1. Así como el umbral del sueño, lo fantástico nos enfrenta a las dimensiones soterradas de la existencia. La lógica de lo fantástico es la lógica de la imaginación, de la libertad, de la posibilidad de trastocar la realidad a través de objetos, seres y situaciones extraordinarias. Sin embargo, ¿no es esa la condición esencial del discurso literario? Si consideramos que la literatura es un artilugio del lenguaje, una construcción ficcional que recrea nuestro mundo, lo fantástico no debería significar un problema lingüístico. No obstante, la contrariedad no radica en la definición de literatura, sino más bien, en la forma en que dicho discurso se despliega. En este sentido, lo fantástico podría entenderse como una fabulación exacerbada del hombre y sus contradicciones, es decir, una “momentánea suspensión” de lo que entendemos como realidad. En palabras de Ítalo Calvino:
el problema de la realidad de lo que se ve —cosas extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden (…) una segunda naturaleza inquietante (…) —es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables. (2001, 9-10).
Es decir, lo fantástico se presenta como un punto medio en la contraposición de dos realidades antagónicas, una sustentada por lo explicable y la otra, por lo extraordinario. Para precisar esta idea, detengámonos en el siguiente relato de George Loring Frost1:
Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: —Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas? ¿—Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted? —Yo sí —dijo el primero y desapareció.
“Un creyente” retrata claramente la complejidad del discurso fantástico, pues, a pesar de su brevedad, desarticula por completo la visión cognoscitiva de la realidad. El nombre del cuento no es más que una ironía para referirse al escepticismo y a las convenciones lógicas del lector. ¿Quién es realmente el creyente: el fantasma que desaparece o el lector que esbozó cierta sonrisa con el desenlace? En este sentido, el acto comunicativo que ofrece lo fantástico depende, aunque suene paradójico, de la aprensión del receptor por lo sobrenatural, pues entre más grande sea la sospecha frente a lo insólito, más significativo será el efecto emocional. Por esa razón, el terror es la tendencia temática más recurrente de lo fantástico, porque reclama un quiebre psíquico que saca a flote la vulnerabilidad del sujeto: el desamparo ante un universo, que más allá de las capas racionales de la globalización y la tecnología, aún nos parece abrumador y desconocido.
La muerte como tema literario representa uno de los móviles más significativos en la ficción fantástica y, más específicamente, en los cuentos de terror. Desde la publicación de El castillo de Otranto, de Horace Walpole, en 1765, y la difusión de la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757), de Edmund Burke, lo macabro y la presencia del cadáver se legitiman en el plano intelectual. La sombra de la terrible novela gótica, con sus castillos laberínticos, sus evocaciones demoniacas y maldiciones brujeriles, comienza a extenderse por toda Europa, y su estela de depravación y monstruosidad se ramifica en el imaginario romántico. De ahí en adelante, el horror se instala en la conciencia colectiva, ofreciendo al lector la posibilidad de exteriorizar sus tabúes.
En esta misma línea, el escritor norteamericano H. P. Lovecraft afirmó en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927), que “el miedo a lo desconocido es el sentimiento primigenio del hombre, el más intenso y transcendente de todos” (1973, 8). Este miedo se funda, primordialmente, en lo que Rudolph Otto ha llamado lo numinoso, una emoción enraizada en lo desconocido, que sobrevive una vez que muere la creencia formal en lo mitológico. La creencia en el más allá y sus constantes cuestionamientos son la base de este sentimiento, y es también el sustrato de la literatura de horror. De esta forma, la muerte adquiere diversas caretas en la ficción fantástica para dar cuenta de este sentimiento latente. Para Rafael Llopis, la materia prima de los relatos de miedo es la muerte, pero no entendida como un acontecimiento biológico ineludible, sino como la incertidumbre de lo que pueda haber después de esta misma (1985, 94).
Así, en la tradición de la literatura fantástica, la muerte se ha presentado con numerosas máscaras, pero siempre aludiendo al cuestionamiento existencial (o la motivación pagana) del hombre por quitar los velos misteriosos del más allá. De esta manera, este leitmotiv le ha permitido a la ficción fantástica configurar tópicos literarios que albergan las más estimulantes y grotescas formas de lo inefable. Desde las representaciones lúdicas de la Danza de la muerte en la época medieval, hasta el surgimiento mediático del zombie caníbal en el siglo XX, la muerte ha sido proyectada en la literatura como una angustia ante lo desconocido y también como el terror frente a nuestra propia degradación y aniquilamiento.
