Presentación
Volver a encontrar el norte que es el sur
«Te acompaño porque soy parte de ti», Mür trekaleayu eymi iñchugeyu, dijeron los mapuche enarbolando sus banderas al lado de las chilenas, aquel día de la gran marcha de la dignidad, en el reciente octubre del 2019 cuando el país inició su despertar. Equivalía a lo que en 1994 los indígenas zapatistas expresaron: «Nunca más un México sin nosotros». Por su parte, desde esa fecha que los chilenos levantan sus demandas junto a la bandera mapuche, gesto de reciprocidad que quiere decir «nunca más ignoraremos a los mapuche y a los pueblos indígenas porque son nuestros hermanos». Ese es el nuevo sentir, el nuevo paradigma cultural-social que nos lleva a reencontrarnos con la raíz común de nuestro generalizado mestizaje nacional.
La fronda aristocrática de terratenientes, intelectuales y poderosos juristas santiaguinos que en el siglo xix conformaron la república, negaron el dato mapuche y mestizo del cuerpo y el alma de Chile. Por lo que tempranamente, desde fines de 1823 y ya sin O’Higgins, el «huacho Riquelme», el único y el último gobernador chileno que habló mapuzungun, no se le alimentará más con el silencioso viento del espíritu de una tradición propia. Nuestros destinos se definieron cuando Chile construyó una sociedad de orden occidental europea, de espaldas a la sabiduría indígena, signo de «barbarie», mirándola con soberbia por encima del hombro, ridiculizándola en «folclore pintoresco», no queriendo reparar que ella era, precisamente, la gran reserva de dignidad, conocimiento y virtud que venía cultivando sobre este suelo y por siglos la tradición autóctona.
En algún momento de la primera Constitución de Portales (1833), redactada por el bando aristocrático-conservador que anuló toda idea liberal, se estableció la negación total del componente indígena chileno. Y luego las leyes y otras constituciones terminaron de invisibilizarlo hasta hoy. Desde aquellos días, de a poco se fue yendo la substancia original del pueblo chileno, cada vez más citadino y sin referentes para darle sentido superior a su existencia. Por cierto, históricamente, el pueblo mestizo sin tierras y apenas alfabetizado, nunca fue visto ni menos reconocido o asumido, menos su tejido y fondo cultural, ese que en la Colonia tenían los «huachos», esos que festejaban la «Cruz de Mayo» con una gran minga y jugando el ancestral linao o el palin. La Iglesia prohibió sus fiestas (kawin) y sus deportes nativos: promovían el desorden luego de las procesiones. Y así es que Chile pronto se volvió más gris siendo el único país de América Latina sin carnavales. Nadie trabajó para la primera carencia de ellos, los «rotos» mestizos de las grandes barriadas: la necesidad espiritual de identidad. Simplemente se les arrebató su substancia singular, porque para el gobernante criollo —que tampoco aceptaba su propia morenidad— solo importaba el aguante de sus hombros, de sus brazos y de sus caderas: gentuza necesaria para la mera servidumbre. No le quedó otra opción que someterse a la esclavitud impuesta por sus patrones, o al bandidaje, aspecto muy documentado por historiadores como Salazar y Pinto. El alma popular de la patria dejó de ser cuidada por la matria, aunque desde el Bío-Bío al sur, esta permanecía aparte, olvidada y silenciosa pero activa.
Pero cuando nadie lo esperaba, como parido desde las entrañas mismas de la memoria, reaparece en nuestro horizonte la ancestral bandera nativa. Resurge el espíritu mapuche. Se levanta de nuevo una bandera enterrada junto a su blanca estrella de ocho puntas o wünyelfe, emergiendo como lo que es: el lucero de la mañana. Por tanto, algo muy esencial del viejo Chillimapu, el nombre tradicional de esta tierra, emerge del subsuelo en el centro o corazón mismo de la patria. Viene desde muy abajo, como si hubiese sido llamada ante la emergencia de un peligro mayor. Aunque siempre cerca del Chile rural, el american way of life que en los últimos cincuenta años se le impusiera a la sociedad, la había invisibilizado totalmente. También, y como de golpe, advino el germen de otra cultura de reemplazo, una casi inscrita en el mestizo ADN nacional, la que naturalmente se nos propone y asoma para inspirar la vida moral de Chile. O al menos para orientar su cultura desde su tronco fundante, si es que queremos seguir siendo un país, una comunidad aún humana. Es un inicio.
