INTRODUCCIÓN. SUAVES EJERCICIOS DE PRECALENTAMIENTO ANTES DEL PASEO

INTRODUCCIÓN
Suaves ejercicios de precalentamiento antes del paseo

¿Queda algo nuevo o, al menos, algo realmente interesante, que aún pueda decirse a propósito de la literatura medieval castellana? Ciertamente no hay que descartar el hallazgo de nuevos textos, aunque la esperanza sea mínima, y ojalá se produzcan nuevos enfoques, nuevas iluminaciones que, ensanchando los cauces de lo tantas veces ejecutado, favorezcan la ampliación de nuestros conocimientos y permitan mejores valoraciones de lo estudiado tantas veces.

El presente libro no responde, desde luego, al primero de los supuestos formulados y no tengo seguridad de que cumpla con lo deseado en el segundo. Consiste más bien, conforme anuncia el título, en la invitación a un paseo entretenido que nos permita recrearnos con algunos de los hallazgos literarios –también culturales y sociales– con que nos obsequia la literatura medieval. Me propongo ofrecer algunas consideraciones que, rebasando los límites de lo estrictamente filológico, contribuyan a enfoques si no revolucionarios, quizá menos habituales, en la valoración de la literatura de aquel periodo.

Haré así en la primera parte del libro una serie de calas en escritos y situaciones de la literatura medieval que me sugieren coincidencias con situaciones y textos de nuestra realidad contemporánea. Son reflexiones claramente subjetivas, que ojalá superen la calificación de simplemente ingeniosas, con las cuales busco iluminar las igualdades entre el periodo medieval y el nuestro invitando a comprobar que todo tiempo pasado fue actual.

En la segunda parte del trabajo, entendiendo que el paseo consume energías y, por lo mismo, es preciso reponer fuerzas, bajo el símil de alimentos que cumplan esa función, brindaré, primero, un picoteo para abrir boca, a saber, algunas muestras enjundiosas de páginas escritas por Alfonso Martínez de Toledo –el otro Arcipreste, lo llamaré allí– y, como plato principal, la consideración de Celestina como personaje teóricamente secundario que acaba alzándose con protagonismo capital en la obra de Rojas[2]. Finalmente, y manteniendo este simulacro de comida con que reparamos cansancio y reponemos fuerzas, a modo de postre, compartiré con el lector tres calas en Melibea, personaje que, en mi entender, sigue mereciendo nuevas reconsideraciones.

De tópicos y prejuicios

Como paso previo a los momentos que me propongo compartir, me parece imprescindible la invitación a sacudirnos tópicos y a desechar ciertos prejuicios. ¿No ocurre, en efecto, al estudiante que ha de enfrentarse con la producción literaria de aquel periodo y, por supuesto, al simplemente interesado por la cultura medieval, que la literatura de aquellos siglos remotos aparece condicionada por una serie no pequeña de dificultades? Porque dificultad entraña leer unos textos cuya redacción en lengua a veces alejada de la nuestra no hace fácil, desde luego, una lectura placentera que pueda realizarse sin ayudas (diccionario especializado, abundantes notas con aclaraciones léxicas a pie de página). Es innegable que algunos de aquellos escritos muestran un estado tan primitivo de la lengua castellana que –y se ha dicho– a veces presentan formas y niveles de expresión casi propios de niños o, peor aún, de individuos con uso deficiente o muy primario del lenguaje.

Por añadidura, y probablemente armonizando con esas impresiones que favorece la cuestión formal a que acabo de referirme, quien hace sus primeros contactos con la literatura medieval tiende a formarse una opinión poco halagüeña sobre usos y prácticas sociales y políticas del periodo. Es difícil obviar, desde luego, el nivel de violencia, el estatismo social, el primitivismo de aquellas sociedades. A quién se le ocurre proclamar, por ejemplo, como sin rebozo hicieron los medievales, que en absoluto gozaban de los mismos derechos todos los nacidos y que, si de democracia se hablara, la única admitida por los medievales sería, como mucho, una democracia post mortem, que es la mejor argucia para defender la más impune desigualdad in vita.

