Tránsito y devenir del melodrama entre el género y su matriz narrativa

“Viva el melodrama, en que la gente llora y tanto peor para el intelectual al que deshonra llorar. Viva la canción que encanta y tanto peor para los lectores de la novela telqueliana. Dejemos de buscar un arte nuevo cuya delectación nos diferencie aún más. Tengamos el coraje de nuestros placeres: confesemos, y sin condescendencia, que nos gustan las canciones populares, las historietas, y no pocas veces el cine comercial”. –Mikel Druffene, L’art de mass n’existe pas (1974)

Algunos preceptos histórico-conceptuales

Una muchacha encerrada en una casa lejana en el campo por aquel que dice amarla, pero que –en realidad– solo quiere ejercer control sobre ella y mostrar su poder; una madre en busca del hijo que tuvo que dejar atrás por problemas económicos, para luego encontrárselo –ya crecido– como hijo de su actual patrón; una pareja feliz a punto de casarse que se ve enfrentada al amor pasado y atormentado de uno de los prometidos; entre un interminable etcétera de situaciones similares. Todas son imágenes ejemplares y fidedignas, si es que se quiere remitir al argumento de una telenovela genérica, o de radioteatro de época. La fórmula parece sencilla y simple. La mujer llora, el hombre se desespera, hay gritos, lágrimas y palabras balbuceantes. Muchas de estas escenas podrían, sin mayor problema aparente, corresponder a un retrato –un tanto– grueso y general de aquello que aquí hemos decidido consignar como melodrama.

La historia crítica y la bibliografía circunscritas a este término son –en lo absoluto– escasas. Dicha situación plantea un problema tangencial a la hora de establecer cualquier estudio serio en torno al melodrama; ya que para algunos teóricos este sería un importante género de la historia de la literatura, mientras que para otros debe ser considerado como un imaginario o –inclusive– como una operación metodológica. Según permiten constatar ambas entradas críticas, se sugeriría la elección de una por sobre otra; que –dicho sea de paso– es la operación que han realizado la mayoría de las investigaciones.

Permítasenos, una definición inicial, conforme a lo ya planteado:

Classical melodrama –melodrama based around a truly evil villain that victimizes an innocent, purely good soul– portrays emotional excess in the villain’s expressions of hatred, envy, jealousy, spite, or malice. Traditionally, particularly in stage melodrama, these emotions were conveyed through codified modes of histrionic ‘overacting’ that further accentuated the quality of excess. (Singer 39)

Singer –en la anterior cita– señala una de las características fundamentales del melodrama como género: la cualidad del exceso. Este elemento trascenderá su propia materialidad singular –con el paso de los siglos– para consolidarse en una manera particular de ver, desenvolverse y accionar en el mundo; como bien se vivenciaba en la desesperación y en la tristeza de mujeres y hombres llevadas al paroxismo, tan vistas en las clásicas escenas telenovelescas. Pero el exceso, no está solamente mediado por la saturación de la imagen propuesta, o por lo barroca que esta pueda ser; puesto que también se evidencia en el gesto, la actuación, la palabra, la música; es decir, en todos los niveles tanto escriturales como escénicos. El exceso se constituiría como uno de los sellos principales de aquello que generalmente se entiende por melodrama. Surgen –entonces– dos preguntas fundamentales: [1] ¿qué otros elementos constituirían –en sus diversos estados históricos– el melodrama?; y [2] ¿cómo estos mutarían para entender el melodrama desde una visión más actual?

A razón de intentar resolver estas interrogantes, proponemos –a continuación– delinear el recorrido y las variaciones que, como concepto, el melodrama ha tenido a lo largo de su existencia. Para ello, es preciso indagar en sus concepciones históricas y teóricas, tratando de desentrañar y construir lo que este concepto podría decirnos.

Del canto al llanto
Una breve cronología histórica

“I love how ‘melodrama’ is a denigrated term –a lower-class citizen to other genres. And yet that’s what life is, man”. 

–Tod Haynes, Interview at The Guardian (2011)

Etimológicamente melodrama es entendido como drama cantado o drama con música. Corominas apunta que derivaría –en sus orígenes– del latín melodía (h. 1440); término derivado del griego mélos (‘canto acompañado de música’), que daría paso a lo mélico o lo melódico (“pieza dramática caracterizada por incidencias sensacionales y groseros procedimientos emotivos” [365]). Como término primigenio, melodrama provendría –por tanto– de la unión entre las palabras griegas mélos (‘música’) y drâma (‘acción’, ‘pieza teatral’). Esta precisión, no pretende dar influjos eruditos al nacimiento del término; sino más bien intenta dar cuenta que desde sus orígenes, el melodrama ha estado asociado a la música y al teatro.

En la época de oro del Teatro Griego, el encuentro entre estas manifestaciones performáticas –teatro, danza, música– nacidas del rito es fundamental. Tanto el drama –entendido como el enfrentamiento entre dos fuerzas– como el teatro occidental, nacen de la música, de los cantos sacros –tragodía o cantos fálicos– en honor al dios: “la tragedia originaria, de canto épico-lírico, empieza a convertirse en teatro: como proyección de los personajes invocados por el Coro. Es el Coro quien, por así decir, da a luz; la potencia de su canto hace aparecer al numen invocado” (D’amico 34). ¿Es, acaso, que el origen aspectual del melodrama se encuentra en el nacimiento del drama griego?

Se hace necesario –en este punto– un salto cuantitativo en la cronología del teatro occidental2, para poder situarnos en la Francia de comienzos del siglo XVIII; época en la que el melodrama –como género– inscribe su fundación. En principio, este continúa –si se piensa en su raíz etimológica– guardando relación con aquel estado primigenio entre la música y la acción dramática de la palabra. En esta línea, Patrice Pavis –en su Diccionario del teatro– lo define como un drama cantado que:

Consiste en una obra donde la música interviene en los momentos más dramáticos para expresar la emoción de un personaje silencioso. Se trata de ‘un tipo de drama en la cual las palabras y la música, en vez de caminar juntos, se presentan sucesivamente, y donde la frase hablada es de cierta manera anunciada y preparada para la frase musical’. (J.J Rousseau s/p en Pavis 304-305)

Posteriormente –a finales del mismo siglo– el género mutaría, en un álgido contexto. La burguesía, cada vez más empoderada en la exigencia de divisiones políticas más horizontales, toma como aliado al estamento más desposeído, delineado en el bajo pueblo; aunque sin hacerlo partícipe de las decisiones y sin compartir los nuevos privilegios obtenidos, antes exclusividad de la rancia aristocracia. En este panorama, el melodrama ya no se concibe solo como la unión o el mero acompañamiento musical del drama hablado; puesto que comienza a renovar su mirada en busca de: “una obra popular que, al mostrar a buenos y malos en situaciones horribles o tiernas apunta a conmover al público sin un gran esfuerzo textual sino recurriendo a efectos escenográficos” (Pavis, Diccionario 305). El apogeo del género comenzará a finales de la Revolución Francesa de 1797, y se extenderá hasta alrededor de 1820, simultáneo al levantamiento civil conocido como ‘La Comuna de París’. El melodrama se presenta –de esta manera– como uno de los géneros por excelencia de esta época de revoluciones, institucionalizándose como una manifestación sumamente popular –según plantean autores como Anne Ubersfeld– a pesar de su visión un poco infantil y sesgada del pueblo.

Es en este contexto, cargado de beligerancia y de rebeldía, que surge uno de los exponentes más importantes del temprano género: Guilbert de Pixérécourt, quien acuñara el apodo de ‘el Corneille de los bulevares’ y consolidara sus obras como emblema de la revolución. El trabajo de Pixérécourt circulará por los teatros y espacios que frecuentaban –en dicha época– las capas medias y más bien bajas de la sociedad. El impacto de sus obras, descansaría en el profundo vínculo que pudo establecer con sus audiencias:

Por lo extraño que pueda sonar hoy, el melodrama de 1800 –sólo hasta esa fecha es levantada en Francia la prohibición que impedía el uso de los locales de teatro para la puesta en escena de los espectáculos populares–, el que tiene su paradigma en Celina, la hija del misterio de Gilbert Pixérécourt, se halla ligado por más de un aspecto a la Revolución Francesa y a la escenografía de esa transformación: la transformación de la canalla, del populacho, en el pueblo. Que será aquella en las que las masas populares puedan poner en escena su exaltada imaginación y sus emociones […]

Teniendo como eje central cuatro sentimientos básicos –miedo, entusiasmo, lástima, risa. (Martín-Barbero, “La telenovela” 70-71)

En relación a lo anterior, el melodrama de la época operaría como género de consolidación y transformación de las masas

–generalmente– excluidas: el pueblo. Por primera vez, este puede ver en escena sus desventuras y miserias; situaciones que antes les estaban prohibidas frente a la preponderancia del drama burgués.

El aspecto político queda revelado –consecuentemente– en su indómito ímpetu por llevar a escena el veto que recaía en la representación del pueblo, con el fin de transformar –o más bien crear– una consciencia de colectivo en torno al mismo. Las vicisitudes diarias del pueblo se materializarían –así– en escena; sin embargo, no estarían exentas de las configuraciones estandarizadas que marcarán al concepto durante toda su historia: personajes de corte unilaterales que representan una cualidad inmutable, y la retórica del exceso (Martín-Barbero, Brooks, Singer, etc.) que tiende al derroche visual, sonoro, lingüístico, y físico. La polarización de las fuerzas en escena, será el lugar en donde estos personajes inalterables –representantes de fuerzas binarias que encarnan el bien o el mal– se enfrentarán. Todos estos aspectos –la revolución, el nacimiento de la representación del pueblo, la exaltación emocional desmedida– marcarán la lucha del género y del concepto en relación a su estatus dentro de las categorizaciones del arte. Cabe preguntarse por qué el melodrama fue considerado ‘menor’, si –como consigna Brooks, Singer y Heilman– fue el único que adscribió de manera inmediata a las demandas del pueblo y a la naciente revolución.

Las características del melodrama remiten –según el breve panorama repasado hasta ahora– a varios momentos históricos. A pesar de esta innegable historicidad que cae sobre él, una de las características fundamentales que determina no solo la comprensión del género, sino que también su variabilidad conceptual futura; es la consideración del mismo como drama de la moralidad:

Melodrama indeed, typically, not only a moralistic drama but the drama of morality: it strives to find, to articulate, to demonstrate, to ‘prove’ the existence of a moral universe which, though put into question, masked by villainy and perversions of judgment, does exist and can be made to assert its presence and its categorical force among men. (Brooks, The Melodramatic 20)

En ese sentido, el juego moral es –intrínsecamente– dialógico, y no trata solo de ejemplificar cómo los polos morales se enfrentan en la ficción; sino que –además– busca demostrar la existencia de un universo moral en el devenir cotidiano, cuestionando dicha moralidad y –a la vez– revelando las máscaras que ocultan aquellas fuerzas. Esta relación entre un drama moralista y el drama de la moralidad, será un eje significativo en la construcción del modo de ser melodramático; que pese a haber nacido como un género, terminará consolidándose como un modo de observar y crear imaginarios colectivos. Si bien, nos referiremos a este respecto con posterioridad; es de suma importancia rescatar este elemento crucial de transformación en torno al concepto: el melodrama ya no entendido como un mero estilo, sino como un modo de construcción de perspectivas e imaginarios propios.

¿Cómo se puede –por ende– definir el término? ¿Hay alguna manera de limitar o determinar algo que transite transversalmente tanto en géneros, estilos, sistemas y plataformas? Es posible afirmar que, uno de los elementos constituyentes del primer melodrama –mantenido en diversas formas en la contemporaneidad– es la exaltación de las emociones. El exceso, ese ‘acting out’ del concepto de histeria nacido del Psicoanálisis, donde se busca manifestar en el cuerpo, en la sonoridad y en el llanto las tribulaciones del alma:

El melodrama, en una síntesis forzada pero tal vez no inexacta, es la expresión frenética y al fin de cuentas divertida de una necesidad: el espectador quiere hallar en su vida el argumento teatralizable o filmable o radionovelable o telenovelable cuya virtud es la garantía de un público muy fiel, él mismo. (Monsiváis, “El melodrama” 111)

Las audiencias desde los inicios buscaban la identificación, el reconocimiento de sus agonías cotidianas en la exacerbación patética –remitentes al pathos– de lo que sentían. Una vez perdida la sacralidad del rito, el melodrama utiliza una nueva categoría:

En cierto sentido, el melodrama intenta compensar esa pérdida a través de un ritual moderno que sustituye la plenitud perdida de lo sagrado. Es por eso que el melodrama deviene a su vez ritualización que culturalmente opera sobre el fenómeno de una pérdida fundamental. (Walter 219)

Ben Singer intenta definir el melodrama a través de varios elementos comunes encontrados en piezas de cine y teatro. El primero de estos recursos sería el pathos, cuyo poder provendría de: “a process of emotional identification or, perhaps more accurately, of association, whereby spectators superimpose their own lifes (melo)dramas onto the ones being represented in the narrative” (45). Un segundo elemento designado por Singer corresponde al de sobrexaltación o sobreexcitación emocional (overwrought emotion); relacionado con estados altos de emoción, urgencia y tensión, que no necesariamente están ligados al pathos, o no ocurren en el mismo momento. Concerniente a esto, el crítico especifica que: “While the representation of generally involves this kind of dramatic intensity, no all instances of highly charged emotion necessarily involve pathos” (45). La polarización moral (moral poralization) es el tercer –y último– mecanismo identificado por el autor que se presenta en lo melodramático. Probablemente, sea el más presente a lo largo de la historia del concepto, en conjunto con la exaltación de los sentimientos. Este término va más allá de la eterna lucha entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la virtud y el vicio, etc. Serían –precisamente– estas fuerzas opositoras las que construyen a los personajes y –muchas veces– a las situaciones como otro recurso constitutivo de lo melodramático.

El trabajo de Singer, se presenta como una herramienta de análisis que nos permite reconocer cuándo este imaginario opera en alguna obra artística:

have interpreted melodrama’s insistence on moral affirmation as a symptomatic response to a new condition of moral ambiguity and individual vulnerability following the erosion of religious and patriarchal traditions and the emergence of rampant cultural discontinuity, ideological flux, and competitive individualism within capitalist modernity. Melodrama expressed the anxiety of moral disarray an then ameliorated in through utopian moral clarity. (46)

Dicho de otro modo, la polarización moral3 se constituiría como una estructura de orden casi a nivel arquetípico, expresada en tipos humanos que se insertan en un mundo capitalista plagado de ambigüedad. Es por esto que, la representación del bien o el mal construye una idea clara de ordenamiento existencial, incluso remitiendo a modelos sociales anteriores.

