feliz y las malas te entristezcan. La simpleza es una ducha de agua fría tras un baño caliente. Mis emociones nunca seguían un trayecto tan lógico. Quizás fue aquello lo que me atrajo en un comienzo. Su serenidad fue una rectificación necesaria para mí. No se me ocurrió que sería yo la que tendría que pasarme la vida explicando mi oscuridad e insatisfacción a una persona que ni siquiera entendía aquellos conceptos.
Nuestra vida sexual fue formidable, luego resultó ordinaria, y luego (es decir, en este momento) nos perdimos. Lo hacíamos una vez a la semana, luego una vez cada dos semanas, pero luego dos veces durante la siguiente semana, así que todo debía ir bien, ¿verdad? El problema es ese: solo se puede desear algo que no se tiene. Así funciona el deseo. Y nosotros nos teníamos el uno al otro. De forma categórica. Ninguno de los dos desviaba jamás la mirada hacia otra persona. Después de que Adam y yo nos casáramos, cuando salí al mundo vi que los hombres que me atraían eran casi idénticos a mi marido, como aquel tipo de Lisboa. No quería nada que fuera diferente. Pero echaba de menos el deseo. Se supone que no tenemos que anhelar el deseo, pero ahí está de todos modos. Entonces, ¿qué hacer al respecto? Olvídalo, no tiene sentido hablar de esto. Hablar de esto no arregla nada.
Mi móvil sonó, y me senté en el banco frente a la iglesia de la esquina. Era la niñera, queriendo saber qué darles a los niños de cenar. Miré el reloj. Ya eran las cinco. Llevaba deambulando seis horas.
Cuando colgué, seguía con los auriculares puestos. Una canción empezó a sonar en mi móvil, algo que sucede a veces, sin mi instrucción explícita. La canción era una de U2, de un disco que lanzaron cuando estaba terminando el instituto, un disco que escuchaba en un reproductor de CD, recostada en mi cama, mirando al techo, mientras pensaba que estaba al final de un comienzo, y que lo que venía era el comienzo de un final. Me dirigí a un puesto que se encontraba en una esquina de la Sexta y compré un paquete de cigarrillos. El hombre que me los vendió no me miró con desconfianza; no me dijo que era demasiado mayor para estar jugando a este tipo de juegos. Volví al banco, encendí un cigarrillo e inhalé; el humo entró en mi cuerpo llenándolo de veneno, de algo.
La casa de East Hampton ya no era de Toby, aunque nunca lo había sido, pero aquello seguía sin ser oficial. Lo mismo sucedía con el coche, aunque por supuesto cuando llegó a su antiguo garaje estaba sudando y le aterrorizaba la idea de que no se encontrara allí y tuviera que disimularlo, o que el encargado supiera lo del divorcio y tuviera que salir a hurtadillas como un delincuente. Pero lo único que dijo fue: «¿Vais a algún lugar divertido?». Toby cargó el coche y arrancó. La noche estaba despejada, y los niños miraron por las ventanillas. Toby aferraba el volante con fuerza. Durante mucho tiempo nadie dijo nada; el intercambio con el encargado seguía pesándole.
De pronto, desde el asiento trasero:
—¿Dónde está mamá? —preguntó Solly. Había tardado cuatro días en preguntar.
—Ya te lo dije, ha tenido que ocuparse de una cosa en el trabajo —le respondió.
—¿Podemos hacer una videollamada con ella?
Toby lo miró por el espejo retrovisor.
—No creo que se pueda por la diferencia horaria. Debe de estar durmiendo. —La frase creó una imagen en su mente: Rachel, durmiendo en un hotel, en algún sitio de Europa. Por un instante, sintió pánico.
Encendió la radio porque ponerla parecía el mejor modo de convencer a los niños de que aquello era normal, aunque no lo era ni de lejos. Volvió a posar la mirada en la carretera. Sintió un ardor en el fondo del estómago; durante un momento imaginó que la piedra que tenía dentro de las tripas era Rachel, y que podía operarse a sí mismo en el coche, sin tener que detenerse, y extraerla de forma quirúrgica. La encontraría en el interior (¡allí estaba!) y la arrojaría por la ventanilla, donde el ácido de su toxicidad horadaría un hoyo bajo el cemento de la carretera, y luego, más abajo, en el núcleo terrestre, hasta salir al otro lado, en China. Después, con renovada velocidad, saldría propulsada al espacio por encima de Asia, y atravesaría toda clase de materia oscura y universos paralelos adonde no llegaba la cobertura del móvil, y nunca más tendría que volver a oír su maldita voz.
Tomó la salida 70, preparándose para el exceso de los Hamptons, el ideal de los sueños de Rachel y la pesadilla viviente de Toby. Lentamente, las casas adquirieron fachadas más elegantes y señoriales, integrándose con una iluminación particular y algo que podía llamarse un jardín pero que, a medida que avanzaba por la carretera, también podía considerarse un prado.
Los Hamptons eran un verdadero insulto. Un insulto a las disparidades económicas. Un insulto a llevar una buena vida y formularse preguntas difíciles sobre lo que había que sacrificar en nombre de la decencia. Un insulto a tener lo suficiente, a saber que existía un límite. En el interior de aquellas casas no había personas altruistas y buenas, a quienes la fortuna les había sonreído a cambio de sus actos de bondad y sus buenas obras. No, dentro de aquellas casas de columnas y amplios jardines había bandidos para quienes nunca nada era suficiente. Nunca había suficiente dinero, bienes, ropa, seguridad, membresías de clubes, botellas de vino añejo. No había una cantidad de dinero ante la cual se dijera: «Llevo una buena vida. Me gustaría ver si puedo ayudar a otro a llevar también una buena vida». Aquellos eran delincuentes; sí, la mayoría eran verdaderos delincuentes. No siempre con delitos que ameritaran la cárcel pero, sin duda, moralmente aborrecibles: tenían cuentas en paraísos fiscales, o pagaban mal a sus asistentes, o tenían a sus amas de llaves trabajando en negro, o eran miembros de la Asociación Nacional del Rifle.
Y el colmo, el peor insulto de todos, era su ubicación geográfica: en la punta de Long Island, que en sí misma era una protuberancia de Manhattan. Aquella punta de lujo estaba ubicada de manera tan precaria y era tan propensa al mal clima, rodeada de agua por casi todos sus lados, que lo más ofensivo de todo era que semejante riqueza estuviera ubicada en un sitio tan indefenso. Una tormenta fuerte bastaría para hacer volar las casas. ¿Y sabes lo que sentían aquellos bandidos al respecto? No les importaba una mierda. Adelante, que Dios descargue su ira sometiéndonos al escarnio y la destrucción. Nos tiene sin cuidado. Ganaremos una fortuna con el seguro, ¡y además tenemos una casa en Aspen!
Toby aparcó en la entrada de su casa. Rachel lo había convencido de que gracias al trabajo de ella habían podido comprar una casa en los Hamptons, y él la había convencido de que debía ser una más modesta de lo que pudieran permitirse. Por algún motivo, accedió. Seguía siendo enorme: cinco dormitorios, un garaje para tres coches, un salón, un cuarto de juegos, una sala de estar, un solárium y una terraza con vistas al océano. Había pertenecido a un viejo director de Vanity Fair, en la época en la que los directores de revistas podían ser ricos. Era un dinosaurio que se había muerto y extinguido. Ahora las únicas veces que los periodistas íbamos a los Hamptons era cuando nos invitaban por considerarnos nobles excéntricos, o por lo interesantes y poderosos que habíamos sido, o porque un publicista había alquilado una casa de la playa para representar a una compañía de relojes de lujo y quería bombardearnos con información sobre una nueva y fascinante oportunidad para nuestro catálogo de regalos del mes de diciembre. El hijo del director de Vanity Fair se hizo cargo de la casa cuando murió su padre, pero tuvo que abandonarla al ser acusado de abuso de información privilegiada, y liquidaron la propiedad. Rachel hizo una oferta y la compró. No le gustaba contarle a la gente que la había comprado en una liquidación.
Toby aparcó en la entrada y los niños entraron corriendo en la casa. Una gaviota voló hacia el coche. No había venido desde la noche en que Rachel aceptó el divorcio, en enero. Habían ido a pasar un fin de semana, aunque fuera temporada baja, porque estaban buscando un campamento de verano para Hannah, quien se había interesado por uno situado en Dix Hills que tenía una jornada de puertas abiertas. Luego hubo una tormenta de nieve, y decidieron quedarse hasta el lunes. Aquella noche habían tenido sexo, uno de los polvos tristes y mecánicos de sus últimos años juntos. Hacía un año que Toby le había pedido el divorcio por primera vez. No había sido a causa de la ira, sino de la irritación que sentía por el desgaste de mentirse a sí mismo. Cada vez que planteaba el tema, solo había recibido amenazas histéricas. Rachel le gritó que si intentaba dejarla, jamás volvería a ver a los niños, y que se quedaría sin un centavo.
«Pero ¿por qué?», preguntó. «Sé que no eres feliz así».
Ella no tenía una respuesta. Solo seguía amenazándolo. Él cedió, aterrado y más triste aún. Pero por algún motivo, mientras la nieve caía sobre el tragaluz de su dormitorio, y los rodeaba un silencio que jamás había en verano, un sentimiento de paz pareció apoderarse de Rachel. Recostados en silencio, en la habitación helada, aunque bien arrebujados entre las mantas, ella miró al techo y dijo: «Creo que debemos divorciarnos». Toby se volvió de lado para mirarla y lo embargó un anhelo desgarrador por aquello que habían destruido. Las lágrimas se derramaban por las mejillas de Rachel, y él se las limpió con los pulgares.
«Todo irá bien», dijo.
Las semanas y meses que siguieron a aquella noche fueron algunos de los más felices de su matrimonio. Se rieron. Se trataron con amabilidad. Volvieron a ver un episodio de una sitcom que los había hecho reír años atrás. Compartieron la sorpresa y la frustración ante los berrinches de Hannah. Se volvieron a mirar a los ojos cuando Solly estuvo un día intentando decir la palabra sarcófago, intentando no reírse. Habían perdido la intimidad del amor hacía mucho tiempo. En los últimos años lo único profundo era su odio: cuando peleaban utilizaban todo lo que habían aprendido del otro durante sus años de convivencia para lanzarse los insultos más crueles. Toby atacaba con dureza las extraordinarias incoherencias maternales de Rachel; ella buscaba atravesar su masculinidad como si fuera una arteria. Pero cuando dejaban de pelear, la confianza desaparecía. Sus conversaciones eran tan frías y distantes que si los hubieras escuchado hablar en un restaurante, en una de aquellas salidas nocturnas forzadas, te habrías preguntado si se habían conocido hacía un par de semanas. Ahora había vuelto la intimidad. Rachel compraba la cena de camino a casa cuando sabía que él llegaría tarde para relevar a la niñera, aun cuando la cena era responsabilidad de Toby. Él corría a la calle a comprarle comida china cuando ella mencionaba que hacía años que no se comía una buena empanadilla de pollo. A veces, se tomaban de la mano, lo cual no habían hecho en años. Toby advirtió que resultaba completamente contraproducente. Hubo tranquilidad, y con la tranquilidad hubo alivio, y el alivio se manifestó en su cuerpo como endorfinas, y le preocupó confundir esa señal con amor. No entendía por qué, si podían ser felices juntos durante los últimos días de su matrimonio, no pudieron serlo de verdad.
Decidieron esperar a que terminara el año escolar para que Toby se fuera de casa, pero él empezó a buscar un apartamento en abril, y por fin encontró uno cinco manzanas al norte, en la calle Noventa y cuatro y Lex. Compró los muebles por Internet. Con cada documento que firmaba para el alquiler y con cada botón que presionaba para confirmar un pedido, sentía que caía más y más profundo en un hoyo terrible. Y cada e-mail de confirmación que recibía lo encontraba en el fondo de aquel hoyo, presa del pánico y la inseguridad. Hasta que por fin pidió un juego de cacerolas esmaltadas azul brillante de Le Creuset, hizo clic en «Confirmar pedido» y no fue tan terrible. Y cuando llegó el e-mail confirmando el envío, se sintió emocionado con las cacerolas. Rachel solo había querido cacerolas de acero inoxidable, como si ella misma hubiera preparado la comida alguna vez. Decía que las esmaltadas de color azul brillante que a Toby le gustaban eran demasiado vistosas y la casa parecía un circo. «Nuestro estilo no es tipo casa de campo chic, Toby», decía. «Queremos conseguir un aspecto tipo años cincuenta». Recordó el día en que contrató a una decoradora («En realidad, soy diseñadora de interiores»), una mujer achaparrada de tobillos gruesos llamada Luc, para que viniera y evaluara el diseño de su apartamento de ciudad. Revisó algunas carpetas con Toby y Rachel y poco después decidió que (a) Toby no tenía interés ni autoridad alguna y solo estaba allí para impedir que los niños interrumpieran; y (b) tras una serie de preguntas realizadas a toda velocidad, el estilo preferido de Rachel resultó ser el modernismo de los años cincuenta. «¡Eres fan de la época dorada del interiorismo!», había dicho la diseñadora, y Rachel aplaudió ante la revelación. Como si acabara de enterarse del origen de sus antepasados, como si llevara preguntándoselo desde que tenía uso de razón, el misterio de su vida, y finalmente se lo hubieran revelado. Ahora todo empezaba a cobrar sentido.
«Pero quiere que todo sea nuevo», había dicho Toby en aquel momento, pensando que era gracioso. Rachel y Luc lo miraron parpadeando.
Todo esto para decir que jamás pensó que volvería a pisar esa casa. Todo esto para decir que creyó que jamás tendría que volver a mirar una silla Eames que parecía poder romperte el coxis tras una hora de amable conversación. Todo esto para decir que cuando le llegó el e-mail avisándole de que sus nuevas cacerolas Le Creuset estaban en camino, sintió tal alegría que estuvo a punto de saltar. Así se sentiría todos los días cuando se fuera del apartamento de Rachel, pensó. Así sería todo el tiempo… la vida según sus reglas, un hogar y un día a día cimentados por sus decisiones. Ahora, al avanzar hacia la puerta de su casa de los Hamptons por el camino de grava, posó las manos sobre las cabezas de sus hijos. Su pelo se había vuelto pringoso por la proximidad del agua salada. Se dio cuenta de que una parte de él se había apegado a la idea de que ella estuviera allí, de que él abriría la puerta y la encontrarían en casa, esperando. No sabía por qué habría ido allí: quizás estaría emborrachándose, quizás follando con algún hombre, quizás follándose a alguna chica, quizás llorando en la bañera, quizás muerta en el patio. Pero allí.
Pero encendió las luces y sintió la ausencia de una presencia humana en la casa y supo que ella no estaba. En realidad, no había creído que fuera a estar allí. Entonces, ¿por qué volvió a sentirse vacío y traicionado?
Aquella noche yació en aquella cama por primera vez solo y sintió lo que sentía siempre al despertar: Algo va mal. Estás en apuros. Fleishman está en apuros. La cama, que había costado veintiséis mil dólares, y el colchón, que había costado siete mil dólares, acunaron su cuerpo como una madre. Se recostó sobre el lado derecho, mirando el vasto espacio vacío donde debía haber otra persona. Un colchón California King resultaba excesivo. No habían necesitado tanto espacio. Miró a través del tragaluz a las estrellas, al espacio vasto e infinito, sintiéndose aún más pequeño de lo que era sobre la Tierra.
Su móvil emitió el sonidito de los mensajes de texto entrantes, y extendió la mano para ver quién era. Nahid, cuyas partes del cuerpo se estaban volviendo tan familiares a través del móvil que le costaba aceptar que ni siquiera habían tenido sexo ni se habían conocido. Sintió que se le endurecía la polla. No se le ocurrió mejor idea que masturbarse sobre la cama de Rachel mirando las fotos de otra mujer, mujeres que deseaban complacerlo, mujeres que deseaban causarle felicidad. Se quedó dormido con el móvil en la mano izquierda.
Por la mañana preparó tortitas para los niños con la mezcla sobrante del verano anterior. Pero Hannah no quiso comer; solo quería ver a sus amigas.
—Pero ninguna de tus amigas se ha levantado —le dijo Toby.
Ella se marchó a su habitación.
