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FRENTE AL DESPERTAR
En 1963 el rock no existía. Ni en la Argentina, ni en el mundo. El rock and roll había cobrado forma en Estados Unidos en 1955, como entretenimiento, como baile y como estilo musical, pero no como como el término amplio que buscaría abarcar una serie de expresiones artísticas que fueron conformando una cultura recién hacia 1965/1966 en Estados Unidos e Inglaterra y más tarde en otras regiones. Las cosas llegaban a destiempo a la Argentina que tenía una economía y una frontera relativamente cerradas. Los agentes de poder, culturales, religiosos, estatales y políticos estaban muy preocupados por ganar una suerte de guerra fría en torno a la mente de los jóvenes, a quienes procuraban “proteger” de imperialismos, influencias foráneas, enemigos imaginarios utilizados como cucos para aglutinar fuerzas en contra de molinos de viento. La Argentina estaba preocupada por mantener a su juventud impoluta, pegada a las tradiciones tangueras, y le prestaba especial atención al boom del folklore que se produjo a fines de los años 50, y que generó una demanda tal de guitarras criollas que algunos grandes negocios del ramo, como la célebre Antigua Casa Núñez, se quedaron sin stock. De cualquier manera, mal y tarde, a los ponchazos, espasmódicamente, era inexorable la emergencia de un mercado juvenil adolescente con otras ideas.
El rock and roll tuvo más titulares de diarios por el escándalo que se desataba cuando algunos de sus bailarines más tenaces osaban desafiar el orden bailándolo en cines, plazas o calles, que un público dedicado al estilo. Entre 1957 y 1958, el género alcanzó el máximo hervor por dos hechos puntuales. El primero fue el estreno de la película Venga a bailar el rock, protagonizada por Eber y Nélida Lobato junto a Alberto Anchart y en la que participaba Eddie Pequenino, trombonista ligado al jazz, liderando a Mr. Roll y sus Rockers. El otro fue la llegada de Bill Haley al cine-teatro Metropolitan en mayo de 1958. Nada de eso fue un furor de masas, aunque la visita de un auténtico exponente del rock and roll tuvo una fuerte repercusión en la prensa. En términos de mercado, el suceso de Los Teen Tops fue mucho más impactante; se trataba de un conjunto mexicano que hizo estallar los barómetros con “Ahí viene la plaga”, una traducción del “Good Golly Miss Molly” de Little Richard, y “Popotitos”, que libremente castellanizaba el “Bony Moronie” de Larry Williams.
En el gusto musical de Luis Alberto Spinetta, además del tango, Louis Armstrong, algún éxito de las orquestas livianas, y determinados rock and rolles, comienzan a agregarse algunas células extrañas que solo algunos pocos chicos atendían y eran los que tenían una marcada atención hacia la guitarra eléctrica: interés por The Ventures, The Shadows, esas bandas instrumentales que decididamente fueron el gusto de un puñado de muchachitos informados. Y, desde la perspectiva que otorga el tiempo y la historia transcurrida, aparece en el radar de Luis una mutación que hoy sorprende: El Club del Clan, algo que años más tarde ubicaría en el extremo opuesto de sus preferencias. “Escuchábamos, leíamos y cantábamos todo lo de Palito Ortega”, ratifica Ana Spinetta. A Luis Alberto no le gustaba El Club del Clan per se, sino la oportunidad que le daba de ver guitarras eléctricas en manos de músicos argentinos. Hacía que su anhelo de tener una fuera un sueño más cercano. Su interés verdadero se dirigía específicamente hacia Los Red Caps, una de las tantas formaciones del Club del Clan, pero organizada como un grupo beat: Lalo Fransen, Johnny Tedesco, Nicky Jones y Palito Ortega a la batería. Con guitarras eléctricas, obviamente.
