Cada uno es extremadamente importante y extremadamente frágil.

CHRISTIAN BOLTANSKI

Hay jóvenes que no llegan a la edad adulta, mueren antes. Si indagamos en las historias de aquellos que sí llegan a adultos, nos enteramos de que muchos de ellos atravesaron momentos en los que habrían podido morir.

Este libro se propone investigar la experiencia de borde a la que convoca el acontecer adolescente. Existe una conjunción de factores que determinan que una situación lleve a la muerte; o sea, tan solo un episodio entre otros en el devenir del adolescente hacia la edad adulta.

En cada joven existe y es determinante una condición de coyuntura. El adolescente tiene una estructura psíquica que viene configurándose desde la singularidad de su llegada al mundo, sus avatares infantiles y la resolución de estos; finalmente, la experiencia de lo que acontece a partir de la pubertad es lo que termina de configurar esa estructura. En cada encuentro que se produce, es relevante el delineado de la sociedad de la época que le toca vivir a todo sujeto, la inserción o no de los padres en esa sociedad y la modalidad del desasimiento de la autoridad parental que emprende cada adolescente.

En el quehacer clínico es fundamental articular la emergencia de lo pulsional en función de la singularidad de cada sujeto y el modo en el que opera la instancia parental, pero también tener en la mira la sociedad en la que el joven sale a probar suerte en circunstancias que le son profundamente novedosas por las transformaciones que está viviendo. Qué le pide esa sociedad a ese joven y cómo lo ubica. En estas preguntas quedan cifradas algunas de las posibilidades de su desarrollo, así como las armas que podrían llevarlo a su destrucción.

Cada sociedad tiene distintos modos de mandar a la muerte a sus jóvenes, y eso no hay que desconocerlo para no padecer de ingenuidad en nuestra práctica. Sin embargo, lo cierto es que la clínica con adolescentes se desarrolla en el caso por caso y lo que está a nuestro alcance es ubicar las variables en juego para ese sujeto, evitando que quede situado en condiciones de riesgo extremo.

Existe un modo de intervención en la adolescencia que posibilita la apertura de otra vía ahí en donde aparecía como obturada una salida. Se entiende que la intervención del psicoanalista es por excelencia la más adecuada para ejercer esa función, pero hay que saber observar que en la historia de muchas personas alguna otra intervención cumplió esa función. Y que al atender a un paciente contamos con el acervo de la experiencia previa de ese encuentro facilitador o, en algunos casos, revelador, que al joven le posibilitó una salida que en otras condiciones no habría sido factible. Esto puede encontrarse con frecuencia, pero no en forma excluyente, en el terreno del arte. A modo de ejemplo, mencionaré al artista Christian Boltanski; en particular, las declaraciones que él mismo ha hecho, en varias ocasiones, respecto de la intervención que su hermano, Luc Boltanski —actualmente sociólogo y narrador—, tuvo en su vida.

Me referiré a dos circunstancias inaugurales —por supuesto, relacionadas— de la biografía del artista. Lo fundamental es que él mismo se refiere a ellas en las entrevistas que le han realizado, y que también en torno a ellas ronda la concepción de su obra. La primera es la de su nacimiento y la segunda, su despertar a la posibilidad que el arte le podía ofrecer.

Hijo de madre cristiana y de padre judío, nace en 1944 en la Francia ocupada por los nazis. Su padre estuvo oculto en un sótano y el artista fue concebido en esa coyuntura. Su segundo nombre, más que elocuente, es Liberté. El artista dice “Mi padre era un hombre extraño” y relata que en su infancia todos aquellos que los rodeaban eran sobrevivientes de la Shoah.

El artista presenta una dificultad en la continuidad de sus estudios en la infancia y en la pubertad, y empieza con la pintura a partir de la siguiente situación, que Boltanski refirió, en varios medios y también en una entrevista realizada en la radio, en France Culture:

Dejé la escuela a los 13 años. Me pasaba el tiempo viendo los autos que pasaban por la calle. Y un día mi hermano vio que hacía un dibujo y me dijo “¡Ah! ¡Qué bueno lo que hacés!”. Y era la primera vez que me decían que lo que hacía estaba bien. Y ahí me dije, es esto lo que debo hacer. Tuve la vivencia de que podía reemplazar la palabra y de que tenía la posibilidad de disponer de otro dominio. Mis padres entendieron y aceptaron que sea diferente y que me quede en casa y que pinte muchos cuadros. Favorecieron que lo hiciera. Ser artista es también una manera de curarse. Una cosa maravillosa de ser artista es que uno no vive, muestra la vida. Si uno está deprimido, uno muestra la depresión y establece una distancia entre sí mismo y el objeto de su desgracia, y pienso incluso que cuanto más trabaja uno, menos existe. Cuando uno es viejo y artista, uno deviene totalmente su obra. Uno no es más que su obra.

Por supuesto, esto alienta muchas consideraciones, en las que no voy a ingresar. Aquí la intención es subrayar ese momento crucial en el que una intervención adecuada de su hermano abre una vía para quien será un artista. En ese momento, con sus 13 años, Boltanski parecía —por lo que él mismo refiere— condicionado por diversas circunstancias personales e históricas, y atrapado en algo falto de vida. Él dice que un artista suele repetirse, y que en su vida existieron tres momentos bisagras en la creación, momentos corporales, en los que abordó los mismos temas de modo diferente. Se refiere a los mismos temas, porque él piensa que hay un trauma primero en la vida de cada artista y que el mismo intentará hablar de eso con distintos recursos. Los tres momentos, en el caso de él, a los cuales se refiere son: cuando devino adulto, cuando perdió a sus padres y cuando se volvió viejo. Una de las obsesiones que ubica el artista como móvil esencial de su creación es la de haber percibido tempranamente que el mundo podía desaparecer. Los temas del olvido y la muerte, insertos entre la pequeña y la gran historia, configuraron la búsqueda, por cierto muy singular, del artista.

