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El apego y la resiliencia
Empezaremos hablando de un concepto que consideramos básico para comprender el comportamiento y desarrollo de las personas: la resiliencia.
Es un concepto que viene de la física y que supone la capacidad que tienen los cuerpos para resistir los impactos.
Trasladado a la psicología, lo definiríamos como la capacidad de resistir los traumas y adversidades de la vida, rehaciéndose y en algunos casos incluso desarrollando habilidades aprendidas a partir de dichas experiencias.
Esta capacidad reside en parte en factores que tienen que ver con la genética o el temperamento, pero tiene su origen fundamental y viene condicionada por las vivencias durante el período de desarrollo que transcurre entre los 0 y los 3 años.
En estos períodos sensibles denominados , se consolidan los cimientos o elementos de resiliencia primaria sobre los que descansan el resto de los aprendizajes.
Aunque siempre hay cierta plasticidad neuronal para aprender cosas nuevas a lo largo de la vida, es difícil cambiar los rasgos principales de personalidad. Las capacidades personales tienen que ver con la posibilidad de formar determinadas conexiones sinápticas. Por ello, nuestras actitudes son principalmente la expresión de la organización y estructura de nuestro cerebro (Sadurní, Rostán y Serrat, 2002).
Diríamos que el ser humano se hace, entre los 0 y los 3 años, con una primera imagen de cómo es la vida y de cómo se tiene que relacionar con los demás. Esta primera imagen se la van a proporcionar los padres1 o cuidadores con los que se relacione, las interacciones emocionales entre bebé-cuidadores primarios a través de la comunicación verbal y no verbal. Haciendo un símil con la fotografía, la mente humana es como una cámara de fotos que deja el diafragma abierto durante un periodo de 3 años. Entonces, se cierra y esa es la primera impresión vivencial que va a permanecer como una referencia perdurable en el tiempo. Y es la fotografía a la que uno se remite en la vida.
Es una memoria, como decimos, vivencial: no se recuerdan tanto los hechos ocurridos pero sí las emociones experimentadas, la sensación de haberse sentido querido, cuidado, protegido por los padres o un cuidador primario… Eso es la permanencia significativa y es en lo que uno se apoyará para enfrentar las dificultades futuras. Para entenderlo con un ejemplo es como una película que vimos hace tiempo, de la que no recordamos el argumento, ni los actores, ni otros detalles, pero se siente; sabemos que nos gustó, nos produjo sensaciones agradables y nos pareció una película bonita.
La seguridad de base es el resultado de internalizar una relación permanente durante los primeros años de vida. Es un elemento fundamental de resiliencia que acompaña durante todo el ciclo vital, hace de fundamento y proporciona seguridad para mantenerse y retomar las relaciones cuando una persona toca fondo en etapas de crisis, por ejemplo.
1.1. Cuando el apego falla, la casa se resiente en los cimientos: la resiliencia primaria
Desde que nacemos estamos diseñados para ser animales gregarios y sociales. Tenemos una dependencia absoluta con el resto de miembros de la familia y del entorno, especialmente estamos preparados para vincularnos. Es una necesidad supervivencial fundamental. Un bebé necesita una persona que le cuide, le proteja, le alimente, le de afecto… de manera continuada y coherente. El bebé se va adaptar a lo que el cuidador le ofrezca para poder conseguir satisfacer sus necesidades básicas. De aquí van a surgir patrones y modelos de relación entre bebé-cuidador que van a configurar lo que se denomina su estilo de apego.
El apego es el lazo invisible que une a las personas. Es como la palabra adhesivo: estar fuertemente unidos. Este adhesivo de calidad proviene de sentirse unido a los demás y del establecimiento de relaciones (con los padres, familiares, otras figuras) tempranas en las que, como hemos dicho, las necesidades del bebé se satisfagan y exista una comunicación sintonizada entre aquél y los cuidadores.
El adhesivo de calidad hacia los cuidadores al que nos referimos, todas las relaciones positivas que el niño ha vivido, le proporcionan un sentimiento interior de seguridad de tal manera que, según el niño2 vaya creciendo, se siente preparado para separarse de los cuidadores y establecer relaciones sanas con los demás. Los adultos ya no están, pero el sentimiento de seguridad, confianza y valía interiorizadas quedan dentro del niño, en su mente, y le proporcionan la base. Si los cimientos del edificio están sólidamente establecidos, éste aguantará cualquier contingencia climatológica.
Hablaríamos de apego seguro (utilizando otra metáfora, por ejemplo, la del velcro: éste es flexible y permite adherirse a distintas superficies respetándolas y manteniendo su capacidad de adherencia para sucesivas ocasiones) cuando todas estas necesidades son cubiertas en el contexto de una relación de buen trato. Este contexto de comunicación emocional prolongada y positiva en el tiempo permite el desarrollo de características que definen la resiliencia primaria y que favorecen el autocuidado y el cuidado de las personas con las que el niño se relaciona: la empatía, la seguridad, la autoestima, la confianza, la regulación de las emociones, la pertenencia, la identidad, la reciprocidad, el altruismo… En definitiva, todo esto hace que el ser humano se organice como persona de manera integral.
Además, esto permite la coordinación y el desarrollo del resto de capacidades mentales. Esta relación de apego seguro organiza y estructura el cerebro-mente y es la que favorece el establecimiento de las conexiones neuronales a las que hemos aludido anteriormente creando patrones de activación que se van estabilizando y fortaleciendo con la repetición de los cuidados empáticos.
El apego seguro en un niño equivale a cerebro ordenado. Para verlo más fácil sería como una orquesta bien dirigida por su director.
Hablar de adhesivo es también hablar de pegarse, estar en contacto con. Eso significa relacionarse y hay distintas formas de hacerlo, según cómo te haya ido con los diferentes cuidadores con los que te hayas relacionado, el tipo de adhesivo que hayas creado.