2. Cuentos chilenos de terror, misterio y fantasía supone una revisión de tres momentos esenciales de la narrativa chilena moderna:
Criollismo: tomando como referencia a Émile Zola, Charles Dickens e Iván Turguénev, los escritores adscritos a esta tendencia buscaron exaltar los espacios rurales de Chile a través de un lenguaje mimético, junto con las costumbres populares, el determinismo fatalista y la ardua lucha del hombre con su entorno natural. El criollismo, más allá de sus diversos enfoques, intentó concretar un proyecto identitario que, metonímicamente, presumía la universalización del individuo supeditado a un espacio originario. Entre sus principales exponentes, se encuentran Baldomero Lillo (1867-1923) y Alberto Edwards (1874-1932).
Vanguardismo: corriente que caracteriza a un grupo de autores influenciados por las tendencias artísticas y filosóficas que inauguraban el siglo XX en Europa, como el Surrealismo, el Expresionismo y la corriente de la conciencia, entre otros. Focalizaron su interés en el sujeto inmerso en la vida urbana y arremetieron en contra del realismo imperante y la civilización industrial. El absurdo, la fantasía lírica y la exploración del inconsciente caracterizaron estas piezas literarias. Entre sus representantes, podemos mencionar a Juan Emar (1893-1964) y Vicente Huidobro (1893-1948).
Neorrealismo: influenciados por escritores como James Joyce, Virginia Woolf, Jean-Paul Sartre o Albert Camus, los neorrealistas buscaron exponer una realidad que no solo fuera externa y visible, sino también invisible, como una exteriorización del “yo”. Incorporaron nuevos motivos como la dimensión metafísica, el existencialismo, el infinito y la alegoría, junto con el influjo de los medios masivos de comunicación. En este sentido, ya no fue necesaria una especificidad geográfica o el vínculo con la historia. Estos autores se transforman en verdaderos ilusionistas que juegan con desajustes temporales y con rupturas narrativas, haciendo converger planos lingüísticos distantes que trastocan la percepción del lector. Se destacan en esta vertiente, María Luisa Bombal (1910-1980), Manuel Rojas (1896-1973), Guillermo Blanco (1926-2010) y Héctor Pinochet (1938-1988).
En dichas etapas, lo fantástico deviene de sensibilidades estéticas divergentes y profundamente heterogéneas, que, de una u otra forma, reflejan un proyecto de identidad nacional.
Resulta sumamente interesante que el horror, como tendencia estética en Chile, haya dado sus primeros frutos en las corrientes realistas de finales del siglo XIX y no bajo el amparo del romanticismo o el modernismo, a diferencia de otros países en donde sí se desplegó la corriente sobrenatural, como Perú (La procesión de las ánimas –1864–, de Francisco Ibáñez), Ecuador (Gaspar Blondín –1858–, de Juan Montalvo), Argentina (Quien escucha su mal oye –1865–, de Juana Manuela Gorriti) o Nicaragua (Thanatopia –1893–, de Rubén Darío), etc. Podríamos afirmar que la tardía iniciación de las letras nacionales en la ficción sobrenatural —limitándonos exclusivamente a textos que suponen una tensión fantástica— se debe a dos factores: el primero de ellos fue el predominio de la vertiente ideológica francesa del romanticismo que inspiró las empresas militares y políticas de la Independencia, impulsando un sentir profundamente nacionalista en la aristocracia dominante y, por ende, en los intelectuales que pertenecían a esta elite, quienes practicaban una doble militancia gubernamental y artística2.
Para algunos críticos, Don Guillermo (1842), de José Victorino Lastarria (1817-1888), se alza como la primera obra fantástica de la literatura chilena; sin embargo, el texto no tiene como objetivo desestabilizar el mundo real, ni mucho menos propiciar un efecto terrorífico, sino manifestar las consignas liberales del autor desde un punto de vista alegórico3. En este sentido, desde el triunfo de los conservadores sobre los liberales en la Batalla de Lircay el 17 de abril de 1830, y durante todo el periodo de la República Portaliana (1830 a 1891), el proyecto narrativo nacional, si bien presentó varias formas genéricas folletinescas como la aventura histórica y sentimental —El inquisidor mayor o historia de unos amores, 1852, de Manuel Bilbao (1828-1895) o Teresa, 1870, de Rosario Orrego (1834-1879)—, no dio luces significativas de ficción sobrenatural en estricto rigor, pues los autores canónicos decimonónicos como el ya mencionado Lastarria, Salvador Sanfuentes (1817-1860), Alberto Blest Gana (1830-1920) o Luis Orrego Luco (1866-1848), volcaron su interés en temáticas que apuntaron hacia el costumbrismo y la incipiente conciencia histórica.