Hay tres series de objetos que se repiten a lo largo del tiempo en sus muestras. Me voy a referir a estos objetos, porque la insistencia en su presencia nos dice algo de la dimensión azarosa del estar vivo o muerto y de la inevitable pregnancia de las presencias fantasmales de los que ya no están. Uno de los elementos utilizados en varias de sus muestras son las cajas. Ya en Tout ce qui reste de mon enfance (Lo que queda de mi infancia) expuso una cajonera con réplicas de cosas de la infancia. Más tarde, en Boîtes de biscuits usa —como su nombre lo indica— cajas de galletitas. La instalación consistió en 646 cajas apiladas que llegaban casi hasta los tres metros de altura, iluminadas con luz de oficina, que guardaban fotos y papeles del artista; el espectador no veía esos objetos que se mantenían en el interior de las cajas.

A diferencia de otra muestra en la que los papeles, fotografías, archivos —personales o no— fueron exhibidos en vitrinas, en el caso de las cajas apiladas contenían algo que no se veía. El artista manifestó que en Boîtes de biscuits buscó un elemento que fuese común a todas las vidas e historias de vidas, para que cualquiera con ese elemento común pudiese sentirse involucrado. Por cierto, resulta altamente sugerente pensar en esa superposición de cajas con intimidades e historias que podrían ser las de tantas personas. De hecho, Boltanski comentó: “Los buenos artistas no tienen más vida, su vida consiste tan solo en contar lo que a cada uno le parece su propia historia”.

Los otros dos elementos muy utilizados que voy a mencionar son las fotografías y la ropa. El artista ha dicho: “La fotografía de alguien, una vestimenta o un cuerpo muerto, son casi equivalentes: había alguien, hubo alguien, pero ahora partió, ya no está”.

Voy a referirme a dos muestras que elaboró con fotos. Una es Réserve des suisses morts [La reserva de los suizos muertos]. Para esta instalación, Boltanski trabajó con casi siete mil imágenes de suizos, procedentes de las páginas necrológicas de los periódicos. ¿Por qué suizos? Porque, tal como dijo el artista, para él esas personas no tenían motivos históricos para morir, eran todos ricos y prósperos, y sin embargo, también fallecían. Esta fue una instalación con cajas; en cada una de ellas, también apiladas, había una fotografía de un suizo tomada en vida. Dijo al respecto: “Esta muestra habla además de la vanidad: en las fotos están vivos, felices, sonrientes, y ahora, reducidos a cenizas”.

Otra muestra realizada con fotos es la de la Bienal de Venecia de 2011. Consistía en una serie de retratos de bebés polacos. En el pabellón de Francia, en la sala principal, había una especie de cinta fílmica suspendida por medio de una estructura de manera que atravesaba todo el espacio y se desplazaba muy rápido. En ella las imágenes correspondía a fotografías de recién nacidos polacos. De forma aleatoria, cada cierto tiempo, la cinta se paraba sobre el rostro de un recién nacido durante 15 segundos; luego comenzaba a correr de nuevo. (1) El artista expresó: “Era como si fuese una rueda de la fortuna que no se sabe si es para bien o para mal”. Resalta Boltanski que en las instalaciones de la bienal el tema era —como por cierto en muchas de sus obras— el azar: de haber sido concebidos un segundo antes o un segundo después, no hubiésemos sido los mismos. En una segunda sala también había rostros de bebés polacos en un gran monitor de tres metros de alto, pero cortados en tres partes: ojos, nariz y boca, y mezclados con fotografías de suizos muertos. El espectador podía parar ese fluir de imágenes apretando un botón, de manera que se configuraba una imagen mezclada que muy rara vez podía llegar a hacer coincidir ojos, nariz y boca de un mismo bebé.

El tercer elemento que insistentemente está presente en sus instalaciones es la ropa. La primera vez que la utiliza es en 1988, en su muestra Réserve, Canada. Es una habitación que hace alusión a los depósitos a los cuales los nazis remitían los efectos personales de los deportados. De ahí en más, Christian Boltanski utilizará este elemento en muchas instalaciones. En Monumenta, en París en 2010, montones de ropa usada invadían Le Gran Palais, y en la muestra realizada en Buenos Aires en el Hotel de los Inmigrantes, titulada Migrantes, se veían sacos usados colgados de los respaldos de las sillas, presumiblemente dejados por alguna otra generación que había habitado aquel hotel al llegar al país.

Lo interesante es darse cuenta de que ese jovencito de 13 años que no podía estudiar, relacionarse ni encontrar pertenencia en el mundo de su entorno fue descubriendo, primero a través de la pintura y luego por otros medios, que podría dar forma de distintas maneras a aquello de lo cual no podía desembarazarse, es decir que podría entregarse a eso a través de una búsqueda estética. Al lograrlo, la voz del artista ya habla de todos nosotros, trascendiendo su propia historia personal. Boltanski hace hincapié en relación a la creación a los momentos bisagra desencadenados por el cuerpo y sus cambios vitales; esto nos interesa especialmente, porque hay algo que pulsa desde el cuerpo, que pide ser encauzado.

En relación al tema de nuestro interés, resultan atinentes algunas declaraciones vertidas por Francis Bacon respecto del arte y lo pulsional. El fragmento está publicado en un libro de entrevistas realizadas por Michel Archimbaud. Francis Bacon habla de un accidente en lo formal que puede acontecer pintando, algo que no estaba previsto por la voluntad ni la maestría del artista; habla de ese accidente como algo deseado. Dice lo siguiente:

El problema principal cuando uno es artista es el de llegar a hacer alguna cosa que uno vea con su instinto, pero no se llega casi nunca. Se está siempre, creo, al costado. Pero es el principal problema que se plantea. Llegar a hacer alguna cosa instintivamente […] lo que yo quiero decir, quizás, es que es mi propia manera, desesperada; voy acá y allá siguiendo mis instintos.

[…]

¿Qué es el instinto? No lo sé. Es verdad que es lo más importante. Si se puede llegar a hacer algo lo más cerca del instinto, entonces uno lo ha logrado, pero es verdaderamente muy excepcional, esto se produce muy raramente.

[…]

Lo que aparece en la tela es probablemente una mezcla entre lo que es querido por el pintor y sus accidentes. Una parte de maestría y una parte de sorpresa (Bacon, 1996: 56-57, 64 y 68).

