Walsh en fragmentos

POR DANIEL LINK

El libro que el lector tiene en las manos es una pieza fundamental para comprender una de las más singulares y de las más revolucionarias experiencias en el contexto de las letras americanas (subrayo la palabra para que se comprenda que la uso a conciencia). Aunque Operación masacre (como experiencia de escritura, como experiencia periodística, como experiencia literaria y como experiencia de vida) ocupa un lugar que hoy sólo los necios o los mal intencionados pueden negarle, toda prueba adicional que nos evite confrontarnos con la banalidad del mal (o la maldad de los banales) será siempre bienvenida.

Este libro incluye:

1) El diario de trabajo de Enriqueta Muñiz mientras asistía a Rodofo Walsh durante la investigación que culminó con la publicación de la primera edición de Operación masacre (1957), revisado y anotado por el propio Walsh (me emocionó reconocer su letra a primera vista).

2) Dos originales mecanografiados de cuentos publicados por Rodolfo Walsh (“Tres portugueses bajo un paraguas” y “Zugzwang”), acompañados de una breve nota mecanografiada (me emocionó reconocer la máquina de escribir de Walsh a primera vista) donde, entre otras cosas se lee: “En V. y L. [Vea y Lea] me han masacrado [la palabra aparece entrecomillada a mano] el cuento. Como en cierto modo lo escribí para vos, te dejo una copia por si alguna vez te dan ganas de leerlo. Pero a V. no le entregues el otro que te di, rompelo simplemente. Por las dudas te dejo también una copia de la carta que acabo de despacharte”.

3) La carta consta de tres folios mecanografiados titulados “Diario para H. –31 de agosto,1957” a los que se suman otros tres fechados en “Diciembre 19 y 20 (la segunda fecha agregada a mano), pero que parecen parte del mismo proyecto de escritura. Lo que allí se lee es extraordinario como índice de una intensísima relación afectiva, no comprometida por casi ninguno de los vicios a los que una sociedad sexista nos tiene acostumbrados. Incluye además un fragmento “de mi diario, de fecha 23 de setiembre de 1953, sin alterar nada”, un par de recuerdos sobre los años de internado de Walsh y el resumen de una novela policial en marcha.

4) La “Relación de Giunta” consta de dos folios mecanografiados que incluyen una transcripción incompleta de la declaración de Giunta sobre los sucesos del 9 de junio de 1956 que constituyen el núcleo de Operación masacre. Es un material valiosísimo para confrontar con la reconstrucción que realiza Walsh en la segunda parte del libro, “Los hechos”.

5) Tres poemas mecanografiados: dos sin título (en el mismo folio) fechados en 1953; otro “A un benteveo”, fechado en 1956:

tu pico se hundió en mi corazón:

te veo con mi corazón sangrante en el pico,

bien te veo, bien te veo.

6) Una breve nota de Walsh, manuscrita, a propósito del arte de fotografiar.

La generosidad de Enriqueta Muñiz, en primer término, y la de sus derechohabientes, ahora, nos permite conocer estos materiales preciosos que no modifican lo que sabíamos de Operación masacre pero le dan un alcance nuevo.

Como la mayoría de los papeles de Walsh fueron secuestrados de su casa, cada página que se agrega a su archivo supone un tesoro inconmensurable. La “obra”, que tiende a congelarse y, por lo tanto, a normalizarse en el lugar (más o menos majestuoso) de lo ya sabido y a fetichizarse en la forma mercancía, recupera su plasticidad, se despereza y empieza a caminar de nuevo para toparse quién sabe con qué nuevas aventuras (de lectura).

De hecho, la publicación del diario de trabajo de Enriqueta Muñiz nos permite subrayar aquello que por lo general olvidamos de Operación masacre, que no es sólo un libro extraordinariamente bien escrito, ni un “reportaje” de una complejidad desconocida para la época, sino también una intervención de archivo: el expediente “Livraga”, los protocolos judiciales, los libros de anotaciones de la radio, las leyes y decretos, las sentencias, todo aquello que, en algún sentido, Walsh y Enriqueta revuelven son la condición de posibilidad de ver lo que ocurrió de un cierto modo y de decirlo como lo hace Operación masacre.

Bien de archivo

La definición que Arlette Farge propone del archivo (La atracción del archivo, 1989) le calza como un guante a Operación masacre:

El archivo es una desgarradura en el tejido de los días, el bosquejo realizado de un acontecimiento inesperado. Todo él esta enfocado sobre algunos instantes de la vida de personajes ordinarios, pocas veces visitados por la historia, excepto si un día les da por reunirse en muchedumbres y por construir lo que más tarde se denominará historia. El archivo no escribe páginas de historia. Describe con palabras de todos los días lo irrisorio y lo trágico en el mismo tono, en el cual lo importante para la administración es saber quiénes son los responsables y cómo castigarlos.

Por supuesto, el gesto de Walsh no se limita a la mera constatación de un hecho en un archivo, sino que, con el gesto del anarchivista, discute las funciones normalizadoras, objetivistas e institucionales del archivo. Como buen anarchivista, Walsh desautoriza a los legitimadores de las nociones de sentido común, cultura de élite, buen gusto, superioridad moral o discurso objetivo. Usa el archivo como prueba de una verdad que no necesariamente es la de la institución que lo resguarda. Vuelve a los “personajes ordinarios” y las vidas infames un asunto de la Historia.

De modo que restaurar el archivo de la investigación que desemboca en el libro Operación masacre ilumina no sólo un pensamiento sobre la literatura o un pensamiento sobre la verdad, sino sobre todo, un pensamiento sobre el método (de escritura, de investigación, de intervención política).

En Operación masacre se lee: “Así nace aquella investigación, este libro”. Sobre el libro nos parece que lo sabemos casi todo, mucho más de lo que sabíamos sobre la investigación. Ahora tenemos unas páginas, la “Relación de Giunta”, que nos permite contrastar aquello con esto, la distancia entre el gesto idiota del que copia o que transcribe una palabra pronunciada por otro y la del escritor que encuentra en el idiotismo la posibilidad de sobreponerse a unas imposibilidades históricas (las de la literatura, las de la política). El gesto idiota no debe entenderse, que quede claro, como el de un incapaz, sino como el que libera precisamente toda la potencia negativa con la cual se puede dar vuelta como un guante el “no pasa nada” de los tiempos que corren (que en la Historia de una investigación de Enriqueta Muñiz vuelve como un mantra página tras página), lo que arranca al sujeto de sí mismo y lo libera en la inconmensurabilidad del tiempo vacío. El idiota no es ningún sujeto sino más bien una existencia floral: simple apertura hacia la luz. O, como escribe Enriqueta en su Historia de una investigación: “Walsh, en todo caso, se ha sobrepasado a sí mismo”.

El archivo de Operación masacre es, al menos para el Walsh que nosotros podemos encontrar en el archivo (dado que no lo conocimos), esa apertura hacia la luz, ese sobreparsarse a sí mismo, esa liberación de ciertos excesos de subjetividad que (como bien señaló Horacio Verbitsky en una conversación con Horacio González (1)) son correlativos de excesos estilísticos que Walsh fue corrigiendo edición tras edición de Operación masacre.

Particularmente significativa es la eliminación del capítulo 23 de las primeras ediciones, que describe el lugar de los hechos:

(¡Siniestro basural de José León Suárez, leproso de zanjas anegadas en invierno, pestilente de moscas gordas y azules en verano, insultado de bichos muertos insepultos, corroído de latas y chatarra, velludo de pastos acerbos, último sumidero del mundo, mira la carga que te traen!...)

Ahora, con estos materiales que amplían el archivo, se entiende mejor la oscilación entre un lirismo desbocado y una prosa seca, más bien ciceroniana. En todo caso, permiten sostener que en las rutinas de lectura y escritura de Walsh la poesía ocupaba un lugar importante (“insepultos” es un adjetivo típicamente nerudiano). Pero, además, están las citas. Ésta, por ejemplo, de Macedonio Fernández, que le escribe a Enriqueta al final de una serie de chistes macedonianos: “Oh no ya tan pronto / hagas de mí un ausente” (2). Si es verdad que Walsh es sensible a los tiempos, también lo es (en consecuencia) al ritmo, dado que el ritmo no es sino la razón del movimiento. El poema es sólo el eco o la huella del movimiento y el movimiento rítmico precede al verso. No se puede comprender el ritmo a partir de la línea de los versos; por el contrario, se comprenderá el verso a partir del movimiento rítmico. Para leer (o para escribir) el verso correctamente, Walsh lo sabe, hay que conocer el impulso rítmico del cual resulta.