Por cierto, dicho nuevo e inicial paradigma no se levanta elaborado. Pero ya se muestra con la potencia de unos símbolos popularmente muy visibles. Superada la falsa disyuntiva izquierda-derecha, detrás del wenufoye, «canelo del cielo», el nombre de la bandera, se esconde la clara indicación de un «doblar hacia abajo», hacia las raíces, para luego hacer una vegetal ascensión a las blancas flores del canelo (foye) que nos sanarán. Es un potente signo que nos indica que ahora aquí, en las tierras criollas del sur, siempre ha existido una forma de espiritualidad que esconde esa tan buscada pertenencia; un fondo de memoria, un venero o filón grueso de identidad, anterior y más antiguo que la república.
Viene y llega simplemente como el asomo de un tocón hundido en el olvido y en el barro de la historia, pero con raíces aun verdes, exigiendo una segunda oportunidad de crecimiento sobre este suelo. No en vano se da en el mismo año en que la arqueología divulga la pisada de Pilauco. Se trata de un importantísimo sitio arqueológico, cercano a Osorno, procedente del Pleistoceno Tardío. Ese periodo geológico allí, en nuestra Patagonia norte, estuvo dominado por una vegetación pantanosa de parque, tal como pasa con la barrosa turba o ciénaga de Monte Verde. Allí, en Pilauco, quedó el vestigio de una huella humana junto a utensilios de faena de animales prehistóricos. Su data comprobada es de 15.600 años, lo que la convierte en la primera pisada del hombre en América. Dicha huella confirma y a la vez supera la pisada anterior, que aportara Tom Dillehay en el barro de Monte Verde, con una data de al menos 14.500 años de antigüedad, para el primer asentamiento de una comunidad en el llamado Nuevo Mundo. Entre esa pisada en Osorno y aquel flamear en la Plaza de la Dignidad en Santiago, donde hace poco se levantó la bandera mapuche al lado de la chilena mestiza, hay un contínuum de memoria, aplastada pero nunca borrada del todo. Hay un camino interior que nunca se disolvió en la bruma psíquica de la tan maltratada alma chilena.
Pero ¿quién es el pueblo mapuche, rebelde hasta para no dejarse etiquetar en la data de sus míticos orígenes? España escuchó mal el sonido ragko, la zona de «aguas gredosas» al sur del río Bío-Bío y que ocupaba la tribu más beligerante del continente. Sus orígenes más remotos —hace 33 mil años sospecha la arqueología— se empantanaron de dudas y sus primeras pisadas no se conservaron en la arcilla húmeda. Todo lo que pudieran haber traído de una mítica y misteriosa «Isla de los antepasados» o quizás desde las estepas del Asia chino-mongol, otra procedencia posible, lo terminó por pudrir la lluvia austral.
Cultura de la madera más que de la piedra, de los grandes árboles más que de las plantas, de la caza más que de la agricultura, de la guerra más que del comercio, y del verbo más que de la escritura, solo conservó dos rasgos: cierto aire mongoloide en los rostros y cuerpos y una índole reservada, ladina y hermética en los caracteres. La famosa «Guerra de Arauco» documentada en el no menos famoso poema épico de La Araucana, significó que la España imperial porfiara por más de trescientos años sin lograr conseguir que estas indomables tribus doblaran la cerviz. La última guerra —guerra que en verdad aún continúa con otros medios— comenzó con el Estado chileno en 1881. Recién ese año pudo este, con éxito tardío, anexar militar y políticamente la zona mapuche conocida como La Frontera, después de casi cuatro siglos de lucha denodada por la autonomía. Antes de España había sido el imperio de los Incas. Solo desde hace un poco más de cien años —y por una cruel paradoja, porque las tropas que se ensangrentaron en la mal llamada «Pacificación de la Araucanía» eran mestizas como lo es el 95 % del pueblo chileno—, los clanes y familias mapuche forman parte del Estado chileno, siendo de hecho y de derecho, la raíz fundante del ancestro nacional.