Posiblemente en esto que dice Bacon —la posibilidad de que lo accidental se concrete en una forma inesperada encuadrada por la destreza del artista, o el momento bisagra en el cuerpo del que habla Boltanski, gracias al cual se sortea algo de la repetición y eso deviene revelador en lo formal— encontremos una de las aristas más interesantes que nos depara el arte respecto de nuestra insuficiencia de recursos simbólicos frente a lo real. El arte viene a decirnos de manera magistral que lo pulsional se hace presente como el accidente que hace obra. Por supuesto, no siempre es así; algunas veces es el cuerpo el que se ofrece para hacer frente al accidente. El adolescente desarrolla, entonces, modos de defensa frente a lo pulsional que por supuesto no son ajenos a los ideales de la época.

Brevemente mencionaré una consulta de una joven de 16 años. Ella padecía de anorexia y había descendido veinte kilogramos; al momento de la consulta se encontraba en estado de riesgo. A diferencia del modo en el que se presentan algunos de estos casos, ella era muy comunicativa. Me dijo en la primera entrevista que había tenido un desarrollo muy precoz y que vinculaba su desarrollo con la gordura. Le empezaron a pasar cosas por la cabeza que a sus compañeras no les pasaban, y ahora que sus amigas estaban florecientes respecto de la sexualidad, ella había retrocedido. En sucesivas entrevistas me relató que su momento del desarrollo había coincidido con situaciones en que su madre la involucraba en confidencias amorosas propias. Ella se fue transformando en una jovencita bella y deseable. Contó que había experimentado algunas situaciones que le parecieron un poco abusivas, en relación a su momento evolutivo, con un joven un poco más grande, y luego mantuvo una relación de noviazgo, desde sus 13 años hasta el momento de la consulta, con un joven que la cuidaba, que devino un hermano más en la casa. La relación se desexualizó paulatinamente. Por la época de la consulta, ella era cuidada por la madre o por el novio, y en virtud de su bajo peso y los cambios acontecidos en su cuerpo, debido a su desnutrición, tenía la apariencia de una niña. Menciono estas variables para dar cuenta de la virulencia —por supuesto, determinada por varios factores no mencionados— de la defensa implementada frente a la emergencia de lo pulsional que se vive como peligrosa.

Examinar al adolescente y las encrucijadas de riesgo que atraviesa es indagar en la época en la que le toca vivir a ese joven. Es bueno hacer historia y establecer diferencias, porque nosotros también estamos inmersos en la misma sociedad del joven al cual atendemos, y sería conveniente poder aprender de cada uno de ellos y no prejuzgar.

En la Introducción de Historia de los jóvenes —obra que reúne en dos tomos los estudios de distintos historiadores—, sus directores Giovanni Levi y Jean-Claude Schmitt se refieren a la juventud como una construcción social y cultural. Aclaran que no se detendrán en una delimitación clara respecto de esta edad de la vida, ni en una cuantificación demográfica, ni en una definición jurídica, y dicen así:

Por el contrario, lo que detendrá nuestra atención es la característica marginal o liminal de la juventud, y la percepción de que es algo que nunca logra una definición concreta y estable. Porque en ello residen tanto la carga de significaciones simbólicas, de promesas y de amenazas, de potencialidades y de fragilidades que la juventud entraña, como por ende la atención ambigua, construida a la vez de esperanzas y de sospechas, que a cambio le dedican las sociedades. En esas miradas cruzadas donde se mezclan la atracción y el espanto, es donde las sociedades “construyen” siempre la juventud, como hecho social inestable, y no solo como un hecho biográfico o jurídico petrificado; y mejor aún, como una realidad cultural —preñada de una multitud de valores y usos simbólicos—, y no solo como un hecho social inmediatamente observable (Levi y Schmitt, 1996: 8).

Levi y Schmitt definen que lo propio de la juventud es su condición pasajera y lo sustancial es su estado provisional; por esto mismo, lo liminal es lo esencial. Se refieren a la presencia en esta obra colectiva de “una multiplicidad de puntos de vista […], varias historias que se refieren a varias juventudes y, sobre todo, a muy diversos jóvenes; historias que en cada caso se reponen en la madeja de las relaciones sociales particulares y se vinculan a unos contextos históricos diferentes” (Levi y Shmitt, 1996:10, destacado en el original).

Estos autores hacen hincapié en que, por tratarse de una fase de sociabilización previa a la edad adulta, la juventud reúne numerosos aspectos del momento “liminal”, trabajado en los ritos de paso por el antropólogo Víctor Turner. Los rituales indican y establecen transiciones entre estados distintos. Los estudios están centrados en la fase liminal, porque ella supone no ser miembro de ningún estatus. Ya no se es lo que se era antes, pero tampoco se ha alcanzado el nuevo estatus.

En virtud de que los adolescentes transitan un momento de formación, transformación y también maduración, los directores de la obra explican lo siguiente:

Por ello, la juventud es el tiempo de las tentativas sin futuro, de las vocaciones ardientes (aunque mudables), de la “búsqueda” (la del caballero medieval), y del aprendizaje profesional, militar y amoroso, con su alternancia de éxitos y fracasos. Momentos efímeros y llenos de fragilidad, plasmados en la vela de armas del joven caballero, la toma de velo de la novicia o la del hábito del novicio, el ingreso en caja del recluta o la novatada del/la estudiante. Momentos de crisis, individual y colectiva, pero también momentos de los compromisos entusiastas: como ya veremos, los jóvenes figuran siempre en primera línea en las rebeliones y las revoluciones (Levi y Schmitt, 1996:12).

Esto que tan bien expresan los historiadores, nos permite poner el acento en que las tentativas sin futuro de los adolescentes llevan también consigo la posibilidad de una riqueza de vida futura, es decir, abren vías que podrían tener un desarrollo, y aunque algunas no lleguen a tenerlo, dejan el registro de la experiencia de aquello que se ha explorado. También es observable, lamentablemente con frecuencia, que la precariedad de las referencias perdidas y aún no reemplazadas puede deparar riesgo si no hay soporte parental ni social.