Toby se fue a la biblioteca, o lo que les vendieron como una biblioteca, aunque Rachel jamás hubiera colocado un libro dentro, solo un feo sofá de cuero verde y una televisión, y se sentó para llamar a Simone, la ayudante de su exmujer. El teléfono sonó una vez, luego saltó el buzón de voz. Miró el móvil un instante. Estaba nervioso. Cielos, ¿qué le daba tanto miedo? Vete a la mierda, maldita puta, dijo para sí. Volvió a llamar. De nuevo sonó y saltó el buzón de voz. Decidió enviar un mensaje.
Es una emergencia. Contesta.
Miró el móvil. Nada. Se disponía a marcharse de la biblioteca cuando el teléfono sonó.
—Hola, Toby —dijo Simone. Parecía abatida.
—¿Dónde está? —preguntó él.
—¿Has dicho que era una emergencia?
—¿Está allí? —Empezó a considerar las posibilidades—. ¿Puedes hacer que me llame? Lleva un retraso de días, y tengo un caso difícil en el hospital y le toca a ella. Es lo que acordamos. Puede joderme a mí, pero no a los niños.
—Si no es una emergencia, entonces…
—Simone. Mis hijos la están esperando. ¿Dónde está?
—Le dejaré el recado.
Simone colgó. Cómo se aprovechaba Rachel de ella. Llevaba cuatro años trabajando como asistente. Por lo general, eran dos, pero Rachel le contó que aunque hacía bien su trabajo, Simone era demasiado tímida y amable para soltarla y ascenderla a agente junior.
«¿Así que dejarás que crea que algún día vas a ascenderla?», le había preguntado Toby.
«Tampoco es que le haya mentido», respondió ella.
Hannah había quedado con Lexi Leffer, la pequeña y tímida Beckett Hayes y una tal Skylar, cuya madre la llevaba a castings de anuncios. Detuvieron el coche delante de la cafetería. Hannah le informó de que no podía acompañarla dentro, y que necesitaría sesenta dólares (no los míseros veinte que le ofreció), y que los otros chicos recibían cien dólares y que claro que le avisaría cuando fuera hora de recogerla, pero cómo hacerlo si era la única persona del planeta que no tenía móvil. Aún no había abierto la puerta de la cafetería cuando un grupo de chicos de su misma edad la llamó por su nombre. Hannah se dio la vuelta, y su cara se volvió agradable y reposada. Lo mismo que hacía Rachel.
—No sabía que habría chicos —dijo Toby a nadie en particular.
—Quizás sea solo una casualidad —replicó Solly. Estaba leyendo los datos de su libro del universo.
Toby se quedó sentado en el coche un instante, mirando fijamente hacia delante.
—Papá, papá, ¿estás bien?
Toby miró a Solly por el espejo retrovisor durante un par de largos segundos antes de escuchar la pregunta. Puso el coche en marcha y empezó a conducir.
—Sí, no, claro que estoy bien. Solo pensaba en la cena.
—Papá, ¿qué es la teoría del universo de bloque?
—¿La teoría del universo de bloque? ¿Dónde has oído hablar de ella?
—Está en mi libro.
—Vaya, es bastante complicado. Bueno, ¿estás listo? Es una teoría física. Es la teoría de que hay infinitos universos en infinitas dimensiones que existen a la vez. Pase lo que pase, ese momento sigue existiendo para siempre. El tiempo no fluye hacia delante. Todo sucede a la vez. Es difícil de entender, pero ¿lo entiendes?
—¿Así que eso significa que en este momento lo que haya sucedido aquí en el pasado sigue sucediendo?
—Sí. Y en el futuro. O lo que creemos que es el futuro.
—Entonces, ¿por qué no podemos verlo?
—Solo podemos ver nuestra propia dimensión. Nuestro cerebro apenas puede comprenderlo.
—¿Cómo sabemos en qué dimensión estamos?
—Según la teoría, estamos en todas.
Solly se reclinó hacia atrás y cerró los ojos, mordiéndose el labio superior con los dientes inferiores.
—¿Estás bien, amigo?
—Me estresa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Todo ocurre a la vez. Hay tanta actividad.
—Lo sé. Pero solo eres responsable de lo que ocurre ahora.
—Pero ¡todo ocurre ahora!
—Pero no puedes controlarlo todo, salvo lo que sucede ahora.
—Pero todos los yoes tienen que controlar su ahora.
—Pero son capaces de hacerlo. —Se dio la vuelta—. Solo es una teoría. Probablemente, no sea cierta.
Toby no soportaba hablar un instante más sobre la teoría del universo de bloque. No quería hablar de ninguna teoría vital que no fuera una realidad absoluta. No soportaba el alcance que podía tener el remordimiento, otras posibilidades y otras opciones que podrían aplastarlo de verdad si las consideraba. Había elegido vivir sin remordimientos. Había elegido creer que no tenía nada que lamentar. Se le habían presentado oportunidades, pero también tenía valores. Durante todo su matrimonio lo castigaron de manera sistemática por honrar sus valores, por no quedar succionado por la vorágine de aspiraciones con todas aquellas personas que lo rodeaban. No quería pensar más en posibilidades. Las posibilidades eran una trampa.
Cuatro años antes habían invitado a los Fleishman a una fiesta de Año Nuevo en la segunda casa de Miriam y Sam Rothberg (¿cómo se decide cuál es tu segunda casa cuando tienes cuatro?). Solly era amigo de Jack Rothberg, y Rachel iba a pilates con Miriam, el objeto de todas las ambiciones arribistas de su exmujer. Miriam era una Rothberg, lo cual la hacía rica e influyente, pero había nacido como una Sachsen, lo cual le daba acceso a la riqueza de dos o tres pequeños países europeos. Sachsen era la familia que más donaba al fondo de construcción del colegio, razón por la cual su nombre aparecía allí en por lo menos cinco sitios y también en los artículos de papelería, y también en el nuevo anexo del MoMA, que llevaría su nombre.
La casa estaba situada en el norte del estado, en Saratoga Springs, cerca del hipódromo. ¿Cómo podría Toby describir su casa? Parecía Monticello. Ocupaba una gran extensión de terreno y poseía un estilo colonial, con dos escalinatas inútiles en el vestíbulo de entrada. Por fuera era interminable; por dentro era interminable. Rachel le contó que tenía nueve dormitorios. Cada familia que invitaban disponía de su propia habitación, que resultó ser una suite de habitaciones: una para los padres; otra más pequeña, incluida dentro, para que compartieran los hijos; un baño por familia. Había más de veinte familias invitadas, y el propio Sam Rothberg alojaba a las familias que no cabían en un hotel histórico y encantador ubicado calle abajo.
—¿Por qué estamos en la casa y no en el hotel? —preguntó Toby mientras conducían hacia allí.
Rachel, al volante, encogió los hombros.
—¿Quién sabe?
—Me parece raro que nos permitan alojarnos en la casa.
—Quizás lo hayan hecho para que los niños puedan jugar. Para que lo sepas, Toby, algunas personas me aprecian.
Toby miró fijamente hacia delante. Por lo menos en un hotel podía tomarse un respiro de esa gente. Podía salir a dar un paseo con Solly por la naturaleza o saltarse una comida con el grupo. En cambio, los ubicaron en una habitación con una cama con dosel y paredes enteladas, decorada con un aburrido estilo Reina Ana. Toby apoyó las bolsas en el suelo. Ese fin de semana sería implacable.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Sam le preguntó si quería llevar a los niños a jugar a los bolos al pueblo. Toby rebuscó en su mente para encontrar una excusa, pero cuando le echó un vistazo a Rachel, sus cejas se alzaban implorantes.
—Claro —dijo.
Cuando llegaron a la bolera, Sam seleccionó con sus manos gigantes una bola marmolada de color rojo. La arrojó a través del aire para que aterrizara sobre la pista aceitada como un cisne y conseguir su tercer strike. Sam era alto incluso de acuerdo a parámetros normales, y al parecer había conservado todo el pelo, aunque con los tipos rubios nunca se sabía. Tenía lo que parecía un mentón firme, pero su mandíbula se proyectaba hacia delante, indicando que su mentón no era tan fuerte. Quizás incluso fuera débil. Cuando se reía, su mandíbula realizaba un golpeteo paralelo, como una marioneta. Se sentó junto a Toby mientras Jack se levantaba para lanzar su segunda bola. «¿Sigues en el hospital?», preguntó. «Estamos buscando a alguien para dirigir nuestro programa de marihuana».
—¿Fendant entrará en el negocio de la marihuana?
Sam soltó una risotada.
—Cielos, no. Buscamos a alguien que ayude a poner en marcha una importante división nueva. Estaría dedicada a desacreditar los mitos que existen alrededor de las terapias alternativas, recordándole al mundo que no hay nada como la medicina. Hay mucha información errónea dando vueltas por ahí. Como estoy seguro de que sabes.
—No, no estoy al tanto —señaló Toby—. Veo a muchos pacientes de cáncer beneficiarse de la marihuana y la acupuntura…
—Oh, no me hagas hablar de la acupuntura —dijo Sam.
—… me refiero a que no se curaron, pero sí hallaron alivio.
—Da igual. ¿No es acaso la cura el mejor alivio para una persona? —Toby pensó en Bartuck, que tenía expresión de avaricia y una actitud agresiva respecto a las donaciones y a la recaudación de fondos. A Toby le caía mal, pero ¿qué iba a hacer? Aquella clase de codicia era esencial para que él pudiera hacer su trabajo. Sin todo ello, era imposible trabajar. Así que había hueco para todos en la medicina. Lo comprendía. Pero aquello era nuevo. Bartuck al menos debía fingir que estaba interesado en curar a los pacientes; ¡Bartuck al menos había realizado el trabajo de curar enfermos! Lo nuevo era estar en un sitio con alguien que tuviera un desinterés tan ostensible en curar a la gente, y un interés tan ostensible en impedir el progreso.
—Soy médico —dijo Toby—. Me va mejor con los pacientes. —Esperó que esto pusiera fin a la conversación antes de que Sam mencionara un número, pero la esperanza es de idiotas. Toby se levantó para lanzar la bola. Esta se desvió al canal y derribó un bolo del extremo.
—Sería el puesto de director de una división importante, Toby. Ganarías un millón, sin contar las bonificaciones. Estarías a cargo de todo el equipo. Los horarios son estupendos. Los beneficios, inmejorables.
Toby intentó imaginar lo que sería estar tan familiarizado con el dinero como para ponerle un nombre.
—Es muy amable de tu parte, pero no es lo que quiero hacer.
—Rachel me dijo que te resistirías. ¿He mencionado las bonificaciones? ¿El horario? Tenemos un chalet en Zermat que podrías usar para ir a esquiar. Les damos una llave a todos los directores. Lo digo en serio.
—¿Cuándo has hablado de esto con Rachel?
Le tocaba a Sam lanzar la bola. Volvió a conseguir otro strike rotundo. Cuando regresó, Toby quería volver a hacerle la pregunta, pero no se le ocurría cómo sin parecer motivado por el pánico y la paranoia.
Juró no abordar el tema con Rachel hasta que regresaran a la ciudad. No había ningún lugar privado donde discutir en aquel sitio, y sabía que, una vez que ella empezara a decirle cosas insultantes sobre su profesión, pasaría un mal rato durante la cena fingiendo que todo iba bien.
Pero Rachel tenía otros planes. Aquella noche era Año Nuevo, y un séquito de camareros vestidos de blanco y negro servían canapés y champán. Toby se sentó solo en un sofá hasta cerca de las once, cuando Solly vino a sentarse con él un momento y se quedó dormido sobre su regazo. Lo llevó a la cama, preguntándose si podía escapar del grupo durmiéndose en la cama con él, pero Rachel los siguió arriba.
—¿Y? —susurró—. Me muero por saberlo todo.
—¿Saber qué?
—¿De qué habéis hablado Sam y tú?
—Estás al tanto de lo que hablamos. Conspiraste y lo organizaste a mis espaldas.
—¿Que conspiré? Estás exagerando. Lo mencionó hace un par de semanas. ¡Creí que te gustaría la oportunidad!
—De hecho, es lo opuesto a una oportunidad. Es la antítesis de lo que hago. Quiere que dirija una división que promueva la privación de vías legítimas para que los pacientes enfermos se curen.
Rachel se sentó en la cama, mirándolo.
—Lo sé. Pero se te da tan bien tu trabajo. Deberían recompensarte. Deberías poder tomarte un descanso de tanta esclavitud.
—No necesito un descanso de mi trabajo. No me siento un esclavo con mi trabajo.
—Estás gritando —dijo entre dientes—. No me hagas pasar vergüenza.
—¿Qué tal si no me avergüenzas tú a mí? Dando a entender que tengo tan poca integridad que…
—¿Integridad? ¿Crees que insistir en conservar tu trabajo cuando tienes la oportunidad de literalmente cuadriplicar tu sueldo y mejorar nuestras vidas es integridad? ¿Que yo me mate trabajando para que tú puedas hacer lo que quieres hacer, en lugar de lo que tienes que hacer es integridad?
—¿De qué hablas? Soy perfectamente…
—Sigues siendo un jefe de residentes.
—Soy jefe de residentes porque me gusta trabajar con pacientes.
—Despilfarraste el dinero de aquella beca…
—Cielos, ya ha salido otra vez lo de la beca.
Su pintalabios, su eterno pintalabios rojo, le había manchado los dientes. Parecía una loca en el metro.
—Estás tan aferrado a este relato de que tú eres bueno y el resto es malo… No es malo querer dinero. No es malo tener un poco de ambición. No es malo trabajar duro para hacer feliz a tu familia.
Solly apareció en la puerta, frotándose los ojos.
—¿Por qué os peleáis?
Rachel se puso de pie.
—Vuelve a la cama, cariño. Todo va bien.
—¿Por qué os peleáis?
—Vuelve a dormir.
Toby se puso de pie y, sin decir una palabra, agarró a Solly de la mano y se lo llevó de vuelta a su cama, donde se quedó recostado a su lado, mirándolo. Colocó la mano sobre la mejilla de su hijo, y él respondió colocando su mano sobre la mejilla de Toby.
—Cuando sea mayor, quiero ser médico, papá.
—¿En serio?
—Quiero tener pacientes y ayudar a que se curen.
—Lo harás muy bien. Duérmete.
Un rato después, se abrió la puerta. Toby percibió a Rachel bullendo de indignación en el umbral. Mantuvo los ojos cerrados y fingió estar dormido.
Una semana después, inesperadamente, o tal vez no, Rachel decidió que ya no podía vivir en la calle Setenta y dos, en su casa perfectamente adecuada de tres dormitorios, con un portero y lo que Solly consideraba el ascensor más elegante de toda la ciudad de Nueva York. Empezó a buscar un nuevo apartamento por su cuenta. Se llevaba a Hannah con ella, y su hija les informaba durante la cena que no había una antesala, o que la puerta de la cocina daba directamente al salón, o que no había almacenamiento adicional, o que no había aparcamiento, o que solo había un salón pero no una sala de juegos.
En aquel momento estaban construyendo un edificio nuevo en la Setenta y cinco, en la esquina de la Tercera. También estaban construyendo edificios nuevos en la Ochenta y seis y la Setenta y nueve. Todo cristal y metal. Habían cubierto los andamios con anuncios que informaban de las instalaciones incluidas, las canchas de tenis, los jacuzzis, las salas comunitarias, y lo fácil y glamurosa que podía ser la vida. Era exactamente lo que Rachel anhelaba, pero le daba igual. Estaba más interesada en el edificio de la calle Setenta y cinco, que no contaría con ninguna prestación. Lo estaban construyendo nuevo para que se pareciera a uno de los viejos edificios de estilo art decó, como los que pertenecían a las familias de alcurnia en los que vivían sus amigos más ricos. Poseía arcadas de bronce, techos elevados y puertas de metal, y se llamaría el Golden. Los Fleishman fueron a verlo una noche después de la cena.
—Ni siquiera lo están enseñando de manera oficial, pero Sam Rothberg conoce al arquitecto y nos ayudó a verlo antes que el resto —dijo Rachel.
—No sé por qué necesitamos algo tan grande —respondió Toby.
—No es grande. Tiene un tamaño normal para una familia de cuatro personas.
—Los edificios modernos son mucho más agradables. Tienen piscina.
—Para eso está el club. Y no quiero vivir dentro de una caja de cristal. Esto tiene un estilo tan antiguo y romántico.
—Quizás haya gimnasio —dijo Hannah.