“Tocaban al estilo de conjuntos mejicanos como los Teen Tops –explicó Luis Alberto– y eso se parecía mucho más a lo que a uno le gustaba que a la balada italiana o cosas como ‘Ué paisano’. (8) Cuando aparecieron Elvis Presley y esos conjuntos pre-Beatles, nos volvimos locos. Veíamos guitarras eléctricas por todos lados. Era como música negra que se difundía muy poco en la Argentina, música de rhythm & blues de aquella época pre-beatle. Un poco los pibes blancos, que van a la barata, los tipos de rock and roll, Chuck Berry, todo eso; cuando aparecía algo así en una filmación, o en una grabación de la tevé, yo moría”. En aquellos tiempos, esas oportunidades eran bien escasas o directamente inexistentes.
Luis ya tenía en sus manos la guitarra criolla de Machín y su padre fue el que le dio las dos primeras herramientas: cómo afinar el instrumento y los primeros acordes. No fue magia; le llevó un buen tiempo a Luis entender el funcionamiento del instrumento, la combinación entre las notas que llevan a un acorde y lo que se podía hacer con todo eso. No hubo una epifanía sino mucha constancia, trabajo y un talento que se iría desenrollando de a poco como un carretel sin fin, a medida que fueran sucediéndose acontecimientos claves. Pero antes hizo falta una ayudita, como para que las dificultades no torcieran el interés, y Luis Santiago se acordó que uno de sus guitarristas daba clases particulares: Dionisio Visoná.
Hay divergencias entre los dos libros que han contado con el testimonio directo del propio Luis para narrar su historia. En Crónica e iluminaciones, de Spinetta y Eduardo Berti, Dionisio es Visoná y su hijo, que también le da lecciones a Luis, es “El Puchi”. En Martropía, conversaciones con Spinetta, de Juan Carlos Diez, Dionisio es Bisoná y al mismo tiempo “El Puchi”, esto dicho por el propio Luis. Rodolfo García recuerda las cosas de un modo ligeramente distinto: “El Flaco fue a estudiar con un tipo en Saavedra, que te enseñaba todo pero que más que nada sacaba temas. Tenía una oreja de elefante: Dionisio Visoná. Los pibes que tocaban conmigo estudiaron con él, llevaban disquitos y querían sacar tal o cual tema; era la época en que se tocaba música instrumental tipo Los Ventures, Los Shadows, con las bordonas. Da la casualidad que al viejo de Luis lo acompañaban dos guitarristas, uno era un carnicero de Saavedra y su hijo que era este Dionisio Visoná”.
Pronto quedará al descubierto un mecanismo que se convertirá en un modus operandi clásico de Luis, cuando después de unas pocas clases abandone sus incipientes estudios y los prosiga por su cuenta, en una época en donde no había otro modo de asimilar conocimientos. “Fue dos o tres clases a lo de Dionisio –continúa Rodolfo–, aprendió tres o cuatro acordes y no fue más. Y todo lo que supo de armonía fue por deducción propia, lo fue armando: lo dedujo todo. Hay acordes que por ahí él los pisaba diferente y por eso sonaban tan particulares; hay tipos que tocan el acorde y no suenan como Luis. Él construyó su propia teoría; son ese tipo de cosas que nacen de cómo se hizo él como músico: por su cuenta. Un fenómeno increíble”. La personalidad musical de Spinetta se generó a partir de esa decisión de aprender las cosas a su manera. Diseñó su propia norma, inventó sus propios acordes y los encadenó como un orfebre del sonido. Cuando lograba sacar uno se lo mostraba a su padre, como para indicarle tanto su progreso como que iba a tomar un camino absolutamente propio, ya que el armado de esos acordes no siempre era el convencional. No había en ese gesto una rebeldía, ya que las relaciones entre padre e hijo siempre fueron, apropiadamente, armónicas. Si hubo tensión, y no precisamente armónica, fue con su madre Julia.
“La vocación para mí no existe, es un bluff –desarrolló Luis en una nota para el diario Crónica en 1987–, es un tema para analizar desde el psicoanálisis, no es para mí el llamado de la actividad para la persona, sino generalmente la salida para el personaje más trágico de la tragedia familiar. Por ahí me hice músico para oponerme a mi madre… Yo no podría decir que me hice músico porque desde chiquito me gustaba tocar y tenía talento como Mozart. A veces una actividad así surge como fruto de la represión. Mi vieja me ignoraba, entonces yo hice algo para llamarle la atención. Yo creo en los instintos, no en la vocación. Mi viejo cantaba, dejó la música para estar con Julia, mi madre. Yo soy el segundo hijo de los tres que tuvieron. Me cuenta mi vieja que cuando llegó mi hermano yo estaba verde. Quizás uno desarrolla algo por sus propios medios, que viene por esas cosas profundas de la niñez. Y el fruto aparece como una salida de esa tragedia, no como una vocación.”
