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Haciendo esclava a la fortuna

Don Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar, III duque de Osuna (1574-1624). Nombrado en 1610 virrey de Sicilia, pudo haber cambiado la historia naval de España. Inteligente, enérgico y audaz, tenía la mente despierta y gran cultura. Su política naval en Italia, basada en la guerra de corso, tuvo un éxito extraordinario. Los enemigos de España, sufrieron bajo los golpes de sus armadas, pero no pudo superar la envidia que sus éxitos suscitaban en la Corte. Fragmento de un cuadro atribuido a Bartolomé González, en el que el duque lleva la banda roja de la caballería española e imperial sobre una media armadura pesada, como las usadas en las compañías de lanzas, de las que mandó dos en Flandes. En el cuadro aparece con su pulgar derecho, que perdió en 1606 en el asalto a la fortaleza de Grol.
Colección privada.

De Asia fue el Terror, de Europa espanto y de la África rayo fulminante;

los puertos y los golfos de Levante, con sangre calentó, creció con llanto.

Inscripción en el túmulo de don Pedro Tellez de Girón, duque de Osuna Francisco de Quevedo

Ese que hiciste capitán famoso,

ese que el mundo por edades nombre, de cuyo aliento Marte está envidioso,

de cuyo nombre tiembla cualquier hombre; a quien se debe el triunfo victorioso,

a quien se le atribuye por renombre

ser vencedor de aquesta acción primera, ya sabes que es el Capitán Ribera.

El asombro de Turquía y el valiente toledano

Luis Vélez de Guevara, en honor al vencedor de cabo Celidonia

1.1 La guerra de Osuna

Don Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar, era un grande de España destinado a protagonizar el final de una época. Uno más de quienes, por su cuna, estaba destinado a ser educado y formado de la mejor manera posible en el mundo de su tiempo. Su patria era, cuando nació en 1574, la más poderosa del mundo, y dedicó su vida a que lo siguiera siendo. A pesar de que disponía de poder e inmensas riquezas, combatió con arrojo en los campos de batalla e hizo todo lo posible para mejorar la armada española y cambiar el adverso destino que parecía cernirse sobre el horizonte de su nación.

Magníficamente educado por su preceptor, Andrea Savone, estudió en Salamanca filosofía, retórica y leyes, pero eligió el oficio de las armas, sirviendo en la expedición contra los rebeldes de Aragón, en 1588. Luego, bajo la dirección de Alfonso Magara, aprendió historia, geografía, matemáticas, y elementos de mecánica y arquitectura aplicados a las fortificaciones. Se ejercitó también con la espada y las herramientas de su profesión, para mejorar su destreza, aunque ya de niño, su abuelo se había ocupado de que dicha formación no le faltase, y le había recomendado que «no había de criarse solamente en letras, porque no se hiciera flojo y descuidado en su particular provecto... y a quien convenía emplearse en la caza, así, para ejercitar el cuerpo como para revelar el ánimo de los cuidados y tristezas».

España estaba acostumbrada a las operaciones combinadas de mar y tierra y, desde el siglo xvi, contaba con una excelente infantería de marina. El duque de Osuna aprovechó al máximo las cualidades de sus soldados y la agresividad e iniciativa de sus marinos.

Tras residir unos años en Francia, acompañando al duque de Feria, que era el embajador ante la Corte de Enrique IV, regresó a España y se casó en 1594. Había tenido hasta entonces todo tipo de incidentes y pendencias, derivados de su carácter y de su orgullo, lo que acabó produciéndole problemas con la justicia, que, en 1600, lo ingresó preso en Arévalo. Logró escapar con la ayuda de su tío, el condestable de Castilla, y marchó a Flandes, donde acabó alistándose como soldado raso en el tercio de Simón Antúnez, antes de pasar a mandar dos compañías de caballería2.

Seis años pasó combatiendo en los Países Bajos, donde «sirvió sin diferencia de los demás soldados; gastó mucho dinero de su hacienda y fue tenido por padre, amparo, ejemplo de soldados y excelente capitán3». En 1604 fue a Londres, y allí pudo conocer con detalle el excelente sistema inglés de organización naval.

Opuesto a la paz con los holandeses, se le concedió el Toisón de oro por sus méritos de guerra y regresó de nuevo a España. En Madrid, después de una audiencia privada con Felipe III, el rey llamó al Consejo, que se reunió en su presencia. Durante dos horas los impresionó con sus explicaciones sobre la situación en que había quedado Flandes. Fue el empujón que necesitaba para que el rey le nombrara gentilhombre de cámara con plaza en el Consejo de Portugal y le convirtiera en su consejero personal sobre los negocios de Flandes y la tregua con las Provincias Unidas.

En 1610, expuso ante el Consejo los motivos por los que alegaba que él podía ser la persona idónea para ocupar el puesto vacante de virrey de Sicilia. Sostenía que los enemigos de España habían logrado poder y riqueza, gracias a que lentamente habían ido despojando a la nación de las suyas, realizando una permanente guerra corsaria, por lo que ahora, estaban en situación de iniciar una ofensiva. España, por el contrario, había renunciado a la guerra naval, y lo único que había conseguido, era debilitarse cada vez más. Citó como ejemplo el caso de la propia Sicilia que, desde Lepanto, había sufrido más de ochenta asaltos turcos y berberiscos, en los que miles de cristianos fueron llevados como esclavos sin haber recibido respuesta alguna. Su proposición era hacer, a mayor escala, una guerra corsaria ofensiva como la que los caballeros de Malta libraban sin descanso. Lo nombraron virrey y llegó a Sicilia en marzo de 1611. Inmediatamente, con su impresionante energía, demostró cómo iba a ser su gobierno: en los primeros tres días ahorcó a nueve bandoleros y quemó a otros dos. Luego se puso manos a la obra en el arreglo de las finanzas, algo esencial si se quería mejorar el gobierno de la isla.

En cuanto a la situación militar, era similar a la del resto del imperio. Faltaba el dinero, no cobraban puntualmente ni marineros ni soldados y la flota que le ofrecían se limitaba a nueve galeras. Dos no estaban en condiciones de navegar, y las otras siete carecían de remeros en el número suficiente para hacerse a la mar con garantías. Por si fuera poco, el general de las galeras de la Armada de Sicilia, Pedro de Leyva, estaba en Madrid, y no parecía tener intención de regresar a su puesto. Pidió galeras a la Corte, pero jamás se las enviaron y, las que había, se unieron a las de Nápoles, Génova y la Orden de Malta en la expedición a las Querquenes, en la que apenas lograron nada importante.

Sin embargo, Osuna no se desmoralizó, y decidió apoyar con naves y tropas4 a un presunto descendiente del último emperador de Bizancio llamado Osarto Justiniano, al que ayudó en su rebelión contra las autoridades turcas del brazo de Mayna. Después de una dura lucha lograron hacerse con la fortaleza de Navarino, obteniendo una base en pleno territorio enemigo en solo dos meses de campaña.

