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Creemos ser la ola inestable e impermanente, pero somos el Océano estable y pleno de donde cada ola surge.
Probablemente sea esta la metáfora más habitual cuando alguien habla de la no-dualidad. Se trata de una imagen muy antigua, recientemente popularizada por la difusión que tuvo el libro del monje benedictino y maestro zen Willigis Jäger, titulado precisamente La ola es el mar5.
La metáfora habla de las diferencias dentro de la unidad. O de las formas que adopta la misma sustancia. Y evoca varias cosas:
• diferencia no es sinónimo de separación: las olas son diferentes unas de otras; sin embargo, todas son agua;
• la percepción puede ser engañosa hasta el punto de que, centrándose en las olas, nos hace olvidar –no ver– la naturaleza de agua de todas ellas;
• todo es –y solo hay– agua: más allá del oleaje, el agua permanece siempre; las olas nacen y mueren, pero en realidad todo ello no son sino diferentes “movimientos” –juego– del agua que en ningún caso se ve afectada;
• las olas aparecen como impermanentes, pero el océano es completo en sí mismo;
• todo lo que aparece no es sino agua en movimiento, “disfraces” que la propia agua adopta en su despliegue;
• ninguna ola es casual: todas ellas han sido previamente “aceptadas” por el agua, de la que están surgiendo;
• una mirada parcial juzga y etiqueta, a la vez que se puede dejar llevar por el miedo o la angustia; la mirada completa –que sabe ver el fondo del agua– descubre que todo es “perfecto”: lo que es, es lo que tiene que ser;
• reconocer que todo es agua no lleva a negar la “realidad” de las olas ni su valor; se aprecia su nivel de realidad y se la tiene en cuenta;
• la ola es el mar, pero el mar no es la ola.
Cada una de esas afirmaciones, aunque sean incapaces de describirla, sirven para evocar la no-dualidad. Dada la naturaleza dual o separadora de la mente, la no-dualidad no puede ser nombrada ni pensada adecuadamente, lo cual explica que, a falta de una experiencia no-dual, la mente se resista o se niegue a aceptarla.
Sin embargo, el problema no está en la realidad, sino en la incapacidad de la mente, que la trocea hasta “convertirla” en una multitud de objetos aislados. Como sabe bien la física cuántica, la realidad no está hecha de objetos; es un flujo continuo que varía constantemente. Una ola no es un objeto: ¿dónde empieza?, ¿dónde acaba? Si la razón la nombra como un objeto se debe únicamente a su incapacidad para verla de otro modo y a la “ventaja” que eso le proporciona para poder hablar de ese fenómeno. En resumen: vemos objetos y no lo realmente real –la danza interminable que está surgiendo incesantemente de los campos cuánticos– porque nuestros órganos neurobiológicos, incapaces de adentrarse en el vibrar de los procesos elementales, únicamente pueden captar las “apariencias” macroscópicas. El problema se produce cuando, absolutizando la percepción mental, tomamos como real lo que solo es apariencia.
La no-dualidad significa el reconocimiento de la unidad en la diferencia. Se reconocen las diferencias, pero se advierte que, en realidad, no son objetos separados, sino que todas ellas se hallan secreta y profundamente abrazadas en una unidad mayor que todo lo contiene y constituye.
La Realidad es no-dual (no tiene sentido hablar de “dos realidades”). La separación es solo obra de nuestra mente, debido a su propia naturaleza separadora. Ello significa que nunca podremos percibir la no-dualidad a través del pensamiento, sino únicamente cuando aprendamos a acallar la mente y acercarnos a lo real a través de la atención. Aquí está la clave: ejercitarnos en pasar del pensar al atender.