Lo curioso de estas declaraciones es que tienen una parte de verdad (Luis Santiago dejó el tango para casarse con Julia) y otra parte donde las cosas no son claras y parecen una exageración de los hechos. En primer lugar, a Julia le gustaba la música y haber desarrollado un talento musical puede haber sido un modo de agradarle, de “comprar” su favor, lo que se contradice con la supuesta oposición a ella a través de un desarrollo artístico. Luis habla de una tragedia familiar y de él mismo como el personaje más trágico, y que la música habría operado como una salida para él, pero no parece haber existido alguna tragedia y sí un talento manifiesto desde pequeño, que elude el cliché del niño prodigio. “Ha habido algunos choques entre Luis y mi mamá –dice Ana, arrojando una pequeña luz sobre la cuestión–, mi madre era una mujer de muchísimo carácter. Yo pienso, poniéndome en su lugar, que cuando perfiló lo que Luis quería ser, sintió un cimbronazo, como lo sentí yo con Gonzalo. (9) Como mamá vos querés lo más seguro para tus hijos. Intelectualmente Luis era muy capaz como para haber sido un profesional descollante en lo que fuera. Creo que lo de mi mamá es eso”.
Con el nacimiento de Gustavo se puso de manifiesto otra de las características de la personalidad de Luis: los celos. Esto fue confirmado por familiares, mujeres, amigos y músicos que han padecido algunos de los efectos de esa posesividad. Como el arribo de su hermano coincide con las primeras muestras evidentes de su aptitud musical, puede que Luis haya pensado –no sin culpa– que desarrolló su talento como para reclamar la atención de Julia, que lógicamente se dirigía hacia el hermano menor que requería más de su cuidado. “Sí, todos éramos celosos –asiente Ana–. Mi papá la celaba a mi mamá y ella se mortificaba mucho, porque no le daba ningún motivo”. Julia tenía sus arranques de independencia; a la tarde, se pintaba, se peinaba, se cambiaba de ropa y tomaba la merienda. “Me voy a la calle”, anunciaba. Era su momento. Y lo usaba para dirigirse hacia las Tiendas Ruby (10) a mirar vidrieras. Era su ceremonia, su ritual, su paseo. “Marcó mi personalidad tanto por su fuerza como por su dulzura –declaró Luis Alberto en otra entrevista–. Es una gran luchadora. Estuvo en los momentos críticos de salud de toda la familia, con un sacrificio impresionante. Es una genia mi mamá, podría haber sido una gran médica o una gran artista. Es alguien a la vez con los pies bien en la tierra”.
Entonces ¿dónde habría estado la tragedia? Es probable que Luis haya sentido en su pubertad, a esa edad donde todo despierta, el sexo, la música, la vocación por algo, que un buen modo de llamar la atención de su madre haya sido hacer aquello a lo que renunció su padre para poder tenerla. Un indicio en ese sentido lo podría confirmar el hecho de que Julia fuera la única persona a la que le cantara “Muchacha (ojos de papel)” cada vez que ella quería escucharla. Un pequeño tributo que Luis Alberto pagaba gustoso porque era una ratificación de que su pequeña –o enorme– estratagema había funcionado. O simplemente un gesto de amor incondicional de un hijo con genes italianos que ofrenda su don a la mamma.