Gracias a su energía y trabajo incansable, el virrey logró un tributo extraordinario con el que puso al día las soldadas y pagas atrasadas y mejoró y repuso todo tipo de materiales en los almacenes. Remozó las galeras disponibles e incluso construyó una nueva capitana para la flota, una excelente galera de fanal o lanterna pero, sobre todo, realizó un cambio sustancial al unificar la figura del capitán de mar con el de guerra, algo que en los decenios siguientes se convertiría en la norma común.

Las consecuencias de la iniciativa del virrey se notaron pronto en el arsenal de Sicilia, que no había tenido en mucho tiempo semejante actividad. La artillería, los pertrechos, todos los materiales —barriles, cuerdas, jarcias o velas— se almacenaban sin descanso; se creaban puestos de trabajo y se facilitaba un desarrollo nunca visto. Lo único evidente era que la Junta de las Armadas de España no había autorizado ni supervisado la creación de una flota que, por otra parte, era de creación privada.

Entre otras novedades5, el duque estableció que el salario de los soldados y de la marinería no se viese afectado por el destino que tuviesen, lo que era un interesante antecedente de métodos que aplicarían los ingleses años más tarde.

Dispuesto a probar suerte lo antes posible, envió seis galeras al mando del general Antonio de Pimentel contra Túnez. La medianoche del 23 de mayo de 1612, entraron en el puerto de Cartago cien soldados que se dirigieron en sus chalupas contra los barcos fondeados. Los destruyeron con bombas incendiarias con las «que se abrasaron sin poderse remediar unas a otras, hasta que todas se fueron al fondo hechas cenizas». El resto de los bajeles pequeños y galeras también fueron totalmente incendiados. Solo sacaron a mar abierto un navío de casi 1000 toneladas cargado de riquezas y mercancías y algunos más pequeños, dejando la ciudad, según cuentan las crónicas, «arruinada y deshecha», con su armada destruida y «sus naos abrasadas y muertos sus soldados y marineros pichilines y turcos y de otras naciones en muy gran cantidad».

Un galeón español es atacado por varias galeras turcas. Lo ocurrido en aguas de Chipre, en cabo Celidonia, entre el 14 y el 16 de julio de 1616 merece ser destacado como una de las mayores hazañas de la historia de la guerra naval. Consagró para siempre, la superioridad de las naves mancas sobre las de remos. Óleo de Juan de la Corte. Museo Naval. Madrid.

Por si el éxito logrado fuera poco, se encontraron con las siete galeras de la flota de la armada de galeras de Nápoles del marqués de Santa Cruz, a las que se unieron para atacar el puerto de Bizerta —en Túnez—. Con solo diez bajas lo arrasaron en su totalidad, incluyendo sus nuevas atarazanas, haciendo centenares de cautivos.

El éxito de Osuna, que envió a la Corte magníficos regalos, comenzó a atraer a Sicilia a centenares de aventureros, muchos de ellos marinos y soldados con gran experiencia, verdaderos «caballeros de fortuna», que veían una nueva forma de lograr riquezas y fama. La mayoría eran españoles, como Alonso de Aguilar, Manuel Serrano o Francisco de Ribera6, otros italianos, e incluso franceses, como Pierres o Langland. Con ellos y sus ideas, el duque estaba a punto de llevar adelante sus planes: cambiar el curso de la historia y enviar al olvido la supuesta decadencia de su nación, metiendo el miedo en el cuerpo a los enemigos de España.

Equipó tres galeras que acababa de construir y, en 1613, logró de forma sorprendente patente del rey Felipe para operar en corso con su flota privada, gracias a las gestiones realizadas ante el conde de Uceda, que se quedaría a cambio con una parte sustancial del botín. A comienzos de la primavera, las naves «privadas» de su flota, encabezadas por la Concepción, la capitana, y la Osuna, Peñafiel y Milicia, se unieron a las de la armada de galeras de Sicilia —Patrona, San Pedro, Escalona y Fortuna— para una acción militar contra las costas de Argelia, al mando de Octavio de Aragón7. Con solo dos muertos capturaron cerca de 800 enemigos y arrasaron Jijel, probando que la teoría del corso del duque funcionaba también en la práctica.

En agosto, cargadas de armas y bien equipadas, las galeras partieron hacia Oriente en misión de búsqueda y destrucción de cuanto mercante o nave de guerra se encontrase en su camino. Los éxitos se sucedieron y Aragón destruyó el día 29 cinco galeras otomanas, más dos que vararon sus tripulantes para escapar. Entre los prisioneros estaban Sinari Bajá, comandante de la flota y cómitre de la Sultana de Ali Bajá en Lepanto, y su hijo Mahamet, bey de Alejandría, junto a sesenta im- portantes personalidades. Los musulmanes perdieron en el combate cuatrocientos hombres por solo seis españoles muertos y treinta heridos.

En los meses siguientes continuaron los triunfos. Los hombres del duque descubrieron un intento turco de atacar Mesina con barcos disfrazados de venecianos y, si bien perdieron los puestos tomados en Morea, el duque siguió apoyando a los rebeldes griegos con armas y pertrechos. Por entonces, se unió al servicio del duque un aventurero más, un cojo y algo miope caballero, tan bueno en las letras como diestro con la espada: Francisco de Quevedo8, quien con el tiempo se convertiría en uno de sus mayores admiradores.

Don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marqués de Denia, marqués de Cea, sumiller de Corps, caballerizo mayor, y valido del rey Felipe III. Logro controlar España y tomar las principales decisiones políticas durante casi veinte años. Durante su gobierno, el duque de Osuna fue nombrado virrey de Sicilia y luego de Nápoles. Obra de Pedro Pablo Rubens realizada en 1603. Museo del Prado, Madrid.

Ese año repartió el duque más de 150 000 ducados en la Corte española, pero lo que parecía que iba bien se torció por una serie de problemas nuevos. El primero, que se le ordenó colaborar con las armadas reales en una operación conjunta con el hijo del duque de Saboya, el príncipe Filiberto. La misión no salió conforme a lo planeado y fue un fiasco, pues los turcos se retiraron, pero pudieron escapar sin problemas. Enfurecido con la actitud del saboyano, se encontró, además, con que Leyva había regresado a la isla y exigía el mando de la escuadra que tan bien dirigía Octavio de Aragón9. Por si fuera poco, la Corona no le apoyó en su intento de reforzar a los rebeldes de Justiniano en Grecia.

La demoledora eficacia de los hombres del virrey no solo no impresionó en la Corte, sino que los celos y envidias que empezaba a suscitar, junto a la tradicional miopía de los administradores españoles, provocaron que se le advirtiese en el sentido de no continuar con sus acciones corsarias, ya que «la infantería española no quiere Su Majestad que se acostumbre a piratear» y, en 1615, el Consejo prohibió a los virreyes el ejercicio del corso. A Osuna se le prohibió específicamente mandar naves armadas a Levante, y las de Leyva, al fin y al cabo, reales, fueron destinadas a Génova. A veces parecía que el mejor general turco estaba en Madrid y no en Estambul.

