Capítulo 2

Lucio V. Mansilla - José Mármol

Letras que ofenden

Lucio Victorio Mansilla estaba en bambalinas conversando por lo bajo con Heraclio Fajardo. Era la noche del 22 de junio de 1856. Sobre tablas se interpretaba la vida y la muerte de Camila O’Gorman, fusilada ocho años antes por un amor que el rosismo había considerado inconveniente. Los ojos de un jovencísimo Mansilla iban de la escena al público y del público a la escena. Ya había identificado a Domingo Faustino Sarmiento sentado en uno de los lugares principales. El Teatro Argentino estaba repleto. Más de 300 personas seguían la obra escrita por el francés Felisberto Pelissot y traducida al español por Heraclio, quien había llegado de Uruguay hacía dos años y buscaba un lugar en la dramaturgia local. Hasta que en un momento Lucio lo vio: allí estaba el poeta, el escritor y, desde hacía unos meses, el senador provincial José Mármol.

Un calor incontrolable comenzó a subirle a Lucio desde las entrañas. Sintió que la furia se apoderaba de su cuerpo. Allí estaba Mármol, muy suelto de cuerpo, disfrutando de una velada maravillosa, rodeado de gente que no paraba de sonreírle y halagarlo.

Mansilla le dijo a Heraclio que debía resolver una cuestión personal y subió corriendo por las escaleras hacia los palcos. Estaba enojado pero no perdía la cabeza. Sabía que un encuentro cara a cara con el hombre que había ensuciado el nombre de su padre y se había reído de su madre, no era conveniente. Debía guardar las formas. Pese a tener sólo 25 años, Lucio V. Mansilla ya era todo un caballero. Y como tal debía comportarse. No podía ir al encuentro de José Mármol. Si lo hacía, la emoción violenta le jugaría una mala pasada.

Mientras subía los escalones de a dos en dos pensó no sólo las palabras que iba a usar sino también en los gestos. De lo que saliera de su boca en pocos minutos y de su actitud corporal dependería la oportunidad de limpiar el honor de su familia. Sabía que no sería fácil. El senador Mármol era un hombre poderoso y él, más allá de ser un Mansilla, apenas era una joven promesa que había conseguido su lugar en la escena con su primera obra de teatro, Atar Gull, que había sido estrenada sin gran suceso en ese mismo teatro hacía unos meses.

Entró en un palco y esperó el final de la obra. Ya había visto los ensayos y sabía que faltaba poco para que terminara. Cerró los ojos y pensó en su padre, el general Luis Norberto Mansilla, el héroe de la Independencia. Y en su madre, Agustina Ortiz de Rosas, hermana menor de Juan Manuel y que, pese a ello, había podido despegarse de la deshonra que por esos años perseguía al Restaurador.

Cayó el telón. Sonaron los aplausos. Se prolongaron mucho más de lo que deseaba. De a poco los sonidos se fueron apagando y se desparramó un sordo murmullo. Los candiles de aceite iluminaban a las figuras que se levantaban de sus asientos y encaraban hacia la calle, muchas de ellas transportando las sillas que habían traído consigo. Era el momento. La voz de Lucio Victorio Mansilla resonó en la acústica del teatro:

—Usted, José Mármol, vil calumniador. Frente a estos testigos lo reto a duelo por haber ensuciado con sus escritos el honor de mi familia. Mi padre y mi madre deben ser reivindicados. En breve enviaré mis padrinos y nos veremos las caras en el campo del honor —gritó sin que se le notara el nerviosismo. Y luego arrojó uno de sus guantes hacia el lugar desde donde José Mármol lo miraba atónito.

Las palabras le dieron paso al silencio. Las miradas se posaron sobre el senador Mármol, quien se tomó la galera con sus dedos índice y pulgar, agachó la cabeza a modo se asentimiento y con una sonrisa dibujada en los labios dio media vuelta y caminó lentamente hacia la puerta sin dejar de conversar con la gente que lo rodeaba.

El duelo ya estaba planteado, se dijo Lucio V. a sí mismo. Mármol no podría evitarlo. Por fin se había sacado de encima el dolor que llevaba en el alma desde que había leído Amalia.