Puede ser, como venimos repitiendo, un adhesivo de calidad. Entonces el menor tendrá capacidad sana de unirse y relacionarse con los demás. O puede ser uno distinto, que no haya tenido suficientes experiencias de calidad (buenos tratos) y hablamos de deficiencias o problemas en esa capacidad relacional que habrán de repararse.
Tipos de apego
Según sean las experiencias con los cuidadores primarios, como venimos exponiendo, el niño desarrollará un tipo de apego. Si aquéllas son positivas, si las necesidades se satisfacen y los cuidadores son sensibles, coherentemente disponibles, perceptivos y empáticos para reflejar los estados internos del niño (sus emociones de angustia, dolor, sensaciones de hambre…) sin invadirlos, entonces existe alta probabilidad de que el niño desarrolle lo que se denomina un apego seguro (Bowlby, 1998b)
En caso contrario, si los padres han rechazado, maltratado, violentado, abandonado… al bebé entonces la probabilidad de desarrollar un apego inseguro es alta.
Por lo tanto, una clasificación del apego es la que se divide en apego seguro y apego inseguro.
Hay tres tipos de apego inseguro (Ainsworth, 1978. Barudy y Dantagnan, 2005; 2010.3 Gonzalo, 2009; Siegel, 2007):
• El apego inseguro evitativo
• El apego inseguro ansioso-ambivalente
• El apego desorganizado
Los tipos de apego inseguros pueden ser estilos o trastornos, pero no trastornos en el sentido de constituir patología sino en el de presentar unas características o rasgos, más o menos desadaptados (a mayor desadaptación, los rasgos se constituyen más en trastorno que en estilo de apego), que se desarrollan en el contexto de las relaciones tempranas con los cuidadores y que le confieren al niño una especial vulnerabilidad (la casa no tiene buenos cimientos, siguiendo con nuestra metáfora) y que tienden a mantenerse bastante estables a lo largo de la vida. Las experiencias posteriores también influirán en la aparición o no de los rasgos, en el sentido de que pueden repararlos y/o mejorarlos o, por el contrario, ahondar aún más en la desadaptación.
Los tipos de apego son, en realidad, adaptaciones mentales del niño o niña a contextos en los que han estado presentes los malos tratos, el abandono… Después, fuera ya de esos contextos, resultan desadaptativos. De alguna manera, serían algo así como defensas (en su sentido adaptativo). Maryorie Dantagnan refiere que son como trajes que los niños se ponen para sobrevivir y protegerse del dolor emocional. Estos trajes pueden ser luego más difíciles o fáciles de quitar o al menos, de aflojar. Dependerá de muchos factores internos y externos.
Hay estilos y trastornos del apego, hay trajes más rígidos y otros más susceptibles al cambio cuando las condiciones ambientales favorecen que el trabajo de los profesionales (padres, educadores, psicoterapeutas…) con los niños incida en ayudarles a comprender por qué tienen esos trajes y qué estrategias pueden utilizar para cambiarlos. O si no se pueden cambiar, para desarrollar estrategias que no les conduzcan a la inadaptación. Los trajes son más resistentes al cambio en cuanto fueron más útiles para la supervivencia.
El apego inseguro-evitativo
Este patrón de apego es característico de niños cuyos padres están emocionalmente no disponibles, no receptivos a las necesidades de ayuda de sus hijos e inefectivos para satisfacer dichas necesidades (Siegel, 2007).
En una interacción así, el niño maximiza una estrategia, para adaptarse, que minimice la búsqueda de proximidad con los cuidadores.
Apego inseguro evitativo → Se protege con la distancia
El niño con estilo evitativo puede caracterizarse por participar más del pensamiento lógico, analítico. No se implica emocionalmente. Las relaciones íntimas y próximas con los compañeros y adultos parecen no interesarle, algunos muestran un marcado retraimiento. Las interacciones van a establecerse, sobre todo, a partir de un medio de interrelación (por ejemplo, los videojuegos). Hay una preferencia del individualismo por encima del actuar en grupo. Parece no necesitar la intimidad humana, temiendo las experiencias que suponen entrar en su mundo emocional.
Su desarrollo no suele estar muy afectado. Aparentemente, pueden pasar como niños que no presentan problemas, pues su rendimiento escolar no suele ser negativo. Pueden dar una apariencia sintonizada. En la adolescencia es bastante habitual que se produzca un rechazo de lo escolar (rendimiento).
Ante los conflictos con los compañeros, pueden reaccionar con explosiones de rabia e ira y mostrar dificultades para controlar su agresividad.
Pueden desarrollar unos hábitos de estudio y rutinas, si es que en su contexto de origen ha habido una educación en este sentido. Han podido convivir con padres o cuidadores que se caracterizan por una retirada o rechazo de las necesidades emocionales, pero pueden haber cubierto las de alimentación, higiene, orden…
Adela es una niña de doce años abandonada emocionalmente por su madre y por su padre. La abuela debe de hacerse cargo de su cuidado, una mujer habilidosa en los cuidados instrumentales pero deficiente en los emocionales. La abuela enferma gravemente y tras un periodo en el que los servicios sociales adoptan una medida de protección en forma de ingreso en un centro de acogida de menores, la niña es acogida, a los catorce años, en una familia.

Dibujo de una niña de 12 años con perfil de apego evitativo.
“Yo, en mi habitación, sola, con mis cosas, no necesito más”
Adela es inteligente, sacando buenas notas. Su nivel de desarrollo es adecuado, pero presenta un marcado retraimiento en las relaciones sociales. Con sus padres acogedores se muestra huidiza cuando le preguntan por ella, por cómo se siente o por los problemas de aislamiento. Parece no sentir ninguna necesidad de hablar de ello y dice que no hay ningún problema. Es independiente y autónoma, tanto que a veces llega tarde a casa y no avisa, habiéndose marchado con la bicicleta, cuando ya ha oscurecido, a un lugar apartado y poco transitado. Cuando los padres la reciben después de su tardanza, dice no entender por qué se preocupan tanto, si ella ya sabe cómo andar y que no hay motivo para la preocupación.
