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Gran Bonete (Cromañón)

«Señores jueces, ¿qué pasó en Cromañón? Esto me hace acordar al Gran Bonete: nadie se hace cargo.» Esa parte del alegato del fiscal Jorge López Lecube de junio de 2005 podría haber sido la conclusión de cualquiera que hubiera escuchado todas las voces que pasaron por ese juicio. Como en aquel juego en que los acusados señalan a otros como responsables de lo que se les acusa, cada uno de los imputados había dado su versión sobre las responsabilidades de la mayor tragedia no natural de la historia argentina, (1) en la que 194 personas —entre ellas, trece niños— murieron quemadas o por asfixia tras el incendio de un boliche, durante un recital. Las versiones fueron todas diferentes. Siguen siendo diferentes. Algunos señalaron al Estado porteño. Otros, al Estado nacional. Como en el Gran Bonete, se pasaban la pelota:

La justicia condenó a casi todos por lo sucedido en la noche más negra de la historia del rock argentino, en esa especie de galpón, de estructuras muy sólidas de cemento y hormigón, de la calle Bartolomé Mitre 3066. Era una planta baja, con entrepisos para invitados especiales, que desde ahí tenían mejor imagen de los shows. De rasgos minimalistas, casi la totalidad de sus 1.500 metros cuadrados estaba pintada de blanco. Los colores los ponían las banderas que llevaban los asistentes a cada espectáculo. Apenas se ingresaba al salón, después de atravesar el hall de entrada, había que girar a la izquierda para estar de frente al escenario. Detrás, la consola de sonido, el kiosco, y la barra principal de bebidas. A cada lado, perpendicular al escenario, los dos entrepisos. Al lado del boliche había un hotel, al que se podía acceder desde el entrepiso izquierdo y fue uno de los escapes para los que veían el recital desde la planta alta. Debajo de ese entrepiso, un portón de emergencia. Atrás del escenario había una puerta de acceso al estacionamiento del hotel, habilitada para las bandas y sus equipos.

Al barrio se lo conoce como «Once» porque la terminal ferroviaria de la zona, a media cuadra de Cromañón, frente a Plaza Miserere, lleva el nombre de «Once de Septiembre», como el mercado que por entonces quedaba cerca y se llamaba igual, inspirado en la «Revolución del 11 de septiembre», que independizó a la provincia de Buenos Aires. (2) Es céntrico y está repleto de servicios de transporte. Además del tren, por allí pasan decenas de líneas de colectivos y algunas líneas de subte. El título oficial del barrio es Balvanera, por la parroquia construida en el siglo XIX que todavía marca la frontera entre esa jurisdicción y San Cristóbal, hacia el sur. Recoleta es su límite norte y tiene, a los costados, los barrios de Almagro y Monserrat. Una de las características de Once es que está lleno de casas que venden cotillón al por mayor y es fácil suponer que, en ese fin de año, también se había vendido mucha pirotecnia por el barrio, para celebrar las fiestas.

El incendio se inició el 30 de diciembre de 2004, a la par del show del grupo de rock Callejeros, una banda que estaba por cumplir diez años de vida, surgida en la localidad bonaerense de Villa Celina. Tenían fanáticos, que los seguían a cada presentación en la ciudad y en el Gran Buenos Aires. Los grupos de fans tenían nombre: Los Invisibles, El Fondo No Fisura y La Familia Piojosa. Era el año más exitoso de la banda. Cuatro meses antes, Callejeros había llenado por primera vez dos shows en Obras Sanitarias —uno en estadio abierto y otro, cerrado— y había debutado en estadio en el Bajo Belgrano, en la cancha del club Excursionistas, para presentar su tercer disco de estudio, Rocanroles sin destino. Cromañón era para ellos un escenario más humilde, no tan ostentoso, con capacidad para 1.100 personas. Cuenta Camila Fabbri en su libro El día que apagaron la luz cómo era el ambiente antes de entrar en Cromañón: «Hay olor a choripán y paty, a porro, a cigarrillo industrial, a cerveza caliente derramada al costado del cordón de la vereda, a pis caliente de alguien que no aguantó, a plástico manoseado, a pelo sin shampoo, a saliva, a rastas fabricadas hace un verano».

Era jueves. El acceso al público se abrió cerca de las nueve de la noche. La justicia calculó luego que tres veces más gente que la permitida había pagado diez pesos la entrada para ver el recital. Hubo cacheos para evitar el ingreso de pirotecnia, porque una semana antes habían tenido que evacuar el galpón por un principio de incendio. En esa primera ocasión no hubo heridos. Ahora, después de esta tragedia, parece delirante, pero en ese momento era una costumbre entre los seguidores de la banda tirar fuegos artificiales o encender bengalas mientras veían el espectáculo, costumbre que era extensiva a varias bandas del ámbito local y que muchos aceptaban.

«¿Se van a portar bien?», preguntó el líder de Callejeros, Patricio Santos Fontanet, apenas se subió al escenario. El show empezó minutos después de las 22:40. Fue durante «Distinto», la primera canción del espectáculo, que algunos espectadores encendieron bengalas y cohetes tres tiros, que en lugar de mantener una llama encendida tiran tres fogonazos hacia arriba. No hubo tiempo de nada. Alguno de esos artefactos pirotécnicos impactó en el techo de República Cromañón y las postales cambiaron enseguida. El fuego golpeó la lona del techo: una media sombra, que resultó en exceso inflamable y su humo, muy tóxico. Caían chispas e incluso pedazos de esa lona. Todos sentían ese calor en los pulmones. Se apagó la luz. Corrieron con desesperación hacia alguna salida, chocándose entre sí, pisándose sin querer, en ese griterío negro, y algunos quedaron trabados al intentar escapar por la misma puerta. La salida de emergencia estaba cerrada y pudo abrirse recién ante la llegada de los bomberos. Hubo músicos y personal técnico que consiguieron salir por el estacionamiento.

Paredes arañadas, descascaradas, sangrantes. Destrozos. Negro. Más negro. Zapatillas tiradas y sucias de ceniza. Chicos sin remera y descalzos salían a tomar aire y volvían a entrar, a buscar a sus amigos. Conseguían sacarlos y entraban otra vez, para ayudar a otros. Hubo quienes consiguieron salir a tiempo y también quienes, cuando fueron sacados del lugar, ya no tenían posibilidad de sobrevivir. Los cadáveres se apilaban afuera, apenas iluminados de forma intermitente por las luces de ambulancias.

«Nunca fui a una guerra, pero era algo así. No sé, una confusión que hasta ahora es una película horrible. Me encontré con chicos tirados en la plaza, vomitando, llorando, papás llamando a los hijos, eso no me lo saco nunca de la cabeza. Chicos tirados en la boca de los subtes, que yo pensaba que estaban dormidos y había muchos que estaban muertos», contó Miri, una mujer que buscaba a su hijo Darío en medio de tan doloroso caos. (3)

Esa noche, el boliche se convirtió en la tumba de varias personas —los peritajes no pudieron precisar de cuántas—. El resto murió en la calle o en el hospital adonde fue trasladado. La principal causa de muerte fue la quemadura de las vías respiratorias por inhalación de gas caliente. Cualquiera que se haya interesado por lo que pasaba esa noche recuerda con claridad la imagen de la masacre, reflejada en cuerpos acumulados en el estacionamiento vecino y pibes con complicaciones respiratorias que eran asistidos en la puerta. El gerenciador del boliche, Omar Chabán, fue detenido al día siguiente. El entonces jefe de Gobierno porteño, Aníbal Ibarra, decretó tres días de duelo y prohibió que hubiera espectáculos y boliches abiertos durante esos días.

La justicia demoró en reconocer que no fueron 193 sino 194 los muertos por el hecho, al que algunos llaman «masacre». Es que todos los decesos, menos uno, ocurrieron dentro de las dos semanas posteriores. Gerardo Rossi, un trabajador de seguridad de la banda, se convirtió en el fallecido número 194 seis meses más tarde. Fue uno de los tantos que entraron y salieron varias veces para rescatar gente del incendio; estuvo internado desde entonces y murió en el Hospital Muñiz el 15 de junio de 2005. ¿El número total de heridos de la tragedia? «Al menos 1.432», consideró el Tribunal Oral Federal 24, el primero en dictar sentencia.

Casi 1.500 jóvenes sobrevivieron al incendio en Cromañón con heridas en el cuerpo. Otros cientos salieron del boliche con un poco más de facilidad, tampoco tanta. Ninguno terminó ileso. Muchos eran adolescentes o veinteañeros que ayudaron a rescatar gente de esa humareda y consiguieron sobrevivir al recuerdo y al dolor de saber que amigos y conocidos habían muerto ahí.