La opinión nada positiva sobre nuestros antepasados medievales tiende a mantenerse cuando lo considerado es el nivel de su desarrollo mental. Lo deficiente del lenguaje que manejan –de momento lo enuncio así, sin matización alguna–, su clamoroso desconocimiento de datos y saberes que, por cierto, ya habían conquistado siglos atrás otras sociedades, ¿no constituyen una invitación directa a pensar en ellos como seres muy alejados de nuestro alto nivel mental o, hablando con crudeza, a considerarlos no ya iguales a nosotros sino, por decirlo con término medieval, un punto menguados?

Invitar a un paseo entretenido para conocer seres cuya categoría mental nos parezca inferior tendría mucho de invitación a mirar, si no caritativamente, al menos compasiva o comprensivamente, y por supuesto desde cierta superioridad, a quienes nos precedieron en su paso por la tierra. Predecesores que, fruto quizá de esa antelación, cursaron su vida en circunstancias francamente desfavorables y, además, según es obligado reconocer, situándose en cotas de cultura que suponen en muchos aspectos un paso atrás con relación a logros ya alcanzados por civilizaciones anteriores.

Se entenderá por todo ello que antes de iniciar el paseo que anuncio y que ofrezco como deleitoso, dedique algunas consideraciones a debelar prejuicios y derruir tópicos.

Sea la primera el recordarnos que, aun estando a siglos de distancia, los medievales son individuos realmente próximos a nosotros. Se encuentran, desde luego, en circunstancias sociales distintas pero compartimos muchas coordenadas culturales, religiosas e incluso políticas. Que las simplificaciones y la pereza mental siempre amenazante no nos lleven a considerar como casi homínidos de Atapuerca a individuos, aquellos medievales, que pusieron las bases de los estados modernos, erigieron formidables castillos y catedrales de complejísima estructura, crearon las primeras universidades o expresaron sentimientos con altura literaria que a veces han igualado, pero no siempre han superado poetas muy posteriores.

Aquel ¿deficiente? lenguaje medieval

El lector no profesional puede argüir que el encuentro con aquella literatura –y sobre todo con lo escrito en los siglos medievales más alejados– nos enfrenta a veces a textos cuya comprensión no resulta fácil, porque parecen redactados en lenguaje no ya alejado del nuestro sino incluso, ya lo indiqué, con síntomas aparentes de ser proferido por quien parece no expresarse con la madurez y solvencia que esperaríamos de un adulto. Con quien quiera acompañarme en este paseo deseo compartir alguna reflexión que no niegue la verdad de lo anotado respecto a dificultades del lenguaje medieval, pero que contribuya, espero, a su correcta valoración.

Ofrezco sobre este particular dos matizaciones. Anoto en primer lugar que quien escribe literatura castellana en los siglos xii o xiii, e incluso algunas muestras de centurias posteriores, está sirviéndose de un instrumento imperfecto como lo era el idioma castellano cuyo uso para la expresión literaria estaban iniciando los más antiguos entre aquellos antiguos medievales. Y al estar inaugurándolo, acusaban las torpezas inherentes a todos los primeros intentos.

Hagamos a ese propósito una consideración que parece obvia pero considero muy oportuna. Quien escribía en castellano y con evidentes deficiencias, pongo por caso, los versos del Mio Cid, simultáneamente podía escribir con total soltura un tratado de divulgación filosófica, pero, eso sí, en lengua latina. ¿Explicación a esas diferencias entre la fluidez de lo que nos llega en latín y el deficiente nivel expresivo de lo leído en castellano? Sencillamente que la lengua latina ponía a disposición del escritor medieval una panoplia completa de conjugaciones, declinaciones, conjunciones y preposiciones, más la amplitud de léxico que necesitaba para expresarse. Ese mismo escritor, al acometer creaciones en lengua castellana, tenía necesidad de fijar conjugaciones e inventar preposiciones, conjunciones y léxico que le facilitaran expresar esforzadamente en lengua propia lo que en la ajena podía hacer con total soltura. El escritor medieval, al expresarse en latín, disponía de los nexos oportunos para construir toda especie de subordinadas. Al hacerlo en castellano, su abuso de la mera yuxtaposición de oraciones no demuestra incapacidad mental para crear periodos de complicada hipotaxis; testimonia que el castellano que está usando no dispone aún de las partículas que le permitan expresar apropiadamente su complejidad intelectual. Así pues, cuando leamos textos primitivos que presentan, o eso nos parece, serias deficiencias, valoremos el mérito de quienes estaban siendo pioneros en el intento de hacer apto para la expresión literaria un lenguaje no utilizado antes para ese fin.