No le quedó otro remedio al duque que dedicarse al soborno de la ya envilecida y corrupta Corte española. Las sumas entregadas fueron inmensas. Uceda, Calderón, Aliaga, y otros nobles de la camarilla real de Felipe III comenzaron a recibir tanto dinero y joyas que, en palabras de Quevedo, «estaban ya más untados que brujas». No obstante, de algo sirvió soltar oro de forma tan generosa. El 26 de diciembre de 1615, Osuna fue nombrado virrey de Nápoles.

1.1.1 Tres días de julio: la batalla del cabo Celidonia

El duque intuía que, si debía de sacarse alguna ventaja de la guerra en el mar contra el turco y los berberiscos, era preciso sorprender al enemigo de alguna manera. Si bien el prestigio de las armas de España se apoyaba desde hacía más de cien años en el buen uso de las galeras, y a su armada no le iban mal las cosas, tal vez la poderosa artillería de los barcos redondos, o naves mancas, podía servir para decidir encuentros cercanos contra enemigos muy superiores. Por este motivo se ordenó la construcción de seis naves redondas. Un renegado cristiano, Simón Daucer, había enseñado a los argelinos la construcción de barcos redondos, y las ventajas de estos se habían hecho notar en algunos encuentros aislados. Tal vez mereciese la pena probarlos en el tipo de guerra a la que ya se estaba acostumbrado.

Para hacerlos, continuó con su imaginativa idea moderna y liberal, más propia de los enemigos herejes de España, que de la conducta del reino católico. Su construcción se llevó a cabo sin afectar a las rentas de la Corona, lo que le permitió eliminar el engorro que constituían los administradores e interventores de cuentas de la burocrática y lenta maquinaria del imperio. No es de extrañar que el duque se refiriese a su recién nacida armada como si fuera suya, pues en efecto así era.

Una vez botados, correspondió al capitán Francisco de Ribera probarlos. El virrey le ordenó que se dirigiese contra la vieja fortaleza española de La Goleta, junto a Túnez, y ver el resultado. Con el mejor de los galeones, Ribera se presentó en el puerto y entró en él en medio de las descargas de la excelente artillería de la fortaleza. Perdió tres hombres, pero hundió un bajel berberisco y capturó otros tres. Estaba claro que el frío y duro capitán toledano prometía. Osuna, solicitó el ascenso de Ribera al Consejo, que le fue denegado por haber actuado en corso, diciéndole al duque que «como había ido en beneficio de Pedro Girón, a él le tocaba satisfacerlo».

El teatro de operaciones del Mediterráneo oriental. Obra de Abraham Ortelius publicada en 1601 en Theatrum Orbis Terrarum Abrahami Ortelii Antverp. Geographi Regii.

Dicho y hecho. Las seis naves mancas del duque quedaron a las órdenes del capitán Ribera; dos galeones, Concepción, capitana, de 52 cañones y Almiranta, de 34, al mando del alférez Serrano; dos naos, Buenaventura, de 27, con el alférez Iñigo de Urquiza y Carretilla, de 34, con el alférez Valmaseda; una urca, San Juan Bautista, de 30, con Juan de Cereceda, y el patache Santiago, de 14, al mando del alférez Garraza. Las órdenes eran claras y simples: llegar hasta el fondo del Mediterráneo, buscar a la armada del turco donde quiera que se encontrase y hacerle todo el daño posible10.

El 1 de julio por la mañana, se capturó un barco griego de cabotaje y, gracias a la información de su tripulación, Ribera supo que, en la isla de Quíos, en el Dodecaneso, se estaba concentrando una flota de galeras turcas para ir en su busca. Él decidió dar el primer golpe. Ordenó abandonar Chipre y dirigirse hacia el cabo Celidonia, el punto por el que las galeras turcas debían de pasar necesariamente, y donde podía sorprenderlas.

Comenzaba a amanecer el 14 de julio, cuando los vigías de Ribera avistaron velas en el horizonte que parecían corresponder a las galeras otomanas. Sin embargo, lo que vieron no era lo esperado. No se trataba de «una flota» turca, era, literalmente, «la flota». Pasmado en el puente de su capitana, Ribera fue informado con precisión del número exacto de naves enemigas: cincuenta y cinco, que navegaban en boga de combate directamente a su encuentro, desplegándose en formación abierta para arrasar a los barcos españoles.

La única solución, viendo la disparidad de fuerzas, era intentar escapar, pero antes se podía intentar, al menos, dar un pequeño escarmiento a los turcos. Así pues, una vez dada la voz de todos a las armas, los navíos españoles comenzaron a desplazarse para situarse como su capitán había decidido. Maniobrando para tomar barlovento, se aproximaron, como si fueran a embestir a las galeras turcas que avanzaban hacia ellos y, en cuanto pudieron, viraron dándolas la popa ante el asombro de las tripulaciones turcas, que estupefactas, habían contemplando con sorpresa como los grandes barcos redondos de los cristianos se les echaban encima.

Dispuestos en dos grupos, cada uno con tres barcos, las grandes lanchas de socorro, que podían llevar una pequeña vela, pero que contaban con remos, fueron botadas y situadas en la proa, para que sus remeros pudiesen ayudar a los barcos a escapar. Una vez en la posición buscada, era evidente para el almirante turco que los españoles querían huir, por lo que aumentó el ritmo de boga para intentar atrapar a sus enemigos ante de que lograsen alejarse, ahora que tenían el viento a favor. Sin embargo, los veleros seguían manteniendo una posición perpendicular frente a la media luna de las galeras que avanzaban sobre ellos, lo que demostraba claramente que iban a intentar algo, aunque pareciese del todo imposible.

Ribera había decidido disparar a la «española», es decir, en vez de lanzar su andanada a la máxima distancia posible, esperó hasta que las galeras estuviesen lo suficientemente cerca como para asegurar un impacto certero de los proyectiles11. Obviamente, los barcos españoles no pensaban suicidarse y Ribera no quería dar a las galeras la posibilidad de que le abordasen. Por ello, había decidido usar solo artillería de choque —proyectiles que hiciesen daño al enemigo en su estructura— que, al fin y al cabo, era lo más eficaz dada la disparidad de fuerzas.

Uno tras otro, los barcos españoles lanzaron sus «pelotas rasas» con sus cañones más potentes de su banda de estribor, mientras que algunas de las galeras turcas, usando sus cañones de crujía, comenzaban a devolver el fuego. Los impactos de los proyectiles esféricos de hierro, volando casi a la velocidad del sonido, hicieron daño a las galeras turcas que iban en vanguardia, destrozando sus cascos y abriendo algunas vías de agua. En la segunda andanada, las «balas rojas», proyectiles lanzados al rojo vivo, y las «desarboladoras», dos bolas de hierro unidas por una cadena, alcanzaron a las galeras, destrozando remeros, velas, palos, antenas y jarcias. La lluvia de fuego debió de ser realmente demoledora para la moral de los turcos, con las bancadas de remos y la arrumbada llenas de muertos y heridos despedazados, pues frenaron su impulso.