Desde ese fin de año de 2004, «Cromañón» empezó a usarse como adjetivo para describir cualquier espacio de dudosas condiciones de infraestructura y seguridad. Y también comenzó a ser un modo de describir aquellas situaciones en las que confluye una serie de elementos que funcionan mal. Si, en lugar de creer las versiones que se dieron por la tragedia, se sumaran una sobre otra, como hizo la justicia, podría decirse que esa noche del 30 de diciembre se dieron cita, cuanto menos, la falta de controles, las coimas, la ambición, la negligencia y la inconsciencia.

«Estos años me dieron madurez, un poco de resignación y el aprendizaje lógico para llevar la cicatriz de la pérdida, sabiendo que será un tatuaje imposible de borrar», lo dice Raúl Morales, padre de Martín y Santiago, sobrevivientes, y de Sofía, una adolescente que tenía 17 años cuando murió en la tragedia de Cromañón. Lo mismo que dice Morales lo podría haber dicho la mayoría de quienes perdieron a un ser querido en ese incendio. Tras el hecho, en diferentes etapas del proceso, más de diez agrupaciones de sobrevivientes y familiares de víctimas surgieron para pedir justicia y también para encontrar un lugar de pertenencia, un espacio donde sentirse comprendidos, reflejados, representados, acompañados. Están los que, como Raúl, creen que los músicos de Callejeros tienen responsabilidad por lo ocurrido en la discoteca. Otros piensan lo contrario. Todos siguen con esa herida abierta y planean, en cada aniversario, actividades conmemorativas en diferentes puntos de la ciudad.

Nilda Gómez, mamá de Mariano Alexis Benítez, fallecido en Cromañón, es una de las que más milita y hace visible su posición. Creó la asociación Familias por la Vida y considera que «no hubo forma de que los condenados probaran su supuesta inocencia». Desde 2016 y hasta fines de 2019, Nilda trabajó junto al entonces secretario de Derechos Humanos de la Nación Claudio Avruj y familiares de víctimas de otras tragedias para encontrar puntos en común en sus realidades. Gómez insiste en que «es necesario trabajar en las leyes para que dejen de ser tan garantistas».

Para Agustina Claramut, la historia es otra. Como sobreviviente y miembro fundadora de No Nos Cuenten Cromañón (NNCC), todo estaría en su lugar «si los músicos fueran absueltos y reconocidos como víctimas». Los miembros de NNCC lo definen como un grupo que lucha «por verdadera justicia» y que entiende que eso sería «que Cromañón no vuelva a ocurrir». Con esta última premisa, también existe la asociación civil Que No Se Repita, de la que forma parte Raúl Morales. Como Raúl, Agustina quiere ver a los responsables presos pero, a diferencia de él y de la justicia, deja afuera de la lista a los miembros de la banda y considera que «los medios de comunicación ayudaron mucho a que ellos fueran vistos como culpables», una mirada con la que los ex Callejeros también insisten.

Todas esas sensaciones compartidas y también las que los diferencian llevaron a los sobrevivientes más jóvenes a hacerse cargo de los actos conmemorativos en los últimos años, después de mucho desgaste para los adultos, esos padres que desde el comienzo habían tomado la manija de la lucha y se habían comprometido, de manera involuntaria, a ser la cara del dolor. Se había vuelto un clásico, por ejemplo, que los grupos más numerosos de familiares de víctimas participaran de una radio abierta y de la misa en la Catedral Metropolitana, que los primeros años era oficiada por el entonces cardenal Jorge Bergoglio, hoy papa Francisco. Pero los jóvenes sumaron actos, redactaron documentos, aliviaron a sus madres y padres, y contribuyeron a darles forma a los escombros y convertirlos en un santuario por fuera de lo que alguna vez fue el boliche. A tal punto la Plaza Miserere y esa zona del barrio de Balvanera quedaron condicionados por el recuerdo trágico, que la estación Once de la línea H de subte pasó a llamarse «30 de Diciembre» a pedido de algunos de estos grupos.

Concluye Diego Zenobi, en el libro Familia, política y emociones, que «las víctimas de Cromañón ponen en juego sus emociones, reflexiones, sus deseos y esperanzas, con la convicción de que, a través de la lucha, será posible alcanzar justicia para los chicos».

Sigue Raúl Morales: «Sentimos una inmensa gratitud con los jóvenes que se hacen cargo de la lucha, porque son los que estuvieron esa noche, los hermanos de los que estuvieron esa noche, los amigos de los que estuvieron esa noche». Dice su hijo Santiago: «Es una responsabilidad muy difícil pero estamos dispuestos a enfrentarla. Somos muchos y nos vamos hermanando. Hay diferencias porque pertenecemos a distintos grupos, pero el mensaje tiene que ser de unión. Hemos aprendido de las luchas de organismos de derechos humanos, que pelearon contra la dictadura que quería asesinar a la juventud. Para un sector de esos organismos, la victoria se logra con la democracia porque ya no hay dictadura. Y nosotros decimos que la victoria todavía no está, porque en democracia también se asesina».

Una sensación que persiguió a Santiago y a otros sobrevivientes desde entonces fue la culpa de haber sobrevivido. Adriana Magnoli, su mamá, reflexiona: «Los chicos no tienen por qué sentir culpa, pero pasa cuando se es un ser de bien. Lo comparo con Chabán, que se murió diciendo que hubiera hecho lo mismo. Nunca pudo hacerse responsable de nada». Solo en sus últimos días, con el delirio que le provocó un cáncer terminal y la medicación que tomaba por ello, Chabán pareció responsabilizarse de algo de lo ocurrido, aunque nunca frente a los familiares de las víctimas.

Silvia Bignami es la titular de Paso por la Memoria y madre de Julián Rozengardt, que tenía 18 años cuando se convirtió en uno de los 194 muertos. Para ella, «Cromañón es el hecho maldito del progresismo trucho argentino» y pone de ejemplo a Ibarra: «Que haya sido uno de los fiscales que juzgó a las Juntas (4) fue un hecho que a mucha gente le pesó al analizar esta causa, como si pedir que él fuera juzgado nos convirtiera a nosotros en golpistas».

Algunos testigos de la causa aseguraron que el baño de mujeres «estaba lleno de bebés, parecía un jardín de infantes», y que allí funcionaba una especie de guardería improvisada para que las tutoras de esos chicos pudieran ver el show tranquilas. Se inició una investigación al respecto y se concluyó que tal cosa no existió. (5)

Aunque hubo una causa judicial destinada a averiguarlo, no se supo quién tiró la candela que quemó el techo del local y que derivó en que se esparciera el humo que intoxicó a los presentes. Algunos testigos dijeron haber visto a un niño de 8 años en los hombros de una persona mayor con pirotecnia en su mano, mientras que otros aseguraron que la bengala fue encendida por tres jóvenes. También hubo quienes dijeron que la candela había sido arrojada por «un joven de unos 20 años». José Iglesias, abogado de la querella más masiva y padre de Pedro, muerto ese día a los 19 años, tuvo que escuchar la versión de una testigo que identificaba a su hijo como el lanzador de la bengala. Iglesias consideró en su momento que se trataba de una operación impulsada por Ibarra para desviar la atención. Lo interpeló ante la prensa: «Cruzaste un límite, Aníbal. Ensuciaste la memoria de mi hijo. Eso no te lo perdono».

Como jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Aníbal Ibarra recibió acusaciones y actos de repudio de parte de aquellos familiares de víctimas que lo hacían responsable; sin embargo, fue sobreseído apenas comenzados los procesos judiciales. Lo que sí pagó fue un costo político: la Legislatura de la Ciudad lo destituyó del cargo un año y medio más tarde en lo que él calificó como «un golpe institucional» de su vicejefe Jorge Telerman junto a la entonces oposición local, el macrismo. Hoy dice: «En Cromañón, la corrupción fue de la policía, no de los funcionarios», y analiza tres patas sobre el caso: «La de Cromañón es una causa con particularidades distintas a otras tragedias conocidas. Primero, porque se trataba de un ámbito privado, a diferencia del tren de Once o de la escuela de Moreno. Segundo, porque hubo gente tirando bengalas. Si eso pasa en un ascensor, también se produce una tragedia. Y a eso se sumó el candado en una de las puertas de salida. Era un grupo bengalero en un lugar cerrado. Es una descripción, no un análisis moral: yo hice cosas más arriesgadas», dice, pero prefiere no detallar.

