La persona integrada

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Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado.

—Francisco Luis Bernárdez

La filosofía no promete al hombre conseguirle algo de lo exterior; si no, estaría aceptando algo extraño a su propia materia. Al igual que la materia del arquitecto es la madera y la del escultor el bronce, así la propia vida de cada uno es la materia del arte de la vida.

—Epicteto

Hablar de “integración personal” o de “persona integrada” no significa perseguir ningún ideal perfeccionista que, no solo se halla fuera del alcance humano, sino que además conlleva la trampa sutil de introducir a la persona en una exigencia neurótica de graves consecuencias.

Los humanos no estamos llamados a ser perfectos –tal como habitualmente se entiende ese término–, sino a ser completos, es decir, a desarrollar una capacidad de aceptación de toda nuestra verdad, con todos sus claroscuros.

Aceptación es sinónimo de humildad y, en último término, de verdad. Y es solo nuestra alineación con la verdad de lo que vivimos –de lo que somos, de lo que es– la que otorga un fundamento sólido que sostiene la integración y la armonía de la persona, así como su creatividad, su actividad y su calidad relacional.

En cualquier caso, parece claro que todo empieza, continúa y acaba con la comprensión. De ella dependen nuestro acierto o nuestro fracaso, nuestra dicha o nuestra desgracia, nuestra lucidez o nuestra confusión…

La comprensión conoce distintos niveles, todos ellos necesarios. En su globalidad, comprender significa responder adecuadamente a la primera pregunta, la única cuestión realmente decisiva, por cuanto de la respuesta a la misma depende todo lo demás: ¿qué soy yo?1.

Ahora bien, dada nuestra naturaleza paradójica –la paradoja es el sello de lo profundo y garantía de verdad–, necesitamos conocer qué somos en el plano psicológico y en el plano profundo (espiritual), entender nuestro psiquismo y captar nuestra verdadera identidad.

Comprender significa reconocer esa otra dimensión de la realidad que transciende las formas, y percibir nuestra identidad más profunda –que transciende, integrándolo, el nivel del yo (de la personalidad)–, aquella que es plena, atemporal e ilimitada.

Comprender significa también reconocer que lo que nuestra mente ve es solo una perspectiva, una interpretación, un “punto de vista”, en definitiva una “imagen mental”, nunca la realidad misma, sino la “realidad” que ella previamente ha modulado o construido. Por eso, tomar como verdad la proyección que la mente hace de las cosas constituye la ignorancia básica, raíz de toda confusión, así como del daño que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás.

Es un hecho que las personas no nos transformamos a fuerza de propósitos o compromisos voluntaristas, sino cuando “vemos”, porque empezamos a descubrir qué somos. El único cambio real, efectivo y saludable proviene de la comprensión. De ahí que esta constituya nuestra primera tarea, si realmente queremos construir nuestra vida y nuestra actividad sobre cimientos sólidos.

Comprenderse, tal como decía más arriba, es responder del modo más ajustado posible a la pregunta con la que nació el ser humano, la cuestión primera de la autoconsciencia, el interrogante al que han tratado de responder todas las religiones y todos los sistemas de pensamiento: ¿Qué soy yo? Nuestra vida, nuestro comportamiento y nuestra propia felicidad dependerán, en definitiva, de la respuesta que, consciente o inconscientemente, demos a esa pregunta.

Quiero subrayar el hecho de que todos vivimos habiendo dado una respuesta a esa cuestión, incluidos quienes presumen de no plantearse nunca ese tipo de preguntas. Lo que puede suceder es que la respuesta sea tan inconsciente que resulte desconocida incluso para el mismo sujeto. Pero, aunque así fuera, condicionará igualmente su existencia.

Vivimos de acuerdo a lo que creemos que somos. Y mientras no crezcamos en comprensión, seguiremos esclavos de aquella creencia, recibida de nuestro entorno familiar, educativo o social. Es decir, antes de un trabajo personal en profundidad, estaremos dando por buenas las definiciones que sobre nosotros mismos otros nos han transmitido.

Parece obvio que, si todo depende de la auto-comprensión, el primer paso no pueda ser otro que el de “poner nombre” a las ideas (ocultas) que tenemos sobre nosotros mismos, y someter a crítica aquellas que no respondan a lo que realmente somos, a pesar de que las hayamos creído desde nuestra infancia. Se trata de un trabajo de lucidez que, iluminando nuestra identidad, repercutirá en nuestro modo de vernos, así como en nuestro modo de percibir la realidad y de actuar en ella.

La comprensión, de la que nace la lucidez y el gusto profundo por vivir en la luz, es una cualidad –o, mejor aún, otro nombre– de la consciencia, entendida como capacidad de ver y de percibir de un modo ajustado. La consciencia es la realidad autoluminosa que, en despliegue constante –por hablar desde nuestra perspectiva evolutiva, ya que la consciencia en sí misma no sufre cambio alguno–, va iluminando más y más el conjunto de lo real.

Si la comprensión que brota de la consciencia es luz, su carencia es ignorancia y sufrimiento. Cada vez somos más conscientes de que todo el sufrimiento es fruto de la ignorancia sobre lo que somos; ignorancia de la que nace igualmente el mal que cometemos. El desconocimiento de nuestra verdadera identidad nos lleva a identificarnos con el ego y a actuar desde él, aun sin ser conscientes de ello: de ese modo, la oscuridad se transforma en sufrimiento. Tal como afirmaba Sócrates, “solo hay una virtud: la sabiduría [o comprensión]; y solo hay un único vicio: la ignorancia”.

Ante la magnitud de lo que está en juego, podemos hacernos más conscientes de la importancia decisiva de crecer en comprensión, volviéndonos a preguntar: “¿qué soy yo?”. Personalmente, me parece que nos hallamos en un momento histórico privilegiado para poder encontrar respuestas iluminadoras y, por ello mismo, liberadoras.

En la medida en que crezca la comprensión, crecerá también nuestra capacidad de Ser, plenitud radiante, gozosa e integradora.

PSICOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD: DE LA DESCALIFICACIÓN AL MUTUO RECONOCIMIENTO

Para facilitar y favorecer este trabajo de comprensión, se requieren herramientas que provienen de la psicología y de la espiritualidad –o si se prefiere, de la psicología transpersonal–, como realidades complementarias y convergentes, que se reclaman mutuamente y que, asumidas de manera conjunta, son portadoras de una riqueza incalculable.

Afortunadamente, parecen quedar atrás los tiempos en que psicología y espiritualidad, no solo se miraban con recelo, sino que tendían a descalificarse la una a la otra, sobre la base de prejuicios de distinto signo. Hoy somos capaces de descubrir la eficacia de su complementariedad, que aparece incluso en la propia etimología.

Psico-logía significa, literalmente, “tratado de la psiché”, es decir, del “alma”. Podemos concebirla como el esfuerzo de comprensión que quiere ayudarnos a entender y saborear nuestro interior y la vida misma. Por su parte, la espiritualidad –más allá de las reducciones religiosas a las que, con frecuencia, se ha visto sometida a lo largo de la historia– busca favorecer el acceso a la dimensión profunda de lo Real2. Una y otra son, por tanto, instrumentos capaces de ayudarnos a avanzar en la comprensión de quienes somos, desde los niveles más periféricos hasta los más profundos de nuestra identidad.

Por eso, más allá de resistencias apriorísticas, toda persona que lo experimente podrá apreciar la riqueza que portan la psicología y la espiritualidad cuando se asumen de un modo conjunto. Sin la psicología, la espiritualidad se queda coja, desprovista de herramientas básicas para favorecer la integración de la persona; pero sin la espiritualidad, la psicología se queda ciega, incapaz por sí misma de mostrar y ayudar a experimentar la dimensión más profunda que nos constituye3.

Al converger, psicología y espiritualidad, complementándose, se nos ofrecen como herramientas eficaces de cara a la integración y la transcendencia de la persona. Porque en eso se juega precisamente nuestra identidad: es necesario crecer en unificación personal para experimentar que somos más que un yo psicológicamente integrado; somos una realidad que se transciende a sí misma; somos más de lo que pensamos que somos.

El doble objetivo de integración y transcendencia no significa que haya que hacer primero el trabajo psicológico y a continuación el espiritual. No; todo es complementario y cada uno de los caminos potencia al otro. La vida no es rígida, como tienden a serlo determinados esquemas mentales. Sin embargo, parece que tampoco procede dando saltos en el vacío: integración y transcendencia del yo van de la mano, de una manera sabia y profundamente armónica. Así como no puede avanzarse en el camino espiritual sin un trabajo psicológico, tampoco el trabajo psicológico ofrece sus mejores frutos en ausencia de una experiencia genuinamente espiritual. Y todo ello parece encajar bien con quienes somos: una realidad que, integrándose, se autotransciende.

Con todo, no deja de ser cierto que, todavía hoy, psicología y espiritualidad suelen despertar recelos. La primera, entre quienes no son amigos de cuestionarse las “certezas” adquiridas; pero es, sobre todo, la segunda la que es descartada de antemano por posturas cientificistas –ancladas en un paradigma materialista trasnochado– que dicen no admitir sino “lo científicamente experimentable”.

Comprobamos así, una vez más, que los paradigmas son siempre ambivalentes: nos posibilitan ver pero únicamente lo que ellos permiten. Un paradigma cientificista –absolutamente vigente, por otra parte, en los últimos siglos, aunque actualmente ya atrasado y desfasado para la comunidad científica más abierta– “impide” ver todo lo que previamente –por un puro prejuicio– él mismo ha rechazado como “no existente”4. Pero, ¿realmente es así?

EL EMERGER DE LA PSICOLOGÍA TRANSPERSONAL

Más allá de paradigmas reductores, parece innegable la dimensión transcendente del ser humano. Su negación aboca a un reduccionismo chato y empobrecedor que ignora nuestro Anhelo más profundo. Pero la trampa puede venir también por el otro lado, que es lo que ha sucedido con frecuencia en el campo religioso cuando se ha proyectado esa dimensión profunda –a la vez íntima y transcendente– en una divinidad objetivada. Con este modo de hacer, aunque fuera inadvertidamente, nuestra identidad más profunda quedaba de hecho secuestrada por parte de un “Dios” que se imaginaba separado.

Entre ambas perspectivas erróneas, la comprensión afirma la dimensión transcendente, como aquel Fondo que constituye nada menos que nuestra identidad última y que compartimos con todos los seres.

Esta es precisamente la intuición que se halla en el origen de la llamada psicología transpersonal. Frente a una lectura reduccionista de la persona, que la psicología clásica compartía con otros ámbitos académicos –de hecho, aquel reduccionismo permeaba y todavía permea la cultura occidental en general–, la psicología transpersonal sostiene, como uno de sus primeros postulados, la autotranscendencia de lo humano.

Hija de la llamada “psicología humanista”, constituye, tal como decía más arriba, lo que se ha venido a denominar la “cuarta ola” de la psicología, tras el psicoanálisis, el conductismo y la propia corriente humanista.

No significa que reniegue de las aportaciones anteriores. Más bien al contrario, valora, asume e integra todos sus logros –razón por la que algunos autores, como Ken Wilber, prefieren hablar de “psicología integral”–, pero da un paso más al afirmar que nuestra identidad no se agota en nuestra personalidad. Eso es precisamente lo que se quiere subrayar con el prefijo “trans”: transpersonal, transmental, transegoico… Nos experimentamos como una persona, pero somos infinitamente más que esta persona; tenemos mente, pero somos infinitamente más que esta mente que podemos observar; nos percibimos como un “yo” particular, pero somos la consciencia –Eso que es consciente– que sostiene todas las formas.

Ello hace que, por su propia naturaleza, la psicología transpersonal constituya la herramienta adecuada para un abordaje más completo del ser humano, porque tiene en cuenta aquellas dos dimensiones antes mencionadas: la psicológica –que atiende el conocimiento y el cuidado de nuestra personalidad– y la espiritual –que permite el acceso a la comprensión de nuestra identidad profunda–. Ambas constituyen los dos raíles que permiten circular armoniosamente; la ausencia de una de ellas no puede provocar sino un descarrilamiento de fatales consecuencias.