—No lo hay —respondió Rachel, observando las molduras de corona en el apartamento.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Toby. El agente aún no había llegado para encontrarse con ellos en el piso piloto.
Rachel se detuvo un instante.
—Se lo pregunté a Sam.
—¿Ya habías venido?
—Por supuesto que no. ¿Cuándo? —Estaba bastante seguro de que mentía.
Tres semanas después firmaron el contrato del piso nuevo. Nadie le preguntó a Toby; tan solo le avisaron. Era su castigo por no aceptar el puesto de Fendant. Muy bien, pensó él mientras ayudaba a etiquetar las cajas para la mudanza. Siempre que esto signifique que estamos empatados.
Ahora Toby se encontraba de nuevo en su casa, la casa de Rachel, con el coche en marcha en la entrada.
—¿Papá? —preguntó Solly.
Toby parpadeó. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Había creído que estaban empatados, pero no fue así. Jamás lo estarían. Cuando él tenía diecisiete años, tuvo un accidente con el Volvo de sus padres. Lo único en lo que pudo pensar los siguientes tres días fue: ¿y si me hubiera marchado exactamente un minuto después? ¿Y si no me hubiera detenido a echar gasolina? Lo volvía loco, pero lo peor era que no tenía importancia. No importaba porque no era la realidad que estaba viviendo. ¿Y si hubiera aceptado aquel puesto? ¿O si hubiera estado dispuesto a hablar de ello? ¿Y si su laboratorio hubiera prosperado y le hubieran renovado la beca? ¿Y si jamás hubiera ido a la fiesta donde conoció a Rachel? ¿Qué sentido tenía preguntar? ¿Ves por qué no quería hablar más del universo de bloque? Porque en algún sitio, en alguno de esos bloques, seguía siendo un idiota incorregible que no vio venir todo esto.
El día siguiente en los Hamptons pasó con una lentitud insoportable, con Hannah llevándolo a toda prisa a diferentes sitios, y luego negociando a través de mensajes de texto desde el móvil de una amiga para quedarse un poco más y hacer más cosas. Llevó a su hija a jugar con sus amigas. Llevó a Solly a la playa a recoger rocas. Llamó al hospital. Recibió llamadas del hospital.
Toby y Solly se sentaron junto a la piscina en las tumbonas, que eran demasiado caras, mientras Solly jugaba al Minecraft en su iPad. Toby contempló el reflejo del sol en el agua hasta que se dio cuenta de que estaba harto. Sacó su portátil y buscó el nombre de la abogada a la que había visto hacía dos años, cuando se dio cuenta de que quería divorciarse y sabía que era Rachel la que financiaba todo lo que tenían. La abogada, una mujer cerca de los sesenta años que se había ocupado del divorcio de otro médico del hospital, le dijo que podía presentar una demanda de divorcio, pero que cuando se le acabara el dinero no tendría más remedio que acceder a todo lo que ella exigiera, si es que el estrés de saber que sus «recursos» eran más finitos que los de ella no lo forzaban a acceder mucho antes.
«Incluso las personas que consideramos terribles tienden a ser razonables», dijo.
«Pues no sé si estoy de acuerdo con eso», respondió Toby.
Le cobró setecientos cincuenta dólares por una conversación de cuarenta y cinco minutos.
«La mediación es el camino menos violento para todos. Si te la ofrece, yo lo aceptaría. Necesitarás dinero para tu casa nueva, salvo que consigas que te pague una pensión alimenticia».
Si los meses de convivencia pacífica hicieron que Toby se preocupara de que la inercia de estos casi quince años lo hiciera querer intentarlo de nuevo, las reuniones de mediación bisemanales le devolvieron el buen juicio. En aquellas reuniones, Rachel planteaba exigencias con una dureza inusitada. Quería las casas, el BMW, las acciones, los boletos para los Knicks —¿por qué diablos quería las entradas para los Knicks?— y la membresía del club, y está bien, Toby odiaba aquel sitio, pero venga ya. Poseía muchas cosas y quería conservarlo todo. Quería despojar al padre de sus hijos de todas sus reliquias de los últimos quince años. Pero aquello no era lo peor del asunto. La peor parte era que, dejando de lado todo el resto de las peores partes de aquel asunto, ponía a Toby en una posición en la que tenía que pensar realmente en lo que quería.
El único modo en que Toby había sobrevivido a su matrimonio con una mujer que no solo ganaba cerca de quince veces más que él (que tenía un salario de médico muy bueno), sino que, en cuanto lo superó en la escala salarial, empezó a sentir indignación por la capacidad de generar ingresos de Toby, había sido fingiendo que a duras penas toleraba los beneficios que acarreaba el dinero. Permitió que Rachel comprara la casa en los Hamptons; permitió que comprara el monstruoso apartamento en el Golden, edificado para que pareciera que sus propietarios habían tenido dinero toda la vida pero que, en realidad, estaba dirigido a los nuevos ricos; permitió que comprara el descapotable. Nunca se permitió darse cuenta de que las cosas de Rachel se habían convertido en sus cosas, incluso mientras las usaba. No las había comprado, pero también eran suyas. Y ahora odiaba las sesiones de mediación porque parecía que las deseaba, que reclamaba un posible derecho sobre ellas, por lo que estaría admitiendo que también obtenía algún placer al usarlas. «Muy bien», decía con cada pequeña concesión. «Llévatelo todo. Llévatelo todo».
Cuando se sentía abrumado por todo ello, Frank, el mediador, a quien solo le quedaba pelo encima de las orejas y llevaba cuellos de estilo chal, decía: «Respiremos hondo, Toby».
Podía lidiar con la pérdida de sus posesiones. El coche, la casa de los Hamptons y el club desaparecerían de su vida de la noche a la mañana y él se adaptaría porque, para empezar, nunca había estado destinado a ser rico. Pero ahora lo estaban tratando como si fuera un ama de casa que había cuidado de los niños, y Frank estaba diciéndole que peleara por lo que era suyo, como seguramente aconsejaba a las amas de casa cuando les decía que pelearan por lo que era suyo. Y Frank tenía razón. Claro que le debían algo. Le debían algo por permitir que ella coartara su carrera al insistir en trabajar hasta tarde, que solo le quedaba una llamada más que hacer. Le debían algo por haber sido despreciado y menoscabado. Le debían algo por haber tenido que temblar a la sombra de Rachel durante todos aquellos años, por haberlo hecho desdichado, por verse obligado a librar batallas encarnizadas todas las noches. ¿Parecía enfadado? No estaba enfadado. Intentaba explicar las cosas.
Lo que Frank intentaba decir era que era imposible conseguir lo que Toby había querido desde el principio, es decir, un matrimonio feliz. Que se sacara de la cabeza la idea de que alguien vendría a pedirle disculpas o le ofrecería una palabra amable por su fracaso matrimonial. En casos como aquel, la única esperanza era la compensación material. Frank lo sabía. Lo había visto tantas veces. Debes llevarte las cosas porque es el único consuelo que te quedará cuando adviertas que todo lo demás ha desaparecido. Pero Toby no tenía el valor de pelear. Era demasiado humillante implorar para que le dieran cosas que en un principio no había deseado. Habituarse a las cosas y disfrutar de ellas no era lo mismo que desearlas. ¿O sí?
La mediación acabó, y los abogados volvieron a involucrarse, pero no los abogados del divorcio. Esta vez les tocaba a los burócratas y notarios firmar la supresión de nombres en las escrituras en caso de que él volviera con una reclamación. Más que lo anterior, resultaba aún más degradante que tras todo aquello no pudieran separarse como personas que confiaban la una en la otra, que creyeran que él pudiera estar tan desesperado por sacar dinero que ocuparía el apartamento de su ex ilegalmente o presentaría una demanda para quedarse con su coche. Después de todo, solo era un pobre médico. Un pobre médico que, dicho sea de paso, ganaba más de un cuarto de millón de dólares, sí, señor.
Expulsó el aire por la boca como una lancha. No se atrevía a llamar a ninguna de las amigas de Rachel para preguntar si sabían algo de ella. La situación resultaba tan profundamente vergonzosa que no soportaba que cualquier otra persona se enterara. Sí, el divorcio era algo horrible y la gente lo entendía, pero que te abandone la mujer de la que ya te has separado parecía incluso demasiado humillante para él, incluso después de las peleas en público, de las veces que habían entrado a una fiesta sin hablarse, y de las veces que ella se había burlado de él abiertamente por su falta de sofisticación. Su falta de sofisticación. Él. Falta de sofisticación. ¿Él, que leía a los finalistas del Pulitzer y tenía nada menos que cuatro membresías de museos? ¿Él, que se fijaba todas las semanas en el Time Out para ver qué nuevos eventos culturales había, donaba a la Conservación del Central Park, y sugería conciertos de ópera, violonchelo y Mummenschanz?
Abrió una ventana nueva en el ordenador y entró en la cuenta bancaria que había compartido con Rachel. Habían separado las cuentas después de que Frank le recomendara que lo hicieran. Toby transfirió su depósito directamente a su nueva cuenta, en el banco de la esquina de su nuevo apartamento. Pero su ordenador seguía conectándose de forma automática a la cuenta antigua. Se le ocurrió que, si averiguaba dónde se estaba gastando el dinero, quizás podría averiguar el paradero de Rachel y qué es lo que hacía. Buscó la página e hizo clic en la pestaña de acceso a la cuenta. Apareció el letrero de contraseña de acceso y nombre de usuario incorrectos en la pantalla. Lo intentó de nuevo. Apareció la misma pantalla en la que se indicaba que tenía dos intentos más antes que se bloqueara la cuenta. Lo intentó una vez más, y ahora la pantalla dijo que tenía una posibilidad más. Intentó con una de sus tarjetas de crédito; lo mismo.
Cerró el ordenador y se permitió pensar: Vete a la mierda, Rachel. Carla, su psicóloga, insistía en que un monólogo interior podía ser tóxico, y un «Vete a la mierda» en su cabeza no solucionaría los problemas sino que los crearía, problemas, dicho sea de paso, que eran todos suyos, no de ella. Pero vete a la mierda de todos modos, Rachel, pensó. Como un sorbo de agua fresca.
De noche seguía recibiendo mensajes de Nahid, y con cada fotografía de pezones, labios y vientres, y cada mensaje ambiguo, pensaba en lo desquiciado que estaba el mundo. Por un lado, permanecía atrapado en una espiral angustiante de ansiedad, preguntándose dónde demonios estaba su mujer, una espiral que aguantaba con una sonrisa para no alertar a sus hijos. Y por otro, estaba sexteando con una mujer que jamás había conocido como si todo fuera de puta maravilla. Aquel verano se volvió a asombrar de que una persona pudiera estar tan triste y perpleja, y tan excitada y cachonda a la vez. Menudos personajes, los seres humanos.
Durante el día se quedaba mirando la playa y pensaba en el universo de bloque del pequeño tramo de tierra frente a la casa. En el universo de bloque, Toby se encuentra allí, hace seis veranos, el día que decidieron comprar aquella casa y llevó a los niños a la playa para que Rachel hablara con el agente inmobiliario. Después salió de la casa, se abrazaron y se besaron. Se le vinieron a la mente aquellos libros de Syd Hoff que solía leerles a sus hijos, donde aparecía Sammy la Foca. Sammy la Foca abandona el zoo para ir a explorar el mundo. Va al colegio, va a restaurantes, y todo va bien, nada del otro mundo, hasta que por fin se topa con una bañera y dice: «¡Ah, me gusta este sitio!». Y eso fue lo que pensó Toby aquel día en la playa: ¡Ah, me gusta este sitio! Quizás ella también lo creyó en aquel momento, y se besaron. Y en el siguiente fotograma del universo de bloque, Toby está jugando al Frisbee en esa misma playa con Hannah y piensa de nuevo: ¡Ah, me gusta este sitio! Y Rachel sale y los increpa a gritos por llenarse de arena después de haberse duchado y justo cuando se supone que saldrán a cenar.
El viernes invitaron a Hannah a casa de una amiga, y Toby se llevó a Solly para dejarla. La madre de la chica, Roxanne Hertz, una mujer de boca pequeña, pelo platino y flequillo inspirado en el indie rock de los años setenta, intentó sonsacarle la razón por la cual Toby estaba en los Hamptons cuando, según la información recogida a lo largo del verano, era Rachel quien se había quedado con la casa.
—Creía que Rachel estaría con ellos esta semana —dijo Roxanne.
—Así es, pero tuvo que hacer un viaje corto.
Roxanne permaneció en silencio. Meció la cabeza hacia delante y hacia atrás, de oreja a oreja, como un metrónomo. Había algo hipnótico en el gesto que lo hizo imitarla. No, tenía que ser fuerte. Levantó la cabeza y la mantuvo erguida.
—¿Y vosotros cómo habéis pasado el verano? —preguntó.
Ella sonrió con la mitad de la cara, contemplándolo apenada.
—Este momento debe de ser terrible para vosotros. Los cambios son duros. Siempre lo digo.
—Lo son. —Frunció los labios para impedir que siguieran hablando. Roxanne iba a perder aquel particular juego de la gallina.
Ella pareció entender que había perdido y suspiró.
—Vaya, conoces cómo funcionan las relaciones nuevas. Estoy segura de que volverás a tu rutina.
Cielos, ¿por qué no acababa de una vez? Del vestíbulo emergió Max, el hijo de Roxanne que estaba en tercer curso.
—Oh, hola, Max —dijo Toby—. Solly está en el coche. ¿Quieres venir a saludarlo?
Max miró a Roxanne. Los ojos de su madre relucieron furiosos.
—Ve y salúdalo. —Luego a Toby—: ¿Por qué no traes a Solly adentro? Puede quedarse un rato. Él y Hannah podrían quedarse a cenar. ¡Ella y Brielle querrán charlar y ponerse al día! —Sonrió con benevolencia, lo que le cabreó bastante, por insinuar que le resultaba duro tener que cuidar a sus hijos (falso) o que estaba sufriendo de forma visible (está bien, cierto). Toby dijo que le preguntaría a Solly. Salió y esperó todo un minuto antes de sacarlo del coche y decirle que era hora de que jugara con Max.
—Envíame un mensaje cuando quieras que los venga a buscar —le dijo Toby a Roxanne.
—¿Todavía no tiene móvil? —preguntó la mujer—. Toby, ¡la chica necesita un móvil! —Esto último, con tono de sorna o como si fuera la imitación de otra voz. Quizás la de Groucho Marx. Recordó que Rachel le había contado una vez que Roxanne solo podía enfrentarse con la gente o pedir un favor si lo hacía con una voz rara.
—Le regalaremos uno para su cumpleaños. —Le dio las gracias, asegurándole con una sonrisa que la próxima vez le devolvería el favor.
—¡No es ningún favor! —exclamó ella mientras él se alejaba—. ¡Nos encanta que vengan!
Se metió en el coche y se quedó mirando fijamente hacia delante. Roxanne había aludido a «las relaciones nuevas». «Las relaciones nuevas son difíciles», o algo así. Él había asentido y soportado el comentario con una sonrisa, porque le había parecido genuino, y solo había querido largarse de allí. Pero ahora la frase le hacía ruido en la cabeza. ¿Una nueva relación? ¿Le estarían dando información nueva? De pronto hacía un calor insoportable dentro del coche, y advirtió que no había encendido aún el motor.
Mientras conducía al máximo permitido en Dune Road, cuarenta kilómetros por hora, pensó en que Roxanne, que no era muy amiga de Rachel, había sabido que iría allí aquella semana. Habían planeado que las chicas se vieran. ¿Quizás lo difícil era la relación entre Rachel, una madre soltera desde hacía poco, y su hija? ¿O la que existía entre Rachel y Toby? ¿O entre Toby y Hannah? Se rompió la cabeza pensando en diferentes situaciones hipotéticas hasta que se permitió encarar la situación más obvia de todas: que otra persona había penetrado el caldero hirviente de ira, hielo y crueldad de su mujer hasta llegar a su centro fundido. Que no solo había desaparecido Rachel, sino que había desaparecido con un hombre. Pobre cabrón, pensó Toby.
Pero sintió que se le erizaban los pelos del brazo: aquí estaba sucediendo algo real. Quizás la atadura siempre tenue que Rachel tenía con ellos se había terminado de romper y ella estuviera perdida en el espacio, en algún sitio, pero ¿dónde? Ya no tenía que responder ante él. Ya no le respondía en absoluto. Lo invadió el pánico. Rachel se había convertido en un problema del oído interno, algo que afectaba a su sentido del equilibrio. Su sentido de propiocepción estaba alterado. No sabía qué sentir por ella porque no sabía a dónde apuntar. No sabía dónde estaba, y ya no sabía lo que sería capaz de hacer.
