Otra vez Mar del Plata, pensó Luis Alberto Spinetta en el momento en que la camioneta que conducía el sonidista Juan Carlos Robles —alias Robertone— pegó la curva en la rotonda de ingreso a la feliz ciudad de todos los argentinos. Otra vez un recital de música progresiva en la playa. ¿Sería cierto, como había leído recientemente en la revista Pelo, que al público veraniego solo le interesaba el baile y el levante? (1)
Quizá había sido así un tiempo atrás, cuando los primeros grupos de música beat constituían la principal oferta de los bailes, relevando de manera definitiva al viejo tango. En una misma noche, uno podía encontrarse con Los Iracundos o Manal como si fueran la misma cosa. Lo mismo sucedía con los compilados best sellers de “música joven” Sótano Beat y Alta Tensión Sol. Escuchó decir en los pasillos de Microfón, el sello que editaba a Pescado Rabioso, que la industria del disco no estaba pasando por su mejor momento. Pero la música bailable era indestructible. Ni qué hablar de los hits románticos de Juan Marcelo, Sandro o Laureano Brizuela. El día que esos intérpretes dejaran de ser rentables para las discográficas, entonces sí la música popular como mercancía desaparecería de la faz de la tierra.
Almendra había debutado en la boite Matoko’s, situada sobre la avenida por la que ahora transitaba la camioneta de Robertone. Había sido en enero de 1969, unos meses después de que el productor Ricardo Kleiman fuera a escuchar al grupo a uno de sus habituales ensayos en la casa de la familia Spinetta. A modo de prueba, Almendra quería tocar en vivo en algún lugar que no fuera la temida Buenos Aires del Instituto Di Tella. Ya estaba en la calle el simple “Hoy todo el hielo en la ciudad”/ “Campos verdes”, y el grupo había empezado la grabación de su primer LP, pero el fogueo del vivo era otra cosa. Finalmente, lo de Matoko’s transcurrió sin demasiada alharaca: otro conjunto beat animando el verano. Tan intensa como breve, la historia de Almendra había marcado un mojón en la cultura musical joven de la Argentina. Luego, ¿quién podía llamarse a engaño frente a un grupo como Pescado Rabioso? Su música era rock duro, de muchos riffs y pocas baladas: difícil imaginarlo en un menú de alborozados bailes.
Antes de llegar a destino, Spinetta echó un vistazo al asiento trasero de la camioneta; allí descansa la guitarra Fender Telecaster, el gran souvenir de su viaje a Francia en 1971. Ya habría tiempo para despertarla; de hecho, se avecinaba un gran despertar. De la música y de la política, lógicamente. Por fin todos votarían libremente. El martes 2 de enero había vencido el término para oficializar las listas de candidatos en todo el país. Serían nueve los “presidenciables”. Nadie podía decir que no hubiera algún candidato de su agrado, si bien las fórmulas con más chances de triunfar eran la de Héctor Cámpora-Solano Lima, por el Frejuli, y la de Ricardo Balbín-Eduardo Gamond, por la UCR. ¿En qué medida esto podía incidir en el progreso de algo tan pequeño y poco trascendente como el rock argentino?
Por lo pronto, se esperaba que la violencia política decreciera en la medida en que las urnas hablaran después de un largo silencio. Ahí estaba la guerrilla, brote argentino de lo que Che Guevara había sembrado poco antes de caer abatido en Bolivia. ¿Qué posición debían asumir los músicos de rock frente a la radicalización política cuando esta tomaba la forma de las armas, esos fierros tan temidos y al mismo tiempo fetichizados? A su amigo Carlos Cutaia le gustaba describir la situación de modo ligeramente irónico: “El guerrillero dice: yo voy a tomar las armas para salvarte a vos, porque vos no sabés ni siquiera quién sos”. Algo mayor que sus compañeros de banda, Cutaia explicaba que el tipo que está convencido de que tiene la verdad es un tipo que está encerrado. “Eso no existe, la verdad es una cosa muy relativa que se va armando segundo a segundo”, reflexionaba. “En el momento en que tomás las armas ya estás tomando control sobre mí, porque estás convencido de que tenés la verdad”. (2)
El debate seguía abierto. El argumento de Cutaia podía ser replicado sosteniendo que, desde los bombardeos de 1955 y los fusilamientos del 56, la gran violencia había sido generada por los gobiernos antiperonistas. Silenciar, proscribir, fusilar: no parecían acciones encaminadas a ganar legitimidad política. Indudablemente, la guerrilla había enfrentado a la dictadura. En los últimos años, a partir del secuestro y posterior asesinato del general Aramburu, la violencia parecía haber entrado en una fase de mayor ímpetu. Las organizaciones armadas (las “orgas”, se les decía popularmente) habían dado varios golpes importantes: secuestros extorsivos terminados en muerte (el caso del director general de la FIAT Overdán Sallustro en abril de 1972 era el más resonante), intentos de copamiento de cuarteles, robo de bancos y camiones de caudales y la espectacular fuga del penal de Rawson de militantes de ERP, FAR y Montoneros rumbo al aeropuerto de Trelew. En aquella ocasión, solo unos pocos habían logrado escapar a Chile para luego irse desde allí hacia Cuba. La mayoría, en cambio, había sido fusilada en el penal por las propias fuerzas de seguridad, que más tarde habían intentado fraguar un supuesto intento de escape. La del 15 de agosto del 72 era una fecha ominosa en el historial de la represión ilegal. Mientras tanto, se sabía que en la de Devoto y otras cárceles del país los presos políticos eran sometidos a torturas físicas y psicológicas constantemente.
Si la tan mentada liberación llegaba para la economía de los argentinos, y si un gobierno emanado del sufragio popular lograba romper las cadenas con las que el imperialismo sometía al país, nada volvería a ser igual. Todos hablaban de liberación. Aquel que desistía, por temor o falta de convicción, a incluir la palabra en su vocabulario político quedaba irremediablemente rezagado. Hasta la Nueva Fuerza, el partido fundado por el ingeniero Álvaro Alsogaray que presentaba a Julio Chamizo como candidato, iba a campaña con un jingle que decía: “Nueva Fuerza es Liberación…”. Spinetta, que siendo adolescente había escuchado a don Álvaro enseñar por TV el credo liberal mediante cuadros y esquemas de economía, se burlaba de Julio Chamizo en los recitales: “Esta canción es para vos, Chamizo”. Al delfín de la derecha se le notaba mucho la impostación de un estilo plebeyo. Al hombre le habían dicho que debía lucir lo más simple y popular posible. Ser un lobo cuidadosamente disfrazado de cordero. Hablar de liberación escondiendo la dependencia. Pero Chamizo no era un buen actor, o su libreto no convencía.