La Psicología Transpersonal surge a finales de los años 60 –en 1969 aparece el Journal of Transpersonal Psichology–, siendo Abraham Maslow, uno de los principales exponentes de la psicología humanista, quien apuntó la posibilidad de alcanzar un estado del ser más allá de la autorrealización.

La psicología, desde sus orígenes, se había centrado en el estudio de lo patológico (neurosis y psicosis), y es con el surgir de la llamada “psicología humanista” (Maslow, Horney, Rogers, Fromm, Frankl, Sutich y otros), cuando se empieza a prestar atención a los aspectos sanos del psiquismo humano. En ese sentido, puede afirmarse que esa psicología humanista es la antecesora cronológica e ideológica de la psicología transpersonal, dado que, al hacer hincapié en investigar los aspectos más sanos del ser humano y los modos de estimular el proceso de autorrealización, derivó su atención hacia los niveles espirituales.

Pero también este acceso se empezaba a revelar insuficiente. En 1968 Maslow propugnaba una “cuarta fuerza” de la psicología –transpersonal–, una disciplina que fuera más allá de las cuestiones de la autorrealización, y que diera razón de la dimensión espiritual del ser humano. Bien entendido que, en este campo, con el término “espiritual” se quiere aludir a ese nuevo estado de consciencia que transciende el estado habitual (mental).

Hasta el presente, la psicología ha estado (está) centrada en la etapa “personal” (en el “yo”), concibiendo al ser humano en cuanto “persona individual”. Desde hace unos años, con la psicología transpersonal, se empieza a hablar, en este campo, de una nueva “consciencia” –o nuevo nivel de consciencia–, que permite percibir lo individual como absolutamente conectado con el todo. La experiencia de “transpersonalidad” consistiría en la percepción de sí mismo, no como un “yo” separado (persona) –tal como lo ve la mente fragmentadora–, sino como una realidad no-separada de la totalidad. Por lógica, la psicología transpersonal se encuentra íntimamente relacionada con la “negación del yo” en su pretensión de realidad individual subsistente por sí misma y, a su vez, con la filosofía de la no-dualidad.

En síntesis, el núcleo de la psicología transpersonal podría expresarse con estas palabras: somos más que la mente, más que el yo, más que la persona que nuestra mente piensa que somos. No somos nada que pueda ser observado; somos Eso que observa.

Con estos planteamientos, lo que busca es abrir pistas y ofrecer herramientas para acceder a esta nueva “consciencia”, en la que es superado –transcendido, integrado– el “yo-personal” y se adquiere una consciencia no-diferenciada, holística.

Los mentores de la psicología transpersonal subrayan las convergencias de este planteamiento con otros dos accesos importantes a la realidad que, en principio, parecería que no tienen nada que ver entre sí: la meditación y, más en general, la experiencia de los místicos de todas las tradiciones religiosas, que han hablado siempre de la unidad de lo real, hasta el punto de percibirse de un modo no-diferenciado con la Divinidad; y la física cuántica, que afirma con rotundidad la interrelación absoluta de la realidad, tal como se percibe a nivel subatómico: interrelación entre los mismos quanta, pero interrelación también entre el observador y lo observado.

Queda la sensación de que la visión individualista, característica de una consciencia acaparada por el yo, ha llegado a su auge y, aun en medio de inercias y resistencias, empieza su declive. En lugar de las partes separadas, se abre paso la prioridad de la interrelación entre ellas, la nueva consciencia de unidad.

Si queremos comprender lo transpersonal debemos concebir la consciencia de una manera totalmente nueva y reconocer que también existe “fuera”5. Los límites de ese vasto e ilimitado universo que percibimos “ahí fuera” no son más que los límites de nuestra propia mente. “Nuestro verdadero Yo [el Yo Soy] –repetía Sri Aurobindo– es un Yo que no solo habita en nuestro cuerpo sino que mora en todos los cuerpos”. Por lo que uno mismo se descubre como la consciencia que contiene a todos los seres.

Es su potencialidad integradora –por integral y no reductora– la que otorga a la psicología transpersonal una capacidad explicativa de lo humano, de la que carecen otros accesos por más que se autodenominen “científicos”. En ella vamos a encontrar las claves que nos permitan comprender el puzle que somos –tanto en el nivel estrictamente psicológico como en el espiritual– y, así, vivir en plenitud toda nuestra realidad.

COMPRENDER EL PUZLE QUE SOMOS. CLAVES DE LECTURA

De acuerdo con el principio antes enunciado –todo empieza por la comprensión–, lo que, de entrada, nos ofrecen tanto la psicología como la espiritualidad es una clave de lectura del ser humano.

Entre las muchas imágenes que podemos usar para hablar del ser humano, hay una que me resulta bastante adecuada y profundamente evocadora: la del puzle o rompecabezas. Tanto desde la perspectiva psicológica como desde la espiritual, podemos ver la persona como un puzle complejo, delicado y armonioso. Complejo, porque son innumerables las “piezas” que la constituyen; delicado, porque cualquier movimiento en una de ellas repercute en el conjunto; pero armonioso, al fin, porque, a poco que se la favorezca –o mejor aún, cuando no se le ponen obstáculos–, la fuerza de la vida termina abriéndose camino. Por eso me gusta repetir que el ser humano “está bien hecho”.

Ahora bien, así como, a la hora de intentar armar un puzle, tratamos de localizar las “piezas-clave”, que puedan facilitarnos la tarea, también en el “conjunto” humano necesitamos conocer cuáles son sus “piezas” más importantes. Es lo que llamamos una “clave de lectura”, que nos permita conocernos y saber cómo “funcionamos”.

Esa clave de lectura nos ayudará:

a comprendernos y a comprender a los otros: por qué actuamos y reaccionamos de un modo determinado, de dónde nacen nuestros comportamientos y reacciones;

a no reducirnos ni reducir a los otros: siempre somos más que cualquier reacción que tengamos y que cualquier cosa que nos suceda; aquella clave nos permitirá vernos en conjunto, sin limitarnos a algo puntual;

a saber dónde y cómo intervenir: del mismo modo que el cirujano no podría operar sin conocimientos de anatomía que le permitan conocer el cuerpo humano, tampoco nosotros, sin una clave de lectura de lo que la persona es, sabríamos dónde intervenir y cómo hacerlo para ayudarnos y ayudar a los otros psicológicamente; dicho con otras palabras, la clave de lectura es una herramienta pedagógica imprescindible.

Si tenemos en cuenta sus funciones, se comprende que toda escuela de pensamiento que ha querido comprender al ser humano, ha debido elaborar una “clave de lectura”.

En el campo de la psicología, resultó particularmente fructífera la elaborada por Freud, que hablaba de tres piezas clave en el puzle que somos: el yo (ego), el ello (id) y el superyó (superego), para referirse, respectivamente, a la parte “adulta”, “pulsional” y “moralizadora” de la persona. Otras escuelas han propuesto un esquema en cierto modo similar que se refería al “adulto”, el “niño” y el “padre”.

En realidad, una clave de lectura no es sino un intento pedagógico para acercarnos a comprender la realidad que somos. Por eso, no tiene que extrañar que existan claves con nombres diferentes.

Así también, ya en el campo de la espiritualidad, todas las tradiciones espirituales han solido utilizar una clave que habla de “cuerpo”, “alma” (o psiquismo) y “espíritu”.

En este primer capítulo, nos acercaremos a esas claves, con el objetivo de crecer en comprensión de nuestra realidad humana.

EL PUZLE QUE SOMOS (I): UNA CLAVE DE LECTURA DESDE LA PSICOLOGÍA. LOS “CUATRO NIVELES” FUNDAMENTALES

Dentro de todo el panorama psicológico, una clave de lectura sencilla y eficaz es la que ofrece la Formación PRH (Personalidad y Relaciones Humanas), en lo que llama su “esquema de la persona”6. ¿Cuáles son, según ese esquema, las “piezas” más importantes del puzle que somos?

Si lo simplificamos hasta el máximo, en aras de una mayor sencillez y eficacia, podemos hablar de cuatro piezas fundamentales: mente (¿qué pienso?), sensibilidad (¿qué siento?), ser o “yo profundo” (¿quién soy?) y cuerpo. Todo ello, como es claro, en una unidad exquisita, en la que todo repercute en todo. El trabajo psicológico consiste en comprender y favorecer el ajuste entre estos cuatro niveles que descubrimos en nosotros. Empecemos por describir cada uno de ellos.

La mente hace referencia a nuestra capacidad de pensar, razonar, discernir, elaborar conceptos abstractos… Es muy importante que la mente sea lúcida y, más todavía, que funcione de un modo ajustado. Todos sabemos cuántos problemas y sufrimientos ocasiona una mente que “va por libre”. Hasta el punto de que puede afirmarse que todo nuestro sufrimiento emocional proviene de la mente no observada. Nadie tiene poder para hacerme sufrir emocionalmente; eso dependerá de cómo tome mi mente aquello que me ocurre, o que me viene de los otros o de cualquier circunstancia.

Corporalmente, la mente se ubica en la cabeza. Pero así como es decisivamente importante que la mente funcione bien, de un modo ajustado, hay que decir con claridad que la cabeza es mal lugar para vivir. La persona que vive en su cabeza se halla lejos de la realidad y lejos de sí misma, confundida en sus percepciones y sufriendo en sus cavilaciones interminables. Aquello que los psicólogos llaman “rumiación” constituye la mayor fuente de sufrimiento inútil y desembocará en obsesiones enfermizas.

Será necesario, pues, que cuidemos nuestra mente…, pero que no vivamos en ella. Está a nuestro servicio, pero no debe convertirse en nuestra dueña, porque es “un siervo maravilloso, pero un amo terrible” (Joan Borysenko). Somos más que nuestra mente, más que esa voz que grita en nuestra cabeza. De hecho –habremos de volver sobre ello–, la comprensión experiencial o vivencial de que en nosotros existen dos “lugares” –la mente que piensa y “Eso” que la observa o Consciencia Testigo–, no solo nos permite advertir que no somos la mente que habla –somos la presencia consciente que la escucha hablar–, sino que supone el inicio de una transformación radical.

La sensibilidad es la capacidad de vibrar ante todo aquello que nos sucede. Y vibramos en el doble registro: en “positivo” (sentimientos agradables o placenteros) y en “negativo” (sentimientos desagradables o dolorosos). Un ser está vivo en la medida en que vibra. Ya hace muchos siglos, un monje venerable afirmaba que “los únicos que no sienten son los cadáveres”. Y decimos que nuestra sensibilidad está limpia cuando vibra de un modo ajustado ante el estímulo que nos llega del exterior.

Corporalmente, la sensibilidad la localizamos entre la garganta y el abdomen: es en toda esa zona donde reconocemos nuestros sentimientos más epidérmicos. Un nudo en la garganta, una opresión en el pecho, una taquicardia, un vacío en el estómago… o, en el otro registro, una sensación de relajación en el pecho, de amplitud o descanso en el abdomen…

Pero puede ocurrir que nuestra sensibilidad no vibre ajustadamente, sea “por exceso” o “por defecto”. En el primer caso, notamos que todo nos llega demasiado; se da una desproporción entre el estímulo y nuestra respuesta. Nos sorprendemos con reacciones desproporcionadas, que nos pueden y que descolocan con frecuencia a quienes están a nuestro lado. Estamos “hipersensibles”.

¿A qué se debe esa hipersensibilidad? En primer lugar, a que vivamos en ese nivel. Decía antes que es muy importante tener una mente lúcida, pero que la cabeza es mal lugar para vivir, porque nos enreda en cavilaciones dañinas. Del mismo modo, es muy importante tener una sensibilidad que vibra, pero tampoco la sensibilidad es buen lugar para vivir, porque estaremos a merced de los estímulos y perderemos libertad. No seremos dueños de nuestras reacciones, sino marionetas en sus manos, en altibajos desconcertantes. Es lo que suele ocurrir, de un modo típico, en la adolescencia; el adolescente, aparte el cambio hormonal que está pasando, vive –como el niño– en el nivel sensible, lo cual explica su inestabilidad emocional.