Pido licencia para hacer más reflexiones complementarias. En primer lugar, una que con seguridad nos saca de la seriedad de los estudios filológicos. Invito a recordar los casos, tan habituales en ciudades turísticas, en que el nativo es abordado por quien visita aquella urbe y ese turista, pongamos por caso anglófono o procedente de país asiático, se interesa por tal o cual calle, por este o aquel monumento. Puede ocurrir que quien pregunta maneje con pobreza nuestro idioma y solo con mucho esfuerzo por nuestra parte y voluntariosas pero torpes repeticiones por la suya consigamos entendernos. En casos como este, al comprobar la deficiente expresión de quien nos interroga esforzándose por usar un idioma que no domina, me pregunto si es legítimo deducir que tiene bajo nivel mental aquel que objetivamente muestra tanta pobreza verbal. Porque quien nos ponía tan difícil la comprensión quizá sea una eminencia en tantos otros aspectos vitales y profesionales y, con toda probabilidad, se expresará con total fluidez cuando lo hace en su lengua. Admitamos, pues, que el autor medieval con quien dialogamos a tanta distancia temporal, además de ser individuo sobresaliente en aspectos vitales y profesionales, afrontaba enormes dificultades para expresarse por escrito en ese lenguaje que a nosotros ya nos ha llegado como producto bien desarrollado y, por supuesto, apto para la más depurada literatura.

Hay una segunda consideración que puede ayudarnos a interpretar adecuadamente el nivel expresivo del escritor medieval. No seré el primero en utilizar la ilustración que voy a proponer pero sobre el mérito de la originalidad prima la calidad de la iluminación que aporta. Invito a hacer una atrevida desubicación temporal. Imaginemos un momento futuro, cuando de nuestra civilización queden unos despojos similares a los escasos restos del periodo medieval que nosotros conservamos; es decir, imaginemos que dentro de ochocientos años un equipo de investigadores consigue inventar artefactos capaces de recuperar testimonios documentales de esta época nuestra, tan lejana y desconocida para ellos. Resultado de tal esfuerzo podrá ser la creación de un artilugio capaz de reproducir viejas películas que habrían encontrado los esforzados investigadores. Sería sin duda un hallazgo tan celebrado como los preciados manuscritos medievales que nosotros tan devotamente veneramos[3].

Reproduce en concreto dicho artilugio filmaciones realizadas antes de los años veinte del pasado siglo; recuperarían así escenas que pasarían a ser analizadas sesudamente por nuestros imaginados investigadores, los cuales dispondrían de sólida base documental para hacer cábalas y formular serias conclusiones. En concreto se verían autorizados a lanzar la hipótesis, documentalmente fundamentada, de que los humanos, allá por los años de transición del siglo xix al xx, mostraban un tipo de movimientos corporales realmente extraños, caminaban con ritmo muy distinto al que acabaría siendo normal en los desplazamientos de los humanos y, más llamativo aún, podrían conjeturar aquellos futuros investigadores que quienes habitaron en el periodo estudiado carecían del don de la palabra. Movían los labios, sí, pero eran incapaces de emitir sonidos; de hecho compensaban esa incapacidad de expresión oral recurriendo a una exageradísima gesticulación, tanto para comunicar sus distintos estados anímicos como para relacionarse de modo eficaz con sus semejantes. Mucho les llamarían la atención, en concreto, la exagerada mímica de que habían de servirse para declarar amores a la mujer por la que perdían los alamares.

¿Algo que reprochar a aquellos supuestos y sesudos investigadores que estarían extrayendo conclusiones aparentemente muy legítimas de unas comprobaciones hechas con total objetividad? Porque, efectivamente, velocidad inusual en la deambulación e incapacidad para emitir sonidos serían datos documentalmente probados. Si pudiéramos nosotros echarles una mano les haríamos notar que sus deducciones, pese a la solidez en que parecían asentarse, falseaban la verdad. Lo que estaban documentando aquellas filmaciones era una realidad captada por ese gran invento que es el cine pero que en sus inicios sufría serias deficiencias, esas que nos testimonia el cine mudo. La incapacidad de aquel sistema para reproducir los movimientos con el adecuado número de imágenes por segundo, más la imposibilidad de incorporar la palabra a la imagen filmada, daban como resultado un testimonio de enorme mérito técnico pero cuya validez documental era obligatorio poner en entredicho.

