PRIMERA PARTE


ANUDANDO


I. Línea y mancha


Somos criaturas a la deriva. Lanzados sobre las mareas de la historia tenemos que aferrarnos a las cosas esperando que de alguna forma el roce de ese contacto sea lo suficiente para compensar las corrientes, que de otra forma nos barrerían hasta el olvido. Cuando niños, lo primero que hicimos fue aferrarnos. ¿No es sorprendente la fuerza que tienen las manos y los dedos de los niños? Están diseñados para agarrarse, primero de la madre, luego de otros en su entorno y más tarde a todo tipo de cosas que los ayuden a desplazarse o a mantenerse en pie. Pero los adultos también se aferran; de sus niños, por supuesto, para que no se pierdan, pero entre ellos también, para sentirse seguros o para expresar sentimientos de amor o ternura. Y se aferran de cosas que parecen ofrecer un poco de estabilidad. De hecho, se puede deducir que en ese aferrarnos o agarrarnos los unos a los otros, se basa la esencia de la socialidad. Una socialidad que no se limita al humano, pero que se extiende a toda la gama de “aferradores” y a lo que y a quienes se aferran. Pero, ¿qué pasa cuando la gente o las cosas se aferran entre ellas? Se entrelazan líneas. Se unen de forma que la tensión que tiende a separarlas en realidad las une más firmemente. Nada consigue agarrarse de algo a menos que lance una línea que pueda entrelazarse con otras. Cuando todo se entrelaza resulta algo que yo llamo “malla” (meshwork) o interconexión1. Para definir esta malla, hay que partir de la idea de que cada ser viviente es una línea, o mejor aún, un atado de líneas. Este libro, de un alcance y una ambición sociológica y ecológica, es un estudio sobre la vida de esas líneas.

Así no es como normalmente se escribe sobre sociología o ecología. Es más común expresarse sobre personas u organismos como globos de uno u otro tipo. Los globos tienen un interior y un exterior, y están divididos en su superficie. Pueden expandirse, contraerse, propagarse o reducirse restringirse. Ocupan espacio o ­–en el elaborado lenguaje de algunos filósofos–, promueven el principio de territorialización. Pueden chocar entre ellos, conglomerarse y hasta fundirse en globos mayores, como lo que les pasa a las gotas de aceite sobre la superficie del agua. Sin embargo, lo que estos globos no logran hacer es aferrarse (agarrase) unos con otros sin perder, en la intimidad de ese abrazo, su particularidad individual. Cuando se funden internamente, sus superficies siempre se disuelven formando un nuevo exterior. Ahora bien, al escribir Una vida de las líneas no pretendo sugerir que no existan globos en el mundo. Mi tesis es más bien que en un mundo solo de globos no podría haber una vida social, y ya que no existe vida que no sea social –que no conlleve un entrelazar de líneas– en un mundo de globos no podría haber ningún tipo de vida. De hecho casi todas, si no todas, las formas de vida pueden describirse simplemente como una combinación específica de globos y líneas, y posiblemente la combinación de sus respectivas características permite que prosperen. Los globos tienen volumen, masa, densidad: nos proporcionan materiales. Las líneas no tienen nada de eso. Lo que tienen –que los globos carecen– es torsión, flexión y vivacidad. Nos dan vida. La vida comenzó cuando las líneas empezaron a surgir y escapar del monopolio de los globos. Donde el globo confirma el principio de territorialización, la línea pone en manifiesto el principio contrario: la desterritorialización.



Figura 1.1. Globos y líneas.

Arriba de dos globos se fusionan en uno; al medio dos líneas que corresponden; abajo un globo emite una línea.


Al nivel más rudimentario, la bacteria combina una célula procariota y un flagelo que parece un hilillo. La célula es el globo, el flagelo la línea: uno contribuye con energía y la otra con motilidad. Juntas conspiraron para gobernar el mundo y, de varias formas, aún lo hacen. Cuando se busca se encuentran globos y líneas por todas partes. Piensen en el desarrollo de tubérculos a lo largo de los zarcillos de un rizoma. Las papas en un saco no son más que volúmenes pero sin embargo en la tierra son reservas de carbohidrato a lo largo de una raíz en forma de hilo, desde donde una nueva planta podrá brotar. El renacuajo, desde el momento en que se escabulle del glóbulo que lo engendra, lleva una cola lineal. El gusano de seda, una criatura que durante su corta vida expande su volumen a un factor de diez mil debido al apetito voraz que tiene por las hojas de la morera, hila una línea del más fino filamento con el que construye su capullo. Y ¿qué es un capullo? Es un lugar que usa esta larva amorfa para convertirse en una criatura alada que puede volar a lo largo de esa línea. Observe a esa artista consumada, tejedora de líneas, la araña, con su cuerpo-gota, colgando desde el borde de la línea que ha hilado, o acechada desde el centro de su telaraña. Los huevos son un tipo de globo, los peces van de globos a líneas al nacer y lanzarse como un rayo por el agua. Lo mismo se puede decir de los pájaros cuando se lanzan al aire desde sus nidos. Y el feto mamífero, agarrado al interior de la matriz por la línea de la cuerda umbilical que al nacer es expulsado al exterior para luego volver a aferrarse con sus dedos al cuerpo materno.



Figura 1.2.

Micrografía electrónica de transmisión de la bacteria Vibrio Parahaemolyticus. El cuerpo de la célula en forma de varilla tiene una anchura de 0,5 a 0,75 micrones, y una longitud de alrededor de 5 micrómetros. Los flagelos tienen aproximadamente 20 nanómetros de diámetro. La barra de tamaño en la parte superior derecha de la imagen indica 1,5 micrones. Imagen cortesía de Linda McCarter y la Universidad de Iowa.


¿Y las personas? Los niños, aun sin las restricciones de las convenciones representativas del adulto, a menudo dibujan figuras humanas como globos y líneas. Los globos le dan masa y volumen; las líneas, movimiento y conexión. Observe esta famosa pintura de Henri Matisse, “La danza”. Él tenía un estilo de representar la forma humana un poco como globos. Sus figuras son voluminosas, rotundas y de contornos fuertes. La magia de sus cuadros viene porque esos globos antropomorfos pulsan con vitalidad. Esto se puede apreciar de esa manera al ver el cuadro como un conjunto de líneas demarcadas principalmente por piernas y brazos. Incluso, esas líneas se anudan en las manos formando un circuito, perpetuamente a punto de cerrarse cuando las manos de las dos figuras en primer plano se encuentren, pero nunca lo logran. La unión de las manos, palma con palma, dedos en forma de gancho, no simbolizan un estar-juntos que se pueda lograr por otros medios. Más bien, las manos son los medios para la unión. Vale decir, son instrumentos de socialidad, que pueden funcionar como lo hacen precisamente por su capacidad de, literalmente, interdigitar. Los bailarines, atrapados en la flexión del otro, mientras más tiran más se aferran. En su apariencia de figuras-globos, Matisse nos muestra la materialidad de la forma humana, pero en ese entrelazamiento lineal nos muestra la personificación de su vida social. ¿Cómo, entonces, describir lo social?



Figura 1.3. Henri Matisse, “Danse” (1909-10).

El State Hermitage Museum, St. Petersburg, Fotografía © The State Hermitage Museum, fotografía de Alexander Koksharov.