De modo que los poemas que Walsh lee (es decir: cita) o escribe son instrumentos que le sirven para conocer el impulso rítmico que a su prosa y a su vida le convienen. Son ejercicios, sí, de los que no tiene sentido evaluar su “calidad” porque esos ejercicios fueron experiencias hechas para conocer el propio ritmo, el impulso que regula el propio tiempo.

Operación masacre, investigación

Los papeles que amorosamente guardó Enriqueta Muñiz y que ahora podemos leer no son meramente los pretextos de un libro ni su lado B, sino una puerta que abre la circulación del sentido en direcciones tal vez inesperadas.

La Historia de una investigación está escrita en dos cuadernos, fechados en sus portadas en diciembre de 1956 y el 19 de enero de 1957. Los dos contienen una cronología precisa y un detalle minucioso de las actuaciones de Walsh (29 años) y Enriqueta (22 años) durante el año en que investigan el caso, hasta la publicación de las notas en Mayoría, que constituyen los capítulos de la primera edición del libro.

Los datos correspondientes a las publicaciones previas, muchas de ellas anónimas, son preciosos porque permiten cotejar las pesquisas de los investigadores con un testimonio de primera mano. Ahora ya no hay excusas para publicar la (necesaria) edición crítica de Operación masacre.

Es muy probable que los cuadernos sean una transcripción posterior a los hechos, preparada para su publicación. La mayoría de las entradas están narradas en tiempo pasado y desde una perspectiva temporal más bien narrativa y no de diario. De hecho, sólo a partir del 14 de marzo de 1957 el texto parece alcanzar su propio presente.

La Historia de una investigación fue leída por Rodolfo Walsh, quien ocasionalmente agrega alguna nota (acota “bonita” sobre la secretaria de Barletta, por ejemplo).

En el libro Operación masacre, la investigación sobre los hechos del 9 de junio de 1956 se desencadena a partir de la escucha de una frase: “Hay un fusilado que vive”.

En los cuadernos de Enriqueta la investigación asume en primer término la palabra “fusilado” como título y sólo muy tardíamente se liga con el nombre que le conocemos. “El caso Livraga o los Diez Fusilados de José León Suárez” es la primera denominación, que va cambiando con el correr de los días y los meses y que en algún momento se llama “La masacre de Suárez (José León)”, para subrayar la participación de Suárez, Desiderio Fernández. Enriqueta no aprueba ese juego de palabras.

También sabemos la circunstancia exacta de la escucha, según el relato de Enriqueta: el martes 18 de diciembre, Walsh se había encontrado con un amigo, Enrique Dillon, “quien le relató la increíble historia de diez fusilados inocentes, ajusticiados por la policía provincial en la noche del 9 al 10 de junio de 1956”. Como Enriqueta no escatima los recursos novelescos, se coloca en el lugar de la omnisciencia (ella no estuvo presente en esa conversación) y escribe que “Walsh se sonrió finamente”.

Lo “novelesco” ocupa, en la Historia de una investigación un lugar central, no tanto por el tratamiento de los materiales (en eso la maestría de Walsh no tiene antecedentes) sino en la nominación: todo el asunto es visto como un episodio “novelesco en el pobrísimo plano de la vida cotidiana”, las personas involucradas son denominadas “personajes” (algo que Walsh evita).

Una vez superado el asombro inicial, el 19 de diciembre de 1956, Walsh “consiguió el texto de la denuncia y vino a Buenos Aires”. Es el comienzo de unos traslados frenéticos y las entradas del diario de investigación comienzan, a partir de ahora, casi siempre del mismo modo: “Walsh vino a Buenos Aires”.

Walsh vivía en ese momento en La Plata, con su familia (su esposa Elina Tejerina, maestra de ciegos, y sus dos hijas). Trabajaba para Hachette, para la cual había preparado su Antología del cuento extraño, publicada ese mismo año. Allí había conocido a Enriqueta Muñiz, que trabajaba en la editorial desde su llegada al país tres años antes. Pese a su juventud (desde la perspectiva actual, es inconcebible que dos jóvenes como “Rudy” y “Henriette” hayan hecho lo que hicieron, pero eso es otro tema), Enriqueta había sido responsable de una traducción de La Chanson de Roland, el poema épico al que el Mio Cid siempre tendrá que envidiarle sus elementos fantásticos.

Allí, en las oficinas de Hachette, se produce la discontinuidad temporal que arrancará a los dos jóvenes de las pobres rutinas de la vida cotidiana:

El 20 de diciembre a las 12 hs. y 25 minutos, yo era aún una persona pacífica. A las 12 y media, un extraño llamado Walsh decidió que dejaría de serlo muy pronto.

En esos cinco minutos, como se verá, todo el tiempo está eternamente presente. Y eso es una experiencia: la suspensión del tiempo lineal, el salto temporal, el paso al día después de mañana. En 1953, Walsh había comenzado a cursar el primer año del Profesorado de Filosofía y Letras. De entonces, queda en su archivo (todavía inédita) una monografía sobre “Las concepciones del mundo según Dilthey”. En su monografía, Walsh subraya que para el alemán “La raíz última de la concepción del mundo es la vida” y que “de la reflexión sobre la vida nace la experiencia de la vida”, algo decisivo para su propia inteligencia de izquierda y para su relación con la historia y, por lo tanto, con el tiempo.

El relato de Enriqueta continúa:

Walsh llegó excitadísimo. Lo primero que dijo fué [sic]: “Encontré al perro mordido por un hombre”, dirigiéndose a [Gregorio] Weinberg. La segunda frase fué para mí: “Puedes empezar a buscarme un refugio en Buenos Aires”. Ni Weinberg ni yo comprendimos. Esperamos en silencio a que Walsh sacara unos papeles de su inseparable cartapacio y anunciara en son de triunfo: “¡Esto es dinamita!”

Del “perro mordido por un hombre” al “fusilado que vive” hay un salto cualitativo semejante al que se da en esos cinco minutos que le cambian la vida a Enriqueta, semejante al que se establece entre “aquella investigación” y “este libro”. Día a día, la pesquisa avanza: entrevistas con los sobrevivientes, nuevos testigos, deposiciones, reuniones con editores de periódicos nacionalistas, conversaciones con amigos y políticos de fuste (Noé Jitrik aporta ideas para la publicación del libro), estrategias para evitar el espionaje (e, incluso, el arresto), viajes a Florida, a José León Suárez, a donde sea que haya que ir para armar las piezas del relato y conseguir las pruebas de la infamia.

Una imagen de Walsh

Con el triunfo de la Libertadora en 1955, Walsh había abandonado el terreno específicamente literario para incursionar en lo que hoy se llamaría “información general” (el sello de publicaciones como Leoplán: fait divers). Interesado por los personajes excepcionales, Walsh escribía sobre el mundo de la política con notas que exaltan el heroísmo, como la que dedicó a los pilotos que bombardearon Plaza de Mayo ese mismo año. Abandona el lugar de literato más o menos liberal y se pone a discutir con las instituciones. Comienza, al mismo tiempo, a escribir notas en serie, un sello característico del “nuevo periodismo” del cual Walsh será, al mismo tiempo, su profeta y su Cristo.

Lo que se llama “nuevo periodismo” se relaciona íntimamente con la invención del non fiction. Truman Capote publicaría en 1965 A sangre fría, un relato “fundacional” del género donde mezcla recursos de novela y crónica interpretativa. Por entonces, Walsh ya había escrito y publicado Operación masacre, que apareció inicialmente en entregas en el diario Mayoría. Pero también García Márquez había publicado Relato de un náufrago en el diario El Espectador (durante 20 días consecutivos de 1955, en 1970 apareció como libro). En diciembre de 1957 apareció la primera edición de Operación masacre, modificada en ediciones posteriores (1964, 1969, 1972).

1956 es el encuentro de Walsh con su destino literario y político. Walsh se siente, en el momento en el que el “perro mordido por el hombre” o el “fusilado que vive” se le cruzan por azar (o porque él supo escuchar el llamado de los tiempos), en su salsa. Enriqueta Muñiz, también. La investigación es el embrión de un libro monstruoso (ése es su mérito mayor) que se va modificando edición tras edición. Durante 1957 escribe dos “obras” que considera mutuamente excluyentes: la segunda serie sobre los fusilamientos de José León Suárez, que publica en Mayoría, y las notas que sigue entregando a Leoplán y que firma muchas veces con el seudónimo Daniel Hernández, su alter ego de Variaciones en rojo, y que Enriqueta deplora (como deplorará, también, las elecciones políticas posteriores de Walsh).