En la terapia la niña dice que no pasa nada en su familia biológica, que todo va bien y cambia en seguida de tema fijándose en los juegos de mesa y pidiendo al terapeuta que deje de hablar de ello para pasar a jugar. Si el terapeuta insiste, la niña se enfada. Para la semana siguiente, Adela dice a sus padres que no necesita ir al psicólogo.
Con el profesor del instituto no tiene problema alguno en hablar de las asignaturas de clase y de la tarea, pero si el tutor le dice que le ve muy sola, Adela se desvía de la pregunta y le dice al profesor si hay deberes para mañana. En general, parece como si todo lo que tuviera que ver con sentimientos o su mundo íntimo no fuera con ella.
El apego inseguro ansioso-ambivalente
Los cuidadores de estos niños no saben cuándo aproximarse y comunicarse en sintonía con su hijo. Desde el inicio, la habilidad de los padres para saber cuándo interactuar con el bebé porque lo precisa (sincronizarse con él en la alimentación, el juego, las risas, las caricias…) y cuándo retirarse porque necesita un espacio emocional propio, es importante para el futuro desarrollo armónico.
Los cuidadores de estos niños tienen momentos de intrusión que parecen invasiones emocionales al bebé cuando este no está predispuesto. No suelen ser invasiones de naturaleza hostil.
De este modo, los cuidadores se tornan impredecibles e inconstantes en sus interacciones, que no son sincronizadas con las necesidades. Actúan, cuando se comunican con el niño, de manera invasiva. Esto se puede alternar con periodos en los que no se comunican con el bebé y lo ignoran.
A diferencia del patrón de apego anterior, un apego ambivalente fuerza al niño a estar más preocupado por su propia angustia y a maximizar su atención hacia la relación (imprevisible) de apego (Siegel, 2007). Este modelo de apego contradictorio con lo que el bebé precisa crea una sensación grande de inseguridad en el niño. Crecerá con una gran incertidumbre relativa a si sus necesidades serán satisfechas o no.
Apego inseguro ambivalente → Se protege con la activación
y la intermitencia
El prototipo inseguro ambivalente, en la relación con los demás, tratará de llamar la atención y si no lo consigue por medios adecuados, puede utilizar estrategias inadecuadas (desobedecer y emitir conductas de llamada de atención: moverse, levantarse a destiempo, hacer ruidos, inventarse historias, molestar a otros…). Si en las primeras relaciones con sus cuidadores no se estableció una sintonía con sus necesidades, la estrategia a la hora de relacionarse con los otros es no sintonizada.
Pueden establecer una relación cercana con el adulto en la que éste puede ser muy idealizado (“los mejores padres del mundo”) para pasar a ser, cuando se frustre o no se satisfagan sus demandas de atención inmediatas, devaluado (“los peores padres del mundo”).
Estarán muy preocupados respecto a cuánto le quieren y aceptan las personas de su entorno que les son significativas (profesores, monitores, educadores…).
Parecen estar en un estado de activación emocional constante que les dificulta centrar la atención. Es más probable que presenten retrasos del desarrollo (en lenguaje, cognición…). El rendimiento escolar es variable y precisan de la atención y la presencia del adulto. No es raro que aparezcan cuadros de ansiedad.
Las relaciones con los compañeros no están, obviamente, sintonizadas con las necesidades de los otros: se mostrarán hiperdemandantes. También tendrán dificultad para jugar en actividades cooperativas y juegos normativos, pues irrumpirán en ellas sin poder adaptarse al patrón establecido. Ante los conflictos, pueden mostrarse irascibles y atribuirán normalmente la culpa de lo ocurrido a los demás. Es bastante habitual que traten de tergiversar, cara a un adulto, lo ocurrido, con el fin de evitar que este no les haga caso, pues eso, para ellos, equivale a abandono.
Todas estas estrategias reflejan un sufrimiento y un temor a no ser lo suficientemente querido y conllevan un monto importante de ansiedad en el niño. Es necesario percibir todas estas conductas desde este prisma, no atribuyendo maldad alguna al niño.
Por lo tanto, mantener la aceptación de la persona del niño en todo momento es la táctica que el adulto debe utilizar, a la par que crea equipo con él para ayudarle a mejorar sus interacciones con los demás y cambiar sus estrategias desadaptadas (llamadas de atención, desobediencia, mentiras, intentos de absorción de los demás…). El niño debe comprender que estamos con él, pero que no podemos tolerar esos comportamientos ya que son negativos para él y los demás.
Si el niño usa esas conductas en la superficie, diríamos, para evitar una angustia de abandono, jamás debemos usar la retirada de la atención y de nuestro compromiso de cambio con el niño como táctica para promover su mejoría.
Pedro es un niño adoptado a los ocho años. Desde los cinco años vivió en un centro de acogida pues su madre biológica no podía hacerse cargo de su cuidado responsablemente. La madre, abandonada por el padre, se caracterizó por ser muy inconstante y cambiante en su atención y relación con Pedro alternando periodos en los que depresiva, no podía levantarse de la cama y dejaba al niño largo tiempo solo, angustiado, viendo a la misma, como muerta, en el lecho y él sufriendo la angustia junto a ella; con otros periodos en los que muy activa, sobre-exigía al niño. Cuando estaba deprimida, el niño apenas tenía límites normativos ni estimulación afectiva, pero cuando estaba más activa, la madre se tornaba muy exigente con los límites y a la vez le hacía partícipe a su hijo de unas confidencias adultas impropias y tóxicas para su edad.