Una forma de expresarlo es decir que este pequeño grupo es más y es menos que la suma de sus partes. Más, porque tiene propiedades emergentes, particularmente un cierto esprit de corps (compañerismo), que solo puede emerger de su asociación. Menos, porque nada los ha preparado especialmente para ello. La asociación es espontánea y accidental, y por esto, aunque cada uno de los bailarines lleve en sí el rastro de su biografía personal, mucho se pierde o queda en suspenso en la euforia del momento. Los teóricos sociales usan el término ensamblaje para describir este tipo de grupo2. Como concepto, el término ensamblaje parece darnos una manera conveniente de escapar de las clásicas formas de pensar sobre el concepto de grupo: ya sea como el agregado de distintos individuos o como una totalidad de individuos, con componentes individuales completamente definidos por las partes que juegan en el contexto de esa totalidad. Pero tanto como las alternativas que desplaza, el concepto de ensamblaje depende de la idea de globo. En vez de cinco pequeños globos o un globo, cinco globos se funden parcialmente, pero mantienen algo de su individualidad3. Aunque las partes se sumen o no en un todo, lo que falta en la lógica detrás de la lógica aditiva es la idea de fricción y tensión que hace posible que personas y cosas se agarren entre ellas. No hay movimiento. En el ensamblaje pareciera que los bailarines se hubieran convertido en piedra.

La teoría de ensamblaje, por lo tanto, no nos ayuda. Es demasiado estática y no responde la pregunta de cómo los seres en este ensamblaje se sujetan los unos con los otros. En contraste, el concepto de línea nos permite traer lo social de vuelta a la vida. En la vida de las líneas, las partes no son componentes sino movimientos. Tal vez no debiéramos encontrar nuestras metáforas en el lenguaje del kit de construcción, sino en la música polifónica. El baile, en el cuadro de Matisse, musicalmente se llamaría una invención en cinco partes. A medida que cada músico, en su turno, acoge la melodía y la lleva hacia adelante, introduce una línea de contrapunto más a las que ya están en movimiento. Cada línea responde o corresponde a cada una de las otras. El resultado no es un ensamblaje sino una danza circular: no un collage de globos yuxtapuestos sino una guirnalda de líneas entrelazadas, un remolino que se mueve entre alcanzar y ser alcanzado. No en vano el filósofo Stanley Cavell habla de la vida como un remolino de organismos4. Esta es una imagen a la que volveremos. Primero, sin embargo, necesitamos aprender una lección de un compatriota contemporáneo de Matisse, uno de los fundadores de la antropología social moderna, el etnólogo Marcel Mauss.


1 He reflexionado sobre el concepto de meshwork en otra ocasión (ej.: Ingold 2007a: 80-2; 2011: 63-94).

2 Vea por ejemplo, la “teoría de ensamblaje” del filósofo Manuel DeLanda (2006). “La autonomía del todo relativo a sus partes –argumenta DeLanda– está garantizada por el simple hecho de que pueden impactar esas partes casualmente limitando y propiciando y por el hecho de poder interactuar entre ellas sin reducir ninguna de las partes” (2006: 40).

3 Una reciente contribución del antropólogo Maurice Bloch (2012: 139) nos ofrece una clara imagen de esta fusión parcial. Bloch adopta la palabra “globo” (blob) como término genérico que cubre lo que otros teóricos llaman “personas”, “individuos”, “seres” y “moi”, y nos presenta una serie de diagramas que muestran cómo representarlo. Se presenta como un cono sólido con un centro subconsciente en su base, evolucionando hacia una punta de conciencia, sobre la cual ronda una aureola de representaciones explícitas (Bloch 2012: 117-42).

4 Ver Cavell (1969: 52). Agradezco a Hayder Al’Mohammad por llamar mi atención de esta referencia.


II. Pulpos y anémonas


Los textos científicos suelen definir la ecología como el estudio de la relación entre los organismos y sus entornos. De acuerdo a esta definición, el organismo, literalmente rodeado de su ambiente y contenido dentro de su piel, aparece como un globo. Envuelto dentro de sí mismo, ocupa espacio dentro de un mundo. Es territorial. A veces, los organismos de una misma especie pueden agruparse en grandes cantidades, por ejemplo en la formación del coral o en los nidos o colmenas de los llamados “insectos sociales”. Lo que se denomina “colonia” son congéneres que se presentan como un agregado de organismos diferenciados o como un único súper organismo: o bien como un montón de globos, o bien como uno solo. Sobre este concepto ecológico de lo supra orgánico, surgió el estudio de la sociología, cuyos principales arquitectos son Herbert Spencer del Reino Unido y Émile Durkheim de Francia. De acuerdo a Spencer, el súper organismo social es un agregado de pequeños globos, o sea, una pluralidad de individuos de una misma especie, humana o no, unidos por intereses mutuos. Spencer usa el modelo del mercado libre, donde lo que cambia de manos es lo importante, no las manos mismas. Un apretón de manos sella un contrato, pero no es un contrato –un concreto entrelazar de vidas–. Durkheim, por su lado, propuso una versión de la sociología partiendo de una polémica sobre el modelo de mercado de Spencer, especialmente cuando, osadamente, nombró esta nueva propuesta Les règles de la méthode sociologique que fue publicado en 1895. Para Durkheim la sociedad misma es un gran globo.

Durkheim argumenta que no pueden existir contratos duraderos sin algún tipo de garantía que asegure la unión de individuos, que sin ella quedarían fisibles. Esta garantía debe ser respetada, y no someterse a negociaciones individuales. Así, los súper orgánicos de Durkheim no son una multiplicación de lo orgánico sino, más bien, están sobre lo orgánico, en un plano de la realidad totalmente diferente. En un famoso pasaje de Les règles, Durkheim argumenta que la pluralidad de mentes individuales o “conciencias”, es una condición necesaria, pero no suficiente para la vida social. Además, estas mentes deben combinarse de forma específica. ¿Qué forma es esta entonces? ¿Cómo deben combinarse las mentes para producir vida social? La respuesta de Durkheim es que “al conglomerarse, interpenetrándose y fundiéndose unos con otros, los individuos generan un ser, físico si se quiere, que presenta una individualidad física de un nuevo tipo”. En una nota al pie agregó que, por esta razón, es necesario hablar de una “conciencia colectiva” distinta de la “conciencia individual”1. Agregación, interpenetración y fusión significan cosas diferentes y al enumerarlas, Durkheim nos da tres respuestas en vez de una. Pero, ¿cuál es la respuesta correcta? ¿Qué es lo que forma la conciencia colectiva: la agregación de mentes, su inter penetración o su fusión? ¿O es que estas etapas simplemente representan tres estados del proceso que culmina con su surgimiento?

Como se ha visto, la agregación y la fusión se basan en la lógica del concepto de globo o blob. Ambas suponen que la mente del individuo es una entidad confinada externamente, cerrada en sí misma y separada de otras mentes y del resto del mundo en el que se sitúa. Además, las mentes se encuentran a lo largo de sus superficies exteriores, volviendo cada superficie en interfaz que separa los contenidos de ambos lados. En fusión, estas superficies se disuelven parcialmente y producen una entidad nueva –una totalidad que es más que la suma de sus partes–. Sin embargo, dado que desde el encuentro la porción de mente que un individuo comparte con otros es instantáneamente cedida a esta entidad emergente, de más alto nivel, lo que sobra de la conciencia del individuo le pertenece exclusivamente a su dueño. La totalidad puede abarcar y trascender a sus partes, pero esas partes en sí mismas no guardan nada de la totalidad. La interpenetración, sin embargo, es diferente. Si aplicamos la lógica de Durkheim rigurosamente, la interpenetración desaparece en el mismo instante en que aparece. Es como un estado inestable que inmediatamente se convierte en un nuevo equilibrio de agregación y fusión. Cuando nuestras mentes se encuentran, cuando mi conciencia se une a la tuya, esa zona de interpenetración deja de pertenecernos a cualquiera de los dos, y se aloja en una presencia extraña a la que ambos debemos responder, a saber, “sociedad”.