El segundo factor es el hecho de que no existieron referentes literarios concretos para el desarrollo de estas ficciones, impidiendo, en términos generales, alguna tendencia narrativa que centrara su atención en asuntos prodigiosos. Es por ello que la dimensión folclórica romántica, que traía consigo los elementos tenebristas del gótico, se estancó o, mejor dicho, quedó renegada a ciertos textos intrascendentes para las altas esferas literarias del periodo —como es el caso de El subterráneo de los jesuitas, 1876, de Ramón Pacheco (1845-1888)— haciendo patente el magro influjo de escritores europeos como E. T A. Hoffmann, Mary Shelley o Charles Nodier, e incluso del norteamericano Edgar Allan Poe (autores que resultaron sustanciales en otros países latinoamericanos, donde la vertiente fantástica surgió a partir de la asimilación de los motivos folclóricos). Al mismo tiempo, la difusión del riquísimo imaginario de la tradición oral quedó limitado a los grupos sociales marginales o populares, y en un marco regionalista, produciéndose un fenómeno inverso al que ocurrió, por ejemplo, en Perú con las Tradiciones Peruanas, 1872, de Ricardo Palma (1833-1919), donde la convergencia barroca entre el cristianismo y el indigenismo instauró lo sobrenatural como una manifestación identitaria más.
Sin embargo, la fuerte presencia de la vertiente criollista da pie a las primeras manifestaciones literarias de carácter fantástico en Chile. Esto, ya que el criollismo buscó exaltar el mundo campesino como un locus cultural representativo de la identidad nacional, oponiéndose al incipiente centralismo industrial y económico del país. Para ello, el escritor se focaliza en la imagen del huaso y lo define como un prototipo representativo de la idiosincrasia chilena, en oposición al roto, quien proyecta la hipocresía de la vida santiaguina. Para retratar con rigurosidad el escenario campesino, los autores ahondan en la humanidad de sus personajes y en sus costumbres, exaltando, en muchas ocasiones, el imaginario folclórico que constituye su visión de mundo. En este contexto, surge el primer cuento de terror chileno: Un siglo en una noche, 1899, de Joaquín Díaz Garcés (1877-1921), marcando así la senda para el desarrollo de lo fantástico.
3. Los criterios de selección de los textos que componen este libro responden a dos principios, que creemos, son esenciales para abordar la ficción sobrenatural en las letras nacionales. El primero de ellos se funda a partir de la asimilación de la nutrida dimensión folclórica chilena, donde el poder del “símbolo” establece el horizonte de una nación en constante construcción. Imaginar Chile implica imaginar un país de “leyenda” que se nutre de diversas fuentes culturales, desde los vestigios míticos de los pueblos aborígenes y el traslado (e instalación) de un cúmulo de narraciones de la tradición oral europea; historias fluctuantes que alcanzaron diversos matices a partir de la Conquista española y que ahora caracterizan nuestro complejo imaginario4. En este sentido, el choque entre lo posible y lo imposible se produce gracias a la representación metafórica de los miedos ante un territorio vasto y heterogéneo, donde lo fantástico, si bien no tuvo un amplio desarrollo literario en la época decimonónica, desde un principio se estableció en la conciencia colectiva, construyendo una historia “aparte” y furtiva5. De esta forma, muchos de los relatos reunidos en la presente antología responden a este fenómeno antropológico, donde el “régimen imaginario del miedo y su efecto, la represión, la regresión, que circula oscura y eficaz en la mitología de la cultura tradicional, por un sistema de capilaridad asciende y modula en diversas formas el comportamiento de los diversos estratos socio culturales” (Sepúlveda Llanos, 2012, 35).
El segundo criterio de selección responde a la necesidad de proponer una reflexión teórica prácticamente inexistente en la crítica chilena. De esta forma, los relatos antologados están sujetos a los mecanismos narrativos propios de lo fantástico, vale decir, el cuestionamiento de los niveles de realidad: fenómeno que pone en tensión la percepción del mundo lógico a partir de la irrupción de un elemento ominoso o sobrenatural que no puede sostenerse racionalmente. Al respecto, David Roas señala que:
Lo fantástico se define y distingue por proponer un conflicto entre lo real y lo imposible. Y lo esencial para que dicho conflicto genere un efecto fantástico no es la vacilación o la incertidumbre sobre las que muchos teóricos (…) siguen insistiendo, sino la inexplicabilidad del fenómeno. Y dicha inexplicabilidad no se determina exclusivamente en el ámbito intratextual sino que involucra al propio lector. (2009, 103)
Desde este punto de vista, nuestra propuesta fue establecer cuatro categorías que, por una parte, respondieran a las convenciones del relato fantástico tradicional y, por otro lado, integraran el miedo como efecto estético. La primera es lo fantástico revelado, categoría donde se advierte la presencia de lo extraño como eje articulador, pero finalmente se explica de manera racional (Un siglo en una noche, de Díaz Garcés, La chascuda, de Baldomero Lillo); lo fantástico lúdico, que integra textos donde lo sobrenatural está supeditado a lo absurdo, impidiendo que el miedo condicione a los personajes, pero, aun así, dicho efecto podría replicarse en el receptor (El unicornio, de Juan Emar, El cuerpo restante, de Luis Alberto Heiremans); lo fantástico sobrenatural, la forma más purista y canónica del género que implica el choque semiótico entre el universo lógico del protagonista y el fenómeno inexplicable (El hombre de la rosa, de Manuel Rojas, El niño, de Elena Aldunate, El espejo, de Juan Marino) y, por último, lo fantástico psicológico, categoría fronteriza con lo sobrenatural, donde lo prodigioso responde a una fantasía onírica pavorosa (El árbol, de María Luisa Bombal, Pesadilla, de Guillermo Blanco, La rata, de Héctor Pinochet).