En la carta-diario para Enriqueta, Walsh le cuenta la estructura de “una novela policial que tengo empezada” que él piensa, sería “lo que mejor me expresaría”. No la simulación de la que ha hablado en la página anterior, no el ocultamiento de pistas y el fingimiento (que, naturalmente, corre parejo con la traición: la traición del amigo en el internado de irlandeses a quien le revela un secreto y que lo expone como el hijo de un asesino). No, eso no, sino una novela doble, en dos planos (eso dice el protagonista de la novela resumida, eso dice el asesino Fergus Robinson) y eso escucha el narrador de la novela, Daniel Hernández. Por supuesto, esa novela en dos planos confunde también el plano de la ficción y el de la realidad.

¿Para qué insistir con esa novela, si el libro que hace todo eso ya fue escrito, se llama Operación masacre y ha llevado a Walsh a un lugar donde todas sus certezas se disuelven y sus huesos se descoyuntan? Por supuesto, no es sólo Walsh el que se tupacamariza: la literatura argentina cruje enteramente con él y vuelve sobre sí para encontrar los tonos de la patria, ligados para siempre a la figura de “un fusilado que vive”.

“Lo que se llama cultura en un corte actual –señaló Noé Jitrik en Producción literaria y producción social, 1973–, ya sea la Extracción de la piedra de la locura, las Soledades o el Martín Fierro, implica un circuito de tres violencias, una de las cuales puede funcionar como ruptura: la del sistema que reprime (una violencia inicial) para permanecer, la del arte que trata de constituirse en acto de salida, la del sistema que trata de reinscribir”. Años después, Josefina Ludmer diría (en el “Prólogo” a Cien años de soledad. Una interpretación de 1984): “el poder represivo politiza violentamente la cultura y al mismo tiempo enfrenta la politización alternativa (niega que politiza la cultura y atribuye ese gesto al enemigo)”.

Rodolfo Walsh, que había hecho pasar por su propio cuerpo esas certezas, había contestado, sin embargo, con fingida inocencia, cuando le preguntaron sobre los ideales que lo llevaron a escribir Operación masacre: “¿Ideales? Yo quería ser famoso... ganar el Pullitzer... tener dinero...”.

En ese lugar (incomodísimo) de lo que apenas se vislumbra en el instante en que empieza a desaparecer (de lo que intenta ser reinscripto cuando se asimila la violencia que lo arrastra) se sostuvo Walsh como un equilibrista. Una “inteligencia de izquierda” no es algo a lo que se llega fatalmente sino un punto de vista que hay que construir y sostener cuidadosamente.

Basta una somera revisión de la biografía de Walsh para notar que él no era sólo, como se imaginaba a sí mismo, “un hombre de razón” ni como tanto se ha dicho, sólo “un hombre de conciencia” sino, sobre todo, un hombre sensible a su tiempo (a los ritmos de su tiempo) y es eso, seguramente, lo que permite explicar las tensiones que lo atravesaron. Quien haya leído los restos del Diario de Rodolfo Walsh podrá sumar a esas imágenes parciales (el hombre de razón, el de conciencia) la del atormentado. Enriqueta agrega nueva facetas: el Walsh terco, el infalible, el “terrible ironista”, “el escéptico Walsh”, el amigo “de carácter levantisco”.

En la versión de Enriqueta (que Walsh leyó), el amigo aparece como un insoportable (sin que eso disminuyera un ápice el amor y la admiración que ella le tenía, por otro lado retribuida en cantidades si no idénticas, tal vez mayores).

Enriqueta Muñiz cuenta una discusión a propósito de la manipulación de una cámara fotográfica y un fotómetro, herramientas completamente ajenas a las capacidades de ambos. “Walsh consiguió unas tomas realmente buenas, con lo que me demostró una vez más que nunca se equivoca” (el asunto es refrendado por el propio Walsh, quien anota a mano en una página en blanco sus aprendizajes librescos sobre el asunto durante un viaje desde La Plata: “aprendí en el libro todo lo esencial de la fotografía, aunque después lo haya olvidado de nuevo”).

“Le tengo a Walsh tanta gratitud que olvido que siempre tiene razón, y a veces se pone insoportable”; “Walsh tenía mil veces razón”; “Walsh es más bien incomprensible”; “Walsh lo abordó brutalmente, según su costumbre”; “una vez más, su opinión se había confirmado”; “más tarde, una vez más, se probará que Walsh tenía razón”.

Enriqueta no puede sino registrar “el carácter difícil de mi amigo” sin poner en juego, nunca, su lealtad incondicional, porque “Walsh es así, hay que aguantarlo o dejarlo” Entre corchetes, Walsh acota: “[Preferentemente, aguantarlo]”.

Y hace bien, porque esa lealtad es mutua. Después de todo, a quién le importa el carácter insoportable del que está escribiendo el libro de sus vidas (el plural es deliberado):

Yo siento confusamente que el arte que hay en ese libro, aparte del material histórico, el humano y el político, sobrepasa nuestra investigación, sobrepasa los alcances partidarios y aun sobrepasa a los mismos personajes.

(…) Y cuando le pregunto a Walsh medio en serio y medio en broma: “¿de veras piensas dedicarme el libro?”, me siento “llena de satisfacción” al oírle decir con tono terminante: “antes lo quemo, que no dedicártelo”.

Sobrepasado como Walsh y también un poco insoportable, como él (y no porque las propiedades de la vida se derramen irremediablemente sobre la obra sino porque una y otra, vida y obra, constituyen un mismo paso y un mismo umbral de transformación del material histórico, humano y político), Operación masacre tiene un solo destino: o bien los ojos de Enriqueta Muñiz, que fue su primera lectora y además quien contribuyó a su existencia, o bien el fuego.

El libro es como un don (y eso se lee todavía en el epílogo de la segunda edición): fue hecho para las víctimas, para los deudos de las víctimas, para todos aquellos y aquellas cuyas vidas fueron afectadas por otro “Fuego”: la orden de los asesinos.

Como el Facundo

Un escritor no se define tanto por sus temas sino por la relación que entabla con el tiempo, con el ritmo y con la historia. Tampoco se define por su “estilo” sino por la relación que entabla con el lenguaje. La prosa de Walsh tiene, en ese sentido, una cualidad desconocida desde el Facundo. En Sarmiento se trataba de construir el Estado y establecer los rasgos de la prosa argentina. La violencia (la violencia que Sarmiento atribuye a Rosas, pero también la violencia del propio Sarmiento) desmorona la sintaxis de Facundo (3):

¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡Rosas!, ¡me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Sois grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! ¡Pisoteadla!; ¡que todos los gobiernos del mundo civilizado te acatarán, a medida que seas más insolente! ¡Pisoteadla!; ¡que no te faltarán perros fieles que, recogiendo el mendrugo que les tiras, vayan a derramar su sangre en los campos de batalla o a ostentar en el pecho vuestra marca colorada, por todas las capitales americanas! ¡Pisoteadla!, ¡oh, sí! ¡Pisoteadla! (Facundo, capítulo XII).

Así se empieza una literatura: la política no es tanto asunto de representación porque la política afecta directa e inmediatamente la prosa, los ritmos, los gestos y los tonos de la patria. Se trata, por cierto, de prosa política, que pone antes que cualquier otra cosa una idea de verdad que falta. Podemos adherir a esa verdad o no, eso es una discusión secundaria, pero no podemos ignorar que tanto para Sarmiento como para Walsh de lo que se trata es de explicar la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo.

Los dos escriben para ese pueblo (que falta), para que ese pueblo se forme, para que alcance su cualidad de Pueblo. El proyecto es desmesurado, excesivo y es lógico que su impulso arrastre todo, hasta el lenguaje, hacia un vórtice de formaciones nuevas. Ese impulso arranca al sujeto que escribe de su propio confort, lo arranca de sí mismo y lo libera a la inconmensurabilidad de posibilidades infinitas.

El capítulo 23 de Operación masacre es de un lirismo que Walsh desempeñaba (ahora lo sabemos) con intermitencia. Se caracteriza por el uso de la segunda persona española, el “tú” escolar (mira la carga que te traen).