En razón de ello, cabe destacar que el melodrama presenta –la mayor parte del tiempo– una estructura narrativa no clásica, vale decir, que no remite a un ordenamiento lógico realista correspondiente a causa y efecto. En una obra melodramática, la estructura narrativa puede contener extrañas coincidencias,

elementos inverosímiles, cruces complejos de comprender, etc.4 Además de esto, la mesura de la progresión dramática puede perderse por cambios de planos rápidos, impresiones fuertes, etc. Como último recurso –también muy ligado a la propuesta cinematográfica de Singer– nos parece necesario mencionar al sensacionalismo tan propio del imaginario melodramático. La raíz de este, se encontraría en el vínculo del melodrama con lo popular: “defined as an emphasis on action, violence, thrills, awesomen sights, and spectacles of physical peril” (48). Este elemento final, permitiría el poder lograr una conexión real con la audiencia, bajo el sostenimiento constante de la sorpresa y la calibración de la tensión durante el transcurso dramático; para así, contribuir a la identificación, o al menos conexión con el público.

Eric Bentley –uno de los mayores exponentes acerca de los estudios del melodrama– también considera que el cine jugó un rol preponderante en la transformación del género y en su posterior configuración como imaginario. La mala reputación del estilo podría deberse –según su perspectiva– a la concepción que se tiene del mismo como un modo de representación popular de la época victoriana, donde la búsqueda final era –sin más ni menos– ‘llorar a gusto’. Este arte del buen llanto tendría su correspondencia en la catarsis del hombre común y corriente; aquel que logra vincularse con un auténtico sentimiento de autocompasión. Bentley da cuenta que –de alguna u otra manera– el melodrama ha sido comprendido como un concepto que da un valor capital a las emociones superficiales; lo cual no significa que existan casos en donde el ‘llanto a gusto’ pueda provenir de emociones profundas. Pareciera, como si hubiera una compulsión por parte de la crítica especializada en deleznar las emociones intrínsecas al trabajo melodramático. Esta aversión hacia el sentimiento no es solo exclusiva de los estudios del melodrama; también muestra una vinculación con el tratamiento de los casos de histeria:

La psiquiatría moderna se inicia con aquellos Estudios sobre la histeria en los que Freud y Breuer trataron de explicar qué ocurre cuando se reprimen las exteriorizaciones de las impresiones emocionales. La conmoción dolorosa exige ser mitigada y liberada por medio de quejidos y retorcimientos y lágrimas. (188-189)

Bentley considera –tal como lo hiciera hace más de un siglo el propio Freud– que, al reprimir estas emociones en el diario vivir, resurgirán en otras plataformas como los sueños; cuyo comportamiento sería similar al de un actor melodramático donde para “nosotros en este caso, la grandiosa autocompasión es un hecho vital. Como solo puede ser reproducida por el empleo del estilo grandioso, la grandiosidad del melodrama podría constituir una necesidad” (189).

Pues bien, el melodrama se construiría como la tribuna por excelencia para purgar las emociones del ser humano cotidiano a través de la configuración de su héroe como una persona común y corriente. A razón de ello, su drama se hace accesible, cercano; existe en él la posibilidad de riesgo, que su miseria y su desventura pueda volverse la nuestra5. Dos recursos sustanciales que también provendrían de la tragedia clásica, pero que se encuentran en el melodrama de una manera un tanto distinta: la piedad y el temor. La primera se relacionaría con la compasión que el receptor resiente hacia la figura del inocente, el héroe que sufre la desdicha del mal; la segunda –y más fuerte según Bentley– se relaciona directamente con el miedo al mal representado en la figura del villano. Este miedo tendría –agreguemos– dos posibilidades de operar: una racional y otra, irracional. Ambas pueden complementarse entre sí, haciendo que el miedo irracional se disfrace de miedo racional: “El talento en la creación literaria melodramática se advierte con más facilidad en las facultades del autor para lograr que sus villanos parezcan sobrehumanos diabólicos” (190).

Recapitulemos. Entre los recursos melodramáticos concernientes al género estarían: exacerbación de las emociones reprimidas, autocompasión, piedad y temor –ya explorados a cabalidad. Para Bentley, el modo de ver melodramático es paranoico. Todo complota en nuestra contra, sea o no sea esto real, tal como planteaban las puestas en escena melodramáticas victorianas del siglo XIX; las cuales –como bien apuntaba Pavis– consideran que el uso de la escenografía espectacular será la regla definitoria en pos de la exacerbación de la piedad y del temor.

En esta misma línea, es preciso hacer hincapié –nuevamente– en la exageración; rasgo distintivo no solo del género melodramático, sino también de la configuración de este como modo de ver y codificar el mundo. Esta solo resultaría tonta y sonsa cuando no responde a un sentimiento, ya que: “La intensidad del sentimiento justifica la exageración formal del arte, así como da lugar, también a las formas ‘exageradas’ de las fantasías infantiles y de los sueños adultos” (192). Lo más interesante del trabajo realizado por Bentley sería que –de alguna u otra manera– el melodrama se configuraría como una matriz que muta de acuerdo a la época, estilo y creador que quiera utilizarlo o decida habitarlo6.

Múltiples perspectivas de cómo el melodrama se viste de diferentes estilos y objetivos para permanecer a lo largo del tiempo, son tipificadas por Bentley. Por ejemplo, en el caso de Bernard Shaw, quien aborrecía la moralidad melodramática aunque apreciaba sus formas exageradas que relacionaba con la ópera. Por su parte, el expresionismo alemán es otra forma de darle vida a lo melodramático. Como también lo es, el teatro épico de Bertolt Brecht7, quien hará uso del melodrama como medio para dar cuenta de su ideología marxista. Mientras que, autores franceses como Cocteau, Anouilh y Girandoux lo utilizaron como un nuevo modo de contar los mitos griegos. Bentley es enfático al precisar que hay que tener cuidado de nombrar como melodrama, a todo aquello que tenga recursos melodramáticos. Debido a esto, trata de proponer que el término se desintegre en un modo de construcción de imaginarios sociales y artísticos por medio de elementos que permitirían dar cuenta de lo melodramático inserto en diferentes contextos, como ocurre en pleno siglo XIX, cuando corría a la par con formas propias del Naturalismo:

el melodrama, hasta cierto punto, es en verdad mucho más natural que el naturalismo; corresponde a la realidad, y no en menor grado a la realidad moderna, con más fidelidad que el naturalismo […] La visión melodramática es sencillamente, en cierto sentido, la visión normal. Corresponde a un aspecto importante de la realidad. Es la forma espontánea y desinhibida de ver las cosas. (202)

La relación estaría dada por la cotidianidad, y las pulsiones internas, primitivas e instintivas que habitan dicho cotidiano.

Al glosario conceptual levantado hasta el momento, se deben sumar algunos elementos que ya no buscan establecer esquemas o características arquetípicas a la configuración del melodrama; sino profundizar en la concepción del ser humano desde la cosmovisión de mundo que propone. Según María de la Luz Hurtado y Loreto Valenzuela, a partir de lo planteado por Heilman, la diferencia entre tragedia y melodrama radica que en: “la tragedia, el hombre está dividido; en el melodrama, tiene al menos una integridad básica contra problemas disturbadores. En la tragedia el conflicto está dentro del hombre; en el melodrama, está entre los hombres, o entre el hombre y las cosas” (Heilman s/p en Hurtado y Valenzuela 24).

Como género, el melodrama puede –al menos– ver y analizar al ser humano como un personaje unidimensional, con voluntad o no voluntad, culpable o inocente, etc.; al más puro estilo del ‘todo o nada’ del Romanticismo, pero aplicado al ser humano corriente.

Nótese la característica psíquica implicada:

La patología extrema de la condición trágica es la esquizofrenia –donde la visión normal es magnificada a la ruptura enferma. El extremo patológico de la condición melodramática es la paranoia– en una fase, el sentimiento de un ‘ellos’ hostil […] y, en otra fase, el sentimiento de la grandeza propia o implícitamente, de la caída de los otros. (24)

La mujer y el hombre melodramáticos representados en la escena no contendrían las luchas en su interior, sino que en su exterior.

Sobre la imaginación melodramática
La superficie de la realidad y el lenguaje de la mudez

“CORIFEO. No lo sé. A mí me parece que son funestos, tanto el demasiado silencio como el exceso de vano griterío./ MENSAJERO. Vamos a saberlo entrando en palacio, no sea que esté ocultando algo reprimido en secreto en su corazón irritado. Tienes razón, también existe motivo de pesadumbre en el mucho silencio”. –Sófocles, Antígona

La concepción del melodrama como género está –hace varias décadas– en un punto de quiebre. Peter Brooks fue quien dio los pasos iniciales en ampliar esta categorización, en la reformulación del melodrama como un concepto que transciende su carácter estilístico para operar en diferentes plataformas. En primera instancia, Brooks plantea –en su libro The Melodramatic Imagination– que el melodrama es la esencia de lo teatral; el impulso primigenio que sustenta el teatro: “most explicity and persuasively –that melodrama at hearts represents the theatrical impulse itself: the impulse toward dramatization, heightening, expression, acting out. Then to conceive melodrama as an eternal typed the theatre” (x). Su concepción guarda una estrecha relación con la construcción del imaginario moderno, debido a su accionar dentro y fuera de las artes, como bien ocurre con la Historia y la Cultura en sí8. Tal como existe un modo de ver el mundo con una impronta romántica o barroca, también el melodrama se consolida como una forma de entender el mundo en y desde la modernidad; como una perspectiva. En los siguientes apartados buscaremos dar cuenta de las principales condicionantes formales, aspectuales y conceptuales que articulan la imaginación melodramática compuesta por la propuesta de Brooks.

La preocupación por el melodrama, por parte del autor, surge desde la literatura –en particular a partir de la narrativa– y no desde el teatro. Aunque el melodrama haya nacido como género desde este último; es solamente a partir de la novela del siglo XIX –Balzac y Henry James– que lograría convertirse en imaginario. En su estudio, se remarca la importancia de elementos ya mencionados por otros autores como el exceso, la exacerbación de los gestos y la polarización; pero se agrega la necesidad de re-sacralización por parte del ser humano, posterior al vacío dejado por la tragedia:

Good and evil can be named as persons are named –and melodramas tend in fact to move toward a clear nomination of the moral universe. The ritual of melodrama involves the confrontation of clearly identified antagonist and expulsion of one them. It can offer no terminal reconcilation, for there is no longer a clear transcendent value to be renconciled to. There is, rather, a social order to be purged, a set of ethical imperatives to be made clear. (16-17)

Hay –aquí– una necesidad de comprender las fuerzas antagónicas que conviven en nuestro diario vivir. En todo este devenir, existiría un concepto fundamental que sopesa y sostiene todo el universo melodramático: la moral oculta, que podría definirse –en breve– como la lucha cotidiana entre el bien y el mal presente en los deseos y tabúes del ser humano común:

What we have called ‘the moral occult’, the locus intense ethical forces from which man feels himself cut off, yet which he feels to have a real existence somewhere behind or beyond the facade od reality, and which exerts influence on his secular existence, stands as an abyss or gulf whose depths must, cautiously and with risk, be sounded. (202)

La moral oculta juega –pese a lo que pueda pensarse– un rol sumamente ideológico, que termina por determinar la estructura dramática: “Since the moral order has been occluded behind the deceptive play of signs, melodrama display not only a fascination with the hidden, with depths, but an epistemia, a desire to know all” (Gunning 54). El protagonista melodramático se esfuerza por sacar dichos secretos a la luz; para desenterrar la verdad, aunque se requiera violentar la presión aplicada a la superficie de la realidad, donde yace el verdadero significado. La búsqueda sensorial que promulga el teatro melodramático va en contra de un orden moral previamente establecido, en el cual las emociones deben ser domesticadas y mantenidas en una caja fuerte alejada del orden público. La presión que se ejerce sobre la superficie de los signos involucrados en la representación, es un ejercicio que busca la destrucción de las apariencias; y es –en este sentido– que el melodrama puede despertar cierto horror. Mas, esta destrucción es momentánea en la mayoría de los casos; ya que las puestas en escena melodramáticas terminarán –por lo general– en la restauración del orden resquebrajado (confirmación de la pureza de la doncella, validación del honor del joven caído en desgracia, restitución de riquezas perdidas). Solo algunas, aquellas más rupturistas y profundamente influenciadas por la tragedia clásica, promoverán un quiebre total con el orden del universo representado en escenas de muerte y caos.

Peter Brooks difiere –parcialmente– con Bentley en cuanto a la estructura que ambos autores proponen para el melodrama; aunque concuerdan que, como primer componente el género, casi siempre, accede a la virtud bajo la representación de la inocencia que está a punto de ser devorada por la maldad inocua de la villanía. Durante el enfrentamiento de ambas fuerzas, el lenguaje se dispone en continuos recursos hiperbólicos y grandiosas antítesis, para explicar y clarificar la admiración hacia la virtud; puesto que esta debe ser públicamente reconocida y contemplada con estupefacción y asombro: “The melodramatic moment of astonishment is a moment of ethical evidence and recognition” (Brooks, The Melodramatic 26). Solo por medio de la virtud es posible visibilizar y reconocer –como bien agrega Brooks– el drama del reconocimiento. La virtud se configura prácticamente como un personaje, que se enfrenta a incontables vicisitudes y obstáculos, cae en desgracia y –en última instancia– es resarcida. A diferencia de la tragedia –como ya se ha indicado– aquí no existe la reconciliación con un orden sagrado, más allá del humano. La expulsión del mal (villano) no supone un sacrificio; ni tampoco repercute en la consolidación de la comunión colectiva de un cuerpo sagrado. Más bien, en el melodrama primaría la confirmación y la restauración del orden de mundo propuesto.

Las características de la escena melodramática muestran un drama intensamente emocional y ético, en torno a la lucha maniquea entre el bien y el mal, en un contexto sometido por fuerzas éticas. La polarización del bien y el mal, trabaja con el fin de revelar su presencia y su operativa como reales fuerzas del mundo. El conflicto surge por operación lógica, en la necesidad de reconocer y confrontar el mal; esa es la coyuntura de la verdad, un imperativo que va más allá del sujeto, irremediable y sin mediación alguna. El melodrama es –por consiguiente– poseedor de una retórica particular. Uno de sus rasgos más llamativos es la capacidad de friccionar hasta qué punto los personajes están dispuestos a decir/verbalizar –directa y explícitamente– sus juicios morales al mundo. Desde un comienzo; ellos se lanzan, sin tapujos, hacia un vocabulario de abstracciones morales y psicológicas para caracterizarse a ellos mismos y a los otros. En este proceder el uso de recursos como el epíteto, los soliloquios trágicos y dramáticos, la peripecia, y el self-nomination9 están a la orden del día. Cada uno de estos, se transforma en una expresión emocional en sí misma; consistente en cómo se siente el personaje, mostrando su sentimiento al desnudo y dando cuenta de una expresión reflexiva que siempre será moral y emocionalmente íntegra. El sentimiento se expresa de manera abrumadora con una pureza instintiva, fuerte, profunda y persistente.

Asimismo, las peripecias son también características del melodrama; frecuentemente encienden el acto de la nominalización o su equivalente, justo en el momento cuando la identidad moral es establecida como un estado dramático de gran intensidad e inversión dentro de la obra en cuestión:

Melodrama needs a repeated use of peripety and coups de théâtre because it is here that characters are best in a position ton ame the absolute moral attributes of the universe, to say its nature as they proclaim their own. Melodramatic rhetoric, as our accumulating examples sufficiently suggest, tends toward the inflated and the sententious. Its typical figures are hyperbole, antithesis, and oximoron: those figures, precisely, that evidence a refusal of nuance and the insistence on dealing in pure, integral concepts. (40)

La retórica melodramática implícita insiste que el mundo debe ser igual a las expectaciones fervientes, la realidad propiamente representada nunca falla para estar a la altura de las fantasmagóricas demandas sobre ella. Por tanto, existiría –en dicha retórica– una búsqueda por una dramaturgia de la admiración y el asombro que necesita infundir lo banal y lo ordinario dentro de los comúnmente grandilocuentes conflictos a los que se ven sometidos los personajes.