Para este libro, Ibarra defiende su decisión de no haber ido al lugar la noche del incendio —«elegí ponerme al frente de la organización de la estructura de la ciudad, durante dos días no dormí; igual hoy, con el diario del lunes y todas las críticas que recibí, probaría ir a ver qué pasa»— y cree que «en cualquier lugar donde tiraran bengalas, hubiera ocurrido lo mismo». También piensa que, en este hecho, «la corrupción tuvo un rol central pero fue de funcionarios policiales. Dejaron pasar bengalas y que se dispararan adentro. Había el triple de personas de lo que estaba permitido y ellos miraron para el costado porque les daban plata. Tenían la obligación de evitarlo. Los únicos que no fueron condenados ni acusados por hechos de corrupción fueron los funcionarios de la ciudad. Que se disparen bengalas no tiene que ver con una inspección previa, sino con que la policía las deje pasar. El patrullero que estaba en la puerta de Cromañón esa noche, y casi todas las noches, estaba para que no se cagaran a trompadas en la puerta. Para eso el lugar arreglaba con la comisaría. Pero no para controlar algo. De hecho, cuando empezó el incendio, los policías se fueron del lugar. Se fueron del susto. Pero no hubo funcionarios porteños coimeados».

Es cierto que ninguno de los miembros de su equipo fue condenado por corrupción, pero tres de ellos recibieron penas de prisión por omisión de los deberes de funcionario público: Fabiana Fiszbin, ex subsecretaria de Control Comunal; Gustavo Torres, ex director general de Fiscalización y Control, y Ana María Fernández, ex directora adjunta de Fiscalización y Control del Gobierno de la Ciudad. Pero además, aunque falta que el fallo quede firme porque está bajo revisión, el inspector del gobierno porteño Roberto Calderini, de 57 años, fue sentenciado en 2016 en primera instancia a 4 años y 4 meses de prisión e inhabilitado por 10 años para desempeñar cargos públicos por haber cobrado coimas para autorizar Cromañón con planos falsos, según resolvió el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 porteño.

En los años que le siguieron a la tragedia, el ex director de Fiscalización Gustavo Torres no habló con la prensa y sus primeros días de detención los pasó en un neuropsiquiátrico. Según su defensa, nunca pudo recomponerse de haber sido señalado como responsable. Durante una indagatoria, adelantó la posición que mantendría hasta el final: que no tuvo conocimiento de irregularidades en ningún boliche de la ciudad ni de ninguna acción administrativa vinculada a Cromañón. Fiszbin, su jefa en el cargo, también se mantuvo alejada de la prensa, a excepción de un día de mayo de 2011, cuando decidió dar algunas entrevistas, tras haber sido condenada a 4 años de prisión. Una de ellas fue al diario Tiempo Argentino, donde le dijo a la autora de este libro: «Por lo que pasó esa noche, los ex funcionarios no tuvimos ninguna responsabilidad que tenga que ver con la justicia».

Fiszbin se enteró de la tragedia cuando estaba en Brasil, de licencia, junto a quien era su marido hacía veinticuatro años y sus hijos de 9 y 13. «Necesitaban a su mamá y yo venía de dos años sin vacaciones. Pero alguien me avisó de la situación y viajé desesperada. Era fin de año, no había vuelos. Volví en un chárter, sola, llorando. Sentía que tenía que estar acá. Si hubiera podido, hubiera estado ahí adentro. Si hubiera estado el día de los hechos, hubiera ido al lugar a ayudar. Porque así soy yo. El Estado tenía que estar acompañando esa tragedia, sin dudas», consideró.

—¿Qué opina acerca de que el jefe de Gobierno no haya ido esa noche?

—Que conteste Ibarra. Yo llegué a Buenos Aires el 2 de enero y lo primero que hice fue ir a ver al secretario (de Seguridad, Juan Carlos López), que ya había renunciado, entonces no me quedó otra que poner mi renuncia a disposición.

—¿Le pareció mal renunciar?

—Claro. Había que acompañar a los familiares, contenerlos. No tuve posibilidad. Se instaló una condena mediática tan fuerte que era muy complicado acercarme. Me hubiera encantado. Y a partir de ese día me desvinculé absolutamente de la política.

Fiszbin estuvo presa desde diciembre de 2012 hasta agosto de 2014 pero la justicia la hizo permanecer detenida en Ezeiza otra vez en 2016. Esa segunda detención duró apenas un mes y diecisiete días porque consiguió reducir su pena al presentar comprobantes de que en su encierro anterior había realizado varios cursos intramuros: guitarra, canto, muñequería, marroquinería, programador de sistemas, reparador y operador de PC, y Word para oficinas.

Apenas dejó el cargo, la ex funcionaria, ex docente de enseñanza primaria y licenciada en Psicología entró en tratamiento psiquiátrico y bajó diez kilos. La versión que tiene sobre la tragedia es que «el local tenía habilitación» y que la Policía Federal era la responsable de que no entrara más gente de la permitida. Profesionales de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires hicieron un peritaje tras el cual aseguraron que las superficies de las entradas y salidas declaradas en los planos para la habilitación del local eran mayores a las reales.

«No se demostraron coimas a los funcionarios pero sí a los que estaban en la comisaría de la zona», dice Fiszbin. Y por eso diferencia entre lo que cree que le corresponde y lo que no: «Me pueden hablar de responsabilidad política, si se hicieron pocas o muchas inspecciones, si los controles fueron eficientes. Discutamos eso, pero no es del orden de la justicia. De los 48 testigos, hubo 46 que dijeron que sí se inspeccionaban los locales. Había 5 direcciones y una se ocupaba de 250 mil locales».

Cuenta Fiszbin que, al asumir el cargo en diciembre de 2003, quedaban 12 de 300 inspectores, «porque hubo un desmantelamiento de la Dirección a partir de hechos de corrupción». En una nueva convocatoria para esos cargos, se les solicitaba título profesional habilitante y cuatro años de ejercicio en la profesión. «Había que capacitarlos. En diciembre de 2004, había 123 inspectores con credencial y 75 más que salían con los acreditados».

Para la ex funcionaria, «la política usó la tragedia y no le interesó buscar la verdad. Eso benefició a muchos. Hasta a los propios». Cree que los tres ex funcionarios condenados resultaron un chivo expiatorio y que «se intenta castigar a aquellos que se enriquecieron, pero estos tres funcionarios somos poligrillos de cuarta. Los jueces les tienen miedo a los familiares de las víctimas, que tienen todo el derecho a lo que quieran porque con ese dolor no se juega, pero la justicia no puede hacer eso».

Contra todos los cuestionamientos que surgieron por su tarea, la ex funcionaria considera que estaba «absolutamente» capacitada para el cargo: «Fue un año de gestión pero el proyecto era por cuatro. Estamos hablando de una tragedia que se llevó puestos a un montón de chicos. La gestión pública tiene procesos que se desarrollan en el tiempo».

Coincide con Ibarra en que «si hoy se tiran bengalas con la puerta cerrada, pasa lo mismo» y agrega: «Yo no tenía conocimiento de lo que allí pasaba. La responsabilidad es de los que estuvieron y tenían dominio sobre la situación. Si ellos no pudieron hacer nada, no se puede vincular al funcionario que eventualmente tendría que haber ido a inspeccionar, cuando la norma no lo establece así. ¿Esto pasó porque no se inspeccionó? Me parece una locura. Lo que pasó era impensado».

Con quien Fiszbin no coincide tanto es con Ana María Fernández, la funcionaria de menor rango de los tres condenados, de cuyas declaraciones judiciales dice: «Creo que al principio el miedo le jugó una mala pasada. Dio manotazos de ahogado, dijo que no estaba bien en el cargo, que ocupaba un cargo menor. Intentó desvincularse».

Fernández es abogada y licenciada en Relaciones Internacionales. Era la primera vez que trabajaba para el Gobierno de la Ciudad. Cuando le ofrecieron el cargo, formaba parte de un pequeño partido (Partido de la Ciudad). «Me gustan los desafíos, y este lo era. Me ofrecían reformular un área (la Dirección General de Verificación y Control) que había sido denominada por Ibarra como “un focazo de corrupción” y la había disuelto en 2003, sacando a las 500 personas (300 inspectores y 200 administrativos) que tenían la función de inspeccionar en la ciudad los locales comerciales, industriales y de servicios. A esos 500 los reemplazó con 25, y la mitad renunció.»

Entró en enero de 2004 como coordinadora de la Unidad Polivalente de Inspecciones (UPI). «No había sistema operativo, espacio físico, era una situación muy difícil. Estuve ocho meses. Incrementamos un 140% las inspecciones en locales de baile, concretamos 73 clausuras cuando con la gestión de 500 empleados solo habían hecho tres, e inspeccionamos casi el 70% del listado de locales de baile», defiende, aunque también reconoce que no alcanzaba: «Lo dicen los informes de la Auditoría General de la Ciudad, que ya consideraba insuficiente que hubiera 500. Durante mi gestión, llegamos a tener 66 inspectores. Me estaba pasando por encima todo. Era imposible llegar a todas las denuncias. Mandé una nota a mi superior (Fiszbin), en abril de 2004, y le expliqué que no dábamos abasto. Quizá la respuesta fue que empezaron a entrar inspectores, lentamente».