En esos días de ilusión política y embriaguez de rock, Spinetta, que en pocas semanas más cumpliría 23 años, estaba cautivado por la lectura de un poeta y dramaturgo francés muerto hacía 25 años atrás. Lo había descubierto una noche en la casa de Jorge Pistocchi. Periodista free lance, artista plástico y escultor, Pistocchi se había cruzado por la vida de Spinetta a fines de los años 60, cuando Aníbal Gruart, amigo de Jorge, oficiaba de indolente manager de Almendra. Desde aquel día, Pistocchi, que había recibido una herencia aparentemente tan nutrida como misteriosa, solía dar cobijo a varios jóvenes del ambiente del rock. Generalmente de modo transitorio, a su casa de Viamonte —casona antigua por fuera y moderna por dentro, casi un trasplante de Montmartre en Buenos Aires— iban con frecuencia Miguel Abuelo y Pappo. A poco de regresar de Europa, Spinetta se había agregado, junto a su hermano Gustavo, a ese ateneo hippie y bohemio que Jorge, diez años mayor que los rockeros, conducía junto a su pareja la poeta Marta Kelly.
Observada por altísimas paredes rebalsadas de libros, la hija poeta del dirigente de la Alianza Libertadora Nacionalista Patricio Kelly desplegaba volúmenes de poesía sobre los sillones de la casa, como tapices a descifrar. Y se los mostraba a Luis, quien justo en esos días había terminado de leer algunos textos de Nietzsche. El joven sabía —porque se lo habían contado y porque lo intuía— que, en cierto modo, el filósofo alemán podía funcionar como introducción a una genealogía de pensamiento y literatura situados en los márgenes del campo intelectual del siglo XX. Con la osadía de la edad y en el contexto de un tiempo imaginativo, quizás no fuera tan desatinado situar a Nietzsche en la línea de tiempo de una historia alternativa. (3)
Antonin Artaud lo había embrujado por surrealista, por maldito, por loco. Adoraba su clamor libertario a ultranza, si bien sabía que su vida había sido un forcejear inútil contra un sistema opresivo que había terminado matándolo: una lucha desigual contra la sociedad. No contra la sociedad que soñaba esa juventud maravillosa que pronto haría la revolución, según tantos confiaban. Pero más allá de las sutiles acepciones que emanaban de determinadas palabras, a Spinetta lo social lo inquietaba un poco, para qué negarlo. Minoritaria y algo marginal, la breve historia de lo que ahora muchos llamaban “música progresiva” había transcurrido bajo condiciones muy desfavorables, muchas veces a hurtadillas de “la sociedad”. Entre 1966 y 1973 la Argentina había vivido bajo gobiernos militares, estado de sitio y medidas de ajuste económico. Los edictos policiales que habilitaban las razias en sitios públicos, las detenciones arbitrarias y la censura de canciones y artistas habían afectado especialmente a los jóvenes. Entre “Rebelde” de Moris y “Postcrucifixión” de Pescado Rabioso, la historia argentina había avanzado a los tumbos, sitiada por la corporación militar y las fuerzas económicas que esta representaba.
Pero el rock no solo había tenido que cuidarse de gobiernos autoritarios: la sociedad en su conjunto —agazapada en esa peligrosa entelequia llamada “los argentinos”— había dado sobradas muestras de intolerancia frente al joven de aspecto no convencional. En ese sentido, si bien la gente de derecha era la más proclive a estigmatizar a los jóvenes centauros rioplatenses, por izquierda las cosas tampoco habían ido del todo bien. Indudablemente, existían tensiones entre rockeros y militantes políticos. En general, quienes venían del marxismo se mostraban un poco más receptivos; era el caso del Partido Socialista de los Trabajadores (PTS): algunos de sus militantes paraban la oreja frente a la nueva música, mientras, recíprocamente, algunos rockeros como Roque Narvaja se sentían atraídos por el marxismo revolucionario. Pero situaciones como esa eran un tanto excepcionales.
Los jóvenes que adherían al peronismo por izquierda se debatían entre el mandato nacionalista y la afirmación de una identidad joven trasnacional. De hecho, Spinetta había discutido el tema con algunos integrantes de la Juventud Peronista. Estos decían preferir el folclore de protesta a una música que, según creían, hacía las veces de mascarón de proa del imperialismo. Eran declaraciones impostadas que revelaban una cierta restricción moral, francamente difícil de sostener en la práctica. De hecho, en los recitales solían verse brazos levantados con los dedos en V. Y en las reuniones de las juventudes políticas se conocían las canciones del rock argentino: la socialización política no era indiferente a la nueva música.
Antes de que Montoneros se anunciara en sociedad con el secuestro de Aramburu, Spinetta y Emilio del Guercio habían concurrido a mítines de las Juventudes Argentinas por la Emancipación Nacional (JAEN), grupo dirigido por Rodolfo Galimberti. Emilio, que para el segundo disco de Almendra había compuesto la canción testimonial “Camino difícil” (“Compañero toma mi fusil,/ ven y abraza a tu general””), había seguido estando en contacto con JAEN durante algún tiempo, pero a Spinetta aquello lo había hartado enseguida. (4) La militancia revolucionaria exigía disciplina y una cierta cuota de dogmatismo. Eso no iba con él; no iba con el rock, un movimiento cultural que tenía una visión más bien anarquista de la sociedad y la política. Su amigo Billy Bond se lo había explicado con claridad y humor: “Los de la derecha nos llaman hippies pelotudos y los de la izquierda nos llaman… hippies pelotudos. Entonces estamos en el limbo. Desde el limbo nos manejamos como podemos y hacemos nuestra quinta columna, solos”. (5)
Pensándolo bien, quizá el rock no estuviera completamente solo. Los discos se vendían en cantidades nada despreciables, la gente concurría a los recitales y las revistas de actualidad habían comenzado a percatarse de su existencia. También la política, claro. De lo contrario, Luis no habría hallado explicación al hecho, sin duda impensable un par de años antes, de que esas dos bestias negras de la decencia pública que eran las canciones “Postcrucifixión” y “La marcha de la bronca” figuraran en la banda sonora de un film tan político como Los traidores de Raimundo Gleyzer. Asimismo, también la televisión había comenzado a percatarse de la existencia del rock. Un domingo de la primavera del 72, el director de programación de canal 11 le había abierto las puertas del estudio a Pescado Rabioso para que brindara un recital matinal. “¡La televisión llegó al rock!”, recordaba Spinetta haber gritado con euforia, tal vez rememorando aquellas fugaces participaciones de niño cantor con las que diez años antes su mamá Julia se había sentido tan orgullosa de él.
