Introducción

El tiempo que dedicamos a leer en voz alta es un tiempo que no puede compararse con ningún otro. Cuando una persona le lee a otra se da una alquimia milagrosa que convierte las cosas corrientes de la vida —un libro, una voz, un lugar donde sentarse y un poco de tiempo— en una energía extraordinaria para el corazón, la mente y la imaginación.

«Cuando un ser querido nos lee un relato, bajamos la guardia,1 —me dijo en una ocasión la novelista Kate DiCamillo—. Existimos juntos en una pequeña parcela de calidez y luz.»

Tiene toda la razón del mundo, y las investigaciones sobre el cerebro y los estudios conductuales empiezan a arrojar descubrimientos emocionantes sobre el porqué. No es una casualidad que esos hallazgos aparezcan durante un cambio de paradigma en nuestro estilo de vida. La tecnología que nos permite observar el funcionamiento del cerebro humano es la misma que lo desconcierta y aturde, y que parece estar remodelándolo. En una cultura que vive lo que se conoce como «la gran desconexión»,2 muchas personas están lidiando con los efectos de las pantallas y los aparatos electrónicos, unos dispositivos que mejoran nuestra vida y, al mismo tiempo, hacen que nos cueste más concentrarnos y retener lo que hemos visto y oído, y además que nos resulte alarmantemente fácil estar solo medio presentes incluso con los seres que más amamos. En esta era llena de distracciones necesitamos cambiar nuestra idea de lo que es leer en voz alta y de los efectos que produce. No es simplemente un pasatiempo sencillo, agradable y nostálgico que podemos adoptar o dejar sin consecuencias. Tenemos que reconocerlo como el acto tremendamente transformador e incluso contracultural que es.

En cuanto a los bebés y los niños pequeños, con su cerebro desarrollándose a pasos agigantados, no hay nada como esta actividad. Por esta razón, he dedicado una buena parte de este libro a los niños pequeños. Cuando un adulto les lee cuentos responden inmediatamente de las formas más consecuentes, y como resultado son objeto de la mayor parte de investigaciones sobre el tema. Como se verá, escuchar los relatos viendo ilustraciones estimula las redes profundas neuronales del cerebro de los niños, por lo que fomenta su desarrollo cognitivo óptimo. Además, la experiencia socializadora de las lecturas compartidas cultiva la empatía, acelera espectacularmente la adquisición del lenguaje en los niños pequeños y los catapulta por delante de sus compañeros de clase cuando van al colegio. Las recompensas de la lectura en voz alta en la infancia temprana son asombrosamente significativas: los niños pequeños a los que les han leído montones de relatos se transforman en niños más proclives a gozar de relaciones sólidas y muestran una mayor atención y una resiliencia emocional y un autodominio más fuertes. Las pruebas se han vuelto tan abrumadoras que los científicos sociales consideran ahora las sesiones de lectura en voz alta uno de los indicadores más importantes del futuro prometedor en la vida de un niño.

Aunque sería un error relegar la lectura en voz alta solo al reino de la infancia. El profundo intercambio humano de una persona leyéndole a otra es, en realidad, humano, lo que significa que todos podemos disfrutar de sus placeres y beneficios. Los adolescentes y los adultos a quienes les leen relatos, o que los leen a otros, tal vez no gocen del mismo grado de interés científico, pero sin duda se benefician en el aspecto intelectual, emocional, literario e incluso espiritual de esta actividad. En cuanto a los adultos agotados en la mediana edad, con miles de cosas acaparando su atención, hacerse un hueco en la vida cotidiana para leer en voz alta es como aplicarse un bálsamo sosegador en el alma. Y para las personas mayores los efectos resultan tan consoladores y estimulantes que son como un tónico revitalizante o incluso una especie de medicina.

Tenemos todas las de ganar y no hay tiempo que perder. En la era tecnológica en la que vivimos, todos podemos beneficiarnos de lo que la lectura en voz alta nos aporta, pero en el caso de los niños la necesidad es urgente. Muchos jóvenes llegan a pasarse nueve horas al día ante una pantalla. Están rodeados de tecnología que configura su mundo, absorbe su atención y se apodera de sus manos y sus ojos…, y necesitan en su vida la presencia de adultos que les lean libros no a pesar de ello, sino precisamente por esta razón.