Al ser adoptado, Pedro mostraba una gran angustia, siempre preocupado de dónde estaba su madre adoptiva. La sometía a una gran vigilancia: con quién hablaba, a qué hora iría a buscarle, si le llevaría o no en coche... A las noches, Pedro no se podía dormir y pedía a la madre que se quedara con él hasta que se durmiera. No se calmaba fácil por las noches. Cuando la madre tuvo una nueva pareja, Pedro se sintió celoso y se enfadó con ella, pues sentía que ya no iba a cuidarle y que le dejaría. Pedro apenas tenía amigos y mostraba muchas dificultades para separarse de su madre adoptiva, a pesar de los intentos de ésta por conseguirlo.
En el instituto, Pedro conocía los nombres y apellidos de todos los profesores así como sus lugares de residencia. La tutora era la mejor profesora porque le había dejado su calculadora. Pero otro día, le pareció la peor, pues le dijo que no podía hablar en clase cuando ella explicaba.
Con los compañeros, Pedro se inventaba historias sobre sí mismo afirmando que conocía a gente famosa. Siempre trataba de hacer esto de inventarse historias para atraer a la gente hacia sí mismo. Además, mentía con frecuencia y contaba los secretos que los demás le confiaban. Esto generaba gran enfado en sus compañeros que le acusaban de mentiroso y cotilla, pero a Pedro le producían la ilusión de sentirse atendido por los demás, evitando con ello contactar con su angustia profunda de no sentirse lo suficientemente querido.
Siempre muy inquieto y movido, le costaba mucho centrar la atención en los estudios, es como si su mente estuviera siempre pendiente de una activación interior que no se calmaba fácilmente.
El primer día de terapia le llevó a su terapeuta un estuche de pinturas como regalo para que las tuviera en la consulta y se acordara de él. Más adelante, le preguntó si él era al niño que más quería y el que mejor trabajaba en la consulta.
Pedro realizaba muchos regalos en forma de dibujos a su terapeuta, manifestando que le quería. Decía que era el mejor del mundo. Pero si le frustraba porque le ponía un límite, entonces pasaba a ser el peor.
El apego desorganizado
Apego desorganizado → Se protege con la disrupción
Nos centraremos, en este apartado, en el apego desorganizado cuando éste alcanza ya nivel marcadamente disfuncional. Se ha observado que los niños con apego desorganizado son quienes más dificultades presentan en etapas posteriores de la vida con deterioros emocionales, sociales y cognitivos. Estos niños presentan también mayor probabilidad de padecer dificultades clínicas en el futuro. Son los individuos con el mayor riesgo de desarrollar trastornos psiquiátricos significativos, pues son los que más deteriorada tienen la capacidad para integrar la coherencia en la mente. No son capaces de crear una sensación de unidad y continuidad sobre sí mismos a lo largo del pasado, presente y futuro, o en la relación de uno mismo con los demás. El deterioro de estos niños se revela en la inestabilidad emocional, la disfunción social, las respuestas pobres al estrés y la desorganización y desorientación cognitivas. Tienden a ser controladores en sus conductas con los demás y a mostrarse hostiles y agresivos con sus compañeros. Estudios sobre el trauma y el abandono infantil revelan que la estructura neuronal y la función cerebral pueden verse gravemente afectados con amplios efectos a largo plazo sobre la capacidad de la mente para adaptarse al estrés (Siegel, 2007).
Evidentemente, no todos los niños con apego desorganizado van a presentar alteración, pero sí muchos de ellos, sobre todo, como decimos, si se suman acontecimientos vitales altamente estresantes y vivencias traumáticas que se añaden unas a otras multiplicando su efecto dañino sobre personas ya de por sí vulnerables (trauma no resuelto, en palabras de Siegel, 2007). Concretamente, los que han vivido situaciones de vida extremas (abandono y maltrato relevantes) han padecido graves carencias tempranas y han experimentado un cuidado institucional con oportunidades limitadas para establecer vínculos selectivos.
Los niños con apego desorganizado contienen en su manifestación externa elementos de los otros apegos inseguros (ambivalente y evitativo), sólo que no son capaces de organizar sus relaciones en una estrategia coherente y organizada. Es el tipo de apego más relacionado con los trastornos mentales (Barudy y Dantagnan, 2005)
Se ha asociado frecuentemente con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad y con el trastorno de conducta y el trastorno por negativismo-desafiante. No obstante, hacer una lectura de las dificultades del niño solamente desde una categoría diagnóstica es sumamente incorrecto porque se está obviando la naturaleza real del asunto: la incapacidad del niño para establecer relaciones sanas y constructivas como consecuencia de sus problemas. El abordaje del niño debe ser contextual, atendiendo a su persona y el desarrollo que ha tenido en el ámbito familiar y social que le ha tocado vivir y cómo las experiencias tempranas, como hemos apuntado en la primera parte, han desorganizado su mente.
Los trastornos mencionados pueden aparecer sin que lleven asociada una alteración del vínculo de apego. Pero en otros casos estará presente el apego desorganizado como, en palabras de Barudy y Dantagnan (2005), trastorno de los trastornos, y tenerlo en cuenta es crucial para el abordaje integral del niño.
En particular, en situaciones de estrés, es donde con mayor probabilidad van a surgir conductas alteradas que sugieren desorganización. Cuando la base es desorganizada, los otros trastornos asociados tienen peor pronóstico porque la afectación es a nivel de cómo el niño percibe a quienes le rodean, las expectativas que ha desarrollado respecto a cómo le tratarán y reaccionarán los otros y el mundo en general. Y en el caso de los niños con apego desorganizado, la vivencia que les invade es, como veremos, de profundo terror.
Los niños con apego desorganizado han vivido, en los primeros años de su vida, violencia física y verbal, ausencia prolongada de cuidados físicos y emocionales, ambiente caótico y desestructurado.
