Hubo, en Perú, un tiempo en el cual se hacía periodismo. Con sus alturas y sus bajezas, con dispares textos y con talentos mayores o exiguos, como fuere, pero hubo periodismo y el oficio no se definía con los torpes clichés barnizados de falso prestigio que hoy tanto se utilizan: “La búsqueda de la verdad” o “El rigor de la objetividad”. Mentiras de ocasión, caretas tras las cuales esconden sus macilentas aptitudes aquellos que desconocen la pasión del quehacer periodístico.
En un texto titulado El último reportero, Arturo Pérez-Reverte retrata, con impiadosa mirada, una sala de redacción de ese tiempo extinguido: “Una cuadrilla de desalmados de ambos sexos, de formidables cazadores de noticias, de depredadores rápidos, implacables y geniales, capaces de jugarse a las cartas, al cierre de la edición, la nómina del mes cobrada horas antes, dormir la borrachera de ese día tirados en el sofá del pasillo, mentir, trampear, disfrazarse, dar sablazos a los colegas, engañar a los compañeros para llegar antes al objetivo, robar de casa del muerto la foto con marco de plata incluido, vender a la madre o la hermana propias a cambio de obtener una sonora exclusiva. De reírse, en fin, del mundo y de la madre que lo parió, con la única excepción del sagrado titular en primera página”.
A esa estirpe perteneció un hombre llamado Guillermo Thorndike Losada. Y dentro de esa estirpe se distinguió con una vida de novela: señor en salones de señorones y compinche en calles de bajos fondos; aplaudido con admiración y envidiado con fiereza; y, sobre todo, ajeno y distante por completo de la gris mediocridad limeña.
Era enorme y robusto, vozarrón con enrulada melena rubia, bigotes frondosos y una personalidad expansiva como una ola inundando toda orilla. Fue exuberante en todo, en sus virtudes y en sus defectos, en sus aciertos y en sus yerros. Pero, sobre todo, fue un talento singular en la escritura ejercida en dos escenarios: en el periodismo, creador de diarios con páginas siempre intensas; y en el oficio de escritor, autor de apasionantes libros con una prosa tan vital que sigue airosa, desafiando el paso del tiempo.
Existen ciertas biografías que consignan, como una gracia, al periódico mural del colegio como un inicio periodístico. Thorndike era distinto. Siempre fue de los que hizo las cosas en grande: a los catorce años, vestido con uniforme escolar, se apareció en la redacción del semanario Caretas para proponer un artículo sobre Cristóbal Colón. El texto era extenso pero tenía una redacción impecable y, en lugar de sufrir recortes, fue publicado íntegro en dos ediciones. A los diecisiete años consiguió un lugar como “meritorio” —equivalente del practicante de hoy—, en el diario La Prensa. “A cambio de jornadas de hasta doce horas diarias, recibía un cupón para consumir quince soles de alimentos en una fonda del centro. Al noveno mes ingresé a planilla con salario mínimo. Siete años más tarde, no solo era capaz de sentarme a la máquina y despachar una buena crónica a razón de sesenta palabras por minuto”.1 Una vieja fotografía de ese tiempo, que debe andar por algún archivo, lo muestra envuelto en un abrigo negro, con la melena rubia y la mirada avispada recorriendo en las madrugadas limeñas comisarías alborotadas, sangrientas emergencias de hospitales y alegres lupanares cuyas noches terminaban entregando titulares.
Fue un precoz jefe de redacción y luego subdirector en la cadena de diarios Correo y Ojo, pero el dato no es que ocupase esos cargos entre los veinticinco y veintiocho años; si no hay talento, no interesa ninguna edad. Lo importante es que allí conoció y supo aprovechar las enseñanzas de Raúl Villarán Pasquel, el hombre que fundó nueve diarios, el insomne periodista que entendía la esencia de los tabloides, el personaje que tenía igual interés por famosos presumidos o simples mortales cuyas vidas sin brillo a veces alcanzaban la notoriedad de un fugaz titular. Con Villarán, Thorndike terminó de certificar lo que había intuido desde su adolescencia: que la vida —ese breve espacio con final escondido— había que bebérsela a borbotones, con júbilo, sin pausa, sin temores. Y en todo lugar. En los titulares, en los textos, en las calles, en los amores y en los bares. “Seamos sinceros: ¿eso ha cambiado? El límite humano es el mismo: tres pisco sour catedral. No entra más. Normalmente salíamos once o doce de la noche. A esa hora, decía Villarán, ¿a dónde podemos ir? ¿A tomar té con las niñas bien? No, hay que ir a tomar un trago con las niñas mal. Eran las únicas despiertas”.