En nuestra adaptación cultural a Internet, hemos ganado y hemos perdido. Leer en voz alta es una actividad reconstituyente que puede devolvernos lo que la tecnología nos quita. Las pantallas suelen separar a los miembros de las familias al enviarlos a cada uno a su propia realidad virtual privada; en cambio, leer juntos hace que nos sintamos más cerca unos de otros y más unidos. Al sentarnos con un libro y uno o dos compañeros, somos transportados a los reinos de la imaginación en la cálida proximidad física del otro. A los niños, contemplar las ilustraciones de los libros en silencio y detenidamente les ayuda a inculcarles la gramática del arte visual de un modo que no se da cuando las imágenes son animadas o se están trasformando o saltando de una a otra. Las posibilidades infinitas y tumultuosas de una pantalla táctil nos distraen; en cambio, un relato leído en voz alta nos atrapa la mente, haciendo que prestemos una atención intensa y sostenida. El lenguaje de los cuentos ayuda a los bebés a desarrollar el andamiaje lingüístico para el habla temprana y predispone a los niños pequeños al dominio de la lengua. Y cuando son más mayores, las novelas leídas en voz alta les permiten acceder al lenguaje y a los relatos complejos que podrían, de lo contrario, escapar a su comprensión. La experiencia baña a los niños de todas las edades en torrentes de palabras, imágenes y ritmos sintácticos que quizá no experimentarían en ninguna otra parte. Les da alegría, involucramiento y una profunda conexión emocional a los niños, a los adolescentes, a los adultos y a todo el mundo. Leer en voz alta es probablemente la intervención más económica y eficaz que podemos realizar para el bien de nuestra familia y de una cultura más amplia.

La magia de leer en voz alta se dirige a cualquier persona amante de los libros, los relatos, el arte y el lenguaje. Es para cualquiera que desee darles a los bebés y a los niños pequeños el mejor comienzo posible en la vida, para cualquier persona a quien le importen los bondadosos alumnos de secundaria y los vulnerables y curiosos adolescentes, y para cualquiera que haya anhelado tener un encuentro con la literatura que rompa lo que Virginia Woolf llamó «el algodón de la vida cotidiana».3 Es para personas que nunca han intentado leer en voz alta. Y para las que llevan años haciéndolo. Y sobre todo, quizás, este libro es para cualquiera que haya sentido que la conexión emocional se le embotaba y las ideas claras y las prioridades se le enturbiaban en una época de bullicio efímero, fascinación tecnológica y un excesivo ciclo de noticias.

En estas páginas encontraréis una actividad fascinante de lo más sencilla. En esencia, es el modesto acto de una persona leyéndole a otra. Podría tratarse de un profesor leyéndoles a sus alumnos, una madre leyéndoles a sus hijos, un marido leyéndole a su mujer o incluso un voluntario leyéndole a un perro. El acto es sencillo, pero sus repercusiones son complejas y maravillosas. En los capítulos siguientes las expondré. Exploraremos cómo compartir libros favorece el desarrollo infantil y por qué los libros ilustrados son mejores que cualquier tecnología o juguete a la hora de darles a los niños pequeños lo que necesitan para progresar. Viajaremos a una época del pasado en la que todas las lecturas se hacían en voz alta, para hacernos una idea de la imbricación histórica de la voz y la escritura. Hablaré de libros en audio y de pódcasts. Luego exploraremos el poder extraordinario del silabeo para definir la comunicación, la gramática y la sintaxis, y de las formas en las que pueden liberar al lector de los límites del espacio y el tiempo. La voz lectora ha sido una fuente de entretenimiento al lado de miles de hogueras crepitando, y un puente entre generaciones. De una forma muy real, nos ha ofrecido una escalera para salir de la ignorancia y una vía de escape para el sufrimiento y la esclavitud, y todavía lo sigue haciendo. También ayuda a los oyentes a descubrir lo que los motiva y les hace tomar conciencia del arte y la belleza, y prepara a los niños pequeños para que alcancen su potencial cuando sean unos adultos bondadosos, curiosos y cultivados.