En la mirada de Fernández, «no puede ser que en este país alguien que fue honesto, que trabajó 12 horas por día, reciba de pago la cárcel» y dice que, cuando era funcionaria, se negaba a comer en restaurantes porteños porque era la encargada de revisarlos: «Veníamos a modificar ese concepto de la corrupción en los inspectores, que estaba tan arraigado».

Decidió hablar tras haber recuperado la libertad, en 2014. La ex directora adjunta de Fiscalización de la Ciudad cumplió el último año de prisión en su domicilio por ser madre de un hijo menor de 5 años, Bautista. Pero lograr eso le llevó tiempo y desgaste. Primero cumplió condena en el Penal de Ezeiza en compañía de su hijo, que era un bebé de apenas seis meses. «Estar con mi bebé en el penal fue lo más difícil que me tocó transitar en la vida. Al entrar al pabellón, la cumbia levantaba los techos. Era ensordecedora. Había gritos, violencia. Pero Bauti es un gladiador. Y tuve la fortuna de que mucha gente se puso a trabajar para ayudarnos», recuerda la ex funcionaria.

Por ser lesbiana, por haberse casado con una mujer y porque su hijo estaba inscripto bajo la tutela de ambas madres, el Tribunal Oral en lo Criminal 24 y la Cámara Federal de Casación Penal le habían denegado el arresto domiciliario a Fernández, con el argumento de que el niño podía ser cuidado en el hogar por su otra progenitora, a pesar de que la Ley de Matrimonio Igualitario protege en igualdad de condiciones a parejas heterosexuales y homosexuales y que la prisión domiciliaria había sido extendida en 2009 a las mujeres embarazadas o con hijos menores de 5 años. Bautista fue el primer bebé que logró ser anotado con sus dos apellidos maternos en la ciudad de Buenos Aires. Su primer año de vida lo pasó casi completo dentro de la Unidad 31, donde cada mañana un celador lo llevaba al jardín de infantes del penal.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación fue la encargada de revertir los dos fallos judiciales que consideraban que el chico tenía otra mamá que podía hacerse cargo de él, en referencia a Gabriela Aguad, esposa de Fernández, que podía cuidarlo pero no lo amamantaba. Su defensa sostuvo que la habían discriminado por su homosexualidad y que se la debía compensar por ello y por los perjuicios causados en los siete meses que pasó con el bebé en el penal. En 2015, la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal entendió que correspondía reducir ocho meses la condena y quedó en libertad. «Del Tribunal 24 recibí una sentencia claramente homofóbica. Fue la justicia la que dejó sin efecto la Ley de Matrimonio Igualitario. Hacía más de veinte años que Gabriela y yo estábamos juntas. Decidimos casarnos antes del nacimiento de Bauti, casi exclusivamente para que él y Gabriela tuvieran los derechos que la ley les brindaba. Finalmente fue un error porque el tribunal no hubiese podido decir que Bauti tenía dos madres si yo hubiera sido madre soltera para la ley», detalla Fernández.

Los tres funcionarios ya cumplieron sus condenas. Habían recibido penas de prisión en distintas instancias judiciales, pero no en todas. En el primer fallo del Tribunal Oral Criminal 24, (6) fueron absueltos los músicos de Callejeros, el ex comisario de la seccional séptima Miguel Ángel Belay y el ex director adjunto de control comunal del gobierno porteño Gustavo Torres. Los condenados: Omar Chabán, gerenciador del boliche (20 años de prisión); el ex subcomisario Carlos Díaz (18); el mánager de la banda, Diego Argañaraz (18), todos ellos por «estrago doloso y cohecho», y Raúl Villarreal, mano derecha de Chabán, obtuvo prisión en suspenso por cohecho, igual que las ex funcionarias Fabiana Fiszbin y Ana María Fernández, por «incumplimiento de los deberes de funcionario público». Además, el tribunal reconoció una responsabilidad del Estado nacional y el de la Ciudad, no solo por el accionar errático de la Policía Federal sino también por la demora en el hallazgo del cadáver de una de las víctimas del incendio, María Sol Urcullu, de 21 años, estudiante de Trabajo Social en la Universidad de Lomas de Zamora. Dos veces sus padres tuvieron que reconocer el cuerpo porque el cadáver se había extraviado. La justicia dispuso una indemnización de 121.600 pesos para la familia.

En 2011 llegó el fallo de la Sala III de la Cámara de Casación Penal, que cambió la calificación legal: en lugar de condenar a los imputados por lo mismo que el primer tribunal, que era estrago doloso —es decir, una masacre intencional—, se decidió juzgar a todos por «incendio culposo». Casación consideró culpables a los mismos imputados que el Tribunal 24 y también a los músicos y les pidió a esos jueces de primera instancia que fijaran nuevas penas con este cambio de criterio.

El tribunal, entonces, dictó 8 años de cárcel para Chabán, 6 para el subcomisario Díaz y también 6 para Villarreal. Y les dio 5 años a Patricio Fontanet (líder de Callejeros) y a Argañaraz —a quien antes le habían dado 18, como único condenado de la banda—; 4 años para el baterista Eduardo Vásquez y la ex funcionaria Fiszbin; 3 años y 9 meses para Gustavo Torres; 3 años y medio para la ex funcionaria Fernández; 3 años para los músicos Christian Torrejón y Juan Carbone; 2 años y medio para los músicos Maximiliano Djerfy y Elio Delgado, y 2 años para el escenógrafo Daniel Cardell.

En 2012, la Cámara revisó las penas y las subió: fijó 10 años y 9 meses para Chabán y 7 para Fontanet. Vázquez pasó de 4 a 6 años, y el resto de los miembros de la banda fue condenado a 5 años. Al escenógrafo Cardell, de 2 años le quedó en 3. El subcomisario Díaz pasó de una pena de 6 años a una de 8 e inhabilitación perpetua. La Sala III ordenó la detención de los condenados porque dijo que eran penas de cumplimiento efectivo. Todos fueron a prisión. Mientras tanto, los abogados apelaron la medida con el argumento de que, al no haber sido juzgados dos veces por el mismo delito como indica la ley, (7) faltaba una nueva sentencia por incendio culposo. Las penas quedaron un tiempo en suspenso.

En 2014, la Corte Suprema les dio la razón a los condenados y dijo que, en efecto, merecían una nueva sentencia. Mientras esperaban esa sentencia, todos los condenados fueron excarcelados —menos el subcomisario, que no obtuvo ningún beneficio judicial, y el baterista Eduardo Vásquez, por haber sido condenado además a prisión perpetua por haber asesinado a su pareja Wanda Taddei, al prenderla fuego cinco años después de Cromañón, en lo que todavía la legislación no llamaba «femicidio»—. Esa posibilidad de salir resultó, para los condenados, un arma de doble filo.

Dos años después, las condenas se confirmaron, y los que todavía debían parte de su cumplimiento tuvieron que volver a prisión, algo que la Corte dejó firme, sin lugar para nuevas apelaciones. Todos los imputados —músicos, organizadores y ex funcionarios— coinciden sin dudar en lo difícil que fue el regreso a la cárcel tras haber recuperado sus vidas, incluso más que la primera vez. Creyeron que no volverían. Los recursos judiciales que les habían sido favorables terminaron conspirando en su contra.

Luis Gastón Lamas tocó la noche de la tragedia como miembro de Ojo Loco, la banda soporte. Hoy es baterista de Don Osvaldo, el nuevo grupo con el nombre de Pugliese que integran los ex Callejeros Patricio Fontanet y Cristian Torrejón. La defensa que Lamas hace de la banda tiene que ver con que «no es serio encargarle a un grupo de músicos que te cuiden» y asegura: «Si vuelve todo atrás, vuelvo a tocar en Cromañón porque estaba habilitado. Si no, no hubiera llevado a mi familia». (8) A Luis ahora le cuesta estar en lugares cerrados, celebraciones, espacios con poca luz. «No es fácil. Yo lo miro como una tragedia, no como una masacre. Lo que pasó nos interpeló a todos como sociedad», dice.

El 30 de diciembre de 2004, Pablo Pettinaroli tenía 21 años recién cumplidos. Iba seguido a ver recitales de Callejeros y también a Cromañón, donde había disfrutado de shows de Intoxicados y Viticus. Esa noche fue con su hermana y amigos. «Una semana más tarde, acompañaba en el hospital a uno de mis amigos, que había quedado internado, y tuvimos que apagar la tele al darnos cuenta de que se estaba señalando el sector equivocado», recuerda y da detalles: «Estaban culpando a la banda y a la gente que, dentro de todas las responsabilidades, eran la voz más débil. En todo caso, tenían responsabilidad moral, pero no penal».