Pero la hipersensibilidad se debe, además, al hecho de las heridas y/o carencias afectivas que, desde el origen de nuestra existencia, nos han dejado especialmente frágiles y que, antes de darnos cuenta, nos hacen reaccionar en cuanto algo las toca. Es similar a lo que ocurre en el plano fisiológico: si tengo una herida abierta en la piel, el mínimo roce –que, en ausencia de la herida, apenas notaría– provoca un dolor que puede hacerme saltar automáticamente al instante.

Por tanto, una tal hipersensibilidad es indicio, antes que nada, de sufrimiento, generalmente antiguo y cuyo origen ha podido quedar en el olvido. El primer paso consistirá en reconocerlo, nombrarlo y aceptarlo. Si es posible, será de gran ayuda poder hablarlo con una persona competente que ayude a descifrarlo, curarlo o, al menos, gestionarlo del modo más constructivo posible.

En el extremo opuesto a la hipersensibilidad nos encontramos con una sensibilidad congelada o endurecida. Con frecuencia, es el tipo de sensibilidad que corresponde a las personas que viven “en la cabeza”. Se hallan alejadas de los sentimientos, de ellas mismas y, en último término, de la vida. Se hallan, también, alejadas de su cuerpo. Son las personas que encuentran dificultad para saber qué están sintiendo en cada momento, así como lo que sienten hacia ellas mismas. Por eso, si no puedes responder rápidamente a la pregunta: “¿Qué sientes hacia ti mismo, hacia ti misma?”, es probable que tengas una sensibilidad endurecida o congelada.

¿Qué ha podido ocurrir para que alguien haya llegado ahí? Una vez más, el origen hay que buscarlo en el sufrimiento psíquico. Cuando el niño empieza a sufrir emocionalmente, se desencadena en él un movimiento automático de defensa, que busca protegerlo, para evitar que sienta el sufrimiento. Se trata de una reacción simultánea en la que podemos señalar estos factores: 1) endurece su cuerpo, hasta hacerlo más o menos rígido; 2) se aleja de la zona del vientre y huye hasta la cabeza, porque es el lugar más alejado de la zona abdominal donde siente el dolor y porque necesita comprender –ahí empieza la cavilación– por qué sufre; 3) se instala en una respiración torácica, ya que la profunda le obligaría a “pasar” por el lugar donde siente el dolor emocional; y 4) congela su capacidad de sentir.

Como vemos, el sufrimiento emocional desencadena un movimiento en el que todos los niveles de la persona son afectados: rigidez corporal, respiración superficial, sensibilidad endurecida o congelada, hiperactividad mental… De momento, el niño ha logrado alejarse del sufrimiento y sobrevivir, pero a costa de un precio demasiado alto: el de alejarse también de sí mismo y, en definitiva, de la vida. Se ha alejado de su centro, instalándose en una “capa de protección” defensiva. Una vez en ella, su vida se empobrece, porque en esa capa no se vive, se “actúa”, se interpretan papeles; la persona se convierte en actor que va a desempeñar, mejor o peor, los diferentes roles que la vida le ponga por delante.

Si a aquel sufrimiento emocional primero se añadió posteriormente una educación cerebral, con olvido de los sentimientos y del cuerpo, la persona puede llegar a reducirse completamente a la dimensión mental. Alejada de sus sentimientos y, por tanto, de su mundo interior, puede llegar a encontrar dificultades serias para sentirse viva, para sentir a los otros y para sentir la Vida. Todo –la relación consigo misma, con los otros, con la naturaleza e incluso con el Misterio de la vida– habrá quedado afectado.

Se necesita recuperar la capacidad de sentir, la capacidad de vibrar. Para ello, habrá que acercarse pacientemente al propio cuerpo para reconocer y nombrar las sensaciones más elementales, con la pregunta: ¿qué estoy sintiendo? Partir de las sensaciones corporales que pueden localizarse en las manos, en los pies, en todo cuerpo…, hasta poder identificar los sentimientos psicológicos que nos habitan en cada momento. Todo lo que sea acercarnos a nuestros sentimientos nos permitirá entrar en un contacto más vivo y profundo con nosotros mismos y con todo lo que nos rodea. De ese modo, podremos ir recuperando nuestra capacidad de vibrar, de sentir la vida. Y nos acercaremos a nuestro “centro vital”, a nuestro yo profundo.

El yo profundo remite al núcleo de nuestro psiquismo, al “corazón” de la persona, al yo armonioso y original. Se halla constituido por todas las capacidades, rasgos positivos, cualidades que hacen de cada uno y cada una de nosotros un ser único. Es el “lugar” donde podemos sentir la vida, la calma profunda, nuestro “núcleo” personal; es también el lugar donde nos sentimos habitados por los otros y hasta por el Misterio de la existencia, ese “Más” que podemos experimentar en lo profundo de nosotros mismos.

Corporalmente, el yo profundo se localiza en el bajo vientre (hara). Y ahí podemos experimentarlo. Para ello, necesitamos empezar por sentir esa zona de nuestro cuerpo, tantas veces olvidada y, con frecuencia, especialmente congelada. Probemos a sentir el vientre, en primer lugar, “desde el exterior”. Colocando las manos sobre él, empezamos familiarizándonos con esa zona de nuestro cuerpo. Poco a poco, ahondaremos en su interior y descubriremos que está viva. A medida que le prestemos atención y que recuperemos nuestra natural capacidad de escucha, percibiremos sensaciones de calor, de vibración, de ensanchamiento, de consistencia, de fuerza… Son las sensaciones características de esa región de nuestro cuerpo. Son sensaciones corporales que nos remiten directamente a lo que la vida es: calor, amplitud, fuerza…, vitalidad.

Ahí, en efecto, podemos sentirnos vivos, haciendo pie en la “plataforma” psicológica que nos sostiene. Es cierto que, cuando prestamos atención, podemos sentir la vida en cada poro de nuestra piel, pero, siguiéndole la pista, seremos conducidos a esa zona, de donde la vida brota. Al pronunciar nuestro nombre, es también ahí, no en la cabeza, donde podremos reconocernos y sentirnos. Y percibiremos que estamos habitados en ese lugar por todas las personas a las que amamos, por la humanidad y por todo lo que existe, incluido el Misterio que transciende nuestra mente. Nos encontraremos, por fin, en nuestra casa psicológica.

Es bueno que aprendamos a frecuentar ese lugar. Más aún, a lo largo del día, será profundamente provechoso que nos acostumbremos a percibirnos, e incluso a “visualizarnos”, a nosotros mismos, no en la cabeza, sino en el vientre, habitando nuestro “buen lugar”, el lugar de la vida. Anclados en él, podremos crecer en armonía y unificación, desplegando las riquezas que nos constituyen. Desde él, podremos también permanecer en la calma profunda que ahí se da, más allá de las cavilaciones mentales y de las turbulencias emocionales. Comprobaremos que, permaneciendo ahí, nos empieza a resultar mucho más fácil vivir en el presente.

El cuerpo es la otra pieza clave del puzle que somos. Para quien vive en la cabeza, replegado en la mente, el cuerpo no pasa de ser un mero soporte necesario para aquella. No era difícil percibirlo de ese modo, sobre todo cuando una formación dualista nos hizo entendernos como un compuesto de alma y cuerpo, y veía a este como mero “estuche” transitorio para que el alma viviera. Cada vez más, la antropología se va haciendo “unitaria” y reconoce que no “tenemos” un cuerpo, sino que somos cuerpo7.

Para empezar, todo lo que nos ocurre, nos ocurre en el cuerpo. Todo lo sentimos y experimentamos en él. Pero hay más. Cuerpo y psiquismo no son dos realidades que corrieran paralelas, sino la misma realidad en dos formas diferentes. Por eso, es inevitable que todo nos afecte simultáneamente en ambas.

Como es lógico, cuando hablamos de “cuerpo”, no lo identificamos con el conjunto de células que, en un momento determinado, lo constituyen y que, en un lapso inferior a diez años, se van a modificar por completo. Si fuera así, podríamos decir con razón que cambiamos de “cuerpo” cada década. No; el llamado “cuerpo físico” es únicamente una forma en que el cuerpo se manifiesta, forma que se modifica permanentemente y que, un día, desaparecerá por completo. Pero existen otras formas, como el llamado “cuerpo sutil”, que podemos experimentar en cuanto lo escuchamos con atención.

En cualquier caso, necesitamos vernos como una maravillosa unidad coherente en la que todo se halla armoniosamente interrelacionado. He nombrado las cuatro piezas claves que componen el puzle humano. Es claro que guardan entre sí una estrechísima conexión. Cada una influye y repercute en las otras. El estado de nuestra sensibilidad repercutirá en el modo de funcionar nuestra mente, así como el anclaje en la zona profunda coloreará toda nuestra persona de calma y de luz. Se trata, por tanto, de empezar por situarnos en lo profundo, habitando nuestra “casa psicológica” en lo hondo de nuestro cuerpo8. Ahí nos sentimos y desde ahí crecemos como personas. Pero se nos plantea una cuestión: ¿cómo conocernos en nuestra “identidad” psicológica?

Caminos para conocer nuestro yo profundo

En el último capítulo se ofrecerán un conjunto de “herramientas” que buscan favorecer el crecimiento integral de la persona. Sin embargo, quiero adelantar ya aquí una de ellas, que tiene que ver con el camino psicológico para adentrarnos en el autoconocimiento de nuestra persona, en ese nivel.

Entre los posibles accesos que nos permiten contestar la pregunta: ¿quién soy yo en lo mejor de mí?9, y que la propia formación PRH, anteriormente citada, propone, pueden señalarse cuatro: 1) Lo que vivimos naturalmente, 2) lo que nos sostiene en las dificultades, 3) lo que aspiramos a vivir de fondo, y 4) lo que admiramos profundamente en los otros.

Los presento en forma de preguntas, para que cual pueda responder a ellas con amplitud y, de ese modo, nombrar los rasgos más característicos de su yo profundo. Sin duda, las respuestas a esas cuatro cuestiones darán como resultado el perfil de la propia personalidad.

¿Quién soy en el “corazón de mí mismo/a?

1. ¿Cuáles son mis rasgos positivos más característicos? (O lo que es lo mismo: cuando estoy bien, sereno/a y alegre, ¿qué brota de mí?, ¿cómo soy entonces?).

2. ¿Cuáles son mis puntos fuertes, los que reconozco como la “roca” en la que me apoyo? (O lo que es lo mismo: en los momentos de dificultad o de sufrimiento, ¿dónde me apoyo en mí?, ¿qué, de mí, me sostiene?; cuando he tenido una crisis, ¿en qué, en mí, me he apoyado para salir adelante?).

3. ¿Qué aspiro a vivir? ¿Cuáles son las aspiraciones profundas con las que más me identifico? (O lo que es lo mismo: en lo profundo de mí, ¿cómo me gustaría ser?, ¿qué me siento llamado/a a vivir?).

4. A nivel profundo, ¿qué es lo que más admiro en una persona? (Hago la lista de las personas a las que admiro y enumero los rasgos que más me atraen).

Las respuestas a esas cuatro cuestiones nos ofrecerán un retrato robot de nuestra “identidad” psicológica10. Aquello que nos brota espontáneamente, sin esfuerzo y aun sin darnos cuenta, es expresión inmediata de lo más original de nuestra persona. Las “fortalezas” interiores constituyen puntos sólidos de nuestro psiquismo. Las aspiraciones nos indican la dirección en la que avanzar en el trabajo interior para ser fieles a nosotros mismos. Finalmente, aquello que admiramos profundamente en los otros se halla ya en nosotros, aunque nuestros particulares “filtros” nos impidan verlo: el otro es un espejo que nos refleja, y solo admiramos profundamente aquello que reconocemos como propio (del mismo modo que únicamente nos crispa emocionalmente aquello que en nosotros todavía no hemos reconocido ni aceptado).