El texto fundacional para empezar a pensar acerca de la adolescencia en psicoanálisis es el tercer ensayo de Sigmund Freud en Tres ensayos sobre teoría sexual (publicado por primera vez en 1905), “La metamorfosis de la pubertad”, que mantiene su vigencia a más de cien años de haber sido escrito. Por supuesto, no es un texto que pueda provocar el impacto que causó en el momento de su primera edición, pero nos sigue planteando mucho de lo que supone la pubertad y el ingreso a la adolescencia, si además se tiene en cuenta que gran parte de los conceptos vertidos en él tendrán un desarrollo posterior en la obra de Freud.

Transcurrida la latencia, en un contexto en el que la sexualidad infantil ha dejado la marca de una experiencia libidinal singular para cada sujeto, en la pubertad emerge lo pulsional bajo la primacía de las zonas genitales. Se consuma, para Freud, el hallazgo de objeto, que más que un encuentro es un reencuentro. En un agregado al pie de página de 1915, Freud explicita que existen dos caminos para el hallazgo de objeto, uno que se realiza por apuntalamiento en los modelos de la temprana infancia —de ahí que se trate de un reencuentro, a través de un nuevo objeto, de aquel primer amor—, y otro, el narcisista, que busca al yo propio y lo reencuentra en otros.

Freud es claro respecto al cuidado materno y el despertar erógeno pulsional. Es interesante transcribir la forma en que lo expresa para entender la dimensión que guarda esa impronta:

Pero ya sabemos que la pulsión sexual no es despertada solo por excitación de la zona genital; lo que llamamos ternura infaliblemente ejercerá su efecto un día también sobre las zonas genitales. Ahora bien: si la madre conociera mejor la gran importancia que tienen las pulsiones para toda la vida anímica, para todos los logros éticos y psíquicos, se ahorraría los autorreproches incluso después de ese esclarecimiento. Cuando enseña al niño a amar, no hace sino cumplir su cometido; es que debe convertirse en un hombre íntegro, dotado de una enérgica necesidad sexual, y consumar en su vida todo aquello hacia lo cual la pulsión empuja a los seres humanos. Sin duda, un exceso de ternura de parte de los padres resultará dañino, pues apresurará su maduración sexual; y también “malcriará” al niño, lo hará incapaz de renunciar temporariamente al amor en su vida posterior, o contentarse con un grado menor de este. Uno de los mejores preanuncios de la posterior neurosis es que el niño se muestre insaciable en su demanda de ternura a los padres; y, por otra parte, son casi siempre padres neuropáticos los que se inclinan a brindar una ternura desmedida, y contribuyen en grado notable con sus mimos a despertar la disposición del niño para contraer una neurosis. Por lo demás, este ejemplo nos hace ver que los padres neuróticos tienen caminos más directos que el de la herencia para transferir su perturbación a sus hijos (Freud, 1978: 203-204).

La importancia que Freud le otorga a la historia libidinal de ese sujeto moldeado por el cuidado materno no desoye la carga de la herencia, pero establece una relación directa entre cuerpo erógeno, neurosis y sexualidad infantil. Para el creador del psicoanálisis, el amor hacia los padres —no sexual en apariencia— y el amor sexual provienen de la misma fuente. Por lo tanto, de modo ineludible, con los cambios de la pubertad se reactualiza una prohibición en lo inconsciente frente a aquel incesto que podría llegar a consumarse. En la trama turbulenta de las pasiones de la adolescencia no pueden más que jugarse todo tipo de variables en la escena vital del joven, tanto en el encuentro amoroso, propio del hallazgo de objeto, como en la hostilidad y la confrontación, propias del desasimiento de los padres. Para Freud, las fantasías del período de la pubertad vienen a proseguir las investigaciones sexuales iniciadas en la infancia, y el complejo de Edipo, complejo nuclear de las neurosis, actualizará sus dormidas aspiraciones y sus consiguientes oleadas represivas, en este segundo tiempo, de un modo decisivo para la sexualidad del adulto. En el tránsito entre la niñez y la adultez hay que dejar a los padres de la infancia, y ese movimiento está expresado por Freud, en Tres ensayos sobre teoría sexual, como uno de los logros más importantes, pero también más dolorosos: “el desasimiento respecto de la autoridad de los progenitores, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua” (Freud, 1978: 207).

Toda esta batalla intrapsíquica tiene su correlato en la escena del adolescente y su mundo, lo que nos llena de responsabilidad a todos. El despliegue de las mejores posibilidades de ese joven depende, en gran medida, de la calidad de respuesta que reciba de su entorno.

Donald Woods Winnicott, en su texto “Conceptos contemporáneos sobre el desarrollo adolescente, y las inferencias que de ellos se desprenden en lo que respecta a la educación superior”, presentado en la 21º Reunión anual de la Asociación Británica de Sanidad Estudiantil (Newcastle, 18 de julio de 1968), expresa de un modo altamente elocuente, en el contexto de su teoría, el lugar que ocupa la función parental y la sociedad en el tiempo del tránsito adolescente (Winnicott, 1972).

Respecto del crecimiento y de las ideas adolescentes, dice lo siguiente:

En la época de crecimiento de la adolescencia los jóvenes salen, en forma torpe y excéntrica, de la infancia, y se alejan de la dependencia para encaminarse a tientas hacia su condición de adultos. El crecimiento no es una simple tendencia heredada, sino, además, un entrelazamiento de suma complejidad con el ambiente facilitador. Si todavía se puede usar a la familia, se la usa, y mucho; y si ya no es posible hacerlo, ni dejarla a un lado (utilización negativa), es preciso que existan pequeñas unidades sociales que contengan el proceso de crecimiento adolescente. Los mismos problemas que existían en las primeras etapas, cuando los mismos chicos eran bebés o niños más o menos inofensivos, aparecen en la pubertad. Vale la pena destacar que si uno ha pasado bien por esas primeras etapas, y hace lo propio en las siguientes, no debe contar con un buen funcionamiento de la máquina. En rigor, tiene que esperar que surjan problemas. Algunos de ellos son intrínsecos de esas etapas posteriores.

Resulta valioso comparar las ideas adolescentes con las de la niñez. Si en la fantasía del primer crecimiento hay un contenido de muerte, en la adolescencia el contenido será de asesinato. Aunque el crecimiento en el período de la pubertad progrese sin grandes crisis, puede que resulte necesario hacer frente a agudos problemas de manejo, dado que crecer significa ocupar el lugar del padre. Y lo significa de veras. En la fantasía inconsciente, el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo. Y el niño ya no tiene estatura de tal (Winnicott, 1972: 186, destacado en el original).