La nota que acompaña el cuento “masacrado” está escrita con la otra segunda persona, la rioplatense (“lo escribí para vos”, “rompelo simplemente”). No es el único modo de dirigirse a Enriqueta. En la “carta” o “Diario para H.”, escrita a lo largo de dos días o en el pasaje de un día a otro (19 y 20 de diciembre de 1957: como un idiota, copio de un archivo por segunda vez las fechas, pero el lector debería ser capaz de llevar esas fechas hasta donde sea, por ejemplo, el año 2001), se lee una oscilación entre ambas formas pronominales (“las escribiré sólo para ti”, al comienzo; “esa estatura que yo te daba y que vos siempre mereciste”, en el tercer folio y “Ahora re-creo para ti la palabra gracias, y la pongo en tus manos” al final de la Carta/ Diario).

Esa oscilación no es el índice de una indecisión sino más bien de la inmensidad de infinito flotante en la que se mueve el escritor y de la expansión absoluta de sus recursos expresivos, que no encuentran límite alguno (es decir: no encuentran fronteras ni en los sistemas pronominales ni en los registros designados habitualmente como “altos” y “bajos”, a los que atraviesa como un bólido de fuego y cuyos restos arrastra hacia una forma nueva de escribir).

Lo mismo podría señalarse respecto del repertorio de citas que convoca Walsh de manera más o menos evidente. Como se sabe, Walsh encabezó las primeras ediciones de Operación masacre con una cita de Eliot (tomada del coro de mujeres de Murder in the Cathedral, un drama religioso sobre Thomas Becket), que luego suprimió de ese lugar primero, pero que no desapareció del todo (4):

Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos... y vago en una tierra de estériles ramas: si las quiebro, sangran; vago en una tierra de piedras secas: si las toco, sangran.

¿Cómo, cómo puedo volver a las suaves, tranquilas estaciones?

Hasta la edición de 1964, la misma página que dice al frente “A Enriqueta Muñiz”, dice en su reverso esa cita que, sin embargo, cuando se borra de ese lugar, persiste más adelante, en un lugar destacadísimo del “Prólogo de la tercera edición” (y, por lo tanto, en todas las ediciones posteriores):

Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de “las suaves, tranquilas estaciones”.

Walsh no elimina del todo la referencia porque es de capital importancia en la lógica temporal de Operación masacre (la investigación, el libro). No se trata tanto de la melancolía confesional de quien vagabundea en una tierra baldía (eso, precisamente eso es lo que sale completamente del libro, con el capítulo 23), sino de una lógica temporal completamente distorsionada, donde no hay sucesión, donde lo que hay son discontinuidades, rasgaduras temporales, desgarraduras en el tejido de los días, las estaciones del año superpuestas, encimadas, fuera de quicio.

Eliot subraya esa característica del tiempo, que a Walsh lo atrapa (como antes había atrapado a Jorge Borges):

Tiempo presente y tiempo pasado.

Quizás ambos estén presentes en el tiempo futuro.

Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.

Si todo el tiempo está eternamente presente.

Todo el tiempo es irredimible.

El asunto es particularmente confuso porque la noche del 9 de junio de 1956 le sucede a Walsh dos veces, y esa superposición hace que el “aroma de los tilos”, característicos de un diciembre, se proyecte sobre un junio, que carece de ellos.

No es un “error”, exactamente, sino lo que explica la (necesaria) obsesión temporal que domina la investigación de Operación masacre, su prosa excesiva, sus preguntas excesivas, su apertura hacia lo desconocido para explicar la vida secreta y las convulsiones internas que nos desgarran como pueblo.

Podemos pensar, borgeanamente, que el tiempo es un laberinto en el que es grato perderse porque hay olores de la tradición estética que nos acompañan (los tilos). Pero los aparatos de justicia, que ponen en juego lo viviente, que juegan con los instantes de la vida de personajes ordinarios, no pueden entregarse a semejantes futilidades.

Walsh lo explica machaconamente, para que entienda hasta el ciudadano más necio, hasta el juez más infame y el periodista más corrupto (las tres especies proliferan en las pampas, son nuestra plaga):

Mientras está detenido, Livraga naturalmente no comete delito alguno. Ese día termina –como todos– a las doce de la noche. Al día siguiente (no importa que hayan pasado apenas 32 minutos, ya es el día siguiente, el 10 de junio) se promulga una ley, que es la ley marcial. Esa ley empieza a regir el 10 de junio. Livraga, preso desde el día antes, no la puede violar. Es como si esa ley no existiera para Livraga, ni Livraga para esa ley; son esferas que no se tocan; cualquier cosa que se le haga en nombre de esa ley, cualquier pena que se le inflija, será un delito. Livraga está ubicado en el ámbito anterior a esa ley; no se lo puede juzgar ni castigar sino de acuerdo con el código penal vigente en el momento de su detención, que prevé garantías, defensa, un juez natural, un proceso.

Ahora viene un señor. Es el mismo señor de antes, el funcionario civil, el jefe de policía, que ha sufrido una transformación tipo Doctor Jekyll and Mister Hyde, y llega convertido en autoridad militar, para lo cual su grado de teniente coronel –que antes era indiferente– ahora le sirve. Este señor no puede ignorar que él, civil, ha detenido a Livraga, civil, y que sus relaciones están absolutamente congeladas en ese plano; que ha detenido a Livraga en un tiempo civil, regido por el código, y sólo puede tratar con él en ese plano; y que cualquier transgresión que él cometa a esa norma obvia tendrá que ser juzgada en ese mismo plano, que es inabandonable, o sea tendrá que ser juzgada por un juez civil. Porque ese tiempo de las relaciones civiles entre autoridad y meros ciudadanos no se extingue al ocurrir una subversión; a lo sumo, le subyace; los dos tiempos se superponen, pero no se pueden mezclar.

Los tiempos se superponen pero no se pueden mezclar porque en ellos se nos va la vida. Walsh reclama: “Quiero que se me diga qué diferencia hay entre esta concepción de la justicia y la que produjo las cámaras de gas en el nazismo”. Naturalmente, ninguna. En los dos casos, lo sabemos ya con creces, se trata de individuos abandonados por la Ley, que han sido colocados en relación de abandono respecto de la Ley.

¿Entonces, para qué conservar el resto de Eliot? Porque las volteretas del tiempo le permiten a Walsh identificar el “fusilado que vive” como figura persistente de la historia argentina. ¿Y qué otra cosa, para volver al comienzo, necesita un escritor que una gran figura respecto de la cual medir su fuerza? En el último epílogo que Walsh escribe para Operación masacre (1972) se leen esas proyecciones de los hechos del 9 de junio de 1956 hacia adelante y hacia atrás. Hacia adelante:

El 29 de mayo de 1970 un comando montonero secuestró en su domicilio al teniente general Aramburu. Dos días después esa organización lo condenaba a muerte y enumeraba los cargos que el pueblo peronista alzaba contra él. Los dos primeros incluían “la matanza de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada” el 9 de junio de 1956.

El acto de justicia “popular” toma como referencia condenatoria exactamente los argumentos que Walsh había expuesto en Operación masacre sin resultado judicial alguno.

Tan así es que, en la carta-diario incluida en este libro, Walsh le escribe a Enriqueta Muñiz:

Llegó un momento en que acaricié la idea de terminar el asunto nosotros mismos, haciendo justicia por nuestra propia cuenta, ya que ellos tardaban tanto. Y menos mal que no te lo dije, porque sin duda lo hubiéramos hecho...

Enriqueta era tanto o más antiperonista que Walsh, en ese momento. Pero el deseo de un claro día de justicia (sobre el que Enriqueta escribe frases irreprochables en su diario) viene acompañado de la advertencia: si ustedes no quieren administrar justicia, alguien lo hará por ustedes. Así fue. Y la serie de acontecimientos desencadenados por una desgarradura de las instituciones republicanas como las que Walsh denuncia y condena son ya por todos conocidos. Eso, hacia adelante.

Hacia atrás, el mismo epílogo señala la supervivencia de la imagen “fusilado que vive” desde el comienzo mismo de la patria:

Como Lavalle, asesino de Dorrego, [Aramburu] habría cometido los hechos terribles que cometió bajo la influencia de consejeros solapados (…). Dentro de esa perspectiva es posible que Aramburu, además del monumento gorila, llegue a merecer la cantata expiatoria de un Sábato futuro.