El lector que va a acompañarme en mi paseo por curiosos y meritorios textos medievales hará fácil aplicación del hipotético caso que planteo al estado real de esa literatura que, por una simple cuestión de impotencia técnica, corre el peligro de darnos una imagen falaz de las capacidades intelectuales de quienes la escribieron. En cuanto aplicamos las debidas matizaciones resultará que la sospecha de retrasos pasa a ser reconocimiento de sus enormes méritos. Lo imperfecto del instrumento que utilizan en absoluto debe desacreditar a quienes, muy al contrario, eran auténticos vanguardistas en la utilización de técnicas absolutamente novedosas.

En apoyo de lo que expongo también hace el caso comprobar que, si analizamos productos artísticos del periodo medieval, frente a los logros aparentemente discutibles que obtiene el escritor, quienes en aquel periodo trabajan la piedra está claro que alcanzan resultados muy solventes. El artista medieval puede producir, y produce, impresionantes esculturas, sean bajorrelieves o figuras de bulto entero, piezas, en definitiva, que provocan loas desde cualquier punto de observación y desde cualquier criterio de exigencia contemporáneo. Es obvio que aquellos artistas disponían de los instrumentos apropiados para el primer desbastado o eliminación de las partes más copiosas y prescindibles de la masa pétrea a la que querían arrancarle las formas que ideaban y, por supuesto, contaban ya con mazas, martillos, punteros, cinceles o gubias para realizar el trabajo con instrumentos adecuados. Por eso, la perfección de sus trabajos.

Y si tras admirar a artistas de piezas encomiables como son tantas esculturas medievales pensamos en quienes diseñan y erigen señeros edificios civiles, sólidos castillos o garbosas catedrales, es obligado aceptar que los maestros que conciben tan perfectas estructuras parten de diseños atrevidos, fruto de cálculos muy complejos. Ninguna de esas impactantes construcciones alcanza su realidad porque animados y espontáneos voluntariosos del pueblo o ciudad en que lucen fueran acopiando materiales y poniendo piedras sobre piedras para, sin cálculos, sin proyectos y sin estudios previos, acabar formando sólidos pilares, tan potentes como precisos, hermosas ventanas abocinadas, arcos de medio punto perfectamente ejecutados o bóvedas de hechura tan impresionante como arriesgada.

Pues bien, los escritores del periodo medieval, incluidos, por cierto, los más primitivos, fueron colegas de quienes trabajaban la piedra, y eran parejos a ellos en anhelos artísticos, con la gran diferencia de que los artistas de la palabra escrita no disponían de los instrumentos apropiados para plasmarlos en lengua vernácula, y al tiempo que pretendían construir belleza tenían que ir creando los instrumentos para expresarla. Si es lícito admirar la estructura de una catedral románica y resulta obligado, como decía, entender que hubo complejos cálculos para hacerla posible, es lo justo suponer que hubo igualmente estructura muy pensada y cálculo complejo para hacer posibles las construcciones literarias del periodo medieval, sean de pequeña extensión, caso de cuentos, ejemplos o milagros, sean construcciones tan voluminosas como el Mio Cid o el Libro de buen amor.

Admitamos como muy lógico que maestros que diseñaron tantas admirables estructuras medievales ejecutadas en piedra, y artistas que en piedra o madera crearon figuras de acabado tan apreciable (recordemos igualmente a los pintores, claro está), eran coetáneos de los escritores medievales, con ellos compartirían tertulias en calles y mesones; unos y otros pudieron intercambiar inquietudes y compartir anhelos, buscando maestros y artesanos el éxito en la piedra y los escritores el triunfo con la palabra escrita[4].

Los anacronismos, ¿incultura o estrategia?