El universo recreado en la ficción melodramática siempre debe mostrarse a sí mismo como una inhabitada fuerza ética cósmica, lista para revelar sus gestos y operaciones ante el mundo. Para imaginar este escenario, la retórica debe mantener un estado de exaltación; un estado en donde la hipérbole es una forma connatural de expresión, ya que nada salvo la exageración puede dar cuenta fidedignamente del drama aparente (naturalista, banal) y no de la verdad (moral, cósmica) del drama: “The structural, thematic, and expressive elements that we have noted belong o a dramaturgy conceived to prove the existence and validity of basic moral sentiments and their incidence on men’s lives, to establish the field of force of the ethical universe” (49). Es así que, el melodrama participa del sueño y de la creación del mundo; hecho que es designado por la tradición francesa como traité du mélodrame. Consignemos –tal como lo hiciera Brooks en su momento– que el tratado del melodrama indica que todo significante debe ser sublime, aunque sean dispuestos en situaciones simplonas. El tono forzado, la constante pesquisa por la expresión sublime, son primordiales. Esta retórica, apoyada en una dicción y un estilo de actuación equivalentemente inflado e irreal, postula una actitud muy diferente hacia las emociones y los sentimientos morales usuales. El melodrama manejaría estos sentimientos e ideas virtualmente, como emociones plásticas. Por ello, estas buscan recibir una completa actuación hacia el afuera (acting-out), una completa representación delante de los ojos del espectador.

Brooks es enfático al remarcar que, en las puestas en escena que confluyen dentro de un imaginario melodramático; los actores pueden ejercitar un estilo histriónico de la empatía con llamativas proporciones. La actuación melodramática es casi inconcebible en nuestros días, aunque podían detectarse muchos de sus componentes en el cine mudo, sobre todo como medio expresivo. La relación del actor con la emoción, descansa en postulados muy distintos de los aceptados hoy en día: como considerar que la emoción sea susceptible de una completa externalización de posturas integrales legibles. La dicción es concebida como un lenguaje elevado, otro topo hiperbolizado. Los soliloquios fueron puntuados como suspiros pesados; y fuertes puntos, solo en las líneas subyacentes al discurso se revelaba el asombro. Tal como, el no-naturalismo, un irreal estilo de actuación es permitido al actor para comunicarse directamente con la audiencia, cara a cara como si fueran confidentes asiduos. Si bien, hoy por hoy es poco probable encontrarse con desempeños actorales tal cual los vistos hace más de siglo y medio atrás, salvo que se constituyan como parte de una propuesta formal; sí es posible encontrar la influencia del modelo de actuación melodramático en la lógica operacional del gesto dentro del desarrollo de la puesta en escena contemporánea a través del lenguaje de la mudez10.

El gesto no está –citando la terminología de Roland Barthes– en la realidad de lo operable. Sin embargo, después de mucho tiempo de práctica ante el espejo, aprende a ser ejecutado para –necesariamente– arropar de sentido al texto dramático por medio de la performance de cada intérprete. Los gestos son indicadores, signos anafóricos, y toques retóricos cuya presencia en el drama permite la construcción de audaces metáforas. Frente a ello, Brooks agrega:

Gesture is that original trace of man’s presence in nature, the mark of his quality as homo signficans, the sense-maker in sign-systems. O is easily conceived as the initial sign in the construction of a sense-making system because of its anaphoric function (to use Julia Kristeva’s perception again): it suggest an intention and a direction of meaning; it traces the first possibility of a meaning […] Man’s gestures indicate his intention to mean, and writing, retranscribing these intentions as realized gestures of meaning, mimes and translates their indications. Thus gesture in the novel becomes, through its translation, fully resemanticized, and may stand as emblematic of the whole novelistic Enterprise of finding signification and significance in man’s terrestrial, even quotidian actions. (77-78)

El acto de la mudez –como puede pensarse a partir de la cita anterior– no debe entenderse como un mero intento nostálgico de recuperar un sentido que había estado bajo el peligro de perderse. El gesto retorna al lenguaje de la presencia, se configura como una manera de poner a disposición una nueva realidad, condiciones emocionales y experiencias espirituales. En el silencio creado por el gapping de los códigos tradicionales del lenguaje; los gestos mudos aparecen como un nuevo signo que busca hacer visible lo ausente y lo inefable. Los recursos para enmudecer el gesto son necesarios estratégicamente en cualquier estética expresionista. Frases como ‘expresión facial’ y ‘expresión corporal’ sugieren en su creación; que mientras el lenguaje quizás haya sido dado al ser humano para disimular su pensamiento, los signos físicos pueden revelarlo (impresionista en la pintura manierista, expresionismo literario, etc.). El gesto11 opera como una especie de metáfora, cuyo tenor intenta sugerir otro tipo de realidad que escapa a la inmanencia del drama: “Gesture is read as containing such meanings because it is postulated as the metaphorical approach to what cannot be said” (11).

Quisiéramos en este punto realizar un breve paréntesis. The Melodramatic Imagination surge –tal cual ya hemos consignado– como una reflexión a partir de la novela del siglo XIX. El trabajo de Brooks comprueba que el melodrama ha sido un modo crucial de expresión en la literatura moderna. En razón de esto, traza una cartografía en donde el melodrama escénico –entendido como una forma popular dominante en el siglo XIX– se traslada a la obra de Balzac y Henry James; con el objetivo de mostrar cómo estos novelistas ‘realistas’ edificaron sus ficciones a partir del uso de la retórica del exceso propia del melodrama –en particular sus conflictos secularizados del bien y del mal, salvación y condenación. Conforme a esto, la autoría busca comprender cómo la teatralidad de la expresión y la hipérbole del mode of excess del melodrama, iluminan la experiencia escritural de la modernidad, ya que: “Melodrama is first of all a mode of heightening which makes his novelistic texture approach the overt excitement and clash of theatrical drama” (144).

En la obra de Balzac destacaría –desde la lógica propuesta por Brooks– el uso del gesto. La expresión y las premisas melodramáticas son abundantes en sus novelas, en consideración que la imaginación melodramática es auténticamente central en su concepción de la vida y en su representación artística:

Melodrama is hence part of the semiotic precondition of the novel for Balzac –part of what allows the ‘Balzacian novel’ to come into being. We can best understand this novel when we perceive that its fictional representations repose on a necessary theatrical substratum– necessary, because a certain type of meaning could not be generated without it. (148-149)

Vislumbra, en la polarización moral de la existencia, una ley fundamental y un principio estético a través de la ley de los contrastes.

The model of representation in life and personal style refers us inevitably to the theatre, a principal milieu, and perhaps the dominant metaphor, of the novel. The theatre, object of Balzac’s repeated ambitions and possibly the key matephor of the nineteenth-century experience of illusion and disillusionment, is also the metaphor of Balzac’s methods of melodramatic presentation. The theatre is the fascination, light, erotic lure of the scene; and also the wings, the world of backstage, which is both disenchanting and more profoundly fascinating. (122-123)

La visión balzaciana está preocupada en definir aquello que se encuentra más allá del gesto de lo real12. Existe en sus novelas una lucha, que persigue instalar un contexto de complicaciones inextricables con múltiples disfraces de sus personajes, y una relación con el espectador que no se había visto antes. Así, los medios utilizados para lograr este cometido, serán profundamente teatrales. El tejido de referencias constantes al teatro, sugiere una conciencia –por parte de Balzac– que estaba escribiendo para un público cuyas respuestas y gustos han sido formados por el teatro, y sobre todo, por el melodrama.

Por su parte, Henry James destacaría por poseer una ambición melodramática. Su obra intenta apartarse de las grandilocuentes representaciones de Balzac, aunque sí siente una gran aceptación por él. Lo imagina con cierta nostalgia, como el último de los novelistas que hizo algo generoso al recuperar una vana tradición olvidada –el despliegue del acto imaginativo. James plantea una aceptación consciente de un modo narrativo que busca instalarse más allá del realismo convencional en la literatura de Balzac. En la narrativa de James, el sentido de la escritura es superpuesto en un abismo13, puesto que la vida existe para ser dramatizada:

The full Jamesian vocabulary of melodramatic outburst is in place here, imaging melodrama as the breakthrough of the violent latent and suppresed content of the gathered persons’ relations and consciousness, as the discovery of ‘the secret behind every face’ in all its lurid and monstrous truth. The moment is specifically scenic, theatrical. (194)

A razón de ello, Brooks considera que en la narrativa de James es posible encontrar un melodrama de la consciencia; en sintonía con la sensibilidad y en correlación con un melodrama de conflictos polarizados. Esto significa que la representación ética del conflicto y la elección que cada personaje debe hacer, ocurren bajo una aparente falta de consciencia y con una moral oculta:

Life has been dramatized, the abyss has been sounted, to produce finally the pure emblem of the dove. And the avoidance of overt melodrama, the circumambulation of the central abysses, has ultimately assured the assumption of melodrama into a cosciousness so intense and self-reflective. (192-193)

Pero, ¿cuál es la importancia del legado de Brooks? ¿Cómo un imaginario que surge desde la ficción narrativa puede ser tan determinante para el género dramático posterior? El melodrama –desde la perspectiva de Brooks– nacería desde la ansiedad creada por la culpa vivienciada cuando la alianza y el orden que pertenecían a un sistema sacro ya no existen más. En la radical libertad producida por esta situación, todo estaba potencialmente permitido. Pero, en realidad no todo lo estaba. Una nueva demostración de la posibilidad del orden moral era necesaria, vale decir, establecer una nueva moral. El modo melodramático no solo utiliza estos imperativos, ya que conscientemente asume el papel de traerlos a la existencia dramatizada y textual; así, crea una nueva consciencia de mundo: “Yet to the extent that melodramatic imagination at its most lucid recognizes the provisionality of its created centers, the constant threat that its plenitude may be a void, the need with each new text and performance to relocate the center, it does not betray modern consciousness” (200).

Parte del aporte de Brooks consiste en sistematizar una epistemología del melodrama en un mundo postsacralizado, en donde el melodrama sustituiría al rito del sacrificio, poniendo al hombre como dueño de su destino –aunque este sea fatal.

De la represión al deseo
Psicoanálisis y melodrama

“La pasión nos adentra así en el sufrimiento, puesto que es, en el fondo, la búsqueda de un imposible; y es también, superficialmente, siempre la búsqueda de un acuerdo que depende de condiciones aleatorias […] La pasión nos repite sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que la soledad oprime formaría un solo corazón con el del ser amado”. –George Bataille, El erotismo (1957)

Parte de la crítica especializada es –más menos– enfática al aseverar que no habría ‘psicología’ en el melodrama, puesto que los personajes no tienen una profunda interioridad o un conflicto psicologista debido a la exteriorización completa de todo tipo de conflicto dentro de sus puestas en escena; inclusive, sea un drama compuesto enteramente por signos psíquicos. A este respecto, Eric Bentley caracterizaría al melodrama como ‘el Naturalismo de un sueño de vida’, al notar ciertas afinidades con el narcicismo infantil, una indulgencia autocompasiva y grandilocuentes estados emocionales; propios de la condición de un niño. Bentley sugiere que la forma del melodrama deriva de los orígenes de la teatralidad, o de la dramatización en sí misma, en el sueño infantil del mundo. Aunque si buscamos el ‘estado afectivo’ de una puesta en escena, no se hablaría tampoco de la psicología de la obra, porque –según el autor– no la poseería.

Pero, otra parte de la crítica, considera que la estructura afectiva del melodrama sí brinda una experiencia cercana a la psicología –en particular relacionada a los sueños. Los imperativos éticos, que mueven a los personajes en un universo postsacralizado, pueden ser identificados en los estados emocionales y en las relaciones psíquicas; por esta razón la expresión de una emocionalidad particular y de la moral íntegra en la subjetividad de los personajes sería indistinguible: “Morality is ultimately in the nature of affect, and strong emotion is in the realm of morality: for good and evil are normal feelings” (Brooks, The Melodramatic 54). Cada obra no solo es el drama de un dilema moral; sino que también el drama de un dilema moral sentimental en sí mismo, en búsqueda de su propio nombre y de su propia configuración psíquica. Desde un punto de vista mental, la retórica en el melodrama estaría resquebrajada a través de la represión; puesto que solo así la puesta en escena logra articular los problemas morales como su oferta principal.

En el drama del reconocimiento de los signos de la virtud, esta logra una expresión de liberación desde la ‘escena primaria’ que reprime, expulsa o silencia; para afirmar la plenitud del ser de los personajes y reivindicar su existencia. Del mismo modo, que la víctima persigue confrontar a su opresor; la virtud clama por respeto y reconocimiento; por lo cual el signo de la virtud –eventualmente– confronta a los testigos, tanto sobre el escenario como en la audiencia misma, liberándose de la opresión y del ocultamiento. Desde sus inicios, el melodrama ha jugado con un sustrato importante de sus significantes siempre ocultos en el campo de la represión; pues de aquello es de lo que se trataría el melodrama: un consecutivo juego de represiones determinado por el contenido latente que compone cada obra. La estructura tradicional de este, siempre sugiere que los problemas persisten, y que estos deben ser leídos como la ruptura de la represión por medio de los signos psíquicos. El melodrama regularmente ensaya los efectos de la significación de estas ‘escenas primarias’ y la liberación de sus consecuentes conflictos. Es así, que el deseo puede lograr una satisfacción total en la enunciación de la condición psíquica integral.

Tal como el hombre clínico (analista), descrito por Foucault en El nacimiento de la clínica14; el melodrama emprende el proyecto de empujar esta mirada cada vez más hacia las profundidades de la representación, buscando la verdad bajo la superficie, a medida que la visión se mueve de una reflexión sobre la apariencia de las cosas para convertirse en una herramienta que pone a prueba sus propios significantes, muchas veces destruyéndolos en su interpretación: “This redefinition of the gaze as an incision into the depths is theorised in Foucault’s discussion of autopsies and the dissection of corpses as the foundation of modern medicine and, in some sense, modern knowledge” (Gunning 54). En el melodrama habría algo de enfermedad, y –por ello– en su retórica descansarían una serie de cadenas significantes para tratarla, y hacer aflorar la cura (significado) hacia la superficie: “La enfermedad ha escapado a esta estructura que gira de lo visible que la hace invisible y de lo invisible que la hace ver, para disiparse en la multiplicidad visible de los síntomas que significan, sin residuo, su sentido” (Foucault 139). Dentro del melodrama, el significante es al síntoma15 foucaltiano como el significado es al deseo reprimido freudiano.