Suponga una vez más que sellemos nuestro contrato con un apretón de manos: lo que cambia de dueño es suyo o es mío; el apretón de manos, sin embargo, le pertenecería a la sociedad. Desde una perspectiva durkheimiana, sería la expresión ritual de una existencia de un nivel superior a la que ambos estamos sometidos. Pero, sin duda, las manos que estrechan las suyas y que percibe desde el corazón mismo de su ser, siguen siendo mías: sigo completamente conectado a ellas en cuerpo y en mente. Y lo mismo le pasa a usted. Este es precisamente el peso de uno de los textos más celebrados de principios del siglo XX sobre la historia de la disciplina, emergente en ese entonces, de la antropología social. A saber Essai sur le don publicado en 1923-4 por el principal discípulo de Durkheim, Marcel Mauss2. Aunque aparentemente escrito en homenaje a su tutor, de hecho Mauss le propinó un duro golpe al paradigma durkheimiano, del que nunca se recuperó completamente. Lo que consiguió demostrar en ese ensayo fue la posibilidad de que la interpenetración es una condición perdurable. Mostró cómo el don que te obsequio, que queda incorporado en tu propio ser, también queda unido a mí. Y a través de ese don mi conciencia penetra la suya –estoy con usted en sus pensamientos– y por ese don recíproco, usted está conmigo en los míos. Mientras continuemos dando y recibiendo, esta interpenetración puede perdurar. Nuestras vidas están atadas o juntas, como dos manos agarrándose.

En esto, por supuesto, Mauss había solamente redescubierto lo que nuestros antecesores ya sabían. ¿Acaso no es precisamente desde esa vinculación en la que el término “contrato” encuentra su origen etimológico (de com, “juntos” más trahere, “atraer o tirar”)? Es eso lo que los bailarines de Matisse están haciendo, juntándose y arrastrándose, al responderse unos a otros en su ronda circular. Denominaré su movimiento como correspondencia. Y para retomar la conclusión del capítulo anterior, la vida social se encuentra no en la acumulación de globos, sino en la correspondencia de líneas. Sin embargo este argumento debilita la lógica que hay detrás de la idea de la relación entre las partes y el todo, bajo la cual el todo se define –como lo hace Durkheim– como algo más que la suma de sus partes, y cuestiona también la suposición que la conciencia –de cualquier tipo, o nivel, individual o colectiva– pueda entenderse como envuelta en sí misma. Porque las mentes y las vidas no son entidades encerradas en sí mismas, que puedan ser enumeradas y sumadas, sino procesos abiertos cuya característica más sobresaliente es que continúan, y en ese continuar se entrelazan, como las hebras de una cuerda. Un todo formado por partes individuales es una totalidad en la cual todo queda articulado o junto. Pero la cuerda sigue entretejiéndose, siempre en proceso y –como la vida social– nunca finalizada. Sus partes no son componentes fundamentales, sino líneas siempre extendiéndose hacia adelante, cuyas armonías residen en la forma como cada hilo, al avanzar hacia adelante, se tuerce con los otros y los otros con él en una contra-valencia de torsiones, iguales pero opuestas que los mantiene juntos y previene que se desentrelacen3.

Esto no impidió que Mauss propusiera una línea de investigación a la que llamó “phénomène social total”. Sin embargo, su totalidad es muy diferente a aquella donde el todo es más que la suma de sus partes. No es aditiva sino contrapuntística. Como el redondel de Matisse, es una totalidad en movimiento y ese movimiento, en vez de avanzar hacia una conclusión, se autoperpetúa. Mauss declara que ser testigo de esta totalidad implica ver las cosas como realmente son, “no meramente como ideas y reglas, sino también como hombres y grupos y sus comportamientos. Los vemos en movimiento, como un ingeniero ve masas y sistemas, o como vemos pulpos y anemonas en el océano4. En la extensa literatura crítica que ha surgido alrededor de Essai sur le don, esta bella metáfora oceánica –que he destacado aquí para darle énfasis– ha sido casi completamente ignorada. Sin embargo es profunda y un tema central de lo que Mauss estaba planteando. Los seres humanos reales, insistió, habitan una realidad fluida en donde nada es lo mismo de un momento al otro y donde nunca nada se repite. En ese mundo oceánico, cada ser tiene que encontrar un espacio para sí mismo, lanzando manecillas que puedan unirse a otros. Así, afirmándose entre ellos, estos seres se esfuerzan por resistir la corriente que de otra forma, ciertamente los arrastraría. Veamos a los pulpos y a las anémonas en el mar; no se juntan ni se funden, pero interpenetran sus muchas manecillas y tentáculos entrelazándose para formar una meshwork o malla, siempre extendiéndose hacia adelante.

Posiblemente eso es lo que Durkheim siempre tuvo en mente. Puede ser la razón por la que habló de la noción de interpenetración, aun cuando su manera de razonar sobre la parte y la totalidad inmediatamente la canceló. Tal vez sus recursos discursivos, sobre todo la discusión interminable contra el economismo de Spencer, lo forzaron hacia una retórica que hubiese preferido evitar. Enfrentado a un adversario que insistía en que el todo social no es más que la suma de sus partes individuales a cuyos intereses estaba subordinado, ¿qué más podía hacer Durkheim que invertir el argumento? Incluso hoy la línea de pensamiento que quieren reducir las mentes a módulos interactivos e integrados continúa imponiéndose como la corriente principal que domina disciplinas desde la psicología hasta la economía, y por ello nos vemos constantemente en la obligación de argumentar lo contrario para poder llegar a un entendimiento más abierto y holístico sobre la percepción consciente.

Debemos, sin embargo, resistir la tentación de igualar holismo con finalidad o conclusión. El encuentro de las mentes teje toda una cuerda, pero mientras la vida continúe siempre habrá cabos sueltos. Tanto entre la gente en la tierra como en las criaturas del mar, las líneas se lanzan para agarrarse o capturar lo que puedan. Por eso, con los pulpos y las anemonas nos embarcamos en una ecología que ya no es el estudio de las relaciones entre los organismos y sus ambientes; y con sus homólogos humanos ya no seguimos atados al estudio sociológico de los súper organismos. Más bien, la ecología y la sociología se fusionan en el estudio de la vida de las líneas. Como en el caso de los pulpos y las anemonas, meros globos una vez fuera del agua pero atados en líneas retorciéndose bajo las olas, al estudiar el fenómeno social, Mauss concluyó en el mismo pasaje que “vemos grupos de seres humanos y fuerzas activas sumergidas en su entorno y en sus sentimientos5. Destaco estas palabras para referencia futura ya que serán un tema central en la segunda parte de este libro, en cuanto a la relación entre las líneas y la atmósfera.


1 Ver Durkheim (1982: 129 y 145 fn. 17) las comillas son mías.

2 Essai sur le don (Mauss 1923-4). Este ensayo fue traducido al inglés por el antropólogo Ian Cunninson y publicado bajo el título The Gift (Mauss 1954).

3 En la Antigua Grecia el término “armonía” se refería a la forma cómo las cosas se mantenían unidas por la tensión creada por fuerzas opuestas, como se ve en el unirse de tablas de madera en la construcción naval, en las suturas de huesos del cuerpo y en el encordado de una lira. Agradezco a César Giraldo Herrera por hacerme ver esto.

4 Mauss (1954: 78, el énfasis es mío). En el original, el pasaje se lee así: «Dans les sociétés, on saisit plus que des idées ou des règles, on saisit des hommes, des groupes et leurs comportements. On les voit se mouvoir comme en mécanique on voit des masses et des systèmes, ou comme dans la mer nous voyons des pieuvres et des anémones» (Mauss 1923-4: 181-2).

5 Maus (1954: 78, el énfasis es mío) «Nous apercevons des nombres d’hommes, des forces mobiles, et qui flottent dans leur milieu et dans leurs sentiments» (Mauss 1923-4: 182).


III. Un mundo sin objetos


¿Cómo podemos describir el entrelazamiento –la interpenetración– de las líneas que componen esa cuerda, esas líneas de vida de seres particulares en la cuerda de la vida social? Una respuesta podría ser considerarlo en términos de nudos. En el nudo, escribe el novelista Ítalo Calvino,

…la intersección entre dos curvas nunca es un punto abstracto, sino más bien el punto exacto donde un cabo de la cuerda, o línea, o hilo, corre o gira, o se amarra por encima, por abajo, o alrededor de sí misma o de algún elemento similar a sí misma, en respuesta a las precisas acciones de practicantes de una variedad de oficios: desde el navegante al cirujano, del zapatero al acróbata, del alpinista a la costurera, del pescador al envasador, del carnicero al cestero, del fabricante de alfombras al afinador de pianos, del excursionista al reparador de sillas, del leñador al bordador de encaje, del encuadernador al fabricante de raquetas, del verdugo al fabricante de collares…1.