Quiero aún remover algún otro impedimento que puede obstaculizar el placer del paseo que propongo. Se trata nuevamente de prejuicios que entiendo infundados pero que encuentro muy extendidos. Pienso en la acusación frecuentemente esgrimida contra el escritor medieval de que incurre en clamorosos anacronismos que deslucen el rigor de muchos de sus escritos, y pienso también en la acusación de infantilismo, esgrimida contra creadores de aquel periodo. La verdad es que si el paseo que propongo ha de hacerse no ya con niños –podría a ratos ser divertido– sino con adultos que se portan como niños, no hay mucha esperanza de que vayamos a disfrutar en demasía. Y por su parte, hacer el recorrido escuchando anacronismos quizá provoque ocasionalmente alguna sonrisa pero, si no analizamos el porqué de su presencia, aumentará la sospecha de hallarnos ante individuos sobre los que pesa la grave acusación de una ignorancia que contribuye a subrayar el diagnóstico de atraso y oscurantismo con que a veces caracterizamos a aquel periodo.

Que el escritor medieval incurre en abultados y a veces deliciosos anacronismos es obvio. Nos suministra muchos el Libro de Alexandre cuya lectura, pensando en el placer que pueden procurar los textos medievales, recomiendo muy vivamente pero solo a quienes puedan hacerla por deleite, nunca como obligación curricular[5]. Entresaco algunas muestras. La época en que se inscribe la biografía de Alejandro es bastante anterior a la existencia de títulos nobiliarios acuñados en periodo muy posterior, pero eso no empece que muchos de los personajes que pululan por el Libro reciban tratamientos inexistentes en época de Alejandro y propios de la Romania. Esto les ocurre, entre los humanos que por allí desfilan, a don Aristótil (48a), al conde don Demosten (211c) o al héroe don Achilles (412a), y entre los divinos, a don Febus (275ab) o a donna Juno (343a)[6]. En línea similar, los estudios cursados por el héroe parecen también trasplantados de época muy posterior. Así Alejandro reconoce ante Aristóteles: Por ti sé clerecía, con aprovechamiento excelente, por cierto, según confirma el maestro: As [tienes] grant clerecía (52a).

Y aunque el gran militar viviera tres siglos antes de Cristo y bastantes más antes de que se constituyera la orden de la caballería, se nos cuenta que «el infante el caballo nol [no le] quiso cabalgar, / ante que fues armado e besás el altar» (119ab). Altar que podría no ser el de los ritos cristianos, o sí, porque muy cristiana resulta ser la despedida que hace Filipo a Alejandro: «Fijo, yo vos bendigo» (193a).

En esto de la religión, según vemos, el anónimo autor del famoso Libro no parece tener claros que los conceptos y los usos existentes en época de Alejandro eran necesariamente distintos del momento en que él escribía esa prodigiosa muestra del Mester de clerecía. Prueba de ello es que el astuto Ulises pretende saber si Aquiles está escondido en un convento de monjas (413); hay referencias continuas a un Dios único –pasmosa novedad entre los griegos–, o se nos dice que «don Júpiter iba aprés [detrás] del fuego con muchos capellanes (851b). Resulta también chocante que cuando Alejandro ataca Jerusalén, salga a recibirle un obispo al que nuestro héroe saluda con respetuosa genuflexión (1142c), devotamente «hace las estaciones» (1095b) o entona el Te Deum laudamus (2437d) que el héroe recita o canta ocasionalmente al volver a su posada[7].

Anacronismos, pues, hay muchos. ¿Pero se deben a la ignorancia del autor medieval? Un buen estudioso de aquella literatura no lo dudaba:

La otra característica que los autores medievales dieron a la materia literaria de la antigüedad, fue que la interpretaron como si correspondiese a hechos ocurridos en un medio semejante al de sus tiempos contemporáneos; no hubo esfuerzo intelectual por separar la noticia antigua de la circunstancia del oyente o lector de la obra, situado en la Edad Media, y comprender que pertenecía a un género de vida distinto […]. El entendimiento de la literatura antigua era, pues, fundamentalmente anacrónico, y así todo venía a quedar evocado en un mismo plano histórico de presente, sin profundidad temporal […]. El anacronismo actuó así como un hábito mental, que confunde y unifica la perspectiva histórica, pero que en compensación permite una reanimación más viva del pasado en función del presente[8].