La gran noticia de este libro, que pretende ser una propuesta de reinvención de la cultura a través de repensar el desarrollo y de humanizar nuestra convivencia, es que en la raíz se esconde el remedio para nuestra civilización enferma. La razón de investigar buscando expresiones-raíces antiguas de las fuentes del conocer y hacer futuros en estos epigramas, se debe a que en nuestra cultura mestiza, su parte más telúrica es aborigen; es decir, está «cerca del origen», del ser genuino de las cosas. Ella aprendió el lenguaje primigenio de la naturaleza, la que establece sus verdades, sus correspondencias, sus leyes, sus ritmos y sus prácticas de un modo inapelable. Porque la única ideología, la única filosofía y religión que siguió nuestro pueblo originario fue, en lo fundamental, ajustarse a lo que es, ha sido y será —independiente incluso que desaparezca el nicho ecológico primitivo—, es decir, a las leyes inmutables de la naturaleza.
A estas alturas, ya podemos preguntarnos, ¿cómo recuperarnos del terremoto de la confianza y la sospecha mortal que sufren las instituciones, nuestros líderes, los gobiernos, parlamentos, jueces, iglesias, etcétera? Para rearmar las premisas de una nueva cultura y estructurar el espíritu de una nueva Constitución, ¿de dónde sacar la fuerza y la inspiración, los consejos y el saber? Respondemos que, volviendo a la raíz, desde el antiguo kimün de esta mapu, la reserva de sentido original de esta tierra. Se trata de reaprender con la sabiduría del Az Mapu mapuche, de la «costumbre de la tierra», de ese código ecomoral y social del territorio madre que por milenios guio la conducta de nuestros antepasados.
La buena noticia es que ¡aún está vivo!, al menos en algunas fieles memorias. Porque, según la tradición de las ancianas (papay) y ancianos (chachay), la madre tierra sabe y nos marca el proceder a seguir, dado que ella posee un orden, una memoria y un tipo de estructura que genera la vida sana; mejor dicho, la madre naturaleza es un sistema ordenado de vida con memoria. La patria-matria propia posee un orden oculto que no porque se desconozca, deja de operar. No olvidemos que la totalidad de las células vegetales de una planta es una activa trasmisora de mensajes de ida y vuelta con su nicho ecológico, toda ella es «cerebro», a diferencia de nosotros los mamíferos, dado que en los vegetales ramaje y raíces son sensores y radares. En ella, en el interior de esta madre cuántica llamado mapu ñuke, todo es sensible porque no está muerta la matriz, porque está llena de vida, la que tiene su propio sistema de conciencia y de registro —en el aire y debajo de la tierra— acerca de lo que en ella ocurre o se produce.
Al igual que una planta o un animal, el suelo funciona como un organismo vivo, con espíritu o ngen, ya que respira, se alimenta y se reproduce, así como también se puede enfermar y hasta morir. Sobre y bajo su piel, todo está lleno de alma, de am, aspecto que recoge la expresión mapu kallfuzungu, es decir, «todo lo que existe tiene espíritu», fórmula que también se traduciría en que «la naturaleza es espiritual». Pero la traducción «espiritual» queda incluso hasta demasiado corta, pues kallfuzungu significa algo muy diferente a la noción occidental moderna de esta idea, como de meras y exteriores poses rituales, acarameladas por inciensos y mantras. Literalmente, significa «la dimensión de las palabras azules», «la condición superior del azulamiento». Como hemos dicho, nuestras traducciones nos quedan cortas porque el discurso que describe los procesos de la naturaleza, a diferencia de las lenguas modernas, en el caso mapuche es integral e incluye tonalidades y texturas. Así dicho, no se ajustan bien nuestras descripciones, no son equivalentes, porque es tratar de expresar en lengua cervantina lo que desde siglos viene pensado y expresado en código sur-andino, vernáculo, un lenguaje casi ya inaccesible para nuestras mentes occidentalizadas.