Thorndike habitó un Perú en el cual se hacía periodismo y para perfilar al gestor de encendidas salas de redacción “en las que nunca debían faltar los poetas”, conviene memorar un episodio: 26 de enero de 1983. El movimiento terrorista Sendero Luminoso campeaba salvaje en la sierra peruana. Una noticia remeció a un país en el cual se había aposentado la tragedia de convivir a diario con la muerte. Esta vez le había tocado a ocho periodistas, un guía y un comunero: fueron asesinados a pedradas en la comunidad andina de Uchuraccay. Thorndike, director y fundador del diario La República, decidió fletar un avión hacia la ciudad de Ayacucho para dar cobertura a esa noticia espeluznante. Que Thorndike, desmesurado en las coberturas y en la mesa, fletase un avión no sorprendió a nadie. Tampoco llamó la atención que su nobleza concediera asientos a los familiares. Lo insólito fue que invitó a abordar ese vuelo a cinco directores de medios de comunicación y a treinta periodistas ajenos al diario que dirigía. Años más tarde, en una charla en su casa, explicó su gesto de esta manera: “Era una noticia sobre periodistas, entonces, pertenecía a todos los periodistas”, y añadió, socarrón, conocedor de sus capacidades: “Además estaba seguro de que nadie me iba a superar en la cobertura”. Si alguien desea verificar la certeza de esta frase, hallará la respuesta en los archivos.
El talento periodístico de Guillermo Thorndike fue uno. Pero otro, mayor y más perdurable, fue su talento como escritor. En 1969, a los veintinueve años, publicó su primer libro El año de la barbarie, una reconstrucción subyugante y minuciosa de la rebelión aprista de 1932. Desde entonces y hasta el 2008, escribió treinta y ocho libros, incluidas sus dos sagas históricas: La guerra del salitre en cuatro tomos y la biografía del heroico marino Miguel Grau Seminario en seis volúmenes. Registró la historia del país que le tocó vivir ejerciendo con destreza el género fundado por Truman Capote, la novela de no ficción. Así, relató las interioridades de la Junta Militar del general Juan Velasco Alvarado en No, mi general; los riesgos del periodismo en tiempos del terrorismo de Sendero Luminoso en Uchuraccay: testimonio de una masacre; el retrato de los inmigrantes japoneses y su ardua vida hasta llegar al sorprendente acceso a la presidencia de Fujimori en Los imperios del sol; su mirada al fútbol como fenómeno social retratando al ídolo negro Alejandro Villanueva en Manguera; la crónica del escape de los terroristas del MRTA en Los topos: la fuga del MRTA de la prisión de Canto Grande.
Hay un ámbito que es necesario referir. Si bien Thorndike Losada descendía de ingleses y vascos, y tuvo para sí la oportunidad de habitar otros lares sea en la lengua inglesa, que dominaba, o en la lengua castellana, que utilizó para expresarse, eligió ser peruano con amor a lo mestizo, a lo criollo, a lo negro, a lo cholo. Y ya se sabe que ser peruano y talentoso significa tener que padecer ciertas ruindades. En un país donde la mediocridad se alaba como virtud y la pasión se sanciona porque recuerda a tantos la cobardía que padecen, Guillermo Thorndike fue maltratado con ensañamiento, en especial por quienes jamás habrían podido componer un mísero párrafo capaz de competir con su espléndida escritura.
Se le enrostró haber aceptado dirigir el diario La Crónica en el Gobierno del general Velasco Alvarado y, por los doce meses en que ejerció el cargo, lo convirtieron en poco menos que autor de la expropiación de todos los diarios. Cuando dirigió el diario Página Libre en el cruento año de 1990, lo acusaron de haberse traído abajo la candidatura presidencial de Mario Vargas Llosa para favorecer al desconocido Alberto Fujimori, sin detenerse a pensar que Vargas Llosa selló su derrota en el propio inicio de su campaña cuando su impericia política lo llevó a aliarse, en medio de una feroz crisis económica y un sanguinario terrorismo, con uno de los causantes de esa desventura, Fernando Belaunde Terry, y con otro representante de la clase política que había descalabrado al país, Luis Bedoya Reyes.
Después, por su inexcusable y grueso error de pasar por los diarios El Nacional y La Razón y, en especial, por haber sido editor de Prensa de Frecuencia Latina, Thorndike fue envuelto en diatribas. Es cierto que se equivocó. Y más de una vez. Y cierto también que lo hizo con su estilo exuberante. Era capaz de sublimes páginas y, en ocasiones, capaz de aventuras de corsario. Eso dio lugar a la aparición de chillones jueces de balcón que nunca se detuvieron a preguntar o a tratar de entender por qué Thorndike incurrió en las erratas de su trayectoria. En Perú, sea por envidia, sea por rencores o por miserias diversas, se está al acecho para ejercer el insano placer de las golpizas morales en lugar de la mirada sensata, comprensiva.