Aparcó en la entrada. La casa lucía sepulcral. Dentro, reinaba el silencio, y él permaneció un instante en la puerta. De joven lo aterraba la oscuridad cuando sus padres y su hermana dormían. Si tenía que levantarse para ir a por agua o al cuarto de baño, se desplazaba lo más rápido posible, tarareando todo el rato para no tener que oír el silencio. Tenía miedo de que si la casa estaba demasiado silenciosa, oiría lo que había por debajo: los gemidos de los fantasmas o lo que fuera. No quería saberlo. Pero ahora, de pie en casa de su exmujer, se armó de valor. Se obligó a permanecer lo más quieto posible, pensando que si había suficiente silencio, ella aparecería. Permaneció así cinco minutos enteros. Luego se quitó la ropa allí mismo en el salón, salió fuera y saltó desnudo al agua centelleante de la piscina de la casa en la que, técnicamente, había entrado de modo ilegal.
El domingo por la mañana Toby sabía que el tráfico empeoraría cada vez más durante un fin de semana como aquel (aquello debía de ser por lo menos parte del origen de su temor creciente, ¿verdad?), así que preparó las maletas de todos, odiándose por el modo escrupuloso con que limpió la cocina, hizo las camas y los condujo de vuelta a casa.
—¿Ahora a dónde vamos? —preguntó Solly mientras conducían por el túnel Queens-Midtown—. ¿Podemos cenar en Tony’s?
—Vamos a EJ’s —dijo. EJ’s era una cafetería que no parecía una cafetería. Se encontraba en la Tercera Avenida y servía tortitas de veinte dólares.
—¡Vamos a cenar desayunando! —gritó Solly.
Toby le echó un vistazo por el espejo retrovisor. Volvió a advertir lo fácil que era hacerlo feliz. Hannah miraba por la ventanilla con el ceño fruncido y los brazos cruzados.
—Pero para empezar vamos a comprarle un móvil a tu hermana. —Volvió a mirar por el espejo retrovisor y vio a su hija resucitando con algo parecido al amor una vez más. Era un amor barato, comprado con dinero manchado de sangre, pero no le importó. Lo aceptaría.
Después, Toby pensó que pasaría la tarde enseñándole a Hannah a usar el móvil, pero, por supuesto, ella ya sabía hacerlo. Ya tenía una cuenta de Instagram, y a él le hubiera gustado hablar con alguien acerca de si era buena idea que una chica de once años tuviera esas cosas, pero a Rachel jamás se le podía preguntar nada, incluso cuando sabías dónde estaba. Toby empezó a seguir la cuenta de Hannah en Instagram. Sus publicaciones clamaban a gritos su falta de confianza en sí misma: iba a la caza de cumplidos y presumía de modo falso. Todo ello lo hacía querer sentarla en su regazo y mecerla, cantándole hasta que se quedara dormida.
Le llegó un nuevo mensaje de Nahid, preguntándole si por fin se verían. Llevaba un collar de cuentas doradas en la fotografía que acompañaba la pregunta. Jamás había enviado una foto de su cara, pero esta incluía su cuello y un trozo de mentón. El collar colgaba del cuello, descendía sobre sus senos y rodeaba las terminaciones de encaje de su sujetador color blanco. Mierda.
Sigo con mis hijos, escribió.
Ella le respondió el mensaje con un gif de Alejandra López llorando. Se trataba de una escena de Presidentrix, el musical de Alejandra galardonado con el premio Pulitzer, sobre Edith Wilson, la mujer que dirigió el país en secreto después de que su marido, Woodrow Wilson, sufriera un derrame cerebral. En el gif aparecía rompiendo de modo literal, desafiante y triste, el Tratado de Versalles mientras sollozaba sobre la cama de su esposo.
Alejandra era cliente de Rachel. Cuidado, quiso responderle Toby.
Pensaba volver a cancelar una cita con Nahid. No parecía correcto dejar a los niños justo ahora. Cancelaría la cita con ella. Pero volvió a mirar la foto y... mieeeerda. La parte de él que era capaz de pensar con lucidez también podía estar enfadada y cachonda. Y ese gif, enviado casi como recordándole lo presente que seguía estando Rachel en cada paso que daba. No. No lo toleraría. No le importaba dónde se encontraba ni lo que estuviera haciendo, Rachel ya no interferiría con su vida.
Le respondió que sí, que por fin se conocerían. ¿Podía ser mañana? Ella podía.
ÉL: ¿Qué tal si te invito al nuevo local francés que hay en la Tercera? ¿O al viejo local francés que está en Lex?
ELLA:
ÉL: ¿El emoji de diablillo morado significa el de la Tercera? ¿O el de Lex?
ELLA: ¿Por qué no nos vemos en tu casa?
Y en su cabeza, a un ritmo trepidante:
Mierda mierda mierda
¿Tiene pensado asaltarme?
Vete a la mierda, Rachel
No existe el sexo así de fácil
Aquel fue el pensamiento que prevaleció. No puede ser tan fácil. Se había acostado con mujeres inmediatamente después de empezar la cita. Les había dicho guarradas y había terminado con una sesión de sexo telefónico o por videollamada. Pero jamás lo habían invitado de forma clara y literal a una casa para echar un polvo. ¿Sería una prostituta? ¿Sería una trampa? Toby se dio cuenta de que no le había visto la cara. ¿Y si fuera una broma? ¿Y si se tratara de una de sus colegas? No. Se tranquilizó: No lo era. Estaba perdiendo el control.
ÉL: Uy, los chicos estarán en casa. Me encantaría poder hacerlo. De verdad.
Hubo una breve pausa. Toby sentía el corazón al límite, pero luego ella escribió: Puedes venir aquí. 9 p. m. No llegues tarde.
Le dio una dirección en la Setenta y siete Oeste, y él le respondió con un . Sabes, alguien puede robarte incluso dentro de su casa.
ELLA: No me robarás, ¿verdad?
Vaya, vaya, esa era exactamente la clase de mensaje que enviaría si planeaba robar a alguien. Pero él se adelantaría. Deslizó el dedo hacia arriba para mirar sus fotos, y luego cerró su mensaje. Pensó en escribirle a Joanie. Ya había cuidado a sus hijos; no era irrazonable que un médico contratara a un residente o a un estudiante para cuidar a los niños (o para investigar o trabajar como asistente personal). Pero últimamente Joanie lo trataba con demasiada familiaridad; lo sabía por el modo de dirigirse a él. Por algún motivo había empezado a llamarlo por su nombre, y eso le preocupaba. Así que le envió un mensaje a la profesora de yoga/artista de performance que había cuidado a los niños un par de veces.
Finalmente, decidió enfrentarse a la molestia persistente que lo aquejaba. No tenía una niñera estable. Ahora que habían vuelto, se dio cuenta de que, si bien podía llevarlos al campamento de día, que acababa a las tres de la tarde, resultaba insostenible. Quería llamar a Mona; quería acudir adonde estuviera (¿Queens? ¿Staten Island?) y explicarle por qué había actuado de ese modo, decirle lo mucho que lo sentía, que ella era el pegamento que mantenía unida a la familia, etc., etc. Ella lo comprendería. Ella sabía lo que era enloquecer por culpa de Rachel, sin ninguna duda. Había estado trabajando para ellos casi doce años.
Pero no podía hacerlo. Era Rachel quien tenía que arreglar aquel lío. Ella era el motivo por el cual se encontraba tan irascible. Y despedir a Mona fue lo correcto. Lo fue, ¿verdad? ¡Horas de pornografía! Se le ocurrió una idea. Fue a su dormitorio y llamó al director del campamento de verano para ver si había hueco en el grupo de cuarto curso. Él le dijo que sí, pero que era demasiado tarde para matricularse.
—Estoy pasando por unas circunstancias excepcionales —dijo Toby.
El director permaneció en silencio.
—Mi mujer y yo acabamos de separarnos, y me parece que sería bueno para los niños alejarse de casa en este momento.
—Conocí a su hijo en el tour. Parecía bastante seguro de que no quería ir al campamento de verano. No queremos generar un problema… tenemos a montones de niños aquí que creen estar listos para el campamento cuando en realidad no lo están. No me quiero imaginar los que no se creen listos…
—El tour fue en abril. Las cosas cambian.
—¿Así que ahora quiere venir?
—Me encantaría darle la opción.
—Déjeme hablarlo con el director de división. Lo llamaré apenas lo haga.
Dejó el teléfono y miró por la ventana de su habitación un instante antes de ponerse de pie y dirigirse al salón. Se encontraba a oscuras, salvo por el brillo del móvil nuevo de Hannah que le iluminaba la cara. Entró en el dormitorio de Solly para leerle la novela que leían todas las noches; se trataba de un chico secuestrado por sus profesores, que, en realidad, eran alienígenas.
—Apuesto a que eso podría suceder —dijo Solly.
—Nunca se sabe.
Toby apagó la lámpara y empezó a estirar la espalda. Respiró hondo y se armó de valor.
—Creo que te encantaría ir al campamento —dijo lentamente. Solly dejó de respirar en la oscuridad. Cuidado, Fleishman—. Es una pena que no quieras ir.
—No quiero alejarme de ti y mamá.
—Descuida. Puedes quedarte en casa. Jamás te obligaría a ir. —Empezó a rascarle el brazo como le gustaba—. Pero es genial. Tienen noches de cine. Max irá. Jonah irá. Es solo un mes. Pero tienes que hacer lo que te apetezca cuando estés listo. No dejes que nadie te obligue a hacer nada.
—Claro.
—¿Sabías que hay un programa de tiro con arco?
—Sí —respondió pensativo—. Lo vi cuando fuimos a verlo.
—Sí, por lo general, es para los cursos superiores, pero este año dejarán que lo prueben los chicos de cuarto.
—¿En serio? Bueno, de todos modos es demasiado tarde.
Era un error. Era terrible. No debía hacer aquello. Pero si conseguía que Solly se fuera por un tiempo, Rachel podría volver a casa y los niños jamás tendrían que saber lo que estaba sucediendo. Y si no había vuelto dentro de un mes, ya vería. Pero necesitaba ganar un poco de tiempo. Aquello era por el bien de Solly.
—La decisión es tuya, por supuesto. Pero puede que todo el mundo vuelva del campamento hablando de experiencias que vivieron, y tú te sientas excluido.
Solly se detuvo para pensarlo. Levantó la mirada a Toby en la oscuridad.
—Quizás debería ir. ¿Crees que deba ir?
—Creo que te encantará. No quiero decidir nada por ti, pero creo que te va a encantar.
—¿Y si me va mal y te llamo?
—Te iré a buscar. No tienes que quedarte en un sitio que no te gusta. Pero Hannah estará allí, y si tienes miedo o echas de menos tu casa, siempre puedes hablar con ella.
—Quizás deba ir.
Solly se quedó dormido, pero Toby siguió rascándole el brazo.
Para el lunes por la mañana, Karen Cooper estaba en el puesto número doce de la lista de espera para trasplantes y seguía inconsciente. Toby se reunió con sus residentes en la sala de enfermeras, justo frente a su habitación. Estos lo miraron con fijeza para ver qué le depararía el día a él y a ellos. Él se dio cuenta y al instante se arrepintió de haberse enfadado. Así no se enseñaba. No podía gritarles a los estudiantes de ese modo.
—¿Cómo está nuestra paciente? —preguntó. Los residentes se relajaron.
—No hay cambios —dijo Logan—. Insuficiencia hepática aguda. Actividad cerebral normal, pero sin mejoría.
—¿Qué tal sus vacaciones, doctor Fleishman? —preguntó Clay.
—En realidad, no fueron unas vacaciones. Más bien una cuestión de ocuparme de los niños. —Silencio. Ellos también querían ver sangre. Pues no la tendrían—. Estuvo bien.
Entraron en la habitación de la señora Cooper. Se encontraba aún más amarillenta que antes. En el rincón había dos chicos de la edad de Hannah. Joanie los presentó como Jasper y Jacob Cooper, los mellizos de la paciente. Parecían abatidos mientras jugaban con sus iPads. David Cooper hizo que se pusieran de pie y le estrecharan la mano a Toby. David había pasado la semana leyendo WebMD, viendo vídeos de YouTube de personas con la enfermedad de Wilson y haciendo que sus ayudantes reunieran información sobre el asunto. Pero aún no comprendía que la enfermedad de Wilson era complicada, poco frecuente y difícil de diagnosticar. Por eso tantas personas se enteraban demasiado tarde de que la padecían, y casi siempre cuando ya era irreversible. Jamás escuchaban la parte en la que se explicaba que ya había lesiones. El milagro sería que conservara la vida; que volviera a ser la de antes ya no estaba en el menú de posibles desenlaces.
—Haremos lo posible para que vuelva a ser la que era —dijo Toby—. Pero según lo avanzada que esté la enfermedad, y seguramente se agravó por el fin de semana en Las Vegas, no sabemos si seguirá presentando síntomas neurológicos. Podrían seguir estando. Incluso podrían empeorar. Pero podemos detener el desarrollo.
Su móvil emitió un pitido agudo. Era el director del campamento de Hannah.
Tenemos un hueco para la edad de Solomon.
Volvió a mirar a David Cooper e intentó concentrarse.
—Vamos a superar esto —dijo.
Volvió a la sala de conferencias para darle la buena noticia a Solly.
Solo unos meses atrás Rachel había querido que Solly fuera a pasar el verano al campamento, y Toby había intentado con todas sus fuerzas que permaneciera en casa.
—De ninguna manera —dijo ella una noche—. Tiene que aprender. Tiene ocho años, la edad que tenía Hannah cuando fue. Es la edad en la que irá él.
—Pero no quiere ir.
—No siempre podemos escoger lo que queremos. Se supone que tenemos que conducirlos a la edad adulta, Toby.
—Ah, ¿así que eso hay que hacer?
El fastidio de Rachel se agudizó por el hecho de que hacía poco Solly había visto un programa en el canal de Disney sobre patinadores artísticos preadolescentes, dos de los cuales eran chicos, y había preguntado si podía ir a clases de patinaje artístico.
—Veré qué hay —le había dicho Toby. Rachel permaneció en silencio. Y sí, la frase «esto es demasiado fácil» pasó velozmente por la mente de Toby, porque aquella noche, cuando Solly se había ido a dormir, Rachel le dijo: «Estoy segura de que coincidimos en que este año jugará al baloncesto». Así les hablaba a sus empleados. Empezaba todas sus peticiones y planes que no estaban abiertos a debate con la frase «Estoy segura de que coincidimos en que…».
—Quiere hacer patinaje. ¿Qué tiene de malo?
Rachel lo miró como diciendo: «No me hagas decirlo».
—Vamos, Rach.
—Quiere hacer patinaje artístico —dijo—. No es un gran deporte. Necesita un deporte que pueda practicar toda la vida. Nuestra tarea es ofrecerle un entorno de experiencias diversas.
—¿Acaso ofrecer entornos de experiencias diversas es algo que hacen los agentes? Porque en la vida real la cosa no va así.
—No puedes decidirlo todo, Toby. Soy su madre.
—¡Y tú no puedes decidirlo todo solo porque lo pagues! No soy tu asistente.
Solo durante el último año habían empezado a reconocer que el dinero que Rachel ganaba era dinero que de algún modo ella controlaba. Cuando era asistente en Alfooz, Toby ganaba más que ella, incluso con el salario inicial de residente, pero el dinero era considerado de ambos. Iba a una cuenta compartida a la que ambos tenían acceso. Seguía siendo así, pero ahora había un ligero cambio. Cuanto más trabajaba ella, más dinero entraba y, solo seis meses después de abrir su agencia nueva, ya tenían una caja de ahorro con la que podían vivir durante dos meses si se presentaba alguna contingencia. Luego fue un año, y los préstamos de los estudios de medicina de Toby se redujeron a la mitad. Cuatro años después empezaron a viajar a Europa y a Sudamérica de vacaciones y a ahorrar dinero para la universidad de los niños. Sus decisiones se volvieron más fáciles. Su desesperación se esfumó. Ella quería ir de vacaciones (y lo hacían), ella quería alquilar una casa de verano (y lo hacían), ella quería redecorar el apartamento (y lo hacían). Toby se convenció de que esa era la mujer tenaz con la que se había casado. Apostaba a que la mujer de Bartuck también tomaba ese tipo de decisiones. Pero últimamente se había vuelto más evidente: este es el dinero que hay y así vamos a gastarlo y, si quieres tomar esta clase de decisiones, debes ganar lo mismo que yo. Jamás lo verbalizaban. Pero estaba implícito en todas sus conversaciones, y él sabía (y ella tenía que saberlo) que no soportaría oírlo en voz alta. Así que Toby se acercaba al tema con sumo cuidado, sin llegar a sumergirse de lleno en él.
