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William H. Greenwood llegó a Sudamérica alrededor de 1870 y, sin necesaria­mente venir para quedarse, ... se quedó. Fueron para él tres décadas de aventuras extraordinarias: no es sorprendente que haya querido des­cri­bir lo que vio y vivió. Para entender mejor sus memorias, examinaremos bre­vemente el mundo al que William llegó, cómo se desarrolló su vida en ese mundo y qué nos revelan sus textos.

PATAGONIA AUSTRAL Y SU LENTA APERTURA AL MUNDO

El año 1520 marca un hito para la Patagonia: Hernando de Magallanes descu­bre el estrecho que ahora lleva su nombre. Sin em­bargo, pa­saron más de tres siglos antes de que una presen­cia perma­nente pudiera fructi­ficar en las costas de ese estrecho. En 1848, la jo­ven re­pública de Chile estableció, en sus orillas, la colonia de Punta Arenas, incluyendo un presidio. Las condiciones en el nuevo pueblo eran primitivas; había esca­sez de casi todo y las comuni­ca­ciones con el resto del mundo eran es­porádicas. En cuanto a los vastos te­rrito­rios del interior de la Patagonia y sus pampas, se conocía poco o nada. Esas tierras «incivilizadas» eran el ámbito de grupos nativos nómadas que se­guían las mi­graciones del guanaco, sustento primor­dial de sus vidas y eco­nomía. Al otro lado del es­trecho, la isla grande de Tierra del Fuego era tam­bién casi desco­nocida: ¡algunos hasta creían que sus habitantes eran caníba­les!

El asentamiento magallánico progresó de manera sostenida, pero lenta, de­bido a su aisla­miento geográ­fico y a la escasez de población. Cuando nuestro autor aparece en la escena local en 1872, la pequeña colonia parecía bien arraigada: se comer­ciaba con los indí­genas; aumentaba el comercio marí­timo y flo­recían peque­ñas empre­sas.

Ya estaban presentes industriosas familias venidas de Chiloé (Chile) y, hasta desde más lejos, llegaban in­migrantes europeos. Y, como siempre, arriba­ban aventureros, quizá atraídos por la «quimera del oro».

Algunos de estos recién llegados —William Greenwood, entre ellos— optaron por un estilo de vida primitivo, deambulando libre­mente por los remotos territo­rios patagónicos, ocupándose en cazar, comerciar, explorar y servir de guías. Ellos fueron los llamados «baqueanos» y por casi dos décadas vivieron su «época dorada».

EL FUTURO DON GUILLERMO

William Greenwood había dejado atrás su acomodada familia de Inglaterra y llegado a Punta Arenas, después de pasar por Buenos Aires y Chubut. El bien educado joven, con el opti­mismo de sus 22 años, vio oportunidades en la pequeña colonia y estableció varios negocios. Tres años después estaba en la ban­carrota. Esta inesperada situación fue decisiva para su futuro, pues lo llevó a abandonar la vida «civilizada» y a trasla­darse a terrenos del interior, en medio de la natu­ra­leza agreste e inexplo­rada. En esta nueva vida, tuvo la suerte de asociarse con el más respetado baqueano del distrito, Santiago Zamora, consumado jinete, gran conoce­dor del entorno natural y experto guía. William resultó ser buen aprendiz y socio, y juntos dis­frutaron varios años fructíferos, cazando, tanto en la región de Última Esperanza (Chile), como por el valle Santa Cruz o el lago Argentino; así como también, comerciando, «descubriendo» y explo­rando. Así nació el singular Don Guillermo, quien mantuvo este estilo de vida por diez años más.

Cercano a los 40 años, Don Guillermo continuaba activo, pero la vida dura y difícil empezaba a cobrarle su precio. Para atraerlo a la «civiliza­ción», su buen amigo Henry Reynard le propuso aso­ciarse con él y pro­bar suerte criando ovejas en Cañadón de las Vacas, en la provincia de Santa Cruz (Argentina): Greenwood aceptó. Pero, hacia 1896, Reynard nota que Don Guillermo está desmoralizado por las frustra­ciones del nuevo negocio y que su salud decae, por lo que le reco­mienda ir a In­glaterra para recuperarse. Una vez allí, en 1898, casi cincuentón, Greenwood con­trajo matrimonio; no obstante, re­gresó solo a Ar­gentina en di­ciem­bre del mismo año. Más tarde, en 1900, enfermó se­riamente y su mujer Alice viajó a Buenos Aires para atenderlo y llevarlo de vuelta a casa.