A base del esfuerzo de los remeros de las fragatillas que iban en la proa y, con la fuerza del viento, al cabo de unas horas, cuando ya anochecía, la pequeña flotilla de Ribera rompió el contacto y se alejó de la flota turca. No había sufrido ni una baja, pero tampoco había logrado nada especial. Ocho de las galeras otomanas estaban seriamente dañadas y habían perdido sus palos o tenían las velas destrozadas, otras tenían vías de agua, al resultar alcanzadas bajo la línea de flotación y, en total, habían perdido unas decenas de hombres entre muertos y heridos, muchos de ellos galeotes, pero en conjunto, toda la inmensa flota turca seguía plenamente operativa. Su almirante debió de pensar que se le había escapado una buena ocasión para atrapar a la pequeña escuadra corsaria que estaba dañando la navegación comercial en la zona, pero es seguro que no podía imaginar lo que iba a suceder, pues nadie en su sano juicio hubiese actuado como lo iba a hacer Ribera.

Durante la noche, en los barcos españoles hubo una intensa actividad. El capitán Ribera no estaba en absoluto de acuerdo con el resultado del combate y, en un consejo de guerra celebrado en el Concepción, decidió que la cosa no podía quedar así. Había que virar para ir contra la flota turca. Durante toda la noche, con suave viento a favor, los barcos españoles dieron un rodeo de treinta millas náuticas y, al amanecer del día 15, los veleros de Ribera se presentaron de improviso a popa de la inmensa formación turca.

La posición de las galeras les impedía utilizar su sistema habitual de combate, que consistía en embestir la amura del barco enemigo de proa, para poder usar el espolón forrado de hierro y, una vez trabada la nave, abordarla. Aprovechando la sorpresa, los seis buques españoles se adentraron en la formación turca para poder disparar a estribor y babor toda su artillería pesada, evitando aproximarse demasiado a los turcos. Durante el combate, los artilleros fueron usando diferentes tipos de proyectiles en función de la posición y distancia de sus naves mancas con respecto a los «brazos» o remos de las galeras que, desesperadamente, trataban de maniobrar para dar la proa a los barcos enemigos e intentar trabarlos para luego abordarlos.

La flota turca era tan grande que los barcos más alejados no podían ayudar a los que se encontraban en la zona de combate, en la que los dos galeones españoles iban en vanguardia, seguidos por las urcas y con la nao y el patache como apoyo. La lluvia de fuego que lanzaban sobre las galeras, era realmente sobrecogedora, «pelotas rasas», «pelotas de puyas», «linternas de pedernal» y «balas de piedra», se empleaban a larga distancia. A media se disparaban «desarboladoras», «estoperoles» y «cabezas de clavos», y a corta, «dardos con cabeza armada de hierro y revestidos de estopa bañada en pez» o «botes de metralla». El efecto era espantoso, brazos, cabezas y piernas eran arrancados de cuajo. Se mezclaban con las astillas de madera que volaban como metralla, destrozando a remeros, soldados y tripulaciones. Arrasando bancales y remos. Haciendo trizas la pavesada que cubría las bandas y barriendo la arrumbada en la que se concentraba la infantería turca.

Las galeras, desesperadas, no lograron en ningún momento superar la línea de distancia artillera, sufriendo un terrible castigo que se prolongó hasta las cuatro de la tarde, momento en que Ribera decidió dar un merecido descanso a sus artilleros y rompió de nuevo el contacto, retirándose, pero manteniendo las velas turcas a la vista. Los daños en las galeras eran enormes. Diez de ellas tenían graves averías, estaban escoradas, con vías de agua y desarboladas. Las bajas se contaban ya por centenares y, durante toda la jornada, no habían logrado ni siquiera abordar a uno de los navíos cristianos.

El 16 de julio, dos días después, los barcos españoles volvieron a la carga y se acercaron otra vez a los sorprendidos turcos, que de nuevo veían cómo una lluvia de fuego les caía encima sin poder dar una respuesta efectiva. Como en la jornada anterior, las galeras trataron de aproximarse a los barcos españoles, pero la altura de las bandas de las naves mancas les impedía abordarlas con eficacia. Aunque llegaron a lanzar sus arpones con cadenas de sujeción, la artillería menuda y giratoria de las naves españolas, formada por falcones y falconetes, lanzó descargas de metralla que tuvieron un efecto devastador sobre los jenízaros, que, con un valor rayano en el fanatismo, intentaban desesperadamente asaltar los galeones y naos. Cuando faltaba una hora para mediodía, los buques de Ribera, faltos de munición, comenzaron a tener problemas. El cansancio y el agotamiento de sus tripulaciones eran patentes, pero para entonces, los castigados turcos no podían ya más. La Real turca se retiró con la proa destrozada a cañonazos y, tras ella, el resto de su flota. A las tres de la tarde no quedaba ninguna galera turca a la vista y los barcos españoles se agruparon para darse apoyo mutuo y evaluar los daños.

Los turcos habían perdido 11 galeras en los tres días de batalla, pero otras 15 estaban literalmente hechas picadillo, y de ellas, 8 se hundieron camino de las costas del Líbano, lugar al que se retiró la flota turca para reponerse. En total, 1200 jenízaros y combatientes turcos estaban muertos y, con ellos, casi 2000 galeotes. Por su parte, la flota española había perdido 43 soldados y 28 marineros. Los dos galeones quedaron destrozados, sin un solo palo ni verga entera y cortada la jarcia y, todas las demás naves, muy dañadas12. El galeón Concepción y el patache Santiago estaban tan mal que tuvieron que ser remolcados. No obstante, la victoria de Ribera, que había resultado herido en la cara, había sido asombrosa e iba a cambiar para siempre la guerra en el mar.

Ya nadie podía dudar de la superioridad técnica de los galeones y otras naves redondas en los combates navales a larga y media distancia. No solo maniobraban mejor, sino que además su potente artillería causaba en las galeras enemigas un daño inmenso, ante el que nada podían oponer.

Con la moral por las nubes, la flota de Ribera marchó a Candia, en la costa cretense, para reparar daños y recuperarse. Lo hicieron con tranquilidad, libre el mar de enemigos, y aprovechando el material que había en las presas hechas en las semanas anteriores. Cuando estuvo listo, sus barcos reparados y las tripulaciones descansadas, puso proa a Brindisi, en Italia, donde llegó con 15 naves capturadas y cargado de oro.