El escenógrafo Daniel Horacio Cardell cree que «la sociedad no aprendió nada de Cromañón. Tampoco con el tema de las bengalas». (9) Aunque fue el primero de los condenados en quedar libre, sintió que recuperaba la libertad recién cuando salieron sus ex compañeros. Lo condenaron a 3 años, pero por «buena conducta» lo dejaron salir tras ocho meses de prisión en el penal de Ezeiza. Había trabajado en la estética de la banda desde el año 2000, cuando eran todos vecinos de Tapiales, en el partido bonaerense de La Matanza, mientras él era repositor en un supermercado y estudiaba arte en el barrio porteño de La Boca.

«Los familiares de víctimas fueron tan manipulados como nosotros», dice, y considera, al igual que los músicos, que «el Estado tiene una responsabilidad ineludible en Cromañón». Amplía Cardell, en involuntaria coincidencia con Fiszbin: «Tiene responsabilidad todo aquel que podía haber hecho que esto no ocurriese. No creo que un presidente —por entonces Néstor Kirchner— tuviera que ocuparse de un boliche. Nosotros no fuimos a un lugar escondido. Fuimos a un lugar que estaba publicado, donde tocaban bandas todas las semanas. La organización la tenía Omar Chabán. Nosotros teníamos la impresión de entradas pero todo pautado con Omar, que se manejaba de la misma manera que los demás. Al otro día del hecho clausuraron toda la ciudad. Chabán era uno más. A los familiares que nos critican nunca los vi como enemigos. El tema es la utilización del dolor. A gente que tenía un dolor gigante se la trató de manipular. Los medios responden a algo. Eso es intencional. Nada de lo que pasó en torno a esto fue inocente».

De los condenados, el último en obtener la libertad fue el cantante de Callejeros, aunque es condicional hasta 2021. Patricio Rogelio Santos Fontanet tenía 25 años cuando la tragedia cambió su vida. Mariana Sirota, su novia en esos días, murió dos semanas después en el Sanatorio de la Trinidad «como consecuencia de la inhalación de gases tóxicos en el incendio del local», según Germán Fernández, entonces titular del SAME (Sistema de Atención Médica de Emergencias). Susana, mamá de Pato, debió ser internada en el hospital Ramos Mejía por múltiples quemaduras. Luego se recuperó y fue una activa defensora de los músicos.

Callejeros volvió a tocar después de Cromañón, a pesar de la resistencia de algunos sobrevivientes y familiares de víctimas. Con el apoyo de otros grupos de sobrevivientes que los reivindicaban, a mediados de 2006, se subieron al escenario de un show de la banda Jóvenes Pordioseros. A partir de ahí, armaron algunas presentaciones con poca anticipación o sin anuncio por las polémicas que se generaban alrededor.

En 2010, la banda anunció su disolución definitiva, tras varias crisis entre sus integrantes y a casi seis años de la tragedia. Durante el proceso, los guitarristas Maximiliano Djerfy y Elio Delgado ya habían dejado la banda y hasta tomado distintas estrategias judiciales, y el saxofonista Juan Carbone armó el grupo de tango Perfil Bajo. En el mismo comunicado del anuncio, Fontanet reveló el lanzamiento de su nueva banda, Casi Justicia Social, con un logo que invitaba a una asociación con la banda que se disolvía. Luego la banda nueva se convertiría en Don Osvaldo.

Además de Fontanet en voz, Don Osvaldo forma con Christian Torrejón (bajo), Álvaro «Pedi» Puentes (guitarra y coros), Abel «Crispín» Pedrello (guitarra) y Luis Lamas (batería), todos sobrevivientes de Cromañón. Colabora en percusión Juano Falcone, nieto de Estela de Carlotto. (10) Hasta su libertad total, Fontanet debe pedir permiso a la justicia cada vez que toca con su banda y debe mostrar las condiciones de seguridad de la organización.

Dice Pato: «Creo que es importante que toquemos. Yo no dudé por las críticas ni por los cuestionamientos. Comparto el dolor pero no comparto la postura. No podemos dejar de lado todo un trabajo, todo un mensaje, toda una obra. Me parece que es importante que eso siga, vivamos o no vivamos de esto. Yo quería dejar de tocar porque al otro día de Cromañón no quería saber más nada. No quería nada, no quería vivir. Fue muy fuerte Cromañón. Fue creo que uno de los peores años de mi vida, lejos. Nada se compara. Nos pasó por arriba. Creo que fue un poco la sensación que nos quedó a todos los que estuvimos en el lugar. Fue como muy fuerte. Era algo que te aplastaba. Había que hacer fuerza todos los días para levantarse, para hacer cosas. Y es rarísimo pero, si no nos hubiesen metido en la causa judicial, no sé qué hubiese sido de nosotros. Al meternos en la causa judicial, nos empezaron a pinchar el culo para que nos levantáramos de la cama. Una cagada pero fue lo que nos motivó a levantarnos todos los días para hacer cosas. Ese 2005, ante tanta adversidad, cuando nos procesan por estrago doloso y teníamos ya la posibilidad cierta de ir en cana, con un procesamiento que iba de 8 a 25 años, si hasta ahí veníamos con cierto convencimiento de que teníamos que volver a tocar, eso nos terminó de despertar. De 2006 no tengo malos recuerdos, por ejemplo. Fue el año en que grabamos, volvimos a tocar, y a partir de ahí comenzamos a recomponer nuestra vida. Obviamente, al no hacer un tratamiento serio, en un momento te caés. Yo ya venía mal hacía tres años y el 2010 me terminó de arruinar. Cada tanto, se complicaba todo. A partir de llegar a Ezeiza, fue mejorando cada vez más la cosa. A esta altura del partido, ya estamos viendo las cosas desde otro lugar. Nos sigue doliendo lo que pasó pero estamos mucho más parados que en ese momento. Estamos con la cabeza en otro lado. Yo dos veces por semana sigo haciendo terapia. Entre eso, la familia y la música yo creo que lo único que tenemos que hacer ahora es seguir construyendo, es el único laburo que nos queda».

En diciembre de 2012, pocos días antes de que se cumplieran ocho años del incendio, Patricio estaba viajando en auto a Córdoba con amigos para pasar las fiestas con su pareja, Estefanía Miguel, y Homero, hijo de ambos, de tan solo dos meses. En el camino, se enteró de que la Cámara de Casación Penal había decidido negarles a los condenados los recursos de queja que habían presentado ante la justicia y que debían cumplir sus penas en prisión. Fontanet estaba en tratamiento psiquiátrico ambulatorio, que incluía sesiones terapéuticas tres veces por semana y medicación. Al enterarse de la noticia, tuvo una crisis. Su nuevo mánager, José Palazzo, contó que el músico «hablaba solo y estaba muy disperso». Por eso decidió acompañarlo hasta la clínica psiquiátrica Morra, en el barrio Urca de la capital cordobesa, adonde había estado internado unos meses atrás y donde luego pasó los primeros meses de prisión hasta su traslado al penal de Ezeiza, en junio de 2013, y quedó alojado en el pabellón del Programa Interministerial de Salud Mental Argentino (PRISMA). Un año más tarde, la Corte permitió la liberación de varios condenados por entender que el fallo aún no estaba firme. Fontanet fue de los que salieron pero en 2015 tuvo que volver.

Llegó a tomar 15 pastillas diarias como parte del tratamiento psiquiátrico que creyó que nunca terminaría. De a poco consiguió reducir las dosis hasta no necesitar más medicación. Lo que no consiguió abandonar fue la adicción a los cigarrillos negros Parisiennes, vicio que descubrió en prisión. «Estar en la cárcel me activó. Me dio la posibilidad de empezar a trabajar de nuevo. Eso me hizo re bien. Y después empezar a tocar de vuelta la guitarra, de vuelta a grabar. Es malísimo estar preso. En la jerga se dice “estar preso de onda”. Cuando estás preso de onda duele más. Porque, si vos te la mandaste, y bueno, te iba a tocar, papu. Pero cuando estás de onda es raro. Y creo que el tema del trabajo me ayudó muchísimo, volver a activar la cabeza. Obviamente quería salir. Llega un momento en que es aburrido estar preso. Les reconozco a los guardiacárceles que no se han portado mal. Pero sobre todo a los presos. Por una cuestión de empatía, uno tiene más empatía con el preso. Hubo gente que me ayudó muchísimo, sobre todo con escucharme», cuenta el músico.