Las personas, como las plantas, crecemos desde el interior, a partir de nuestras raíces, como se recoge en el texto del poeta argentino Francisco Luis Bernárdez, que encabeza este capítulo: “Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”. Si queremos favorecer nuestro crecimiento humano y nuestra unificación personal –crecimiento y unificación son dos realidades equivalentes–, necesitamos conocer los rasgos que nos constituyen, creer en ellos, sentirlos pausadamente en nuestro interior, dejarnos impregnar por ellos y optar por vivirlos, de un modo consciente y voluntario.

Para terminar este apartado, me gustaría comentar la segunda pregunta propuesta, que se refiere a los “puntos fuertes” en los que apoyarnos en los momentos difíciles. Es claro que estos mismos puntos se hallan presentes en todo ser humano y constituyen también elementos de nuestra “identidad” psicológica.

El ser humano encuentra dentro de sí los recursos en que apoyarse en momentos de dificultad…, siempre que no se escape del presente. Pues bien, permaneciendo en el presente, ¿dónde podemos apoyarnos para salir adelante cuando llega a nuestra vida la dificultad, de cualquier tipo que sea? O, dicho con otras palabras, ¿cuáles son nuestras “rocas” interiores? Son “rocas” a las que podremos recurrir siempre que experimentemos dificultades de cualquier tipo: contratiempos, disgustos, enfermedad, achaques propios del deterioro físico por la edad, crisis de todo tipo… Si nos ejercitamos en apoyarnos en ellas, notaremos que crecen nuestras “habilidades” para afrontar, con mayor paz y fortaleza, todo lo que pueda hacernos sufrir. Entre ellas, me atrevería a nombrar las siguientes:

• La aceptación de lo que nos ocurre. Aceptar no significa resignarse ni, mucho menos, claudicar; significa, sencillamente, reconocer lo que hay. La resignación paraliza, la aceptación moviliza; la primera reduce, la segunda ensancha; aquella hunde, esta pacifica. Como dijera Carl Jung, “lo que niegas te somete, lo que aceptas te transforma”. Al aceptarlo, el problema no se resuelve, aparentemente no cambia nada; sin embargo, se ha modificado radicalmente nuestra relación con él. Y es esta aceptación la que nos permite empezar a descansar. ¿Por qué? Porque habremos hecho pie en nuestra verdad, y la verdad siempre es descanso. Por eso, habrá ocasiones en nuestra vida en las que no podamos hacer absolutamente nada…, excepto aceptar (incluso aceptar que todavía no somos capaces de aceptar). Con ello, hemos adoptado ya la actitud adecuada.

• El amor a sí mismo/ao acogida de sí. Así como la falta de amor fue lo que “rompió” al niño, el amor a uno mismo es ahora la fuerza que nos va a unificar. Quizás parezca difícil conectar con él: eso se explica por el hecho de que el amor humano es reactivo; por lo cual, cuando alguien no ha vivido la seguridad de sentirse querido de una manera gratuita e incondicional, desconocerá esa sensación. Pero siempre es posible dar pasos en la acogida amorosa de sí mismo, despertando el inmenso caudal de amor que hay en cada persona11.

• La certeza de que hay salida. Siempre que hemos salido de alguna situación problemática, sin saber dónde nos hemos apoyado, es probable que lo hayamos hecho en esta certeza. Porque, aun en medio de la mayor dificultad, aparece una voz en nuestro interior que nos dice: “De esta saldrás”.

• La fuerza de la vida o fuerza interior se halla muy relacionada con aquella certeza. Aun en los peores momentos, hay “algo” en nosotros que nos sigue sosteniendo y animando: es la vida que, habitada de un poderoso dinamismo, y sentida en lo más profundo de nuestro cuerpo, busca salir adelante, a pesar de todos los contratiempos.

• La confianza, como una sensación honda, no fácil de comprender racionalmente, que te asegura que todo tiene un porqué. En este sentido, la sensación de confianza no es la voz de la frivolidad, sino de la sabiduría más profunda.

• La fidelidad a sí mismo/a constituye un fortísimo punto de apoyo para determinado tipo de dificultades. Permite liberarte de otras tiranías –las propias necesidades, los propios miedos, la imagen o la opinión de los otros– y te introduce en un espacio de descanso, libertad, asertividad y coherencia respetuosa.

• La sabiduría del no-reducirse va de la mano de la aceptación. Precisamente porque aceptar no es resignarse, siempre que aceptamos algo doloroso no nos reducimos a ello. Incluye la sabiduría del “siempre soy más que mi dificultad, más que mi enfermedad, más que mi sufrimiento…”. El reconocimiento de ese “más que”, aparte de ser absolutamente cierto, porque nuestra vida nunca se reduce a nada de lo que nos pueda ocurrir, es descansadamente liberador y movilizador. En efecto, si la resignación paraliza y hunde, aceptar sin reducirnos nos mueve interiormente a aquello que podemos hacer.

• La gratitud, como fuerza que nos desegocentra, haciéndonos tomar distancia de nuestros pequeños intereses y abriéndonos a la comprensión profunda de que, en último término, todo es don.

• El sentido del humor y su capacidad desdramatizadora, por el que aprendemos a reírnos sanamente de nosotros mismos.

• El amor gratuito y sin condiciones, en la doble dirección de ofrecido y recibido. Tanto cuando nos sentimos amados como cuando amamos a alguien sin condiciones, ese amor se convierte en nosotros en una “roca” de solidez y de coraje, que nos hace experimentar la extraordinaria fuerza que lo acompaña.

• La experiencia de sentido. “Quien tiene un para qué, es capaz de soportar cualquier cómo”, dijo algún filósofo. El “para qué” significa haber descubierto un sentido para la propia vida: cuando se tiene, nos infunde tal dinamismo que seremos capaces de afrontar todo por él. Es sabido hasta qué punto esta cuestión marcó la trayectoria personal y profesional del psiquiatra austriaco Viktor Frankl, desde que estuviera prisionero en el campo de concentración. Según él, era la certeza de saberse amados por una persona en el exterior, así como el hecho de tener un sentido en la vida, los dos puntales que les permitían sobrevivir en medio de aquella tortura. Tanto le impactó que, tras sobrevivir al campo nazi, fundaría una escuela de psicoterapia –la logoterapia: etimológicamente, “curación a través del sentido”–, que buscaba precisamente a ayudar a las personas a descubrir el sentido de sus vidas, en la certeza de que la vivencia de ese sentido sana al ser humano. Más aún, el propio Frankl acuñó la expresión “neurosis noógena” –cuyas tres consecuencias más directas y evidentes son las adicciones, la violencia y la depresión–, para referirse a la patología derivada de la carencia de sentido12.

Venir al presente, al “aquí y ahora”, en todo momento. Estamos hechos de tal manera que siempre podemos afrontar lo que nos toca vivir en el momento presente. Por el contrario, en cuanto salimos de él, aparecen la impotencia y la angustia. Porque, frente al “futuro imaginado” –el futuro solo puede ser imaginado–, nada podemos hacer, por una razón muy simple: porque no existe. Con los fantasmas no hay forma de luchar; lo único sensato es “poner luz” para que se desvanezcan. Pues bien, en nuestros sufrimientos, “poner luz” equivale a permanecer en el presente, solo en este mismo instante.

• Experimentar la riqueza del silencio y de la práctica meditativa. A poco de práctica que tengamos, nos será posible acceder al silencio interior y “depositar” sencillamente en él lo que nos hace sufrir. Se trata justamente de eso, de depositarlo ahí, sin cavilar sobre ello. Nuestra atención está puesta en el silencio profundo, en el que permanecemos. En cierto modo, el silencio “disolverá” nuestro sufrimiento emocional y redimensionará nuestra percepción del problema.

• La experiencia de la Unidad y de la Transcendencia: todo lo que nos abra a vivir la Unidad que somos con el Misteriomás allá de las referencias o nombres que le podamos dar– constituye la roca más poderosa y “completa” que existe, por cuanto, en cierto modo, engloba a todas las anteriores. Es claro que no se trata meramente de ideas y creencias –unas y otras no pueden ser “rocas”–, sino de la experiencia honda de ese “Más” que, siendo inefable e inasible, sin embargo, nos constituye: nos vivimos desde lo que realmente somos.

Todos estos “puntos de apoyo” constituyen, a la vez, rasgos de nuestro “yo profundo”. Por eso, en la medida en que conectamos con ellos conscientemente, no solo entramos en contacto con nuestras “rocas” de solidez, sino que estamos construyéndonos, creciendo desde nuestras raíces.

Ese trabajo de crecimiento humano y unificación armoniosa y eficaz requiere también el concurso de unas actitudes básicas y de unos medios eficaces.

Vivir tres actitudes básicas: conocerse, aceptarse, valorarse

El crecimiento personal que avanza hacia la madurez humana, entendida como la capacidad de amar y trabajar por los demás, requiere necesariamente vivir una relación positiva y serena con uno mismo. Esta primera relación es básica, y de ella dependerá nuestro modo de relacionarnos con los otros e incluso nuestro modo de percibir la realidad.

Pues bien, la relación positiva y sana consigo mismo está hecha de conocimiento, aceptación y valoración de sí. Todo empieza por conocernos, para poder comprendernos, desplegar nuestras capacidades y poder gestionar nuestras “debilidades” del modo más constructivo posible.

Pero el conocimiento de sí requiere ir de la mano de una autoaceptación que sea cada vez más incondicional. La aceptación de sí es una tarea que no acaba nunca, y que nunca tendremos que dar por concluida. Cada día habremos de volver a aceptarnos y aceptar lo que es. Pero sabiendo, al mismo tiempo, que siempre podemos aceptarnos, estemos como estemos. Como ha quedado dicho, eso no significa resignarnos ni tampoco justificarnos. Significa, sencillamente, reconocer nuestra verdad. Por eso, únicamente hay una cosa que puede impedirnos esa aceptación: el orgullo neurótico, que no nos permite estar como estamos. No por casualidad, “aceptación” es sinónimo de “humildad”, entendida como reconocimiento de la propia verdad. Y así como el orgullo impide la aceptación, la humildad la asegura.

¿Por qué resulta tan difícil vivir la aceptación de sí? En primer lugar, la propia imagen idealizada que tuvimos que construir en algún momento de nuestra historia para conseguir la aprobación deseada impide que nos aceptemos…, mientras seamos esclavos de aquella misma imagen; el “ideal” perseguido impedirá aceptar lo que se considere “fallo”. En segundo lugar, es más que probable que, debajo de aquella imagen idealizada, se esconda otra muy negativa, que encierra un mensaje aprendido desde antiguo y que –inconscientemente– nos viene a decir: “no soy digno de ser aceptado”. Por fin, en la raíz de toda dificultad seria de autoaceptación, se encuentra una carencia de aceptación primaria: el niño que no se sintió aceptado de un modo incondicional habrá crecido sin conocer aquella sensación, por lo que encontrará serias dificultades para poder ahora vivirla.

Sea cual sea la dificultad, siempre es posible dar pasos en la aceptación de sí mismo. Para ello, contar con alguna persona con quien compartir lo vivido y ante la que dejarnos ver, y que nos acepta tal como somos, constituirá una riqueza impagable. Una vez más, el hecho de sentirnos aceptados podrá desbloquear nuestra propia capacidad de hacerlo.

La aceptación implica la propia valoración. Parece claro que únicamente podemos aceptar y amar aquello que valoramos. Para poder aceptarme como soy, necesito verme “aceptable”, es decir, valioso y bueno.

Valor y bondad constituyen los dos cimientos sobre los que se asienta una personalidad ajustada. Y ambos son gratuitos, no es algo que debamos conseguir ni que pudiéramos conquistar. El bebé nace valioso y bueno. Y durante toda nuestra vida seguiremos siendo valiosos y buenos…, aun en el caso de que tengamos sentimientos de indignidad o comportamientos malvados. Porque una cosa es lo que hacemos –o cómo funcionamos–, y otra lo que somos.