El inmenso triunfo de Ribera fue objeto de debate entre especialistas durante años. Se hicieron todo tipo de versiones sobre lo sucedido en Celidonia. La fama del capitán español alcanzó cotas increíbles, muy semejante a la obtenida en su momento por don Álvaro de Bazán tras la batalla de las Terceras. Era el héroe del momento. El rey le otorgó el hábito de la Orden de Santiago y el título de almirante y Luis Vélez de Guevara escribió una comedia en su honor: El asombro de Turquía y el valiente toledano.

Unos días después de su victoria inmortal, el duque de Osuna hizo su entrada triunfal en Nápoles, para ocupar el cargo de virrey. En las semanas siguientes, con su habitual eficacia, se dedicó a poner en orden el reino y a preparar la flota, a la que consideraba inútil y de escaso valor. Así que solicitó a la Corte doce galeones con los que reemplazar la fuerza de choque de la armada de Nápoles, que solo contaba con galeras. Ahora ya no tenía dudas de donde estaba el futuro.

Su demanda fue rechazada, y se le reiteró la prohibición de realizar el corso con sus naves, algo que el valeroso duque, por supuesto, ignoró. De hecho, una de sus primeras medidas fue armar en corso cinco galeones nuevecitos, que pagó él mismo, para enviarlos a las costas de Levante, donde durante medio año, hasta la llegada del invierno, depredaron sin misericordia toda vela que tuvieron a la vista hasta dejar el mar desierto.

Durante el otoño, mientras sus galeones arrasaban las costas de Líbano, Siria y Turquía, sus galeras fueron enviadas contra el corsario Assan, un peligroso renegado calabrés que andaba por Malta. El 2 de septiembre localizaron su flota de 12 galeras y, tras dos días de lucha, las destrozaron, obteniendo un nuevo triunfo. Pero Osuna quería más, mucho más.

1.1.2 Misión de audaces: el cañoneo de Estambul

Un día de octubre de 1616, el general Octavio de Aragón, comandante de las galeras del duque de Osuna, recibió la orden de marchar contra los turcos con sus nueve naves. Entre los expedicionarios estaba el duque de Estrada, don Diego, uno de los más conocidos «guzmanes»13, pariente lejano del virrey y, como los castellanos de la época, vanidoso, fanfarrón y pendenciero. Eso sí, un combatiente de primera.

Tras dirigir sus galeras hasta el Dodecaneso, atravesaron las islas griegas y pusieron proa a Estambul. Allí, navegando a la «turquesa», es decir disfrazadas de naves musulmanas, se presentaron en el mar de Mármara, entre los Dardanelos y el Bósforo, atravesándolo, y llegando a las puertas de la vieja Constantinopla. Conscientes de que estaban en la capital de los temidos y odiados enemigos turcos, se aproximaron a la costa y, como dijo Estrada: «llegamos hasta los castillos de Constantinopla, los cuales con mucho desenfado acañoneamos». A continuación, escaparon antes de que los alucinados y sorprendidos otomanos reaccionaran. Pero no lo lograron. Los turcos movilizaron, según Estrada, sesenta galeras —ya serían menos—, con las que bloquear la salida de los Dardanelos.

Las naves de Aragón, esperaron hasta la noche y, agrupadas, embistieron al grueso de la flota turca. Tras un duro combate, lograron abrirse paso y escapar a mar abierto y, a fuerza de brazos y con algo de suerte, lograron huir. Dice Estrada:

La lucha en el Mediterráneo en la primera mitad del siglo xvii fue una constante puesta a prueba de las bondades y defectos de naves de brazos frente a las naves mancas. Las batallas de cabo Celidonia y Ragusa demostraron, claramente, que el futuro estaba en el galeón y su heredero natural, el bajel de línea. Galeón y galeaza, por Monleón. Museo Naval. Madrid.

Tomamos el viento en popa, que era recio, y apagando los fanales pequeños, que por señal llevábamos en las proas, quedó solo la de la capitana, la cuál dio orden que las ocho galeras fuesen la vuelta de los Fornos, camino de Alejandría, que ella seguiría.

Tras hacerlo así, la capitana, con su fanal encendido, atrajo a los turcos. Al cabo de unas horas lo apagó, logrando escapar, para reunirse con el resto de la flota, según lo convenido, unos días después. La entrada de la flota corsaria de Octavio de Aragón en el mar de Mármara había sido una hazaña valerosa y extraordinaria. No tenía efectos prácticos, pero su cañoneo de los castillos costeros demostró a Europa que la flota del duque de Osuna no se detenía ante nada.

La escuadrilla continuó su raid por el Mediterráneo oriental, con eficacia y valor. Después de unos días de navegación sin sobresaltos, lograron capturar luego de un duro combate a diez caramuzales turcos cargados de riquezas14 y, posteriormente, conocieron la victoria de Ribera y la noticia de que la flota otomana estaba deshecha. La reacción del sultán, indignado por las humillaciones sufridas, no se hizo esperar: encarceló a varios religiosos cristianos a los que consideraba espías.

Visto que la situación diplomática podía ser grave, temiendo causar más problemas que beneficios a su señor el virrey, Octavio de Aragón decidió regresar a Italia. Su descanso duraría poco, pues el atrevido duque de Osuna había puesto sus ojos de halcón en una nueva presa.

1.1.3 Afeitando al León: contra la Señoría de Venecia

Si había dos naciones en la Europa cristiana que se miraban con rencor, eran España y Venecia. La república adriática necesitaba de los turcos para poder mantener su lucrativo comercio con Asia y, por lo tanto, intentaba mantener en lo posible buenas relaciones con el imperio otomano, lo que iba en contra de los intereses de los Habsburgos, ya fueran españoles o austriacos. Además, el comercio con Oriente, muy debilitado desde que los portugueses abrieran la ruta de la India, seguía siendo la fuente principal de sus ingresos y no se podían permitir el lujo de perderle.

La rivalidad con España se agravó a lo largo del siglo xvi, cuando por efecto de las conquistas españolas, ambas naciones se convirtieron en vecinas mal avenidas. En el caso del virreinato de Nápoles, su costa adriática estaba demasiado próxima a un área que la república veneciana consideraba esencial para su supervivencia. Dispuestos a perjudicar a España todo lo que pudiesen, los venecianos entregaron enormes sumas de dinero a Saboya y Francia durante la guerra del Piamonte, intentando de esa forma dañar el tránsito por la esencial vía terrestre española de Lombardía a Flandes, el famoso Camino español, abierto en el siglo xvi.

El duque de Osuna y sus consejeros, se dedicaron por lo tanto a ver qué medidas podían tomar para contrarrestar las actividades venecianas. Las ideas del virrey eran como siempre acertadas, pero la torpe política del gobierno de Felipe III dio al traste con sus excelentes iniciativas. El duque quería rehabilitar el puerto de Brindisi y convertirlo en una escala esencial del comercio de Levante con Italia, para así debilitar a los venecianos, también estaba de acuerdo con la Corte en la idea de apoyar con hombres y dinero al Milanesado.