Espero que los razonamientos, las anécdotas y las investigaciones de este libro os parezcan tan apasionantes que todos queráis apresuraros a leerles libros en voz alta a quienes más améis. Si os ocurre, habré desempeñado mi parte en una gran carrera de relevos cultural que para mí empezó, al igual que para muchos de vosotros, cuando era demasiado pequeña como para saber lo que estaba ocurriendo.

¿Tenía tres años? ¿Cuatro? Desde que tengo uso de razón puedo oír a mi madre leyéndome The Big Honey Hunt de Stan y Jan Berenstain y Huevos verdes con jamón del Dr. Seuss. También puedo oír la voz de mi abuela leyéndome La historia de Ping de Marjorie Flack. Los adultos de mi vida dejaron de leerme libros en cuanto fui lo bastante mayor para hacerlo por mí misma, que es a menudo lo que suele ocurrir (aunque más tarde lo lamenten, como se verá más adelante), y luego crecí y me olvidé del asunto.

Durante décadas ni siquiera se me pasó por la cabeza lo de leer en voz alta en un sentido o en el otro, aunque la idea de ello, su belleza y su importancia estaban sin duda almacenadas en mi mente. Esa idea latente despertó de pronto una noche cuando mi prometido en aquella época y yo fuimos a cenar en casa de Lisa y Kirk, unos amigos con un montón de niños pequeños. Durante los cócteles, mientras todos charlábamos animadamente, Lisa se disculpó para dirigirse a la planta superior de la casa. Tardaba tanto en volver que al final alguien le preguntó a Kirk si había surgido algún problema. «¡Oh, no!, solo está leyéndoles cuentos a los niños», respondió él.

Solo está leyéndoles cuentos a los niños. Cualquier desazón que hubiéramos sentido por la desaparición de nuestra anfritiona se transformó, al menos en mi caso, en una admiración llena de asombro y en el propósito de hacer yo también lo mismo con mis hijos si era madre algún día. Yo también convertiría en una prioridad leerles en voz alta.

De modo que hace veinticuatro años, tras el nacimiento en el hospital, cuando mi marido y yo llegamos a casa con nuestro primer hijo, en mi mente aturdida de madre parturienta no hacía más que pensar en una sola cosa, era como un rótulo de neón en medio de la neblina: tengo que leerle cuentos a este bebé. En cuanto la puerta de nuestra casa se cerró a nuestras espaldas, llevé a mi hija a la mecedora y agarré un libro de cuentos de hadas. Todo era muy nuevo para mí, muy extraño y desconcertante. Abrí el libro de par en par y me puse a leerle un cuento.

«Había una vez un hombre viudo padre de una hija que se casó en segundas nupcias con una viuda con dos hijas. Como las hermanastras eran muy envidiosas, para la pobre hija del hombre fue una desdichada situación, pues la obligaban a quedarse en casa y hacer todas las tareas domésticas pesadas, mientras ellas se ponían sus vestidos más elegantes y se iban a fiestas al aire libre…», le leí a Molly, mi hija recién nacida.

Los rayos de sol se filtraban perpendiculares por la ventana. Mi voz sonaba falsa y extraña a mis oídos. Mi hija no parecía ser consciente de lo que pasaba.

«El príncipe estaba bailando un minué con la mayor de las hermanastras cuando, de repente, la música se detuvo…»

¿Me estaría mi hija escuchando siquiera?

¿Se suponía que debía mostrarle las ilustraciones?

¡Un momento…! ¿Estaba ella durmiendo?

Con una sensación de fracaso personal agudizado por el agotamiento y el descubrimiento de que ese espectáculo era absurdo —¿qué clase de chiflada le lee Cenicienta a una recién nacida?—, noté que se me hacía un nudo en la garganta y que los ojos se me empañaban.

Fue un comienzo caótico y poco auspicioso de lo que acabaría convirtiéndose en el ritual familiar más querido. La magia de leer en voz alta surgió de esos trémulos días de madre primeriza y de los años que les siguieron a medida que a Molly se le unió Paris, su nuevo hermanito, y luego tres hermanas más: Violet, Phoebe y Flora. Les leía libros durante una hora cada noche y aún sigo haciéndolo hoy. En los momentos frenéticos de su extrema juventud, sentarnos después de un día largo y turbulento para ir a nuestro refugio nocturno de lecturas era como descubrir una balsa salvavidas. Me inundaba una ola de alivio y gratitud. ¡La jornada por fin había terminado! Ahora podíamos relajarnos. Ahora venía la mejor parte del día.