Pero no obstante la existencia de avances y aproximaciones, en el verano de 1973 el rock todavía era una música socialmente sospechada, desarraigada del país nacional y popular. Por otra parte, carecía de suficiente crédito para poder ingresar, si acaso ese fuera su deseo, al panteón de las músicas de valor universal. Por más que ya hubiera dado muestras de originalidad, el rock compuesto e interpretado por músicos argentinos debía cargar con el san Benito del copista indolente: ¿para qué escuchar rock argentino si existían los originales de Estados Unidos e Inglaterra? Su frágil identidad genérica, autojustificada en el hito fundacional de la letra en castellano, carecía de verdadera legitimidad cultural. El jazz lo miraba de soslayo, como a un hijo descarriado y perezoso. Los tangueros se victimizaban acusando al rock de haber sido el responsable del ocaso de la música porteña tradicional. Para la música llamada clásica, el rock ni siquiera era arte: en el mejor de los casos, se trataba de una práctica de jóvenes rebeldes que debía ser analizada con herramientas de la sociología, jamás de la crítica musical. En fin, la del rock era una voz en el limbo, como decía Billy Bond.
¿Quiénes entendían al rock, entonces? ¿Y quiénes entendían a Antonin Artaud? ¿Cuántos argentinos habían leído Carta a los poderes o Van Gogh el suicidado de la sociedad? Spinetta sabía que en los momentos de vastas transformaciones suele producirse un desfase entre revolución política y vanguardia artística. Estaba claro que la política no hablaba el mismo lenguaje que la música joven. Idiolectos que no se entendían entre sí: cuando el rock cantaba “Credulidad”, la izquierda escuchaba “Cuando tenga la tierra”; cuando el rock entonaba “Muchacha ojos de papel”, la izquierda sintonizaba “Muchacha” de Daniel Viglietti. Si las organizaciones armadas planeaban la toma del poder, el rock soñaba con llegar “al centro de la energía emanada de las fuentes esenciales”. (6) La política avanzaba rectamente, el rock buscaba líneas de fuga. Sin embargo, ambos tenían como meta el fin de las estructuras de un mundo injusto y vetusto. En ese caso, si la revolución buscaba romper las formas y las trabazones de la vieja cultura en nombre del Hombre Nuevo, ¿en qué clave, sobre qué ritmos, tras que letras y melodías y a qué volumen enfilaría su programa de transformación social? Tal vez lo que la revolución social buscaba no fuera tanto una banda sonora que la acompañara e ilustrara sino más bien un sonido impertinente que deviniera metáfora sonora de los nuevos tiempos.
Una brusca frenada frente al primer semáforo de avenida Constitución sacó a Spinetta de sus meditaciones y lo regresó al sábado interminable en el que, con sus compañeros de Pescado Rabioso, intentaría afirmar la identidad en construcción de la música progresiva argentina. Repasó mentalmente los acordes de las canciones que integraban el segundo disco del grupo. Con toda seguridad, en un par de horas se cruzaría con los integrantes de Aquelarre. El grupo de Emilio y Rodolfo venía de presentarse en Villa Gesell: la “progresiva” estaba copando la costa atlántica, mal que a muchos les pesara. Bajó de la camioneta y sin ninguna prisa se fue caminando rumbo al teatro Alberdi; en un par de horas comenzaría la prueba de sonido. Delgadísimo y extravagante, se desplazó entre las uniformes masas veraniegas sin que nadie le pidiera autógrafos, sin que nadie lo reconociera. Al pasar por una librería, descubrió en la vidriera, al lado del recién editado segundo tomo de Los vengadores de la Patagonia Rebelde de Osvaldo Bayer, la nueva edición de Textos revolucionarios de Artaud. (7)
Una mañana de enero las puertas de la Unión Obrera Metalúrgica se abrieron de par en par y una partida de 10 mil discos simples de 33 revoluciones y un tercio por minuto ingresó al edificio. Bajaron los discos con esfuerzo y cuidado; eran muchos y se podían romper o rayar. Venían, sin escalas, de un depósito que alquilaba el sello independiente Trova. Financiado por un productor de televisión “de tendencia peronista”, (8) el disco traía una canción compuesta por un tal Charlie Gato e interpretada por Miguel Ángel Rossi, alias “El Mochilero”. La canción se titulaba “Avancemos sin mirar atrás”. Así comenzaba: “Compañeros seamos optimistas, / avancemos sin mirar atrás. / Triunfaremos, somos peronistas./ Que viva, que viva nuestro general”.
Más adelante, dotada de los atributos fuertes de una marcha, la canción preanunciaba la llegada definitiva de Perón, quien ya había estado en Buenos Aires unos días del mes de noviembre de 1972. No se sabía bien ahora si El General volvía como proyecto encarnado en sus candidatos o como presencia de cuerpo real. Desde Madrid, Perón jugaba a la ambigüedad, cosa que alteraba los nervios del general Alejandro Agustín Lanusse y la plana mayor de las Fuerzas Armadas. En todo caso, la canción expresaba un deseo de concreción plausible: “Volvió, ya volvió/ nos vino a salvar/. El pueblo triunfó,/ pues supo esperar./ Queremos vivir/ en clima de paz./ La patria en Perón/ se quiere enjugar.”
Lo cierto era que Perón y Lanusse estaban en un tira y afloje. Que el general volvía al país era casi un hecho, pero ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿para qué? Por ahora, candidato a la presidencia de la nación no podía ser: una cláusula de proscripción del 25 de agosto —nadie que hubiera permanecido fuera del país antes de esa fecha podía ser candidato en las próximas elección— se lo impedía. Por otra parte, desde la residencia veraniega de Chapadmalal, el presidente de facto acababa de declarar que solo admitiría el regreso de Perón si, en lugar de utilizar su documentación paraguaya, el líder tramitaba en la embajada en Madrid el pasaporte argentino. Como el embajador en España era el archienemigo del movimiento justicialista Jorge Rojas Silveyra —“el inefable Rojitas”, lo rebajaba Perón—, la tramitación quizá fuera más complicada de lo que parecía. “Compañeros seamos optimistas”, no dejaba de cantar El Mochilero.