Desde su salida definitiva del penal, en mayo de 2018, se resistió a hablar con los medios. Pero antes, el año que estuvo afuera, sin saber si volvería o no a entrar a prisión, dio notas en la sala de ensayo de Villa Celina, partido de La Matanza, junto a sus compañeros de la banda nueva. Ahí reconoció que, post Cromañón, hubo distintos replanteos sobre lo ocurrido aunque también fue contundente en su punto de vista: «La principal responsabilidad está en la ausencia del Estado. El dueño del lugar (Rafael Levy) lo obligaba a Chabán a hacer cosas y se supone que había controles. Hasta entonces, yo solo tenía agradecimiento para Chabán. Después, como no teníamos un contrato firmado, desconoció lo hablado y trató de zafar. Si hubiera aclarado nuestra situación, lo hubiéramos ayudado, por lo que hizo por el rock nacional».

Un argumento que se repite entre los músicos tiene que ver con la presión que consideran que los medios de comunicación ejercen sobre la sociedad y la justicia. Patricio sostiene: «La justicia está condicionada en esta causa. Si se ajustaran a derecho, si la discusión fuera jurídica, tendríamos que estar absueltos, porque no hay pruebas de que hayamos cometido algún delito. Yo puedo cuestionar el comportamiento de determinado juez pero eso no quiere decir que no entienda que ese juez lee el diario, prende un canal de noticias, recibe órdenes. Está condicionado por los medios y por aquel que quiere que la discusión se desvirtúe y se vaya para otro lado. El que pone la plata. Yo no sé. Hay alguien acá que ha operado todos estos años. No es muy difícil darse cuenta: Policía Federal Argentina, Bomberos de la Federal, Ministerio del Interior, inspectores del Gobierno de la Ciudad, Gobierno de la Ciudad. Por ahí podés empezar a buscar».

¿Y qué cosas se replantea Fontanet? «En un momento las bengalas me empezaron a romper las pelotas, pero es cierto que nunca me fui corriendo. Igual lo de Cromañón no fue una bengala revoleada. Eso quizá nos hubiera dado la chance de entender que había un riesgo. Acá un pibe usó una candela, que es para el aire libre. Apuntó al techo y la prendió, seguramente sin querer. Eso puede volver a pasar.» El ex líder de Callejeros asegura que nunca vio la habilitación de un lugar: «Y creo que nos vamos a morir sin ver una. No sé cómo es una habilitación. No trabajo de eso. No tengo idea. Pero no es que lo hago a propósito. Si yo no me dedico a hacer lo que tengo que hacer, lo que tengo que hacer sale mal. ¿De qué trabajan el inspector municipal, el policía y el bombero? Vos te estás rompiendo el orto haciendo lo que hacés y ves que esta gente está cobrando plata, que es plata pública, que es plata que sale de la contribución de todos los ciudadanos, y con esa plata ¿qué hacen? Porque no trabajan. No controlan absolutamente nada. Ni antes de Cromañón ni después de Cromañón».

Fontanet y Torrejón son los únicos que siguen tocando juntos desde la tragedia y que, además, tocaban juntos antes de Callejeros. Esa banda se completaba con Diego Argañaraz (mánager), Eduardo Vásquez (baterista), Juan Alberto Carbone (saxo), Maximiliano Djerfy (guitarrista), Elio Delgado (guitarrista) y Daniel Cardell (escenógrafo), todos condenados por Cromañón.

El guitarrista Djerfy contó que recién pudo duelar a los cinco familiares que perdió en la tragedia cuando decidió mudarse y encerrarse en una habitación con un cuadro grande de telgopor, lleno de fotos de los primos y tíos que murieron en el boliche. Al papá lo mantuvo vivo porque él mismo consiguió sacarlo del incendio. Al irse de la banda, le dijo a la prensa que los Callejeros le habían soltado la mano y aseguró: «De los músicos, el único que debería ir preso es Fontanet. Cada vez que se organizaba un show, él y Diego Argañaraz arreglaban y después nos preguntaban qué nos parecía. Pero la decisión ya estaba tomada: el resto de la banda, los cinco, éramos los boludos. Ellos estaban entongados». (11) Tiempo después, bajó el tono. Sus últimos meses preso los pasó en su domicilio porque, como hijo único, debía hacerse cargo de los padres. Antes de eso, cuando se enteró de que debía volver a prisión, enojado con la decisión judicial, dio una entrevista a Vorterix Radio y dijo: «Los únicos giles que estamos ahí presos somos nosotros. Este país funciona así, alguien tiene que pagar. Yo ya me vengo haciendo la cabeza. No tienen ganas de ver qué es lo que pasó. Encima, los padres, buscaron venganza y no justicia. Y lo consiguieron. Algunos están cobrando del Gobierno. Están cobrando un dinero por mes». En rigor, se refiere a una decisión del gobierno porteño publicada en el Boletín Oficial en junio de 2005, a través de la cual se lanzó un subsidio a sobrevivientes y familiares de víctimas de Cromañón que estuvieran en situación de vulnerabilidad. Era un pago de siete cuotas mensuales de 1.200 pesos a familiares por cada persona muerta en la tragedia y de siete cuotas mensuales de 600 pesos cada una para quienes hubieran sufrido afecciones físicas o psicológicas. Cada vez que vencía el plazo, la medida era prorrogada por decreto en los distintos gobiernos y actualizado su valor, hasta que, en 2013, la Legislatura de la Ciudad sancionó la ley 4.786, que perdía vigencia a finales de 2018 y tenía la misma finalidad. En 2018, la Legislatura aprobó por unanimidad otra ampliación de la normativa que permite que familiares de víctimas fatales y sobrevivientes de Cromañón perciban por tres años más un subsidio mensual de entre 6.000 y 11.000 pesos y actualizables según el Índice de Precios al Consumidor de la Ciudad. La medida les garantiza el acceso a asistencia médica, tratamientos y la medicación que requieran.

En esa lucha de familiares y sobrevivientes por advertir que la tragedia de Cromañón podía repetirse, surgió una nueva fecha imborrable: 10 de septiembre de 2010. Con casi tres años de Mauricio Macri como jefe de Gobierno de la Ciudad, colapsó el entrepiso del boliche porteño Beara, en Scalabrini Ortiz al 1600. Como consecuencia murieron Ariana Lizarraga, de 21 años, y Paula Provedo, de 20, y varias personas sufrieron lesiones graves. «Lamentablemente, seguimos en la misma situación», concluye Fontanet. En diciembre de 2018, la Sala VII de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional confirmó los procesamientos de cuatro policías y de cinco empresarios (Juan Carlos María Yun, Agustín Dobrila, Roberto Martín Kattan Coria, Ronaldo Fliess, Ivan Andrés Fliess) y del encargado del local Agustín de Grazia, quienes formaban la sociedad El Viejo Sabio S.A., que regenteaba Beara.

Los comisarios Rodolfo Nicolás Cabezas y Luis Eduardo Acosta, el subcomisario Julio Alfredo González y el sargento Gustavo Flaminio ya habían sido procesados en primera instancia por «homicidio culposo agravado por el número de víctimas; lesiones culposas graves y leves; y cohecho pasivo». La nueva resolución del Juzgado Criminal y Correccional Nº 45 dice que los imputados recibieron sobornos mensuales entre 2007 y 2010 por parte de los empresarios de Beara y que el objetivo de esos pagos era permitir que funcionara para más usos que los habilitados.

La causa tiene quince imputados en la etapa de juicio oral, acusados de «estrago doloso por derrumbe de edificio agravado por haber causado la muerte de dos personas». Los socios de Beara también fueron acusados por pagar coimas (cohecho activo) y hay ex funcionarios del gobierno porteño que deben responder por la imputación de cohecho pasivo —haberlas recibido—. Son el ex titular de la Dirección de Habilitaciones, Martín Diego Farrell; los jefes de Habilitaciones Especiales y Esparcimiento, Pablo Damián Saikauskas y Norberto Juan Cassano; el perito verificador de Habilitaciones, arquitecto Isaac Rasdolsky; el inspector municipal Carlos Gabriel Mustapich, y la ex directora de Fiscalización y Control del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Vanesa Berkowski, en su caso por el delito de «incumplimiento de los deberes de funcionario público».

En la investigación intervino el titular de la Fiscalía en lo Criminal y Correccional Nº 14, Andrés Madrea, quien contempló que hubo distintos pasos que llevaron a la muerte de Lizarraga y Provedo, desde la conformación de la sociedad donde se presupuestaban las coimas, las maniobras desplegadas para lograr la habilitación de local y la construcción irregular y no apta del entrepiso, hasta los sobornos a los funcionarios de la Dirección General de Habilitaciones de la Agencia Gubernamental de Control de la Ciudad. Esta parte del expediente está a cargo del Tribunal Oral Criminal y Correccional Nº 7.

