RETRATO DEL ADOLESCENTE DE HOY(*)
JUAN DAVID NASIO (1)
La adolescencia es un pasaje obligado, un pasaje delicado, atormentado pero también creativo, que se extiende desde el final de la infancia hasta las puertas de la madurez.
El adolescente es un ser que sufre, exaspera a los suyos y se siente sofocado por ellos, pero es, sobre todo, el que asiste a la eclosión de su propio pensamiento y al nacimiento de una fuerza nueva; una fuerza viva sin la cual en la edad adulta ninguna obra podría llevarse a cabo. Todo lo que construimos hoy está erigido con la energía y la inocencia del adolescente que sobrevive en nosotros.
Indiscutiblemente, la adolescencia es una de las fases más fecundas de nuestra existencia. Por un lado, el cuerpo se acerca a la morfología adulta y se vuelve capaz de procrear; por el otro, la mente se inflama por grandes causas, aprende a concentrarse en un problema abstracto, a discernir lo esencial de una situación, a anticipar las dificultades eventuales y a expandirse ganando espacios desconocidos.
El adolescente conquista el espacio intelectual con el descubrimiento de nuevos intereses culturales; conquista el espacio afectivo con el descubrimiento de nuevas maneras de vivir emociones que ya conocía, pero que nunca antes había experimentado de esa manera –el amor, el sueño, los celos, la admiración, el sentimiento de ser rechazado por sus semejantes e incluso la rabia–; y, por último, conquista el espacio social al descubrir, más allá del círculo familiar y del escolar, el universo de los otros seres humanos en toda su diversidad. Ante la creciente importancia que la sociedad reviste ahora en su vida, comprende muy pronto que nada puede surgir de una acción solitaria. La adolescencia es el momento en el que nos damos cuenta de cuán vital es el otro biológica, afectiva y socialmente para cada uno de nosotros, y de cuánta necesidad tenemos del otro para ser nosotros mismos.
Con todo, las más de las veces, los profesionales o los padres no confrontamos con esta energía creadora del adolescente. La mayor parte del tiempo, lo que se presenta ante nosotros es un adolescente en estado de desasosiego; un joven al que le cuesta expresar su malestar con palabras. No sabe o no puede verbalizar el sufrimiento difuso que lo invade y es a nosotros, adultos, a quienes nos compete soplarle las palabras que le faltan, traducir el mal-estar que siente y que habría expresado él mismo si hubiera sabido reconocerlo.
Soplarle las palabras, por cierto, pero con mucho tacto y sin que lo advierta, ayudarlo pero no ofenderlo. No, el adolescente no siempre sabe hablar de lo que siente porque no sabe identificar bien lo que siente. Se trata de una observación que muy a menudo hago a los padres y a los profesionales que se quejan del mutismo del joven que se encuentra ante ellos. Si el adolescente no habla, no es porque no quiere comunicar, sino porque no sabe identificar lo que siente, y mucho menos verbalizarlo. Es así como se ve lanzado a actuar más que a hablar y que su mal-estar se traduce más por medio de los actos que de las palabras. Su sufrimiento, confusamente sentido, informulable y, en una palabra, inconsciente, está más expresado mediante comportamientos impulsivos que conscientemente vivido y puesto en palabras.
Las conductas riesgosas que encontramos con mayor frecuencia en nuestra práctica son los comportamientos depresivos y el aislamiento; los intentos de suicidio, más habituales en las jóvenes pero más sanguinarios entre los varones; los suicidios logrados, que representan la segunda causa de mortalidad entre los jóvenes adultos después de los accidentes de ruta; la poliadicción –tabaco, alcohol, cannabis– en constante alza; el consumo de drogas duras como el éxtasis, las anfetaminas, la heroína o la cocaína. Me interesa destacar que los adolescentes en peligro de los que estamos hablando son cada vez más jóvenes: ¡a veces tienen 11 o 12 años! Recientemente, han aparecido nuevas alteraciones del carácter tan precoces y alarmantes como el reviente alcohólico del sábado a la noche, que suele degenerar en situaciones trágicas; la pornografía invasora vía la televisión e Internet, donde el sexo se mezcla con la violencia; los trastornos del comportamiento alimentario –anorexia y bulimia en nítido aumento–, así como la deserción escolar, el ausentismo y las fugas, que instalan el vagabundeo y fomentan los actos delictivos.
La palabra “crisis” puede entenderse de dos maneras diferentes: la crisis considerada como un período más o menos largo de ruptura y de cambio –por ejemplo, la crisis económica que vivimos hoy–; y la crisis considerada como un momento agudo, brutal, un momento de ruptura y de cambio, un accidente, por ejemplo, o incluso el agravamiento brusco de un estado crónico. Así pues, distinguimos “crisis de adolescencia” y “adolescente en crisis”. La crisis de adolescencia designa el período intermedio de la vida en el que la infancia no ha terminado de apagarse y la madurez no ha terminado de surgir; mientras que un adolescente en situación de crisis aguda es un joven cuyo comportamiento, que ya era agresivo o adictivo, por ejemplo, súbitamente se convierte en inmanejable para su familia.
Si usted quiere que su adolescente cambie, ¡cambie la mirada que usted tiene de él! Ante todo, nunca hay que olvidar que el mejor remedio para calmar a un joven que se ha vuelto difícil de manejar es el tiempo que pasa. Dígase que, tarde o temprano, los disgustos debidos al comportamiento del adolescente van a cesar. No pueden más que cesar –salvo en el caso de una patología.
Si usted recuerda que la adolescencia es una etapa de la vida que comienza y termina, tendrá la fuerza de esperar, de soportar y de relativizar los inconvenientes inherentes a esta prueba insoslayable que todos los padres y sus hijos deben atravesar.
* Ensayo incluido en el libro Cómo actuar con un adolescente difícil. Consejos para padres y profesionales, Juan David Nasio, 2011, Paidós.
1. Psiquiatra y psicoanalista. Autor de más de treinta libros traducidos a numerosos idiomas, fue distinguido en Francia con la Legión de Honor en 1999 y la Orden del Mérito en 2004. En 2001, el Consejo Municipal de la ciudad de Rosario lo declaró Ciudadano Ilustre.