Algo alivia diagnóstico tan negativo esa última observación de que el uso del anacronismo «permite una reanimación más viva del pasado en función del presente». Pero la atenuante no acierta a explicar, en mi entender, la razón auténtica por la que el autor medieval recurre al anacronismo. Aun admitiendo que en ocasiones haya podido deberse a incapacidad del autor medieval para imaginar lejanas costumbres distintas a las suyas, tengo la seguridad de que en la mayoría de los casos su utilización obedece a una consciente intención de acercar a sus lectores u oyentes realidades culturales, religiosas, geográficas o históricas que eran muy ajenas a aquellos destinatarios.

Cómo explicar a un público iletrado –y, por favor, no confundir carencia de cultura con imbecilidad, que afectados por esta pueden darse entre quienes presumen de aquella–; cómo explicar, decía, las realidades de lejanos países y remotas épocas que nombran las fuentes de las que se nutren los autores del Mester de clerecía, cómo hacerlo sin interrumpir el relato, sin dedicar estrofas y estrofas a aclarar cada realidad ajena a la de los oyentes o sin el recurso de notas a pie de página, en el supuesto de textos destinados a la lectura[9].

¿Realmente demuestra ignorancia la presencia del anacronismo o se trata de un modo inteligente de que las historias que cuentan discurran sin molestísimas interrupciones? Autores como quien escribió el Libro de Alexandre, cuyo nombre ignoramos pero de cuya cultura no podemos dudar, no es creíble que carecieran de «esfuerzo intelectual por separar la noticia antigua de la circunstancia del oyente o lector de la obra». Propongo invertir el planteamiento y aceptar que el uso de anacronismos obedece clarísimamente a una estrategia comunicativa que permite al autor culto hacer llegar con fluidez su mensaje a quienes no están a su nivel cultural. El autor medieval, se ha escrito, está cultivando «un arte erudito para la difusión popular»[10], y el Michel Gerli que hace esa afirmación redunda en consideraciones de similar naturaleza:

Los Milagros de nuestra Señora, así como todas las otras obras de Berceo, no son literatura forjada por una imaginación popular, sino literatura para la imaginación popular creada por un hábil artista de amplia formación libresca quien adapta su expresión a la mentalidad del público que busca influir[11].

La medieval, ¿literatura para niños?

Si nos quedamos con esa clarividente distinción, facilitada por preposiciones tan próximas y tan distintas como son por y para, estaremos cargándonos de razón para salir al paso de otro de los infundios que a veces se han lanzado contra la literatura medieval, es decir, su infantilismo. Entre tantas otras opiniones que podría aducir, traigo a colación, por lo descarnado de sus afirmaciones, lo enfáticamente escrito por Carlos Bousoño. Glosa, el por otra parte magnífico estudioso del quehacer poético, el milagro contado por Berceo, protagonizado por aquel monje que, borracho en grado máximo, con enormes dificultades intenta llegar a la iglesia debiendo enfrentarse a sucesivas apariciones y ataques del demonio, que va adoptando terribles figuras de agresivos animales. Lo sorprendente es que el crítico, al comentar la forma en que se nos cuenta la variada y simpática intervención de la Virgen en favor de su devoto y, refiriéndose en concreto al momento en que el demonio, transformado en león, es vapuleado por la Virgen, haga esta valoración de lo que allí leemos:

Los autores del siglo xiii eran niños que, creyéndose mayores, conversaban con otros niños, sus iguales e igualmente engañados sobre su edad. Nosotros somos adultos que escuchamos, indiscretos, ese diálogo[12].

No quiero calificar un juicio como el transcrito –se descalifica solo– y me limito a afirmar que hay una voluntad artística de mucho mérito en el Berceo que cuenta esa y otras hazañas de la Virgen recreándose en los aspectos más lúdicos y humorísticos, a veces ya contenidos en las fuentes, y mantenidos por él con indudable voluntad de hacer sonreír a sus destinatarios.