He ahí la persistente figura del fusilado que vive en cada asesinado por los poderes de turno en Argentina: es el Coronel Manuel Críspulo Bernabé Dorrego (federal, legítimo gobernante de Buenos Aires), depuesto por el unitario sublevado Juan Galo de Lavalle en 1832, quien para escándalo de sus contemporáneos (y el secreto y vil aplauso de otros) lo mandó a fusilar sin juicio previo. Por su parte, sobre el asesinato (también sin juicio) del Chacho Peñaloza, Sarmiento se expresó en términos aramburianos:

No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses.

Fusilar, degollar... sin juicio previo. Sólo así se puede aquietar a la chusma, mediante el terror. No, no, mejor: mediante el terrorismo de Estado (patrimonio de las élites desde el comienzo de la patria). Sí, Operación masacre es como el Facundo, pero escrito desde el otro lado.

En cuanto al tiempo: Dorrego, Peñaloza, los fusilados de 1956, los 30.000 desaparecidos, los 38 muertos del 19 y 20 de diciembre de 2001. La serie está incompleta, pero el impulso rítmico de la historia argentina está allí. Todo el tiempo está eternamente presente. Y en Argentina los asesinos tienen buena fortuna: no sólo hay calles que llevan sus nombres, sino que incluso la crema de la literatura burguesa canta sus hazañas homicidas. ¿Cómo iba Walsh a no desesperarse ante la idea misma de novela?

Walsh-Copi-Dalton Trumbo

Hace bastantes años, no sé qué escritor se escandalizaba de mi unísono gusto por la escritura de Walsh y la de Copi. Si me hubiera preguntado, le habría dicho que, primero: no hay que confundir gustos con trabajo y que, segundo: mis preferencias literarias no tienen que ver con contenidos sino, como he señalado antes, con relaciones de tiempo (es decir: de historia), de pueblo y de lenguaje. Una literatura “revolucionaria” es aquella que se sostiene en el abismo que ella misma ha creado, no importa con qué nombre propio se la asocie.

El jueves 21 de marzo, Enriqueta Muñiz registra en su Historia de una investigación que el doctor Frondizi (futuro presidente de la Nación) “favorece ampliamente el proyecto” de publicar el libro del caso Livraga. Deriva a Walsh y a Enriqueta a Damonte Taborda, el “turbulento director de Resistencia popular”. Enriqueta se lamenta de no poder conocer a “ese hombre tan discutido y aventurero”.

Ese hombre era el padre de Raúl Damonte Botana, más conocido como Copi porque siempre buscó la forma de separarse del nombre del padre y del destino que él le había imaginado en la política parlamentaria. Hay, sin embargo, algún dibujo de Copi en Resistencia popular y si Walsh hubiera llegado a colaborar en ese periódico, habrían compartido otra página de archivo.

Pero hay más: en 1971 se estrenó la película Johnny fue a la guerra, escrita y dirigida por Dalton Trumbo y basada en su propia novela de 1939. Dalton Trumbo (1905-1976) había salido de su anonimato recién en 1960, gracias a la intransigencia de Stanley Kubrick, director de Spartacus, que exigió que se lo acreditara como guionista. Es decir que Trumbo, que había sido perseguido por el macarthismo a través del Comité de Actividades Antinorteamericanas (estuvo 11 meses preso y se exilió temporariamente en México), volvía a Hollywood de la mano de la revuelta esclavista más famosa y para decir lo indecible, como es el caso de la escena de los caracoles y las ostras entre el emperador Craso y el esclavo Antonino, que son casi réplicas para una pieza de Copi.

Daniel Divinsky le pidió a Rodolfo Walsh una traducción de la novela de Trumbo, que sale publicada en Ediciones de La Flor en 1972:

Tradujo para la Editorial Johnny fue a la guerra –una perfecta versión del título original: Johnny got his gun, que devino en España más adelante Johnny cogió su fusil– de Dalton Trumbo. Esta novela, un virulento alegato antibélico del escritor y guionista norteamericano que estuvo incluido en las listas negras del senador McCarthy y que fue la base de una estremecedora película dirigida por el propio Trumbo, es uno de mis libros preferidos de nuestro catálogo. La precisa, contundente y bella traducción de Walsh tiene mucho que ver con esta elección (5).

En Argentina hubo una institución parecida (aunque bastante más inocua) a la que presidía el tristemente célebre senador McCarthy. La “Comisión Investigadora de Actividades Antiargentinas” fue creada el 19 de junio de 1941 a iniciativa del diputado radical Raúl Damonte Taborda, quien sería su primer presidente. La composición de la “Comisión Investigadora de Actividades Antiargentinas” era multipartidaria y tenía como objetivo “investigar actividades de individuos y organizaciones de ideología y métodos adversos a la república y la soberanía”. Inicialmente estaba pensada para controlar toda propaganda totalitaria, “la nazi, la fascista y otra que pueda haber (…); los comunistas serán interrogados y se tratará de precisar en forma terminante, de una vez, si tienen o no concomitancia con los otros totalitarios”. Sin embargo, la invasión de Hitler a la Unión Soviética, a escasos tres días de la constitución de la comisión, liberó a los comunistas locales de tener que declarar ante Damonte (6).

He ahí, si se quiere, un pequeño sistema de reenvíos que, como la lógica temporal de la política, también va y viene (hacia adelante y hacia atrás) y permite situar una lectura no tanto respecto de un horizonte positivista de causas y consecuencias, sino más bien de discontinuidades y persistencias temporales (eso es el tiempo, y eso es el ritmo).

Pero si se trata de conexiones impertinentes o conjunciones irónicas, que permiten que el sentido se desplace de un lugar a otro, allí está el texto que Walsh le escribe a Enriqueta Muñiz, una de las joyas de este volumen. Walsh escribe: “Siempre (tachá siempre), muchas veces he tenido ganas de escribirte” y, más abajo, “(Ya ves que no puedo condescender a la ternura contigo –escribirte– sin previamente insultarte. Dato psicológico que siempre deberás tener en cuenta para juzgarme. Tachá siempre.)”

El pedido o la orden puede entenderse como: tachá [la palabra] “siempre” o, más copianamente (el Copi de El uruguayo: “Le estaré, pues, muy agradecido si saca del bolsillo su estilográfica y tacha, a medida que vaya leyendo, todo lo que voy a escribir) como: siempre tachá, después de haber leído. Así se empieza con una escritura nueva en un nuevo tiempo.

Lo novelesco sin la novela

Si Walsh se había sobrepasado, Enriqueta se sobresalta ante los retrocesos, incluso antes de la publicación de la serie en Mayoría: “No hay nada que hacerle, por mucho que trate de no admitirlo, [Walsh] ha vuelto a recaer en la rutina: Leoplán, notas pacíficas, etc.”

Walsh escribió el libro un poco a tientas, intentando encontrar un lugar que consideraba ya perdido o sobrepasando el lugar en el que estaba. No sospechará sino hasta muchos años más tarde (lo leemos en su Diario), que después de Operación masacre ese lugar es imposible (al mismo tiempo un imposible histórico y un interdicto de lugar). Operación masacre es un monumento, también, porque habla de ese no lugar de la literatura, de lo literario como mera dispersión o como suplemento, de la escritura como pura confrontación con la ley.

Walsh se olvida de sí, de la literatura que hasta entonces ha venido haciendo, de la literatura institucionalizada y de su modo de operar, lo que se considera legítimo mecanismo de consagración, lo que se considera “elevado” en un orden clasificatorio: las genealogías prestigiosas, la separación entre géneros.

Si lo novelesco está en Operación masacre como un polvillo de flor de tilo que pone nervioso al narrador, es porque lo novelesco no puede ser, para Walsh, más que eso: un suplemento inquietante, un aroma vago, fuera de lugar y del tiempo: un muerto-vivo. Operación masacre reclama una lectura que nadie puede darle, un reconocimiento para el cual no existía en aquel entonces ley adecuada en la República Mundial de las Letras.

Leo la primera página de Operación masacre, el capítulo primero de la primera parte, que presenta a “Las personas”. Walsh escribe:

Nicolás Carranza no era un hombre feliz, esa noche del 9 de junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar en su casa, y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumba de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra.