—Solo creo que es ridícula esta manera de criar a nuestros hijos, en la que se supone que no sabemos lo que les conviene —decía Rachel.
—El niño debería poder hacer lo que le venga en gana. —El agobio sacudía a Toby más que la adrenalina: se sintió aturdido.
—No quiero que se burlen de él —respondió ella, con las manos cerradas en puños. Seguía apretando la mandíbula, y hablaba a través de un resquicio entre los dientes superiores e inferiores—. ¿Sabes lo que le harán los otros chicos si se enteran de que asiste a un campamento de patinaje artístico?
—Pero él quiere hacerlo. Y el profesor de gimnasia dijo que deberíamos matricularlo en algún deporte que involucre la flexibilidad de todo el cuerpo, ¿recuerdas? ¿En la última reunión de padres? Oh, claro, no asististe.
—Claro, no dudes en atacarme por trabajar para que podamos tener esta vida. No todos podemos salir del trabajo a las cinco de la tarde, como tú. Creería estar casada con un banquero, salvo que si fuera cierto… en fin.
—¿Cuánto tiempo te lo has guardado?
—Es que odiaría que Solly no comprendiera las implicaciones de apuntarse a patinaje. No soy yo, sino el mundo. Y el mundo no termina de entenderlo. ¿Tiene tantos amigos como debería tener? No lo creo.
Pero aquello era mentira. A Solly no le faltaban amigos. Pero prefería estar con su familia o leyendo uno de sus libros de Star Trek.
—Tiene amigos. ¿Y Max?
—Max es amigo suyo porque yo soy amiga de Roxanne.
—Max es amigo suyo porque es un chico encantador.
—Claro que lo es. Pero esto no funciona así. Son amigos porque yo le dedico tiempo a Roxanne. Los padres promueven la amistad entre su hijo y el amigo cuyos padres no son una pesadilla. Le dedico tiempo a Roxanne, por lo tanto ella sugiere que Max juegue con Solly porque así pasamos tiempo juntas.
—Le dedicas tiempo a Roxanne porque eres una trepadora social y quieres que te inviten a casa de gente con dinero.
Rachel se quedó mirándolo dos gélidos segundos.
—Tiene que irse de campamento para crecer y volverse independiente.
—¿Por qué tenemos tantas ganas de librarnos de ellos, Rachel? Los deseábamos, ¿recuerdas?
—Esa no es la cuestión. Tenemos que preguntarnos por qué, cuando el resto de los niños están independizándose, los nuestros parecen querer reptar de nuevo al vientre materno. Cielos, haces que parezca un monstruo.
Más tarde aquella noche, mientras se encontraban en la helada distensión que seguía a sus discusiones, se preguntó quién restauraría las cosas a su estado de tensión normal. Rachel estaba sentada ante la mesa de la cocina con su portátil, y Toby se preguntó si pensaba lo mismo. Hannah entró en la cocina mientras preparaba la cena.
—Me alegro de que los dos estéis aquí —anunció con rigidez—. Me gustaría tener una cuenta de Instagram como la tienen literalmente todas las personas que conozco. Estoy quedándome al margen de todo. Mis amigos llegan al colegio todos los días hablando de cosas que han sucedido en Instagram de las que yo no tengo ni idea.
—No te hace falta Instagram —dijo Toby. Puso el horno a precalentar—. Es estresante, y te pasará factura. Solo intentamos preservar tu cordura un poco más antes de que ya no podamos hacerlo. —Enjuagó algunas patas de pollo y se lavó las manos—. Algún día nos lo agradecerás.
Hannah empezó a vociferar.
—Soy una fracasada. Qué injusto es todo esto.
Rachel finalmente levantó la mirada del ordenador.
—Quizás tengamos que reconsiderarlo.
Toby se volvió de golpe para mirarla.
—¡Rachel!
—¡Tiene algo de razón! —dijo—. A mí tampoco me gusta, pero no deberíamos hacer que se sienta diferente del mundo en el que nosotros mismos la hemos introducido.
Toby se quedó mirándola.
—Cumplirá doce años en menos de un año. Siempre hemos dicho que puede abrirse una cuenta de Instagram cuando cumpla los doce. —Luego a Hannah—. Hay una razón para ello.
—Claro, para que me quede sin amigos, que es lo que tú quieres.
—No —dijo él—, hay estudios que vinculan la ansiedad de los chicos de tu edad con el uso de las redes sociales. Dicen que no es bueno para ti. Te hará sentir mal, aunque sea algo que tú crees que quieres.
—No le digas lo que cree que quiere —replicó Rachel—. Ya sabe lo que quiere. No es una criatura.
—No socaves un acuerdo que ya teníamos.
Hannah interrumpió.
—¿Habéis considerado el nivel de ansiedad que tengo al quedar excluida de lo que hace el resto? ¿Lo habéis considerado?
Rachel reflexionó sobre ello.
—Quizás sea cierto. ¿Sabes? Miriam Rothberg me dijo que tampoco iba a permitir que sus hijos se lo abrieran, y luego leyó que la ansiedad por el hecho de que el resto lo tenga es peor que la ansiedad que provoca la cosa en sí.
—No somos los Rothberg —dijo Toby, sosteniendo una pata de pollo cruda en la mano.
Rachel soltó una carcajada monocorde por la nariz.
—De eso no cabe ninguna duda. —Echó un vistazo a Hannah—. Déjame hablarlo con papá en privado —dijo, con un tono cómplice en la voz. Antes de que Toby pudiera pensarlo de verdad, se dio la vuelta y arrojó la pata de pollo cruda al ordenador de Rachel. Golpeó la pantalla y se deslizó sobre el teclado, dejando un rastro de Dios sabe qué. Rachel y Hannah retrocedieron disgustadas, frunciendo los labios con asco. En aquel momento Toby entendió que estaba intentando poner a Hannah en su contra; no lo permitiría.
—Eres un animal —dijo Rachel. Se dirigió al armario bajo el fregadero y sacó una toallita de Clorox para quitar el jugo del pollo crudo del portátil, pero dejó la pata sobre el suelo. Luego se volvió y salió de la cocina. Hannah la siguió con el mismo paso marcial.
Fue inevitable. Tenían que recoger la ropa en casa de Rachel para hacer la maleta. Incluso si podía justificar la compra de ropa nueva, no quería gastarse dinero en maletas.
Hannah estuvo de mal humor durante todo el viaje.
—No puede venir al campamento conmigo. —Tenía una mirada malévola—. Me humillará.
—Hannah, es tu hermano.
Llegaron al Golden. El portero, reluciente y naval con sus insignias y pasamanería como si se tratara de un héroe de guerra, hablaba por teléfono mientras un repartidor esperaba. Toby no lo reconoció. Debía de ser nuevo. Esas eran las zonas grises. ¿Ahora el portero debía anunciar su visita? Mejor no averiguarlo en ese momento. Empezó a caminar hacia el ascensor con paso decidido. El portero ni lo vio.
Envió a los niños arriba con la llave mientras se dirigía al trastero del sótano a buscar sus maletas.
Se tomó su tiempo. No quería entrar en el apartamento de ella. No quería verlo. No quería sentarse en los muebles que había elegido Luc, la decoradora pingüino, en tonos blancos y beige, y no quería contemplar las enormes y modernas pinturas que había elegido Rene, el asesor artístico, en tonos melocotón y gris oscuro. Pero estarían preguntándose dónde estaba, así que finalmente subió al noveno piso y caminó hacia la puerta de entrada como un hombre que camina hacia la horca.
La puerta emitió un chirrido. Toby se sobresaltó.
—Has tardado —dijo Hannah, y le quitó las maletas de la mano. Toby le dijo que debía hacer las dos. Tenía que atender una llamada del hospital, pero los esperaría abajo.
Sus conversaciones con Nahid habían empezado como todas las demás. Ella se había puesto en contacto con él a través de Hr. Él había aplicado las reglas de Seth para practicar el sexting. Eran las siguientes:
El segundo día de sexting entre Toby y Nahid transcurrió de la siguiente manera:
ELLA: ¿Cómo has pasado el día?
ÉL: He ido al moma.
ELLA: Hay una exposición de vestuario de películas en este momento.
ÉL: Me la han recomendado.
ELLA: Tienes que venir alguna vez.
ÉL: Claro.
ELLA: No, en serio, quiero que vengas.
¿Ya está? ¿Sería aquella la oportunidad de su vida? Le faltaba un poco de sutileza, y no quería parecer un pervertido total. Pero la mayoría iba al grano, ¿verdad? Pensó en su siguiente jugada durante treinta segundos enteros. Luego:
ÉL:
Esperó mientras ella pensaba su respuesta, y en esos quizás veinticinco segundos (o tres minutos o dos segundos, no lo supo, solo vivió ese lapso como un delirio), Toby experimentó tristeza, vergüenza, rechazo, desprecio hacia sí mismo, y luego:
ELLA: No pasa nada si vienes
En su experiencia, que, claro, era breve pero tampoco nula, cuanto más sexy y ardiente era el encuentro mediante mensajes de texto y app, menos probable sería un encuentro cara a cara. Y resultaba un alivio que siguieran existiendo la vergüenza y la culpa a ese nivel; era lo que evitaba que todas las personas solteras y disponibles de Nueva York retozaran en plena calle, restregándose unas sobre otras. Su cerebro animal prefería las interacciones más sexis, incluso si no terminaban en citas. Sí, los encuentros reales eran agradables y, sí, seguramente siempre era preferible elegir un encuentro cara a cara, no fuera que de tanto masturbarse uno se desgastara los ligamentos de la muñeca hasta convertirla en un muñón. Pero las conversaciones de móvil, cielos. Eran geniales.
Todo esto para decir que, por el tipo de intercambio sexual agresivo e inmediato que practicaba Nahid con Toby por móvil, no parecía que jamás fueran a verse. ¿Cómo lo permitirían alguna vez los parámetros humanos de la vergüenza? Ella expresaba sus deseos de forma muy explícita. Era tan… elocuente en sus mensajes. Quería que Toby la inclinara sobre el lavabo del cuarto de baño para que ambos pudieran verla correrse en el espejo del armario de las medicinas. Quería que fingieran que sus hijos estaban jugando juntos, y que ella necesitaba que le cambiara una bombilla de luz en el baño, y que mientras estaba subido a la escalera, ella le bajaría la cremallera del pantalón al tiempo que los niños golpeaban la puerta pidiendo un refrigerio. «Un momento, cariño, tenemos que terminar algunos asuntos aquí dentro». Propuso ser una piloto de caza, tan ardiente, que solo podía llevar a cabo su cometido montando la verga de Toby mientras dirigía su avión en una misión para salvar a su país, teniéndolo a él sentado debajo como si fuera un taburete. Su extraña creatividad, sus absurdas peticiones y su falta de pudor le resultaban seductores. Pero también operaban factores biológicos evolutivos al margen de su lógica y su razón. Debido a ellos llamó a la niñera que trabajaba de profesora de yoga y artista de performance. Debido a ellos se cambió de camisa dos veces, y consideró ponerse una americana, pero fuera hacía calor, y en el espejo se vio como un payaso, como un chico que finge ser un hombre, por lo que se abrió un botón más de la camisa (luego se lo abrochó y volvió a abrírselo).
—¿A dónde vas? —preguntó Hannah, que se había sentado en un sofá para pasar una noche romántica con su móvil.
—Voy a salir —respondió Toby, arreglándose el pelo en el espejo. Oyó el sonido del timbre y a Solly abrir y saludar a la niñera.
—¿Con una chica? —preguntó Hannah.
—Sí.
—Qué asco.
—Lo sé. Algún día lo entenderás.
—No es porque beses a una chica. Es porque eres mi padre.
—¿Quién ha hablado de besos? —Toby se llevó la mano a la frente y se marchó.
Prácticamente, trotó hasta la zona oeste. Prácticamente, avanzó a saltos. Prácticamente, voló. «Miradme», les dijo a todas las parejas que descansaban en el parque. «Mirad cómo voy a echar un polvo». Le dijo al portero quién era. Llegó al piso catorce. Intentó pensar en una buena forma de iniciar el encuentro, como decirle que en realidad vivía en el piso trece y que a quién creía que estaba engañando, la mejor broma de piso catorce que conocía. Pero la puerta se abrió antes de que tuviera ocasión de llamar, y nada más cruzar el umbral ya tenía los pantalones alrededor de los tobillos, las manos dentro de ella, las manos de ella encima y dentro de él, la boca sobre su pezón y el dedo de ella en su recto, lo cual no era algo que le encantara pero parecía demasiado pronto para ponerse quisquilloso. Se apartó para verle la cara por primera vez, ya que era la única parte del cuerpo que no le había enseñado en el sexting. Tenía los labios carnosos y rosados, el pelo que le crecía en todas direcciones, los ojos oscuros, y la piel un poco más oscura que el tono aceitunado. Era preciosa, y lo más importante, no se trataba de un grupo de hombres conspirando para asaltarlo ni de un chico adolescente gastándole una broma. No tenía más preguntas. Cerró los ojos y se sometió a ella.
No tomó un taxi de vuelta a casa, aunque sabía que corría el riesgo de irritar a la niñera llegando tarde. No, en cambio, cruzó el parque con fuertes pisadas, sintiéndose corpulento, alto y viril, como si la ciudad le perteneciera solo a él. Como si fuera, otra vez, el comienzo de algo profundo y nuevo, que olía como el sol.
Pensó en Nahid en la cama, tumbada sobre la sábana de arriba. Deslizaba el dedo lentamente sobre su hombro.
—¿Qué haces todo el día? —le había preguntado él.
Ella se rio.
—¿Eso preguntas después de hacerlo?
—Lo siento —dijo. Se sentía avergonzado.
—Oh, descuida. Nadie sabe de qué hablar en este tipo de situación. No trabajo.
Toby adoptó un marcado acento extranjero.
—¿Eres una mujer mantenida? —En el instante en que lo dijo, se sintió como un idiota.
Ella cesó el movimiento de su dedo.
—No es una entrevista de trabajo, ¿verdad?
Atravesó la puerta de su casa a la una. Esperó no oler demasiado a sexo cuando le pagó a la niñera. Se dio una ducha y comprobó su móvil para ver si Nahid ya se había puesto en contacto. Cuando entró en el dormitorio con una toalla alrededor de la cintura y levantó la mirada, advirtió que Hannah se había despertado y estaba sentada en su cama.
—Mañana tienes que ir al campamento.
La niña apretaba el móvil en la mano; ya parecía un apéndice de su cuerpo. La miró con más detenimiento.
—¿Estás llorando?
—Le he enviado un mensaje a mamá.
Toby se sentó en el borde de la cama.
—¿Y?
—No ha respondido.
El día en que nació Hannah, mientras los médicos cosían a Rachel, Toby la sostuvo en sus brazos sin poder apartar la mirada de ella.
«Eres mía para siempre», le susurró. «Siempre cuidaré de ti». Rachel sollozaba con los brazos abiertos como clavada sobre un crucifijo. Ni siquiera entonces pudo Toby apartar la mirada de su bebé recién nacida.
Al día siguiente, Rachel dijo que en mitad de la disforia y la locura que siguió a la pesadilla de un parto de treinta y cinco horas que había fallado de todas las maneras posibles salvo en la más importante, observó a Toby y a su bebé y sintió que la habían engañado. Dijo que de pronto se había dado cuenta de que desde el principio el objetivo había sido conseguir que tuviera un bebé para que Toby y Hannah estuvieran juntos, y ella pudiera ser desechada. Despotricó desde su cama de hospital, y durante las semanas y los meses que siguieron. Incluso a medida que fue reponiéndose física y emocionalmente, seguía hablando de aquella primera impresión de la maternidad, de la sensación de haber sido engañada. La gente venía a casa a ver a la recién nacida, y cuando le preguntaban de modo inocente sobre el parto, Rachel era incapaz de responder de manera amable. No podía evitar dar detalles sobre lo escalofriante que había sido y lo sola que se había sentido, y siempre terminaba con la historia de Toby con Hannah en brazos, y su teoría conspirativa sobre que su matrimonio había sido un ardid para que Toby consiguiera a su bebé y la abandonara. No era propio de ella. Por lo general, hablaba de temas triviales con desconocidos; le preocupaban enormemente las apariencias. Toby no supo por qué lo recordó ahora, salvo por el parecido que Hannah guardaba con su madre cuando estaba enfadada, asustada, triste o en un estado neutro. Solo se parecía a él al sonreír.