Vamos a detenernos en la riqueza de este tramo de la exposición de Winnicott. Lo primero es subrayar que “el crecimiento no es una simple tendencia heredada”, sino “un entrelazamiento de suma complejidad con el ambiente facilitador”. Es así, tal cual, un entrelazamiento. Y el quehacer del psicoanalista consistirá en dirimir, en cada caso, la posibilidad de diversas intervenciones acordes con esta complejidad.

Más adelante, en el capítulo “De amores y filiaciones”, intentaré dar cuenta, a través de viñetas de la clínica, del punto de intervención analítica para realizar, en función de la dinámica psíquica del sujeto en cuestión, y su relación con aquellos elementos del entorno que son determinantes para él. Por supuesto, esto remite a lo planteado por el autor respecto de si se puede o no usar a la familia. El término “hacer uso de” es sumamente importante, porque requiere figuras familiares que se ofrezcan para que se “haga uso de”, tornando posible un tránsito favorable de esa adolescencia. Winnicott es claro respecto de qué problemas van a surgir de todos modos, pues no se puede esperar algo que transcurra sin conflicto. Lo que nos interesa especialmente aquí, en relación al tema por desarrollar, es lo que afirma acerca de que la fantasía inconsciente del adolescente es la del asesinato, y que el crecimiento implica en forma intrínseca un acto agresivo. Sabemos de las diversas manifestaciones de esta temática en la clínica con adolescentes y de sus variados desenlaces, no siempre favorables, aunque no tengan por qué ser dramáticos. Por este motivo es de sumo interés pensar cómo interactúan las variables en juego y de qué modo se sostiene, se posibilita, pero a la vez se pone dique, a aquello que pueda implicar riesgo para el joven.

Cuando todo va bien, o bastante bien, estos intensos avatares transcurren dentro de una aparente tranquilidad, o con rebeliones de mayor o menor magnitud, que deberían ser consideradas como favorables y bienvenidas. Está claramente expresado en el siguiente fragmento del texto de Winnicott:

Si se quiere que el niño llegue a adulto, ese paso se logrará por sobre el cadáver de un adulto. (Doy por sentado que el lector sabe que me refiero a la fantasía inconsciente, al material que subyace en los juegos.) Sé, por supuesto, que los jóvenes y las chicas se las arreglan para pasar por esta etapa de crecimiento en un marco permanente de acuerdo con los padres reales, y sin expresar una rebelión obligatoria en el hogar. Pero conviene recordar que la rebelión corresponde a la libertad que se ha otorgado al hijo, al educarlo de tal modo que exista por derecho propio. En algunos casos se podrá decir: “Sembraste un bebé y recogiste una bomba”. En rigor esto siempre es así, pero no siempre lo parece.

En la fantasía inconsciente total correspondiente al crecimiento de la pubertad y la adolescencia existe la muerte de alguien (Winnicott, 1972: 187, destacado en el original).

Pero también nos ocupamos de los adolescentes cuando todo no va tan bien. Es bastante frecuente tener que atender jóvenes en permanente riesgo, que se infligen un daño o se exponen a circunstancias en las que se produce daño por diversas causas.

El antropólogo y sociólogo David Le Breton, que se ha dedicado a estudiar desde su disciplina las conductas de riesgo adolescente, postula que “las conductas de riesgo son ritos íntimos de contrabando que apuntan a fabricar sentido para seguir viviendo. En oposición a los pasajes al acto, son a menudo actos de pasaje. Marcan la alteración del gusto de vivir de una parte de la juventud contemporánea, el sentimiento de estar ante un muro infranqueable, un presente que nunca termina, desposeído de todo porvenir” (Le Breton, 2014: 101). Le Breton lee estas conductas como una búsqueda dolorosa de salida, que intenta forzar el pasaje y ritualizarlo para seguir viviendo. Retomaremos más adelante esto a partir de su articulación con la clínica psicoanalítica, sabiendo que la singularidad de la experiencia que ella aporta evita incurrir en conclusiones más generales a partir de la observación de una conducta. Lo cierto es que es indiscutible el vínculo entre pasaje y riesgo, y que las coordenadas individuales, familiares, sociales, históricas y culturales podrían potenciar o no desenlaces sin retorno. Esto tiene su asidero en la emergencia de lo pulsional como puro real, que puede, en estado libre, tener una potencialidad mortífera para el sujeto si no logra anudarse con lo simbólico y lo imaginario.

Volviendo a Winnicott, no se puede dejar de mencionar la importancia que el autor le confiere al tipo de respuesta de los padres en el momento en que, en el juego de la vida, el adolescente los viene a matar. Si los padres abdican demasiado pronto, y se evita el choque de las armas, se pierde la riqueza de la situación de rebeldía y el esfuerzo por triunfar. Ganar muy fácilmente la batalla y ser adulto no beneficia al joven. En sus palabras:

La inmadurez es una parte preciosa de la escena adolescente. Contiene los rasgos más estimulantes de pensamiento creador, sentimientos nuevos y frescos, ideas para una nueva vida. La sociedad necesita ser sacudida por las aspiraciones de quienes no son responsables. Si los adultos abdican, el adolescente se transforma en un adulto en forma prematura, y por un proceso falso (Winnicott, 1972: 189).

Winnicott subraya aquí el pasaje a una adultez prematura. No son pocos los casos en los que nos encontramos con adolescentes que se presentan como los más sensatos de la familia, dentro de una estructura en permanente riesgo de abismo. Esto, por supuesto, depara un costo psíquico para el joven. El deber ser y el exceso de lo represivo, como salvaguarda frente a la emergencia de lo pulsional, en un contexto carente de un encuadre que le permita al adolescente ser el que busca, no sabe, transgrede y desafía, deja pendiente una asignatura fundamental, y una agresividad subyacente en un joven que está obligado a ser adulto. Se podrá decir que ninguna resolución es del todo buena ni permanente respecto de la sexualidad, en tanto las de la infancia nunca fueron suficientes y el nuevo encuentro con la pulsión lo reactiva todo, confrontando al adolescente con la ausencia de un saber previo. Pero de eso se trata, justamente, de ese llamado a construir una respuesta altamente singular al respecto. Ese llamado a construir una respuesta no es propio solo de la adolescencia, pero en este período es crucial, y marcará sin duda el devenir futuro.