Por un momento, sin embargo, pudo olvidar sus preocupaciones. Tras el azorado silencio inicial, un coro de voces chillonas se alzó para recibirlo. Seis hijos tenía Nicolás Carranza. Los más pequeños se habrán prendido a sus rodillas. La mayor, Elena, habrá puesto la cabeza al alcance de la mano del padre. La ínfima Julia Renée –cuarenta días apenas–dormitaba en su cuna.

Su compañera, Berta Figueroa, alzó los ojos de la máquina de coser. Le sonrió con mezcla de pena y alegría. Siempre era igual. Siempre llegaba así su hombre: huido, nocturno, fugaz. A veces se quedaba una noche, después desaparecía las semanas. Por ahí le hacía llegar un mensaje: estaba en casa de tal amigo. Y entonces era ella quien iba a su encuentro, dejando los chicos a alguna vecina, y pasaba con él unas horas transidas de temor, de zozobra, de la amargura de tener que dejarlo y esperar el lento paso del tiempo sin noticias suyas.

Desde el comienzo mismo, Operación masacre se revela reticente como mecanismo novelesco (el narrador se resiste a cosificar a los personajes y los llama “personas”: prescinde de su artístico capricho, piensa su existencia respecto de una comunidad de voces) y, al mismo tiempo, excesivo como dispositivo de denuncia o como testimonio. Walsh escribe según la lógica de lo novelesco (y aún, según la lógica de lo novelesco balzaciano) en un texto que marca, precisamente, la imposibilidad de la novela. ¿Cómo puede saber el narrador que Nicolás Carranza no era un hombre feliz? Sólo el Dios de la novela, el narrador omnisciente, podría considerarse con derecho a un saber semejante. En ese exceso de lo literario, Walsh deja leer un impulso y, al mismo tiempo, un umbral de transformación de todas las cosas: no habrá novela, pero hay literatura.

El texto continúa en esa línea, quebrando todos los protocolos de escritura, saltando de un registro al otro con la mayor violencia (disimulada apenas por la elegancia inverosímil de la prosa de Walsh). “Al amparo de las sombras” es un octosílabo muy sugerente (con acentos principales en tercera y séptima sílaba) que recuerda a Virgilio (íbant obscurí solá sub nócte per úmbram). Poco después, “y es posíble que álgo // lo mordiéra por déntro” es un alejandrino de cadencia clásica. ¿Pero, cómo? ¿Acaso Operación masacre es un texto clasicista? No exactamente, y allí están esos fragmentos de oralidad (de la sintaxis de la lengua hablada) para cortar en dos la homogeneidad de una prosa que se quiere fuera de todas las clasificaciones: “Seis hijos tenía Nicolás Carranza”, por ejemplo. Del lirismo más alto y el tono grave de las sentencias (“muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba”) a los restos de un coloquialismo de clase.

En la siguiente frase se nota el uso sutil y totalmente tendencioso del estilo indirecto: “Siempre llegaba así su hombre: huido, nocturno, fugaz”. La primera parte de la cláusula engancha la voz del narrador con la del testigo (Berta Figueroa): si aquél sabe que Carranza llegaba siempre así, es porque la otra persona se lo ha dicho, y los predicados que ha agregado esa persona son retóricamente tan inverosímiles en boca de esa testigo (“huido, nocturno, fugaz”), que se revelan como un operador que vuelve a enganchar dos voces, esta vez en el sentido contrario: del testigo al narrador, que sostiene en su saber y sólo en su saber la eficacia de una prosa infectada de octosílabos (rítmicamente tan complejos como “la ínfima Julia Renée” o “cuarenta días apenas”). ¿No quiere decir Walsh, en esa frase ejemplar, que la literatura es cosa de todos, que la literatura es la colectivización de la voz propia, que es la voz del pueblo aquella con la que debe el narrador mezclar la suya? ¿No dice, al mismo tiempo, que la voz del pueblo es el contrapunto necesario de la voz del literato? ¿No afirma el devenir todos y ninguno del escritor, fundido en una voz anónima que frase tras frase hace que su origen se pierda y se confunda?

Operación masacre representa ese momento (necesario para la existencia de algo así como “la literatura”) en que lo literario se vuelve en su contra, incluyendo lo que al mismo tiempo excluye. Dicho de otro modo: Operación masacre demuestra, como pocos otros textos, que la literatura sobrevive solamente en un instante de peligro, es ese instante de peligro en el que todas las certezas se deshacen. La literatura se sobrevive a sí misma sólo como muerto-vivo y eso es el costado más “revolucionario” de la escritura de Walsh, que puede citar a Eliot, pero sabe que mejor es cruzar a Eliot con las voces de las viudas y de los fusilados que sobrevivieron al abandono de la Ley.

Del mismo modo, a Enriqueta le escribe:

Yo me [he] humillado hasta la muerte para hacerte comprender y sé que es tan difícil, y si solamente pusieras tu boca en mi corazón.

Iba a escribirte mucho más, pero ahora no puedo, porque se me escapan estas cosas, and I must not.

Entiéndase lo que se quiera (sé que hay personas más románticas que yo), pero lo que se le escapa a Walsh es un verso de Neruda, de las Residencias (nada menos), de “La Barcarola”:

Si solamente me tocaras el corazón,

si solamente pusieras tu boca en mi corazón,

tu fina boca, tus dientes,

si pusieras tu lengua como una flecha roja

allí donde mi corazón polvoriento golpea,

si soplaras en mi corazón, cerca del mar, llorando,

sonaría con un ruido oscuro, con sonido de ruedas de tren con sueño,

como aguas vacilantes,

como el otoño en hojas,

como sangre,

con un ruido de llamas húmedas quemando el cielo,

sonando como sueños o ramas o lluvias,

o bocinas de puerto triste,

si tú soplaras en mi corazón cerca del mar,

como un fantasma blanco,

al borde de la espuma,

en mitad del viento,

como un fantasma desencadenado, a la orilla del mar, llorando.

Un destino

Recientes investigaciones han precisado el lugar de nacimiento de Rodolfo Walsh en Lamarque, antigua Colonia Nueva del Pueblo, cerca de Choele-Choel. La partida de nacimiento fue firmada por el juez Pedro Hildeman, como testigos el comisario Antonio de la Rosa y el comerciante José María González. El parto sucedió el 9 de enero de 1927, bajo la supervisión de doña Alcira Zuain.

Su padre era capataz en una estancia. En 1941 llegó a Buenos Aires para realizar sus estudios secundarios. Primero en un colegio en Capilla del Señor y después en el Instituto Fahy de Moreno, como pupilo en un colegio para descendientes de irlandeses. Algo de eso queda en algún texto autobiográfico, en los cuentos que forman el “ciclo de los irlandeses”: “Irlandeses detrás de un gato” (1965), “Los oficios terrestres” (1967) y “Un oscuro día de justicia” (1973). En los papeles recopilados en este libro se agregan un par de recuerdos.

Desde sus 17 años, y hasta fines de 1950, trabajó en editorial Hachette. Corrector de pruebas, traductor, editor de antologías, autor premiado de esa casa: nada de lo que tiene que ver con la producción material del libro le fue ajeno.

Walsh no simpatizaba con el peronismo. En septiembre de 1958, todavía, Walsh subrayaba, para que no se entendiera Operación masacre como un vulgar texto partidario (como si sólo quienes comulgaron con la hechicería pudieran haberse escandalizado ante las hogueras):

No soy peronista, no lo he sido ni tengo intención de serlo... Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de setiembre de 1955. No sólo por apremiantes motivos de afecto familiar –que los había–, sino que abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que fomentaba la obsecuencia por un lado y los desbordes por el otro (7).

Esa adhesión al “estallido” se deja leer en la crónica “2-0-12 NO VUELVE”, donde rinde tributo al “heroísmo” de los aviadores de la Revolución Libertadora de 1955 (16 al 23 de septiembre):

La misión periodística, si bien lo hace responsable [al “autor de la presente nota”] de su versión de los hechos, sólo le permite silenciar los nombres, la mayoría de los nombres, de quienes forjaron allí el triunfo y algunos actos individuales de heroísmo que harían honor a cualquier fuerza armada del mundo.

En el texto se destaca el “heroísmo”, que es uno de los valores más constantes en la “inteligencia de izquierda” que Walsh cultiva, la fascinación por los “jueguitos de guerra”. Pero además, resulta llamativa la alineación respecto de los designantes: “el día 18 será decisivo para el destino de la revolución en el sur” (p. 11). Tres años después, queda dicho, Walsh llamará a lo mismo “estallido”.