“Avancemos sin mirar atrás” carecía del abolengo popular de la “Marcha Peronista”, y distaba mucho —en parte, porque había nacido del costado derecho del movimiento nacional— de la épica de “Evita capitana” o del rozagante andar de “Marcha de la Juventud Peronista”. La canción era ramplona, por más que las arengas políticas reconozcan razones que el paladar melómano desconoce. Aun así, la dirigencia de la UOM había aceptado difundirla por todos los medios que estuvieran a su alcance. Su intérprete, Miguel Ángel Rossi, había surgido del programa de televisión Si lo sabe cante de Roberto Galán. Anticipadamente podía afirmarse que la suerte del tema estaba cifrada en su tan poco prestigioso origen, por más que la biografía del conductor estuviera jalonada por grandes momentos del peronismo histórico.
Oriundo de Posadas, Misiones, Rossi había disfrutado con la canción “El mochilero” de su primer y hasta ese momento único éxito discográfico. Un tiempo antes había cursado la carrera militar en la Escuela de Aviación de Córdoba. El leit motiv de “El mochilero” era obvio: “Caminando... mi destino es caminar.../ Mochilero soy señor. Y mi casa la llevo a cuestas/ como lo hace el caracol”. Aunque se comparara con un caracol, Rossi era un tipo veloz. Se le había presentado un día a Roberto Galán con una mochila al hombro, gorro de lana y pantalones ajustados, con deseos de cantar en la televisión. Era el ocaso de los años 60, y la vida errante por las rutas argentinas era motivo de películas y canciones. Ostensiblemente, Rossi no era Atahualpa Yupanqui, ni Facundo Cabral. Tampoco Almendra, a cuya “Rutas argentinas” Rossi no tendría derecho a reclamarle nada. Pero al Mochilero las cosas no le estaban saliendo nada mal. Después de firmar contrato con el sello Polydor de Phonogram, había sido convocado por Nicolás “Pipo” Mancera para el exitosísimo Sábados circulares. Aquella vez lo habían visto y escuchado cientos de miles de televidentes. Peronista de corazón, El Mochilero tenía esperanza de que su nuevo tema llegara al sentimiento de sus compañeros de todo el país.
La utopía del ir de acá para allá sin un propósito puntual, despojado de bienes materiales, dispuesto cual beatnik del subdesarrollo a convertir el viaje en un fin en sí mismo, estaba viva en muchos jóvenes atraídos tanto por la música como por la política. “Caminante no hay camino/ se hace camino al andar”, venía cantando Joan Manuel Serrat desde 1969, en nombre de Antonio Machado. Después de todo, si el peronismo, que había recorrido un largo exilio, quería volver al poder de una buena vez, debía actualizar su estilo de comunicación con las masas juveniles. Más que en ningún otro momento de la historia argentina, los comicios del 11 de marzo se definirían por el voto de los jóvenes. Era lógico: la última elección, amañada por los militares, se había llevado a cabo en el domingo 7 de julio de 1963. En ese tiempo, Spinetta acababa de ingresar al colegio San Román, el grupo rosarino Los Gatos Salvajes terminaba de grabar su primer simple y la Cueva de avenida Pueyrredón era todavía un reducto de jazz. La educación cívica de los argentinos llevaba varios años de atraso. El voto de 1973 sería entonces un voto del poder joven con delay. Los jóvenes dejarían por un momento sus mochilas para entrar al cuarto oscuro con la boleta del Frejuli en sus manos. La ansiedad por votar era un sentimiento colectivo.
La imagen del cantante popular que, cual peripatético del verbo y la melodía, andaba de aquí para allá con su ubicua guitarra al hombro era atrayente. Ese verano, una camada de solistas acústicos invadió bares y teatros de Mar del Plata y del Municipio de la Costa. Ellos se cruzaban en las noches argentinas con los integrantes de Pescado Rabioso y Aquelarre. Cantaban en solitario o a dos voces, generalmente con el sobrio acompañamiento de sus guitarras criollas. (Algunos sacaban de los estuches, orgullosos, la última versión de “la acústica” con cuerdas de acero recién adquirida en Antigua Casa Núñez.) No interpretaban zambas de fogón ni tangos de fonda. Como Bob Dylan, pero en castellano, cantaban sus propias canciones. Folk sí; folclore, no.
León Gieco, Miguel y Eugenio y Raúl Porchetto encabezaban el lote de lo que comenzaba a llamarse “rock acústico”. En un fin de semana costero podían reunir 200 o 300 personas dispuestas a escucharlos en silencio, sin bailoteos ni amagues de levante. Para un acto político era un número bajo. Para fundar una religión, más que suficiente. Los músicos se la pasaban viajando por la ruta 2. Iban y venían entre la playa y la gran ciudad. Las veces que estaban en Buenos Aires, solían recaer en la sede del Sindicato Argentino de Músicos (SADEM). Allí todos los viernes de enero y febrero se llevaba a cabo el ciclo “Canto Popular Urbano”, con el fin de “transportar y promover hasta el público de Buenos Aires las nuevas formas que asume la canción urbana en la Argentina”. (9)
En realidad, el mencionado ciclo era parte de la agenda del colectivo Canto Popular Urbano. Vinculado con Montoneros a través de Thono Báez, el CPU se había constituido a fines de 1972 como un derivado politizado de lo que había dado en llamarse Nueva Canción Argentina. La politización del colectivo sintetizaba con toda claridad el giro que había dado la canción popular en el tránsito de una década a otra. Sus integrantes, desde el pionero del Instituto Di Tella Martín “Poni” Micharvegas hasta Barba Mayo buscaban articular la música popular a la escena del teatro militante. Con tal propósito habían fundado Canto Popular Urbano en diciembre de 1972. Por sus presentaciones como cantautor en zonas carenciadas, a Barba Mayo se lo llamaba “el cantor de las villas”. (10)
Canción urbana: una buena denominación para intentar superar el berenjenal semántico en el que se entrechocaban música beat, canción testimonial, música de protesta, nueva canción argentina, canción combativa, folk-rock… Obviamente, no todo era lo mismo, pero la canción joven fraguada en la ciudad de los años 70 marcaba su territorio, expresaba su tiempo. Le urgía diferenciarse de cauces más antiguos del canto popular. Su tiempo era presente continuo. Parafraseando uno de los apotegmas de Canto Popular Urbano, a su vez sacado de la definición de la poesía de Gabriel Celaya, los cantautores jóvenes entendían la canción como “arma cargada de presente”. (11)
Por su parte, más allá de un espacio de convivencia como el habilitado por Canto Popular Urbano, los hippies acústicos iban copando la escena de la canción joven que, al decir del periodismo especializado —y de los propios intérpretes, según cabía suponer—, “no debe confundirse con la llamada canción de protesta”. (12) Era cierto, el rock no protestaba: rugía. A menudo ese rugido cobraba formas vinculadas a situaciones fácilmente reconocibles. No podía pretenderse que la nueva canción se quedara de brazos cruzados frente al momento que vivía el país. Por ejemplo, una tardecita de verano, en el Sindicato de Músicos, el santafesino León Gieco se puso a cantar “Hombres de hierro”, tributo musical al Mendozazo, la gesta mendocina del 4 de abril de 1972, cuando el pueblo cuyano se sublevó contra un aumento brutal de las tarifas eléctricas.