Lo real golpea en ese segundo despertar sexual, en el que se hace necesario cambiar un modo de goce ligado a fijaciones con los objetos edípicos, y tender hacia la exogamia. Algo tiene que ocurrir en esa frontera entre lo real y la realidad psíquica. Gérard Pommier expresa del siguiente modo esa frontera que se dibuja y se desdibuja:

La frontera entre real y realidad psíquica sigue siendo sin embargo un lugar en litigio y la angustia engendrada por lo real engendra una producción infinita de la realidad psíquica. A la luz del día, los actos buscan realizar el fantasma y esta actividad funciona como pantalla respecto de lo real con mayor o menor éxito. Y ese mismo real vuelve a ganar terreno llegada la noche: él es el que brilla en el punto incandescente de los sueños, cuya acuidad despierta al durmiente. Ese estado de beligerancia no se calma nunca, ya que ser el objeto del deseo del Otro sigue siendo una deuda al mismo tiempo que un anhelo secreto, el punto extremo de aquello que habría sido necesario aceptar por el amor de la madre. Deseamos aquello que, de ir hasta el extremo de su impulso, anularía al deseo mismo. El límite extremo del deseo objetiva, reduce el cuerpo a la pornografía de sus partes disyuntas. Ser ese objeto incestuoso se asemeja a morir, aunque se trate todavía del anhelo de alguien en vida. Así, el sujeto debe renacer sin fin de las cenizas a las que aspira (Pommier, 2005: 43).

Lo real de la pulsión interrogará en forma permanente al sujeto a lo largo de la vida, no hay tregua al respecto. Sin embargo, la especificidad del segundo despertar de la sexualidad en la adolescencia establece un punto de cruce, articulación y desmembramiento entre sexualidad y muerte, que puede quedar librado a los mejores o peores designios. En ocasión de una puesta en escena de El despertar de la primavera, de Frank Wedekind, Lacan escribe un texto para el programa, texto que luego se incluyó en la edición de Gallimard de 1974 de la obra del dramaturgo. Comienza así: “De este modo aborda un dramaturgo, en 1891, el asunto de qué es para los muchachos hacer el amor con las muchachas, marcando que no pensarían en ello sin el despertar de sus sueños” (Lacan, 1993: 109). Del anudamiento de este real de la pulsión nos vamos a ocupar, en este fluctuar entre real y realidad psíquica en el despertar de los sueños. En virtud de la posibilidad, que se pone en juego a partir de la pubertad, de poner a prueba y poder experimentar en aquellos territorios en los que el niño no tenía las herramientas adecuadas para su exploración —uno de los motivos por los cuales abandona esa exploración—, urge la pregunta de qué hace la sociedad de cada época con sus jóvenes, porque esto no es para nada indiferente en los avatares y resoluciones respecto de la sexualidad que tentará cada adolescente.

El despertar de la primavera ofrece una oportunidad para indagar esta temática. Nos vamos a detener en la obra, más allá de lo que hayan dicho Freud y Lacan acerca de ella.

Sigmund Freud inicia su intervención en la reunión de la Sociedad Psicoanalítica de Viena del 13 de febrero de 1907 del siguiente modo:

La obra de Wedekind está llena de méritos. No es una gran obra de arte, pero quedará como un documento de interés para la historia de la civilización y de las costumbres.

No podemos pensar que Wedekind no tenga una compresión profunda de la sexualidad. Alcanza para convencerse de ello ver cómo en el texto explícito de los diálogos aparecen constantes alusiones de carácter sexual. Pero, de allí a creer que la obra responde por completo a una intención consciente… (Freud, cit. en Wedekind, 2017: 111).

A pesar de lo que sostiene Freud, El despertar de la primavera no permanece vigente “como un documento de interés para la historia de la civilización y de las costumbres”, sino por su valor estético. Sin duda, el nudo de la obra es esencialmente revelador respecto del acontecer del despertar sexual de la adolescencia, pero lo es porque construye un universo lírico, no exento de humor, que hablará, a la vez, de la moral burguesa de su época, pero por sobre todo, de las pasiones humanas.

Abordar algunos aspectos de esta obra es atinente al tema que nos ocupa, en tanto abre un gran abanico —de hecho, está subtitulada como “tragedia infantil”— respecto del modo en el que cada púber enfrenta sus descubrimientos sexuales y la injerencia mortífera que el mundo de los adultos puede tener en los adolescentes en virtud de una supuesta moral. Pero lo cierto es que la obra está dedicada a un personaje enigmático y sustancial, que es el hombre enmascarado. Su papel resulta clarificador, ordenador, y preserva la vida de uno de los personajes principales. La amenaza de morir se emparenta y se trama con el despertar de la sexualidad, y el destino parece estar al acecho.

Señalaré algunas escenas de la obra a partir de tres de los jóvenes personajes. La primera escena puede enlazarse con el desarrollo y el final del personaje de Wendla. Ahí la joven ya presagia su muerte: “¡Quién sabe…! Tal vez ya no viva para entonces…” (Wedekind, 2017:16). Wendla discute con su madre sobre el largo del vestido que ella le hizo para su cumpleaños de 14. La joven quiere usar su trajecito de princesa, que le sienta más atractivo que el confeccionado por su madre, al que considera más un camisón que un vestido, debido a todo lo que le cubre. La escena termina plena de sensualidad con las palabras de Wendla:

¡Ahora viene el verano…, mamá! ¡La gripe no ataca a los chicos por las pantorrillas! ¿Por qué tanto miedo…? ¡A mi edad no se tiene frío, y menos en las piernas! ¿O te parece preferible tener mucho calor, mamá? Dale gracias a Dios que tu tesorito aún no se haya arrancado las mangas y se te aparezca al atardecer, descalza y sin medias… ¡Y cuando no tenga más remedio que ponerme la túnica, por debajo me vestiré como una sílfide…! ¡No me retes, mamita…! Nadie verá nada (16).