—No sabe que tienes móvil —le dijo a su hija—. No conoce tu número de teléfono.
—Pero he escrito «Soy Hannah», y luego la he llamado.
—¿Y?
—Y ha saltado el buzón de voz.
La última vez que la había llamado, también había saltado el buzón de voz.
—Podría estar en una reunión. O estar durmiendo. O sencillamente no estar mirando el móvil.
—Quizás esté enfadada conmigo por conseguir un móvil antes de mi cumpleaños.
—No, qué ridículo. Podría estar durmiendo, no lo sabemos. Es tarde.
Estiró la mano para coger la suya, pero ella la apartó.
—Papá, ¿está muerta?
—Oh, cielos, no, Hannah. ¿Qué? No, no está muerta. Está perfectamente bien. Está trabajando. Ya sabes cómo se pone. Hay algunos lugares en los que literalmente no hay horarios en los que ambos estemos despiertos.
—¿Tú has hablado con ella?
—Claro, por supuesto. Os manda saludos.
Hannah bajó la mirada hasta la colcha. Trazó con el dedo el mismo dibujo indefinido.
—Deberías irte a dormir —le dijo Toby—. Tienes que levantarte temprano y ni siquiera has hecho la mochila para el autobús.
Hannah dejó de mover el dedo. Se puso de pie y regresó a su habitación.
Toby se despertó. Solly se encontraba sobre él, sacudiéndole los hombros.
—Papá —dijo.
Saltó de la cama, adormilado y presa del pánico.
—¿Qué pasa? —En el exterior seguía estando oscuro.
—Tenemos que ir a tomar el autobús para ir al campamento. Vamos a perder el autobús.
Toby miró un instante a su alrededor, luego se sentó en la cama.
—Está bien, déjame tomarme un café. —Solly saltaba sin moverse del sitio.
»Es normal que estés nervioso. —Toby miró el móvil para ver la hora y vio que Nahid le había enviado un mensaje. Los acontecimientos de la noche anterior acudieron en tropel a su memoria. Solo eran las cuatro y media—. Oye, faltan dos horas para que salga el autobús. ¿Qué te parece si dormimos un rato más?
Pero Solly no le hizo caso. Arrastró a Toby de la mano hasta la máquina de café. Hablaba como si acabara de meterse diez rayas de cocaína.
—Me voy a llevar todos mis cómics de Linterna Verde al autobús porque no pesan demasiado, pero además porque cuando los demás me vean leyendo querrán leer uno y así podré repartirlos.
—¿Crees que debes llevártelos todos? Son especiales para ti.
—Creo que es buena idea. Además me llevo a Conejo Sigiloso. —El Conejo Sigiloso era un trozo cuadrado de la manta de bebé de Solly que solía llamarse Conejo sin más. Cuando cumplió seis años, Rachel le dijo que era hora de dejar de usar su manta de bebé. Si alguna vez los otros niños venían a casa y lo descubrían, no lo invitarían jamás a una fiesta de pijamas o se burlarían de él. Solly fue a su habitación y ocultó la manta para que Rachel no pudiera encontrarla. Más tarde, mientras Rachel trabajaba con el portátil en el salón, Toby entró a hurtadillas en la habitación de Solly con un par de tijeras. Le dijo que podían cortar un trozo de la manta Conejo. Conservaría el poder de la manta porque le había dado todo su amor desde que la tenía. Y lo mejor era que podría llevárselo a todos lados fácilmente. «Lo llamaremos Conejo Sigiloso», dijo Toby mientras cortaba con cuidado un pequeño rectángulo del medio.
«¿Qué significa sigiloso?», preguntó Solly.
«Significa que tú eres el único que lo sabe».
—¿Dónde vas a poner a Conejo Sigiloso? —le preguntó Toby ahora.
—Lo llevaré conmigo, en mi bolsillo. En todo momento.
—¿Crees que es buena idea? ¿Y si lo pierdes?
—Jamás perdería a Conejo Sigiloso.
Jugaron al ajedrez la siguiente media hora. Toby percibió un tufillo a Nahid y fue a darse otra ducha. Solly despertó a Hannah, algo que supo porque incluso en la ducha la oyó gritándole. Luego les dio el desayuno. Dejó que Solly diera rienda suelta a su ansiedad, respondiendo a todas sus preguntas, y rezó para que la melancolía de Hannah fuera algo habitual y que hubiera dejado de pensar en su madre.
Toby leyó el mensaje de texto de Nahid. Quería saber si quizás después de que sus hijos se fueran a dormir aquella noche podía pasar para que me lo hagas en el ascensor… nadie lo sabrá
. Anoche parecía haber pasado hacía mucho tiempo.
Le pidió a Hannah que le mostrara el móvil.
—¿Por qué?
—Porque soy tu padre.
—No.
—En realidad, no te lo estoy preguntando. Es parte del acuerdo.
Hannah se lo pasó, furiosa. Toby deslizó el dedo sobre la pantalla para revisar su Instagram. Realizó una inspección sorpresa tal y como había leído en un número especial de la revista Consumer Reports sobre los hijos y la tecnología. Todo parecía normal e inocente, aunque un poco tedioso. Su avatar era un selfie en la que levantaba dos dedos haciendo el símbolo de la paz al revés, como habían empezado a hacer los chicos en todas sus fotos. ¿Sería el gesto de algún miembro de un grupo musical o de un atleta? No lo sabía. Miró sus actualizaciones. Tenía veintidós amigos, y sus únicas dos actualizaciones decían: «Me voy a un campamento. Qué emoción» y «Mirad esto. Me parto de risa», junto con la foto de un gato con gafas de sol y un mensaje con letras esponjosas que rezaba: «Creo que soy alérgico a las mañanas». ¿Cómo se explicaba que estuviera todo el día mirando aquel aparato cuando básicamente posteaba una vez al día sobre lo que comía, esperando likes, y dando likes a las publicaciones casi idénticas de otros chicos? Qué triste que ella y sus amigos estuvieran tan acomplejados, y que tuvieran que crecer en una época en la que el mundo conspiraba para hacerlos aún más inseguros.
—Eres como la Gestapo —le gritó su hija.
—Si eso es lo que crees, aún no sabes lo suficiente sobre la Segunda Guerra Mundial.
—Claro que sí. Igual que la Gestapo.
—La Stasi sería más exacto, pero ni eso.
Toby volvió su atención a Solly.
—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante con esto, Solly? —preguntó.
—Por supuesto, pero ¿no te sentirás solo sin nosotros?
Toby se levantó para recoger la mesa.
—Claro que os echaré de menos, pero podré terminar el trabajo que tengo acumulado y otros temas pendientes, y quizás incluso os prepare una sorpresa para cuando volváis.
Solly dio un salto.
—¿El qué, papá?
—¿Qué significa la palabra «sorpresa»?
—¡Dímelo!
—No diré nada. Tendrás que esperar.
Cuando Solly lo abrazó en la parada de autobús, Toby sintió el febril nerviosismo de su hijo. Se puso de cuclillas y lo miró directo a los ojos.
—Te irá genial. Te echaré mucho de menos.
Solly acercó la cara a Toby.
—¿Irás el día de visitas? —preguntó el niño con la boca contra su cuello.
—Claro.
—Y mamá vendrá, ¿verdad? Y enviará un e-mail.
—Hará lo posible.
—Y si quiero volver a casa…
—Vendré a buscarte. Siempre responderé al móvil. El campamento no está demasiado lejos.
Hannah dejó caer los brazos y volvió la cabeza dejando que Toby la abrazara como si fuera veneno.
—Te quiero mucho —dijo él, tomándole la cara en las manos—, y sé que tú me quieres a mí. Puedes comportarte como quieras, pero eres mi chica y yo soy tu padre. —Ella inclinó la cabeza para zafarse de sus manos y se subió al autobús sin mirarlo. Solly siguió por detrás.
Toby se quedó mirando el autobús durante mucho tiempo. Saludó con la mano aunque no pudiera ver el interior a través de los cristales tintados. Intentó no pensar en lo que había hecho. Siguió sacudiendo la mano mientras el autobús se alejaba hasta que ya era imposible que lo vieran. Se alejó caminando y le envió un texto a Nahid:
Mis hijos acaban de subir al autobús rumbo al campamento.
La respuesta fue inmediata.
Ven aquí.
Así que eso hizo. Solo llegó al trabajo con noventa minutos de retraso.
Aquella noche soñó que se encontraba en el espacio y Rachel estaba allí, pero no sabía si ella era un planeta o una estrella, y tampoco podía determinar su órbita, y, no, no era demasiado sutil, pero así estaban las cosas. Se despertó tres veces. La primera, debido al pánico: Estás en apuros. Fleishman está en apuros.
La segunda, furioso. Ya había pasado más de una semana, lo cual era mucho tiempo, sí, aunque típico de ella. Al menos, siempre hacía lo mismo. Nunca tanto tiempo. Aunque él la conocía demasiado bien. Estaba comportándose de un modo que él no aprobaba y había decidido pedir disculpas después. ¡O quizás no! En lo que a él se refería, sus días de pedir disculpas habían acabado.
La tercera vez que se despertó, volvió a asustarse. Salió de la cama antes de que una imagen de su exmujer muerta pudiera darse la vuelta hacia él y decir: «¿Por qué no me salvaste, Toby?». Se le ocurrió que quizás la única ventaja de que Rachel hubiera desaparecido y los niños estuvieran en el campamento era la posibilidad de contar con una mínima sensación de libertad, pero no pudo experimentarla. Se sentía desconectado y perdido. Pensó en sus hijos. Cuando Hannah era una bebé, había un supermercado cerca que repartía globos (eso fue antes de que supieran que los globos estrangulaban a las gaviotas y eliminaran la práctica). Antes de entrar en casa, se despedían del globo y lo soltaban. Mientras lo veían elevarse y alejarse flotando, Toby se sentía desorientado y estrechaba entre sus brazos aún más a su hija, como si ella también estuviera llena de helio.
Eran las cuatro y media. Fue al gimnasio de su edificio, que solo tenía una vieja elíptica, unas cuantas pesas y dos cintas para correr, aunque una llevaba averiada bastante tiempo. Se dio una ducha, y cuando salió comprobó el móvil para ver qué nueva desdicha le depararía hoy el tiempo. Advirtió una llamada perdida de Simone.
Para entonces ya eran las seis y cuarenta y cinco. ¿Por qué lo llamaría Simone? Sintió que el estómago se le contraía, y se sentó, desnudo, sobre la cama, mirando la llamada perdida. La devolvió, pero tras un tono la llamada se desvió al buzón de voz. Empezó a sudar a través de la humedad de la ducha.
A la mierda, pensó Toby. Era Rachel, haciendo las mismas estupideces de siempre. Obligaba a Simone a llamar para organizar la recogida de los niños sin tener que lidiar ella misma con Toby. Una sensación de placer lo recorrió por dentro al imaginarla llegando para recogerlos y descubriendo que no estaban allí. Prolongó la fantasía mudándose a otra ciudad con sus hijos y dejando que ella lo descubriera sola.
Por fin era una hora aceptable para llegar al trabajo. Era temprano, pero dentro de lo razonable. Además, resultaba oportuno que ciertas personas lo vieran. Phillipa London llegaba todos los días a las siete de la mañana. Se aseguró de pasar por delante de su despacho, ya que era el ascenso de Phillipa lo que dejaría la vacante que, según Bartuck, le correspondía básica y esencialmente a Toby antes que a ningún otro. Siempre le había parecido que Phillipa era una buena profesional, una médica dedicada a sanar, que no toleraba estupideces. Pero ahora que aspiraba al puesto de Bartuck, se le ocurrió que quizás fuera igual que el resto. La gente creía que la crisis de la medicina tenía que ver con los seguros médicos, pero también estaba vinculada con los médicos que abandonaban la profesión y permanecían en el rubro solo por el dinero. Se detuvo para hablar con ella.
—Hola, Phillipa.
Estaba sentada delante del escritorio, con el pelo lacio color beige recogido en un moño con forma de cono que giraba sobre sí mismo sobre la parte posterior de la cabeza. Levantó la mirada de un expediente que tenía delante. Llevaba una blusa de seda, una falda de tubo, perlas y gafas enormes.
—Hola, Toby. —Tenía la nariz un poco respingona, así que cuando estaba sentada parecía demasiado buena para ti, y cuando se levantaba, bueno, vaya uno a saber, porque debía de medir por lo menos un metro setenta y ocho o incluso uno ochenta.
—Tengo un paciente con la enfermedad de Wilson, por eso he venido, pero… —Cielos, se había quedado sin palabras—. Estoy esperando los resultados del laboratorio.
Los cuatro médicos residentes de Phillipa aparecieron en la puerta.
—Doctora London, hay una consulta en terapia intensiva.
Phillipa le sonrió a Toby.
—Debo irme.
Toby abandonó su despacho y no supo bien a dónde ir. Los médicos residentes de Phillipa la llamaban «doctora London», y era todo lo que sabían de ella. Quizás no fuera buena idea que existiera tanta familiaridad entre él y sus residentes, que le descargaran apps picantes y todo eso. Pero al mismo tiempo, estaba abonando un entorno en el que se sintieran lo bastante cómodos como para hacer preguntas. Permaneció frente a la oficina de Phillipa, revisando el móvil. En aquel momento, sin obligaciones parentales, y sin la inercia de saber que al final del día tendría que volver a casa y preparar la cena, había perdido el rumbo. Echaba de menos a sus hijos.
Le contó a David Cooper que Karen estaba tercera en la lista de trasplantes. Pero a Toby se le habían agotado las reservas, tanto de reposo como de líquidos. En su estado debilitado, se sintió vulnerable y expuesto a experimentar los celos profundos de lo que vio ante él: un matrimonio completamente normal, algo que él mismo había deseado y se había esforzado tanto en conseguir. Qué privilegio tan grande el de dar por sentado a tu cónyuge hasta que sucediera algo malo. Qué bonita la idea de estar transitando la vida juntos, recordando el cumpleaños de uno y otro una vez al año, cayendo agotado en la cama, preguntándote si estabas manteniendo suficientes relaciones sexuales, y luego un día ¡PUM!, dándote cuenta de cuánto necesitabas a aquella persona: una crisis como aquella era todo lo que necesitabas para recordar cuánto amabas a tu cónyuge. Era todo lo que Toby había anhelado. A veces veías parejas que parecían amarse con locura, siempre agarradas de la mano, sentadas en el mismo lado de la mesa cuando salían a cenar, incluso cuando estaban a solas. Rachel decía que aquellas personas estaban fingiendo, que ocultaban un auténtico veneno en su relación. Fue la única vez que Toby sintió que Rachel estaba de su lado: cuando se esforzaba tanto como él por normalizar la desdicha que compartían.
Entró en su despacho y fingió mirar el móvil. Necesitaba un segundo para pensar. Era imposible estar solo en aquel hospital. No había ningún sitio para sentarse tranquilo. Incluso cuando solo querías desconectar un poco en tu oficina, todo el mundo podía verte. Cuando te divorciabas nadie te decía lo importante que iba a ser parecer siempre estable, pues todo lo que dijeras e hicieras cobraría mayor sentido y se volvería más dramático de lo previsto. Encontrarse a solas, en mitad de tu oficina, con la mirada perdida, no era una señal de estabilidad.
Levantó la mirada y vio a Joanie; había estado de guardia toda la noche.