Desde la atención, nuestra mirada se modifica radicalmente: hemos pasado de un modo de conocer –el mental– a otro –el no dual–. Y aquí se nos hacen patentes algunos aspectos señalados en la metáfora de la ola y el océano:
• todos los “objetos” que nuestra mente percibe son diferentes entre sí, pero no separados; son expresiones de la misma y única Realidad, cualquiera que sea el modo como se la nombre (Consciencia, Ser, Vida…);
• si no estamos atentos, podemos caer en la trampa de ver solo “objetos” separados, sin advertir al “Fondo” común y compartido de todos ellos;
• lo que es –lo que somos– no es afectado por nada; todo lo que pasa es únicamente oleaje transitorio; no somos la ola separada –la forma, personalidad o yo que ahora tenemos–, sino el Agua que permanece en medio de todo el movimiento;
• lo que tenemos es impermanente y, por tanto, causa dolor; sin embargo, lo que somos es completo y estable, quietud y presencia;
• todo lo que percibimos –miremos donde miremos– son solo “disfraces” que la Vida adopta y en los que se expresa; todo es Vida que se despliega en infinidad de formas; nosotros mismos somos Vida que se expresa temporalmente en un yo particular (persona);
• nada ocurre por casualidad, todo es como tiene que ser, porque todo nace de la Vida que previamente lo ha aceptado;
• la sabiduría consiste en dejarse fluir como la Vida que somos, en la certeza de que es entonces cuando la Vida misma se expresa con libertad a través de nosotros, y eso nos lleva a emprender la acción adecuada;
• reconocer el carácter relativo –temporal y transitorio– de las formas no significa negar su valor, ni tampoco induce a actitudes indolentes o fatalistas –como la mente o el yo tendería a pensar–; la Vida que somos acoge, valora y ama cada una de las realidades en que se expresa;
• cada uno puede afirmar con razón: “Yo soy la vida”, pero a condición de que el sujeto de esa frase no sea el yo particular, sino la Vida misma que somos;
• la Vida no es algo que corre paralelo a nosotros, no es un “objeto” que tenemos –tal como la mente lo ve–, tampoco es algo “separado” que está más allá de nosotros, sino que es lo que somos;
• en consecuencia, más que de “antropocentrismo” habría que hablar –como hacen ya algunos científicos– de “biocentrismo”;
• la sabiduría consiste en reconocerse como Vida y aprender a mirar, a actuar y a vivir desde esa nueva consciencia y comprensión de lo que somos; nos “tomamos en serio” el mundo de lo manifiesto, pero bien anclados en la consciencia de que no somos nada de ello, sino la Fuente de donde está naciendo;
• lo cual requiere educar la atención, poner consciencia en todo lo que nos sucede, para no perder nunca la conexión con la Vida que somos: cuando piensas, te verás cómo “ola”; si atiendes, te percibirás como “agua”;
• nos confundimos y sufrimos cuando nos reducimos a la “ola” –el yo particular que tenemos–; la liberación –plenitud, gozo, amor– se manifiesta cuando nos reconocemos como el “océano” –la Vida que se halla siempre a salvo, por fuerte que sea el oleaje–.
Quiero terminar este capítulo con una doble referencia. En primer lugar, un texto de Albert Einstein que converge con lo aquí expresado y que, a mi modo de ver, recoge una de sus intuiciones más brillantes: “Un ser humano es parte de un todo llamado por nosotros «universo», una parte limitada en el tiempo y el espacio. Él se experimenta a sí mismo, y a sus pensamientos como algo que lo separa del resto, pero esta es una especie de ilusión óptica de la conciencia. Esta ilusión es como una prisión para nosotros, que limita nuestros deseos personales y nuestro afecto a unas pocas personas cercanas a nosotros. Nuestra verdadera tarea debe ser liberarnos de esta cárcel, ampliando nuestro circulo de compasión y nuestra custodia a todos los seres y a toda la naturaleza”6.
Y, como colofón, el bello y sabio poema de Begoña Abad:
“Cuando la ola sabe que es mar
no necesita crecerse por encima de él,
ni necesita mover toda la arena de la playa,
le basta con batir en el instante
y retirarse después a formar parte
del todo al que pertenece.
Cuando la luciérnaga sabe que es luz
no necesita crecer por encima del sol,
ni necesita alumbrar toda la oscuridad,
se instala en mitad de un todo
que no alcanza a ver y alumbra
mientras dura la noche.
Ambas, la ola y la luciérnaga,
viven el gozo y la plenitud
como si fueran eternas.
Porque lo son”7.