Finalmente ideó un plan a la medida de sus ambiciones. Dejarse de historias y atacar el comercio de Venecia con una guerra corsaria que cortara sus rutas de suministro, obligando a la república a plegarse a los deseos de España. Sin dudar, el 7 de diciembre de 1616, los cinco bajeles de Ribera, acompañados de tres más que acababa de incorporar a la flota, rompieron la irreal e inexistente barrera que desde hacía más de medio milenio los orgullosos y duros venecianos consideraban su mar, y entraron en el Adriático. El sueño veneciano de invulnerabilidad se había roto para siempre.

Divididos en dos grupos, uno al mando del propio Francisco de Ribera, y otro a las órdenes del impetuoso capitán Manuel Serrano, los corsarios del duque de Osuna comenzaron una campaña de destrucción del comercio veneciano como la Señoría no había visto en siglos. Todos los mercantes que caían a su alcance fueron detenidos y abordados y los puertos dálmatas de Zara y Espalatro —Zadar y Split— atacados a cañonazos por los buques españoles. Por supuesto, los capitanes de Osuna solicitaron el apoyo de Ragusa, la tradicional aliada de España en la región15.

Ribera, tras esta primera incursión, volvió a Brindisi para carenar los barcos, pero en cuanto estuvieron listos, salió a la busca de las naves venecianas que habían salido desafiantes a enfrentarse con la amenaza. Fue un gran error. Ribera las atacó sin piedad, hundió una galeota, apresó otra y, después, atacó y abordó otras tres naos. Dos eran venecianas, y la otra holandesa, pero eso no le importó demasiado.

Al terrible Ribera y sus naves mancas, se unió el frío y hábil Octavio de Aragón con sus treinta galeras, una flota que realmente debía dar miedo al más duro capitán del Mediterráneo. Su misión, buscar, atacar y destruir a la armada de Venecia, donde quiera que estuviese, sin importar su fuerza y tamaño. Si los venecianos habían oído hablar de lo ocurrido en el cabo Celidonia y el puerto de Estambul —y a fe que lo habían oído— deberían de estar preocupados. No lo estaban. La inmensa fuerza de su flota, al mando del general Belegno, formada por treinta galeras, catorce naves redondas de todos los tamaños y seis gigantescas galeazas, les daba confianza para pensar que no se les podía escapar una victoria segura. Sin duda, no habían comprendido aún a que clase de tipos se enfrentaban.

1.1.4 Ragusa y Segnia, formas de conocer el acero español

Los dos toledanos que dirigían el núcleo principal de la flota de Osuna, Ribera y Estrada, despreciaban profundamente a sus adversarios, por lo que resolvieron adoptar una postura ofensiva desde el primer momento16. Para que no hubiese dudas de cuál sería el destino de los enemigos de España, en el primer choque los venecianos perdieron dos galeras, por lo que Belegno, que no era tonto y veía lo que se le venía encima, dejó el mar libre a las naves del virrey de Nápoles.

Los enviados de Osuna intentaron llegar a un acuerdo con los rebeldes uscoques de la costa dálmata que, en su fortaleza de Segnia, constituían una comunidad libre de la que los españoles podían obtener grandes beneficios si usaban bien su amistad, pues a pesar de su escaso número, sus ágiles barcos podían hacer un daño considerable a la navegación comercial de Venecia. En esa línea, los enviados de Osuna llegaron incluso a permitirse algún guiño con los turcos17.

La ofensiva veneciana contra los uscoques, de un salvajismo brutal incluso para los parámetros del siglo xvi, provocó graves roces entre la Señoría y los soberanos nominales de la costa dálmata: la Casa de Austria y los reyes de Croacia y Hungría. Los austrias centroeuropeos se vieron apoyados por la decisión del virrey de Nápoles de poner bajo su bandera negra a las naves uscoques. Con su ayuda, don Pedro podía apretar la soga que ahogaba a Venecia y le impedía vivir de su comercio. Era un bloqueo que, si los venecianos no rompían, los destruiría18. Los gobernantes de Venecia pensaron que la solución sería esa que siempre eligen las naciones comerciantes, el uso del oro, por lo que decidieron sobornar a los turcos para que sus galeras rompieran el asfixiante bloqueo que les estaba matando poco a poco. Lo único que lograron fue que los 400 000 ducados y las tres galeras enviadas en busca de socorro cayesen en manos de las galeras de la Armada de Nápoles. Realmente, con su campaña corsaria, el duque de Osuna estaba llenando sus arcas.

El Senado de Venecia aceptó la negociación con España ofreciendo casi cualquier cosa, con tal de que los bajeles y galeras de los terribles Ribera y Aragón dejasen libre al comercio de las naves de la Señoría el mar Adriático. Desde dejar de ayudar al molesto duque de Saboya, hasta cesar de hostigar las costas de los uscoques. Por supuesto, el despliegue diplomático de los hábiles negociadores venecianos iba acompañado de todo tipo de descalificaciones contra el virrey de Nápoles y sus capitanes, a los que se acusaba de piratas y de todo tipo de barbaridades.

Podía parecer a primera vista, que las acusaciones de los venecianos no eran muy diferentes a las que los españoles habían formulado contra Hawkins, Frobisher o Drake19, y la verdad, por repulsivo que parezca a muchos, en parte era cierto. Al igual que la reina Isabel de Inglaterra, Osuna era un hombre inteligente y calculador, que buscaba lo mejor para su nación y que no se detenía ante nada. Ejemplo de ello fue el ataque a la flota turca que llevaba de regreso a Estambul al bajá de Chipre que cesaba en el cargo. Los corsarios del virrey, con sus galeras a la turquesa y usando todo tipo de hábiles tretas, lograron otra victoria demoledora sobre los turcos, capturando miles de cequíes de oro y todo tipo de joyas, además de al antiguo bajá, y produciendo centenares de bajas al enemigo sin sufrir ninguna propia.

Entre tanto, a pesar de las maquinaciones venecianas en su contra, las galeras corsarias de Nápoles, al mando de Leyva20, y los galeones de Ribera, siguieron su implacable campaña de destrucción del tráfico comercial veneciano. Finalmente, las flotas se reunieron en Brindisi. Nada menos que dieciocho naves mancas, treinta galeras y cuatro bergantines. Quince de las naves redondas eran las de Ribera, todas de la armada privada del duque, y cuatro de las galeras, al mando de Aragón, también. El objetivo esta vez era buscar al grueso de la flota veneciana y acabar el trabajo definitivamente.

Ragusa, hoy Dubrovnik, en Croacia, era amiga de los españoles desde el siglo XIV, y así había seguido. El Senado de la ciudad-estado decidió apoyar a Osuna, pues solo debían favores al rey de España, al que, en 1588, incluso apoyaron con sus naves en la Empresa de Inglaterra.