El lenguaje de la mudez –descrito previamente– posee una retórica propia de la lógica de los sueños; en la que el tratamiento de las palabras y de los conceptos tienen una representación plástica. En La interpretación de los sueños16, el proceso fundamental del trabajo de sueños presenta una compleja analogía con el funcionamiento de los signos mudos que componen una obra melodramática. Por ejemplo, la condensación representaría la actividad substituta de la metáfora, el desplazamiento puede ser leído como una indicación del significado, la anáfora señalaría la presencia del significado en otra parte, y el recurso a la figurabilidad plástica es similar a la expresión muda melodramática. Si aceptamos el correctivo ofrecido por Emile Benveniste17, que los sueños demuestran más exactamente una retórica que un lenguaje; podemos considerar que el simbolismo de los sueños, tanto en Freud como en el melodrama, se constituirían como cuerpos ‘infra y supra-lingüísticos’. Desde un punto de vista formal, la verdadera correspondencia entre el trabajo de los sueños y los otros discursos es la confirmación de nuestra identificación del gesto mudo como un tropo. Su estatus, así, es retórico y no lingüístico.

En el melodrama se presencia un acto de silencio18. El lenguaje de la mudez es, ante todo, un acto discursivo; y aunque parezca contradictorio, en su dinámica repleta de silencios, se produce un riquísimo intercambio dialógico. No solo encontramos significado en la palabra hablada, sino en aquello que se oculta en el silencio. Según Steiner:

no podemos presumir que la matriz verbal sea la única donde concebir la articulación y la conducta del intelecto. Hay modalidades de la realidad intelectual y sensual que no se fundamentan en el lenguaje, sino en otras fuerzas comunicativas, como la imagen o la nota musical. Y hay acciones del espíritu enraizadas en el silencio. (29)

El silencio es una pieza fundamental dentro de la retórica melodramática, como también de la lógica psicoanalítica;

sobre todo si consideramos que:

Las nociones de silencio, vacío y reducción bosquejan nuevas fórmulas para mirar, escuchar, etcétera […]; fórmulas que estimulan una experiencia más inmediata y sensual del arte, o afrontar la obra de arte con un criterio más consciente y conceptual. (Sontag, La estética 6)

Hay en el melodrama, siempre a partir de este deseo articulado por el silencio, una constante pugna entre las pulsiones de vida (Eros) y las pulsiones de muerte (Tánatos). En el melodrama, ambas se encuentran por breves momentos en estado puro; o más bien, se presentan siempre mezcladas, fusionadas en diferentes proporciones. La consumación de estas, significaría la destrucción del sujeto en el que se encarna el deseo, el caos del mundo que consignaba Brooks. El tránsito del sujeto a la consumación de su deseo, no puede entonces, no estar mediado por el exceso: “El paso del estado normal al estado del deseo erótico supone en nosotros una disolución relativa del ser, tal como está construido en el orden de la discontinuidad” (Bataille 22). Existe un acto de desfallecimiento ante la vida, donde las subjetividades del dramatis personae melodramático, persiguen –a final de cuentas– su propia aniquilación. El melodrama intentará desterrar las pulsiones de autoconservación, aceptando la máxima de la muerte como fin natural de todas las cosas. Agrega Freud a este parecer que, el principio de placer –insigne y capital dentro de la lógica melodramática parece:

estar directamente al servicio de las pulsiones de muerte; es verdad que también monta guardia con relación a los estímulos de afuera, […] pero muy en particular con relación a los incrementos de estímulo procedentes de adentro, que apuntan a dificultar la tarea de vivir. (El Malestar 61)

El modo de los excesos19 que conforma parte esencial de la configuración melodramática sería, bajo este prisma, un mecanismo operacional que buscaría, discontinua e inconscientemente, la pulsión de muerte.

Si Freud representa el quiebre del pensamiento moderno, que busca el sentido/significado fuera del propio sistema significante; el melodrama representa el quiebre con un orden del mundo postsacralizado que se esconde tras la moral oculta, ejerciendo una influencia en la existencia secular que se erige como un abismo en la subjetividad de los sujetos: “The signs of the world are symptoms, never interpretable in themselves, but only in terms of a behind. If melodrama can reach through to this abyss behind, bring its overt irruption into existence, it has accomplished part of the work of psychoanalysis” (202). En el momento en que este abismo se encuentra dentro de la estructura de la mente propuesta por Freud, es cuando lo inconsciente –el Unbewusste– y lo desconocido hacen su aparición en el campo semántico que cada obra melodramática propone.

El legado freudiano está centralmente preocupado de encontrar los signos significativos que dan sentido a los silencios, reinvestigando el significado del gesto, que antes se pensaba como insignificante. El sistema interpretativo del psicoanálisis es –en sí mismo– expresionista en sus premisas, y arroja –retrospectivamente– luz sobre el expresionismo melodramático. Pero en particular, habría una conexión especial entre el trabajo de interpretaciones de sueños y el melodrama; en especial en el método del descifrado

–propuesto por Freud– que: “trata[ría] al sueño como una suerte de escritura cifrada en que cada signo ha de traducirse, merced a una clave fija, en otro de significado conocido” (La interpretación 119). La dialéctica del deseo inmanente20 al trabajo de sueño se replica en la lógica de la retórica melodramática. Ambas presentan una operación sustitutiva: “pues «interpretar un sueño» significa indicar su «sentido», sustituirlo por algo que se inserte como eslabón de pleno derecho, con igual título que los demás, en el encadenamiento de nuestras acciones anímicas” (118). El contenido manifiesto del melodrama es presionado por la superficie de la realidad, para confrontar el contenido latente, que encarnado en el lenguaje de la mudez oculta el deseo. La representación melodramática, al igual que el trabajo de sueños, son una vía de acceso privilegiada al inconsciente. El sueño es el cumplimiento (disfrazado) de un deseo (sofocado, reprimido). Y si bien, podría creerse que el proceso de identificación se daría por imitación, en el contexto de una posible puesta en escena a través de la performance de los intérpretes; en realidad la identificación ocurriría por una apropiación basada en la misma causa etiológica y que expresa un ejercicio de sustitución alojado en el inconsciente.

No perdamos de vista que, el Psicoanálisis puede ser leído –en razón de lo ya expuesto– como un sistema de realización de la estética melodramática, aplicable a las estructuras y dinámicas del aparato psíquico. El Psicoanálisis es plausible de ser considerado una versión del melodrama, en la concepción de la naturaleza del conflicto, crudo y constante. La dinámica de la represión y el retorno de lo reprimido, propios del Psicoanálisis, figuran también en la trama del melodrama, donde la promulgación es necesariamente excesiva. Tanto en el acto psicoanalítico como en el melodrama se produce un proceso de censura, en donde el deseo se oculta en el inconsciente para no ser revelado. Este siempre puede ser leído a través de los actos de le traîte (el traidor, villano). Conscientemente, podría afirmarse que la estructura del Yo, Super Yo y el Ello21; sugieren el subyacente maniqueísmo de los caracteres melodramáticos. El pensamiento de Freud es, por supuesto, siempre dualista, y sus formulaciones posteriores en torno la lucha entre Eros y Tánatos, parecen sugerir una explicación para la fascinación de estas dos fuerzas por la virtud melodramática y por el mal; aunque esta interdependencia no sea siempre una unión eterna y conflictiva. El Psicoanálisis como talking cure (cura de habla), revela aún más su afinidad con el melodrama: el drama de articulación –la cura y la resolución en ambos casos viene como resultado de la articulación del deseo que no es más que la clarificación del propio inconsciente.

En síntesis, tanto para el Psicoanálisis como para el melodrama, existiría el drama del reconocimiento. Ambos tienen muchos puntos de analogía, es casi tautológico el pensar que nuestra psiquis vive llena de melodrama, y el estudio del mismo sugiere que como objeto en sí estaría exteriorizado con el mundo. El Psicoanálisis sirve como un contrapunto para entender que el melodrama no debe ser abordado desde el plano de la mera frivolidad. En lo absoluto. Hasta cierto punto, ambos representan las ambiciones de Prometeo: sistemas de creación de sentido que el hombre ha elaborado para recuperar el significado del universo.

El problema de los afectos
Feminismo y melodrama

“RHETT BUTLER. But that’s ridiculous. Why can’t I go in? I’m entitled to at least see what my own child looks like./ MAMMY. You control yourself, Mr. Rhett. You’ll be seeing it for a long time. I’d like to apologize, Mr. Rhett, about it’s not being a boy./ RHETT BUTLER. Oh, hush your mouth, Mammy. Who wants a boy? Boys aren’t any use to anybody”. –Margaret Mitchell, Gone with the wind (1939)

El feminismo ha establecido dos posicionamientos –sumamente disímiles entre sí– con respecto al melodrama. El primero de ellos –y el más extendido– es en detrimento de toda manifestación melodramática; por considerarlas una forma de arte que potencia la afección sentimental de la mujer, mostrándola siempre como un ser desvalido emocionalmente. Mientras que, el segundo de ellos, entiende el melodrama como un punto de influjo que posiciona a la mujer desde un lugar protagónico; y valida las emociones y los sentimientos como un actuar que no muestra debilidad, sino fortaleza y carácter. Para Jane Shattuc: “This position represents the continuing love/hate relationship that feminist have with melodrama. In order to salvage the feminine subject content, there is a continual return to the modernist view of melodrama as an inherently distancing form” (147-148). Pero este desdeñamiento no sería solo propio de cierta fracción del feminismo, también la masculinidad ‘tradicional’ desprecia el melodrama por la condición afectiva de sus textos. El análisis feminista –o bien, cierta parte de este– en sintonía con la aprehensión de la tradición masculina, ha empujado la condición emocional intrínseca del melodrama, fuera de su análisis; en una clara preferencia por conceptos más intelectuales o modernistas sobre la lógica operacional del exceso y de la contradicción, con el fin de alejar al espectador del –supuesto– alcance moralizante y conservador que la obra melodramática propondría.

Esta ambivalencia acerca de la identificación emocional con respecto al melodrama puede ser rastreada a partir de la escritura feminista de las últimas décadas22: “All these analyses are thoughtful elucidations of theoretical debates, but what happens if we read melodrama ‘straight’ –the way they were intended to be read?” (148). Independientemente de la perspectiva que el feminismo tome en relación al melodrama, esta polémica da cuenta del poder político afectivo que su configuración propone. En este entendido, Jane Tompkins defiende el poder afectivo del melodrama y la sentimentalidad en los textos literarios; al considerarlos como una de las escrituras más poderosamente políticas:

the sentimental novel, not as an artifact of eternity answerable to certain formal criteria and to certain psychological and philosophical concerns, but as a political Enterprise, halfway between semon and social theory, that both codifies and attempts to mold the values of its times. (83)

Muchas veces la literatura, el cine y el teatro melodramáticos han sido desestimados por la crítica; puesto que les adscriben –erróneamente en muchos casos– una ideología burguesa cuadrada con los valores del patriarcado.

En este sentido, la explotación de los afectos, sería una forma de victimización del sujeto femenino, absolutamente condenable en comparación a formas de escrituras más intelectuales y ‘cultivadas’. Gayatri Spikav ha sido enfática a este respecto:

It seems particularly unfortunate when the emergent perspective of feminist criticism reproduces the axioms of imperialism. A basically iso-lationist admiration for the literature of the female subject in Europe and Anglo-America establishes the high feminist norm. (243)

Como bien da cuenta la presente cita, se sugiere ser cuidadosos en cómo entendemos la ‘voz intelectual femenina’; ya que esta ha servido –en ocasiones– para socavar el cambio político, más que para promover un efecto político de distanciamiento intelectual hacia el patriarcado. Jane Shattuc advierte que la crítica feminista contra el melodrama también envuelve un sustrato que involucra una situación de clase; si consideramos que el público objetivo femenino de lo melodramático son –en su mayoría– mujeres de estratos sociales bajos (149).

¿Qué es lo que temen las feministas de clase media que las hace apoyar la distancia intelectual sobre la emoción? Frente a esta pregunta, Shattuc realiza una doble crítica sobre –como ella designa– el ‘feminismo de izquierda de clase media’:

Indeed, feminism’s hesitance to endorse the affective power of melodrama stems from a traditional leftist vision of false consciousness: tears became the marks of enthrallment not only intellectually but emotionally (the ultimate sign of control) by the bourgeois morality of the content. (151)

En primer lugar, considera que pensar la afectividad femenina como un elemento negativo, es –justamente– entender las emociones desde una lógica patriarcal; en la que los afectos son asociados a lo femenino como sinónimo de debilidad, satanizando el llanto o las reacciones excesivamente dramáticas si es que estas son personificadas por mujeres. En segundo lugar, plantea que también hay un sesgo de clase en esta crítica, como si las mujeres solo tuvieran permitido abocarse a actividades intelectuales que fueran promovidas desde un contexto académico o propio de la alta cultura.

Nos gustaría reparar brevemente un poco más en la relación tripartita entre melodrama, cine y mujeres23; puesto que en ella es posible apreciar –con notoria claridad– la diatriba académica que ocurre en torno a la conceptualización del melodrama y su funcionalidad dentro del trabajo cinematográfico femenino. El melodrama ha tenido un fuerte impacto dentro de varias industrias artístico culturales; pero –sin lugar a dudas– ha sido el cine, el territorio en donde ha producido su impacto más profundo y perdurable a lo largo del tiempo. Si bien el cine de mujeres ya se ha posicionado en la industria fílmica hace décadas; el melodrama solo ha entrado a jugar un papel –efectivamente– ideológico y político hace algunos años. Laura Mulvey considera que el melodrama ha logrado aparecer como un género complejo y acabado –en todo su esplendor– dentro de la industria cultural de Hollywood24, ampliando sus condiciones materiales hacia otras geografías:

Hollywood is not the only national, mass-entertainment cinema to have produced a melodrama genre; recent work on European and Indian melodrama, for instance, confirms their intrinsic interest. It was Hollywood, however, that provided a catalyst for mapping out a critical and theoretical terrain. (“It will be” 121)

Para Mulvey el melodrama ha operado históricamente dentro del universo fílmico; siendo posible identificar dos grandes momentos. Uno, centrado en la configuración de la mujer como objeto de deseo bajo parámetros de configuración patriarcal. Otro, influenciado por la teoría psicoanalítica, reinterpreta la teoría del filme para poner en cuestionamiento las categorizaciones históricas de represión de la mujer (122-123). Para esto, la esfera de lo femenino debió romper con el estereotipo que se había establecido hasta entonces:

Feminism would provide the voice and vocabulary which could transform the content aspect of the melodrama into material of significance, while psychoanalytic theory […] would provide the concepts which could transform the ‘unspekeable’ into the unconscious, transforming the stuffy kitschness of the melodrama into the stuff of dreams and desire. (122)

Así, la imagen de la mujer pasó desde la pasividad de la mirada masculina como objeto de deseo hacia la configuración activa de su propio deseo.