Copiada en su música de “Soplando en el viento” de Bob Dylan, la actualísima canción de Gieco había vivido su estreno ayer nomás, una tarde de junio del 72 en el cine teatro Atlantic de avenida Belgrano. Había sucedido en el marco del festival “Acusticazo”, compartiendo cartel con Litto Nebbia, Domingo Cura, Gabriela, David Lebón y Edelmiro Molinari. Producido por el director de Pelo y organizador del festival B.A. Rock Daniel Ripoll, el evento había tomado su nombre inspirándose justamente en el alzamiento popular del Cordobazo, luego replicado en Mendoza. (13) De aquello había quedado el documento de un LP editado por el sello Trova.
Esa tarde de verano en el salón del Sindicato, Gieco cantó como si el tema estuviera dirigido, en primer término, a él mismo y a todos los jóvenes de su generación, vivieran o no en Mendoza, conocieran o no el alzamiento popular de Córdoba que había puesto fecha de vencimiento a la dictadura de Onganía: “Larga muchacho tu voz joven,/ como larga la luz el sol,/ que aunque tenga que estrellarse/ contra un paredón/ aunque tenga que estrellarse/ se dividirá en dos”. El poder multiplicador de la revolución social: uno, dos, mil veces Vietnam, eso decía el Che. Luego, mientras anochecía, el joven cantautor de educación católica Raúl Porchetto presentó una de las canciones de su obra conceptual Cristo Rock.
En cierto modo sumándose al éxito de La Biblia de Vox Dei, Cristo Rock contó con el apoyo musical de algunos integrantes de La Pesada del Rock and Roll, el colectivo encabezado por Billy Bond. El plan original había sido el de grabar todo el disco con Charly García, Nito Mestre y otros amigos, pero por decisión de la productora solo se permitió la participación como pianista invitado de Carlos García Moreno. (14) Con Charly, Porchetto hizo una presuntuosa “Obertura” en el órgano de la iglesia de la Consolatta del colegio Claret. Hasta allí, en la institución de los misioneros claretianos en la que el músico había cursado el colegio secundario, se trasladaron los músicos y el técnico Robertone para grabar la parte barroca del álbum.
Influenciado por el folk-rock y las bandas inglesas “progresivas” —especialmente Genesis y Yes—, Porchetto había elegido para la grabación de las ocho partes (presentadas como canciones numeradas) una instrumentación múltiple de improbable traslación a un escenario; menos aún, a los escenarios que solían pisar los intérpretes de la canción urbana. Pero las versiones reducidas no estaban nada mal, por más que carecieran de los penetrantes solos de guitarra de Claudio Gabis, el violín de Jorge Pinchevsky o los refuerzos orquestales del arreglador Gustavo Beytelmann. Por lo demás, la resistencia de los bolsones de conservadurismo argentino era tan férrea que el estreno de Cristo Rock resultaba improbable. Incluso en los días de grabación, Porchetto había recibido amenazas. (15)
El más religioso de los rockeros argentinos tenía un registro de contratenor, una voz aguda, como de niño crecido de golpe. Su estilo de canto era de una fragilidad encantadora, un poco en la línea de la gran promesa del folk-rock Neil Young. Su Cristo coloquial planteaba la hipótesis del regreso. Desconsolado por lo que habían hecho con su credo y sus enseñanzas (“Creo que nunca entendieron nada,/ nunca quise perdurar así./ Yo nunca morí,/ yo nunca morí”), el Mesías reclamaba cambios. Como en Jesucristo Superstar, decía no querer ser “amado con burocracia”. Por momentos parecía más inspirado en San Francisco de Asís que en el Hijo del Padre: “Padre, hoy estuve preso por hablar/ de tu amor en las plazas./ Padre, hoy estuve preso por cantar canciones de rock”. Como expresión de un deseo de liberación, el rock se identificaba con Jesús y los primeros cristianos. Pescado Rabioso evocaba en “Postcrucifixión” a Cristo revivido, aquel que exclamó “Abrázame, madre del dolor”.
En un momento de su presentación veraniega, Porchetto se burló del “asilo de ancianos que intenta gobernar el país”. El público festejó la gracia, acaso sin recordar que, técnicamente hablando, Perón también era un anciano. Pero eso no importaba demasiado. Lo que realmente importaba era que las canciones salían a dialogar con el movimiento de sacerdotes del Tercer Mundo. Tal vez Porchetto no se definiera en esos términos, pero sus temas redimían a un Jesús rebelde y combativo, crítico del Cristo Rey coronado por la Iglesia pero, al mismo tiempo, alejado de la lucha armada. Viéndolo desde el punto de vista del movimiento hippie, el cristianismo con contenido social era la solución perfecta al dilema moral que planteaba la revolución. Entre un Cristo guerrillero y otro Rey, la revista Cristianismo y Revolución no dudaba en qué lugar había que pararse: “No es honesto denunciar parcialmente el intento de asimilar a Cristo a un guerrillero, sin al mismo tiempo reprobar esa imagen de ‘Cristo rey’, en cuyo nombre se ejerce frecuentemente la única violencia que no puede contar con la comprensión evangélica: la violencia de los opresores y explotadores”. (16)
Lo expresaba el padre Carlos Mugica en su misa: “Tú que has nacido pobre/ y has vivido siempre/ junto a los pobres/ para traer a los hombres/ la liberación”. En ese sentido, las canciones de Porchetto —más claramente aún que las de Vox Dei— eran parte de una constelación más amplia, en la que los curas revolucionarios sostenían un álgido enfrentamiento con las concepciones cerradas y conservadoras de la fe. La música no se había quedado de brazos cruzados frente a la disputa por el sentido del Evangelio. “Soy un joven cristiano que, como decía Artaud, no concibe el arte alejado de la realidad”, explicaba Porchetto. “Por eso mi música tiene corte político”. (17) Por entonces, lo mismo podía decir el grupo vocal/instrumental Gorrión. Con dirección del folclorista Chango Farías Gómez, Gorrión se preparaba para grabar en setiembre una versión en rock de la Misa Criolla de Ariel Ramírez y Félix Luna. Algunos de sus versos y pasajes se prestaban a una lectura política: “Habrá hombres perversos que tratarán de haceros mal, os encarcelarán, os golpearán, porque vosotros me amáis…”.