José Mármol lo había pasado mal durante el largo gobierno de Rosas. En 1836, cuando tenía apenas 19 años, había sido detenido por conspirador. Después de seis días en la cárcel consiguió que el general Tomás Guido lo llevara a Brasil como su secretario. Pero a Guido tampoco le iba a ir bien como embajador y al poco tiempo fue despedido. Así fue como Mármol hizo lo mismo que otros opositores al Gobierno de Rosas: se exilió en Montevideo. Que era cerca pero al mismo tiempo lejos. Allí conoció y se hizo amigo de Juan Bautista Alberdi, Florencio Varela, Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y Miguel Cané. En 1844 empezó a publicar como folletín su novela Amalia, que narraba a grandes trazos cómo era la vida en Buenos Aires durante el gobierno del Restaurador de las Leyes. Desde los diarios en los que publicaba sus columnas, especialmente La Semana, consiguió convertirse por la furia contra Rosas que desnudaban sus artículos en uno de los principales críticos del gobierno de Buenos Aires.

En 1852, tras la caída de Rosas, con 36 años regresó a Buenos Aires. Y puso manos a la obra para publicar Amalia, la que había terminado de escribir en mayo del año anterior. Amalia, la primera novela editada en Buenos Aires por un autor local, causó furor en la clase alta porteña y también en el ámbito literario y político. La pintura descarnada que hacía de los años de Rosas en el poder la ubicó entre las obras predilectas de la época.

En Amalia, Mármol retrató al padre y a la madre de Lucio. El padre, el general Lucio Norberto Mansilla, era un héroe de las guerras contra España y Brasil y, básicamente, de la Vuelta de Obligado. La madre, Agustina Ortiz de Rosas, además de ser una hermosísima mujer, era la hermana menor de Rosas. En un texto plagado de eufemismos, Mármol dejó al general Mansilla como un vil estafador (1). Y no contento con eso, también retrató a Agustina Ortiz de Rosas, a quien mostraba como vanidosa y engreída; incapaz de tolerar la belleza de Amalia. También hacía otras consideraciones sobre Agustina, y en todas la presentaba como una persona a la que sólo le interesaba mantener su lugar en la sociedad amparada en su belleza (2).

Lucio se sentía conforme. Había actuado respetando las normas del protocolo. Mármol había quedado expuesto delante de centenares de personas, muchas de ellas de alto rango político y de la clase alta más selecta. Mármol no podría escapar al compromiso de honor. Y si lo hacía, su reputación quedaría seriamente dañada. Ningún caballero rechazaba un duelo y mucho menos si había sido tratado como «vil calumniador».

Mansilla miraba el techo del dormitorio en la penumbra. Y pensaba quiénes serían los padrinos que lo representarían. ¿Sería a espada o con pistolas? Él prefería las pistolas. Se preguntó si Mármol sería un buen tirador. Las ideas fluían hacia decenas de lugares. Pero todas estaban regidas por un hilo conductor: el duelo con el poeta calumniador.

Eran más de las dos de la madrugada cuando sintió los golpes en la puerta. ¿Quién podría ser a esa hora de la noche? Se levantó y se abrigó con la robe de chambre de seda. Abrió el pesado portón y se topó con tres oficiales de policía. A uno de ellos lo conocía porque recorría el barrio desde hacía más de un año. Estaba parado detrás de los otros dos, quienes llevaban la voz cantante:

—¿El señor Lucio Victorio Mansilla? —preguntó el más veterano.

—Soy yo —respondió Mansilla sin dudar, aunque intrigado.

—Nos tiene que acompañar.

—No tengo problemas, pero me gustaría conocer la razón —dijo Lucio mientras les franqueaba el paso hacia la sala. Sabía que tendrían que esperar a que se cambiara y no tenía el más mínimo interés de hacerlos permanecer en la puerta ante la atenta mirada de los vecinos.

—Hay una denuncia en su contra del senador José Mármol por amenaza e intimidación pública —intervino el más joven mientras ingresaba en la casa seguido por los otros dos.

Lucio cerró los ojos. Sabía que Mármol no era de fiar, pero jamás había pensado que sería capaz de correr a pedir el amparo de la policía, tal como un niño haría con sus padres en caso de sentirse atemorizado por un compañero de colegio.