Aquí podemos anunciar una síntesis de respuesta a la urgente pregunta: ¿qué le aporta el Arauco mapuche y su cultura espiritual al ser de la sociedad chilena y a la identidad nacional? Adelantamos algunos hitos de ese mundo espiritual que desarrollamos y esclarecemos en Newen. El poder de la espiritualidad mapuche. En el wallmapu, el territorio nativo, había un perfecto equilibrio del principio masculino con el femenino. Porque aquí se invocaba y veneraba no lo sobrenatural a partir de la fe, sino lo natural-desconocido a partir de la sabiduría, el kimün; es decir, la polaridad dual que está moviendo y creando todas las cosas, desde el nacimiento de las estrellas hasta el aparecimiento de la costra sanadora sobre una herida. En concreto, nos referimos a la pareja divina creadora y sabia, al Füta Chaw o «Gran Padre» y Kushe o «Anciana Divina», junto al par divino potente y pleno de energía Weche Wentru o «Joven Doncel» y Ülcha Zomo, la «Joven Doncella».
Esta tetralogía o cuaternario mapuche siempre estuvo detrás de la noción de lo supremo-divino, que arcaicamente se le llamaba con un solo nombre Füta Newen, es decir, «la Gran Energía». Es más, se comprendió que la eficacia ritual sobre la Gran Energía era mayor si se operaba desde el verbo poderoso de una mujer consagrada para el manejo de la energía, es decir, la machi. El par de opuestos, la dualidad creadora se aplicaba a todo lo que se quería sano y potente, pues rige para la totalidad de planos y mundos, visibles o invisibles. Por lo demás, la presencia de la Füta Newen, la Gran Fuerza universal, representa el nombre más arcaico del Ser Supremo creador. Los mapuche dicen, «fuimos dejados por una Gran Fuerza»: künugeyiñ, kiñe Füta Newen. Es digno de saber que la realidad «Dios» en la cultura mapuche, no recibe nombre o üy, pues es «el Sin Nombre», tal como en la cultura hebrea.
Lo divino, entonces, solo recibe apelativos (cognomentos) arcaicos en función de sus atributos más notables, como Füta Chaw, «Gran Padre» o Ngenechen, «el Dueño de la gente». Este epíteto de uno de sus atributos, también tiene una connotación ambigua en cuanto aludir al carácter de contralor del colectivo humano, el ngen de las gentes —implícito en el nombre de esta divinidad—, dado que el vocablo se emparenta con ngënen, «mentira»; por lo que entonces ngënechen también sería «mentiroso», «el embaucador de la gente». Por tanto, es posible y legítimo sospechar que, al darle los mapuche este epíteto a los misioneros católicos cuando estos les consultaban respecto a cuál sería el nombre de su Dios, los nativos de Chile astutamente apelaron a dicho título para hacerlo equivalente, no sin ironía, a la divinidad que traían y predicaban los evangelizadores.
Es interesante observar la trascendencia de la oralidad y su estricto cuidado, sigilo y conciencia, en la espiritualidad mapuche, pues hablar es invocar, toda vez que el zungun, el lenguaje, es en sí mismo una forma poderosa de hacer conjuros. Porque cualquier tipo de realidad —una enfermedad o su correspondiente curación, por ejemplo— no solo se construye, sino que también se caza, se atrapa con verbos y cantos. Y se lo hace siempre con lazos o trampas de palabras, las que en sí llevan una determinada energía. Por tanto, en la oralidad se precisa no solo la buena memoria, sino la küme zungun, la buena palabra del hablante o guerrero-cazador, competencias de lucidez en la escucha interpretativa y adecuada sabiduría para narrar bien lo escuchado, pues de otra forma tendríamos una weda zungun, una mala palabra-fantasma, una fuerza saboteadora haciendo su siembra de malas causas, dislocando el orden natural. El hablar, el lenguaje, según la vieja costumbre y creencia —hoy actualizada por la ontología del lenguaje y la neurolingüística—, comporta una fuerza creadora, plasmadora de realidad, ya que hablar equivale a convocar y a hacer venir aquello que la mente piensa, teme y pronuncia. Al no existir la entidad-enfermedad en el mundo mapuche, lo único que sí existe es su causa: una baja en el alerta guerrero que nos roba la conciencia y nos expone a recibir y esponjar por el camino todo tipo de desgracias: Weda zungun llenoafe kom weda ke zungun kupay, «En las malas palabras vienen todas las desgracias…», sentencia que —como nunca urgente hoy— debería calar hondo en las nefastas prácticas lingüísticas de las redes sociales. El lenguaje enferma —y sana— porque somos lenguaje. Por eso, la esencia de la brujería es la maldición; los conjuros de malas palabras son los que producen el mal. Y los buenos discursos representan la esencia del bien, el engrandecimiento del alma.