En ese panorama, la figura del joven sacerdote Carlos Mugica brillaba como referente espiritual y político. Trabajando en la villa 31 de la ciudad de Buenos Aires donde había levantado la parroquia Cristo Obrero, o dando debate en medios de comunicación —la televisión solía entrevistarlo seguido, quizá por su aspecto físico seductor, su rancio apellido y su gran oratoria—, Mugica, que acababa de renunciar a integrar las listas de candidatos para las elecciones de marzo, articulaba todo un movimiento de “curas villeros” que, mayoritariamente, avalaba a los grupos de izquierda del peronismo. No obstante esta adhesión, y por más que su principal blanco de críticas fuera el poder económico concentrado, Mugica no se ahorraba discusiones con las cúpulas de Montoneros y demás organizaciones armadas. En materia de consumo cultural, se mostraba un tanto descreído de las vanguardias —por ejemplo, tenía una opinión negativa de la literatura de Julio Cortázar, aun de la del Cortázar de Libro de Manuel—, por lo que resultaba fácil entender que prefiriera el folklore al rock. Sin embargo, esto no era impedimento para que La Banda del Oeste, grupo de blues y rock de afiliación peronista, tocara seguido en las villas, en ocasiones junto a Billy Bond.
En el amanecer del nuevo año, un clamor de acción brotaba en canciones y poemarios del canto urbano. No era un clamor completamente nuevo, venía del pasado reciente, el de la agitada transición de los años 60 a los 70. Lo que en realidad había cambiado era el contexto político, ahora más propicio para decir las cosas en voz alta, sin temor ni inhibición. No era hora de callar. También había una buena cuota de especulación, quién podía negarlo. Pero por cada mochilero oportunista había una decena de intérpretes jóvenes que creían realmente estar viviendo un momento excepcional, un punto de inflexión en la historia argentina.
Mientras el mes de enero avanzaba sin mirar atrás, en una habitación del centro porteño, indiferente al calor y al imaginario playero que los medios masivos insistían en reproducir, el pionero del rock en la Argentina Moris le ponía punto final a su libro de letras y poemas. Pensaba editarlo en el transcurso del año, seguramente de modo independiente. Uno de sus poemas era quizá más decididamente político que todo el cancionero del folclore argentino junto: “¿Qué vas a hacer amigo?/ ¿Vas a callar, vas a aguantar, vas a luchar?”. (18)
Más largas y populosas que las andanzas de los músicos eran las giras de los candidatos a la presidencia de la nación. Había que aprovechar el verano para descontar el tiempo que el régimen militar les había quitado. El más activo era Héctor Cámpora. En octubre del 72 se había puesto al frente del Operativo Retorno, una pulseada con la dictadura militar para habilitar política e institucionalmente a Perón. En su doble condición de delegado de Perón en la Argentina y candidato a la presidencia del país, Cámpora planeaba iniciar a fin de mes su primera gira por el interior. Se estimaba que lo seguirían cientos de jóvenes coreando consignas a su favor. Para ellos, Cámpora era “El Tío”, suponiendo que Perón fuera El Padre. “El Tío” sonreía y transpiraba, guardado en su camisa blanco impecable, con los brazos remangados y abiertos de par en par, como solía abrirlos su jefe, por el que sentía, según sus propias palabras, “una obsecuencia respetuosa”. (19)
Sobrevivía entonces una gestualidad del pasado, un repertorio icónico que reactualizaba la historia popular a manera de impasse —o de excepción— en el conflicto generacional, el más actual de los conflictos: si Perón era Gardel, según una simpática analogía facial, Cámpora, con bigote casi imperceptible, bien podía ser alguno de esos atildados cantores de las orquestas del 40. Tanto uno como otro eran hombres de un tiempo fugitivo. Habían formado su carácter en otras batallas, pero estaban decididos a reinventarse en 1973. Para ello necesitaban el voto de sus viejos seguidores —los que se emocionaban con Gardel y habían bailado con la orquesta de D’Arienzo—, pero, sobre todo, necesitaban el apoyo de una juventud sublevada y díscola, peleada con las rémoras de la vieja política y ansiosa por convertir la democracia en revolución. Una juventud que, en general, aborrecía el tango. Muchos de estos jóvenes eran hijos de opositores a Perón: un dolor de cabeza para sus padres. Eran los hijos de Mordisquito, el personaje con el que Discépolo había representado al antiperonismo de 1951. Se mostraban renuentes a quedar anclado al pasado. Se los veía decididos a practicar un simbólico parricidio, del que solo se salvarían Cámpora y Perón… al menos por un tiempo.
Por más que los hippies cantores irritaran con sus cabelleras al viento y sus canciones antisistema, los jóvenes más difíciles de digerir para los espíritus conservadores eran aquellos que militaban en las organizaciones guerrilleras. Eran los muchachos del ERP, Montoneros y FAR. Había otros grupos —FAL, ERP-22 y demás desprendimientos— pero esas tres organizaciones eran, por el número de militantes, el volumen de su armamento y su capacidad operativa, las que tenían a la dictadura en vilo. Después de tres años de clandestinidad, la guerrilla empezaba a salir a la superficie. En términos de ideología política había para todos los gustos, de marxistas revolucionarios a nacionalistas populares, si bien los decibeles más altos parecían provenir de los que se enfervorizaban con Perón y Evita. No obstante, en Devoto o Rawson, sometidos todos a los mismos apremios y maltratos, peronistas y marxistas estaban del mismo lado.
Breves rimas a capela acentuaban las voces de la discordia histórica devenida presente. La más cantada rezaba: “¡Perón y Evita, la patria socialista!”. Otra era más concreta: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Y la más violenta: “Duro, duro, duro. Aquí están los Montoneros que mataron a Aramburu”. La campaña era ruidosa por naturaleza, y por deseos revolucionarios. Al referirse a una serie de cambios de costumbres y modelos culturales, los historiadores solían hablar de “revoluciones silenciosas”. En efecto, esto venía sucediendo en la Argentina desde hacía algún tiempo, pero en 1973 el silencio se había terminado.