No ha sido el melodrama –como género– quien ha objetivizado a la mujer; sino que ha sido el juego de miradas25 propio de la configuración cinematográfica centrada en el deseo masculino quien lo ha hecho. ¿Existe el cine melodramático que objetiviza a la mujer dentro de su lógica como un mero deseo? Sí. Pero, ¿existe también el cine no-melodramático que también la ha objetivizado como un mero material de consumo masculino? Pues, claro. Por tanto, el problema no es el melodrama; el conflicto está en la lógica de producción de la industria cinematográfica. Pam Cook26 y Claire Johnston son enfáticas al asegurar que:

in the tradition of classic cinema […] the characters are presented as autonomous individuals; but the construction of the discourse contradicts this convention by reducing these ‘real’ women to images and tokens functioning in a circuit of signs, the values of which have been determinated by and for men. (26)

El melodrama, permitiría –sumado al contexto de la teoría feminista– que la mujer pueda ‘des-objetivizarse’ a sí misma como foco de deseo, para ‘objetivizar’ sus propios deseos; pero este hecho no se encuentra ajeno a contradicciones. Desde el punto de vista aportado por Geoffrey Nowell-Smith; en el melodrama, la feminidad, dentro de los términos del argumento, no solo es –prácticamente– desconocida, sino incognoscible. Dado que la sexualidad y la eficacia social solo son susceptibles de ser reconocibles bajo una forma ‘masculina’, las contradicciones a las que se enfrentan los personajes femeninos se plantearán de un modo más intensamente problemático desde el asentamiento del feminismo dentro de las prácticas académicas y artísticas (116).

A partir de los aportes realizados por George Bataille, podríamos oponer esta pugna desde la lógica de que se sostiene entre el erotismo de los cuerpos y el erotismo de los corazones. En el primero de ellos, existe algo siniestro que preserva la discontinuidad individual y actúa en el sentido de un egoísmo cínico. Mientras, que el segundo es más libre; estabilizado por la afección recíproca del corazón de los amantes (24). En el melodrama operaría la condición del erotismo, que –como bien rescata Bataille– apunta hacia su propia destrucción. Si bien los dramas melodramáticos pueden tener un desenlace en donde el orden es restaurado, esto ocurre solo a razón que previamente la destrucción y el caos hayan mermado dicho orden del mundo; siendo la pulsión de muerte una constante dentro del devenir de los relatos. La crítica feminista que considera el melodrama como una simple manifestación del deseo masculino, instala un falso erotismo de los cuerpos que –en realidad– se manifiesta en un erotismo de los corazones por parte del sujeto femenino. Así, se presupone un falso lugar de resguardo, en donde el deseo masculino se siente seguro de la exacerbación emocional característica del melodrama, asociada –comúnmente– a lo femenino. Pero en ambas manifestaciones eróticas del deseo, se termina por desear

–de manera voluntaria o no– la muerte. El erotismo de los corazones, prácticamente un leitmotiv del melodrama, es una búsqueda por una felicidad tranquila en el encuentro de estos; pero habría en los amantes:

más posibilidades de no poder encontrarse durante largo tiempo que de gozar en una contemplación exaltada de la continuidad íntima que lo une. Las posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que sólo el sufrimiento revela la entera significación del ser amado. (24-25)

Más allá de su imagen y de su proyecto, el melodrama –en su totalidad– ha sido injustamente tratado por algunas lecturas feministas; considerándolo como un simple drama desmedido del erotismo de los corazones, sin aparente fundamento individual, salvo en su criticable condición de proyección del deseo patriarcal. Pero hay aquí una ilusión, ya que existe una imposibilidad de fusión precaria en el deseo de los amantes: “Si la unión de dos amantes es un efecto de la pasión, entonces pide muerte, pide para sí el deseo de matar o de suicidarse. Lo que designa a la pasión es un halo de muerte” (25). Por consecuencia, no existiría un lugar seguro en el melodrama, un espacio en donde el espectador pudiera refugiarse del sentimiento desbordante. Esta imposibilidad de no identificación emocional, pareciera ser una de las razones concomitantes que incomoda a cierta parte del discurso feminista en su relación con el sustrato socio-cultural melodramático.

Pareciera que la crítica hacia el melodrama, categorizara buen llorar vs. mal llorar. Esta polarización conlleva una serie de problemas: combinar diferentes historias de opresión, crear escenarios de victimización que debilitan aún más el poder del otro grupo, y promover un proceso reductivo que solo busca ‘comparar’ mayores y menores injusticias. Es que, todos los melodramas dominantes producen una doble hermenéutica: una hermenéutica positiva del buen llorar –que recupera el momento utópico, el núcleo auténtico del que extraen su poder emocional–; y una hermenéutica negativa que revela su complicidad con la ideología patriarcal. Claro ejemplo, es la crítica –común y generalizada– al consumo masivo de telenovelas por parte de un grupo conformado –primordialmente– por mujeres. Cabe entonces preguntarse, ¿con quién queremos las feministas lograr la equidad? Sencillo. Con los hombres; y por ello, académicas como Shattuc o Mulvey consideran que estudios que critican el melodrama al posicionarlo desde una mirada reduccionista, restan a la causa feminista. No habría ni un buen llorar o un mal llorar. Solamente: llorar; entendido como una acción en la que los actantes involucrados, estén o no en lugares de privilegio, pueden oscilar entre dos polos opuestos, la crítica o la solidaridad.

En el mejor de los casos –y en lo personal esperamos que así sea– la crítica feminista debe lograr reconciliar su actitud ante la opresión patriarcal con respecto a la autosuficiencia de las lectoras féminas para reconocer su propia opresión:

there is a potentially a form of contempt in arguing for the necessity of excess to produce ideological distantce –academic feminist can see through ideology as we critique all kinds of texts, classic realist and excessive. But the ‘people’ or the masses or the uneducated need to have the constructed nature of ideology telegraphed to them. (Shattuc 151)

La experiencia y el drama del desastre
Tragedia y melodrama

De la manifestación de la tragedia clásica provendría una experiencia profunda, no solamente por la condición intrínsecamente dramática que soporta el drama; sino porque de ella brota y emana el abismo infinito de la naturaleza humana. El melodrama sería heredero de esta tradición, si consideramos que: “[It] does not simply represent a ‘fall’ from tragedy, but a response to the loss of the tragic version” (The Melodramatic 15). Por ejemplo, en el contexto de las revoluciones del siglo XVIII, el poder de la enunciación verbal del acto revolucionario demarca un nuevo mundo, una nueva cronología, una nueva religión, una nueva moral, una nueva legislación. La representación del melodrama y el uso del mismo, se transforman en un mecanismo para postsacralizar la nueva República y los cambios vivenciados en la Revolución. En el curso de este proceso, la tragedia que depende de la participación comunal de un cuerpo sagrado, se vuelve imposible; pero, los principios de lo trágico son heredados dentro de la matriz

melodramática e irrumpen en su retórica con una fuerza inconmensurable. El discurso melodramático se configura no solo desde un contexto postsacralizado, dado por la Revolución; sino que también se impregnaría gracias a esta, de la tragedia.

Para Heilman, se encuentran diferencias profundas en la caracterización y el patrón de los conflictos y cómo estos son abordados desde la naturaleza de lo humano:

In the structure of melodrama, man is essentially whole; this key word imploes neither greatness nor moral perfection, but rather an absence of the basic inner conflict that, if it is present, must inevitably claim our primary attention. Melodrama accepts wholeness without question; for its purposes, mans loyalties and his directions are neither uncertain nor conflicting. He is troubled by motives that would distract him from the outer struggle in which he is engaged […] In tragedy the conflict is within man; in melodrama, it is between men and things. Tragedy is concerned with the nature of man, melodrama with the habits of men (and things). A habit normally reflect part of a nature, and that part functions as if it were the whole. In melodrama we accept the part for the whole; this is a convention of the form. (79)

En la tragedia el hombre está divido; en el melodrama, sus problemas pueden reflejar alguna debilidad o insuficiencia, no surgen de la urgencia de impulsos no reconciliados. Según Heilman, aquí habría una estructura técnica de carácter y personalidad binarias (bueno y malo, débil y fuerte); y no una composición de fuerzas internas divergentes que llevaría al hombre a la arena de la elección y el conocimiento de sí mismo. Pero el momento de este enfrentamiento no sería el mismo en la tragedia y en el melodrama, ya que en ambos operarían convenciones distintas.

Aunque podamos mencionar una serie de distinciones entre melodrama y tragedia, hay dos diferencias fundamentales entre ambas. La primera, consiste en la contextualización de mundo que se presenta en cada una de ellas; en el melodrama estamos en presencia de un mundo secular, postsacralizado, y en la tragedia clásica aún persiste un orden ritual y sacro. La segunda, se plantea desde la diferencia esencial en la articulación de lo público y de lo privado; el interés por el melodrama

que moviliza lazos naturales viene de sentimientos considerados universales cuya dignidad no precisa de su proyección en la esfera pública. La seriedad del drama [a diferencia de la tragedia] no exige más reyes y reinas, nombres o figuras de alcurnia cuyo destino se confunde con el de la sociedad como un todo. (Xavier 152)

Pese a estas dos diferencias fundamentales, la relación entre melodrama y tragedia, está mediada por un sinnúmero de puntos de encuentro: la integridad, el desastre, el exceso trágico, la culpa y la inocencia, la retirada y el autocastigo, la experiencia, y el trauma. De todas ellas, y porque no es nuestro interés detenernos de sobremanera en esta discusión27, consideramos tres elementos como los puntos de acuerdo más importantes entre ambas manifestaciones: el desastre, la experiencia y el trauma.

El melodrama heredaría de la tragedia, una importante relación con el desastre, entendido como: “a sufficiently capacious term to signify fatal accidents, mortal illnesses that strike before their time, the destructive blows of a nature not yet quite tamed, and all the murderous violence that comes directly or by ricochet from the envious, the hostile, and the mad” (Heilman 21). La noción de desastre excluye cualquier nota de frivolidad –a pesar de lo que se piensa por lo general– dentro de la configuración melodramática. Los caminos se entrecruzan entre tragedia y melodrama de muchas maneras distintas, pero siempre estarán delimitados en el marco de la experiencia; porque si algo tienen en común tragedia y melodrama, es que ambos son dramas experienciales. Pero, no en el sentido de la experiencia misma, sino de la comprensión de mundo, tal como señala Patrick Duggan: “Our tragedy, then, is not tied to a specific form but to lived experience, to our cognitive and phenomenological understandings of the world around us. Our culture’s sense of the tragic can be found in its dramatic forms and in what it articulates as tragic in everyday life” (39). Tanto tragedia como melodrama, descansarían en una experiencia vivencial mediada por una serie de condicionantes; como el énfasis del mal/villanía, la revolución y el desorden del aparato social, las acciones irreparables, la destrucción y el desastre, el trauma, y la liberación.

En el melodrama se articularía un drama del desastre, proveniente de la tragedia; pero resignificado a partir de lo trágico. Nos parece pertinente aclarar que, el melodrama y la tragedia no son –ni serán– lo mismo; aunque sí presentan importantes puntos de encuentro que debemos destacar: “Dramas of disaster are the most important part of the nontragic, and are most in need of critical attention, for they are most likely to be taken for tragedy; but still they are only a part of the nontragic whole, and they need to be seen in their relationship to it” (Heilman 74).

El drama del desastre se configura como un aspecto del melodrama; en donde la modernidad de la tragedia, encarnada en los preceptos de lo trágico, encuentra un espacio de acogida. La propuesta de Brooks sobre la imaginación melodramática se basa en esta misma lógica operacional; ya que la ascensión del melodrama durante el siglo XVIII, no significaría una pérdida de la tragedia –o la muerte de la misma como consigna George Steiner–28 sino que daría cuenta de un síntoma cultural que presenta un orden social en crisis. El melodrama sustituiría la tragedia, pero no por completo; ya que –en su calidad de género– absorbería parte de sus componentes a través de lo trágico.

La experiencia también juega un rol fundamental dentro de la disposición en la exégesis melodramática, en consideración que siempre la tragedia ha estado mediada y ha habitado entre la tradición y la experiencia. De ahí que, Williams afirme: “La tragedia viene a nosotros, como una palabra, desde una larga tradición de la civilización europea, y es sencillo ver a esta tradición como una continuidad en un sentido trascendente” (Tragedia 35). El autor propondrá el término de tragedia moderna, que podría pensarse como una reflexión que abre la tragedia hacia la condición de huella, de género, y –por qué no decirlo– de imaginario; tal como propondría Brooks con respecto al melodrama. Heilman consignará la naturaleza experiencial del melodrama como una condición inseparable de la tragedia, ya que ambas constituirían modos complementarios de la realidad:

That here are complementary forms of reality. They exist, and we must know how to live in both. We cannot really imagine a life that is all melodrama and no tragedy, for this would make the public absolute, and ignore the inner conflict. It would be still more difficult –in our day, virtually imposible– to imagine a life that is all tragedy and no melodrama, for this would break down the community into innumerable private cells. We cannot have a life that is all public or all private, all historical or all timeless. We can postulate an ideal coexistence or intermingling or reciprocal modification, or even a public life so adult that comunity itself is the province of morally self-aware action. (100-101)

Consideramos de vital importancia remarcar el carácter experiencial que reposaría, tanto en el melodrama como en la tragedia. También podemos ser conscientes que la vivencia de uno de ellos puede invadir al otro, o ser confundido con el otro. En medio de estas reconvenciones, el problema permanente es evitar ser melodramático cuando se pide ser trágico, o ser trágico cuando se pide el melodramático; y –más aún– evitar ser uno mientras que tiene la ilusión de ser el otro (101).

En último término, queremos destacar como un elemento de conjunción; el trauma. Este cumpliría un rol capital en ambos, pero desde un enfoque levemente distinto. Pues, en la tragedia el trauma movilizaría las sensaciones y los sentimientos hacia la catarsis, conectando al espectador con un plano supraterrenal y casi divino; a diferencia del melodrama, que condiciona el trauma al entendimiento humano de su propia ontología. Consciente o inconscientemente, articulamos el mundo desde la noción del drama; dramatizamos nuestra existencia. En cuanto a la teoría del trauma, este retorno constante al drama, permite señalar –según Duggan– la posibilidad de que los traumas mundiales que creamos (guerra, agitación social, terrorismo, etcétera) son un resultado directo del trauma psíquico de la sociedad, y viceversa: uno informa y crea el otro (48). El trauma funcionaría como una huella del síntoma, tanto en la tragedia como en el melodrama, como una condición fenomenológica del evento que cambia el orden del mundo, para establecer la crisis y el caos en la dimensión subjetiva del sujeto.

Unas breves palabras de cierre. La tragedia sería el mundo de la autoconciencia y la contemplación, pero es imposible su manifestación total –tal cual ocurría en el contexto de la Grecia clásica– en nuestra época actual. La afirmación melodramática, por su parte, tendría sus raíces no solo en la constitución del mundo otorgada por la tragedia clásica; sino también en la naturaleza humana de nuestras propias necesidades, ya no sacralizadas29.