No es sorprendente que Calvino comience su lista de practicantes con el navegante, ni es al azar que el lenguaje de nudos y anudar impregne todos los aspectos de la vida en el mar, ya que es ahí, en ese medio líquido, donde encontrar un espacio y sostenerse en él presenta el mayor desafío. Los nudos amarran el cordaje de la nave, la anclan, se usan para medir la velocidad y, en el pasado, se les vendía a los navegantes como un medio mágico que liberaría al viento. Pero los nudos también son elementos fundamentales de estructuras tejidas, como redes y canastos. En la mitad del siglo XIX, en un tratado sobre los orígenes y la evolución de la arquitectura, Gottfried Semper escribió que el anudar fibras para tejer redes y canastos es una de las artes más antiguas del ser humano, y que de ese arte fue derivado el resto, incluyendo el construir y el tejer. Semper declara que los comienzos de la construcción “coinciden con el comienzo de los textiles”2. En la construcción, el anudar evolucionó desde el trenzado de palos y ramas hasta técnicas más elaboradas usadas para construir el marco de una casa. En el desarrollo de los textiles, de acuerdo a Semper, la cestería y el trenzado de fibras evolucionaron desde técnicas de tejido a telar, pasando por el ikat, hasta la alfombra tejida.



Figura 3.1. De nudos a tejidos.

Dos ilustraciones de Gottfried Semper, Der Stil in den Technischen und Tektonischen Künsten oder Praktische Aesthetik, Vol. I, Textile Kunst. Munich: Friedrich Bruckmanns Verlag, 1878, p. 172 © University of Aberdeen.


Volveré a hablar de Semper más adelante. Mi propósito más inmediato es sugerir que en un mundo donde las cosas continuamente están deviniendo, a través de procesos de crecimiento y movimiento –o sea en un mundo de vida–, el anudar es el principio fundamental de coherencia. Es la manera como las formas se sujetan y se mantienen en su lugar dentro de lo que de otra forma sería un flujo amorfo e inconcluso. Esto puede aplicarse tanto a formas de conocimiento como a cosas materiales, ya sea creadas como artefactos o cultivadas como organismos. En la historia reciente del pensamiento moderno, sin embargo, los nudos y el anudar han sido dejados de lado. La razón de esto se debe al poder de un grupo de metáforas alternativas y estrechamente vinculadas. Estas metáforas son el bloque de construcción, la cadena y el contenedor. Aun si están siendo cada vez más cuestionadas por disciplinas que van desde la física de partículas y la biología molecular hasta la ciencia cognitiva, estas metáforas guardan todavía mucho de su atractivo. Nos hacen pensar en un mundo que no es tanto como un tejido de líneas constantemente desenredándose sino más como un ensamblado de unidades precortadas. En esta misma vena, los psicólogos hablan sobre los “bloques” o componentes del pensamiento y sobre la mente como un contenedor equipado de ciertas capacidades que le permiten adquirir contenidos epistémicos. Los lingüistas hablan del contenido semántico de las palabras y de su encadenamiento en sintaxis; los biólogos a menudo se refieren al ADN del genoma en términos similares, como una cadena genética y como un plan para juntar los componentes básicos de la vida. Los físicos, en estudios de las reacciones en cadena de partículas subatómicas, pretenden descubrir nada menos que los “componentes fundamentales del universo mismo”.

Sin embargo, un mundo ensamblado a partir de componentes vinculados externamente y ajustados perfectamente, no podría albergar vida3. Nada podría moverse ni crecer4. Por eso el bloque-cadena-contenedor y el nudo representan tropos maestros, mutuamente exclusivos, para explicar la constitución del mundo, expresados en filosofías del ser y del devenir, respectivamente. Nuestro desafío, en esta exploración de la vida de las líneas, es considerar cómo una restitución del nudo, después de un periodo en el que bloques y contenedores se han mantenido como figuras primordiales, podría cambiar nuestro entendimiento sobre nosotros mismos, sobre las cosas que hacemos y creamos, y sobre el mundo en el que vivimos. Para enmarcar estas preguntas, debemos primero determinar el significado de lo que el nudo no es. Específicamente:


El nudo no es un bloque de construcción. Los bloques se ensamblan en estructuras; los nudos están amarrados o sujetos en nodos o nódulos. Por lo tanto el orden de los bloques es explícito, en el sentido de que cada uno se vincula al otro, por contacto externo o adyacencia; el orden de los nudos es implicado, en donde las hebras constituyentes de cada nudo, al extenderse, se anudan con otras.

El nudo no es una cadena. Las cadenas se articulan desde elementos rígidos o eslabones, y mantienen sus conexiones aun cuando se relaje/a la tensión. Pero no tienen ninguna memoria de su formación. En cambio los nudos no son articulados ni se conectan. No tienen eslabones. Sin embargo, retienen en su misma constitución una memoria del proceso de su formación.

El nudo no es un contenedor. Los contenedores tienen interior y exterior; en la topología del nudo sin embargo, es imposible discernir lo que es interno o externo. Más bien, el nudo tiene intersticios5. Sus superficies no encierran sino que yacen “entre las líneas” de los materiales que las forman.

Ciertamente, si el nudo no es ni bloque ni cadena, ni contenedor, lo mismo puede decirse del globo/blob. Muy al fondo, podríamos argumentar, cada globo es sí mismo y no puede ser sustituido por ningún otro. Incluso es irreductible a componentes elementales, moleculares o atómicos que, podría decirse, componen todas las cosas. Por lo tanto no es realmente un “bloque” ni está construido a partir de bloques. Al estar fundamentalmente en sí mismo tampoco puede encadenarse con otros globos en una secuencia directa de causa y efecto. Considere un pedazo de cobre y otro de estaño. El cobre es cobre y el estaño, estaño, y no hay manera por la cual los pedazos puedan tener acceso directo al otro, a menos que cuando encontrándose y derritiéndose en su interioridad, la relación creada entre ellos inmediatamente se convierte en la base de un nuevo pedazo: bronce, con su propia esencia irreductible e inescrutable. Tal vez sea igual entre usted y yo: si entablamos una relación, ¿no es acaso cierto que se genera algo nuevo que no es ni usted ni yo, pero en el cual ambos hemos cedido algo de nuestros respectivos seres? Incluso más, un globo es un globo, independientemente de cuantas innumerables facetas pueda revelarle en algún momento de nuestra percepción. Por ende, no contiene esas facetas. Más bien está siendo contenido por ellas, escondiéndose en las profundidades que ocultan sus apariencias superficiales.

Las tres posibles propiedades del globo –que no es bloque, cadena o contenedor– se juntan en lo que recientemente círculos filosóficos han empezado a denominar como “ontología orientada al objeto”. Con su sigla rotunda de tres O –OOO– es realmente la ontología del globo con creces. Es, sin embargo, una ontología profundamente desconectada de la vida. OOO nos presenta el fantasma de un mundo donde todo lo que alguna vez se ha movido, respirado o vivido, se ha retirado hasta lo más profundo de su ser, colapsado en innumerables piezas irregulares e impenetrables. Es atemporal, inmóvil, inerte: un universo fósil atemporal. Una de las justificaciones de OOO, presentada por sus proponentes, es que permite que las cosas existan, que sean sí mismas, sin “minarlas” ni “sobreminarlas”. Minar algo es reivindicar, por ejemplo, que ese algo no es nada más que una combinación específica o arreglo, de los mismos elementos que se encuentran en todo lo demás. “Sobreminarlas” es decir que ser objeto no es más que una apariencia en el teatro de la conciencia. Sin duda podemos aceptar que ambos, minar y sobreminar, existen desenfrenadamente en las humanidades y ciencias de hoy, y no tengo interés en defender ninguno de los dos.