Sin embargo, en aquel bebé que nace valioso y bueno, es muy fácil inducir sentimientos de indignidad –no valor– y de culpabilidad –maldad–. Basta que no se sienta adecuadamente amado –que no sea tocado, abrazado, mirado, que no se le dedique tiempo o no se le preste atención–, para que saque la conclusión de que no es suficientemente bueno ni valioso. Aquellas realidades primeras habrán quedado oscurecidas y más o menos anegadas. Hasta el punto de que la persona puede encontrar mucha dificultad en percibirlas.

También aquí se trata de ir haciendo un recorrido lúcido y humilde para conectar con el propio valor y la propia bondad, a la vez que se desenmascaran viejos sentimientos de indignidad y vergüenza, y se desmontan los mensajes culpabilizadores.

Conocimiento, aceptación, valoración: crecer en estas actitudes permite construir una relación serena y positiva consigo mismo, que será la base de la madurez humana.

Practicar tres medios eficaces: ejercitarse en la respiración profunda, sentir el cuerpo y venir al presente

En nuestra tarea de crecimiento y de unificación personal, contamos con tres aliados de primer orden: me refiero a la respiración profunda, al cuerpo y al presente. Puesto que son cuestiones que han salido anteriormente, me referiré ahora a ellas de un modo muy breve.

La respiración profunda –abdominal, diafragmática– serena y unifica. Para ello, tiene que ser profunda, pausada y atenta. Vivida así, constituye un mensaje que alcanza directamente a nuestro cerebro límbico (emocional) para decirle: “No hay peligro”. Por eso nos serena. Al mismo tiempo, al acercarnos a nuestro “buen lugar” –nos conduce a la “puerta” del vientre–, facilita que nos instalemos en nuestro “centro de gravedad”, en el lugar de la vida. De ese modo, nos unifica y nos vitaliza.

Dados los beneficios que aporta, puede ser bueno ejercitarnos en ella. Si en la expiración comprimimos un poco la pared abdominal, al facilitar que el aire salga de lo hondo del cuerpo, conseguiremos que la inspiración sea igualmente profunda.

El cuerpo es nuestro gran aliado. Alejarnos de él supuso tomar distancia de nuestros sentimientos, de nosotros mismos y, en definitiva, de la vida. Para reconstruir todo ello, para volver a nuestro centro, hace falta que nos encontremos con él. Es el camino de las sensaciones y de los sentimientos, que localizamos en el cuerpo y que nos transmiten un contenido sobre quiénes somos y lo que vivimos.

Nuestro cuerpo tiene la capacidad de decirnos con verdad –no sabe mentir– cómo estamos en cada momento, a través de lo que sentimos. Pero, además, es el mejor vehículo para llegar a nuestro centro. Para ello, deberemos familiarizarnos con la zona del vientre y aprender a percibirnos y a “vivir” en él. Esa es, efectivamente, nuestra “casa psicológica”, y desde ella, todo se percibe de un modo diferente.

El propio cuerpo nos aporta otro regalo más: nos trae al presente. A diferencia de la mente, que es incapaz de soportarlo, nuestro cuerpo no puede estar sino en el aquí y ahora. Y ya hemos visto que, mientras permanecemos en él, siempre podremos afrontar todo lo que nos ocurra. No cabe duda: el presente es el lugar de la vida y de la felicidad13.

Aquí es donde encuentran su lugar los ejercicios de relajación, entendidos en toda su riqueza como escucha del propio cuerpo. Un cuerpo escuchado es un cuerpo silenciado, condición también para que la mente pueda acallarse y emerja la consciencia del presente.

En todos ellos, además, aparte de escuchar el cuerpo, se ejercita la respiración profunda y el venir al presente. Es decir, vivimos simultáneamente los medios que más nos ayudan en el reencuentro con nosotros mismos. Vividos así, los ejercicios de relajación constituyen un medio poderoso y eficaz para crecer en descanso, unificación personal y presencia.

En el cuarto capítulo, al presentar las “herramientas”, propondré un ejercicio de relajación. Cada persona puede adaptarlo a su medida, sabiendo, en cualquier caso, que se trata, no de pensar cómo está mi cuerpo, sino de escucharlo y sentirlo. Es decir, no estoy en la cabeza viendo a mi cuerpo, sino consciente y voluntariamente situado en cada parte de mi cuerpo que me habla. Sentir cada parte del cuerpo significa situar en ella toda la atención en ese momento, como si no existiera nada más.

EL PUZLE QUE SOMOS (II): UNA CLAVE DE LECTURA DESDE LA ESPIRITUALIDAD. LAS “TRES DIMENSIONES”

Nos acercamos ahora con la misma pregunta (¿qué soy yo?) a la espiritualidad, en busca también de la clave de lectura que, desde ella, se nos pueda ofrecer.

Pues bien, con ciertos matices y diferencias, las tradiciones espirituales han operado con una clave de lectura que habla de tres “piezas” básicas en el ser humano: cuerpo, “alma” y espíritu.

Con respecto a la misma creo necesario hacer, de entrada, una doble puntualización. Por un lado, el término “alma” –sobre todo, debido a nuestra tradición dualista que la contraponía al “cuerpo”– hay que tomarlo en su sentido etimológico (psiché), como “psiquismo”. Por otro, hablar de estas tres “piezas” no significa, en absoluto, afirmar que la persona sea el resultado de la suma de las mismas. Si algo tiene claro la espiritualidad auténtica es que somos una unidad, no una suma. Si señala esas tres dimensiones, se debe solo a que nuestra mente no puede pensar –ni nuestra boca pronunciar– todos los elementos simultáneamente.

En esa unidad que somos, más que de “piezas”, habría que hablar de “perspectivas”. Me parece importante hacer hincapié en este punto, ya que venimos de un dualismo que, contraponiendo lo espiritual a lo material, creó en su momento una fractura profundamente peligrosa en sus consecuencias, demonizando lo material y, por extensión, todo lo relacionado con el cuerpo. Como era de esperar, ese dualismo provocó una reacción pendular, igualmente dualista, que ha llevado al olvido o negación de la dimensión espiritual de la persona, y que resulta extremadamente reduccionista y empobrecedora.

Esa unidad que somos puede ser vista desde la perspectiva corporal, psíquica o espiritual, pero siempre estaremos hablando de una realidad única. Si lo espiritual es la dimensión profunda de lo real, no hay nada, absolutamente nada, que carezca de esa dimensión, si bien en el ser humano se exprese de un modo peculiar.

Somos cuerpo –por más que, como quedó dicho antes, no reduzcamos el cuerpo a un conjunto de células que cada cierto tiempo se modifican por completo– y todo lo vivimos en nuestro cuerpo, en sus múltiples dimensiones: el nuestro es un cuerpo psicológico, social, relacional, cósmico y espiritual.

Cuerpo no se opone a espíritu: son más bien las dos caras de una misma moneda, dos aspectos de la misma realidad, abrazados de forma no-dual. El nuestro, por eso, es un cuerpo psíquico y espiritual; nuestro psiquismo, a su vez, es somático y espiritual; y nuestro espíritu es corporal y psíquico. De ahí que un “cuerpo espiritual” es aquel que revela y manifiesta la verdad más profunda de la unidad que somos, y que una caricia pueda ser una realidad profundamente espiritual. Solo si estamos en el cuerpo, nos sentiremos unificados y, como tendremos ocasión de insistir más adelante, es el cuerpo el que nos permite la experiencia de habitar en el presente. Fuera o lejos del cuerpo, no hay unificación personal, ni comunicación con los otros, ni presencia. Un “cuerpo espiritual” es un cuerpo sanador, tal como se reconocía en Jesús: “Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba” (Lc 6,19).

Esta triple dimensión queda reflejada en el siguiente gráfico, en el que se apuntan también las prácticas que nos permiten crecer de un modo integral, cuidando conscientemente cada una de ellas. Aunque es también una “herramienta” y, como tal, debería figurar en el último capítulo, la densidad de su contenido me hace detenerme en ella, más extensamente, en este lugar. El motivo es simple: pedagógicamente, me parece el mejor modo de comprender la respuesta que nos viene desde la espiritualidad.

Una práctica meditativa integral

Relajación

Integración psicológica

Meditación

Cuerpo

Sentir

Sentir el cuerpo

Presencia corporal

Alma (psiché: psiquismo)

Sentir-acogerse

Amor hacia sí

Yo integrado

Espíritu

Ser, solo estar

Silencio consciente

Consciencia-Testigo

Consciencia no-dual

Todo empieza con el cuerpo. Necesitamos entrar en contacto con él, de una manera consciente y amistosa. Si estamos lejos de él, no podremos estar cerca de nosotros mismos; si él no se silencia, tampoco nuestra mente se podrá aquietar.

Entramos en contacto con nuestro cuerpo a través de la respiración: empezamos respirando dos o tres veces, de una manera profunda –hasta lo más hondo del cuerpo–, pausada –entre inspiración y espiración– y atenta –poniendo en ello toda nuestra atención–.

A partir de ahí, escuchamos a nuestro cuerpo. La palabra clave es sentirlo. No se trata de pensar en cada parte del cuerpo que vamos a recorrer, sino de situarnos conscientemente en ellas, para poder sentirlas de forma viva y directa. Y eso se logra únicamente si aprendemos a situarnos en él. Con frecuencia, se asume el prejuicio de que la consciencia se reduce a la mente y, como consecuencia, terminamos encerrándonos en nuestra cabeza, como si esta fuera la “sede” del pensamiento. La realidad, sin embargo, es bien otra: la consciencia –ubicua, no local– se halla homogéneamente presente en todo nuestro cuerpo; basta no pensarlo, sino situarnos en él y aprender a escucharlo.

Si realmente lo escuchamos, notaremos cómo crece la sensación de relajación: un cuerpo escuchado –sentido– es un cuerpo relajado. Y, gracias a la práctica, experimentaremos que el cuerpo constituye la gran puerta de entrada que nos introduce en el presente. Habíamos empezado, sencillamente, situándonos en él y escuchándolo, y acabamos introducidos en la Presencia luminosa, plena e integradora, en la que todo está bien. Hasta ahí llega la “espiritualidad” del cuerpo: su mera escucha nos conduce a la Presencia atemporal e ilimitada.

Ciertamente, aquí podría terminar la práctica. Es lo que propone cualquier método de relajación que, por sí mismo, supone una riqueza de cara a serenar y unificar nuestra persona.

Pero podemos optar también por contactar, voluntariamente, con nuestro mundo psíquico, para favorecer la integración psicológica. La sensación corporal de calor que recorre y habita todo nuestro cuerpo –y que es la señal de que está vivo– sirve de “puente” para enlazar con el segundo momento, en el que nos abrimos a acoger la realidad de nuestro psiquismo.

De nuevo, la palabra clave es “sentir”, y la centramos en las tres realidades psíquicas fundamentales: la vida, la propia personalidad y el amor hacia sí mismo/a.

Si, a medida que las sentimos, nos dejamos impregnar de ellas, iremos experimentando una creciente unificación: no en vano, la vida y el amor son fuerzas sumamente integradoras. Y la práctica nos irá conduciendo a la vivencia de lo que podemos llamar un “yo integrado”. Si en el origen de la neurosis (escisión o fractura) hubo una falta de respuesta adecuada a nuestra necesidad de ser amados, el camino para suturar aquella ruptura ha de pasar necesariamente por la vivencia del amor a sí mismo.

Tras haber escuchado a nuestro cuerpo y a nuestro psiquismo, serenos y presentes a nosotros mismos, podemos dar ahora un paso más, que consiste en acallar la mente, para abrirnos a la dimensión espiritual que nos constituye, y que se halla más allá del nivel mental.

Para ello, pueden tomarse varios “caminos”. El primero de ellos pasa por aprender a “soltar”, una y otra vez, cualquier contenido mental que aparezca en el campo de nuestra consciencia, para lo que puede servir esta sencilla guía:

• Puedes empezar por adoptar la postura adecuada y llevar la atención al cuerpo y a la respiración.

• Poco a poco, deja caer todos los pensamientos, todas las preocupaciones, cualquier cosa que pase por tu mente.