Creadores de nuestros días construyen historias risueñas plasmándolas en tebeos, comics o en dibujos animados para consumo teórico de niños, pero con disfrute tantas veces de muchos adultos y, por supuesto, a nadie se le ocurre decir ni que esos autores son niños ni que deba preocuparnos la salud mental de quienes consumen tales productos, pese a no ser ya niños, sino adultos que disfrutan sin rebozo de historietas que contienen fantásticas exageraciones: brutales caídas de las que no se sigue ningún daño permanente, choques violentísimos de los que no se deriva ningún perjuicio físico irremediable[13].

Al parecer, el creador contemporáneo tiene pleno derecho a proponernos esos entretenimientos. Al autor medieval que pretendía igual objetivo se le tacha de infantil. El público contemporáneo puede consumir entregas en que la risa surge de los más divertidos e inverosímiles disparates sin el riesgo de que se dude de su madurez. Los medievales que se solazaban con ofertas similares son tildados de receptores aniñados que no alcanzaron la edad adulta.

Por mi parte, prefiero, como habré de hacer en páginas posteriores, subrayar la identidad o cercanía de intenciones y de recursos entre público, intelectuales y creadores de hoy, y artistas, pensadores y público del medievo. Entiendo que contribuyo así a barrer prejuicios que nacen de una supuesta superioridad ocasionalmente ejercida por quienes desde nuestro presente vuelven los ojos hacia aquel pasado permitiéndose desbarres del tenor de descalificaciones como la que he glosado.

Y poco más antes de iniciar el camino, que me parece que va alargándose esta sesión de precalentamiento. Si estuviera tan impregnado como me gustaría del espíritu medieval, no dudaría en apropiarme de algunos de sus elogios a una brevitas siempre ensalzada por los autores de aquel periodo y casi siempre burlada en los mismos lugares en que la elogian. Esa irónica contradicción la encontramos, por ejemplo, en labios de Celestina, cuando en el acto IV, es decir, en uno de los momentos en que más exhibición hace de lengua generosa, decide poner fin a su intervención recordando de pronto que «la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla»[14].

Cobren, pues, el protagonismo debido los textos medievales. Si hubiera de manejar algún estímulo, además de los que pudieran derivarse de las líneas anteriores, añadiría que conocer la verdad de los medievales es saber nuestra verdad, conocer la Edad Media es conocer nuestra Edad Contemporánea. Si muchos adultos hacen bien en vivir pertrechados de su cartilla sanitaria para tener ante sus ojos aquellos avatares pasados que condicionan y explican su presente; si muchos coetáneos toman la sabia decisión de obtener noticia genética completa de sus antecedentes, bien hará la sociedad contemporánea en pretender el mejor conocimiento de su pasado. Conocer la Edad Media no es tiempo perdido por parecer que lo dedicamos a llenar el saco de los recuerdos; es tiempo invertido en mejorar nuestra presente realidad.

Y propongo, desde luego, leer aquellos textos al ritmo de un paseo relajado; leerlos, sugiero, con la atención y el cuidado con que fueron escritos, esa sería la forma de hacerles la debida justicia. Desde el convencimiento de que el escritor medieval sabe la meta a la que quiere llegar pero hace consistir parte fundamental de su arte en pulir y embellecer cada recodo del camino que está recorriendo.

Invito, pues, a solazarnos con este paseo entretenido. También para nosotros el camino es la meta.

[2] Aunque para muchos, entre los que me encuentro, es innecesario recordar la naturaleza absolutamente medieval de La Celestina, quizá sea oportuno señalar que la obra de Rojas, ciertamente fronteriza entre Edad Media y Renacimiento –o quizá más exactamente cierre de aquella y apertura de este–, explica toda su grandeza por el modo en que, asumiendo en plenitud el pensamiento y las formas literarias del Medievo, dinamita desde dentro cuanto constituyó esencia ideológica y méritos culturales de aquel periodo. La Celestina es en tal medida literatura medieval llevada a sus límites que, tras ella, dejó de tener sentido la escritura de nuevos productos medievales.

[3] Si bien lo pienso, al hacer esta hipótesis, estoy plagiando a los investigadores que en El tragaluz, de Antonio Buero Vallejo, manejan futuristas aparatos con los que rescatan, bien que con imperfecciones, escenas (imágenes, también sonidos) del pasado.