—Me tengo que vestir. Aguarden en el salón —les dijo.

En ese momento sintió que el vil calumniador se había transformado también en un cobarde.

Hacía ya tres años que Lucio V. Mansilla se había ido expulsado de Buenos Aires, pero su resentimiento se mantenía vivo, inalterable. Ni bien entró a la casa paterna, sintió en el cuerpo las mismas emociones vividas aquella noche en el Teatro Argentino, los ocho días de cárcel que le había cobrado José Mármol por haber cometido la torpeza de retarlo a duelo y el posterior destierro a Paraná. Era otro hombre, sin dudas. Ya era un escritor reconocido, además de un periodista reputado. Había sido también secretario de Salvador María del Carril, diputado por Santiago del Estero y secretario en la Convención Constituyente de 1860. Ya no estaba Pastor Obligado en la gobernación, el hombre que había firmado su expulsión. Ya eran tiempos de Mitre. Y él, como representante de la Confederación, entraba con paso firme en esa ciudad de Buenos Aires que había sido derrotada en Cepeda (3).

Se lo había cruzado a Mármol en Santa Fe, durante la Convención Constituyente. Del Carril en aquel momento le había prohibido acercársele:

—No tiene nada que demostrar, Lucio. Usted hizo lo que tenía que hacer para defender el honor de su familia. El que no estuvo a la altura fue él. Denunciarlo y expulsarlo de Buenos Aires fue exactamente lo mismo que desertar de una batalla —le había dicho su protector.

Aquellas palabras lo obligaron a evitar todo contacto. Pero ya no estaba bajo la supervisión de Del Carril. Ya era tiempo de volver a la carga. El duelo era una cita que ya se había postergado más de lo esperado.

Su padre, Lucio Norberto, lo esperaba sentado en su sillón con el gesto de siempre. Se acercó y le estrechó la mano. Hacía más de tres años que no se veían, pero entre ellos no mediaban gestos de cariño excesivo.

Lucio le contó a su padre rápidamente las vicisitudes de los años de destierro. Pero en realidad sólo quería comunicarle lo que para ambos era lo más importante.

—Voy a desafiar otra vez a Mármol, padre. Nuestro apellido aún no ha recibido la satisfacción que nos merecemos.

Lucio N. dejó sobre una mesita el libro que reposaba en sus piernas y se acomodó las gafas.

—Ya es historia pasada, hijo. Y además, por más que quisiera batirse a duelo con ese petimetre, no lo podría hacer. Hace dos semanas partió a Brasil como delegado de la República. Ahora que usted está en Buenos Aires, seguramente se va a alejar de la ciudad por mucho tiempo.

—Pero… —intentó una respuesta Lucio V.

—Pero nada, hijo. Déjelo. La historia ya lo condenó. No es un caballero quien rehúye un compromiso de honor.

—Pero es necesario…

—Ya está, hijo. Es historia del pasado.

Lucio V. Mansilla no quiso contradecir al general. En ese instante supo que jamás se batiría a duelo con José Mármol. Desconocía que el futuro le depararía siete enfrentamientos en el campo del honor. Y que con el tiempo se convertiría en el argentino que más veces combatiría con sable, espada y pistola contra aquellos hombres que osaran ofender su buen nombre y honor. Tampoco sabía que alguno de ellos, incluso, caería muerto por el fuego de su arma.

1. Amalia, José Mármol, Biblioteca Virtual Universal, págs. 167 a 170.

2. Amalia, José Mármol, Biblioteca Virtual Universal, págs. 188 a 190.

3. La segunda Batalla de Cepeda fue el 23 de octubre de 1859. En ella se enfrentaron las tropas de Buenos Aires, al mando del coronel Bartolomé Mitre, contra las de la Confederación, comandadas por el general Justo José de Urquiza. El ejército porteño fue derrotado. Tiempo después, se firmó el Pacto de San José de Flores que reincorporaba a Buenos Aires a la Confederación. Los historiadores mitristas y urquicistas coinciden al evaluar que Urquiza se fue de Cepeda como triunfador pero que negoció en San José de Flores como un derrotado.