Ven únicamente aquí y ahora.

Y déjate estar.

No lo quieras pensar, ni entender, ni llenar con nada, ni ir más lejos. Tampoco te busques a ti mismo/a como un “yo”.

Permanece descansadamente en ese estar desnudo, en la pura sensación de ser. Todo lo demás se te irá dando con la práctica.

En cuanto aparezcan de nuevo pensamientos, vuelve a soltarlos y ven únicamente aquí y ahora. La práctica irá haciendo que, lo que hoy te parezca inalcanzable, se convierta en una realidad.

En una palabra, se trata de “salir” del bucle de la mente pensante y aprender a descansar en la consciencia-sin-pensamientos. Cuando se experimenta, puede practicarse en cualquier momento, como experiencia liberadora –de los altibajos mentales y emocionales e iluminadora –porque nos pone en contacto con nuestra verdadera identidad. Cuando aprendemos a descansar en la consciencia, surge tanto el silencio como el amor.

Un “segundo camino” consiste en observar los contenidos mentales (pensamientos y sentimientos) como si fueran nubes que pasan. La observación requiere distancia, que es lo opuesto a identificación. Gracias a la práctica perseverante, esa distancia se convierte en libertad frente a la tiranía de nuestra mente inquieta: dejamos de estar sometidos a sus vaivenes, para empezar a percibirnos como el observador ecuánime que sencillamente atestigua lo que ocurre14.

Con la práctica, percibiremos también que se modifica la percepción de nuestra identidad: caeremos en la cuenta de que no somos los pensamientos, sino el Espacio en el que aparecen; no somos la mente, sino la consciencia que la contiene; no somos los vaivenes temporales, sino la Presencia consciente; no somos las “olas” inestables que aparecen y desaparecen sin cesar, sino el Océano sin forma de donde todas ellas surgen.

A partir de la escucha del cuerpo, hemos sido llevados nada menos que a la percepción de nuestra identidad profunda. El yo (mental o psicológico), con toda su importancia, no pasa de ser el centro unificador y operacional de nuestro mundo cognitivo y emocional. No es poco, pero somos infinitamente más que él.

Lo que ocurre es que nuestra mente no puede saberlo –somos infinitamente más que ella–, por lo que necesitamos acallarla y transcenderla, para acceder a otra forma de sabiduría, a la apercepción intuitiva e inmediata que nace de la consciencia.

Transcendido el yo, como si se hubiera descorrido un velo que la opacaba, se nos empieza a hacer visible y patente la realidad de lo que somos y siempre habíamos sido: la Presencia una y compartida, que esencialmente es relación –como veremos más adelante– y que se expresa admirablemente en infinita variedad de formas, de un modo no-dual.

A partir de aquí, todo queda radicalmente modificado: percepciones y comportamientos que nacían de la ignorancia acerca de nuestra identidad, y que nos hacían enredarnos en sufrimientos sin fin, empiezan a diluirse para dar paso a otro “modo de ver”, caracterizado por la comprensión de lo que es, y que se expresa como serenidad, ecuanimidad, libertad y amor compasivo.

La práctica meditativa integral nos lleva, por tanto, a encontrarnos con nosotros mismos, en aceptación y acogida; nos capacita para vivir en presente y en profundidad; y nos libera de la tiranía de la mente pensante y del ego: despliega nuestra capacidad de amor. En definitiva, posibilita un proceso de unificación creciente y la emergencia de nuestra identidad transpersonal (transmental o espiritual).

Dificultades y medios, en cada uno de los momentos de la práctica meditativa integral

Soy consciente de que, en cada uno de los tres momentos, encontramos dificultades específicas que es necesario reconocer y afrontar con los medios adecuados.

Al querer entrar en contacto con nuestro cuerpo, puede suceder que nos encontremos con la dificultad para sentir. Es frecuente que, en un instinto protector, el niño congele o endurezca su sensibilidad –como veíamos más arriba–, para paliar el sufrimiento. Es el miedo a sufrir el que nos lleva a alejarnos de nuestros sentimientos, buscando “refugio” en la cabeza. Pero con ello, aunque momentáneamente nos hayamos protegido, hemos bloqueado, con mayor o menor intensidad, nuestra capacidad de sentir y, por tanto, de estar en contacto con nuestro cuerpo y todo nuestro mundo interior.

Sin embargo, la capacidad, aunque dormida, sigue estando viva. Necesitamos recuperarla, quizás a partir de la atención a las sensaciones más elementales. Puedes probar, por ejemplo, a sentir tus manos: permite que entren en contacto, estréchalas entre sí, y nota solo las sensaciones corporales que ahí se producen: contacto, roce, calor, presión, suavidad, aspereza…, y siente la vida que encierran y expresan. No quieras pensar, ni sacar conclusiones; sencillamente, siéntelas, entérate de lo que ocurre a través del tacto.

Puedes seguir con los pies: nota el contacto con el suelo en que están apoyados; siente cada una de sus partes, la planta, el talón, los dedos…; percibe las sensaciones de roce, presión, temperatura…

Prueba sentir tu rostro, empezando por notar el contacto del “exterior” en la piel de tu cara, haciéndote consciente de las sensaciones que se producen. Poco a poco, notarás que entre lo que llamamos “exterior” y tú no hay ninguna separación real; formas parte de la única Realidad. Puedes también tocarte el rostro con las manos, siempre atento a las sensaciones que se despiertan…

Y así puedes seguir con cada una de las partes de tu cuerpo. Progresivamente, la sensación corporal que empiezas a sentir te abrirá el camino para detectar también los sentimientos con contenido psicológico y recuperarás la cercanía a ti mismo, que el sufrimiento emocional infantil y, quizás, una educación demasiado centrada en la mente te habían hecho perder.

De cualquier modo que te sea eficaz, con paciencia y en clave de aprendizaje que requiere práctica, ve despertando tu propia capacidad de sentir, de vibrar.

No es fácil exagerar la importancia del cuerpo como aliado en todo el proceso de crecimiento psicológico y espiritual. Cualquiera, con un poco de práctica, puede experimentar por sí mismo que el cuerpo es la gran puerta que conduce al presente, y la llave que abre esa puerta es la sensación. Por eso se dice que, cuando al Buddha le preguntaron cómo avanzar en el camino espiritual, contestó: “Empieza por la respiración”.

En el segundo momento –el encuentro con nuestro psiquismo–, aparte de esta misma dificultad para sentir –a lo psíquico accedemos también a través de la sensación–, puede aparecer otra: la resistencia a acogerse a sí mismo en gratuidad e incondicionalidad, que se expresa en forma de auto-reproche, culpabilidad, indignidad, lejanía de sí, indiferencia…

Sabemos que, aun inconscientemente, es muy fácil inducir en el niño sentimientos de indignidad y de culpabilidad. A partir de ellos, elaborará una imagen negativa de sí, que le llevará a sentirse no-merecedor o no-capaz, generando incluso sentimientos de hostilidad o desconfianza hacia sí mismo.

Para afrontar esta dificultad –que puede bloquear el encuentro consigo mismo y que genera tanto sufrimiento inútil–, es necesario empezar por aceptarla, dejándonos sentir el dolor que esa constatación puede provocarnos. Ese dolor limpio –y, eventualmente, el llanto que lo acompaña– resulta ser sanador.

Simultáneamente, habremos de ejercitarnos en el acercamiento positivo a nosotros mismos, en un proceso, paciente y humilde, de aceptarnos con toda nuestra realidad y toda nuestra historia y de amarnos tal como somos y estamos.

Probablemente necesitemos vivir, de un modo expreso, el “diálogo interno”, en su doble nivel: de “adulto/a a adulto/a”, en nuestra circunstancia de hoy, y de “adulto/a a niño/a”. Sin duda, quien se resiste a la aceptación y al amor no es sino aquel niño herido o carenciado que, debido al sufrimiento de la frustración, se refugió en la rigidez emocional y creció con el mensaje, grabado a fuego en su inconsciente, de no ser digno ni merecedor de ser amado.

Hoy necesitamos acercarnos a aquel niño, visualizarlo, envolverlo con todo nuestro amor sentido…, hasta que él mismo sea capaz de abrirse a la novedad y pueda consentir a dejarse amar15.

El tercer momento de la práctica meditativa integral consiste en soltar todos los contenidos de nuestra mente, para solo estar… en la pura consciencia de ser, de la que hablaba, en el siglo XIV, el anónimo autor de “La Nube del no-saber”. Se trata de un “estar”, que es lo opuesto a “pensar”, y sinónimo de “contemplar”. Un contemplar-sin-objeto –pura consciencia– pues, de haberlo –como a veces se preconizaba en cierta enseñanza religiosa que hablaba de “contemplar a Dios”–, se estaría haciendo una oración reflexiva, es decir, no habríamos salido de la mente. Pues ese “Dios” pensado no sería más que un constructo mental. Y es que, tal como afirmaba con sabiduría, en el siglo XIII, la mística beguina Margarita Porete, “el único Dios verdadero es aquel del que nada puede pensarse”. Una afirmación de este tipo frustra a nuestra mente y a nuestro yo, que intenta siempre aferrarse a todo –tenerlo bajo control– en busca de seguridad, y cree que solo existe lo que puede ser nombrado, pero nada de esto niega la verdad de lo que la mística expresaba: Dios no puede ser separado ni pensado; de otro modo, no pasaría de ser un mero objeto, aunque se escribiera su nombre con mayúscula.

La contemplación, para ser tal, requiere siempre del silencio mental y consiste en permanecer en el silencio consciente sin objeto: solo queda Silencio, Vacuidad consciente que lo llena todo, sin rastro de dualidad, “perfecta brillante quietud”, por expresarlo con palabras de David Carse16. Eso es meditar o contemplar. De ahí que la genuina experiencia contemplativa, como la meditación, sea siempre no-dual.

Sin embargo, a pesar de su importancia crucial, cuando queremos entrenarnos en vivir el silencio mental encontramos serias dificultades y resistencias que es necesario tener en cuenta. La dificultad para vivir este momento nos salta inmediatamente a la vista, en cuanto nos disponemos a vivirlo: el vagabundeo incesante de nuestra mente, con la que hemos estado absolutamente identificados.

Para nuestra mente –generalmente inquieta, voluble y alocada– no hay nada más difícil que ese simple “estar”. Poco a poco, necesitaremos reeducarla, hasta que seamos capaces de estar-sin-pensar.

Debido tanto a la naturaleza propia de la mente, que consiste en objetivar todo lo que aparece ante ella, como a una educación y a un “clima” cultural que nos ha llevado a creer que la consciencia es siempre consciencia de algo, hemos terminado ignorando lo que significa experimentar la consciencia consciente de sí misma. Esto es justamente el silencio contemplativo o la meditación: la consciencia que no atiende objetos, sino que descansa en sí misma, en la plenitud de lo que es.

Me he referido un poco más arriba a dos caminos para adiestrarnos en aquietar la mente: o bien soltar todos los pensamientos y preocupaciones, o bien observarlos desde la distancia, como nubes que pasan. En cualquiera de ellos, nos capacitamos para experimentarnos no-reducidos a la mente, sino capaces de transcenderla, porque somos más que ella, y más que el yo, que de ella nace.

Pero, además de la dificultad para silenciar una mente que tiende a vagabundear y que ha crecido funcionando de un modo que podríamos llamar autocrático, nos topamos también con resistencias significativas, entre las que deseo subrayar tres.

Las tres grandes resistencias al silencio provienen de las propias características de la mente: la apropiación, el afán de protagonismo y su necesidad de controlar.

La mente es de naturaleza apropiadora, lo cual explica el nacimiento del yo –resultado de una mente que se apropia de sus propios contenidos y dice “mío”–, en un movimiento autocentrado, afirmándose precisamente a través de la separación y la confrontación con todo lo que no es “yo”. El silencio de la mente –tal como se vive en la meditación o contemplación– es exactamente lo opuesto: vaciamiento y desnudamiento del yo. Al acallar la mente, el yo se diluye, mostrando su naturaleza prácticamente onírica. ¿Cómo no habríamos de encontrar fuertes resistencias ante el silencio que nos vacía de aquello que pensábamos ser?17.