¿Fueron siempre los momentos de lectura mágicos? Sin duda, no. Leer libros en voz alta suele ser un sacrificio y a veces un engorro. Pero, incluso para una fanática de esta actividad, no siempre es fácil encontrar el tiempo o la paciencia. Hubo noches en las que me moría de ganas de que todos se acomodaran para poder empezar la sesión, y noches en las que los libros que elegíamos no le gustaban a nadie. A veces les leía las páginas con los ojos entrecerrados de agotamiento. O en medio de resfriados y de gargantas irritadas, y en una ocasión, estúpidamente, justo después de haberme sometido a una cirugía oral (y de golpe se me abrió uno de los puntos mientras les leía Así fue como al rinoceronte se le formó la piel). Hubo momentos en los que no podía soportar leerles cada elaborada descripción y acortaba los pasajes sobre la marcha (lo siento, Brian Jacques). Y también algunos libros me emocionaron tanto que rompí a llorar e hice llorar además a mis oyentes al ver mis lágrimas rodándome por las mejillas.

Poco antes de que Flora naciera en otoño de 2005, empecé a ocuparme de la crítica de libros infantiles del Wall Street Journal. De la noche a la mañana nuestro hogar se inundó de libros infantiles recién publicados. En nuestras sesiones de lectura había ahora títulos nuevos, clásicos, y antiguos libros favoritos. Durante años, enfrascada en la crianza de mis hijos, los libros infantiles se apilaban a la altura de mis rodillas.

Después llegó la primera partida agridulce. Molly dejó nuestro círculo mágico de lectura en la adolescencia temprana. Varios años más tarde, Paris también lo hizo. Phoebe fue la tercera en seguirles. Fue la decisión de Violet de dejarlo hace varios años, a los quince, lo que me empujó a escribir este libro. Mientras terminaba de escribirlo, vi las primeras señales vacilantes en Flora de estar preparándose para dejarlo también. Los libros infantiles siguen formando pilas en casa, pero pronto habré dejado de leérselos en voz alta a mis hijos. Sin embargo, lo que oís no es un sollozo contenido de desdicha o de nostalgia, sino el golpe seco del testigo que os estoy entregando.

La vida familiar puede ser frenética y agitada. A veces cuesta una barbaridad mantener a todo el mundo a flote, por no decir arrastrarlos hasta la balsa salvavidas de leerles en voz alta cuando es hora de ir a dormir. Pero es un esfuerzo que vale la pena, sobre todo en este momento en que casi todas las balsas salvavidas se bambolean en un mar inmenso y a menudo solitario de píxeles. Tanto los jóvenes como los viejos necesitamos lo que las lecturas en voz alta nos ofrecen. Si fuera Glinda,4 la Bruja Buena de El maravilloso mundo del mago de Oz, agitaría la varita mágica y les concedería este deseo a todos los hogares del mundo. Pero como no soy más que una simple mortal y no tengo una varita mágica, espero que este libro obre el persuasivo hechizo.


1. Kate DiCamillo, intercambio de correos mantenidos con la autora a inicios de 2015, citado en Meghan Cox Gurdon, «The Great Gift of Reading Aloud», Wall Street Journal, 10 de julio de 2015.

2. Catherine Steiner-Adair, The Big Disconnect: Protecting Childhood and Family Relationships in the Digital Age, Harper, Nueva York, 2013.

3. Virginia Woolf, Momentos del ser, citado en Goodreads, https://www.goodreads.com/work/quotes/900708-moments-of-being-autobiographical-writings

4. En El maravilloso mundo del mago de Oz, el clásico de L. Frank Baum de 1900, Glinda crea sus beneficiosos efectos sin una varita mágica. Pero como la mayoría de lectores la conocen sobre todo de la película de 1939 de la Metro-Goldwin-Mayer, en la que tiene una varita mágica, me he tomado la libertad de darle aquí también una.