La flota veneciana era muy digna de ser tenida en cuenta. El San Marcos y el Capitán de Venecia eran superiores a los mejores galeones españoles, pero, además, contaban con otros veinte, con un desplazamiento total, muy superior al de la armada de Girón y, como ya hemos comentado, cuarenta galeras más, seis pesadas galeazas y cuatro barcos costeros albaneses de apoyo. Su moral no lo era tanto. Fue suficiente ver enfrente a la flota de Ribera, para que después de unas pocas horas de intercambio lejano de disparos de artillería, se retirasen a Zara. La concentración de los barcos venecianos hizo que sufrieran bastante más que los españoles, pero en conjunto, el daño que sufrieron fue pequeño. Aunque el general Zane, que ostentaba el mando, fue destituido, la flota veneciana seguía intacta.

En Madrid no se apoyaba al duque. Osuna se enfureció con sus mandos y Leyva se llevó las galeras reales a Mesina. Además, desde España, se le ordenó abandonar el Adriático y llevar sus bajeles a Génova, para colaborar en las operaciones militares contra Saboya. Desesperado, dimitió.

No le sirvió de nada, el rey no aceptó su cese. Además, le ordenó devolver a Venecia las presas hechas y todas sus riquezas. La decisión de Madrid, unida a la precaria paz lograda con el duque de Saboya, hicieron creer a los venecianos que, en la práctica, habían ganado, y se aprestaron a usar la fuerza para volver a tomar el control del Adriático, empezando por ocupar la isla de Santa Cruz, posesión de la República de Ragusa, la vieja aliada de España. Por supuesto, no podían pensar que el virrey había decidido actuar según su conciencia y había mandado llamar a Ribera, para que «cruzase a la entrada del Adriático —el canal de Otranto— con objeto de atacar a los venecianos siempre que se presentara la ocasión favorable, e impidiera a la vez, el paso de refuerzos holandeses; pero cuidando siempre de no enarbolar la bandera real, sino solamente pabellón virreinal». El 20 de noviembre de 1617 ambas flotas se encontraron frente a frente.

La noche anterior habían intercambiado insultos y cañonazos, pero por la mañana, quedó claro que iba a producirse una gran batalla.

El agresivo Ribera no iba a perder la oportunidad. Convencido de saber lo que había que hacer, él mismo dice: «me determiné a correr por medio, por obligarlos a que con brevedad se acabase el pleito». Dirigió su galeón contra el centro de la flota veneciana, a la que sorprendió, pero no más que a los propios españoles, que no fueron capaces de seguirlo. Los venecianos, al ver que un solitario galeón se les echaba encima, pensaron que era una trampa y que podía ser un brulote o ir cargado de explosivos, por lo que se apartaron de su camino todo lo que pudieron. Eso impidió al galeón de Ribera hacer mucho daño con sus 68 cañones a sus enemigos, pero a cambio rompió el despliegue de la formación veneciana.

Poco a poco, el resto de los buques españoles se fueron acercando y entrando en combate, justo cuando parecía que el galeón de Ribera iba a sucumbir abrumado por el número de enemigos. Según algunos testigos como el duque de Estrada, el hecho de que tantos barcos enemigos acosasen al buque insignia español garantizó que no desperdiciara munición, pues todos los venecianos acabaron bien servidos de hierro, metralla y fuego.

La masa de galeras y bajeles apiñados también benefició al resto de los navíos de la armada de Nápoles, que, a cañonazos, machacaron a la acorralada flota veneciana sin que pudiera defenderse bien. Los salvó el viento, que soplaba en contra de los españoles, y les impedía acercarse para culminar, al abordaje, la superioridad que mostraban con su artillería. El intercambio de disparos se prolongó por catorce horas, pero ninguno de los dos bandos logró una ventaja decisiva. Finalmente, a pesar de que perdieron cuatro galeras y de que el San Marcos, su mejor galeón, quedó desarbolado y maltrecho, lograron aguantar y escapar, de forma vergonzosa a juicio de Ribera, demostrando una notable incapacidad a pesar de su superioridad numérica. Los españoles solo habían tenido doce muertos y treinta heridos, por varios miles de los venecianos, cuyas galeras y naves redondas estaban muy dañadas.

Una fuerte tormenta sacudió la zona al poco de terminar el combate. Los barcos de Ribera lograron refugiarse sin pérdidas en el puerto de Manfredonia, pero para los venecianos fue un desastre. Aunque los galeones lograron superar bien la tormenta, varias de las galeras acabaron en las rocas de la costa de Dalmacia21.

Tras su victoria, la flota del duque siguió atacando de forma intensa y sistemática tanto a turcos y berberiscos como a los derrotados y asustados venecianos, pero lo que no iban a lograr sus enemigos en el exterior, lo iban a conseguir los del interior.

1.2 La oportunidad perdida

En Venecia comenzaron a circular una serie de rumores que decían que el virrey Osuna estaba detrás de una oscura conjura y, el 19 de mayo de 1618, se produjo un levantamiento popular, en el que se intentó asaltar la embajada española. Se decía que el duque de Osuna, el gobernador de Milán —el marqués de Villafranca—, junto con el embajador español —el marqués de Bedmar—, habían sobornado a un grupo de mercenarios franceses, entre ellos algunos protestantes, para que se alzasen en armas y facilitasen a la flota española del Adriático, o sea, la del virrey de Nápoles, intervenir en la propia ciudad de Venecia. El tumulto acabó con el asesinato o ejecución de los franceses, pero lo más grave para España fue la enorme difusión propagandística que tuvo el asunto por toda Europa, alimentando la Leyenda Negra protestante.

Por si fuera poco, algunos enemigos del duque llegaron a acusarle de buscar la separación de Nápoles de la Corona de España. La caída de Lerma en 1618 y su sustitución por su hijo, el duque de Uceda, había iniciado un proceso contra los miembros destacados de la administración de su padre. En 1620, Osuna fue llamado a España para responder de las acusaciones y se le cesó como virrey. Abandonó el cargo el 28 de marzo y su flota pasó a la Armada Real. Eran veinte galeones, veinte galeras y treinta buques menores, que no habían costado nada a la Corona y la habían cargado de oro.

En España expuso sus argumentos ante el Consejo, pero la muerte del rey aceleró su caída y fue detenido, tal vez por ser conocida su oposición a don Baltasar de Zúñiga y a su sobrino, el conde de Olivares. Muy enfermo, entristecido y amargado, para alegría de turcos, protestantes y venecianos, murió, como si fuese un bandolero, en una oscura celda, uno de los más grandes hombres de la historia de España. Como dice acertadamente Blanca Carlier:

De la casa de la Alameda fue trasladado a la casa de don Iñigo de Cárdenas situada entre los dos Carabancheles. Enfermo de gota y con fiebre alta, se le pasó a la llamada huerta del Condestable y, por último, a la casa de Gilimón de la Mota. La agitación de espíritu, el veneno de la envidia y de la ingratitud minaron aquel cuerpo fuerte, que murió, edificando con su serenidad a cuantos le rodeaban, el 24 de septiembre de 1624, sin que recayese sentencia sobre los cargos que se le habían formulado, ni hubiese entre sus más encarnizados enemigos, quien en conciencia creyese merecía aquella muerte.