Lo pop, lo kitsch y lo camp
Otras nomenclaturas de lo melodramático

“SORAYA MONTENEGRO. ¿Qué haces besando a la lisiada? Así que, era de este de quién estabas enamorada, maldita lisiada. ¡De mi Nandito! Pues, te lo dije, que no se te ocurriera poner los ojos en él… ¡Y los pusiste, escuincla babosa! Te atreviste, ¡pero te va a pesar! ¡Te va a pesar! ¡Te voy a dar una paliza, que no vas a olvidar en tu vida! ¡Inválida del demonio!”. –Itatí Cantoral, María, la del barrio (1995)

Se han observado diferentes propuestas del uso conceptual del melodrama en la literatura y las artes, desde sus reminiscencias históricas hasta concebir al concepto como una epistemología. Estas perspectivas sustentarán –de algún modo– sus estudios desde diversas parcelas del conocimiento. Dentro de este contexto, el melodrama puede ser comprendido como un cuerpo incrustado en sus actuantes –sociales o escénicos– cuya historicidad revolucionaria constituiría una base fundamental para la corporización de los ejes sociales; remitiendo a la propuesta de Brooks sobre cómo la revolución hace uso de los cuerpos. La única manera de dar cuenta de la historización y victimización hecha carne sería través del cuerpo-texto:

It is a pure image of victimisation, and of the body wholly seized by affective meaning of message converted on to the body so forcefully and totally that the body has ceased to function in its normal postures and gestures, to become nothing but text, nothing but the place of representation. (“Melodrama, body, revolution 22-23)

Ahora, otro abordaje conceptual necesario de rescatar es el propuesto por la epistemología del melodrama, que busca comprenderlo desde su dimensión cómica que pareciese haber estado vetada en los estudios sobre lo melodramático. Bratton precisa, de acuerdo al caso inglés:

And laughter is the second aspect of the plays that as been overlooked and misconstrued, from The Melodramatic Imagination onwards. Twentieth-century ears hear apparent naiveté, the huge simplicity of nineteenth-century melodrama’s voice as irresistibly comic; if the melodramatic mode is indeed still part of our sensibility, we must be committing the cardinal melodramatic sin of distorting its message when we try to suppress that laughter, or misunderstand its meaning. In their own time early melodramas easily accommodated the comic response, without embarrassment; it was, indeed, vital to the genre, as it should be to our understanding of it. (38)

La risa y la comedia, como nociones entramadas con lo melodramático, cumplen un carácter sustancial al momento de relacionar el melodrama con las audiencias provenientes de las capas bajas de la sociedad. Estas se identifican con ciertos personajes que contienen la comicidad en su actuación, lo que vuelve a remitir a la filiación clara entre melodrama (género/concepto) con las capas medias y populares.

La cultura pop30 también hace acopio del melodrama como modo de apropiación, en la activación de una sensibilidad camp:

El melodrama pop incorpora, por medio de la parodia, los desplazamientos de valores operados por el hedonismo de la sociedad de consumo, desestabiliza las normas tradicionales de separación de lo masculino y lo femenino, trabajando las formas de choque entre lo arcaico y lo moderno. (Xavier 148)

Las estrategias adoptadas dentro del panorama pop, exacerbarán las polaridades del género, las revalorizaciones de las modas culturales anteriores a través del imperio de lo kitsch y de las constantes citas a la industria cultural –sobre todo a la hollywoodense. Aquí, el melodrama se configura como una operación en búsqueda del efecto, como un sistema de imitación nostálgico que evoca –por medio de lo kitsch– la belleza extraviada del mundo.

La relación entre kitsch y melodrama es –bajo ningún punto de vista– azarosa. Puesto que lo kitsch ha gozado, tal como ocurriera con el melodrama, desde sus orígenes de una impronta –por decirlo menos– peyorativa. Solamente estudios recientes, muchos de ellos motivados por el aporte de lo camp por parte de Sontag, han revalorizado su estatuto conceptual. Calinerescu indicaría esto en relación a los orígenes del término:

fue y es todavía una palabra fuertemente derogatoria, y como tal se presta a un amplio rango de usos subjetivos. Llamar a algo kitsch es, en la mayoría de los casos, una forma de rechazo directo como carente de gusto, repugnante, o incluso nauseabundo. No obstante, kitsch no puede aplicarse a objetos o situaciones que sean totalmente ajenos al producto o la recepción estéticas. Generalmente, kitsch descarta las aspiraciones o pretensiones de calidad de cualquier cosa que intente ser ‘artística’ sin serlo realmente. (230)

Establecer una vinculación entre el kitsch y cualquier objeto estético implicaba la negación del objeto mismo en cuestión; ya que se dejaba a este fuera del sistema institucional del arte. Aunque en la actualidad el kitsch goce del beneplácito académico y artístico, en sus inicios fue visto con desdén por los aparatos críticos especializados.

Por otra parte, lo camp31 también es una forma de sensibilidad, que más que transformar lo serio en frivolidad; transforma la frivolidad en algo serio. Para Susan Sontag: “la esencia de lo camp es el amor a lo no natural: al artificio y a la exageración. Y lo camp es esotérico: tiene algo de código privado, de símbolo de identidad incluso, entre pequeños círculos urbanos […] Por ello, hablar sobre lo camp es traicionarlo” (“Notas” 456). El objeto camp compartiría con el objeto melodramático, una cierta exageración y marginalidad. Ambos quieren denunciar que las sensibilidades estéticas de la alta cultura no ocupan más un monopolio en la afección y el refinamiento por las artes. No habría culpa por el placer de lo simple y de lo masivo, ya que: “El gusto de lo camp es, sobre todo, un modo de deleitarse, de apreciar; de no enjuiciar. Lo camp es generoso. Quiere deleitar. Sólo aparentemente es malicioso, cínico” (487). El camp puede ser considerado como una operación de la lógica melodramática, ya que no solo se conduce sin culpa alguna en la desmesura afectiva del deleite; sino que, además, disfruta con la configuración de figuras de arte construidas bajo una extrema falsedad artificiosa. Por esto: “Lo camp es también, aunque no siempre, la experiencia de lo kitsch de quien sabe que lo que ve es kitsch” (Eco 411). La apropiación de la cultura pop en el melodrama activa la sensibilidad de lo kitsch y lo camp, que no se miden –en caso alguno– por su belleza; más bien, por su grado de artificio.

Melodrama y cotidianidad latinoamericana
Entre el teatro y la telenovela

“Si es necesario que llore, la vida completa por ella lloro./ De qué me sirve el dinero, si sufro una pena si estoy tan solo./ Puedo comprar mil mujeres y darme una vida de gran placer./ Pero el cariño comprado, ni sabe querernos ni puede ser fiel./ Yo lo que quiero es que vuelva, que vuelva conmigo la que se fue”. –Jorge Negrete, La que se fue (1950)

Lo melodramático constituido como un modo de ver y comprender el mundo se ha vuelto sistemáticamente significativo en el acervo cultural del andamiaje social latinoamericano. Desde el teatro hasta la telenovela, el melodrama ha entrado en las formas de cotidianidad representacional en una estrecha relación con la modernidad. Hermann Herlinghaus propone –y adscribimos a dicha premisa– que: “el melodrama nos interesará no tanto como tema, conjunto de temas o género, sino como una matriz de la imaginación teatral y narrativa que ayuda a producir sentido en medio de las experiencias cotidianas de individuos y grupos sociales diversos” (23). Consideramos este aporte oportuno, puesto que el sentido de la mirada es invertido al utilizar categorías provenientes de la narratividad y la teatralidad para la producción de sentido cotidiano; permitiendo ampliar la perspectiva sobre lo melodramático hacia una diversidad de géneros que exceden al drama.

La importancia –para Herlinghaus– de la construcción moderna de imaginarios sociales y nacionales, estaría vinculada con la postura de Gramsci de legitimar intelectualmente la creación de las estéticas populares. Es ahí, como lo melodramático opera a un nivel secular, presente en las formas de producción y reconocimiento populares, muchas veces rechazadas por el poder hegemónico de la elite:

Lo melodramático muestra que por debajo de la racionalidad institucionalizada (el discurso) laten los imaginarios de vida y acción desde las que, a su vez se negocia su acceso simbólico a las esferas de la imaginación ‘ordenada’. Para comprender esas dinámicas se necesita, no un concepto de pluralidad o diversidad cultural, sino una noción de heterogeneidad capaz de acceder y problematizar las asimetrías entre ‘discurso’ y ‘narración’ las que constituyen un fondo clave de los combates simbólicos de la modernidad. (40-41)

Esta cita daría cuenta de la importancia de la construcción narrativa –ya sea oral, visual, textual y corporal– de los relatos melodramáticos en el contexto de la modernidad. Herlinghaus propondría –en buenas cuentas– que el modelo melodramático planteado por Brooks se manifestaría en Latinoamérica como una construcción de relato. Se trata, pues, de un imaginario del mundo propuesto de manera preponderante por las capas populares y medias. Y esta configuración de sentido, al transgredir el discurso hegemónico, tendría la misma validez que los modos de elaboración por parte de la elite. Tal como se advierte, habría una efectividad democratizadora en el modelo perspectual melodramático

Un punto importante sobre esta ‘teatralización de otra socialidad’ –como dice Herlinghaus– es el encuentro entre cuerpos, voces y afectos; que busca dotar de un carácter epistémico a todo aquello que no pertenezca al ámbito de conocimiento racional. Esto se vincula, desde otra perspectiva y tal vez hacia otro ámbito, con que la idea de generación de conocimiento que ha estado radicada por tiempos inmemorables a los estados racionales del ser humano: “El dominio del lenguaje y la escritura han adquirido sentido por sí mismos. Las prácticas en vivo, corporizadas y no basadas en códigos lingüísticos o literarios, asumimos, no tienen pretensión de significado” (Taylor, Archivo 63). La propuesta de Hermann Herlighaus se inscribe en la generación de códigos de significado no solo a través de la escritura propia de la ‘ciudad letrada’32; sino que por medio de todos los otros componentes que conforman al ser humano cotidiano y melodramático: “En nuestra acepción, lo melodramático designa prácticas de otro lenguaje. Es un lenguaje desordenado que existe como ‘expresionismo’ corporal, afectos exaltados y encantamiento ‘comunitario’” (57).

Todo lo anterior, connota una vinculación existente entre el melodrama y la cotidianidad latinoamericana, dada en la importancia de codificar los modos de producción de subjetividades desde dicha perspectiva. Jesús Martín-Barbero comenta que esta mirada aparentemente soñadora, se incorpora en la vida diaria subjetiva a través del drama del reconocimiento (Brooks, Martín-Barbero) o del reconocimiento por sí solo. Este –desde la visión melodramática– dice relación con interpelar o ser interpelado; sea de manera individual o colectiva para producir la constitución subjetiva del individuo: “sean clases sociales o actores políticos, se hacen y rehacen en la trama simbólica de las interpelaciones, de los reconocimientos. Es la dimensión subjetiva que atraviesa la socialidad sosteniendo la institucionalidad del pacto social” (Martín-Barbero, “La telenovela” 68). El melodrama trabajaría con ese imaginario colectivo del re-conocer-se; es así que, toda memoria histórica proveniente de la diversidad etnográfica y cultural tan propia de Latinoamérica sería atravesada por dicha necesidad de reconocer y de ser reconocido. Agréguese que, por las razones ya explicitadas, melodrama y colectividad estarían imbricados en la conformación latinoamericana del ser y el hacer/producir.

Ciertamente, la retórica del exceso –extensamente nombrada en el presente libro– también es un elemento recurrente en la matriz de construcción melodramática en Latinoamérica. Presente, inicialmente, en el cuento y en la novela popular de folletín, favorece la identificación del espectador con los personajes polarizados que cada ficción en sí propone. De este modo, cuando surgieron las telenovelas33, género mediático por excelencia latinoamericano, el encuentro entre realidad y ficción fue un tanto difuso y dio pie para algunas confusiones:

Cualquier parecido con lo que hoy sucede en las telenovelas –la cantidad de espectadores que escriben en los periódicos interactuando con los que hacen las telenovelas tanto en su argumento como en la actuación– no es un mero parecido sino la permanencia de las señas de identidad de aquella matriz popular que es un ‘modo implicado’ de ver, de escuchar o leer. (72)

Esto –según el autor– genera un relato de estructura abierta, que se construye día tras día por creadores y espectadores. La ficción permea la cotidianidad –y viceversa– para que la matriz melodramática pueda operar con libertad sobre los imaginarios colectivos y las subjetividades individuales del quehacer latinoamericano.

Por otro lado, Rossana Reguillo –parafraseando a Monsiváis– indica un importante elemento en la construcción de lo melodramático dentro del contexto latinoamericano: el estigma constante bajo la presunción de estar ‘atrasado’ en relación al mundo Occidental. Las calificaciones hegemónicas y capitalistas, que tildan a Latinoamérica de tercer mundista contribuirían a esta carga nominativa que se arrastra simbólicamente. Es por lo mismo que:

La exitosa construcción de los imaginarios latinoamericanos […] apelaba de un lado, a un sentimiento de pertenencia al gran cuerpo colectivo de la nación y de otro, a una modernización que fuera capaz de dejar atrás ‘el lastre’ de un pasado que nos asemejaba demasiado a nosotros mismos: ser (el cuerpo de la nación) y al mismo tiempo dejar de ser (atrasados), movimiento paradójico que fue la consigna modernizadora de la primera mitad del siglo veinte. (81)

Esta consigna modernizadora se encuentra estrechamente vinculada con la necesidad de recurrir a una matriz melodramática de creación colectiva; en este caso por medio de una nación que ha sido permeada por la modernidad. Carlos Monsiváis se opone a esta mentalidad de lo colectivo, puesto que considera que es el melodrama aquel que logra incidir en la modernidad y no al revés: “se concentra en el carácter y temperamento del individuo” (“El melodrama” 108) más que del colectivo. ¿Sería la matriz melodramática la construcción de un imaginario colectivo desde el individuo? Preguntarse por el lugar que ocupa el melodrama en la configuración de los sujetos, es –justamente– el tipo de inquietudes que muchas de las puestas en escena que utilizan sus mecanismos y su imaginario durante los siglos XX y XXI tratarán de responder; como abordaremos apropiadamente en los siguientes ensayos.

El arraigo de la religiosidad –en particular la cristiandad– es otro aspecto primordial dentro de la constitución del eje melodramático latinoamericano en un claro proceso de hibridación local. Conceptos como el perdón, la culpa y el castigo; tan propios del catolicismo, formarán parte de las diversas manifestaciones artísticas que se nutrirán de la raigambre –sea en forma o contenido– del melodrama:

Cristo en su llamamiento a los hombres a seguirlo, ofrece la base de un colectivismo horizontal y egalitario [sic]. Esboza un nuevo orden simbólico que ya no se basa en la condición de ser elegido y distinguido, sino tiende hacia un modelo de hermandad universal y –como se evidencia en el cristianismo temprano– decodifica y desjerarquiza las estructuras sociales tradicionales. Su llamado es particularmente eficaz entre aquellos que hasta entonces han sido excluidos del discurso público: nobilitación de los pobres y marginados como la ‘moral esclava’ del cristianismo. (Ott 259)

La mezcla entre melodrama y religiosidad cristiana mestiza; tendría resonancia en los que han sido excluidos de las normas sociales, donde todos podrían ser igualmente salvados.