La mayor paradoja que estos niños, en la interacción con sus primeros cuidadores, han padecido es que éstos –de quienes esperan buenos tratos– se convierten en los causantes del dolor físico y psíquico, pero el menor no puede escapar de ellos, esto es, usar una estrategia única (como hace el evitativo, retirarse; o como hace el ambivalente, aproximarse ansiosamente) que le permita poner fin a las conductas dañinas del adulto. Se sienten a su merced, por lo que en muchas ocasiones pueden quedarse en estado de trance, como “congelados”, pues ni pueden retirarse ni tampoco aproximarse ya que la consecuencia puede ser fatal (ser agredido, por ejemplo). Esta suerte de disociación aparecerá en el futuro. La vivencia de estos niños, como sugieren Barudy y Dantagnan (2005; 2010), lo que caracteriza su vida psíquica con padres cuyo estilo parental es violento, desconcertante, temible e impredecible, es una vivencia de terror, impotencia y falta absoluta de control sobre lo que ocurre.
Los padres o cuidadores de estos niños han presentado incompetencias parentales severas y crónicas. Normalmente, padecen alcoholismo, consumen drogas, o tienen trastornos mentales, trastornos de la personalidad y… un trastorno de apego ellos mismos: cuidan como ellos fueron cuidados, según el modelo interno de cuidados que han registrado en su desorganizada mente. También es típico en niños que han vivido condiciones de vida de extremo abandono (por ejemplo, los niños provenientes de orfanatos en los que han sido abandonados y maltratados)
Dentro del apego desorganizado, se distinguen dos subtipos:
a. El subtipo desapegado. Aquí diferenciamos dos categorías: el inhibido y el indiscriminado. Nuevamente, Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan (2005) describen las características de estos menores:
El inhibido se da en niños pasivos e hipervigilantes en relación con sus padres o con otros adultos. Muestran poco interés por la relación, el juego y la exploración, y son poco afectuosos en su presencia. Estos niños parecen no tener interés en el placer espontáneo de la interacción social, se repliegan sobre sí mismos la mayor parte del tiempo. Son comunes los balanceos rítmicos cuando son pequeños, aunque pueden manifestarse en otros momentos de su desarrollo. Por ejemplo, cuando se vuelven a enfrentar con situaciones estresantes que les sobrepasan. Pueden manifestar comportamientos autísticos los cuales muchas veces plantean diagnósticos erróneos.
Asier en el momento que sus padres solicitan tratamiento psicológico tiene 15 años. Vivió hasta los 6 años en un orfanato de Rumania en unas condiciones físicas y emocionales extremas, de carencia absoluta a todos los niveles. Permaneció años en una cuna sin poderse mover, sin ver la luz del sol y sin la presencia de un cuidador. La alimentación era escasísima, a base de agua con fideos. Un auténtico desierto emocional y de estimulación. Asier recuerda que trataba de robar comida cuando el hambre le acuciaba, a pesar de que podía sufrir un severo castigo por ello.
Cuando es adoptado, los padres le recogen en un estado muy delicado de salud física y mental: no hablaba, no tenía desarrollada la motricidad (apenas sabía andar), presentaba desnutrición…
Su progresión a nivel de desarrollo del lenguaje, motricidad, física y cognitiva ha sido positiva, pero a nivel emocional y de vinculación presenta un estilo alejado: no se relaciona con los compañeros, en momentos de estrés o ante desafíos recurre a un movimiento rítmico, balanceo, del cuerpo, para auto-calmarse. A veces, no entiende lo que sienten los demás y se ríe ante las pautas y reconvenciones de los padres, como si no les entendiera. Es muy temeroso e inseguro y se refugia dentro de sí mismo, casi desconectándose. Por otro lado, roba frecuentemente en casa (comida, dinero…) y en el instituto (esto fomenta aún más el rechazo y su tendencia a retirarse en sí mismo), lo cual preocupa mucho a los padres. Estos dicen que no entiende y siente lo que supone esa conducta, lo que sufren ellos ese comportamiento y las repercusiones que a nivel social tiene. En efecto, parecería que Asier se hubiera desconectado de tal manera que casi no entiende que los demás tienen una mente con deseos, ideas y opiniones. No se pone en el pensamiento y sentimiento de los otros porque nunca ha llegado a conectar, no tiene ese lenguaje de las emociones.
Este caso ejemplifica claramente el impacto traumático y dañino que las experiencias duras de vida tienen sobre la mente en desarrollo. Algunos aspectos del desarrollo se recuperan rápido, como ya dijimos, pero otros, como las áreas emocionales del cerebro que son programadas en las relaciones de apego tempranas, tardan muchísimo más en modificar sus patrones de respuesta.
A veces, algunos niños suelen presentar conductas autolesivas, de riesgo o propensas a accidentes. En algunos casos, suele ser el autocastigo lo que motiva esta conducta. En otros, recordarse que están vivos, de sentir, aunque sea dolor. Pueden estar tan desconectados que les puede servir para saber que están vivos, como decimos. Como cuando uno se pellizca para saber si está dormido o despierto ante determinadas situaciones, cuando algo no te lo crees.
El indiscriminado es frecuente en niños que les ha tocado vivir, como expresan Barudy y Dantagnan (2005), en una o varias instituciones de acogida. Estos autores nos dicen que manifiestan un afecto confuso y poco criterio frente a los extraños. Las relaciones con sus pares son escasas porque son rechazados por sus compañeros de edad similar. Las relaciones con los adultos son de poco valor e importancia para ellos a no ser que se establezcan con un objetivo funcional. Frente a la partida de un adulto responden sin mayores problemas y sin signos de angustia. A estos niños se les va haciendo difícil establecer relaciones emocionalmente significativas. A medida que crecen, la cólera, los comportamientos destructivos y la ausencia de empatía les llevan a presentar conflictos interpersonales. Si la relación se torna cercana para ellos aumenta su ansiedad e intentan manejarlas a través de conductas de exigencia o miedo. Gran parte de estos niños, como dicen Barudy y Dantagnan, se adaptan mejor a contextos bien estructurados donde los límites y las reglas son claros.