EL HOMBRE DETRÁS DE LA PLUMA

Antes de regresar definitivamente a Inglaterra, Greenwood publicó una serie de 59 artí­cu­lo­s sobre Patagonia. A través de estos escritos, Greenwood se perfila como un hombre pragmático, inde­pendiente y optimista. Describe los momentos difí­ciles de su vida con ecuanimi­dad y disfruta con placeres simples, como los de plantar un jardín o leer un libro. Su franqueza le permite ad­mitir debilidades, tales como la de querer encontrar oro y enriquecerse rápidamente o «habili­dades», como la de gastar dinero (el que se le es­cu­rre como agua entre los dedos). Como los pata­gones originarios, por cu­yos territorios vagabundeó por años, Greenwood parece satisfecho cuando vive en el momento presente, de­clarándose totalmente feliz al estar solitario en medio de la naturaleza mientras que, por el con­trario, re­siente las preocupaciones y restriccio­nes que trae con­sigo el mundo civi­lizado.

Aunque nuestro autor escogió vivir alejado de los núcleos huma­nos, paradójicamente se pro­yecta como una persona sociable. En sus narra­ciones, hay capítulos enteros dedicados a ciertos individuos y artículos donde se explaya en opiniones sobre otros. Demuestra empatía por los pueblos originarios que van siendo desplazados de sus terrenos ances­trales para dar lugar a las ovejas y se disgusta al ver que los traficantes ex­plotan la debilidad de los indígenas por el alco­hol; estima y respeta sinceramente a su compañero Zamora y lo cuida con esmero cuando este se acci­denta; intima que el forajido Brunel es una víctima de las circunstan­cias y ma­nifiesta pesar por su carrera delictiva.

Greenwood admira a aquellos que se guían por los mismos valores morales que él sustenta. En su galería de personajes dignos figuran: su caballeroso amigo Enrique Reynard, el bondadoso doctor Tomás Fenton, el generoso jefe tehuelche Pedro Mayor, el disciplinado marino Tomás Rogers y el esmerado científico Steinmann. Puede aceptar ciertas debilidades de carácter siempre que se equilibren con otras cualidades, como por ejemplo, el dedicado, pero un tanto apro­ve­chado, gobernador Oscar Viel. Sin embargo, no vacila en criticar a aquellos que infringen las normas de conducta esperadas: hombres como el siguiente gobernador, Diego Dublé Almeida, cuyo despo­tismo y excesivo uso de castigos corporales contri­buyeron al desas­troso motín de Punta Arenas en 1877; o, como el oficial de la Marina argentina Agustín Del Castillo, quien incitó a Brunel a robar caballos para sa­tisfacer una ven­ganza personal. Aunque suavemente, tam­bién cri­tica a la autora Lady Dixie por­que, en ocasio­nes, sus comenta­rios so­bre Patagonia no reflejan fielmente la realidad obser­vable.

Greenwood parece sentir un nexo especial entre él y el resto del mundo animal: si no, cómo explicar su interés en domesticar... ¿zorrinos? La excep­ción a esta atracción son los pumas —los que sinceramente detesta— pues eran numerosos en su época y le dieron muchísimos pro­blemas en la estancia: cazarlos llegó a ser su especiali­dad. La actividad cazadora, el uso del fuego para abrirse camino o del veneno contra las bestias retratan a Don Guillermo como un hombre de su época, un tanto distante de la sensibilidad ecológica del siglo XXI. Sin embargo, res­pe­taba la naturaleza «a su manera»: no cazaba por deporte, sino para so­brevivir, comerciar o pro­teger sus animales.

Como, alguna vez, dijera su amigo Rey­nard: «[Greenwood] es un tipo sumamente entretenido y ocu­rrente». En oca­siones, el autor también muestra una faceta pícara y parece divertirse estreme­ciendo a sus «civilizados» lectores del 1900, con des­carnadas descripciones de la crueldad de la vida en su Patagonia bravía. Con todo, Don Guillermo es un enamorado del territorio austral: tanto que nos dan deseos de conocer las bellezas natura­les tan poé­ticamente descritas, y aun de ir a trabajar allí donde la persona que quiere surgir, logra hacerlo, según él lo pinta.

LOS TEXTOS

Siendo de familia religiosa de la época victoriana, Greenwood confiere un sutil aire moralista a sus his­torias. Además, como buen narrador, su estilo es coloquial, más que literario, y su prosa a veces divaga y se pierde en la búsqueda del efecto dramá­tico. En te­mas que lo to­can de cerca, como el de sus animales favoritos, Don Guillermo alarga sus anécdotas y expli­caciones, pidiendo al lector compren­sión por su debilidad. Sus artí­culos demuestran una sensibilidad es­pecial para retratar personas, lugares e incidentes. Sus vívi­das descripcio­nes nos lle­van a participar de las reu­niones con el Gobernador, a sentir la pasión de la caza y las penurias de los días en la nieve, y a entretenernos con las sorprendentes habilidades de los animales domésticos o salvajes.