Cromañón también tuvo causas paralelas o satélites del expediente central. Hubo cuatro juicios orales en los que fueron juzgadas 26 personas: 21 fueron condenadas y 18 de ellas fueron a prisión. El juicio más rápido fue el que se conoció como «Bomberos», una derivación de la investigación, en el que se condenó a empresarios e integrantes de la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal por pagar y cobrar coimas a empresas por certificados de tratamientos contra incendios.

En febrero de 2008, Alberto Corbellini, jefe de la División de Prevención de Incendios de la Superintendencia, y Rubén Fuertes, gerente de las empresas Ipex y Bausis, fueron condenados, por el Tribunal Oral Criminal 24, a 4 años de prisión por coimas y quedaron detenidos en septiembre de 2010, cuando la Corte Suprema confirmó las condenas. También fueron condenados Luis Perucca, de las mismas empresas, a 2 años y 9 meses de prisión, y los integrantes de la Superintendencia Marcelo Nodar (4 años) y Marcelo Esmok (2 años y medio). En 2009, Nodar fue el primer detenido con condena firme del caso Cromañón. Perucca y Esmok no tuvieron condenas de cumplimiento efectivo.

El tercer juicio terminó el 13 de julio de 2012. Fueron juzgados, por el Tribunal Oral Criminal 24, Rafael Levy, dueño del complejo donde estaba el boliche, el comisario Gabriel Sevald y tres ex funcionarios de seguridad del gobierno porteño: el secretario Juan Carlos López; el subsecretario de Seguridad Urbana, Enrique Carelli, y el director del Servicio de Seguridad Privada, Vicente Rizzo.

El único condenado fue Levy, a 4 años y medio de prisión por incendio culposo calificado. Una vez que tuvo condena firme, quedó detenido en Ezeiza, el 5 de diciembre de 2014. A fines de 2018, a poco de cumplirse catorce años del hecho, con Levy en libertad condicional, la justicia les restituyó el boliche a sus dueños. La que figura como dueña es la empresa Nueva Zarelux S.A., una sociedad offshore creada en Uruguay en 1997 y que tiene a Levy como titular. Como indica el periodista Martín Angulo en Infobae, (12) «el predio donde funcionó Cromañón incluye el hotel Central Park, donde se alojaron los músicos de Callejeros antes del recital, un estacionamiento, un kiosco y unas canchas de fútbol. Todo estaba a nombre de Nueva Zarelux S.A., que a su vez es de otras dos sociedades de las que Levy es accionista y controlador. Levy le alquilaba el boliche a Chabán». Hasta entonces, el boliche estaba tal cual había quedado la noche de la tragedia. Los familiares de las víctimas no habían tenido permiso de pasar a retirar, si encontraban, las pertenencias de sus deudos. Por eso y por el significado que cobró ese espacio en la historia trágica del país, sobrevivientes y familiares de víctimas, con el apoyo de algunos legisladores porteños, le piden al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires la expropiación del boliche, para transformarlo en un espacio de la memoria.

El último juicio sobre la masacre fue el que condenó al inspector del Gobierno de la Ciudad, Roberto Calderini, por haber cobrado coimas para habilitar Cromañón de forma irregular. Pero su condena no está firme; por eso, Ibarra sostiene que no hubo funcionarios porteños condenados por coimas. El ex subcomisario Carlos Díaz fue el único policía señalado en la causa principal. Cumplió su condena por haber recibido coimas en el penal de Marcos Paz. Pidió el beneficio del arresto domiciliario porque tiene diabetes, está ciego del ojo izquierdo y sufre una severa limitación en el ojo derecho, pero el tribunal le negó el beneficio. Nunca quiso dar entrevistas. Hubo un solo condenado que murió preso: Omar Chabán.

«Todos tuvimos responsabilidad en Cromañón, pero la culpa fue de los que tiraron la bengala.» Raúl Villarreal, ex mano derecha de Chabán, se anima a analizar para este libro responsabilidades por fuera de lo penal, quizá por haber cumplido su pena, tal vez porque cree que ya no le queda más por perder. Salió de la cárcel de Marcos Paz en 2017, con la sensación de haber limado asperezas con algunos miembros de la banda que se cruzó en los pabellones. «Todos tuvimos responsabilidad en algo. Pero la culpa fue de las personas que accionaron el candil que prendió fuego todo —insiste—. Tuve responsabilidades laborales pero no penales. ¿Qué responsabilidad puedo tener, si estuve en la puerta esperando gente? Estaba haciendo un trabajo de relaciones públicas. No entiendo cómo los jueces opinaron sin conocer el paño ni el ambiente. Ahora, cada vez que escucho un fallo, desconfío, espero que sigan averiguando. Yo lo pasé. De nosotros dijeron de todo. Los medios y la justicia inflaron la historia, había muchos intereses mezclados, hasta una jefatura de gobierno. Fui un chivo expiatorio ciento por ciento».

Al revés de Fontanet, dejó de fumar mientras estaba en prisión y por eso engordó siete kilos. Dice que siempre recuerda cómo entró en el boliche esa noche con su cuerpo morrudo a salvar gente de la intoxicación: «Llevaré por siempre el peso de los cuerpos que tuve que cargar».

Padre de tres hijos, primero fue condenado a un año de prisión en suspenso. La segunda sentencia le subió la pena a seis por el delito de incendio culposo seguido de muerte y cohecho activo. Desde que quedó en libertad, solo se dedica a buscar trabajo. Estuvo a punto de lograr salidas laborales desde el penal pero el juez Axel López no lo autorizó. Con impulso de su abogado Albino José Stefanolo, consiguió adelantar ocho meses su salida del Pabellón 3 del Módulo 12, a partir de los certificados que obtuvo en prisión por talleres de electricidad, producción teatral, peluquería unisex, administración de microempresas y aspectos del derecho penal.

Tenía 47 años cuando se incendió Cromañón y acompañó a Chabán hasta sus últimos días: «Se me cruza muchas veces Omarcito. Siempre está. Lo recuerdo como un gran amigo, un casi hermano. Un hombre muy inteligente, pero también un chico. Al ser un pseudointelectual, le faltaba el barrio. Y era muy inocente. Cada día que pasa se lo recuerda más. No solo yo, afuera mucha gente me decía que lo extrañaba y recordaba lo que hizo por el rock y las bandas. Fueron muchos años. Dejó su vida en todo esto».

Chabán ya era verborrágico, pero la tragedia le agudizó el rasgo. Dio pocas entrevistas desde que comenzó la causa y en todas habló varias horas sin parar, como si cada vez hubiera querido repetir su alegato judicial, sus argumentos, su mirada. Como si todo eso lo ayudara a volver el tiempo atrás. A ser de nuevo un artista creador de los boliches más emblemáticos de la cultura under porteña.

De los momentos previos al incendio de aquel 30 de diciembre, le dijo a la autora de este libro: «Yo me quedé en la consola de sonido porque me habían operado el pie. Le dije al público lo que no podía hacer, porque había habido bengalas el día anterior. Al minuto de empezado el recital, salieron estos chicos con la pirotecnia, a pesar de las prohibiciones. Por suerte estaba al lado del sonidista y le dije: “¡Cortá el sonido! ¡Cortá!”. Estos tres locos empezaron a tirar bolitas de fuego al techo. Después supe en la causa que se llaman candelas y que cada una tira 60 bolitas. Como no me escuchaba, me abalancé sobre el sonido y bajé las perillas. Al hacer mi acción, ya no escuché música. Después fui a buscar una manguera de agua y cuando me di vuelta, se cortó la luz. La gente empezó a salir como pudo». (13)

Emir Omar Chabán nació el 31 de marzo de 1952, en el partido bonaerense de San Martín. Al terminar el colegio, empezó la carrera de Filosofía en la Universidad de El Salvador, porque tener materias previas del secundario le impedía anotarse en la Universidad de Buenos Aires. También tuvo un paso breve por la carrera de pintura en «la Manuel Belgrano», hasta que decidió estudiar teatro en el Centro Cultural Rojas y se dedicó a los unipersonales. Viajó a Alemania en busca de nuevos escenarios pero no le fue como esperaba y regresó.

En los años ochenta se hizo popular entre los flamantes rockeros como fundador de Café Zero, Café Einstein, y luego el mítico Cemento. No era cualquier empresario de la noche: el alma de artista y sus intentos de dedicarse a la actuación —se definía como «el mejor actor del under»—, lo llevaban a hacer performances en la puerta de aquel local de la calle Estados Unidos. En Cemento El Documental, el músico Ricardo Mollo, líder de Divididos, cuenta que Chabán, «cual mercader árabe», usaba su «parte actoral con los pibes que pichuleaban la entrada». Recibía al público vestido con atuendos particulares y hasta hacía sus propias performances en el escenario o caminando entre los presentes, a veces disfrazado, a veces desnudo. Incluso había ocasiones en que hacía su unipersonal improvisando sobre patines o travestido.