No es cierto, sin embargo, que la única forma de resistencia a tales formas de minar sea volcándose hacia una ontología del globo. No niego que existan globos –blobs en el mundo–; de hecho, como hemos visto, esa combinación de manchas y líneas es una característica casi universal de las formas vivas. Pero asimismo vemos que, casi universalmente, estos globos lanzan líneas o se expanden desde ellas, o están imbricados en una matriz lineal. Es mediante sus líneas que pueden vivir, moverse y afirmarse los unos con los otros. Privados de las líneas, los blobs se atrofian, colapsándose en sí mismos: sin líneas, se reducen a “objetos”. Por esta precisa razón es que cada blob que se produce no es, o no es meramente un objeto, es por esto que siempre hay algo que va más allá. Una ontología de la línea nos permite dispensar de los objetos, sin minarlos ni sobreminarlos. “Todas las cosas existen por igual, pero no existen de igual manera”: así es el tan repetido mantra de OOO6. Pero las cosas no solo existen, si fuera así entonces realmente serían nada más que objetos. La cuestión sobre las cosas es que ocurren, vale decir, prosiguen y se extienden a lo largo de sus líneas. Esto es admitirlas en el mundo no como sustantivos sino como verbos, como “en–marcha”. Es traer las cosas a la vida y también es admitir fenómenos meteorológicos en el mundo, como el sol, la lluvia y el viento7. Las vidas, como Mauss mostró para las personas humanas, pueden encontrarse en su interioridad y sin embargo continuar sus propios caminos, sumergidas en sus atmósferas de sentimientos. Pueden ir anudándose a sí mismas. El mundo de las cosas, propongo, es un mundo de nudos, un mundo sin objetos, o sea, un WWO (a world without objects).


1 De un ensayo titulado “Say it with knots” (Dilo con nudos) publicado originalmente en 1983. Ver Calvino (2013: 62).

2 Ver Semper (1989: 254, énfasis en el original). El tratado de Semper, Style in the Technical and Tectonic Arts or Practical Aesthetics (Estilo en artes técnicas y tectónicas o estética práctica). Publicado originalmente en dos volúmenes en 1861 y 1863.

3 Ver Ingold (2013a: 132-3).

4 Sobre la noción de intersticios, ver Anusas e Ingold (2013).

5 Uno de los proponentes principales de este enfoque es Graham Harman. Ver por ejemplo Harman (2011).

6 Ver Bogost (2012: 11, énfasis en el original).

7 Para ilustrar cómo los objetos supuestamente se retiran dentro de sí mismos, de modo que no pueden tener acceso inmediato a la esencia del otro, Harman nos da el ejemplo de la lluvia en un techo de latón. “La lluvia cayendo sobre un techo de latón no entra en contacto íntimo con la realidad del latón, como tampoco los monos encima del techo, o el residente pobre de una casucha con techo de latón serían capaces de hacerlo” (Harman 2011: 174). Dos páginas después, dice –sin tratar siquiera de justificarse– que “el tiempo no existe simplemente porque solo el presente existe siempre” (2011: 176). Pero en un mundo sin tiempo, la lluvia no caería: efectivamente, ya que la lluvia son las gotas que caen, no podría existir en absoluto una cosa como la lluvia; solo gotas suspendidas en el aire. ¡No es sorprendente que no haga ningún contacto con el techo de latón! Se supone que los filósofos están para ayudarnos a pensar con más precisión y claridad, pero a veces parece que sus mentes son más confundidas que las de los demás. Donde ellos van, puede ser mejor no seguir, no vaya a ser que nos perdamos por los altos pastizales.


IV. Materiales, gestos, sentido y sentimiento


¿Cómo, entonces, sería un mundo que es anudado en vez de ensamblado, encadenado o contenido? Una visión posible de este mundo (WWO –World Without Objects) surge de los escritos del arquitecto japonés Akihisa Hirata. Él describe cómo una visión alpina de montañas plegadas, envueltas en nubes, traspasadas por rayos de sol, le hicieron pensar un orden entrelazado donde montañas y nubes se atraen entre sí formando configuraciones que causan otros entrelazamientos, creando una escena de vida imbuida de una complejidad inalterable1. ¿Existe acaso una conexión entre el pensar-a-través-del-anudar y este entender el mundo habitado como una interpenetración de la tierra y el cielo, con sus arrugas, pliegues y dobleces, en vez de como una esfera sólida rodeada de su atmósfera gaseosa, sobre cuya superficie externa se erige la arquitectura de sus entornos construidos?

No pueden existir, por supuesto, nudos sin el acto de anudar: debemos por ende comenzar con el verbo “anudar” y entenderlo como una actividad en la que los “nudos” son los resultados emergentes. Si así se entiende, el anudar tiene que ver con el cómo las fuerzas opuestas en tensión y fricción –entendiéndose como cuando uno tira firme– son generadoras de nuevas formas. Y es sobre cómo las formas se mantienen en su lugar, en medio de ese campo de fuerza; en resumen, sobre lograr que las cosas se adhieran entre sí2.

Consecuentemente, nuestra atención debe concentrarse en fuerzas y materiales en vez de contenido y forma. En el anudar, por lo tanto, se puede registrar un número de dominios de pensamiento y de práctica a través de los cuales los padrones de cultura se sostienen y amarran en los intersticios de la vida humana. Estos dominios incluyen: los flujos y los patrones de crecimiento de los materiales, incluyendo el aire, el agua, la cordelería y la madera; movimientos y gestos corporales, como el tejer y el coser; la percepción sensorial, especialmente el tacto y la audición, tal vez más que (pero sin excluir) la visión; y las relaciones humanas y el sentimiento que las infunde. Entiendo estos dominios como estando a la par ontológicamente: vale decir ninguno es más fundamental o más derivado. Por lo tanto, nuestro trabajo no es explicar el uno en función de ningún otro, ni debemos entender el anudar en ningún sentido literal ni en ningún sentido metafórico. Más bien la pregunta tiene que ver con cómo traducir de un dominio a otro.

Empezando con los materiales: es importante notar un segundo sentido en el que los nudos y el anudar podrían comprenderse. En ese sentido, un nudo se forma cuando los materiales de formas de vida en crecimiento se entrelazan entre ellos, formando un bulto o un nódulo. Esto es más obvio al ver el crecimiento de los árboles, aunque puede extenderse a concreciones o hinchazones en tejidos animales, e incluso, por analogía, a los afloramientos rocosos de similar constitución y textura. El nudo-árbol es una espiral en la veta que se desarrolla a medida que el material de un tronco o una rama se expande, envolviendo una emergente. Ya que la rama está simultáneamente creciendo, el material del nudo se va comprimiendo en un núcleo duro. Aun cuando los nudos son lo que mantiene al árbol unido en su densidad y a la distorsión de la veta, también presentan un enorme desafío para el carpintero, lo que puede ofrecer una pista para la relación entre los nudos del primer tipo y los del segundo.

Los del segundo tipo se forman a través de un proceso de agrandamiento y diferenciación en la extrusión de material a lo largo de líneas de crecimiento. Los del primer tipo, sin embargo, suponen la manipulación de líneas –fibras, mechones, cuerdas o sogas– que ya han crecido. Amarrar nudos de esta forma, de ninguna manera es exclusivo al humano: las aves tejedoras lo hacen al construir sus nidos, ciertos simios lo hacen también, al menos si crecen próximos a seres humanos3. Sin embargo, Semper puede haber tenido razón al trazar los orígenes de la tecnicidad en la capacidad de formar nudos por un lado y cortar a través de ellos por el otro –esto es, en la complementariedad entre el tejer y la carpintería, los textiles y el tallado en madera– encontrando apoyo etimológico para esta idea en el grupo de palabras derivadas del griego tekton, presuntamente derivado del sanscrito taksan, que se refiere a la carpintería y el uso del hacha (tasha). Finalmente, como observa el filólogo Adolf Heinrich Borbein, lo tectónico se convertiría en “el arte del juntar”4.