Cuentos chilenos de terror, misterio y fantasía es, en suma, una nutrida estampa del imaginario fantástico chileno moderno, que encarna no solo los celados miedos nacionales, sino también, uno de los tantos prismas de nuestra identidad.
Septiembre, 2015
Calvino, Italo. Cuentos fantásticos del XIX. Madrid: Editorial Siruela, 2001.
Edwards, Joaquín. Mitópolis. Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1973.
Lastarria, José Victorino. Don Guillermo. Santiago de Chile: Editorial Nascimento, 1972.
_________. “Discurso inaugural de la sociedad literaria”, en Promis, José. Testimonios y documentos de la literatura chilena. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, 1995.
Lovecraft, H. P. Supernatural horror in literature. New York: Dover publications, 1973.
Llopis, Rafael. “El cuento de terror y el instinto de la muerte”, en Literatura Fantástica. Madrid: Editorial Siruela, 1985.
Roas, David. Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico. Madrid: Páginas de Espuma, 2011.
Sepúlveda, Fidel. El cuento tradicional chileno. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Católica, 2012.
1 Texto incluido por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, en su Antología de la Literatura Fantástica (1940).
2 A esto, se suma el amplio desarrollo de las ideas ilustradas —propiciadas por la emblemática figura de Andrés Bello (1781-1865), quien apeló por la concientización de la función de la literatura y el deber de los escritores— en consonancia con la sensibilidad artística del idealismo romántico, cuyo propósito fue la instauración de un programa literario a partir de principios fundacionales y progresistas. Estas consignas se hacen patentes en el Discurso inaugural de la sociedad literaria pronunciado por José Victorino Lastarria el 3 de mayo de 1842: “La literatura debe, pues, dirigirse a todo pueblo, representarlo todo entero, así como los gobiernos deben ser el resumen de todas las fuerzas sociales, la expresión de todas las necesidades, los representantes de todas las superioridades: con estas condiciones sólo puede ser una literatura verdaderamente nacional”. (1995, 92)
3 El argumento nos presenta a un carismático inglés llamado Guillermo Livingston, quien desciende a los infiernos para enfrentarse a cuatro entidades monstruosas: Fanatismo, Ignorancia, Ambición y Mentira, representaciones de los ideales del partido conservador y que infringen su yugo en la reciente nación chilena.
4 Quizás el ejemplo más paradigmático del asentamiento de estas historias sea la imagen patriarcal del brujo, figura fantástica que recorre todo el territorio nacional, pero que es asociado mayoritariamente con el territorio de Chiloé, isla que ostenta un nutrido escenario mitológico sobrenatural y que pervive con fuerza gracias a la actividad turística y los medios masivos de comunicación. Resulta interesante mencionar que el afamado guionista británico, Alan Moore, incorporó la figura del monstruoso invunche —criatura maléfica y deforme que custodia la cueva de los hechiceros chilotes— en su saga de la Cosa del Pantano (1984-1987).
5 Respecto a las aprensiones hacia lo sobrenatural en las esferas intelectuales, vale la pena consultar Mitópolis (1965-1967), de Joaquín Edwards Bello (1887-1968): una compilación de crónicas que arremeten despectivamente en contra del imaginario folclórico e histórico nacional, que según el autor, se ha fundado a partir de engaños. “La mitomanía es un vicio suramericano. Poseemos una enorme capacidad para demoler los hechos verídicos y cubrir el lugar con una pátina de leyenda, de magia, de ultratumba. El mito es un fruto de infancia de los pueblos. Una compensación. Una explicación equivocada...” (1973, 15).