Andrés es un niño de 4 años y medio en el momento que acude a terapia. Se presenta como un niño alegre y dicharachero, hablador y un tanto teatral. Desde el primer momento le habla al terapeuta como si fuera de toda la vida. Los padres comentan que se puede abrazar a cualquier persona o irse con un desconocido fácilmente. Es movido, inquieto, le cuesta centrarse en los estudios. Con los compañeros del colegio, no permanece largo rato con casi ninguno. Más bien trata de hacer lo que a él le apetece y si no lo consigue, pasa a otros niños. Pero no permanece con ninguno. En determinados momentos, puede llegar a agredirles si no consigue lo que él quiere. Ha terminado por ser rechazado por los compañeros, por lo que su estrategia ha sido comprar un montón de dulces y acercarse a ellos de nuevo para atraerles. A nivel normativo, no responde, no obedece, se carcajea de los padres adoptivos cuando le ponen límites… Estos, de perfil rígido, interpretan esas conductas como intolerables y de gran desafío, por lo que le castigan. Pero el castigo no tiene ningún efecto en él y parece que no aprende del mismo. Manifiesta una gran dificultad para regular las emociones y es frecuente que se suba y baje de los sitios con gran hiperactividad y se tumbe y arrastre por el suelo. Su tolerancia a la frustración es muy baja y en esos momentos se comporta casi como un bebé, sufriendo regresiones. Andrés sufrió malos tratos físicos y emocionales severos durante los primeros nueve meses de su vida. Fue acogido en un centro de menores hasta los dos años y medio, momento en el que es adoptado. Los padres no son conscientes del daño que sufrió y piensan que todo es una cuestión de disciplina, por lo que le ponen normas de comportamiento y una exigencia muy elevada a la que no puede responder, lo cual acentúa su estrategia desorganizada indiscriminada.
b. El subtipo controlador. Este tipo de niños, para defenderse de alguna manera de las situaciones de desprotección grave que han vivido, tratan, en un intento de compensar la desorganización, de desarrollar unas estrategias conductuales que consisten en tomar el control de las relaciones y del entorno. Si no ha habido estructura afectiva y normativa en su entorno de origen o posterior, parecería que el niño se guiara por este leit motiv: “Si no hay estructura, la decido yo”. Esto es una forma de protegerse de la aparición de emociones traumáticas que recuerdan los malos tratos sufridos.
Dentro del subtipo controlador, se distinguen, a su vez, otros tres subtipos: el punitivo, el complaciente y el cuidador. Son tres formas diferentes de tener el control:
El punitivo. Según Barudy y Dantagnan (2005) a los niños con rasgos punitivos, el miedo y la impotencia los inundan y su grado de temor y de rabia es tan intenso que lo canalizan agrediendo y haciendo daño. A estos menores no les queda otro remedio que tomar el control de la situación de sí mismos y de los otros mediante la cólera y el abuso. No confían ni esperan confiar en nadie. Las respuestas punitivas son la forma que se relacionan con sus padres para adaptarse a la situación, lo que más adelante se extiende a otros adultos o cuidadores. Por lo tanto, lo que caracteriza a este estilo es el control de la relación mediante conductas que castigan, avergüenzan o agreden.
Tal y como Barudy y Dantagnan exponen en su magnífico libro Los buenos tratos a la infancia. Parentalidad, apego y resiliencia (2005) encuentran varios comportamientos típicos en diferentes grados en este subtipo de niños:
• Comportamiento superficial con desconocidos
• Propensión a actuar con grandiosidad y hacer exclamaciones extravagantes
• Agitación
• Rechazo de contacto físico o contacto inadecuado o invasor
• Estallidos de cólera, rabia y violencia
• Comportamientos oposicionistas, agresivos con sus padres y niños más pequeños
• Culpabilizan a los que quieren ayudarle
• Poco contacto visual
• Pobre sentido del humor
• Conductas coactivas
• Mentiras
• Robos
• Relaciones con pares pobres
• Falta de conciencia, empatía y sensibilidad moral
• Crueldad hacia los animales
• Negligencia y/o agresión hacia sí mismo
• Autolesiones
• Trastornos sexuales y alimenticios

Dibujo de un niño de 9 años con perfil de apego controlador punitivo.
Lo tituló: “El ataque de los dinosaurios furiosos”
Antonio tiene 16 años y es hijo adoptado a los 4 meses. Durante esos cuatro meses sufrió abandono grave y su estado de salud era delicado. Los padres recuerdan la mirada triste del niño en el momento en el que le conocieron por primera vez. Cuando éstos solicitan ayuda profesional y tras una evaluación, se observa que el tipo de vinculación que Antonio ha desarrollado es controladora: no confía en las personas, él es sumamente independiente y no tolera que nadie se inmiscuya en su vida (estudios, amigos…). Pretende decidirlo todo por sí mismo porque sólo confía en él y en sus criterios: quiere ponerse un piercing, sacarse el carnet de moto, no estudia, quiere llegar a altas horas a casa… Cuando su madre trata de acercarse a él y dialogar, Antonio rechaza este diálogo. Pretende salirse con la suya. Si la madre insiste en hablarle y negociar, el hijo le pide que la deje en paz, que no piensa hacer lo que le dice, que él va a obrar y actuar según él quiera o vea. Si la madre trata de hacerle ver que lo que solicita no puede ser y aporta razones, Antonio le avisa con gritos que la deje en paz. Al continuar su madre, el joven comienza a insultarla y a golpear la puerta, rompiendo el marco de la misma. Antonio se obstina y no puede ceder el control de las decisiones a los demás porque su confianza fue menoscabada en un periodo de su vida que, aunque corto, dejó una impronta, una fotografía de dolor y rechazo de los demás.