—Pareces cansado, Toby. —Apoyó la mano sobre la parte superior de su brazo, un gesto que podía considerarse amistoso o algo más. Lo miró fijamente a los ojos, intentando ver qué había detrás. Toby se remontó a un mes atrás (¿acaso había pasado más de un mes?) cuando se sentía joven y reanimado, como si hubiera tenido toda la vida por delante. Y recordó estar sentado en su aula después de clase y a Joanie tomando el móvil y descargándole las apps de citas mientras hacía lo posible por no reírse de nervios. En aquel momento el verano acababa de empezar; parecía que no iba a terminar nunca. Parecía que no volvería a sufrir jamás. Ahora el calor era sofocante—. ¿Todo bien, Toby? —preguntó. ¿Por qué lo llamaba por su nombre? La intimidad le produjo un vuelco en el estómago. Lamentaba haber permitido que sus alumnos lo destronaran de su puesto de superioridad. Les había enseñado una parte demasiado grande de su vida personal; lo habían visto demasiado triste últimamente, y demasiado preocupado. Había dejado de transmitirles conocimientos. Se había comportado de un modo terrible.
Pensó en decirle que lo llamara doctor Fleishman, pero no se le ocurría en qué tono hacerlo. ¿Con humor? ¿Con desaprobación? ¿Con seriedad?
—Todo va bien —respondió.
Ella avanzó un paso más hacia él, y no era la cercanía lo que lo sorprendía, sino el hecho de que avanzara. Lo único que Toby podía hacer era permitírselo o retroceder un paso. Retrocedió un paso.
—Estoy preocupada por ti —dijo ella—. Sé que estás atravesando un momento duro.
—¿Tú qué sabrás? —Intentó reírse—. ¿Qué crees que sabes?
¿Qué hacía Joanie? No creía que fuera tan audaz. Cuando esta ronda de residentes completó su primer año, Toby los llevó a Chelsea Piers a celebrarlo con una clase de trapecio. Fue la conclusión de una broma interna que habían desarrollado durante el año sobre los eventos de empresa fuera del trabajo que incluían ejercicios para fortalecer al grupo. A Joanie le había dado demasiado miedo intentarlo y se quedó observando. Cuando Toby acabó su turno, se sentó a su lado y habló con ella. Así descubrió que pertenecía a un club formado, en su mayoría, por hombres mayores que iban a ver películas de los Hermanos Marx, que hacía improvisaciones y que estaba aprendiendo a jugar al bridge. Había dicho: «He entrenado para ser vieja durante toda mi vida», y él se había reído; hasta aquel momento no sabía que era graciosa. Había creído que no era más que una chica estudiosa y tímida, bastante peculiar. Una persona dotada de una personalidad medio excéntrica que no dejaba gran huella. Le daba pena: ¿cómo iba a funcionar en la vida si no podía pasar el rato y colgarse de un trapecio con sus compañeros de trabajo? Luego, finalmente, tras un año siendo residente, aprendió que, a pesar de su silencio, a pesar de su deseo aparente de pasar desapercibida, era una personal real, aunque se ocultara a plena vista. Empezó a ver todo lo que hacía como deliberado. Ya no le daba pena. En cambio, se sentía estúpido, de la forma en que las personas calladas e inteligentes pueden hacerte sentir ridículo solo por existir.
Ahora Joanie dio un paso más. Llevaba una falda a cuadros hasta la rodilla, una camisa Oxford fina y de manga corta y zapatos cerrados con tacón bajo. Extendió el brazo para tocarle la mano, apenas rozándola con un dedo, pero tras el muro de cristal a sus espaldas, la enfermera jefe de planta, Gilda, pasó apretando los labios en señal de desaprobación, no con curiosidad ni sorpresa, tan solo con una expresión decepcionada, como si siempre lo hubiera esperado de Toby.
Supongamos que Toby se atreviera a dar un paso hacia ella en lugar de retroceder. Digamos que él y Joanie se miraran emocionados y ¿qué otra cosa podía ser sino amor? Después de todo, no era solo cosa suya. Maggie Bartuck había sido enfermera cuando Donald Bartuck seguía con su primera mujer. Todo el mundo había sabido lo que sucedía en aquel momento. Su primera mujer venía de vez en cuando al hospital con su cara adusta y su pelo teñido en un tono demasiado oscuro para su edad. Y Maggie llevaba un uniforme que no parecía solo una bolsa de patatas. Le había cosido una cintura de modo que resaltaba su figura. Marco Lintz, que había sido compañero de Toby cuando ambos eran residentes, le dijo que había oído que la secretaria de Bartuck lo había visto un día delante de la pantalla de rayos X, mirando una imagen, con Maggie delante, también con la vista en la pantalla. Bartuck había arrimado su erección bajo los pantalones al trasero del uniforme de la enfermera Maggie. Un mes después, Bartuck anunció su divorcio y, solo dos semanas después, su compromiso con Maggie, quien nunca volvió a ponerse un uniforme.
«Qué cliché», le había dicho Toby a Rachel en la boda, que se celebró en el Waldorf. Estaban comiendo fresas cubiertas de chocolate. Los hermanos de la fraternidad de Bartuck le cantaron una canción en griego. Alguien le dijo a Toby que habían hecho lo mismo para su primera boda.
«No lo sé», dijo Rachel. «Las personas deberían estar con quienes las hacen felices. Tiene que haber alguien para cada uno, ¿verdad?».
«Sí, pero no dos para cada uno».
«¿Cómo lo sabes?», preguntó. «¿Tengo algo en los dientes?».
Joanie era joven, pero no una niña. Veinticinco años era… Un momento. No. Se contuvo antes de completar el siguiente pensamiento. No, Fleishman, no, pensó. Así terminabas como la rana en la olla de agua hirviendo: primero piensas en Joanie como una estudiante, luego en que en realidad no es una niña, y antes de que te des cuenta te estás tomando una copa con ella y follándotela en el asqueroso piso que comparte en Queens. O no: se empezaría con una cita real, a la antigua. Lo harían en privado, luego esperarían algunos meses a que ella hubiera completado su residencia para comprometerse y casarse. Si anunciaban su relación como un compromiso, en lugar de mantener el estado cuasi legítimo y nebuloso de una pareja, nadie se atrevería a cuestionar…
Su móvil emitió un sonido. ¡Una coartada! Bajó la mirada. Un mensaje de la secretaria de Bartuck, pidiéndole que pasara por la oficina lo antes posible. ¡Más coartadas!
—Tengo una reunión con el doctor Bartuck —dijo.
—Está bien. Podemos ponernos al día después. Yo… Logan y yo hemos roto.
Toby se detuvo.
—Lo siento —dijo—. Espero que tengas a alguien con quien hablar del tema.
—Se me ocurrió… Sé que tú acabas de divorciarte y sé que no es lo mismo, pero estoy triste y tú estás triste, y podríamos…
—Las relaciones humanas no son fáciles.
Joanie se inclinó hacia delante.
—El amor no es fácil.
Su voz y su media sonrisa resultaban provocadoras. Las mujeres no dejaban de sorprenderlo. Creían que eran el sexo débil, pero él estaba allí, observando su rostro iluminado por la luz que entraba a través de la ventana a sus espaldas. Tenía la piel sonrosada y carnosa. Su juventud era tan extraordinaria que resultaba ofensiva.
—Tengo que ir a ver al doctor Bartuck —dijo Toby.
Donald Bartuck entornó los ojos y proyectó hacia fuera los labios. Su ligera inclinación de cabeza hizo temblar sus enormes carrillos.
—Toby, pasa —dijo Bartuck—. Espero que todo se haya resuelto en el frente familiar.
—Sí, gracias. Han sido un par de días duros. Los niños se han ido esta mañana al campamento.
—Quería que supieras que mañana nos reuniremos para discutir tu caso. Lo más seguro es que Phillipa acepte mi recomendación.
—Vaya, qué buena noticia —dijo Toby, y se levantó para estrecharle la mano.
—Sé que estás pasando por momentos difíciles. Espero que puedas superar tus problemas pronto. El puesto de Phillipa no es poca cosa. No me hagas quedar mal.
Bartuck había empezado a trabajar en el hospital como residente en los años setenta, hábil, grandilocuente y seguro de sí mismo. Su propio padre era el legendario jefe del departamento en aquel momento. A Bartuck le entregaron su carrera en una bandeja de plata: no solo por su ascendencia, sino por la confianza que tenía en sí mismo: daban ganas de delegarle responsabilidades. Lo único que tenía que hacer era no meter la pata. Y no lo había hecho.
Era un buen médico; incluso uno excepcional. Eso era lo peor de Bartuck. Había sido tan buen mentor que había resultado imposible prever que se convertiría en un individuo de escasos principios morales a quien solo le interesaba el dinero. O tal vez lo difícil era aceptar que podías elegir entre ser un buen médico o un tipo a quien le interesa el dinero y escogieras lo segundo. Fuera como fuese, resultaba triste. Cuando Toby era uno de sus residentes, Bartuck le contaba historias de guerra y lo invitaba a tomar whisky en su despacho al final de sus arduas jornadas. Toby recordó cuando Martin Loo, un jefe de división de gastroenterología, murió de cáncer de páncreas en una rápida y triste secuencia de épica hospitalaria que reafirmó en Toby la idea de que su trabajo era importante y merecía la pena. Toby y Bartuck se sentaron en la habitación de Martin Loo durante horas en sus semanas finales. Toby los oía hablar de los viejos tiempos en el hospital, historias anteriores a la digitalización de los registros médicos, cuando nadie sabía nada. Se reían juntos hasta que el doctor Loo quedaba agotado y necesitaba descansar.
Toby y Bartuck estaban en la habitación con el doctor Loo cuando murió. A medida que sus inhalaciones se fueron espaciando, se pusieron de pie para dejarlo con su mujer y sus hijos. Pero la mujer de Martin había impedido que se marcharan, diciendo que creía que su marido, que llevaba tres días inconsciente, habría querido que permanecieran allí.
«Fueron una parte tan importante de su vida como nosotros».
Cuando por fin exhaló su último suspiro, su mujer apoyó la frente sobre la suya y dijo: «Adiós, mi amor», y Toby sintió en aquel momento que, a pesar de su muerte prematura, Martin Loo era un hombre afortunado. También lo era Toby. Justo en ese momento no pudo evitar pensar en el privilegio de todo aquello: conocer a esas personas, trabajar junto a ellas.
Después, Bartuck llevó a Toby a su oficina y le sirvió un whisky. Toby seguía sumergido en el recuerdo de Martin Loo, y seguiría asociando durante mucho tiempo la belleza de aquel momento terrible con Bartuck. Solo mucho después advertiría lo despreciable que era, y que su compasión y camaradería habían sido herramientas para subir al siguiente nivel.
Se había interesado por Toby. No por Phillipa London, por él. Cuando volvía a casa y compartía las novedades del día con Rachel, ella le decía: «Tienes que sacarle todo el provecho posible a esta tutoría». Era la clase de discurso agresivo que imperaba en el departamento de registro de entradas y salidas de Alfooz & Lichtenstein. Antes de que Bartuck manifestara interés en Toby, Rachel había creído que debía pasarse a dermatología: esos médicos ganaban mucho dinero. Además, podían tomarse el mes de agosto de vacaciones, organizarse sus propios horarios y jamás tenían emergencias. Pero Toby quería ser médico para curar enfermedades, y no conocía a ningún dermatólogo que ganara dinero dedicándose a curar enfermedades reales y no trabajando con plástico.
«Pero durante el verano podrías ir a África, Asia, o donde quieras y arreglar paladares hendidos», dijo ella.
«No quiero vivir un mes de mi vida pidiendo disculpas por lo que hago el resto del año», respondió. «Quiero vivir una vida que tenga sentido todos los días».
«Es lo que todos queremos», contestó ella, exasperada. «¿Quién puede darse el lujo de hacerlo? Algún día me gustaría comprar una casa, ¿sabes?».
El padre de Toby era médico, su tío también, y en aquel momento su hermana había pensado en ser psicóloga antes de abandonar la idea y decidir casarse, rezar y tener hijos. Los Fleishman habían criado a sus hijos teniendo como modelo a una persona con bata blanca que consolaba y curaba a quienes lo necesitaban. Los fines de semana, los niños del vecindario se hacían daño en las rodillas o contraían fiebres altas, y los padres llamaban a la puerta de los Fleishman, incluso si Sid Lapis, otro médico, vivía más cerca de ellos. Toby creía que aquella era una buena vida. Era una vida de coraje que merecía vivirse. Antes se ganaba dinero ejerciendo la profesión. Ahora seguía ganando dinero, aunque no fueran sumas considerables.
«Lo que tú digas», dijo Rachel. «Sé un hepatólogo. Pero ejerce en el mayor nivel posible. Sé que serás el hepatólogo con más éxito de Nueva York. Del mundo». No podía hablar sobre un trabajo sin hacerlo en términos cuantificables, como si se tratara de una competición deportiva.
Y ahora por fin le había llegado el momento. Se lo estaban ofreciendo, Rachel. No hacía falta ser un cabrón hijo de puta para que te ascendieran. Bastaba con ser bueno en tu trabajo. Ascendería a jefe de subdivisión, y cuando le ofrecieran otro cargo a Phillipa, lo cual sucedería sin ninguna duda, le ofrecerían a él la jefatura del departamento. Lo rechazaría porque sabía que, cuando se trataba de aquellos asuntos, el rendimiento decrecía. Él no era como ellos. No quería pertenecer a los clubes correctos y jugar al golf con la gente correcta (o jugar al golf) y estar en las juntas y comités correctos. Donald Bartuck tenía a Maggie Bartuck, su espléndida mujer, que organizaba cenas, hacía vida social y llevaba a cabo eventos para recaudar fondos. Esa no era la persona con la que Toby se había casado. Esa no era la clase de persona con la que quería estar casado.
Su madre siempre le había dicho: «En toda relación solo hay lugar para una estrella». Y aunque Toby bromeaba diciendo que se había enganchado con la estrella correcta, y Rachel lo miraba por el rabillo del ojo y decía: «Ya lo creo», jamás se le ocurrió que, si lo que su madre decía era cierto, Rachel fuera la estrella de su relación. Lo cual significaba que estaba tan enamorado de su propio trabajo que no se le ocurrió que la persona destinada a ser alguien que crearía un gran impacto en el mundo (versus su propio impacto menor) era la estrella. Para cuando ascendieron a Bartuck, Rachel había abandonado Alfooz & Lichtenstein, saqueando a la agencia que le había proporcionado el éxito y llevándose a sus clientes para empezar su propia firma. Los clientes la siguieron sin dudar: no había más que ver lo implacable que era.
En cuestión de semanas ya tenía un ingreso. En cuestión de meses tenía solvencia económica. Toby se sentía muy orgulloso de ella; cualquier marido lo habría estado. Pero trabajaba hasta tarde, y ambos sabían que, si quería que la agencia funcionara de verdad, pasarían años antes de que tuviera un horario razonable. Hannah acababa de nacer, y ninguno de los dos quería que los niños se criaran solo con niñeras, así que Toby empezó a organizar su trabajo en el hospital para llegar a casa todas las tardes a las cinco y media, pasara lo que pasara. Eran las mismas doce horas de trabajo, pero empezando más temprano. Ya no se demoraría nunca más en el hospital, ya no volvería a quedarse a tomar un trago en la oficina de Bartuck.
Se quejó de echar de menos a Rachel. Se quejó de que el dinero no fuera tan importante como lo que ella podía darle a Hannah y, claro, lo admitía: a él. De noche veía viejos episodios de sitcoms a solas. Llevaba a Hannah al parque infantil de la calle Setenta y dos y la empujaba en el columpio, diciendo: «Vete» cada vez que empujaba, y «Vuelve», cuando volvía como un péndulo. Vio cómo le encantaron las peras, luego cómo las odió, luego cómo le volvieron a encantar, y luego, al igual que el resto de las personas, cómo le encantaban a veces. Leyó la colección nueva de Archer Sylvan, paseó, escuchó a los Rolling Stones y a los White Stripes en su nuevo iPod, y luego en su nuevo iPhone. Le encantaba pasar tiempo con Hannah, pero echaba de menos charlar y estar con alguien que lo hubiera elegido. El sol salió y se puso, y las páginas del calendario se desprendieron de la pared. Hannah se dio la vuelta. Hannah se sentó. Hannah gateó. Hannah caminó. Hannah se rio. Hannah lloró. Hannah quiso jugar a «Este cerdito se fue al mercado». Hannah comió sola. Hannah se sentó de piernas cruzadas en su silla de paseo como una mujercita. Hannah imitó a su madre mientras caminaba con el móvil de Toby parloteando tonterías. Hannah odió «Este cerdito se fue al mercado». Hannah empezó a hablar. Hannah aprendió a contar. Hannah empezó el colegio. Toby la quería tanto que su corazón estaba permanentemente de rodillas.