Se hacía público, a toda voz, aquello que había estado acallado por las fanfarrias militares y los discursos insulsos. Quince años sin poder nombrar a Perón públicamente era mucho tiempo. “Cuando el quetejedi salía al balcón”, había cantado elusivamente María Elena Walsh en su tango “El 45”. De pronto, con la fuerza de una irrupción, un griterío político de voz y bombo al cuello desbordaba la escena. Era un buen momento para que todos se hicieran oír. Incluso el rock, inconcebible a bajo volumen, podía hacerse sentir más fuertemente todavía, en una línea de potencia acústica que iba de Almendra a Pappo’s Blues. Quizá por eso, algunas fuentes sonoras prestigiaban la suavidad como contracara de la intensidad del momento que vivía el país. “Durante todo el verano y sin gritar, la mejor programación”, promocionaba Radio Belgrano, “La Radio”. “Un medio que no rompe los tímpanos”, insistía. (20)
Por supuesto, la preocupación por los tímpanos era ínfima en un contexto de euforia sonora. Ya habría tiempo para la salud auditiva. Habría tiempo para todo: la revolución haría realidad los sueños más nobles y fraternales. Pero el camino que llevaba a la patria socialista es complicado, y había que despejarlo luchando en todos los frentes, con la mayor cantidad de actores posibles. La agenda cultural de verano brindaba algunas pistas, notas que debían ser cuidadosamente subrayadas y tenidas en cuenta a lo largo del año. Por ejemplo, desde París, el director de cine Bernardo Bertolucci advertía que, abordándolo con agudeza y suspicacia, el del amor era también un tema revolucionario, toda vez que el orden burgués, domésticamente sostenido en relaciones de pareja estables, solo se vería realmente amenazado cuando los artistas pudieran imaginar otros vínculos y otros conflictos entre los cuerpos.
A propósito, los argentinos, que aún no podían ver la nueva película de Bertolucci Último tango en París, sabían que, para disgusto de Piazzolla, la música del film la había compuesto Leandro “Gato” Barbieri. Algunos ya la conocían, unos pocos la silbaban. Era casi tan célebre como “Esto es para usted”, de la película Sacco y Vanzetti, en la voz de Joan Báez. Pero si esta última remitía al compromiso político, el sensual impresionismo del tema de “Gato” incitaba al destape sexual. En cierto modo, esas dos melodías —del ritmo de marcha heroica a un medio tempo de balada de jazz— resumían las grandes reivindicaciones de la hora revolucionaria.
“No existe en este momento saxofonista tenor más importante que Leandro ‹Gato› Barbieri; si bien Coltrane ejerció sobre él un influjo considerable, este se refirió más a la forma que a los conceptos”, escribía Jorge Andrés, uno de los pocos periodistas especializados interesado en cubrir la escena de la música progresiva. (21) “Gato” era un músico de jazz aceptado por el público de rock. Aquí y en todas partes: la revista norteamericana Rolling Stone acababa de entrevistarlo. Algunos treintañeros lo habían llegado a escuchar en el club Jamaica y en la película El perseguidor —allí Barbieri había “doblado” a Sergio Renán, protagonista de la versión cinematográfica del cuento de Cortázar—, soplando con estilo mercurial junto a su hermano Rubén y la pléyade del jazz porteño. Un tiempo antes del golpe de 1966 Gato se había ido a vivir a Italia, para desde allí labrarse un nombre destacado en el exigente mundo del jazz internacional. Primero había tocado free jazz, jazz libre, la “nueva cosa”, como lo llamaban algunos críticos. Música radical, jazz radicalizado. Pero desde el lanzamiento del disco Tercer Mundo, en 1969, estaba decidido a dotar a su música de una carga política más concreta.
El arte de Barbieri se nutría de ritmos latinoamericanos, parafraseando algunos temas del acervo popular de Sudamérica —algún carnavalito, alguna zamba, algún choro—, y exploraba su sonido hasta la raíz, llegando a un grado de intensidad inédito para su instrumento. Solo admiración juvenil podía despertar esa música. Gato sabía que existían por lo menos dos maneras diferentes de tocar jazz: sumándose a una tradición cuyo centro discursivo irradiaba desde un país y una comunidad determinados (los Estados Unidos y los afroamericanos) o imaginando otras historias, otros posibles territorios desde donde hablar una lengua de jazz mestizada.
Tercer Mundo comenzaba con un tríptico argentino: “A. Introducción”, “B. Canción del llamero” (Quiroga) y “C. Tango” (Piazzolla). Seguía con “Zelao” y “Antonio Das Mortes”, para cerrar con las “Bachianas Brasileiras número 5” de Heitor Villalobos empalmadas con “Haleo and The Wild Rose”, una canción del pianista Dollar Brand basada en un motivo folclórico sudafricano. Aparentemente, la variedad de materiales temáticos buscaba reproducir el imaginario de un ancho mundo, el Tercer Mundo, por más que se percibiera cierta preferencia o facilidad por los ritmos brasileños. En todos los tracks, pero especialmente en el primero, el saxofonista partía de un motivo muy simple, de origen folclórico, y lo intensificaba mediante un juego extremo con la dinámica y la textura. Aún apegado al modo de trabajo de su etapa free, había convocado para la ocasión a músicos de la escena internacional muy acreditados y aun poco conocidos en la Argentina: Charlie Haden en contrabajo, Beaver Harris en batería, Richard Landrum en percusión, Roswell Rudd en trombón y Lonnie L. Smith jr. en piano.
Tercer Mundo llegó a todas las disquerías argentinas, a menudo desertando del casillero “jazz” para hacerse un lugar en la batea de “música progresiva” o “música moderna”. No eran muchos los músicos mayores de 30 años cuyas obras encontraban aceptación entre los más jóvenes. Resultaban ser los que, para decirlo con palabras de Adolfo Bioy Casares, habían logrado escapar de “la guerra del cerdo”: Piazzolla, Barbieri y… ¿cuántos más? Había en el aire un malhumor con los géneros musicales tradicionales. Algunos pensaban que por su sola existencia dilatada habían sido cómplices del entreguismo del pasado. O quizá se tratara de un relevo o rebasamiento biológico: la música nueva terminaba desplazando al tango y al jazz, del mismo modo que la nueva política estaba enterrando a la vieja.