Este subtipo punitivo tiene su origen posiblemente en unas primeras experiencias de malos tratos durante los primeros meses de vida, pero posteriormente los padres, por falta de conocimiento y habilidades, en vez de desconfirmar de la mente del niño que necesita el control y la agresión en su relación con los otros, con sus pautas y su estilo de vinculación y crianza, no le han proporcionado, primero, unos límites consistentes, una predecibilidad, una frustración que le estructure desde el afecto, sino un desbordamiento (reñirle, pegarle un azote, chillarle…) ante sus comportamientos infantiles que anunciaban el perfil punitivo (obstinación, respuestas de rabia…); y, segundo, se le ha favorecido paulatinamente un sentimiento de “niño malo”, sin reconocerle su condición de víctima y que sus comportamientos tienen un sentido. Finalmente, conforme aumentan las conductas problemáticas de Antonio, en los padres se va generando un sentimiento de “expulsión”, muy dañino, que el joven va percibiendo, lo cual ahonda en su herida del abandono y no le aporta un sentido de resiliencia secundaria, con lo cual camina hacia un posible perfil antisocial porque ya no le queda ni el sentido de pertenencia, tan importante cuando han fallado los primeros cuidadores.
El complaciente. Sería algo así como las dos caras de la misma moneda: el punitivo es el temerario y el dominante (a veces a través de la agresión) y este último subtipo sería el temeroso más sumiso y dependiente. Como depende de los demás, su estrategia para evitar el no saber manejarse en la relación es la complacencia.
Lucia tiene 13 años, fue adoptada en china con menos de un año. Es hija única y sus padres, especialmente su madre, se volcaron en ella desde el principio. Lucia no desarrolló de manera adecuada el ritmo circadiano, desde pequeña sufre problemas de sueño e insomnio fruto, tal vez, de estar continuamente con luz encendida y no distinguir los ritmos de sueño y vigila.
Este malestar en la menor provocó un aumento de la protección de sus padres que trataban de favorecer su descanso, adecuando sus ritmos a la situación de su hija sin exponerla a dificultades añadidas. Este posicionamiento promovió con el tiempo una relación fusional y dificultó la individuación de Lucia, así como su capacidad para desarrollar recursos para manejarse fuera de la estructura familiar.
Desde hace un par de años se agravaron los problemas de Lucia, se intensificó su insomnio y comenzó a sufrir dolores de cabeza, estos síntomas le hicieron perder muchos días de clase hasta el punto de casi no poder evaluarla. No obstante, Lucia es buena estudiante, lo que le permitió pasar de curso pese a las inasistencias, de hecho muestra gran interés por lo artístico y la cultura, le encanta la lectura y toca el piano.
Sus padres no tienen queja de ella, la consideran muy responsable y pasan mucho tiempo juntos. A pesar de estar en plena adolescencia no tienen ningún roce en la convivencia, de hecho no le ponen límites ni necesitan ponerlos porque nunca los pasa. Sus compañeros le dicen que es perfecta, una santa porque nunca hace nada malo ni le dice “no” a nadie.
En realidad, Lucia no se atreve a decir “no” y se siente insegura en cuanto no conoce a la gente o no domina el entorno y los tiempos, cada vez le cuesta más salir de casa. A pesar de sus virtudes tiene muchos problemas para dirigirse a los demás y solucionar situaciones cotidianas que requieren de la interacción con otras personas. Esto ha desembocado en un funcionamiento complaciente y muy dependiente del apoyo de terceros (en especial de sus padres) y con poca autonomía para manejarse y gestionar las más pequeñas incertidumbres.
El cuidador. Como refieren Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan (2005), el modo de control está aquí en cuidar a los otros olvidándose de su persona. Estos niños no sólo desempeñan tareas y responsabilidades hogareñas, sino que se hacen cargo del cuidado de sus padres. Seguramente, la única manera de sentirse competentes y con algo de control y de estar en cercanía con sus padres es tratando de satisfacerlos.
Peter es un niño de nueve años originario de Camerún. La familia, formada por el padre, la madre y un hermano cinco años más pequeño que Peter, se traslada a España y se asientan en una ciudad del norte. El padre encuentra trabajo en la construcción y pasa largas horas fuera del hogar. La pareja tiene fuertes discusiones por cuestiones económicas y, bajo los efectos del alcohol, el padre utiliza la violencia física y verbal contra la madre en presencia de los menores. La madre, ayudada por los servicios sociales, le denuncia por violencia de género. El padre debe de cumplir una orden de alejamiento y la madre vive con los menores en un piso protegido para mujeres víctimas de la violencia. Está a la espera de que los servicios sociales valoren su capacidad como madre para cuidar responsablemente de sus hijos.
En el pasado, cuando la madre convivía con los niños, Peter se responsabilizaba del cuidado de su hermano, pues aquélla no se mostraba competente: Peter abrazaba, daba de comer al hermano, le ponía normas, le vigilaba e incluso corregía a la madre enseñándole cómo debía de cuidarle (por ejemplo, diciéndole que no debía permitir que subiera a sitios peligrosos) cuando ésta se mostraba claramente negligente. En la actualidad, Peter sigue ejerciendo este rol de cuidador del hermano y, en definitiva, de la madre.
Esto que podría valorarse equivocadamente como cualidades deseables de un niño que ayuda a su madre, es síntoma de un apego tipo cuidador que debe considerarse disfuncional: Peter ha asumido desde muy niño responsabilidades hogareñas que no le competen. En vez de solicitar cuidados de los padres, los ofrece, evitando con ello sentirse indefenso. Actualmente, muestra una mezcla de conductas de evitación, inhibición de sus afectos negativos y conductas a veces de aproximación hacia sus cuidadores.