Encuentros, conversaciones, temores y averiguaciones en el entrecruzamiento entre los personajes. En una escena entre las chicas, Wendla dice: “¡Quién sabe si alguna vez tendré hijos!” (27).

Con el joven Melchor, sus destinos se cruzarán. Este es uno de sus diálogos significativos:

WENDLA: Creí que era más tarde. Estuve un largo rato recostada en el musgo, a orillas del Goldbach y soñé… El tiempo se deslizó rápidamente. Temí que se hiciera de noche…

MELCHOR: Si no te esperan todavía, sentémonos un rato… Debajo de aquella encina es mi lugar favorito… ¡Cuando se apoya la cabeza en el tronco y a través de las ramas se divisa el cielo, uno queda como hipnotizado…! La tierra conserva aún el calor del sol mañanero… Desde hace unas semanas quería hacerte una pregunta, Wendla…

WENDLA: ¡Pero tengo que volver antes de las cinco!

MELCHOR: Volveremos juntos… Yo cargaré tu canasta. Tomaremos el camino del río y en diez minutos estaremos en el puente… Cuando se está así acostado… la frente apoyada en la mano… se le ocurren a uno los más extraños pensamientos (36).

Tendrán otros encuentros. En uno, ella le pedirá a él que le pegue; en otro, en el granero, decisivo para la trama, se entiende que Wendla y Melchor tienen su iniciación sexual:

MELCHOR: ¡Huele tan bien el heno! Afuera el cielo está tan negro como los pasos de un ataúd… Veo las amapolas sobre tu pecho… y oigo el latir de tu corazón…

WENDLA: ¡No me beses, Melchor…! ¡No me beses…!

MELCHOR: ¡Oigo latir tu corazón…!

WENDLA: ¡Cuando se besa… se ama…! ¡No! ¡No!

MELCHOR: ¡Oh! ¡No creas en el amor! ¡No hay más que egoísmo! Todo es egoísmo… ¡No te amo, y tú tampoco me amas a mí!

WENDLA: ¡No… No… Melchor!

MELCHOR: ¡Wendla…!

WENDLA: ¡Oh, Melchor…! ¡Déjame… ¡Déjame…! (55).

A partir de aquí, Wendla quedará expuesta a los designios de su madre en relación a su propio cuerpo, dado que ella queda embarazada, y eso es una deshonra. Esto se nos revelará con más claridad hacia el final de la obra.

A Mauricio, amigo de Melchor desde pequeño, lo atormenta perder su escolaridad debido a sus fracasos con el estudio. Teme la reacción de sus padres en caso de no poder seguir en el colegio. Es importante, en el desenlace de la obra, la escena en la que Mauricio le pide a Melchor que le explique por escrito “los misterios de la reproducción”, los misterios de la sexualidad; dice así:

¡No puedo! ¡No puedo hablar tranquilamente de los misterios de la reproducción! Si quieres hacerme un favor, escríbeme tus explicaciones. Escribe lo que sepas pero con claridad, sintéticamente… Y mañana en la clase de gimnasia deslízalo entre dos de mis libros… Me lo llevaré a casa sin saberlo y alguna vez lo encontraré como por casualidad. Y no podré hacer menos que pasar distraídamente la vista sobre el papel. Y si no puede ser de otra manera, agrégale algunos dibujos (22-23).

Frente al fracaso en el ámbito educativo, Mauricio se suicidará, y esa carta, esa explicación, encontrada por el padre de Mauricio, hace que Melchor sea sancionado, expulsado y posteriormente enviado a un reformatorio, del que se escapará.

Respecto de la sexualidad y la virginidad, Mauricio expresará, ante la duda de consumar el suicidio:

Su traje era escotado por delante y por detrás. Por detrás, hasta la cintura; y por delante, hasta la inconsciencia. Era imposible que llevara algo abajo…

¡Este sí que sería un motivo para retenerme! Por curiosidad, más que nada. Debe ser una sensación única. Una sensación como la de ser arrastrado por las aguas de un torrente. No voy a decirle a nadie que vuelvo sin haberla probado. Voy a hacerles creer que lo hice como todo el mundo. Da un poco de vergüenza haber sido hombre y no haber conocido lo más humano. ¿Cómo es que vuelves de Egipto y no viste las pirámides? (62).

En cuanto a Melchor, nos ocuparemos de la última escena. Melchor ha escapado del reformatorio y acude al cementerio en donde encuentra la tumba de Wendla y el fantasma de Mauricio que quiere seducirlo para que abandone la vida en favor de las bondades de la muerte, y se vaya con él. Es aquí donde aparece el hombre enmascarado:

HOMBRE ENMASCARADO (A Melchor.): ¡Estás temblando de hambre! No estás del todo en condiciones de juzgar. (A Mauricio.) ¡Váyase usted!

MELCHOR: ¿Y usted quién es?

HOMBRE ENMASCARADO: Ya verán quién soy. (A Mauricio.) Tenga la bondad de retirarse. ¿Qué hace usted aquí? ¿Por qué lleva su cabeza bajo el brazo?

MAURICIO: Me pegué un tiro…

HOMBRE ENMASCARADO: ¡Entonces, quédese en el lugar que le corresponde! No nos moleste con su olor a sepulcro. ¡Es inconcebible! Fíjese usted en sus dedos: se pulverizan…

MAURICIO: ¡No me ordene retirarme!

MELCHOR: ¿Quién es usted, señor mío?

MAURICIO: No me eche. Se lo suplico. Déjeme un rato más. No lo molestaré. ¡Es tan triste estar metido ahí!

HOMBRE ENMASCARADO: ¡Ajá!, pero entonces, ¿por qué se pavonea hablando de superioridad? Si usted sabe muy bien que todo es una farsa… ¿Por qué miente? Si el estar ahí para usted es un beneficio tan grande… ¡quédese! Pero cuidado con las fantasmagorías y aleje usted su mano cadavérica…

MELCHOR: ¿Va a decirme quién es usted, o no?

HOMBRE ENMASCARADO: ¡No! Te invito a que te confíes a mí. Yo cuidaré tu porvenir…

MELCHOR: ¿Es mi padre?