Si bien sus ingresos se volvieron prescindibles, decidió que no dejaría de trabajar. Era ridículo. Había que decir a favor de Rachel que jamás se atrevió a sugerirlo. Pero él siguió siendo la principal figura parental. Era a quien llamaban primero cuando Hannah tenía fiebre en el colegio o cuando Solly tenía una dermatitis de pañal que desafiaba los tratamientos tradicionales. Era el que se ocupaba de informarse sobre las clases de música y luego se escabullía del trabajo para asistir a ellas, aunque se llamaran Mami y yo (en realidad, deberían haberse llamado La niñera y yo). Inscribió a Hannah en programas de enriquecimiento, luego en programas deportivos, en clases extraescolares, en escuelas infantiles, en colegios, en campamentos, en clases de mandarín, en clases de tenis y la llevó al dentista. Fue voluntario en la feria del libro y quien horneaba los brownies para la recaudación del colegio hebreo. Acudía a los motores de búsqueda y tecleaba «aburrido de preparar la cena» y encontraba páginas web que le ofrecían programas de recetas para «mezclar las cosas» y «sorprender». El resto de las mujeres decía: «¡Mirad al señor mamá!» cuando hacía una pregunta. Él se ofendía y sentía la necesidad de decir que no, él no era la madre, era el padre, y aquellas eran sus obligaciones. Pero pronto se dio cuenta de que el ímpetu de sus comentarios se debía al desinterés de sus propios maridos en sus hijos o en contribuir al hogar. Así que solo respondía con una sonrisa. Tenía que quedarse en casa cuando la niñera estaba enferma, y pedirles a sus colegas que dieran sus clases o atendieran a un paciente. No podía competir con los médicos ambiciosos como Marco que, sin duda, estaban sacándole todo el provecho posible a su tutoría.
¿Qué opción tenía? Rachel siempre tenía que ir a algún sitio, y luego tenía que ir a clase de yoga por el estrés y a clase de pilates con Miriam Rothberg para engrasar sus conexiones sociales. Luego tenía que enviar un e-mail rápido, «hacer un seguimiento», «dar la vuelta», ser amable con personas que no lo merecían, y desahogarse con Toby y los niños cuando se sentía abrumada por cuestiones que no tenían nada que ver con ellos.
Pero el secreto de Toby era que aquel rol lo hacía feliz. Vio lo fugaz que podía ser todo, lo rápido que pasaban los niños por las diferentes etapas y cómo, una vez que aquellos pequeños momentos desaparecían, jamás volvían. Un niño que caminaba jamás volvía a gatear. Así que, en el fondo, le parecía bien. Rachel adoraba a sus hijos; estaba seguro de eso. Pero jamás se comportaba de modo natural cuando estaba con ellos. La mayor parte del tiempo tenía miedo de quedarse a solas con ellos. Se impacientaba si se colgaban de ella o hablaban demasiado; siempre sentía deseos de estar en otro lado. Toby podía tener a uno de los dos o a ambos sobre el regazo durante horas antes de advertirlo. En el trabajo, era capaz de sentarse con sus pacientes, sabiendo que no era un trampolín para la vida sino la vida misma. ¿Te imaginas lo que es haber alcanzado tu meta siendo tan joven? Eso era lo que ella nunca entendía: que la ambición no siempre iba cuesta arriba. A veces, cuando eras feliz, podías permanecer en el mismo lugar.
—La semana que viene tendremos buenas noticias —dijo Bartuck—. Ve a ver a tus pacientes.
Pero Toby no fue a ver a sus pacientes.
No podía hacerlo. Allí dentro no había un lugar donde ocultarse y colocarse la cabeza entre las manos, o echarse una siesta. La angustia que sentía por Rachel, que se había convertido en un tornado turbulento que recogía vientos de odio y de preocupación a la vez, no le permitía concentrarse en nada más. Había acabado sus rondas. De todos modos, eran las cuatro de la tarde. Había llegado temprano. Estaba bien.
Caminó a través del parque, y a medio camino empezó a zigzaguear por los senderos hasta que advirtió lo cansado que estaba y el calor que tenía, y se sentó en un banco. Echó un vistazo a su móvil mientras tiraba del vello de su pecho. Quería… necesitaba revisar sus apps. Necesitaba inyectarse ese cóctel de oxitocina y testosterona para lavar aquellos sentimientos terribles.
Aquel día no le habían llegado demasiados mensajes en Hr. Deslizó el dedo hacia abajo y recorrió antiguos mensajes eróticos, sin sentir nada. Jamás volvería a casarse. El matrimonio era para idiotas. Era una solución anticuada a un problema de propiedad que él no tenía. Era un constructo social inventado por personas religiosas (cuyos valores él rechazaba en su mayoría). Sus miembros lo habían creado cuando no se vivía más allá de los treinta años. Así que no. No volvería a caer en aquella trampa. Tendría relaciones y momentos excitantes, pero jamás volvería a poner su salud emocional en manos de otra persona.
En la segunda parte de «Desacoplamiento», Archer Sylvan por fin se encuentra con la mujer de la que Mark está divorciándose. Ella se había enterado de que estaban escribiendo un reportaje importante sobre su divorcio en una revista y creía que también debía opinar. «Si vas a escribir sobre esto», le dijo a Archer en una carta, «debes conocer los dos lados de la historia». No tenía nombre en el reportaje. Se referían a ella como «la mujer de Mark» (en flashbacks a días mejores) y «la mujer» (después de que todo se fuera a la mierda), de manera alternativa. En el artículo, ella y Archer se encuentran en uno de esos sitios elegantes para tomar el té sobre Madison Avenue, donde unos hombres vestidos de mayordomos se colocan en silencio a los lados. Le cuenta lo de la aventura de Mark con su secretaria, por la cual le pidió disculpas aunque después no despidiera a la secretaria. Le cuenta que se sintió como una loca durante los meses que él lo negó, pero por fin decidió creerle hasta que él asistió a una reunión de trabajo de la que ella no se enteró junto a su secretaria, a la vista de todos. Archer se sienta con ella durante una hora y escucha lo que es una petición razonable de matizar los hechos: los matrimonios son complicados y privados, y para cuando un matrimonio se acaba es posible que todos tengan motivos de queja absolutamente válidos. Cuando el tablero de Othello se vuelve negro (si juegas como juega Toby, que, repito, no es como se juega de verdad), acaba volviéndose negro para ambos participantes.
Pero Archer dejó fuera aquella conversación, y en las clases de periodismo se hablaría largo y tendido de lo que escribió después, variando el tenor con el correr de los años: en los ochenta, la gente alabaría su honestidad como reportero y que dijera lo que estaba pensando en lugar de lo que fuera políticamente correcto. En los noventa, la gente discutiría sobre si realmente era posible escribir sin ningún prejuicio. En el nuevo milenio, fue objeto de protestas apasionadas por su misoginia, y uno de los motivos por los cuales una revista masculina contrataría a alguien como yo, una mujer: para evitar que volviera a suceder. Para cuando Toby se sentó en el parque aquel día, «Desacoplamiento» ya no era considerada una lectura adecuada para el aula. Incluso como ejemplo de lo que no había que hacer, fue motivo de enérgicas cartas enviadas a decanos, que se hicieron públicas en páginas web feministas sobre avisos de contenido y entornos seguros. Cuando yo misma iba a dar charlas en las clases de periodismo después de 2007, me advertían que no mencionara el artículo en clase, no fuera que la conversación terminara virando a lo indignante que resultaba hablar sobre él.
Lo que escribió, y esta fue la frase que recordó Toby justo en aquel momento, fue lo siguiente: «Me fui del restaurante con el pañuelo húmedo de sus lágrimas y pensé en que las zorras siempre intentarán cobrarse su venganza».
Un hombre bronceado con un traje entallado se sentó junto a Toby en el banco del parque. El sol era un suplicio; hacía muchísimo calor. El parque estaba lleno de gente que lo disfrutaba. Toby los odió a todos. Nadie tenía problemas salvo él. El hombre del banco encendió un cigarrillo. Junto a ellos, un enorme letrero decía no fumar. El letrero estaba justo allí. Una ira verde y necrótica lo invadió, deslizándose a través de su sistema linfático, filtrándose en su musculatura, invadiendo sus huesos. Toby se dio la vuelta hacia el hombre.
—Oiga, aquí no puede fumar —dijo.
El hombre lo miró, y Toby dirigió la mirada al letrero. El hombre miró detrás de él. Apagó el cigarrillo, y durante un momento Toby se preguntó por qué le había molestado tanto.
Se preparaba para reflexionar sobre lo sucedido cuando ciento veinte segundos después el idiota sacó otro cigarrillo y lo encendió justo delante de él.
—Oiga, hombre, no puede fumar aquí. —El tipo apenas advirtió la presencia de Toby salvo por un movimiento de ojos imperceptible, al que siguió otra profunda bocanada.
Toby se puso de pie. Su voz salió como un grito furioso.
—Llamaré a la policía, idiota.
El hombre lo miró durante un buen rato, sorprendido y ¿divertido? ¿Le hacía gracia todo aquello a ese imbécil?
—Estás loco, hijo de puta —dijo el hombre. Toby empezó a llamar al teléfono de emergencia de su móvil. El hombre dio una calada más, luego lanzó el cigarrillo al césped y se alejó caminando.
Toby permaneció sentado en el banco otro minuto más. Simuló estar concentrado en su móvil; en realidad, una oleada de furia lo invadió. Cuando el hombre desapareció, se levantó y empezó a caminar de nuevo sin rumbo hacia el lado este. Pero ¿por qué? Nadie lo esperaba. Solo eran las cinco. Su corazón anhelaba ver a Solly. Se sentía devastado por cómo lo había manipulado, por cómo había dejado el problema de la desaparición de Rachel para más adelante sin saber si alguna vez se resolvería, por lo desesperado que estaba por ver Los Goonies con su hijo y oír sus observaciones inteligentes y adorables, por responder a sus preguntas. Se dirigió a casa porque no había otro sitio adonde ir.
¿Y si no estaba tomándose la desaparición de Rachel con la debida seriedad?
A las mujeres les pasaban cosas. Morían. Las secuestraban. Las violaban. Las retenían como esclavas sexuales en centros de detención. Se ahogaban sin que nadie lo advirtiera. Estuvo a punto de sacar el móvil para llamar a la policía, pero parecía demasiado descabellado. Pensó en todas las series policíacas que veía. Él sería el primer sospechoso por ser el exmarido y porque había un rastro de mensajes odiosos donde perfectamente podían hallar un motivo.
El sol seguía en lo alto. Las calles empezaron a abarrotarse con las muchedumbres veraniegas de jóvenes que salían del trabajo. No, no de jóvenes. De felicidad. No, no de felicidad. De vida normal. Personas con planes, objetivos y amigos. Pensó en ir a una clase de yoga. Pensó en llamar a Seth. Pensó en abrir sus apps y cambiar un detalle de su perfil para volver a cargar el sistema y ser visto por un grupo de gente completamente nuevo. Sobre todo, se sentía débil. Tenía que volver a sentirse fuerte.
Fruta. Decidió que quería fruta. Se había comido su última manzana la noche anterior. Empezaba a sentir un escorbuto incipiente, estaba seguro de ello. Quería meterse en el cuerpo reluciente vitamina C. Quería magnesio porque durante los últimos tres días había empezado a sufrir espasmos en los ojos. Aquel mismo día había ido al cuarto de baño para ver si el espasmo se veía a simple vista y comprobó que sí. Quería el optimismo de un Whole Foods. Ahora que sabía cuál era su rumbo, caminó hasta el que se encontraba en la calle Ochenta y siete y se desplazó por los pasillos, dejando que los envases artesanales de color café avivaran en él cierta esperanza de renovación. Caminó a través del pasillo de las cremas hidratantes. Quizás fuera hora de renovar los productos para el cuidado de su piel. Quizás necesitara una sesión de aromaterapia de flores silvestres. Quizás necesitara aceite de cáñamo. Quizás necesitara agua de coco. ¿Y si empezaba una rutina de aromaterapia? ¿Y si se compraba un difusor que dispersara aceites en el ambiente por la noche? Se despertaría con las células renovadas y una descarga de hormonas. Luego empezaría a meditar, y su vida…
—Toby.
Se dio la vuelta. Eran Cyndi Leffer y Miriam Rothberg. Estaban sudadas y tenían el pelo despeinado, aunque solo encrespado en las raíces. Miriam llevaba una camiseta sin mangas que decía corre o muere. La de Cyndi decía pintalabios y ligues.
—El segundo Fleishman que veo en el día —dijo Miriam.
—Oh, hola —saludó Toby—. Solo estoy comprando un poco de fruta.
—Creía que seguías en los Hamptons —comentó Cyndi.
—Sí —respondió—. Han ocurrido muchas cosas. En el hospital, con mis pacientes. Pero no, no voy a ir a los Hamptons. Rachel se quedó con la casa en el divorcio, así que no iré más por allí.
—No es lo que me ha contado Roxanne —dijo Cyndi con un dejo de aspereza en un tono sugerente y cantarín. Aspiraba a ser provocativo, pero era demasiado vieja y salió como una especie de graznido.
—Sí, llevé a los niños porque Rachel llegó tarde. Hannah echó de menos a Lexi.
—La última semana de julio siempre vamos a Europa. Oye, ¿recibiste alguno de mis mensajes? Hannah se olvidó su almohada en nuestra casa.
Toby apenas recordaba la catarata de mensajes irrelevantes de Cyndi.
—¿Sabes? —dijo Miriam—, deberías venir a cenar con los chicos. Nosotros no tomamos partido por nadie. Los padres de Sam se divorciaron, y somos muy sensibles con ese tipo de cosas. ¿Sigues yendo a yoga? Me pareció verte con un tapete hace algunas semanas.
Toby no podía concentrarse.
—¿Qué? Sí. A veces.
—Deberías llevarte a Sam contigo. Acaba de irse a un retiro de yoga y le enloquece.
—¿Un retiro de yoga? —preguntó Toby.
—Sí, el de Massachusetts. Ese famoso. Espera. Siempre me olvido el nombre.
—Kripalu —dijo Toby. Advirtió que al pronunciarlo en voz alta, «Kripalu»* sonaba a «mutilarte». ¿Cómo no lo había advertido antes?
—¡Eso, eso! ¡Kripalu! Acaba de pasar un fin de semana allí y desde entonces lo practica todas las mañanas. Vamos a contratar a alguien para que venga a casa. ¡Por fin! Hace años que no conseguía que se bajara de la cinta de correr. Yo le decía: «Hay muchas otras cosas que puedes hacer», pero a él solo le interesaba correr. Hacía senderismo en el instituto.
Más tarde Toby se preguntaría por qué era tan importante actuar como si nada cuando estaba con gente que le importaba una mierda. Lo repasaba una y otra vez en la cabeza: el hecho de que en aquel momento su objetivo fuera proteger el interés que tenía su exmujer de ascender socialmente en lugar de contarles exactamente el tipo de persona que era y lo que había hecho.
Su cerebro seguía insistiendo con algo que se le había escapado. Advirtió que la ausencia de Rachel estaba tan consolidada en su mente que había ignorado por completo lo primero que dijo Cyndi.
—Disculpa, ¿has dicho que has visto a dos Fleishman hoy? ¿Has visto a Rachel?
—Ha sido muy raro —dijo Miriam—. La hemos visto. En el parque, recostada sobre una manta, durmiendo. En pleno día. He dicho: «Ah, trabajando duro, ¿verdad?». —Miriam soltó una carcajada.
—En realidad, trabaja tanto que ha sido agradable verla tomarse un minuto de descanso —dijo Cyndi—. ¿Hace cuánto que no la veo? ¿Dos semanas? Y ese corte de pelo…
Miriam dijo algo, y luego Cyndi habló durante una hora o un minuto más, pero después de eso Toby no oyó nada en absoluto porque se le heló la sangre, su oído interno empezó a sangrar, su cerebro se convirtió en plastilina que se filtraba por la nariz, su cara se derritió desprendiéndose del cráneo, y su vida jamás volvería a ser igual. Supo en ese instante que jamás volvería a entender nada.
* N. de la T.: “Kripalu” suena como “Cripple you” (mutilarte) en inglés.