Según él mismo reconoce, Greenwood no es naturalista, ni geó­logo; sin embargo, sus textos contienen in­formación de interés para los amantes de esas materias.

Él menciona haber visto (por 1880), un ave acuá­tica muy es­casa, blanca con cabeza escarlata —que, a todas luces, pare­ciera describir un pimpollo tobiano o macá tobiano (Podiceps gallardoi)— especie recién «des­cubierta» en 1974; también comenta sobre la abundancia de aves en la laguna Nímez, cerca de la actual ciudad de El Calafate. En su artículo sobre lobos marinos en Monte León (Santa Cruz), igualmente, parece anticipar el valor ecológico del sector que, en 2004, fue con­vertido en Parque Nacional argentino. Es de notar especialmente su referencia a un depósito abundante de fósiles, que contenía «grandes cantidades de tron­cos y huesos de todo tipo», lamentablemente, no da a cono­cer su ubica­ción. Proporciona también dos datos sobre las cercanías de lago Argen­tino: un monte con una cantidad de cristales brillantes en su cima, (pro­bablemente el actual Cerro Cristal), y una misteriosa es­tructura de piedras, de aparente construcción humana, no fácilmente identificada. Además, según expone Mateo Martinić en el ESTUDIO PRELIMINAR que sigue, Greenwood no solo es una fuente única para la re­lación de la erup­ción del volcán de los Gigantes (volcán Lautaro) en 1883, sino que también parece ser de los primeros en precisar su exacta ubi­cación. En cuanto a topónimos, los textos revelan también que Greenwood junto con Zamora «bautizaron» ciertos lugares, ahora tan conocidos, como Baguales y Centinela (además, se reconoce a Greenwood por haber dado nombre al río Turbio [Rogers, 1878]).

AUTÉNTICO CRONISTA REGIONAL PATAGÓNICO

Dos factores importantes hacen que Greenwood pertenezca a un grupo se­lecto de escritores so­bre la Pa­tagonia: sus textos hablan de vivencias perso­nales y la narración se remonta a la época temprana de la coloniza­ción patagó­nica. Se conocen pocos autores que reúnan características si­quiera si­mila­res.

Entre los más conocidos para el periodo, en lengua española, están los explo­radores chilenos Rogers e Ibar Sierra, y los argentinos Moreno, Lista y Del Castillo, quienes, principal­mente en función ofi­cial, escribie­ron para informar a sus respectivos go­bier­nos los detalles de diversa índole (geográficos, científicos, etc.) reco­gidos du­rante sus ex­pediciones. Otro autor, el perio­dista ar­gentino Payró, describió su excursión por las costas pa­tagónicas atlánticas, basa­do en sus observa­ciones de viaje y en la información de terceros.

En lengua inglesa, hay varios autores de su época. Entre los más publi­cados en español: George Musters relata magistral­mente, y en un estilo pulido, su año entre los patagones, con un enfoque centrado princi­palmente en ellos. Julius Beerbohm viajó por varias semanas con un grupo de cazadores de avestruces y propor­cionó una excelente descripción de sus vagabundeos y aventuras. W. H. Hudson, el gran naturalista, pre­senta un punto de vista más intelectual: sus «días de ocio» son de observa­ción y reflexión, más que de acción. Lady Florence Dixie en­trega más que nada la visión de una turista que, en su única vi­sita, percibe y, luego, relata amenamente su viaje a través de la Patagonia. Lo mismo su­cede con el periodista John Spears, cuyo libro reúne entrevistas y observa­ciones personales, conjunto que él denomina como una «colección de datos sobre las costas de Tie­rra del Fuego y Patago­nia» (en su caso, aunque los da­tos son varia­dos, el énfasis era la explota­ción del oro).

Aunque en ocasiones, William Greenwood trata temas similares a los narrados por estos au­tores (por ejemplo, incidentes con un toro salvaje o la cacería tradicional de los avestruces des­cri­tos por Musters), se diferen­cia y destaca entre todos ellos: sus relatos son los de un hombre de acción que aporta testimonios de experiencias ad­quiri­das durante más de media vida en la Pata­gonia aus­tral, con la diversidad que ello implica.

Para resumir: Por la profundidad, variedad y autenticidad de su na­rrativa, Greenwood es el cronista re­gional por excelencia para el periodo de colonización de la Patagonia austral y sus me­morias representan un nuevo manantial de información histórica de primera mano.


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