Walsh es, por entonces, un liberal de izquierda, aunque su fascinación por el combate (que le viene por el lado de su hermano, piloto de guerra de la Marina) lo va llevando hacia otra posición, la de la estetización de la guerra y la fetichización de la violencia:

En el avión que nos traía de Bahía Blanca, rondaban mi memoria las líneas de un poema leído mucho tiempo atrás, en otro idioma. Las escribió durante la primera guerra un soldado, antes de morir en una trinchera de Francia (8). En ellas la misteriosa visión de la muerte presentida se mezclaba a la nostalgia de la hermosa estación ya cercana:

...Cuando la primavera vuelva con sus sombras y murmullos

y las flores del manzano perfumen la mañana.

¿Qué me hacía recordar estas líneas patéticas dentro de una chaquetilla ensangrentada, en un país remoto, hace muchos años? Mil metros más abajo los caminos eran líneas grises. Días antes los habían poblado tropas, tanques, las bocas de los cañones verticales rumbo al sur. Y las explosiones, las rojas trazadoras, el humo y el esplendor del combate.

Tengo una cita con la muerte

cuando azules días la primavera traiga,

volvían, desmadejadamente traducidas, las líneas del poema. Abajo se recortaba el tablero de cuadros verdes y amarillos donde se había jugado un ajedrez fatídico. En una de esas casillas un viejo avión había quebrado sus alas. Tres hombres habían muerto.

Y sin embargo la tarde era increíblemente azul y diáfana. Y sin embargo, era primavera. Setiembre –18 de setiembre– y casi primavera. (P. 14).

El motivo “cita con la muerte” es horaciano (Odas, 3, 2, 13: “Dulce et decorum est pro patria mori”), pero Seeger (y Walsh, por su intermedio) subrayan la praemeditatio malorum (la premeditación sobre los males), la voluntad de no faltar a esa cita (heroica) con la muerte. Volverá, mucho más sombrío, en la “Carta” de Walsh pero, sobre todo en la “Carta a Vicky” y en la “Carta a mis amigos”, que María Moreno ha analizado admirablemente en Oración.

La tentación de relacionar linealmente ambos momentos (el 55 y el 77) debe evitarse precisamente porque en el medio está Operación masacre (además de los libros de cuentos de Walsh). Del mismo modo, la lectura retrospectiva que coloca a Walsh en el lugar del clásico escritor “comprometido” también abusa de las continuidades. No es sino hasta 1970 que Walsh ingresa a las Fuerzas Armadas Peronistas (cuando tiene 43 años) y poco tiempo después ingresa a Montoneros con el nombre de guerra “Esteban” y luego “El capitán” (ambos remiten a su padre y a su hermano, respectivamente).

O sea que es tan ilegítimo identificar al que melancólicamente recuerda la cita con la muerte de Alan Seeger con el que escribe desesperadas cartas en un momento de profunda oscuridad, como identificar a un narrador con un lugar social que el autor ocupó durante apenas siete años de su vida (Walsh murió en 1977) y que probablemente no sirva para leer el conjunto de su obra. Si Walsh es (sigue siendo) un escritor “revolucionario” habría que buscar por otro lado, más allá de su compromiso con Montoneros, con cuya dirigencia sostuvo diferencias sustanciales a partir de 1975.

Por eso hay tantas dificultades para hablar de la obra de Walsh. En un primer movimiento, Walsh es un escritor que todavía no ha escrito su novela, una novela que “todos” le reclaman (9), a lo largo de la primera mitad de la década del setenta. “¡Si escribiera usted una novela!”, es el reclamo de quienes lo entrevistan durante la década del setenta. Sería todo más fácil. Walsh entiende ese reclamo y lo hace pasar por su propio cuerpo (su diario es básicamente la tensión alrededor de esa novela imposible pero necesaria al mismo tiempo; un nuevo rastro aparece ahora en los papeles aquí recuperados). Walsh, que sabe algo de lógica, se desespera ante la contradicción. Es más: tal vez sea esa misma contradicción la que lo lleve a la militancia política. “Yo ya no escribo más”, exclama con mayúsculas (10).

Pero Walsh sigue escribiendo. Son los signos de los tiempos: se escribe que no se puede escribir. Toda la obra de Walsh está marcada por ese imperativo de decir (en su caso, atado a una concepción de la verdad): escribir, seguir escribiendo, porque hay que continuar escribiendo, pero escribir que no se puede escribir, que no se encuentra la forma, la novela, el momento histórico, el público o, simplemente, el deseo. Pero escribir, porque hay que hacerlo por un pueblo que falta.

Después, ya muerto, el segundo movimiento: la recuperación de la obra de Walsh. ¿Pero bajo qué forma esa obra es recuperada? ¿Es la obra de Walsh, en definitiva, la obra de un periodista, de un militante político o de un escritor? ¿Y cómo se articulan la política, el periodismo y la literatura en esa obra?

No es que Walsh no haya escrito una novela, la novela. Es que Walsh pone en el centro de su obra la imposibilidad (histórica, pero también lógica) de la novela. Y sólo teniendo en cuenta esa imposibilidad y el lugar central que ocupa es que su obra se comprende como una experiencia coherente.

El autor no es un sujeto reunificado consigo mismo sino aquel que asiste a (o participa de) un proceso de dispersión o despedazamiento. El autor, a diferencia de la tradición romántica del genio que crea a partir de la naturaleza (es decir, que crea contra la naturaleza), sería más bien en esta perspectiva el que hace a partir de restos (de sí y del mundo), el que podría identificarse con el bricoleur, el que hace bricolage.

Walsh encuentra esos restos en un basural de José León Suárez. Enriqueta cuenta que, cuando tomaban un taxi en la Estación José León Suárez, la dirección que indicaba era “el Club Alemán”. A ese predio, donde funciona la Sociedad Alemana de Gimnasia, iba yo una o dos veces por semana durante mi adolescencia, porque funcionaba como campo de deportes del colegio donde hice la escuela secundaria. Creo que fue en 1975 cuando con algunos de mis amigos empezamos a frecuentar el Auditorio que construyeron enfrente, donde cantábamos canciones de protesta. Después dejamos de ir, por razones obvias. Hoy hay allí un monumento que recuerda la masacre. El 25 de octubre de 2018 la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires aprobó la Ley 15.072 (publicada en el Boletín Oficial el 5 de diciembre de ese año) que declara sitio histórico incorporado al patrimonio cultural de la provincia al predio donde ocurrieron los fusilamientos de José León Suárez (Av. Brig. Gral. Juan Manuel de Rosas 2969, José León Suárez, Buenos Aires).

Rodolfo Walsh, que venía de una profundísima derrota política y moral (su hija había sido asesinada pocos meses antes), decide hacia diciembre de 1976 escribir un texto que recapitule la acción de gobierno de la dictadura en su primer año de vida. Éste es el relato que ha hecho Verbitsky de ese día, el 25 de marzo de 1977:

El viernes 25 por la mañana Walsh se colocó el sombrero de paja de su disfraz de jubilado [vivía en San Vicente y se hacía pasar por un profesor de inglés retirado] y mientras Lilia encargaba dos kilos de asado para la fiesta siguió hasta la estación. El dueño de la inmobiliaria le alcanzó en el camino los papeles de la casa que él guardó en su portafolio de plástico. La viuda de uno de los compañeros muertos con Vicki le había escrito una carta desgarradora sobre la falta de solidaridad de la organización [Montoneros] que no cuidaba de ella ni de sus hijos. Decidió hacerse cargo y esa tarde debía combinar el encuentro para llevarla a su casa, debilitando su propia seguridad construida con tanto cuidado. Por no perder el tren y la cita con quien le había transmitido ese pedido de ayuda cometió la imprudencia de llevar el título consigo. En la mesa de tortura ese compañero había entregado la cita, caminado por San Juan, de Entre Ríos hacia el oeste, cuando el mayor del ejército Juan Carlos Coronel abrió fuego nadie sabía de la carta, cuyas primeras copias fueron arrojadas al buzón minutos antes. La dirección que les permitió asaltar la casa clandestina la encontraron entre sus papeles.