Lo que realmente significa el juntar cosas es un tema que abordaré en el próximo capítulo. Sin embargo, respecto de los gestos y movimientos corporales, en nuestro segundo registro del anudar, el aspecto más crucial es que el nudo está atado. Atar siempre implica la formación de un lazo por el cual la punta de la línea se enrosca y se aprieta. La coreografía del lazar es de particular interés por la manera en la cual el gesto circular o arqueado reúne o recupera simultáneamente el material, creando un espacio por el cual puede ser impulsado más allá, en una alternación rítmica que permite la comparación con el corazón latente y los pulmones jadeantes del cuerpo vivo. Topológicamente, el corazón humano (en Latín cor) es un tubo en forma de nudo, como en el corno francés (también cor). En el cuerpo, el nudo-corazón alternativamente reúne los flujos arteriales de sangre que sustentan la vida y los impulsa hacia adelante, así como los pulmones que inhalan reúnen el aire en un vórtice a través del cual podemos luego exhalar. Y la respiración del cuerpo corresponde en su turno a la línea sonora y melódica que emerge de los tubos anudados de la trompeta al ser soplada o de las cuerdas vocales cuando la gente canta. Varias voces, estratificadas en correspondencia, forman un coro o un estribillo. Cor, cuerda, coro, comparten el mismo significado básico del nudo. Volvimos al baile circular de Matisse.

¿Cómo, entonces, se registra el anudar en la percepción sensorial? Una posible respuesta sería que es como música. Porque, ¿qué es música si no la sinergia de gestos de performance, corrientes de aire y cuerdas vibrantes, y sonidos correspondientes que tocan las cuerdas de la emoción? Como mostraré en un capítulo subsiguiente, los sonidos y los sentimientos –considerados como cualidades de experiencia– no van de punto a punto, sino que se enlazan y se enrollan entre ellos, tanto como las líneas de una polifonía coral o una danza redonda. Y si las formas de la música y de la danza son nudos de sonido y sentimiento, ¿por qué no podríamos considerar las formas arquitectónicas como nudos de luz? Los que construyeron las catedrales medievales, quienes coronaban a sus santos con halos mientras los alababan con un repicar de campanas, cubriendo sus imágenes con guirnaldas, seguramente habrían entendido esto. Para ellos, el halo, el repicar y la guirnalda respectivamente, vistos, oídos y sentidos, eran de un mismo tipo. Ellos también habrían entendido que el desanudar, tanto como el anudar, se registran en la percepción, nunca mejor que durante una tormenta con truenos, relámpagos y viento, pero también en la vivienda donde el fuego del fogón amarra las circulaciones de afectividad y de alimentación y, en un movimiento inverso de desamarrar, los libera a la atmósfera como humo dispersado por el viento5. Existe una larga asociación, especialmente en comunidades marineras, entre los nudos y el viento. Desanudar un nudo es liberar el viento. Un nudo libera una briza leve; el segundo, una más fuerte. Liberar el tercero, sin embargo, desata todo el infierno6. El anudar y el desanudar yace al centro de la relación entre el hogar-fogón y el viento, y más ampliamente, entre la sociedad y el cosmos.

Finalmente, en el campo de las relaciones humanas, el anudar es sintomático de cómo las vidas se juntan en relaciones de parentesco y afinidad. Los niños producto de una unión, “tejidos” como lo dice el salmo bíblico, en el mismo útero, son como líneas que finalmente toman sus respectivos caminos, solo para entrelazarse con líneas que se extienden desde otros nudos, difundiendo así la malla de parentescos a lo largo y lo ancho7. Por lo mismo, estas líneas de historias de vida son líneas de sentir o de sentimiento, cuyo enraizamiento mutuo se basa en lo que el antropólogo social Meyer Fortes llamó “the axiom of amity” (el axioma de la concordia, armonía). Para Fortes, el parentesco se iguala con concordia o amistad, y el no parentesco con su negación8. Tal vez, la tragedia del parentesco es que sus líneas, unidas en su origen, solamente pueden separarse al crecer, su promesa yace en el descubrimiento de otras líneas con las cuales unirse, y en la nueva vida que surja de ello. El estar juntos genera alteridad; la concordancia, alienación; y viceversa. Pero el amarrar(se) puede también ser político. Yace, como plantea la filósofa Hannah Arendt, en la realidad de “hombres actuando y hablando unos con otros”, en ese entre-medio donde encuentran sus inter-eses, y en el que se teje la “‘red’ de relaciones humanas”9. La naturaleza exacta de un entre-medio que está en el medio de las cosas –vale decir, el estar-entre-medio del nudo, en lugar del de una casa liminal que se encuentra a medio camino, –en route desde medios a fines– que es un asunto al que vuelvo en el penúltimo capítulo de este libro. Nuestra preocupación más inmediata es la pregunta de cómo, al atar el nudo, las vidas o los materiales podrían ser juntados.


1 Ver Hirata (2011: 15-17).

2 Quedo en deuda por esta idea con la antropóloga Karin Barber (2017).

3 Ver, por ejemplo, Herzfeld y Lestel (2005).

4 Citado en Frampton (1995: 4).

5 Sobre esto, ver Ingold (2013b: 28).

6 Ver Ingold (2007b: S36-7, fn. 8).

7 Salmos 139 verso 13.

8 Fortes (1969: 110, también 219-49).

9 Arendt (1958: 182-3, énfasis en el original).


V. De nudos y articulaciones


En inglés a la carpintería se la llama también joinery (del inglés join o junta, unión), al carpintero un joiner (el que junta). ¿Pero qué es esa “junta” y qué quiere decir juntar cosas? Las metáforas dominantes de bloque, cadena y contenedor que introduje anteriormente, han llevado a una nefasta asociación del juntar como articulación. Esto nos lleva a imaginar un mundo compuesto por elementos rígidos (o bloques) vinculados externamente (o encadenados) por lado y lado o por los extremos. Lo que no sea duro o sólido está confinado (o contenido en) el interior de esos elementos. Por lo tanto, las interioridades no pueden revolverse ni mezclarse, solo pueden fusionarse en la constitución de elementos compuestos, en los cuales cualquier rastro de unión desaparece inmediatamente. Este fue exactamente el argumento que utilizó Durkheim en relación a la constitución de la sociedad. Los individuos pueden articularse entre ellos por contacto externo, como lo hacen en la feria, pero la sociedad es algo continuo, sin “costuras”. Sin embargo, ciertamente que la articulación no es la única forma de juntar cosas. Otra es atarlas en algún tipo de nudo. En este caso las cosas, al ser unidas, deben ser lineales y flexibles y no se encuentran cara a cara, por fuera, sino que en la misma interioridad del nudo. Y no son juntadas ni por sus extremos ni por sus lados, sino que en el medio. Los nudos siempre están en el meollo de las cosas, mientras que sus extremos quedan sueltos, buscando líneas con las que entrelazarse. Amarrar y articular entonces son como dos maneras de juntar que descansan sobre dos principios exactamente opuestos. ¿Y el carpintero? ¿Cuáles son los principios que adopta? A primera vista pareciera que debiera optar por la articulación. Después de todo, ¿quién escuchó alguna vez hablar de anudar vigas o tablones de madera? De hecho es posible atar tablones de madera adyacentes cosiéndolos con mimbres flexibles o raíces, como se ve en algunas técnicas prehistóricas de construcción de barcos1. Pero no se puede anudar un tablón con otro. Es en este aspecto donde, seguramente, el oficio de la carpintería se diferencia del de la cestería. El cestero trabaja con retoños flexibles en vez de maderas sólidas y entreteje las hebras de manera tal, que ellas siempre rebasen sus puntos de contacto. Pero el carpintero por ejemplo, al construir el marco de una casa une tablones sólidos por sus extremos y por sus lados. Con el canasto, las fuerzas compensatorias de tensión y compresión de mimbres doblados, le dan rigidez a toda la estructura; en el caso del marco de la casa, los puntos principales de presión se encuentran en las uniones mismas.