Se debe a la conjunción de una revista Noralí con el aprendizaje de los primeros acordes menores en tiempos de boom folklórico el despertar del artista. Fue un acto menor, acaso trivial, pero al muchachito de doce/trece años se le tornó mágico y revelador. Con los conocimientos adquiridos, pudo resolver una música que no requería mucho esfuerzo pero que accionó en Luis Alberto una palanca central que lo llevaría por un sendero de futuras iluminaciones. Noralí era una revista de modas para chicas que incluía artículos sobre actores destacados del momento, algún tipo de poesía (“Poesía sideral de un extraño planeta llamado Tierra”), mucho consultorio sentimental, cantantes juveniles (casi todos del Club del Clan) y fotos de chicas luciendo prendas del momento. La publicación tenía una sección medianamente fija que se llamaba “Noralí canta folklore”, y un día, hojeándola se la topó Luis. Parecía fácil (Mi menor y Re menor) y conocía el tema de haberlo escuchado en la radio: “Ky-Chororó” era una composición del cantor popular uruguayo Aníbal Sampayo, que después de ser publicada por su autor en el sello Pampa (el mismo que editó el simple de Luis Santiago Spinetta) a fines de los 50, encontraría versiones en las voces de Jorge Cafrune, Los Olimareños, Mercedes Sosa y Liliana Herrero. Es probable, aunque no seguro, que la que escuchó Luis haya sido la de Cafrune, publicada en su disco homónimo de 1962.
Sampayo le cantaba al río Uruguay, del cual supo decir que no era un río sino “un cielo azul que viaja”. El título, en guaraní, quiere decir “rema que rema”. Las canciones a las que Luis Alberto les siguió sacando los acordes, presumiblemente “Zamba de mi esperanza” y “Sapo cancionero”, fueron afianzando su oído y la posibilidad de sacar canciones sin ayuda escrita. Esos primeros escarceos con valsecitos y zambas le dieron un color que sabría llamar para sus propias canciones en casos muy puntuales, pero también le nutrieron la poesía, ya despierta por el tango, de tonalidades naturales, paisajes y metáforas. No lo sabía, pero el compositor se iba abriendo paso como el “canto azul que busca el mar” de “Ky-Chororó”, un rasguido doble o sobrepaso (subgénero folklórico) que vaticinaba futuros aciertos.
En 1962 y con la finalización del ciclo primario a la vista, los padres de Luis tuvieron que decidir dónde continuaría sus estudios. El Instituto San Román era una elección que les cerraba por todos lados, porque ellos no podían darse el lujo de costear una enseñanza privada, pero en ese entonces las escuelas estatales eran bastante buenas. Allí primó la decisión de Julia, ferviente religiosa que quería una educación católica para Luis Alberto, y su marido no se opuso porque no solo era un colegio con excelente reputación sino que además se regía por una cuota de cooperadora accesible al bolsillo del trabajador. “Mis viejos eran religiosos –aclara Ana–; de chicos, muchos años hemos ido a esperar las doce del 24 en Nochebuena a la iglesia, a la misa de Gallo. A misa fuimos siempre. Pese a todo, nosotros no salimos con esa religiosidad. Mi papá se fue poniendo religioso con el tiempo, pero la religión viene del lado materno, por mi mamá y mi abuela”.
A Luis Alberto ya le incomodaba usar delantal, pero creía que era por el excesivo almidón que utilizaba Julia en el planchado, que lo ponía rugoso y le raspaba el cuello. En el San Román tuvo que usar uniforme y también lo detestó desde el vamos. El cambio no le sentó bien y le despertó cierto enojo que rápidamente trocó en una rebeldía que se iría potenciando con el correr del tiempo y las nuevas amistades. Tuvo dos meses para forjarse una clara idea del colegio y lo dejó asentado por escrito en un trabajo práctico. Su redacción es notable no solo por su avanzado dominio de la gramática, o por su tremenda ironía –que aparentemente no fue reconocida por las autoridades–, sino porque deja ver la rapidez de Luis en asimilar el escenario que transitará durante los próximos cinco años, y una sutileza que será uno de sus tantos rasgos artísticos:
“Señor rector: Mis dos meses en San Román, si bien son pocos para juzgar, son también muy provechosos. Después del terror que, como es natural en los primeros días, se apoderaba de mí, fui habituándome a las normas del Instituto. Y cada día fueron apareciéndome tantos amigos, que hasta ese señor medio canoso, que habla ligero y que cambia los apellidos como Galotti por Galleta, se ha convertido no solo en rector desde los primeros días, sino también en un compañero más de todos aquellos que hoy tengo.