En estricto sentido, para producir el mal debe también concurrir un bajo nivel de vigilia, pues se asocia a una especie de «asalto» de la energía exterior al ser de las personas. Wekufe, la palabra para el mal, lo maligno, «lo demoníaco», es el agente o conjunto de fuerzas que operan para enfermar, disociar o desordenar. Viene del verbo wekun, «actuar por afuera». Literalmente, entonces, se traduce como «el experto obrador de afuera». El prefijo we apunta a lo que es «nuevo», admitiendo, junto con la traducción de «el nuevo visitante foráneo», también la noción —no excluyente con la anterior— de «nuevo equilibrador». Y ello a causa de que kufe es «el que amasa», «el que compone»; raíz que también se encuentra en küfün, «echarse a perder».
Wekufe, entonces, es «el que recompone echando a perder», por lo que la función secreta del mal, de la crisis y de la enfermedad en la vida es algo necesario para el progreso de la misma vida: lo que renueva el equilibrio echando a perder. Cuando reina la división y el descontrol del mundo psíquico, expresado en una separación de la mente (rakiduam), del corazón (piwke) y el cuerpo (kalül), el yo sin energía para el autoacecho, queda a merced de una voluntad extraña: el wekufe. Y resulta maligna, en primer lugar, por el solo hecho de venir de otra parte, distinta del núcleo individual más profundo, y por su efecto hipnotizante y adormecedor sobre un pasivo y desintegrado inche («yo»), no vigilado ni despierto. Si alguien no logra poseerse a sí mismo, debe esperar que sea poseído por otros entes.
Así, la noción de la enfermedad mapuche como wekufe, es decir como cuerpo extraño introducido mágicamente por un centro psíquico externo y con deliberación, tiene su base —antes que en una baja en las defensas inmunológicas— en una «bajada de guardia», en un embotamiento de la alerta psíquica, en un deterioro del nivel consciente.
El alma, el am, crece y sana con palabras de poder, con buenos discursos que alientan al piwke, el corazón. Al crecer y lograr capitalizar experiencias un poco más conscientes, se desarrolla esta am o «segunda alma», segundo cuerpo sutil, copia exacta del cuerpo físico. Ahora es el am lo que sale en el sueño a realizar el viaje astral en el que puede aprender, descubrir lo secreto, visionar el futuro, o bien ser «castigado» por entidades guardianes si en la vigilia la persona ha transgredido normas del Az Mapu (código o «costumbre de la tierra»), o ha abandonado su «yo despierto».
En verdad, el am mapuche sería idéntico al ka egipcio, el doble etérico o segundo yo —alter ego— de las antiguas gentes imperiales del Nilo. Cuando en vida o bien luego de morir —porque el am puede «seguir aprendiendo» más allá de la muerte— el am se sometió a la voluntad firme del guerrero (yafuduami) y logró adquirir suficiente sabiduría (kimün), la persona puede contactarse con su pellü dormido, el «espíritu», que es un tanto de naturaleza diversa al alma. El am se puede perder y corromper si se la debilita alejándola de su contacto elevador del pellü. Este no se pierde, pero el che, la gente, lo puede ahogar con pasiones animales y nunca permitirle aparecer dirigiendo al inche o yo humano.
El pellü o «espíritu» es aquella chispa divina desprendida de la gran fuerza (Füta Newen) que se alojó en el corazón (piwke) del primer ser humano que cayó a la tierra, según un viejo mito. El esfuerzo denodado y sin aliento del acecho del weichan o kona (guerrero) deberá «despertarlo». Hay que llevar fuego cuando el alma deba presentarse frente a la evaluación de la imperturbable «Jueza del Otro Mundo». En ese frío mundo, Ella nos aprobará solo si llevamos el alma inflamada. Cuando el guerrero consigue despertar su espíritu, su pellü, toda vez que se haya autoimpuesto desafíos y ejercicios que logren «mantener la mente despierta», luego del umbral de la muerte alcanzará la categoría cuasidivina de pillan. Si una persona, tras el impecable trabajo de toda una vida, consigue ser un espíritu pillan —categoría o estado del ser que acelera su evolución una vez transpuesto el plano físico—, potencialmente podría alcanzar el carácter de divinidad, logrando cierto dominio de los planos sutiles y superiores de la naturaleza. En una palabra, el espíritu y el alma unidos —la voz pillan es contracción lingüística de pellü y am—, retornan a la matriz divina de la Energía universal de donde emergiera en la aurora del mundo. Y como ser pillan equivale a poseer la naturaleza del fuego (la Gran Fuerza se la concibe como una estrella candente), de ahí que se explique la creencia en cuanto que la boca de los muy sagrados volcanes como el Villarrica, el Melimoyu, el Chillán o el Callaqui sean la última residencia y una suerte de sala de espera de los longko, ulmen, weichafe y machi difuntos ya próximos a ascender.