De acuerdo a los modos narrativos –como un aspecto importante a rescatar– dentro de lo melodramático, desde un ámbito antropológico y estético se constituye como una especia de: “hermenéutica de las prácticas o vidas cotidianas” (Walter 202-203); siendo las prácticas populares aquellas que construyen –de algún modo u otro– lo ‘moderno’ en América Latina. Esta matriz performativa de lo melodramático revalorizaría los modos de producción e identificación de las capas populares, dándoles cabida entre los discursos hegemónicos imperantes. Las barreras de lo inferior y de lo oficial buscan ser borrados, legitimando los modos de narración utilizados por lo melodramático:

Enfocado de esta manera, ‘lo popular’ se descubre ahora como sedimento importante dentro de una historia aún no escrita de experiencias cotidianas, o sea, de aquellas vivencias que hacen sentido y generan placer. A la luz de estas premisas, el melodrama entendido como una forma ‘discursiva’ de lo popular, adquiere contornos complejos. [El melodrama] traza sus huellas en géneros y medios diversos sin respetar las divisiones que el canon estético y la crítica artística han impuesto. (205)

En este punto, es donde aparece una pregunta siempre latente. ¿Es lo moderno una manera de eliminar lo popular? ¿Responde entonces, la modernidad necesariamente a un elemento de ruptura con lo tradicional, comúnmente arraigado en las clases populares? Si pensamos en que lo ‘culto’ está vinculado con lo hegemónico y por tanto con la modernidad, y lo popular está estrechamente ligado con lo tradicional y con ello a lo subalterno, ¿no se estaría jugando con el mismo pensamiento occidental dominante que lo popular tiende a lo marginado y a lo inmutable? Es posible afirmar que, si bien las prácticas populares han estado muchas veces relegadas al ámbito del margen; no están exentas de modernidad. Esta, no es exclusiva de los poderes políticos, artísticos y culturales; sino que se cuela por todas las rendijas de la sociedad latinoamericana. Si la modernidad y su creación de identidad son una construcción; lo hegemónico y lo popular también lo son. Con todo esto, es posible afirmar que, lo popular contemporáneo –y no tan contemporáneo– se construyen a través de los usos de esta modernidad:

Para refutar las oposiciones clásicas desde las cuales se define a las culturas populares no basta prestar atención a su situación actual. Es preciso desconstruir las operaciones científicas y políticas que pusieron en escena lo popular […] El carácter construido de lo popular es aún más claro al recorrer las estrategias conceptuales con que se le fue formando y sus relaciones con las diversas etapas en la instauración de la hegemonía. En América Latina, lo popular no es lo mismo si lo ponen en escena los folcloristas y antropólogos para los museos (a partir de los años veinte y los treinta), los comunicólogos para los medios masivos (desde los cincuenta), los sociólogos políticos para el Estado o para los partidos y movimientos de oposición (desde los setenta). (García Canclini 197)

Así, lo popular no está ajeno a la modernidad, al contrario, se construye con ella dependiendo desde dónde, hacia dónde y cuándo.

Sumado a esto, aunque lo popular no es necesariamente idéntico a lo masivo, sí podría decirse que esta conformación última es la ventana, y puerta de entrada a la urbe moderna del siglo XX. Como propone Martín-Barbero:

La emigración y las nuevas fuentes y modos de trabajo, acarrean la hibridación de las clases populares, una nueva forma de hacerse presentes en la ciudad […] La presencia de esa masa va a afectar al conjunto de la sociedad urbana, a sus formas de vida y pensamiento, y pronto incluso a la fisonomía de la ciudad misma. (De los medios 171)

Estos nuevos modos híbridos de hacer y pensar, que devienen de la migración campo ciudad, van a darle otra cabida a lo popular. El pueblo mestizo urbano, que verá relegada sus prácticas híbridas al comúnmente llamado margen; se convertirá en un agente peligroso para la anterior sociedad normalizada, que verá en la masa una amenaza, algo extraño que hay que temer34:

En la ciudad, la presencia de las masas fue adquiriendo poco a poco rasgos más marcados […] Las masas querían trabajo, educación, salud y diversión. Pero no podían reivindicar sus derechos a esos bienes sin masificarlo todo. Revolución de las expectativas, la masificación ponía al descubierto su paradoja: era en la integración donde anidaba la subversión. La masificación era a la vez, y con la misma fuerza, la integración de las clases populares a la ‘sociedad’ y la aceptación por parte de ésta del derecho de las masas, es decir, de todos, a los bienes y servicios que hasta entonces sólo habían sido privilegio de unos pocos. (172)

El camino de la masa por la integración de la misma en la sociedad, hará que se consolide en el grupo por excelencia de la integración. Nos quedaría –actualmente– la pregunta si el arte o cultura de masa efectúan una –supuesta– diferenciación por clase o capa social. Probablemente haya ciertas tendencias, pero en la imagen macro de la cultura de masa el modo de ser y percibir el arte no hace distinción alguna. Un ejemplo concreto de esto, son las telenovelas de la tarde, o la música como el reggaetón o la cumbia, que; aunque poseen ciertas tendencias de clase, no son exclusivas de una determinada, sino que se masifican e interiorizan en todas las capas de la sociedad.

Lo melodramático en Latinoamérica –siempre entendido como imaginario– se cuela por diversas plataformas de construcción narrativa en relación a la cultura de masas. Un ejemplo es la preponderancia del cine y su influencia en la construcción de un modo de ser y hacer en lo social. Lo melodramático que tiene una categoría representacional sustancial, se da en la estructuración del relato que permite el reconocimiento y por tanto la identificación con lo espectado. Para Martín-Barbero el caso del cine mexicano habría sido un paradigma claro de cómo la utilización del melodrama en el mismo, contribuiría a una legitimación social de lo colectivo producto de la Revolución Mexicana: “Freud nos ha hecho entender que no hay acceso al lenguaje sin pasar por el moldeaje de lo simbólico, y Gramsci que no hay legitimación social sin resemantización desde el código hegemónico” (180-181).

La masa, por ende, se vería representada, legitimada y visible en los actores y personajes de las películas de la época. Lo melodramático entonces, operaría como “vertebración de cualquier tema, conjugando la impotencia social y las aspiraciones heróicas [sic], interpelando lo popular desde ‘el entendimiento familiar de la realidad’” (182). Es decir, el statu quo del pueblo y el deseo inherente del mismo por conseguir subsanar sus falencias y dolencias. Este punto es esencial, debido a que el melodrama latinoamericano, al relacionarse directamente con el imaginario cotidiano y colectivo de la sociedad –en esta época nacional– adquiere su preponderancia no en el producto en sí mismo –las películas, los actores, las locaciones, las temáticas–, sino en su relación con el público. Es este quien levanta la importancia del cine y de las otras plataformas que contienen la visión melodramática por excelencia: sin el pueblo, sin el público, sin los espectadores

y sus preocupaciones íntimas –profundas o mundanas– el melodrama carecería de sentido e injerencia.

En el modo de ver melodramático latinoamericano, es imposible no hablar –aunque sea de manera sucinta– de la injerencia de la televisión en las prácticas receptivas y discursivas de la masa. Sin dejar de lado aún a Martín-Barbero, la precisión que hace entre el soporte mediático de la televisión y la familia es clarificadora:

Si la televisión en América Latina tiene aún a la familia como unidad básica de audiencia es porque ella representa para las mayorías la situación primordial de reconocimiento. Y no puede entenderse el modo específico en que la televisión interpela a la familia sin interrogar la cotidianidad familiar en cuanto a lugar social de una interpelación fundamental para los sectores populares. (233-234)

La importancia de la familia en la recepción de la televisión abarca nuevamente ese elemento por excelencia de lo melodramático que es, el reconocimiento. Es en el núcleo familiar donde las personas pueden re verse y a la vez actuar sin tapujos ni reprimendas sociales. En la relación audiencia y televisión, Martín-Barbero identifica dos elementos constitutivos de este vínculo: la simulación del contacto y la retórica de lo directo. Esta última, que interesa por el tema abordado, se entiende como el:

dispositivo que organiza el espacio de la televisión sobre el eje de la proximidad y la magia del ver […] el espacio de la televisión está dominado por la magia del ver: una proximidad construida mediante un montaje no expresivo, sino funcional y sostenida en base a la ‘toma directa’, real o simulada. En la televisión, la visión que predomina es la que produce la sensación de inmediatez, que es uno de los rasgos que hacen la forma de lo cotidiano. (235)

La inmediatez como algo próximo, como el vínculo directo de la caja negra y sus imágenes reminiscentes a las antiguas hogueras familiares como elemento de cercanía y cotidianidad. Los espectadores y auditores conviven con la televisión, viven las desventuras de los enamorados en las telenovelas, discuten con los políticos en los noticieros de la noche, participan en los concursos de entretención de la tarde. La televisión como show de variedades en la propia sala o habitación familiar.

La teleserie es parte de esta proximidad y magia de ver. Colón vuelve a Martín-Barbero centrándose en el estudio que este ha hecho de la relación telenovela y cotidianidad; para precisar que Martín-Barbero propondría:

que veamos el melodrama como una anacronía preciosa que permite mediar entre el tiempo de la vida, esto es, el de una sociedad negada, económicamente desvalorizada y políticamente desconocida pero culturalmente viva, y el tiempo del relato que la afirma y les hace posible a las gentes reconocerse en la telenovela. Y desde ella melodramatizando todo, vengarse a su manera, secretamente, de la abstracción impuesta por la mercantilización de la vida y la desposesión cultural. (142)

La telenovela entonces, es el lazo directo entre los receptores y el mundo de cada día. El melodrama está presente en la trama telenovelesca y en la codificación del diario vivir novelescamente, por parte de los receptores. Es, en las percepciones de estas historias sabrosas de odios, amores, pasiones desatadas y venganzas; donde la purgación de la tragedia cotidiana que es el melodrama –como decía Bentley– se desata. Toda la carga emocional de la cotidianidad se purga, elimina y concretiza en la conexión de la telenovela con su público. Aquí, se encuentra un elemento maravillosamente subversivo: el modo de oralidad que provoca la telenovela donde:

las mayorías que gustan de la telenovela lo que más disfrutan no es el acto de verla sino de contarla, y es en este relato donde se hace ‘realidad’ la confusión entre narración y experiencia, donde la experiencia se incorpora al relato que narra las peripecias de las telenovelas. (Martín-Barbero, “El melodrama en televisión” 194)

Este elemento se convierte en un recurso perturbador para las clases intelectuales hegemónicas al corresponder a un elemento híbrido popular, donde el encuentro liminal entre realidad y ficción se hace cada vez más evidente35.

El melodrama latinoamericano –en síntesis– respondería a las prácticas masivas propias de la ciudad y conformación híbrida de nuestro territorio. No es posible escindir, el modo de ver melodramático con el modo de hacer de la masa, sobre todo en sus configuraciones circunscritas al andamiaje de la urbe. El melodrama se erige como un imaginario que le entrega poder de creación y de formación cultural a las masas populares, para así resignificarlas y –a la vez– dignificarlas. Es un modo de ser dialógico que viene determinado en su condición desde sus bases primigenias, pero que –pese a ello– logra comunicarse directamente con algunos ámbitos hegemónicos, que solían aplastar a todo aquello que oliera a tufillo popular. No por nada, la imaginación melodramática en Latinoamérica es el lenguaje del día a día.


2 Aquí, nos abocamos –íntegramente– a la imagen del melodrama en o desde el teatro Occidental. Esto no quiere decir que, lo melodramático no pueda ser aplicado a otras manifestaciones teatrales o performáticas pertenecientes a distintas geografías; como plantea el libro Melodrama. Stage, picture, screen, editado por Jacky Bratton, Jim Cook y Christine Gledhill. Es más, a partir de estudios como el mencionado, puede cuestionarse no solo la occidentalidad del melodrama, sino de nuestro teatro latinoamericano en sí. Si bien, este sigue cánones provenientes de Occidente bajo las líneas que ha dejado la colonización europea, se constituye como una manifestación híbrida –o en algunos casos heterogénea– de lo que son los seres y manifestaciones latinoamericanas. Por tanto, a lo largo de este libro, nos remitiremos –sobre todo– al nacimiento y perspectivas occidentales y latinoamericanas del concepto.

3 El drama moral puede manifestar repercusiones físicas, que estarían delante de los espectadores, operando como signos vivientes. O, en palabras de Brooks: “Melodrama cries them aloud. In psychic, in ethical, in formal terms, it may best be characterized as an expressionistic genre […] Melodrama, one might say at this point in definition, is the expressionism of the moral imagination […] Melodrama is a necessary mode of ethical and emotional conceptualization and dramatization in these forms and for these writers, and only in direct, unembarrased confrontation of the melodramatic element do they yield their full ambition and meanings” (The Melodramatic 55).

4 La estructura melodramática se mueve –según los estudios fundacionales realizados por Brooks– desde la presentación de la virtud como inocencia, hacia la introducción de la amenaza y el obstáculo, donde la virtud toma lugar en una situación en extremo pueril. En gran parte de la obra, parece que el mal triunfará, controlando las situaciones, siempre distante de las coordenadas morales de la realidad. La virtud es expulsada, desarticulada, y no logra articularse correctamente en el bien, usualmente dentro de las relaciones familiares (decepcionar al padre o guardián, y así ‘perder’ la inocencia). La virtud –por lo general– está sometida a un voto de silencio –en el nombre de padre, por ejemplo– que no le permite defenderse y la vuelve un agente –algo– pasivo.

5 Son varios los autores –Brooks, Singer, Bentley– que han reparado en los puntos en común que el héroe melodramático guardaría con el héroe trágico: su carácter moral prácticamente impecable, su alto sentido de esta, un pequeño error en su pasado casi imposible de juzgar, y –por supuesto– su inevitable destino fatal. ¿Qué es aquello que logra causar tanta fascinación de estos héroes? Para Robert B. Heilman la respuesta estaría en la propia patología de los caracteres que componen a los personajes: “We are fascinated by the schemata of phatology, especially when these wield power through novelty and appear to revise the pshysical and psychological landscape. The sole point here is that pathological phenomena have to overcome great handicaps to contribute to tragic effect” (140).

6 Esto se relacionaría –en parte– con el modo de ver melodramático o modo de construir a través de la imaginación melodramática propuesta por Peter Brooks; que hemos abordado –en profundidad– en un apartado en este mismo capítulo.

7 L. Smith propone que Madre Coraje, es una de las obras de Brecht que representa la buena factura de piezas con contenido o perspectivas melodramáticas –a diferencia de otras de mala factura que le dan la mala fama tanto al género como a la matriz imaginaria. Además, da cuenta de que es la obra dramática: “which most savagely exposes the stupid suffering and futile carnage of war” (17).

8 O las historias, las culturas, viéndolo desde un punto más transversal y menos hegemónico.

9 Por self-nomination entendemos el acto de la auto-nominación cuyos ecos atraviesan el melodrama, quebrando los disfraces y enigmas para establecer las verdaderas identidades (self-expressions). Las puestas en escena melodramáticas, destacaron en la utilización de recursos como las presentaciones de personajes bajo la premisa de ‘Yo soy el hombre que…. (seguido a una declaración de principios)’. Tanto héroes como villanos, dan a conocer su identidad moral en ellas; presentando sus nombres casi en una especie de revelación. Este recurso, huelga mencionar, incluso ha trascendido con creces la escena melodramática del siglo XIX que lo propulsó con fuerza. Claro –e insigne– ejemplo es una de las secuencias finales de Star Wars Episode V: The Empire Strikes Back, cuando Darth Vader –villano melodramático por antonomasia– le revela a Luke Skywalker su identidad en una de las frases más famosas del cine (‘I’m your father’); para con posterioridad declarar su acta de principios morales, determinados por el Lado Oscuro y las ansias de poder, e invitarlo a regir la Galaxia junto a él.