En junio del 2008, lo buscó un periodista sosegado y Guillermo Thorndike tuvo ocasión de esbozar una respuesta que nadie buscó durante años: “Hay épocas en las que uno tiene que trabajar limpiando baños, letrinas, para tener horas y dedicarlas a la escritura de sus libros. Eso de ‘qué vida tan dura tuvo Kafka’..., carajo, qué vida tan dura tenemos todos los que estamos escribiendo en el mundo”.2
En noviembre de ese mismo año, Thorndike entregó a otro periodista un retrato exacto de cómo funciona la peruanidad que a la vez que exige conductas, retira oportunidades: “Cuando a uno lo asaltan las necesidades, puede sufrir un aturdimiento. Pero, me pregunto, en el año 95, ¿quién se opuso a Fujimori? Ese año, toda la oposición estuvo en el Canal 11, en los programas que yo dirigía. Después, por dos años, no conseguí trabajo ni buscando con lupa. Nadie vino a darme las gracias por eso […]. Todo esto es muy relativo. Esa ha sido mi vida: he tenido momentos malos y buenos. Me ha costado Dios y su ayuda rehacer mi existencia”.3
Pocos meses después de aquellas dos tardías entrevistas, Guillermo Thorndike Losada murió de un infarto el 9 de marzo del 2009. Tenía apenas sesenta y nueve años y una enormidad de páginas en proceso de corrección en su prolífico escritorio. En las mesas de sus detractores nadie podrá encontrar ni siquiera una servilleta con una anotación. Pero, a la inversa, un anuncio hecho por aquel gringo pantagruélico mantiene hoy una enorme vigencia: “La clase de país que vamos a tener es uno sin poesía, que no conoce de sus grandezas ni a sus héroes, pero sí las medidas de las nalgas de tal señorita”.4
Si se quiere entender la tumultuosa y, por lo mismo, extraordinaria vida de Thorndike, basta detenerse en una frase que le pertenece: “Fue prisionero del peor de los obstáculos: la condición humana”. Y cuando esa condición se vive en un país como el Perú, cuyos cimientos tienen de mezquindad y envidia, los errores se magnifican con estruendo y las virtudes se callan con hondura. Aun así, nadie ha podido sepultar al Thorndike escritor por una razón inapelable: todo escritor se defiende con las páginas que escribe y con los lectores que lo acogen.
Ahora, María Fernanda Castillo, la gerente editorial del Grupo Editorial Planeta ha tomado la decisión noble y justa de reeditar los libros de Guillermo Thorndike, una biblioteca que reunirá las principales historias de un hombre capaz de escribir, como un galeote atado al teclado, miles de páginas con una prosa que sigue vigorosa.
El primer título que se reedita es este best seller publicado en 1973, El caso Banchero, un modelo de novela de no ficción que relata las doscientas últimas horas de Luis Banchero Rossi, el empresario más rico y legendario que ha tenido el Perú, cuyo asesinato ocurrido el 1 de enero de 1972 estremeció al país porque aquel hombre de cuarenta y dos años había conseguido lo que ningún peruano pudo antes: fundar un imperio económico con alcance internacional. Al momento de su muerte, Banchero era el empresario pesquero más importante del mundo, además de dueño de astilleros, navieras, conserveras, inversiones en minas, una cadena de diarios a nivel nacional y hasta un equipo de fútbol profesional: el Defensor Lima.
Aquel asesinato atrajo tanta atención que el proceso en tribunales fue seguido en medios escritos y en la televisión. Los implicados eran personajes con los rasgos necesarios para cautivar al público: un jardinero, Juan Vilca Carranza, pequeño y enclenque, acusado de ser el insólito victimario del robusto Luis Banchero Rossi, un hombre que lo duplicaba en peso y talla; una bella secretaria, Eugenia Sessarego Melgar, inteligente y sagaz, que penduló entre su rol de amante y la sospecha de complicidad. Después asomaron las hipótesis sobre el porqué de aquel magnicidio: desde la conjura política a cargo de los militares que gobernaban hasta la participación de un nazi, Klaus Barbie, oficial de la Gestapo perseguido por la justicia francesa y refugiado en Chaclacayo, el distrito en que ocurrió el crimen.
Thorndike escribió El caso Banchero en España, en la ciudad de Barcelona, en 1972, en compañía de su esposa y cómplice de aventuras, Rosario del Campo. El manuscrito fue entregado al célebre editor Carlos Barral y el libro, lanzado bajo el sello más prestigioso de entonces: Seix Barral, fue un éxito de lectoría, tanto que, en 1980, el gran cineasta peruano Francisco J. Lombardi se inspiró en esa historia y su película Muerte de un magnate también fue un suceso.
¿Por qué sigue vigente este libro cuatro décadas después de ser publicado? Porque contiene una historia narrada con maestría que se lee como una novela construida con hechos reales y porque contiene, además de una historia apasionante, un retrato del Perú de los setenta que conviene conocer para tratar de entender el insólito país de hoy. Y quizá otra razón de su vigencia provenga de esta frase de su autor: “A medida que envejezco voy convenciéndome que uno escribe siempre por amor de algo”,5 y cuando se escribe con amor, con pasión, con entrega, se logra el efecto que tiene este libro: pareciera que Guillermo Thorndike acaba de poner el punto final a su texto, anoche.
Umberto Jara
1 Thorndike, Guillermo (1978). El revés de morir (p. 278). Lima: Mosca Azul Editores.
2 Coaguila, Jorge (2008). El Perú no es una comedia. En suplemento “Semana”, diario La Primera (22 de junio).
3 Chueca, José Gabriel (2011). Entrevista. En diario Perú21 (8 de noviembre).
4 Vadillo, José (2006). Entrevista. En agencia Andina (20 de noviembre).
5 Thorndike, Guillermo (1978). El revés de morir (p. 276). Lima: Mosca Azul Editores.