El informante pewenche Diego Quilape así resume este aspecto tan secreto y principalísimo de toda la espiritualidad mapuche: «Pillan, el espíritu transparente, es un espíritu superior que mora en los volcanes. Es la energía celeste que emana de aquellos de los nuestros que más trabajaron su espíritu terrenal, que transparentaron con la palabra la dura roca que es el corazón humano. Por eso pueden volver desde el País Azul para velar por sus hijos e hijas, por su pueblo; así dicen nuestros longko»2.
Esta categoría de espíritu evolucionado y trascendido, es el efecto del trabajo de la unión del am (el alma) con el pellü (el espíritu); es decir, del matrimonio místico entre ambos, correspondiendo al máximo objetivo de trascendencia y meta de la condición humana. Porque subir a los sagrados cerros treng-treng para no ser cazado por el mal o wekufe, elevar a diario el nivel consciente, vencer la propia animalidad, llegar a ser más y por encima de las limitaciones de un cuerpo material, es la gran pasión ancestral mapuche. Tal estado pillan es lo que permitía a los pocos antiguos esclarecidos, sabios y valientes, que tras su muerte no reencarnen en un cuerpo humano sino en un cuerpo celeste. La categoría pillan involucra el trabajo espiritual de toda la existencia. Alcanzar dicho estadio evolutivo equivale exactamente a lograr un poder o dominio en la esfera superior del cosmos, haciéndose por fin dueño de sí mismo conquistando la libertad (kisungenewün), y por ende, pudiendo dominar otras energías y seres que se le subordinan.
Aquí, entonces, se cierra el círculo de la vida humana, la que comenzara remotamente en el visible y denso cosmos de las piedras y sus elementos (la voz kalil para «cuerpo», literalmente significa «la otra roca»), que luego de ascender, evolucionar y transformarse, vuelve a la matriz de las estrellas (wanglen), lugar desde donde arrancó el impulso primero: del mismísimo cosmos superior de las deidades, el verdadero hogar del Ser. Es más, se regresa para ingresar en la categoría celeste, al plano o nivel que deviene la identidad última de lo humano y que allí sencillamente se retoma o reconquista: la divina.
Sabemos que los ritos comunitarios ayudan a ese tránsito. Es el caso del nguillatun, la rogativa a los poderes y los ngen superiores, celebrados cada cuatro o cada dos años. Pero en la vida de todos los días en una ciudad, ¿cómo armarse de poder espiritual, de newen y no ser victimizado por las fuerzas inferiores?, ¿cómo elevarse o propiciar ese estado de libertad cósmica?, ¿cuál es la bisagra para subir a ese cielo espiritual del pillan antes de llegar a la boca de los volcanes o antes del juicio del alma frente a la Jueza de los Muertos en la Isla Mocha? Para responder, nos centraremos en el concepto más repetido en los epigramas de esta obra: el despertar. Este implica una praxis continua, un proceso, que va del lloftulen, el «acecho», al trepen, la iluminación final de la mente, pasando por más de catorce niveles diversos del despertar, todos con sus respectivos vocablos mapuche.
El acechar del lloftulen, que está implícito tanto en la caza como en la guerra, es la práctica básica para todo desplazamiento táctico en un boscoso y amenazante territorio, porque sin alerta, sin ojos y oídos totalmente abiertos, se va nada menos que la propia vida.