HOMBRE ENMASCARADO: ¿No serías capaz de reconocer a tu padre por la voz?

MELCHOR: ¡No!

HOMBRE ENMASCARADO: Tu padre está buscando consuelo en los robustos brazos de tu madre… Te mostraré el mundo… Tu incapacidad para comprender se debe a tu estado actual… Si echaras dentro del cuerpo una cena caliente, te burlarías de este cadáver.

MELCHOR (para sí.): ¡No puede ser otro que el Diablo! Después de la falta cometida no me puede devolver la tranquilidad una cena caliente.

HOMBRE ENMASCARADO: Todo depende de la cena… Lo que puedo decirte es que la chica hubiera parido sin inconvenientes. Estaba perfectamente desarrollada. Murió por los abortivos que le administró la madre Schmidt… Te guiaré entre los hombres… Te proporcionaré la ocasión de ampliar tus horizontes de modo fabuloso… Haré que sin excepción conozcas todo lo interesante que el mundo encierra… (101-102).

El Hombre Enmascarado no solo aleja a Melchor de la muerte, sino que le revela que la muerte de Wendla fue motivada por las conductas abortivas que le infligieron. Melchor no es el culpable de esa muerte.

Hasta el momento de la aparición del Hombre Enmascarado, los personajes de los adultos, por un motivo o por otro, inducen la destrucción y la muerte de sus hijos. Los padres de Melchor son los que habían decidido que fuese a un reformatorio al enterarse de lo ocurrido con Wendla. La obra hace hincapié en la crueldad represiva e hipócrita de la época, la denuncia. En el tambaleante período subjetivo del despertar de la sexualidad, la implementación de esa crueldad sobre los adolescentes puede devenir mortífera para ellos, y en esta obra logra su cometido en varios de sus personajes.

No importaría definir quién es el Hombre Enmascarado de la obra; precisamente, resulta interesante que se preste a diversas interpretaciones. Lo sugestivo es lo indefinible del personaje. Es relevante, en cambio, señalar que su intervención asume una función, que hasta el momento no había sido cumplida por ningún otro personaje. Denuncia el motivo de la muerte de Wendla y preserva la vida de Melchor. Este último, por su parte, afirma que no podría reconocer la voz de su propio padre. No sabemos cómo lo guiará el Hombre Enmascarado, pero sabemos que Melchor queda con vida.

Con un deslizamiento hacia otra época, me referiré brevemente al lugar asignado a los jóvenes en dos circunstancias históricas, basándome en una investigación realizada por la historiadora Luisa Passerini, titulada “La juventud, metáfora del cambio social. Dos debates sobre los jóvenes, en la Italia fascista y en los Estados Unidos durante los años cincuenta” (Passerini, 1996).

¿Por qué abordar esto si no nos atañe aparentemente en forma tan directa respecto de nuestros jóvenes en la actualidad? Quizás porque en este estudio está recortada de manera muy clara la ubicación que se les otorgó en determinados períodos histórico-sociales, y se vuelve evidente la dependencia de los adolescentes de esa mirada que se les dirige. En esta etapa de la vida en la que empiezan a transitar fuera del ámbito familiar, a los jóvenes se les revelan potencialidades, recursos e inhibiciones, que cada sociedad podría querer explicar, ordenar y también manipular según sus intereses.

Luisa Passerini se refiere de la siguiente manera a los dos períodos en estudio:

En ambos casos nos encontramos ante una crisis de transmisión de valores, y muchos adultos dudan de poder ver su obra continuada por sus sucesores naturales. En el primer caso se atribuyen a los jóvenes los poderes de una misión salvadora del partido y del Estado fascista; en el segundo, la capacidad de ser la fuerza oscura y ajena que amenaza con anular la carrera hacia el progreso de la sociedad americana (Passerini, 1996: 384).

La organización política de la Italia fascista en relación a los jóvenes expresaba, dice la autora, un doble intento: el de ejercer una socialización totalitaria y el de formar eficazmente una nueva élite política. Se basaba en las ideas de virilidad y heroísmo.

El nacimiento del teenager y el debate consecuente tendrían para la autora las siguientes características:

Durante todo el siglo el debate sobre la adolescencia y la juventud en los Estados Unidos se movería entre dos polos: por un lado, la exigencia de garantizar libertad y posibilidad de autogobierno, y por otro, la de uniformar, colectivizar y restituir a la sociedad las iniciativas creativas de los jóvenes (Passerini, 1996: 420).

Lo que nos importa respecto del perfil de distintas épocas es subrayar que cada una de ellas ofrece a los adolescentes diferentes formas de muerte, confrontándolos en forma directa o indirecta con ella, en un momento en el que el joven se enfrenta con su despertar sexual, lo que inevitablemente está en relación profunda con la idea de muerte.

Respecto a lo que se jugaba con el adolescente en la sociedad americana, dice Passerini:

Los teenagers que se constituían en una sociedad apartada eran además la primera generación que había crecido con la bomba. […] El sentimiento interior de malestar que minaba a la sociedad americana se manifestaba sombríamente en el problema de los adolescentes, pero contenía además el terror de las guerras, de las tensiones raciales y de las cuestiones sexuales (Passerini, 1996: 429).

Es decir, una sociedad puede colocar en el despertar de la juventud tanto lo mejor como lo peor que conllevan sus ideales. Ya sea la idea de que los jóvenes son la reserva de virilidad y heroísmo para el futuro nacional o la sospecha de que el joven es un potencial delincuente por su rebeldía suponen posiciones que conducen a disciplinar y a someter al adolescente, teniendo en cuenta, además, que en algunos períodos históricos en forma directa se los ha enviado a morir o se los ha asesinado. De más está decir que ningún joven es ajeno en su desarrollo a todo esto. Se vuelve indispensable discernir lo que se estimula o se fomenta en una sociedad, en un determinado momento histórico, en principio para no alienarnos en esa visión; y en virtud de la clínica, para evitar que las respuestas de los adolescentes frente a aquello que les toca vivir —por supuesto, en su singularidad— no devengan mortíferas para ellos.

1. Es posible verlo en www.youtube.com/watch?v=47o10W_ltVc