La mente busca constantemente el protagonismo, como modo de sostener la idea del yo hacedor. Para conseguir la sensación de existir, el yo necesita considerarse hacedor y protagonista en todo lo que sucede: es justamente ese pretendido protagonismo el que parece otorgarle identidad y consistencia. El silencio, por el contrario, introduce en el camino de dejarse hacer, en el que todo empieza a conjugarse en pasiva, como bien han experimentado sabios y místicos. En lenguaje teísta, tal actitud quedaba recogida en la expresión: “hacer la voluntad de Dios” o reconocer el protagonismo de Dios en la vida de la persona; en lenguaje espiritual (laico o no religioso), se nombra como entrega a Lo que es. ¿Cómo no habríamos de encontrar fuertes resistencias ante el silencio que priva al yo del protagonismo que le hace sentirse “real”?

La mente busca controlar. Tras haber asociado “seguridad” con “control”, la mente ansía sostener a toda costa la seguridad del yo, para lo cual mantiene en todo momento la pretensión de estar llevando las riendas de lo que ocurre. La sensación de perder el control la hace entrar fácilmente en pánico. El silencio, por el contrario, significa soltar, fluir, entregarse... a una Sabiduría mayor, que a la mente se le escapa. ¿Cómo no habríamos de encontrar fuertes resistencias ante el silencio que nos lleva a “soltar las riendas” y dejarnos conducir en lo desconocido?

Tan acentuadas resistencias, por un lado, explican que el yo huya del silencio y encuentre cualquier pretexto para escapar de él, y por otro, muestran que solo es posible adentrarse en el camino meditativo o contemplativo desde una profunda lucidez y una, en expresión de Teresa de Jesús, “determinada determinación”. Sin estar dispuestos a vivir el vaciamiento del yo, en todas sus dimensiones, el camino acabará en frustración.

Pero, dado que entramos en un umbral que se halla más allá de la mente, aquí no cabe sino la experiencia. “Quien lo probó, lo sabe”, decía el místico sufí Rumi. Y quien lo sabe, saborea la riqueza y plenitud que contiene, tal como, balbuceando, ponen de relieve los sabios: “Solo ser. Nada más. Y basta. Es la absoluta dicha” (Jorge Guillén); “Palpo aquí una presencia latente. No sé lo que es. Pero me brotan lágrimas de agradecimiento” (Sagyo, poeta japonés, siglo XII). “Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué, / que se alcanza por ventura” (san Juan de la Cruz).

Por ahora lo dejamos aquí. En el último capítulo, incluiré una guía para la práctica meditativa integral18, siguiendo los tres momentos que he señalado.

SOMOS PRESENCIA-EN-RELACIONALIDAD

La convergencia del trabajo psicológico y espiritual, fortaleciéndose mutuamente, posibilita la creciente integración del yo y su transcendencia. Nos descubrimos paradójicos: embarcados en la tarea de construir el propio yo, venimos a caer en la cuenta de que somos más que él.

La espiritualidad, en concreto, remite a unidad y a transpersonalidad. Por eso, antes de continuar, puede ser bueno hacer una referencia a ese doble factor.

Venimos de un dualismo fraccionador, característico del modelo mental –la mente es dualista–, pero que, sobre todo en el terreno religioso, ha causado verdaderos estragos.

En un esquema sencillo y sugerente, Emma Martínez Ocaña muestra su bivalencia, que deja entrever también su funcionalidad al servicio, consciente o no, de una cultura machista y patriarcal19.

Dualismo patriarcal bivalente

Buen

Malo

Dios

Cielo

Sobrenatural

Sagrado

Iglesia

Espíritu

Alma

Cabeza (“arriba”)

Mente

Racionalidad

Trabajo mental

Señor

Varón

Cultura

Virginidad

Ascesis

Dolor

Superior

Arriba

Hombre

Tierra

Natural

Profano

Mundo

Materia

Cuerpo

Sexo (“sus partes bajas”)

Sentidos

Emotividad

Trabajo manual

Esclavo/trabajos serviles

Mujer

Naturaleza

Matrimonio

Disfrute

Placer

Inferior

Abajo

Una genuina mirada espiritual permite superar todo tipo de dualismo, al reconocer la interrelación e inextricable unidad de todo lo que es.

Pero la espiritualidad no conduce solo a la superación del dualismo. Es también nuestra propia “identidad” egoica, que en algún momento pudimos considerar como “definitiva”, la que se ve igualmente transcendida: ni somos el yo que creíamos ser, ni nuestra mente es capaz de decirnos qué somos: en efecto, si somos más que ella, ¿cómo la mente podría saberlo?

El “yo psicológico” –o, más adecuadamente, el centro psíquico que rige nuestra vida mental y emocional– que cada cual debe construir e integrar, y sin lo cual es prácticamente imposible poder avanzar más lejos, queda abrazado y superado en la nueva identidad que descubrimos ser apenas acallamos la mente y podemos establecernos en la Presencia consciente: es nuestra identidad transpersonal o transegoica. Veámoslo más despacio.

He empezado diciendo que el ser humano es un puzle complejo, delicado y armonioso. Para comprenderlo, he hecho referencia a unas “claves de lectura”. Pero creo necesario dar un paso más que, aunque desborde los límites de la psicología convencional, nos permita acceder a una comprensión más acabada de lo que somos.

Cada vez son más los científicos –físicos, astrofísicos, biólogos…– que reconocen la que parece ser la ley fundamental de la naturaleza: la relación. Según ellos, a partir de un conocimiento mayor del modo como surgió la materia, tras el Big Bang y, posteriormente, la vida, parece poder concluirse que la lógica que mueve todo el proceso de despliegue es la relación ordenada.

En cuanto descendemos al nivel de lo subatómico, el concepto de existencia independiente se evapora: las partículas no son entes individuales, sino “probabilidades de existir” (W. Heisenberg), un conjunto de relaciones dirigido hacia otras cosas.

En la misma línea, el biofísico Ludwig von Bertalanffy, pionero de la teoría general de sistemas, afirma: “El esquema de unidades aislables que actúan con causalidad unidireccional ha mostrado su insuficiencia… Debemos de pensar en términos de sistemas de elementos en mutua interacción… El pensamiento discursivo siempre representa un aspecto de la realidad última; jamás llega a agotar su infinita multiplicidad. Así, la realidad última es una unidad de opuestos; cualquier enunciado es válido solo desde cierto punto de vista, su validez es relativa y debe ser suplementada por enunciados antitéticos desde los puntos opuestos”20. Es claro que, para la ciencia moderna, no se puede pensar el mundo en cuanto “cosas” sino en cuanto “procesos”21.

Esto significa que la realidad fundamental no tiene fronteras, que todos los opuestos comparten una unidad implícita y son aspectos distintos de una sola realidad subyacente. A esto le llamamos no-dualidad.

Pues bien, al igual que todo el conjunto de lo material, el cuerpo humano es una red finísima de relaciones: entre los órganos, entre las células, entre las moléculas, entre los átomos, entre las ondas-partículas subatómicas… Por lo que muy bien podemos decir que el “yo” no es sino el punto de conexión de infinitas conexiones. O, en una sola expresión, yo soy relación.

Todo, en el cosmos, es relación. Todo es energía que se va estructurando, organizando, condensando en formas infinitas –o Vida que se despliega incesantemente en un proceso inteligente y autodirigido–, en una estrechísima red de interrelaciones. Esa es la palabra que mejor describe la realidad: la red-sin-costuras de todo, oculta tras el velo que interpone la mente separadora, en su incapacidad de percibir la unidad de lo que es.

Reconocer que todo es relación significa afirmar –frente al modelo cartesiano– el carácter no-dual de lo real, y –frente al individualismo hobbesiano o sartriano– el amor, como la única actitud sabia, que hace justicia a lo que es.

Crecer como personas implicará, por tanto, dejar de percibirse como mónadas aisladas, para reconocerse como células de un único organismo, como relación con todos y con todo, en un tejido único que nos constituye y constituimos, y que requiere el único comportamiento sabio: el amor, como expresión de la unidad que somos.

Lo que ahora quería destacar, para terminar este primer capítulo, es solo lo que se refiere a nuestra identidad, tal como desde la espiritualidad podemos percibirla.

Para la psicología clásica o convencional, la identidad del ser humano se expresa como “yo”, en cuya integración se centra todo el trabajo psicológico o psicoterapéutico. La psicología transpersonal, sin embargo, ya nos ha hecho ver que existen otros estados de consciencia, más allá del mental. En consecuencia, postula con razón una identidad más amplia que la egoica o mental, a la que se puede denominar –todos los nombres resultan inapropiados, puesto que nacen de la mente y pretenden designar algo transmental– como consciencia.

La espiritualidad llega a esa misma conclusión. Cuando acallamos la mente, gracias a la práctica meditativa, accedemos al presente atemporal y, en ese mismo movimiento, nos apercibimos como Presencia consciente. Esa Presencia transmental e inefable, autoconsciente y plena, integradora y unitaria constituye nuestra más profunda identidad.

No somos las olas, sino el océano; no las nubes, sino el Espacio; no las formas, sino la consciencia sin-forma; no el yo aislado tal como lo piensa la mente, sino la Presencia consciente.

Pero esto no significa negar las olas, ni las nubes, ni las formas, ni el yo, cayendo en un monismo, como sostienen algunas corrientes neoadvaitas, que todo lo reduce a la consciencia una.

La realidad se nos muestra más compleja y sutil. Somos Presencia, pero esa Presencia es relación. No somos el yo aislado y entendido como “sustancia” consistente en sí mismo, sino la relación en la que la Presencia se manifiesta. Al silenciar la mente y venir al presente, nos autodescubrimos como Presencia interrelacionada en infinidad de formas.

Y es en esa identidad donde es posible experimentar la paz, la libertad, la ecuanimidad, la plenitud, el amor compasivo… El trabajo psicológico y espiritual no busca otra cosa sino favorecer que nos hagamos conscientes de ella y podamos vivirla.

Afirmar que compartimos la misma identidad –no somos iguales, pero somos lo mismo– no significa negar las diferencias ni tampoco ignorar la necesidad del proceso de individuación en el que se construye nuestra personalidad. Todo ello se reconoce y se cuida, pero ese reconocimiento no impide ver más allá, hasta advertir que, en el sentido más profundo, todo otro soy yo y lo siento del mismo modo como me siento a mí.

Lo que sucede es que esto no puede ser percibido por la mente. Se trata de una experiencia transmental o transpersonal sobre la que no tenemos ningún poder. Pero en ocasiones se nos regala. Y es a alguna experiencia de ese tipo a la que deseo hacer referencia para, dentro de lo que permite la mente y la palabra, compartir la vivencia y –ese es el anhelo que me habita– favorecer la comprensión.

De una manera completamente sorpresiva, en dos ocasiones muy cercanas en el tiempo, se me regalaron –no sé bien cómo podría llamarlas– sendas experiencias de comprensión, en las que la mente quedó detenida por completo y me percibí con nitidez en toda la realidad que me rodeaba. No me veía más presente dentro de los límites de mi cuerpo que fuera de él. “Yo” era todas las cosas. Escribirlo aquí no hace justicia en absoluto a la evidencia con que lo percibí. Estaba en todo lo que veía, era como la “sustancia” profunda de todo y en todo me reconocía. Mientras duró esa experiencia, el “yo separado” se había esfumado por completo; había consciencia despierta sin pensamiento, que aparecería después en forma de interrogantes.

Comprendí entonces en profundidad las palabras de Jesús cuando, en el evangelio apócrifo de Tomás, afirma: “Yo soy todas las cosas”. Expresión que, en los años siguientes, habría de oír varias veces, por parte de personas que habían vivido algún tipo de experiencia que se conoce como “despertar espontáneo”.