Trepen o «despertar», «conmoverse» a causa de un abrupto darse cuenta, es el estadio más alto de ese acecho inicial. Es motor, energía y meta del inarumen o proceso de la plena presencia en el momento presente. El análisis lingüístico de este verbo tan fundamental y central en la cosmovisión, arroja luz respecto a qué ocurre al interior de ese fenómeno de la, a veces, abrupta «comprensión consciente». El prefijo tre procede del verbo trekman, que es el «estallido de las chispas en dirección de una persona». Por su parte, pen, como sufijo, corresponde a la idea de «encontrar», «hallar», «ver». Pero antes de unir ambas raíces, hay que agregar que la misma voz, empleada para designar la idea de despertar, también alude a «estar alegre», de «buen humor», «alentado», «con ánimo muy positivo» (trepe, chrepe, chepe). Y como adjetivo, trepen es «espantadizo», «sorprendido», casi «asustado» o «asombrado». En consecuencia, sería el asombro —casi equivalente a un susto sagrado con un nivel de total optimismo— por el estallido de la chispa de la comprensión a causa de haberse hallado, abruptamente, el secreto o la visión profunda de algo, debido al «encuentro» casi pasmoso con dicha visión. Agreguemos que, para hombres y mujeres, adultos y jóvenes, la norma de vida principal, el «primer mandamiento», era Trepelaimizuam: «¡Ten tu mente despierta!».
Se explica, entonces, que nuestra informante principal en la Araucanía, Ceferina Huaquifil, nos llegara a comunicar en 1984 un secreto mayor: «Quien se vigila a sí mismo todas las horas del día, no necesita ninguna religión». Recordemos al pasar, que esta praxis de la conciencia en acecho, de vigilia y presencia plena representa el Santo Grial de las filosofías orientales y de las grandes religiones de la humanidad. La misma palabra-nombre de Buda significa «el despierto». La tan perseguida y esquiva iluminación del budismo es producto del despertar, que a su vez es lo central del samadhi tibetano y del satori zen, una palabra japonesa que significa literalmente «despertarse a la verdad cósmica». Al respecto, complementemos además que en la tradición mapuche existe también la enigmática voz mafil, de mafüln, «abrazar o abarcar con la mente», que antiguamente se traducía por «mente vacía, sin pensamiento y que todo lo abraza».
El criterio para elegir los epigramas de esta obra se funda en cómo se expresan en concreto estas realidades sutiles en lo coloquial de la vida junto al fogón, en cómo estas leyes espirituales orientan este paso por la tierra. En consecuencia, ¿a qué nos remiten estas frases y palabras arcaicas aquí reunidas y comentadas? A la gran orfandad de espíritu que presenta la actual cultura chilena y sus abusados habitantes. Nos remiten a brindar un poco de agua pura a la sedienta alma occidental en este desierto de valores, propósito y sentido que es la vida moderna.
El comienzo de esta transformación radica en recuperar del olvido la semántica del lenguaje nativo, la energía responsable de que se fundan o reaparezcan las prácticas de la reverencia y del respeto a los ecosistemas, de que resurja la antigua y secreta nomenclatura de fenómenos naturales y espirituales. Llegó la hora de comenzar también a pronunciar otros verbos que fecunden las intenciones y las visiones del mundo.
Cada uno de estos 57 epigramas, podrían considerarse huellas, marcas, indicios de la identidad superior que una vez olvidó el alma humana. Se escogieron como kimün lawen o «remedios de sabiduría». Constituyen el intento mapuche para asaltar la «celestial empalizada», es decir, la vida trascendente, el modo y el estilo nativo que tuvo el sur del mundo para «tomarse el Cielo por asalto». Es nuestro modo propio de forzar el reingreso del ser a la antigua patria o wenumapu, el «país de Arriba», de donde procede nuestro espíritu. Son, por lo tanto, la forma nativa y más antigua de la tierra de Chile de emboscar y de prepararle una trampa o washi a ese misterioso poder, la Füta Newen, la Gran Energía suprema y creadora. Pero la trampa es de palabras, pues no es más que la descripción de la kimün, la «sabiduría» de los ancianos y ancianas, los kimche. Son la recuperación de unas pistas, ahora escritas, que deliberadamente conducen a entrampar esa huidiza Fuerza de aquello que siempre fue nuestro ser primigenio.
2. Quilape, Diego, Texto antropológico exhibido en el Museo Pewenche de Ralco, comuna de Alto Bío-Bío.