Conozco también a los celadores, a los que hacemos escribir de lo lindo durante las horas de clase como cuatro o cinco partes, (11) papelitos únicos de los que no soy amigo. Uno de esos celadores es el señor Iturralde, menudo, callado, pero siempre conocedor del reglamento, cosa que tampoco me agrada mucho pero que debo aceptarla. Y el otro celador, el ayudante, es el señor Salver, el severo, el de la voz de trueno, el führer del grado, el que cuida siempre de sus resfríos y de no romperse la cabeza con la ventana, como le sucedió días atrás. Conozco también al jefe de celadores, el imparcial que nunca se olvida de decirle a estos, que revisen el cabello; al señor Labraga, el cómico y buen director, el del sí o sí, lo conozco de cerca como amigo y extraordinaria persona. No sabe cabalmente comprender mis problemáticas.
Y lo que más aún me ha impresionado al cabo de este tiempo, es la buena enseñanza y disciplina, camaradería, el fervor que despierta en nosotros todos los domingos la misa y el deporte como complemento. Como dije anteriormente, es poco tiempo para juzgar, pero como hacer esto es obligación implantada por el señor Baena, lo hago. Y con gusto”.
El aludido Tristán Baena, el primer Rector y Director de Estudios del secundario del colegio San Román –inaugurado en 1955, siete años antes del ingreso de Luis–, responde como puede en el hueco que Luis le deja en la prolija página en donde confeccionó su trabajo práctico. Su letra, al lado de la fina caligrafía de Spinetta, es casi un desastre, y su texto, por momentos, se vuelve incomprensible:
“Nuestra manera de ver es convertir al San Román en una familia, que con buenos hijos como tú es fácil. Pero ni son males o no estudia (sic). Estimado Spinacca: Muy bueno tu trabajo.”
“¡Dos meses! ¡Hacía dos meses que había entrado! –se ríe Ana María–. Luis escribe todo prolijito y el tipo escribe todo mal, al pie, torcido. A dos meses de entrar. Un capo”.

Luis entró al San Román munido de una importante cantidad de conocimientos sobre temas varios, un tanto superior a la inquietud del adolescente promedio que en 1963 era bastante elevada. Buenos Aires comenzaba a ser el faro cultural de Latinoamérica con su movilidad ascendente y una clase media interesada en libros, cine y música de todo tipo, que por un lado apoyaba la modernidad y los procesos de renovación de todas las cosas, pero que al mismo tiempo rechazaba tanta novedad y se aferraba a sus viejas costumbres. Palito Ortega y Astor Piazzolla podían convivir en el menú musical de un joven; no tanto en el de Luis Alberto que ya tenía bastante desarrollado el sentido de lo que le gustaba y lo que no.
El San Román, pese a ser un colegio de curas, propendía a la modernidad y alentaba la participación estudiantil que, frecuentemente, lo desbordaba. Había mucho fermento cuestionador en la juventud que se interesaba por lo que había debajo de las sotanas y en las mentes de esos profesores laicos que, como buenos argentinos, se presentaban como ciudadanos a tono con los tiempos para retroceder unos cuantos pasos apenas los jóvenes apretaran su marcha. Eran tiempos donde, culturalmente, todo se movía.
Carlos Emilio Del Guercio llegó al Bajo Belgrano en los meses finales de 1962. Nació en Mar del Plata el 12 de abril de 1950, casi tres meses después que Spinetta; su familia se radicó un tiempo en Villa Adelina, pero en 1958 decidieron poner un hotel en Valle Hermoso, cerca de La Falda, Córdoba. Esa experiencia fue inolvidable para Emilio, que cada tanto vuelve a recorrer aquellos parajes. Al igual que Luis, era el hermano del medio; Ángel le llevaba dos años y Norma era dos años menor. “Mi viejo daba clases de entrenamiento empresario –cuenta Emilio–, él viajó y nosotros nos quedamos viviendo durante dos años allí. Tuvimos una vida de mucho conocimiento. Después volvimos a Buenos Aires, y mis viejos alquilaron una casa grande cerca de la Estación Rivadavia. Hice el último año del primario en el colegio Provincia de Santa Fe, en Cabildo y Pico; al siguiente mi viejo compra un departamento en Montañeses y comienzo en el San Román”.