Debido a estas diferencias evidentes entre la carpintería y la cestería, ¿cómo podríamos argumentar que la juntura del carpintero es un tipo de nudo? Sin embargo, este es el argumento propuesto por Gottfried Semper en su tratado de 1851, The Four Elements of Architecture. Ya hemos visto cómo Semper veía a la carpintería y a los textiles como oficios complementarios dentro del campo general de las artes tectónicas, con el nudo como la operación más elemental y común entre ambos. Fascinado con la etimología, Semper encontró apoyo para sus ideas en la afinidad existente entre las palabras alemanas Knoten (nudo) y Naht (juntura, costura), ambas aparentemente compartiendo la raíz Indo-Europea noc –de donde viene nexo y necesidad2. Lo que está en juego –de lo que Semper estaba muy consciente– es más que una cuestión meramente de técnica. Más bien toca la cuestión más fundamental sobre lo que quiere decir “hacer cosas”. El carpintero y el tejedor están impulsados por el mismo mandato del hacer, y para ambos no puede haber un “hacer” sin un “juntar”. Sin embargo, la necesidad del nudo no es una necesidad rígida y quebradiza, permitiendo libertad solo en los espacios que se dejan entre medio, sino una necesidad flexible que admite el movimiento como su condición y también su consecuencia. Vale decir, no es la necesidad de la predeterminación, cuyo antónimo sería el azar, sino una necesidad nacida del compromiso y la atención a los materiales y a los caminos que quieran andar. Su antónimo es la negligencia.

En este sentido, la juntura del carpintero no es en absoluto una articulación. Ya que en ella, como en el nudo, los materiales se ofrecen el uno al otro por el interior, sin perder sin embargo sus identidades en el conjunto compuesto. Al cortar una mortaja y una espiga, por ejemplo, una de las piezas se prepara para recibir a la otra, de tal forma que la interpenetración, escondida en la interioridad de la junta, es una condición perdurable. De hecho, el argumento de Semper en cuanto a la juntura, en el campo de las relaciones materiales, es paralelo a lo que Mauss explicaba sobre el don en el campo de las relaciones sociales. Así como la mano que te ofrezco en un saludo, sigue siendo completamente mía, así mismo la espiga cortada en un pedazo que se ofrece a la mortaja cortada en el otro, se mantiene enteramente en el primero al ser recibida por el segundo. Así también pasa con las líneas constituyentes del nudo. Como con el segundo, podemos decir que las piezas del tablón son juntadas, pero no unidas una encima de otra. Porque “encima” tiene una connotación de finalidad desmentida por la continuidad de la vida de las cosas. Ni están unidas de manera superpuesta ni tampoco usadas de manera exhaustiva. Al contrario, continúan y al continuar, sus juntas o nudos establecen relaciones que no son de articulación sino de simpatía. Como las líneas de la música polifónica, cuya armonía yace en cómo alternan tensión y resolución, las partes poseen un sentimiento interno entre ellas y no están simplemente vinculadas por conexiones exteriores.



Figura 5.1. Unir madera.

Esta foto, tomada en British Columbia, Canadá, nos ilustra una manera de unir vigas en la esquina en la construcción tradicional de una cabina de troncos © Alex Fairweather / Alamy.


Es precisamente porque esas partes están conectadas en simpatía –a través de una diferenciación intersticial más que de adición externa– y me abstengo de usar el término “ensamblaje” para hablar del todo compuesto por ellas. El todo es una correspondencia no un ensamblaje, cuyos elementos no se juntan “encima” sino “con”. Así como la adiciones conglomeradas del ensamblaje son “y… y… y” las simpatías diferenciales de la correspondencia son “con… con… con”. Como explica el teórico del diseño Lars Spuybroek, la simpatía es un “viviendo con” más que un “mirando a”, una manera de sentir-saber que opera en los intersticios de las cosas, en su interioridad.

Spuybroek escribe que “lo que las cosas sienten cuando se moldean entre ellas”3, tanto en la carpintería como en los textiles, la forma de una cosa no se encuentra encima ni yace detrás de ella, sino que emerge de este moldearse mutuamente, en medio de una junta de fuerzas que son al mismo tiempo maleables y friccionales, establecidas a través de la participación del practicante con materiales que tienen sus propias inclinaciones y vitalidad.

Habiendo establecido que el anudar y el juntar no son instancias de articulación sino de unión simpática, combinando líneas flexibles y rígidas respectivamente, queda puesto el escenario para reconocer todo tipo de casos intermediarios donde el anudar y el juntar, las líneas rígidas y flexibles puedan combinarse. Piense en el mástil de un navío y su cordaje, los arcos y la red de una cancha de futbol, la caña y el sedal de un pescador, el arco y la cuerda del arquero, el telar y los hilos de urdimbre del tejedor, y más temible, la horca y la soga del verdugo. Tal vez el ejemplo más destacado, sin embargo, sea el cuerpo humano, por excelencia un complejo de nudos y articulaciones, cuyos miembros deben estar en simpatía para que la persona se mantenga viva y saludable. Ya he mencionado que el corazón es un nudo. Los huesos, sin embargo, se encuentran unos con otros en las articulaciones. El paralelo, un tema recurrente en la poesía homérica fue el de la buena juntura entre la madera y la piedra en la construcción de templos, y los miembros bien unidos del guerrero –uno confiriendo resistencia contra la violencia del clima, la otra resistencia contra la violencia de los enemigos–. El mismo verbo ararisko “juntar”, usado comúnmente para ambos, estaba en cantidad de palabras basadas en la raíz Indoeuropea *ar, de la cual también se derivan no solo los “brazos” del guerrero, y el “arte” del constructor o creador (en Latin, armus y ars), sino también el “artículo” y por supuesto el “articular”.

Como hemos visto, la serie de palabras derivadas de esto para referirse al arte del que junta, tekton –incluyendo el latín texere, “tejer”– originalmente convergían en este mismo significado4. Pero para los poetas y los filósofos de la Grecia y Roma clásicas, la articulación de las uniones en un cuerpo bien temperado, aún no tenía el significado anatómico que nosotros conocemos hoy. Se asociaba más con ideales de belleza, equilibrio y fortaleza. Solo mucho más tarde esa junta o juntura llegaría a marcar el punto de unión y separación entre diferentes partes del cuerpo, ya sea un cuerpo de un animal en la mesa del carnicero o un cuerpo humano en la mesa de disección. Y solo en esta aprensión anatómica, como un cadáver, el cuerpo llegó a figurar como una totalidad ensamblada a partir de componentes. Esa es, sin embargo, una aprensión divorciada de la vida. Para el ser viviente, la juntura –que como el resto del esqueleto nunca fue ensamblada sino más bien ha crecido con la persona a la que pertenece– no es tanto una conexión externa de elementos rígidos sino una condición interna de movimientos correspondientes, unidos en el interior por medio de una malla lineal de ligamentos.



Figura 5.2. Huesos y ligamentos

En la ilustración, de su Beiträge zur bildnerischen Formlehre (1921/12), el pintor Paul Klee muestra cómo los huesos de una juntura están unidos con ligamentos. Gracias a su incrustación en la matriz lineal, los elementos óseos en forma de globo pueden formar una unión flexible y simpática.