10 El habitual recurso del drama romántico y el melodrama que se articula en el tropo del gesto, puede verse frecuentemente en la Ópera, acompañado de música y de una cargada emoción. Y, de hecho, también es indicado como característica de la novela moderna. La estética dramática de Diderot es sostenida por el deseo de introducir en la escena alguna emoción inmediata; y así, ascender el drama y el mélodrame, para atraer el teatro a otros modos de ficción. Tal vez, podríamos considerar a Diderot como uno de los primeros teóricos en esforzarse para establecer un nuevo tipo de drama. Su definición de genre sérieux, mediado entre la tragedia y la comedia –pero explícitamente no una mezcla de ambas– se convertiría en la preocupación de su vida. Su propuesta plantea atender seriamente el ‘drama de lo ordinario’: ‘la imagen de los infortunios que nos rodean’, la representación de ‘los peligros que nos hacen temblar en relación a nuestros padres, nuestros amigos y nosotros mismos’. Resulta interesante, que Diderot busque explorar lo dramático y las emociones detectables en lo real; con el fin de aumentar el gesto dramático de la crisis moral y las peripecias de la vida.

11 Al reflexionar sobre el estatuto del gesto actoral en el teatro melodramático, nos parece imposible no pensar en Brecht y en su definición de gestus como un componente social: “Las actitudes que los personajes adoptan en su relación recíproca constituyen lo que nosotros denominamos el ámbito gestual. Actitudes corporales, entonaciones, expresiones faciales están determinadas por un gestus social: los personajes se insultan, se dedican cumplidos, intercambian lecciones, etc.” (Pequeño organón 61). Esta noción será tratada más adelante, en profundidad, en el ensayo “Entre el gestus y el gesto en la obra de Isidora Aguirre. Aspectos melodramáticos en Los papeleros y Lautaro”.

12 Nos parece necesario profundizar sucintamente sobre el gesto en la obra de Balzac, puesto que se constituye a sí mismo, en su enunciación desde un lugar –a diferencia de Brecht– esencialmente metafórico; es el vehículo simbólico de un significado con un claro tenor grandioso, y muchas veces, inefable. Clama para referirle al mundo, aquello que está detrás del mundo; para lograr ocultar las fuerzas morales, fuerzas escondidas pero operativas que deben ser arrebatadas desde su propio lenguaje. En consecuencia, para Balzac gran parte de sus novelas persiguen una estética realista; siendo Le Père Goirot, la novela donde el autor abraza por completo la forma melodramática.

13 A este respecto, Brooks define que: “The ‘abyss of meaning’ may stand as the most elaborated version of Jame’s preoccupation with the content of the moral occult, which, through its very unspeakability, determines the quest for ethical meaning and the gesture in enactment of meanings perceived or postulated. The existence of the abyss shows clearly why the Jamesian mode must be metaphorical, an approach from know to unknown, and why there must be an expressionistic heightening of the vehicle in order to approach and deliver the tenor” (178).

14 Para Foucault, existe en la enfermedad un acto descriptivo, correspondiente a: “una percepción del ser, y a la inversa el ser no se deja ver en manifestaciones sintomáticas, por consiguientes esenciales, sin ofrecerse al dominio de un lenguaje que es la palabra misma de las cosas […] No hay enfermedad sino en el elemento de lo visible, y por consiguiente, de lo enunciable” (138). Es, en el tratamiento de la clínica, en donde el ser visto y ser hablado se manifiesta la enfermedad en la que descansa todo el ser. Los protagonistas melodramáticos, tal como los analistas de la Clínica foucaultiana, se esfuerzan por sacar el ser a la luz del día, por desenterrar la verdad; aunque esto requiera violencia, la presión aplicada a la superficie de la realidad es la única operación posible para encontrar el verdadero significado.

15 Si hablamos de síntoma, nos parece importante rescatar cómo –a veces– el síntoma protagónico del melodrama termina por ser el propio cuerpo femenino. Doane apunta que: “Because desire is constituted by the operations of substitution and displacement in relation to an object, the female hysteric, her symptoms inscribed on her body, is denied any access to a desiring subjectivity. She can only futilely and inelegantly [...] desire to desire” (43). Pam Cook también aportará sobre la narrativización de la patología femenina, desde sus estudios de cine de mujeres y melodrama, considerando que suele potenciar: “Her desire is often presented as symptom, resulting in mental and physical illness […] so that her body becomes an enigma, a riddle to be read for its symptoms rather than an object of erotic contemplation. This hysterical body is inaccessible to the male protagonist […] Thus it threatens to slip out of male control” (20).

16 Aunque en La interpretación de los sueños (1900), los comentarios de Freud sobre la interpretación realizados en este estudio solo concernían explícitamente a los sueños; también aplicarían por igual a todas las demás formaciones del inconsciente. Con posterioridad, Freud diferenciará el método de decodificación, por medio del empleo de la asociación libre: “una interpretación psicoanalítica no consiste en atribuir significados a un sueño en virtud de sus relaciones con un sistema preexistente de equivalencias, sino relacionándolo con las asociaciones del propio soñante” (Evans 114).

17 Según Benveniste, el lenguaje –encarnado en la terapia Psicoanalítica– es utilizado como palabra, con el fin de ser convertido en esta expresión de la subjetividad apremiante y elusiva que forma la condición del diálogo. Tal como el melodrama propone en su composición y retórica, en ambas: “La lengua suministra el instrumento de un discurso en donde la personalidad del sujeto se libera y se crea, alcanza al otro y se hace reconocer por el” (77). Esta sería –con bastante exactitud– la misma operación que ocurre en el entramado de una típica obra melodramática: solo cuando el sujeto libera –desde el discurso– aquel deseo oculto, es capaz de rebelarse ante el otro, y todos los secretos pueden aflorar para precipitar el desenlace –sea este trágico o reconstitutivo del orden.

18 Aclaremos que: “El silencio aparece como un modo de defensa y de preservación de la identidad individual y colectiva, una forma de enraizarse más allá del discurso, pues absorbe todas las preguntas y, por tanto, todas las amenazas. Una conducta desconcertante para nuestras sociedades, tan obsesionadas por la transparencia y el control, tan preocupadas por asegurar la continuidad del discurso” (Le Breton 37).

19 Precisamos su definición como: “the postulation of a signified in excess of the possibilities of the signifier, which in turn produces an excessive signifier, making large but unsubstantiable claims on meaning […] To renounce the metaphorical and expressionistic quest, James might claim, is to fall into true mannerism, the love of surfaces for their own sake” (Brooks, The Melodramatic 199).

20 Consideramos que estos deseos inconscientes que construyen la condición material del sueño, operan siempre de manera alerta dentro de la condición subjetiva del sujeto, dispuestos en todo momento a procurarse expresión cuando se les permite aliarse con una moción de lo consciente en pos de una posible transferencia. Tal como indica Freud: “Me imagino las cosas así: el deseo consciente sólo deviene excitador de un sueño si logra despertar otro deseo paralelo, inconsciente, mediante el cual se refuerza” (La interpretación 545).

21 Recuérdese que estos tres conceptos serán fundamentales en la teoría del Psicoanálisis, con los cuales Freud buscó explicar el funcionamiento del aparato psíquico.

22 Por mencionar solo algunos ejemplos. Jane Feuer relaciona el melodrama con un potencial subversivo, representado en un estilo excesivo (5). Por su parte, Tanya Modleski considera que la emoción melodramática en extremo, procede a realizar una ruptura dentro del texto/obra para evocar lo ‘femenino’ desde la repetición propia de la histeria (332). Mientras que E. Ann Kaplan, realiza un estudio de los aspectos maternales en el melodrama, y cómo el poder afectivo se posiciona desde un lugar secundario y como contrapunto de contradicción (131).

23 Si bien, el propósito de este libro es ahondar en las manifestaciones melodramáticas de la escena chilena teatral durante los siglos XX y XXI; nos parece importante reparar sucintamente en la importancia del melodrama como operación sígnica dentro del desarrollo del cine de mujeres como un género propio. Para una revisión completa de la relación entre melodrama y cine de mujeres, véase Home is Where the Heart is (Studies in Melodrama an the Woman’s Film), editado por Christine Gledhill (London: BFI, 1987).

24 Mulvey también rescata la condición camaleónica del melodrama en el cine hollywoodense, y su dificultad de definición: “As a result, any attempt to define the melodrama is more likely to find a critical chameleon tan a coherent Hollywood genre, as though the concept ‘Hollywood melodrama’ emerged more out of an accumulated body of writing tan the production system of the Hollywood studios. Melodrama emerged into film critical consciosness bit by bit, first through directors (Sirk, Minelli and Ray, for instance), through period (Einsenhower’s America), through from while denigrating content (mise en scène released from action or theme), through form as expressive of content (Thomas Elsaesser’s ground-breaking ‘Tales of Sound and Fury’), through content (feminist analyses of ‘women’s pictures’), through origins (Griffith, the silent cinema and the legacy of theatrical melodrama), through psychoanalytic theory (a doubling-up of the interior of the home with the interior of the psyche). These different approaches to Hollywood melodrama all interweave, overlap and bear witness to the persistent influence of Hollywood in general on the development of film theory and to influence of melodrama on contemporary film theory” (“It will be” 121).

25 Para Mulvey existen tres diferentes formas de mirar asociadas al cine: la de la cámara cuando graba los acontecimientos, la del público cuando contempla el producto acabado y la de los personajes que se miran unos a otros dentro de la ficción: “la estructura del acto de mirar en el cine narrativo de ficción alberga una contradicción en sus propias premisas: la imagen femenina como amenaza de castración pone constantemente en peligro la unidad de la diégesis e irrumpe a través del mundo de la ficción como un fetiche intruso, estático, unidimensional. Así, las dos miradas presentes materialmente en el tiempo y en el espacio se subordinan de forma obsesiva a las necesidades neuróticas del ego masculino” (“Placer visual” 377).

26 Cook desplazará el término de Woman`s Film por el de Woman’s Picture; y definirá que el melodrama –resignificado por el feminismo a partir de los 80– demandará una protagonista femenina central que sea sujeto activo del deseo en lugar de objeto de deseo masculino (20). Por su parte, Mary Ann Doane, presentará una etiqueta más precisa en la definición de Woman’s Film, centrada en la categorización del género melodramático orientado hacia una audiencia femenina (34-36).

27 Para profundizar en este tema, revísese el trabajo Tragedy and Melodrama. Versions of experience de Robert B. Heilman (Seatle: University of Washington Press, 1968).

28 Jennifer Wallace, considera –en relación a las reflexiones de Steiner– que, aunque hayamos perdido el sentido sacro de la tragedia clásica y su condición religiosa en el mundo actual; esta seguiría cuestionando nuestra propia cultura. Paradójicamente –agrega Wallace– la tragedia griega plantea algunas de las preocupaciones más apremiantes que siguen preocupando a la tradición posterior: la comunidad, el espectador, las creencias metafísicas, y la causalidad, entre otras. La tragedia griega sería clara y evidentemente central en la tradición trágica, y el hecho de que haya sido puesta en escena –una y otra vez– a través de los siglos reflejaría su capacidad continua e ininterrumpida de hablarnos (7). Por esto, Wallace desestima que la tragedia haya muerto, y si –a lo mejor– lo ha hecho, ha dejado una herencia difícil de socavar.

29 Es importante recalcar que el contraste existente entre el melodrama y la tragedia se encuentra en su resolución –además de todas las características de la complejidad de los personajes, del modo de ver y vivenciar el mundo, etc.: “Here is the final contrast with tragedy, where resolutions are always complex. In melodrama we win or lose; in tragedy we lose in the winning like Oedipus Rex or Macbeth, or win in the losing like Hamlet or Anthony and Cleopatra” (L. Smith 10).

30 Más adelante, analizaremos en profundidad la relación entre melodrama y cultura pop; en el ensayo “Comedia, feminismo y mucho, pero mucho, glitter: Melodrama-kitsch en el teatro de Los Contadores Auditores”.

31 Nace como un signo de reconocimiento entre los miembros de una elite intelectual, muy segura de sí misma, que es capaz de decidir conscientemente su afección y predilección por el mal gusto (Eco 408). Según los apuntes de Susan Sontag, los orígenes del camp se remontarían a las poéticas barrocas de lo wit, a las novelas góticas, a la emoción por los objetos chinescos, a la pasión por lo artificial.

32 Tal como explica Ángel Rama en su libro homónimo, designaremos a la ciudad letrada como el bastión de la palabra, la pionera de las fronteras civilizadoras, que componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes, actuando –preferentemente– en el campo de las significaciones (32-40). A juicio personal, nos parece interesante rescatar que las manifestaciones del melodrama, dentro del contexto de la urbe latinoamericana trabajada por Rama, se presentaría tanto en la ciudad letrada como en la ciudad real; puesto que pueden operar libremente en el plano de los significantes y las significaciones a voluntad. El orden simbólico del imaginario melodramático despliega sus redes en la multiplicidad y la fragmentación de su propio discurso instalado –muchas veces sin consciencia de su misma presencia– en la cotidianidad del sujeto, depositario de su materialidad, sensibilidad e ideología.

33 No hay que olvidar tampoco el impacto de los radioteatros en la construcción imaginaria del pueblo latinoamericano. Sobre este antepasado de las telenovelas se profundizará posteriormente en el ensayo “Romance al Atardecer. El radioteatro como elemento constructivo y constitutivo del imaginario melodramático chileno”.

34 Es preciso regresar la mirada a lo ocurrido en Chile a principios de siglo XX en relación a las migraciones ocurridas dentro del territorio nacional, ya sea por búsquedas de mejoras salariales o de vivienda desde el campo a la ciudad, hasta lo ocurrido en relación a los centros de extracción minera. Dentro de este último, es importante consignar la gran cantidad de trabajadores del salitre que, con la crisis de los años 30 por la devaluación de la bolsa, regresaron a los centros urbanos como Santiago. Esto produjo una grave desigualdad y marginalidad en aquellos otrora trabajadores pampinos. La indigencia y las ollas comunes por la crisis económica y social de la época eran abundantes. Otros aspectos relevantes en relación a la desigualdad de principios de siglo vinculado al melodrama y a las prácticas populares en Chile, serán profundizados en el ensayo “El melodrama como forma de lucha. Recursos melodramáticos en la dramaturgia obrera de principios del siglo XX en Chile: entre Luis Emilio Recabarren, Antonio Acevedo Hernández y ‘Alfred Aaron’”.

35 Hay que tener en cuenta, que muchas veces el modo de relato no parecería responder a una concepción ficcional de lo espectado sino de una forma vivencial de aquello percibido. Es decir, se considera lo visto como vivido; como si la ficción de la trama telenovelesca se convirtiera en la historia de alguien cercano o incluso de nosotros mismos. En este punto, habría que codificar y esclarecer si aquellas formas de percepción y oralidad están mediadas por los poderes hegemónicos tanto económicos como políticos.