Hubo algo de desarraigo en el aterrizaje de Emilio en el San Román; de estudiar en Córdoba pasó a una primaria porteña, la familia volvió a mudarse tras la compra del departamento y arrancó el secundario en otro nuevo colegio. Era tiempo de hacer, también, nuevos amigos, ¿pero quiénes? Emilio llegaba a la división de Primer Año B, Turno Tarde, con inquietudes y una formación diferente a la del resto. Fue natural que gravitara hacia Luis, que tenía una cara muy particular y un cuerpo muy delgado, y su sobrenombre, El Flaco, nace en el patio del San Román. “¿Viste cuando vas a un colegio nuevo –ejemplifica Emilio– que sos como un extranjero? Más en primer año, y vas buscando la carita que puede tener empatía con vos. Son como entrenamientos emocionales que uno tiene, hay alguno que por la cara ya pensás que no vas a tener buena onda. Luis tenía una carita muy singular, empezamos a hablar y advertimos que tenemos puntos en común: el interés por el dibujo, la lectura, la escritura, y la música”.
Enseguida prendieron brasa al calor de sus inquietudes culturales. Emilio y Luis tenían muy buen diálogo pero la amistad real surge un día en que los chicos de primer año se juntan para jugar un picadito en Figueroa Alcorta y Pampa. “Yo fui por pertenecer –dice Emilio–, porque la verdad es que era un tronco jugando al fútbol. La primera pelota que agarro en ese partido se la estampo en el medio de la cara a Luis. Me acerco, le pido disculpas, y a partir de un sentimiento de culpa se consolida algo más afectivo entre él y yo”. Cuando Luis entra al secundario, su camino y el de sus hermanos comienzan a tener diferentes recorridos. Ana ya tenía quince y Gustavo recién estaba en tercer grado. Lo mismo le pasaba a Emilio con Ángel, que le llevaba dos años y tenía un mundo muy distinto. “La presencia de Luis fue una compañía muy grande –continúa Del Guercio–; yo siempre fui un muchacho un poco más interno, Luis era más expansivo, más payaso. Nos complementábamos muy bien y hablábamos muchísimo de un montón de aspectos muy variados”.
La música formaba parte de ese encuentro de mentes entre Luis y Emilio, pero no era algo fundamental, sino un condimento. No había mucho de lo que pudieran hablar, salvo de su interés por The Ventures o The Shadows, pero tampoco constituía una cosa que predominara sobre las demás. El dibujo, las historietas, la literatura y la poesía los convocaban más que El Club del Clan. “Había muy pocos programas donde ver cosas que nos coparan –dice Emilio–, nosotros veíamos al Club del Clan, pero solamente nos gustaban algunos de sus artistas. Otras cosas no nos gustaban para nada. En la tele veíamos el Festival de San Remo y estábamos en contra de esa estética. Venía Rita Pavone y la escuchábamos y nos gustaba, pero no nos gustaban los artistas medio caretas, más impostados”.
Pablo Neruda se había transformado en un nombre familiar entre los alumnos del San Román por sus 20 poemas de amor y una canción desesperada. El estilo del poeta chileno les llamaba la atención por lo trágico, lo melancólico, lo exaltado y hasta lo incómodamente gracioso en versos como “mi cuerpo de labriego salvaje te socava”. A lo largo del secundario, Luis y Emilio fatigarían las páginas de las historietas de la revista Hora Cero, (12) como así también leerían poemas de Rimbaud, Baudelaire y Eugène Montel. “Nos interesaba mucho la poesía, aunque por ahí no la entendíamos. Compartíamos mucho con Luis el interés por algo que uno a lo mejor no entiende del todo, y el esfuerzo que hace para intentar comprenderlo, para poder llegar a ese mundo. ¿Viste que la poesía tiene unos modos alejadísimos del modo coloquial? La sintaxis, las uniones, las formas de unión y contraposición de los conceptos. Nos interesaba mucho porque conecta con una parte del lado espiritual del mundo. La poesía habla de una parte del mundo interno de las personas que no puede ser descripta con el lenguaje que usamos para relacionarnos”.