Con el fallecimiento del gran duque de Osuna, España perdió a uno de los hombres más clarividentes de su historia naval, alguien que entendió a la perfección para que se hace y sirve una escuadra y, como usarla, para mejorar la posición de su nación. Revolucionó el arte de la guerra naval y podía haber cambiado para siempre el destino de España.

Al morir su obra, se perdió también el magnífico equipo que había formado. Tampoco nadie en España ha hecho justicia a hombres como Ribera, Aragón, Estrada o Serrano, duros, valientes y abnegados, grandes navegantes que supieron llevar sus galeras al máximo nivel de eficacia, pero que descubrieron en las naves mancas una nueva forma de hacer la guerra en el mar. Tenían pocos medios, pero les sobraba ingenio, pericia y valor, lo que les permitió cosechar triunfos asombrosos que solo en una nación ingrata, como España, pueden pasar desapercibidos. Nadie hoy recuerda su memoria, nadie les conoce, ningún colegio o calle lleva su nombre, nadie sabe que ellos llevaron el pabellón de España a las costas de Levante, a las orillas de Egipto, a las costas de Anatolia, a las islas griegas, o la propia capital otomana, a la que humillaron con el fuego de sus cañones como ninguna nación pudo hacer jamás.

Fueron un grupo de capitanes asombroso, liderados por un hombre cabal, habilidoso, inteligente y patriota, el duque de Osuna, al que su nación injustamente abandonó, y con cuya caída, las hazañas de sus guerreros del mar, acabaron lamentablemente en el olvido. Valgan pues las palabras en su honor de su subordinado fiel y amigo, Francisco de Quevedo, que escribió en su Memoria inmortal de don Pedro Girón:

Falto pudo su patria al grande Osuna,

pero no a su defensa sus hazañas,

diéronle muerte y cárcel las Españas,

de quien él hizo esclava la Fortuna.

Con su desgracia, nunca fue más cierta la frase de «que buen vasallo si hubiera buen señor».


2 Hay algunos puntos oscuros en su biografía, nunca bien aclarados, pero que no afectan a lo esencial del relato en este libro.

3 Su historial en Flandes es impresionante. Demostró una y otra vez tener un valor fuera de lo común. Herido decenas de veces, un disparo de mosquete en la pierna, en Grave, le dejó dolencias de por vida, y en Grol, una bala le arrancó el pulgar de la mano derecha.

4 Seis naves alquiladas a su costa, más artillería, municiones, armas y mercenarios. 500 de ellos españoles, 800 italianos y algunos griegos y albaneses.

5 Una curiosidad, recogida por Gerardo González de Vega, es que el duque de Osuna, obsesionado con equipar a sus hombres de la mejor manera posible, adquirió para sus capitanes por medio de su amigo Galileo Galilei varios «largavistas», es decir, catalejos, una innovación técnica de gran utilidad.

6 Toledano de nacimiento estaba escapado de la justicia, y era realmente peligroso. Se decía que había acabado con su espada al menos con seis alguaciles, pero la historia le deparaba un lugar especial. Los otros, como el bretón Jacques Pierres —que luego desertó— no le iban a la zaga.

7 La flota de Osuna llevaba banderas negras con la imagen de la patrona de su casa, la Virgen de la Concepción y, al pie, su apellido en letras de plata.

8 Vida de don Francisco de Quevedo Villegas. Pablo Antonio de Tarsia. Madrid, 1792.

9 Osuna le nombró comandante de su flota privada, y el eficaz marino no le defraudó. Capturó entera la flota mercante de Egipto en su viaje a Estambul, diez caramuzales con más de un millón de ducados.

10 Muchos autores discrepan al entrar en detalle de la composición exacta de la flota de Francisco de Ribera, desde Fernández Duro, a González de Vega o Blanca Carlier. En realidad, los galeones eran solo dos. González de Vega cita una urca, a la que llama Urqueta, y Blanca Carlier no dice nada sobre el San Juan Bautista, que era una urca ligera.

11 El disparo a máxima distancia se llamaba a la «otomana», pues era la forma en la que actuaban las galeras turcas y berberiscas. Cuando se disparaba a «tocapenoles» o, lo que es lo mismo, con el buque enemigo casi encima, se llamaba a la «veneciana».

12 Los datos de bajas difieren notablemente en las fuentes. Las Memorias de Matías de Novoa, citadas por Gerardo González de Vega en Mar brava, dicen que «muchas se echaron al fondo y veintitrés quedaron imposibilitadas para poder navegar». Por su parte, José María Blanca Carlier, en La marina del duque de Osuna, dice que «una nave se fue al fondo, dos quedaron desarboladas; diecisiete malparadas». Por parte española cita 34 muertos y 93 heridos. El propio Francisco de Ribera habla en su carta de relación unas veces de una galera hundida, y en otras, de cinco.

13 Término de origen germánico —godo—, que significa literalmente «los hombres buenos». Se llamaba así a los nobles castellanos, hidalgos duros y atrevidos, que convirtieron a España en la dueña del mundo.

14 Capturaron un millón y medio de ducados, una auténtica fortuna, si bien en su relación, Aragón afirma haber tomado solo tres caramuzales. ¿Quién miente, él o Estrada? ¿se quedó con parte del botín no declarado? La verdad es que no lo sabemos.

15 Ragusa, hoy Dubrovnik, en Croacia, era amiga de los españoles desde el siglo xiv, y así había seguido. El Senado de la ciudad-estado decidió apoyar a Osuna, pues solo debían favores al rey de España, al que, en 1588, incluso apoyaron con sus naves en la Empresa de Inglaterra.

16 No era nada especial contra los venecianos, despreciaban a todos los que no eran como ellos, es decir, castellanos viejos.

17 A pesar de la que la mayor parte de la flota napolitana de Osuna estaban en el Adriático, las naves de Pimentel y la Orden de Malta barrieron del mar, en la campaña de 1617, a los corsarios de Mahomat Asán, que cayó en combate ante la capitana maltesa. No había solución, con bajeles o galeras, la flota del virrey le había tomado la medida a los turcos y berberiscos.

18 No es de extrañar que el duque dijese: «Cuatro uscoques y el miedo de mis bajeles les hacen hoy estar temblando».

19 Ver nuestra obra Las reglas del viento.

20 El duque de Osuna se seguía oponiendo a su nombramiento, pero la verdad, es que Leyva lo hacía muy bien.

21 Los ragusanos afirmaron haber contado trece galeras y una galeaza, pero los venecianos solo reconocieron la perdida de seis. En cuanto a los muertos, es posible que subiesen en otro par de miles.