También en el terreno de la música clásica o académica se libraba una lucha entre tradición y modernidad, aunque en realidad la clave de lectura era “conservadurismo versus revolución”. En las librerías de aquel verano ya se conseguía el libro de Vicenzo Gibelli Compositores actuales de la URSS. El autor sostenía la tesis de que sin ideología no podía haber música. La aseveración, amén de desprender un tufillo estalinista, sonaba temeraria, en un tiempo protagónico para los temerarios. Pero el debate en torno a los nexos entre música y política era legítimo. Y parecía impostergable. En línea con los artistas comprometidos, el compositor argentino Eduardo Bértola anunciaba: “Las manifestaciones puramente esteticistas han perdido hoy toda vigencia, aun cuando esas manifestaciones sirven para acentuar el mal gusto de las señoras gordas que con singular empeño las apoyan”. (22)
Lo que Bértola no citaba, aunque seguramente lo sabía, era que el mayor espantapájaros de señoras gordas no provenía de la música académica de vanguardia —finalmente dirigida a un círculo de oyentes reducido— sino de algo más cercano y al mismo tiempo más difícil de digerir: esa “música del limbo” que en pequeñas salas y teatrillos de la costa atlántica congregaba grupos compactos de jóvenes de aspecto indecoroso que, a la salida del recital, vagaban por el centro de Mar del Plata esquivando policías, hasta terminar durmiendo en la playa o colados en algún camping de la zona. Antes de caer vencidos por el sueño, arremeterían con alguna versión destemplada de “Fermín” o “Rutas argentinas”.
¿En qué momento esos jóvenes se habían emancipado del colectivo de la nueva ola para militar a favor de una informalización social?, se preguntaban muchos mayores. Nadie podía decirlo con exactitud. La prensa venía dando cuenta del fenómeno desde hacía algún tiempo. Una revista nacida en 1970, apropiadamente llamada Pelo, ya llevaba tres años intentando sumar esfuerzos en la edificación de un espacio de cultura musical diferente. Pero era una historia demasiado reciente como para dejarse atrapar en una cronología consensuada. Todavía para los empresarios del rubro “Espectáculos” el numerito de música beat era un combo indescifrable. Y un tanto inquietante: el 20 de agosto del 72, La Pesada del Rock and Roll, cebada por la policía, había desatado un pandemónium de butacas al viento en el Luna Park. El episodio se había originado en la paliza que un oficial le propinó a un joven que había saltado de la popular al pulman. Y había terminado con las fuerzas del orden dándose a la fuga. Algunos creían que la dudosa consigna con la que Billy Bond había arengado a las masas juveniles — “¡Rompan todo!”— no había hecho más que ahondar el conflicto. Bond no recordaba haberlas dicho, no al menos con esas palabras. (23) Pero qué más daba. En definitiva, ya fuera desde las páginas de “Policiales” de los diarios, la tapa del semanario amarillo Así o en las vidrieras de las principales disquerías del país, entre disturbios, nuevos grupos y solistas y recitales en horarios marginales, el rock argentino se había convertido en un verdadero movimiento artístico de proyección social.
El 23 de enero, una larga fila de seguidores de Pescado Rabioso aguardaba el ingreso al teatro Alberdi de Mar del Plata. Eran 600 jóvenes. Otros 1000 quedarían afuera, justo esa fecha, en la que Spinetta festejaba su cumpleaños número 23. ¿No era que Mar de Plata en verano solo albergaba jóvenes despreocupados en busca de alguna aventura sexual? Por lo pronto, ya habría tiempo y lugares para otras diversiones, pero ahora era el momento de la música progresiva. “Vamos a poner la torta sobre el órgano de Cutaia, en el escenario y empecemos a comerla lentamente. Cuando la terminemos se termina el concierto”, invitó Spinetta. El primer bocado lo dio David Lebón. Como el vilipendiado emperador romano Heliogábalo, David salió a escena vestido de mujer. (24)
1- Pelo, Buenos Aires, número 34, enero de 1973, pág. 30.
2- Entrevista a Carlos Cutaia. Buenos Aires, 12 de abril de 2016.
3- De la entrevista a Gustavo Spinetta, 6 de julio de 2017.
4- Julián Delgado, Tu tiempo es hoy. Una historia de Almendra, Eterna Cadencia, Buenos Aires, pág. 156.
5- Entrevista a Billy Bond, Buenos Aires, marzo de 2016.
6- Texto del cuaderno interior de Pescado Rabioso, Pescado Rabioso 2, Talent/Microfón, Buenos Aires, 1973.
7- Antonine Artaud, Textos revolucionarios, Ediciones Calderón, Buenos Aires, 1973.
8- Panorama, Buenos Aires, 25 de enero de 1973, pág. 19. Posiblemente se trataba de Roberto Galán, en cuyo programa Si lo sabe cante debutó Miguel Ángel Rossi “El Mochilero”.
9- Jorge D. Boimvaser, “Descubre un ciclo con las nuevas formas de la canción urbana”, La Opinión, Buenos Aires, 17 de enero de 1973, pág. 18.
10- Lorena Verzero, Teatro militante: radicalización artística y política en los años 70, Biblos, Buenos Aires, 2013
11- Ibíd., pág. 314.
12- Jorge D. Boimvaser, op. cit.
13- De entrevista a Daniel Ripoll, Buenos Aires, 10 de abril de 2018.
14- De entrevista a Raúl Porchetto, Buenos Aires, 27 de marzo de 2018.
15- Ídem.
16- Cristianismo y Revolución, Buenos Aires, número 29, junio de 1971, pág. 39.
17- “Raúl Porchetto: ¿Pero qué pasa?”, Pelo, Buenos Aires, número 42, octubre de 1973, pág. 5.
18- Moris, Ahora mismo, Editores de Hoy, Buenos Aires, 1973, pág. 89.
19- Jorge Luis Bernetti, “Entrevista a Héctor Cámpora”, Panorama, Buenos Aires, 11 de enero de 1973.
20- La Opinión, Buenos Aires, 12 de enero de 1973, pág. 22.
21- Jorge Andrés, “Gato Barbieri interpreta al Tercer Mundo con un sentimiento angustiado y rebelde”, La Opinión, Buenos Aires, 3 de enero de 1973, pág. 21.
22- Panorama, Buenos Aires, 25 de enero de 1973, pág. 54.
23- Ezequiel Ábalos, Cada día somos más. Billy Bond y la pesada del rock and roll, colección Rock de Acá, Buenos Aires, edición del autor, s/f, pág. 91.
24- Eliana Pirillo y Jorge Battilana, Luis A. Spinetta. Un vuelo al infinito, Corregidor, Buenos Aires, 2014, pág. 35.