En las noches del boliche Einstein, inaugurado en las avenidas Córdoba y Pueyrredón cuando terminaba la última dictadura cívico-militar, o de Cemento, que abrió sus puertas en 1985 en el barrio porteño de Monserrat con la actriz y su entonces pareja Katja Alemann, pudieron verse los comienzos de bandas de rock históricas, como Sumo y Los Twist. Otros grupos de la época, como Soda Stereo o Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, también agradecían el espacio que el empresario supo darles. Tan popular fue entre los músicos, que hasta Luca Prodan, líder de Sumo, exclamó en una letra: «¡Omar, quiero dinero!», algo que el fundador de Cemento no consideraba más que un chiste.

«Chabán me cuidó más que mi mamá y mi papá», declaró en una entrevista Mariano Martínez, de Attaque 77, (14) en coincidencia con muchos músicos que lo recuerdan como alguien fundamental en la historia del rock argentino.

Y también están los otros, los que siempre consideraron que en los locales de Chabán no había condiciones ideales de infraestructura. En el libro Corazones en llamas, (15) por ejemplo, Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz describen la noche de la apertura de Cemento: «Se había inaugurado pese a que el día anterior no estaban listas las losetas del techo. Llovía a cántaros esa noche y el local se inundó […] Una semana después, la gente que llegaba de la calle se topó con Omar Chabán metido hasta la cintura en un foso abierto en el hall de entrada. Alertados acerca de las excentricidades de Cemento, todos creyeron estar presenciando una performance. En realidad, el material acumulado durante la construcción había taponado la red cloacal y Omar trataba de evitar la inundación».

A pesar de su experiencia en locales nocturnos, cuando todavía estaba permitido fumar en cualquier parte, Chabán se molestaba por el humo del cigarrillo y militaba en contra de las drogas. «No me drogo, no chupo. Pero he caminado por todos los bordes en lo artístico», le dijo al diario Clarín en febrero de 2004, cuando abrió República Cromañón donde hasta ese momento funcionaba El Reventón. Había elegido la palabra «república» por los ideales de la Revolución Francesa, y «cromañón» porque consideraba que el nacimiento del rock era del tiempo de las grutas. «Le ganamos un espacio a la bailanta», dijo en el estreno.

Quedó detenido poco después de la tragedia y fue liberado cinco meses más tarde. Pasó otros cinco meses en libertad, turnándose entre la casa de su madre y la isla del Delta, y luego volvió al penal de Marcos Paz, hasta 2007, cuando se dejó crecer la barba blanca hasta el pecho.

Votó por última vez en las elecciones de ese año y decidió «no votar nunca más». Sin embargo, sobre los funcionarios porteños que fueron señalados por la tragedia dijo: «Pobrecitos, los dejaron en banda, pobrecitos; fue un agujero político grandísimo», y, en relación con todos los condenados, agregó: «Somos parias. Te usan para después desclasarte y borrarte. Es la nueva instancia de cómo actúa el poder». También aseguró que no había sustento para señalarlo por coimas y defendió el rol de la policía: «Hizo lo que tenía que hacer, logró que no hubiera desmanes. Si no hubieran estado, hubieran dicho que les pagué para que no estuvieran. Estaban y dicen que les pagué para que estuvieran». Para Chabán, no hubo otro responsable que el lanzador —o los lanzadores— de la bengala. Pero a los músicos no los salvaba: «Yo no tenía guita. La tenía toda Callejeros».

En el primer juicio, que terminó en 2009, fue condenado a 20 años de prisión. En 2011, la Cámara de Casación Penal consideró que se trató de un hecho culposo y el Tribunal Oral 24 decidió fijarle 8 años pero, en 2012, los jueces de la Sala III de Casación le confirmaron la nueva sentencia a 10 años y 9 meses por «incendio culposo seguido de muerte en concurso real con el delito de cohecho activo». Volvió a prisión el 22 de diciembre de ese año. Los jueces de la Sala III concluyeron que «la culpa temeraria con la que obró Chabán, con conocimiento de todos los factores de riesgo; el lucro que guiaba su accionar; su experiencia en la realización de este tipo de eventos; el claro menosprecio por la vida humana demostrado en su actitud posterior al hecho —se retiró sin brindar ayuda alguna (sic)—; como asimismo el inconmensurable daño causado hacia las personas que concurrieron a su local, lo ubican en el máximo de la escala penal aplicable».

El abogado Vicente D’Attoli le consiguió arresto domiciliario en 2013 por el debilitamiento de su salud, tras haber perdido más de 20 kilos por un cáncer avanzado en el sistema linfático. (16)

En 2014, el cáncer le había apagado un poco la verborragia. Ya no usaba la voz como bandera, como recurso. Hablaba, pero menos fluido y demasiado confuso. Desvariaba. Olvidaba hechos. Olvidaba palabras. Estaba agitado, tembloroso, y con dificultades para respirar. Soñaba que lo mataban los padres de quienes habían fallecido en la tragedia. Se consideraba «muerto en vida». Aun así, decidió conceder algunas últimas entrevistas, en las que protestó por la libertad de los integrantes de la banda y por no poder visitar a sus hermanos para los cumpleaños. En ese contexto, y aunque seguía sintiéndose un chivo expiatorio, aseguró: «Los padres de las víctimas me tienen que matar porque yo soy el culpable absoluto».

Durante la prisión domiciliaria, vivió en un departamento del centro porteño. Sus hermanos Alejandra y Yamil se mantuvieron siempre cerca. Para estar preso en su casa, debió someterse a un peritaje del Cuerpo Médico Forense, de donde surgió que atravesaba «los últimos momentos de su vida». Murió en el Hospital Santojanni, el 17 de noviembre de 2014.

Sus restos fueron velados en el Centro Islámico en una ceremonia privada.

«Ni la bengala, ni el rock and roll, a nuestros pibes los mató la corrupción», se cantaba sobre todo en las primeras movilizaciones para pedir justicia por los 194 muertos de República Cromañón. Mientras algunos familiares de víctimas continúan el reclamo para transformar el boliche en centro cultural, cada vez pierden más esperanzas de recuperar lo que las víctimas perdieron en el incendio y que había quedado abandonado en el local. Hubo familias que se reencontraron con las víctimas desnudas y nunca la justicia les habló de sus cosas, de lo que llevaban puesto al momento del fuego. Desde que la justicia le restituyó el predio a su dueño, Rafael Levy, al salir de prisión, el espacio está pintado y ya no tiene los paneles del techo que se habían prendido fuego tan rápido en la tragedia. Alguien trasladó las zapatillas, remeras, mochilas, llaves y banderas que habían estado allí tiradas durante años sin que nadie las tocara. Lo vieron los vecinos. Llegó un volquete y se llevó todo, sin dar detalles, sin avisar a dónde, sin notificar a los deudos. (17) Hasta diciembre de 2018, mientras los involucrados seguían jugando al Gran Bonete, el galpón del boliche estaba intacto, apenas más gastado que aquella noche del 30 de diciembre de 2004, pero igual. Hoy hay una sola pared cuya imagen sigue vigente, dice: «Rockmañón», y recuerda que en la ciudad, en Once, en una época, las huellas no eran de tragedia.

1. Debido al número de víctimas fatales, seguida por el atentado a la AMIA (85 muertos) y la caída de un avión de Austral en la localidad de Fray Bentos (74).

2. Felipe Pigna, elhistoriador.com.ar

3. Del libro Familia, política y emociones, de Diego Zenobi.

4. Proceso judicial que se produjo en la Argentina en 1985 por decreto del presidente Raúl Alfonsín para juzgar a miembros de las tres primeras juntas militares de la última dictadura cívico-militar (1976-1983).

5. Minutouno.com, 30 de diciembre de 2014.

6. 19 de agosto de 2009.

7. Lo que se llama «el doble conforme».

8. Tiempo Argentino, 12 de junio de 2015.

9. Tiempo Argentino, 25 de octubre de 2014.

10. Presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, quien se fotografió con Fontanet en algunas oportunidades.

11. Clarín, 22 de abril de 2011.

12. 30 de diciembre de 2018.

13. Tiempo Argentino, 28 de noviembre de 2012.

14. Del libro Cemento, el semillero del rock, de Nicolás Igarzábal.

15. Editorial Aguilar.

16. Linfoma de Hodgkin.

17. Nota de Martín Angulo en Infobae, 4 de mayo de 2019.