Este estilo de apego se desarrolla como una respuesta a la insuficiencia de cuidados parentales provenientes de una madre con una historia de muchas carencias. Hasta ahora Peter ha sacrificado a su persona y se aliena de las emociones con el fin de proteger a la familia.
Queremos terminar este apartado subrayando que todo es una cuestión de grado (hay niños evitativos más leves y otros más severos; hay niños más desorganizados, otros menos, por ejemplo). Y también hay que tener en cuenta que la mayoría de los casos son mixtos, presentando características de distintas categorías. Lo que hemos presentado son los prototipos.
¿Puede tener un trastorno del apego un niño adoptado?
Evidentemente, no todos los niños adoptados presentan una alteración del vínculo de apego. Depende de las experiencias que haya vivido el menor, de la intensidad de las mismas, si han sido traumáticas, y si la relación con los cuidadores primarios ha venido caracterizada por un abandono severo, violencia continuada y no satisfacción de las necesidades físicas y emocionales durante un tiempo prolongado. Y si estas experiencias tremendamente adversas y dañinas para la mente en desarrollo del niño se han producido en ese periodo clave de los 0 a los 3 años que hemos descrito, la probabilidad de padecimiento es mayor y más severa.
Conocemos familias con niños adoptados con un apego seguro. Pero no es menos cierto que existen un buen número de familias, a las que nos dirigimos en esta guía, con menores que han sufrido las experiencias traumáticas que hemos descrito con detalle en párrafos precedentes, cuyos hijos presentan un trastorno del apego que sus padres o cuidadores desconocen.
Entonces, como describiremos más adelante, la convivencia y educación de estos niños es un desafío enorme y un desgaste tremendo. Los infantes pueden padecer problemas de autorregulación de las emociones, dificultad para conducirse responsablemente de acuerdo a su edad, dificultades para la relación interpersonal (o se aíslan o entran en relaciones conflictivas), parecen no manifestar empatía (ponerse en el lugar del otro), muestran retrasos en el desarrollo, dificultades de aprendizaje, problemas de concentración y alteraciones del comportamiento (reacciones agresivas, cambios de humor, estallidos de ira…), descontrol de impulsos (desregulación del apetito, robo…). En el origen de estos problemas puede estar un trastorno del apego.
En nuestro trabajo de más de diez años de experiencia con estos niños y sus familias, observamos la desesperación en la que viven los padres adoptivos porque no pueden entender qué ocurre con sus hijos. Hijos muy difíciles de educar y tratar. Necesitan unas pautas concretas y ser unos padres firmes y seguros para ellos.
Así pues, lo primero sería un adecuado diagnóstico por un profesional formado en la teoría del apego y del trauma y con experiencia. Después, creemos que existen unas pautas a seguir. Las ofrecemos en la parte segunda y en la parte quinta de este trabajo pensando en los padres adoptivos a los cuales hay que ofrecerles recursos de tratamiento psicológico y educativo adecuados y todo el apoyo social que precisen.
1.2. Entonces ¿hay poco que hacer? Cuando las casas se sujetan entre sí: la resiliencia secundaria
Entonces, si hay fallos graves en este proceso de apego (el niño sufre de manera crónica malos tratos, abandono, abusos…) ¿está abocado el bebé a un futuro incierto? Si la casa no tiene cimientos, ¿se vendrá abajo sin remedio? Si el niño no ha vivido esa experiencia de apego prolongada que hemos definido como tan trascendental para desarrollarse como un futuro adulto sano e integrado socialmente, ¿será inexorablemente una persona problemática, infeliz y vulnerable al padecimiento de trastornos y alteraciones emocionales y relacionales?
Nuestra experiencia como terapeutas nos ha enseñado que aunque, ciertamente, lo que no se hizo en un periodo sensible no se puede volver a hacer de la misma manera, sí es posible, no obstante, desarrollar un tipo de resiliencia que llamaríamos secundaria.
Siguiendo con la metáfora de la construcción de edificios, la resiliencia secundaria equivaldría al apoyo que se dan mutuamente las casas centenarias de un pueblo o los edificios que se construyen sin cimientos. Las casas centenarias de los pueblos carecen de cimientos pero aguantan el paso de los años porque se apoyan unas en otras.
Del mismo modo, la resiliencia secundaria sería desarrollar una red social en torno al niño que carece de la primaria. Padres adoptivos, profesores, educadores, terapeutas… todos trabajando coordinadamente, somos los responsables de proporcionar esa red. Esa red es la que le va a dar fortaleza y, sin ella, si ha habido vivencias muy traumáticas en su historia de vida, no hay posibilidades de sujeción. Si la primaria es la fuerza que tiene uno mismo, la secundaria se la proporciona la estructura externa o la red que entretejamos entre todos.
Hay también otros elementos, aparte de las relaciones, como son los valores, las creencias, el compromiso, la identidad… aspectos que hacen el símil con otros elementos arquitectónicos, siguiendo con nuestra metáfora: serían los arbotantes, contrafuertes, puntos de apoyo… que también solemos ver en muchos edificios que se mantienen sin cimientos, como por ejemplo, las catedrales o casas señoriales.
1 En esta obra hacemos mención a “los padres” entendiéndose que es un término universal que comprende a todo cuidador o cuidadores, hombres y/o mujeres.
2 Durante la obra decimos “el niño” o “los niños” pero en el término está incluida “la niña” o “las niñas”. Así pues, hablamos en todo momento de “los niños y las niñas”, “los chicos o las chicas”. También de “los hijos y las hijas”.
3 Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan son los profesionales y los autores que más nos han influido en la concepción de esta guía a través de la formación que hemos seguido con ellos, durante 4 años, en el Diplomado de Formación Especializada en Psicoterapia Infantil que organizan desde el Centro IFIV (Instituto de Investigación-Acción de la Violencia y sus Consecuencias) de Barcelona.