Ése es el último día, el último momento de Walsh vivo, cuando llega a Constitución para poner en un buzón la “Carta abierta...” a los medios (yo viví durante años a pocos metros de donde Walsh fue abatido, donde una placa de bronce recuerda ese episodio). Sabemos que la carta toma párrafos enteros de ANCLA, sabemos que Walsh ensayaba el tono ciceroniano que quería que tuviera, que leía las Catilinarias en voz alta para hacer suyo el ritmo de la prosa de Cicerón. Toda la carta está organizada en relación con períodos, es decir, estructuras tripartitas de la frase: “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”.

En el texto hay una obsesión numerológica, hay muchas cifras, la acción de la Junta militar se descompone en números cuyo efecto se da por acumulación y por descomposición. Dice: “en un año ha habido 15.000 desaparecidos, 10.000 presos y 4.000 muertos”. Esto suma 29.000, casi el mismo número que los negacionistas de hoy y de mañana ponen entre signos de pregunta. En el ’77 Walsh dice que hay 30.000 víctimas de la acción represiva del Estado absolutamente genocida conducido por la Junta, incluidos su hija y su yerno, incluidas tantas otras personas que tampoco estuvieron “desaparecidos” sino presos pero que fueron asesinados en cautiverio.

En 1979, Jorge Rafael Videla declaró en una entrevista: “Le diré que frente al desaparecido en tanto éste como tal, es una incógnita, mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… Está desaparecido” (11). Impresiona que Videla retome exactamente el mismo tiempo muerto de Operación masacre, el momento en que alguien no está ni muerto ni vivo, porque habita un espacio de excepción en el que la Ley lo ha abandonado.

Es la suspensión de la Ley, que sin embargo incluye aquello que excluye al mismo tiempo: el que no está. Sobre el muerto-vivo que es el o la desaparecidx recae toda la fuerza del poder, aunque no esté, o precisamente por eso.

María Seoane obtuvo respuestas todavía más contundentes:

No, no se podía fusilar. Pongamos un número, pongamos cinco mil. La sociedad argentina, cambiante, traicionera, no se hubiera bancado los fusilamientos: ayer dos en Buenos Aires, hoy seis en Córdoba, mañana cuatro en Rosario, y así hasta cinco mil (...). No había otra manera. Había que desaparecerlos. Es lo que enseñaban los manuales de la represión en Argelia, en Vietnam. Estuvimos todos de acuerdo. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero ¿qué es lo que podíamos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo? Se pensó, en su momento, dar a conocer las listas. Pero luego se planteó: si se dan por muertos, enseguida vienen las preguntas que no se pueden responder: quién mató, dónde, cómo (12).

Walsh descompone el número para evitar la cosificación de una dimensión inconmensurable. Lo mismo había hecho Dalton Trumbo en la coda que agrega en 1970 a Johnny fue a la guerra, la novela que Walsh tradujo:

A la hora del desayuno leemos que 40.000 norteamericanos han muerto en Vietnam. En lugar de vomitar, nos servimos una tostada. Por la mañana, nos sumergimos precipitadamente en las calles atestadas, no para gritar asesinos sino para abalanzarnos sobre el abrevadero antes de que otro engulla nuestra ración.

Una ecuación: 40.000 jóvenes muertos = 3.000 toneladas de carne y huesos, 124.000 libras de masa encefálica, 50.000 galones de sangre, 1.840.000 años de vida que no se vivirán, 100.000 niños que jamás nacerán.

Lo que importa no es tanto un número (todo cálculo sobre lo viviente es, en última instancia, fascista) sino la ecuación (ontológica y metafísica) a la que una magnitud determinada se abre. Dicho en otras palabras: ¿cuánta muerte y, sobre todo, cuántos “muertos-vivos” son necesarios para garantizar la supervivencia del capitalismo?

Tal vez nos sea fácil pretender que si Walsh no hubiera muerto, habría conseguido, finalmente, atravesar el umbral de la novela que lo atormentó casi toda su vida (no se entiende bien por qué, si atravesó con gracia el umbral poema, con maestría el umbral cuento y con ciega desesperación el umbral literatura, cada vez que quiso). Pero, además de incomprobable, esa hipótesis es banal: la grandeza del destino de Walsh se mide precisamente en el modo en que se mantuvo en equilibrio en ese borde del infierno, en su tesón (que él, el “insoportable” que siempre tenía razón, vivió con un dramatismo que no deja de interpelarnos) para pensar al mismo tiempo literatura, política y “trabajo humano”.

Mucho más difícil que interpretar una pose es continuar un gesto y sorprende que todavía hoy se sigan citando los dichos y los escritos de Walsh como si fueran trazos congelados en el pasado y no indicaciones que deberíamos intentar seguir en nuestro propio movimiento (según nuestro propio ritmo). Si bien es cierto que difícilmente podría describirse a Rodolfo Walsh como un intelectual benjaminiano, le cuadra bien la sentencia de las Tesis de filosofía de la historia según la cual

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro.

El Mesías viene no sólo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Sólo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de esperanza aquel traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer, en tiempos de Dorrego, en tiempos de Livraga, en 1976, en 2001, en nuestros tiempos.

1. Disponible en http://orillera.undav.edu.ar/rodolfo-walsh-heroismo-martirologio/

2. El poema se llama “Hay un morir” y algunos versos más pueden proporcionar un contexto útil: “Oh no tan pronto hagas / de mí un ausente / y el ausente de mí. / ¡Que no te lleves mi Hoy! / Quisiera estarme todavía en mí.

3. Ángel Rosenblat, comentando el uso de los pronombres y desinencias verbales en este fragmento, señala: “Aun Sarmiento (...) incurre en la misma mescolanza, en una patética invocación” (Las generaciones argentinas del siglo XIX ante el problema de la lengua. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1961, p. 34n.)

4. La cita textual de Eliot, que Walsh adapta, es: “A rain of blood has blinded my eyes. Where is England? Where is Kent? Where is Canterbury? O far far far far in the past; and I wander in a land of barren boughs: if I break them, they bleed; I wander in a land of dry stones: if I touch them they bleed.

How how can I ever return, to the soft quiet seasons?”

5. Daniel Divinsky. “Autor de la casa”, Radar (Buenos Aires: 25 de marzo de 2007). Disponible en https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3707-2007-03-25.html. También a partir de 1972, Walsh empieza a publicar Operación masacre en Ediciones de la Flor.

6. Damonte Taborda en un reportaje a Argentina Libre del 19 de junio de 1941, p. 1.

7. Publicado en la revista Mayoría n.º 77 (segunda serie) del 29 de septiembre de 1958 y citado en Rodolfo Walsh. Caso Satanowsky. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1997, p. 252.

8. Los versos son de Alan Seeger (N.Y.1884-4 de julio 1916), soldado fallecido por los disparos de seis ametralladoras en Belloy-en-Santerre. El poema completo en una traducción que no es la de Walsh dice: “Tengo una cita con la Muerte / en alguna disputada barricada, / cuando la primavera vuelva con susurrante sombra / y las flores de manzano llenen el aire / -tengo una cita con la Muerte / cuando la primavera traiga los días hermosos y azules / de vuelta- / Puede ser que me coja de la mano / y que me lleve a su tierra oscura y que cierre mis ojos y que apague mi aliento / -quizá pase a su lado en la quietud- / Tengo una cita con la Muerte / en alguna descarnada ladera de colina arrasada, / cuando la primavera regrese, un año más, / y asomen las primeras flores en el prado. / Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos / en seda y ser tendidos con perfumes, / donde el amor palpita en sueño placentero, / pulso cercano al pulso, y aliento al aliento, / donde los despertares acallados son queridos. / Pero tengo una cita con la Muerte / a medianoche en algún pueblo en llamas, / cuando la primavera se encamine otra vez al norte, / y yo siempre soy fiel a mi palabra,/ no faltaré a mi cita”.

9. Entre otras entrevistas, cfr. “La novela geológica” y “¿Lobo estás?”, ambas recopiladas en Ese hombre y otros papeles personales de Rodolfo Walsh (edición y notas de Daniel Link). Buenos Aires, Seix-Barral, 1996

10. Ese hombre y otros papeles personales, op. cit., p. 160.

11. La entrevista apareció en los medios el 14 de diciembre de 1979. Está disponible en youtube en https://www.youtube.com/watch?time_continue=34&v=CgDFSQUjgP0. Allí Videla establece, según su peculiar “visión cristiana de los derechos humanos”, una diferencia entre “detenido sin proceso” y “desaparecido”.

12. Seoane, María. El dictador. Buenos Aires, Sudamericana, 2001, p. 215.