Los hogares de Luis Alberto y de Emilio pronto devinieron en incipientes talleres literarios y de dibujo. En ellos, y también en los momentos quietos de las aulas del San Román, ambos se retiraban cada uno por su lado para escribir poesías y después la compartían con el otro. Algunas han sobrevivido, como esta que Luis compuso en 1964:
Indiferente
Oigo el persistente y grisáceo sonido
de una estufa vieja de tiempos que olvido.
Oigo el incesante y neural ronroneo
de un gato que duerme sueño y terciopelo.
Oigo aquel grotesco sonido chispeante
de la olla de barro del añoso estante.
Oigo lo que veo, recuerdo y olvido,
a través del suave cristal del rocío.
Oigo también años de infancia infinita,
correr parpadeantes a la calesita.
Oigo pobres niños que piden, que esperan,
un pan que se niega, que tarda o no llega.
Oigo, pues sonidos, voces, ansias yertas,
que disipo o mato cerrando mi puerta.
Estos versos en manos de un adolescente de catorce años son de una infrecuente calidad. Tal como se los puede leer, la poesía es un arte que Luis parece haber dominado desde muy corta edad, donde exhibe ya una nostalgia propia de un hombre más grande, gesto al que el rock argentino de los primeros años siempre fue proclive. La sensibilidad social y la mirada que detectan injusticias, ya están ahí, anticipando plegarias.
Más adelante, los atraparía la literatura: Julio Cortázar, Leopoldo Marechal, un poco de Jorge Luis Borges, o cosas más extrañas como H.P. Lovecraft, o más exquisitas como Abelardo Castillo y Macedonio Fernández serían leídas con ganas por Emilio y Luis Alberto, que pese a su amistad competían pero con armas nobles. Eso quedaría en evidencia cuando editaran sus propias revistas cada uno por su lado; Emilio hizo La costra y Luis Alberto creó La cosa degenerada. Luego conjugarían las dos publicaciones en un único número de La costra degenerada. “Compartíamos muchas cosas –reconoce Emilio–, pero con los años me di cuenta que competíamos creativamente. Eran revistas que las hacíamos a mano, con máquinas de escribir, le agregábamos un dibujo, un chiste, y las hacíamos circular. Siempre buscando algo que impresionara, que fuera como incómodo. Era algo prohibido, muy under, entre los compañeros”.
–¡A ver! ¡Deme eso que tiene ahí! –levantó la voz un profesor que confiscó el único ejemplar de La costra degenerada.
El pibe que la estaba haciendo circular no tuvo más remedio que entregarla o comerse un parte de amonestaciones. Fue el fin de la aventura editorial de Spinetta-Del Guercio. “¡Después nos enteramos que en la sala de profesores la leyeron y se cagaron de risa!”, concluye Emilio.
Para ese entonces, el interés por las revistas de colegio había mermado en ambos. Había llegado algo mucho más interesante que iba a sacudir los cimientos del San Román de arriba abajo y que tanto Luis como Emilio iban a propagar como si fuera un evangelio.
Y de algún modo lo fue.
8. Tema de Nicola Paone, hijo de italianos nacido en Estados Unidos. Un himno para los antiguos inmigrantes.
9. Gonzalo Pallas es el hijo de Ana y sobrino de Luis, que también se dedicó a la música y actualmente forma parte de los grupos Amel y Meteorito.
10. La Tienda Ruby tenía dos sucursales, una en Cabildo y Guanacache (desde 1961 Franklin D. Roosevelt), y la otra en Cabildo y La Pampa. A fines de los 70 cerraron sus puertas.
11. El parte de amonestaciones se utilizaba para comunicar faltas de conductas a los padres de los alumnos.
12. Hora Cero era una revista de historietas argentina. Su tira más trascendente fue El Eternauta, con guiones de Héctor Germán Oesterheld y dibujos de Francisco Solano López.