Lo vivido y visto en aquellas dos ocasiones –que me hicieron rememorar una experiencia similar acaecida en la infancia, en torno a los seis años, que no había sabido “reconocer”– cambió de modo radical mi modo de ver. Aun funcionando con frecuencia desde la inercia mental y psicológica que arrastro, nada fue igual a partir de ese momento.

Años más tarde, se me regaló una experiencia similar, aunque en esta ocasión centrada específicamente en el campo relacional. Tras un encuentro de meditación de fin de semana, salí a caminar por las calles de una ciudad del sur de España, en una muy fría tarde de noviembre. Mi atención fue atraída por las numerosas personas indigentes, probablemente sin techo, que al anochecer, ateridas de frío, mendigaban unas monedas. Entonces, no sé cómo, se dio: mi mente se detuvo y vi, con una intensidad, evidencia y claridad que me resulta imposible expresar, que “yo” era ellos. Me veía exactamente igual dentro de los límites de mi cuerpo que en el cuerpo de cada una de aquellas personas tiradas en el suelo. Noté una especie de “conmoción” en mi interior, acompañada de una sensación de amplitud infinita y de unidad con todos los seres, solo Amor. Tampoco aquí había un “yo separado” que se considerara sujeto de la experiencia. Todo, sencillamente, era. De manera natural, sentí que no podía vivir hacia aquellas personas sino lo mismo que vivía hacia mí, lo cual se tradujo en una acción espontánea y desapropiada: al compartir el dinero con ellos, sentía que no había allí nada parecido a “limosna”; tampoco había sensación alguna de “mérito” ni obediencia a algún “principio moral”; en realidad, no había “nadie” que hiciera nada. Había únicamente comprensión que fluía en gestos. Y ahí se me hizo ver lo que es el “compromiso” cuando nace de la comprensión: puro amor gratuito sin un yo separado. Comprendí con claridad que, en contra de lo que busca el ego, en el compromiso genuino no hay “nadie” que se compromete y en la vivencia de la compasión no hay “nadie” compasivo. Es algo que brota de manera natural desde la comprensión, de un modo completamente desapropiado y gratuito.

También en este caso soy consciente de que las palabras son incapaces de transmitir lo vivido. Porque no hay palabra que pueda mostrar la evidencia y la fuerza de lo acontecido. Pero, una vez pasado ese “momento”, sé que se trató de una experiencia transmental o transpersonal.

Una experiencia de ese tipo queda grabada para siempre: ya lo has visto. Sin embargo, al menos en mi caso, no permaneció estable ni modificó mi comportamiento en profundidad. Sigo experimentando a diario la inercia de la mente y el “peso” de mis condicionamientos psicológicos: con frecuencia me sorprendo enredado en la mente, identificado con mi ego y funcionando como si fuera el “yo separado”, a pesar de haber experimentado, de forma evidente, que no lo soy.

A partir de aquí, con la experiencia de lo recibido, lo que me queda es una tarea de integración para favorecer que todo mi organismo –físico, psíquico, mental– haga suyo lo vivido y se ajuste de modo coherente a lo que se me dio ver. Hasta donde puedo percibirlo, se trata de un proceso de transformación (metanoia) o de reeducación, que es unificación de todos los niveles de la persona y ajuste dócil y fiel a la verdad desvelada.

Lo vivo con altibajos, avanzo y retrocedo, caigo y me levanto, se alterna la coherencia con el despiste y la lucidez atenta con la rutina, la comprensión amorosa y compasiva con el egocentrismo narcisista… Pero lo que se mantiene siempre es la evidencia de que, en mi identidad profunda, soy todas las cosas y todo otro es yo.

Tal vez por ello me atrajo poderosamente el poema de Thich Nhat Hanh, que me parece un sabio y hermoso colofón a este capítulo:

No digas que mañana me voy

porque apenas hoy estoy llegando.

Contémplame: llego cada segundo

para ser un brote o una rama primaveral,

para ser un pajarillo de finísimas alas

que aprende a cantar en su nuevo nido,

para ser la oruga del corazón de una flor,

para ser una gema que se esconde en la piedra.

Apenas llego, para reír o para llorar,

para temer o para esperar.

El compás de mi corazón marca el nacimiento

y la muerte de todo lo vivo.

Soy la mariposa metamorfoseándose en la superficie del río

y soy el pájaro que, a la llegada de la primavera,

llega a tiempo para comerse la mariposa.

Soy la rana que nada feliz en la charca,

y la culebra que se acerca en silencio

y se come a la rana.

Soy un niño de Uganda, todo huesos y piel,

mis piernas son ligeras cual cañas de bambú,

y soy también el traficante de armas

que vendió el armamento mortífero a Uganda.

Soy la chiquilla de doce años refugiada en una pequeña embarcación,

que se arroja al océano

tras haber sido violada por un pirata.

Y soy el pirata, cuyo corazón aún no es capaz de ver y de amar.

Soy miembro del Politburó y tengo todo el poder en mis manos,

y soy el hombre que pagó su “pacto de sangre” con los suyos

muriendo lentamente en campos de trabajo forzado.

Mi alegría es como la primavera,

tan cálida que brotan las flores

por todos los caminos de mi vida.

Mi pena es como un río de lágrimas,

tan caudaloso que colma los cuatro océanos.

Por favor, llámame por mis auténticos nombres,

así podré escuchar mis risas y mis llantos en una sola voz,

así podré ver que mis alegrías y mis penas son una sola.

Por favor, llámame por mis auténticos nombres,

así despertaré,

y la puerta de mi corazón se abrirá de par en par

a la puerta de la compasión22.


1. Aunque, como es lógico, abordaré esta cuestión detenidamente, quiero manifestar ya desde ahora que este modo de formular la pregunta me parece preferible –al menos cuando hablamos en el nivel profundo o espiritual– al de “¿Quién soy yo?” para evitar que la mente lea, de manera automática, el “quién” en clave “personal”. Sin negar el nivel de la “personalidad”, como pondré de relieve de forma reiterada al hablar de la necesidad del trabajo psicológico, es claro que nuestra verdadera identidad –lo realmente real– pertenece al ámbito de lo transpersonal. También más adelante trataré de mostrar por qué es esa necesariamente la primera pregunta: capítulo 3, p. 152.

2. Acerca de la espiritualidad, E. Martínez Lozano, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 22009; ID., Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 32013; ID., Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 22016.

3. “La ciencia –escribía el reconocido astrofísico Carl Sagan– no solo es compatible con la espiritualidad; es una profunda fuente de espiritualidad”.

4 . El contraste entre el “paradigma materialista” o cientificista y el “paradigma espiritual” no puede ser mayor. Para el primero, la “realidad” es, básicamente, lo material: aquello que se puede medir. Para el segundo, por el contrario, la “realidad” es lo que no cambia; todo lo demás es solo “apariencia” impermanente. Desde ahí, plantea la cuestión que guía todo el proceso de indagación: ¿Qué es lo que no cambia y permanece siempre?; ¿qué es lo único que no ha cambiado ni cambia en ti? Por lo que se refiere al paradigma materialista, resulta difícil entender que siga tan vigente cuando, desde Einstein –con su célebre ecuación: E=mc2– y la física moderna, sabemos que “la materia en cuanto tal no existe” (Max Planck, padre de la física cuántica), que todo es energía y, en último extremo, información (o consciencia): esto y no las formas que perciben nuestros sentidos sería lo único realmente permanente.

5. Durante mucho tiempo –y todavía hoy de una manera generalizada– ha predominado la idea de que la consciencia nace con el ser humano, en un exagerado antropocentrismo difícilmente sostenible. Frente a tal creencia, que hizo de aquella una cualidad humana, cada vez nos resulta más claro que la consciencia, una con todo lo real, se halla en el origen y en el desarrollo de todo el despliegue evolutivo de este mundo fenoménico. El centro no es el ser humano, sino la consciencia. Por ello, cada vez son más los autores que se posicionan a favor de pasar del “antropocentrismo” al “biocentrismo”: la vida (o la consciencia) es el “centro” de todo lo real. La ciencia afirma cada vez con mayor rotundidad que no existe una frontera nítida entre la vida y la no vida. ¿Dónde terminamos nosotros y empieza el mundo? Todo sin excepción forma parte del proceso inteligente de la vida. “El límite entre la vida y la no vida es una sensación generada por el cerebro”: D. Del Rosario, El libro que tu cerebro no quiere leer, Urano, Madrid 2019, p. 42. Es evidente que esta nueva comprensión converge admirablemente con lo que es nuestra identidad: no la persona (yo separado), sino la consciencia una.

6. PRH-Internacional, La persona y su crecimiento. Fundamentos antropológicos y psicológicos de la formación PRH, Madrid 1997, pp. 53-129. Quien esté interesado en esta formación, en los cursos que ofrece, etc., puede acceder en: www.prh-iberica.com.

7. Se pone de manifiesto aquí de nuevo nuestra naturaleza paradójica: en el plano psicológico es preciso afirmar que somos cuerpo, por más que, en el plano espiritual, advirtamos con claridad que no somos el cuerpo, sino Eso que es consciente de él y del resto de nuestra personalidad.

8. La expresión “casa psicológica” se entiende al ponerla en relación con la “casa espiritual”: la primera se refiere a nuestra personalidad; la segunda, a nuestra identidad profunda. La expresión “dos casas” es una manera metafórica de expresar nuestra naturaleza paradójica. La psicología transpersonal pretende lograr el modo adecuado de vivir la integración de ambas: desplegarnos en nuestra “forma” personal (casa psicológica) sin perder la conexión con lo que realmente somos (casa espiritual).

9. La pregunta “¿quién soy?” hace referencia a nuestra personalidad: así es como la plantea la psicología clásica. Sin embargo, como he dicho más arriba (p. 24, nota 1), para referirnos a nuestra identidad me parece preferible la formulación “¿qué soy?”.

10. Vuelvo a recoger esta misma práctica en el capítulo 4, p. 199, para situarla allí en el contexto propio de las prácticas psicoafectivas.

11. En el capítulo 4, pp. 197-232, se ofrecen varias prácticas psicoafectivas para favorecer el amor y acogida de sí.

12. V.E. Frankl, La voluntad de sentido. Conferencias escogidas sobre logoterapia, Herder, Barcelona 1994.

13. Sobre esta cuestión, puede verse E. Martínez Lozano, Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino, Desclée De Brouwer, Bilbao 42009, pp. 23-36: “Vivir en presente”. También: “La belleza y sabiduría del presente”, en www.enriquemartinezlozano.com/bellezapresente.htm y www.enriquemartinezlozano.com/bellezapresente_2.htm

14. En el capítulo 4, pp. 250-255, ofrezco sendas guías para “observar la mente” y “observar el yo”.

15. Volveré con detenimiento sobre esta cuestión decisiva –a la vez que herramienta terapéutica de primer orden– de “encontrarnos” con nuestro/a niño/a interior, tanto en el capítulo 3 (pp. 137-142) como en el 4 (pp. 203-204), en el que ofrezco una guía práctica.

16. D. Carse, Perfecta brillante quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2009. Se trata del relato de su propia experiencia de comprensión o “despertar”.

17. En el último capítulo, al introducir las guías para la práctica, me referiré más detenidamente a lo que entiendo por “silencio”: pp. 189-191.

18. Práctica 21: Sentir el cuerpo, para abrirse a la Quietud: una práctica meditativa integral, pp. 243-246.

19. E. Martínez Ocaña, Una nueva mirada sobre el cuerpo es posible: el cuerpo espiritual. Ponencia en el XVIII Foro religioso popular, de Vitoria-Gasteiz, 12 de marzo de 2010. Las cursivas son de la autora.

20. Cit. en J. Díez Faixat, Entre la evolución y la eternidad. Una hipótesis sobre la pauta del devenir, Kairós, Barcelona 1996, p. 47.

21. E. Martínez Lozano, Metáforas de la no-dualidad. Señales para ver lo que somos, Desclée De Brouwer, Bilbao 2018, pp. 52-53. Capítulo 5: “Las cosas y los procesos”.

22. Thich Nhat Hanh, Hacia la paz interior, Debolsillo, Barcelona 52009, pp. 132-133.