[4] Ilustra bien este contraste el caso de Jerónimo de Perigord, a quien el Cid concedió el obispado de Valencia. En 1102, muerto ya el Cid, fue nombrado obispo de Salamanca y allí promovió la construcción de su primera catedral, edificio, a todas luces, de enorme mérito. Pues bien, con la perfección de esa magna edificación contrasta la aparente imperfección del lenguaje con que le oímos hablar en el Cantar de Mio Cid: «A vos, Cid don Rodrigo, en buen ora cinxiestes espada: / Hyo vos cante la misa por aquesta mannana. / Pido vos un don e seam presentado». Prometo más adelante informar de cuál es el privilegio (don) cuya concesión suplica Jerónimo de Perigord. Dejo anotado que las citas del texto original del Cantar de Mio Cid las hago por la edición preparada por Alberto Montaner (Madrid: Real Academia Española – Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2011). En prosificación moderna, hecha por Alfonso Reyes y publicada, con numerosas reediciones, en la colección Austral, de Espasa Calpe, los versos citados suenan así: «A vos, Cid don Rodrigo, que ceñís espada en buen hora, os pido que me concedáis un don a cambio de la misa que os he cantado».

[5] Del Libro de Alexandre, aparte de una edición filológicamente muy cuidada como es la de Francisco Marcos Marín (Madrid: Alianza, 1987), puede consultarse la edición modernizada preparada por Elena Catena para Castalia, Odres nuevos, 1985.

[6] Recuérdese que al citar composiciones del Mester de clerecía, el número remite a la estrofa y las letras a, b, c y d, del primero al cuarto verso dentro de cada estrofa.

[7] Y el autor tiene conciencia de la realidad histórica de Alejandro, como se demuestra al comienzo del libro: «Quiero leer un libro de un rey pagano» (5a). Y más adelante escribirá: «Cuando ovo el rey la oración complida / maguer era pagano fuele de Dios oída» (2114).

[8] Francisco López Estrada, Introducción a la literatura medieval española, Madrid: Gredos, 1979, 4.ª ed., pp. 137-138.

[9] Es obvio que en escritos doctrinales o divulgativos podían servirse de glosas y comentarios, pero tales recursos no son viables en el caso de la creación poética. Y no lo son, claro está, en literatura de transmisión oral.

[10] Es atinada observación de Michel Gerli, acompañada de otras que abundan en esa apreciación: «Los barbarismos y giros populares del Mester de clerecía son, así, estrategias retóricas conscientes que llaman la atención del oyente y que buscan facilitar la comprensión del relato. Por consiguiente, es un arte erudito para la difusión popular. El intento de comunicar su lección a la masa más amplia es lo que determina la naturaleza de su tono poético». En Milagros de Nuestra Señora, Introducción, Madrid: Cátedra, 1992, 6.ª ed., p. 18.

[11] Milagros de Nuestra Señora, citado, p. 32.

[12] Teoría de la expresión poética, t. II, Madrid: Gredos, 1952 (numerosas reediciones), pp. 346-347. Líneas arriba, había opinado sobre los anacronismos medievales: «Estos fragmentos y bastantes más de semejante tenor han nacido de una configuración mental de tipo primitivo, incapaz de imaginar lo distante o invisible como sustancialmente distinto a lo cotidiano, próximo y tangible, puesto que la cosmovisión de la época consideraba el mundo esencialmente inmodificable. El ruralismo o localismo de la vida medieval acentuaba, por otra parte, este rasgo psicológico y cosmovisionario, que en la Edad Media lleva también, por ejemplo, a la frecuencia del anacronismo».

[13] Precisamente al tiempo que redacto estas líneas, Francisco Ibáñez, el creador de los incombustibles Mortadelo y Filemón, comenta: «Filemón se cae del Empire State y se mete un mamporro, sí, pero se queda como si nada. En la viñeta siguiente dice: “¡Coño, qué caída más tonta!”». Entrevista de Borja Hermoso: «Ibáñez (padre de Mortadelo)», EL PAÍS, 6/02/2019.

[14] Haré todas las citas de La Celestina desde mi edición de la obra, con léxico actualizado, publicada en 2019 por Octopusred. Los datos para el acceso a esta edición pueden encontrarse en: octopusred.blog. La actualización léxica se hace desde mi edición de la Tragicomedia de Calixto y Melibea, Madrid: Fundación José Antonio de Castro, 2006.