Antes de dejar este asunto de la juntura, es necesario agregar un comentario más concerniente a su opuesto: la separación. Una estructura articulada compuesta por elementos encadenados, puede ser desarmada fácilmente, como pasa por ejemplo con los vagones en una estación cuando hay que hacer un mantenimiento ferroviario. Al desacoplar los vagones, también el tren de carga se desarticula. Igualmente, los huesos que han sido ensamblados en el laboratorio forense, pueden luego ser desensamblados. Pero por todo lo que he argumentado hasta ahora, debería estar claro que la separación de elementos que se han unido en simpatía no puede entenderse en esos términos. Porque no es simplemente una cuestión de cortar una conexión externa: algo tiene que ceder desde dentro. Esto tiene que ver con la cuestión de la memoria. Al comparar la cadena y el nudo (ya he dicho que la cadena no tiene memoria) cuando se suelta la tensión de la cadena y se deja caer en el piso, esta cae como un montón desordenado. Pero si se desanuda una cuerda, sin importar cuánto se trate de enderezarla, la cuerda mantiene sus pliegues y dobleces y querrá, si se le permite, volver a enroscarse en una constitución similar a la anterior. La memoria se extiende dentro del material mismo de la cuerda, en las torsiones y flexiones de sus fibras constituyentes. Así mismo pasa con los maderos que han sido unidos. Pueden ser separados y usarse en otras estructuras, pero sin embargo retendrán la memoria de su asociación previa. Cuando decimos que al separarse algo tiene que ceder desde adentro, queremos decir que es necesario olvidar. Una estructura articulada, ya que no recuerda nada, no tiene nada que olvidar. Pero el nudo se acuerda de todo y tiene todo para olvidar. Desatar el nudo, por lo tanto, no es una desarticulación. No se quiebra en pedazos. Es más bien un zarpar, donde las líneas que una vez estuvieron juntas, ahora van por caminos separados. Así es con los hermanos en una familia, que habiendo crecido juntos, cuando dejan el hogar no se produce un desensamblaje sino una dispersión, un sacudir esas líneas de diferenciación intersticiales generalmente conocidas como relaciones de parentesco. Y en el nudo del ombligo cada uno de nosotros retiene una memoria de ese momento originario cuando llegamos al mundo, para luego ser arrojados a él por un corte.


1 Además de con sauce y raíces o fibra vegetal, algunos navíos antiguos eran cosidos con tejo. Ver McGrail (1987: 133-5).

2 Aquí me he basado en la robusta revisión sobre el trabajo de Semper por Kenneth Frampton.

3 Ver Spuybroek (2011: 9).

4 Sobre este paralelo ver Giannisi (2012) y para su correlación etimológica ver Nagy (1966).


VI. Muro


Para Semper, los cuatro elementos fundamentales de la arquitectura eran el terraplén o suelo, el hogar o fuego, el armazón y la membrana contenedora. A cada uno de ellos les asignó un oficio específico: albañilería para las bases, cerámica para el hogar, carpintería para el armazón; y textiles para la membrana. Su mayor preocupación, sin embargo, fue la relación entre la base del edificio –el fundamento– y su estructura, o sea entre la albañilería y la carpintería. En términos más técnicos, fue para crear una distinción entre estereotomía y tectónica1.

Ya hemos visto la tectónica, del Griego tekton, un término que originalmente significaba carpintería pero que luego expandió su referencia para adoptar el del “arte de las junturas” en general. La estereotomía también tiene sus raíces en la Grecia clásica, de stereo (sólido) y tomia (cortar): es el arte de cortar sólidos en partes que calcen estrechamente cuando son ensamblados en una estructura, como una torre o una bóveda. Estos pesados bloques se mantienen en su lugar debido a la fuerza de gravedad ejercida sobre los de abajo y luego sobre los cimientos. En contraste, en tectónica los elementos lineales quedan encajados en un marco, sujetos con juntas y ribetes. Uno podría pensar, por ejemplo, en el marco de un navío antes de que sea recubierto por tablones y revestimiento, o en las vigas de un tejado al que aún le faltan la pizarra o las tejas. Para Semper en su tiempo, y para nosotros hoy, la pregunta más importante es sobre el equilibrio –o la prioridad relativa– entre estereotomía y tectónica en el hacer o construir de las cosas.

En tectónica, como vimos en el capítulo anterior, el nudo o la junta es el principio raíz de la construcción. En estereotomía, es el montón. Y así como el montón gravita hacia la tierra, una estructura que es anudada o juntada, normalmente queda suspendida o elevada en el aire. El historiador de la arquitectura Kenneth Frampton ha subrayado cómo estas “modalidades de construcción dialógicamente opuestas” apuntan respectivamente a “la afinidad del marco por la inmaterialidad del cielo, y a la propensión de la masa-forma, no solo a gravitar hacia la tierra sino que también a disolverse en su propia sustancia”2. El cielo, y lo que en él sucede, será el tema de la segunda parte de este libro. A medio camino entre la tierra y el cielo, sin embargo, está el suelo, y en este momento quiero volver a la pregunta que planteé hace poco, pero que aún no tiene respuesta. ¿Cuál es la relación entre el pensar-a-través-del-anudar y nuestro entendimiento sobre el suelo? ¿Cómo podría alterarse esta comprensión si reemplazáramos la arquitectura del bloque y del contenedor –con su interior remodelado como un simulacro del espacio externo– por la arquitectura del mundo tierra-cielo que restablece la casa como un nudo en el tejido de la tierra, donde los cimientos estereotómicos se encuentran con el techo tectónico?

Para empezar a responder esas preguntas, me enfocaré en una estructura de distribución casi universal, pero una que, de cierta forma, confunde la distinción entre lo estereotómico y lo tectónico: a saber, el muro. ¿Es el muro ensamblado o tejido? ¿Es amontonado o juntado? ¿Es de la tierra o del aire? Tendemos a pensar en muros como hechos de materiales sólidos, como barro, ladrillo o piedra, y sobre los que construyen los muros como albañiles que colocan ladrillos. Los muros antiguos, habiendo colapsado hacia la tierra desde donde surgieron sus materiales, muchas veces apenas se pueden ver, y solo un observador con entrenamiento en arqueología consigue detectarlos en el paisaje. Pero tal vez no los vemos porque desde un principio no fueron construidos de materiales tan sólidos y perdurables, sino que con materiales orgánicos perecederos, que con el tiempo expuestos a la atmósfera y a su impacto, se habrían fundido literalmente, en aire. Esa ciertamente habría sido la visión de Semper, porque estaba convencido de que los primeros muros o murallas fueron trenzados en mimbre y usados como corrales para animales domésticos o como rejas para mantener animales salvajes fuera de sus jardines y cultivos.

Siguiendo su tesis de que tanto las construcciones como los textiles comparten un origen común en el trenzar palos y ramas, concluyó que los primeros “ajustadores de muros” (Wandbereiter) eran tejedores de alfombras y esteras, argumentando que la palabra alemana para pared, Wand, comparte la misma raíz con la palabra para vestido o ropa, Gewand 3. Sin duda, el movimiento de tierra que estaba a la base de los cimientos de una construcción podría elevarse y convertirse en el mismo tejido de la construcción, para formar murallas sólidas o fortificaciones de roca y piedra. Pero Semper fue cuidadoso al distinguir entre la masividad de un muro sólido, indicada por la palabra Mauer, y el recinto liviano con aspecto de pantalla insinuado por la palabra Wand-pared. En relación a la primera función de Wand-pared, encerrar un espacio, Semper creía que el Mauer-muro tenía un rol simplemente auxiliar, de brindar protección o apoyo. La esencia de la construcción-muro entonces, yacía en el juntar o anudar los elementos lineales del marco, y el trenzado del material que lo cubre. Incluso con el advenimiento de la muralla de piedra y la fortificación, para Semper el construir-muros nunca perdió su carácter de arte textil.

En su primera publicación, el tratado de Semper, The Four Elements of Arquitecture (Los cuatro elementos de la arquitectura) no fue bien recibido. Figuras prominentes del mundo de historia del arte y la arquitectura se unieron para ridiculizarlo. Efectivamente, la idea de que construir fuese una práctica textil similar a la cestería resultaba tan extraño para los contemporáneos de Semper, en la mitad del siglo diecinueve, como les parece a muchos de los lectores de hoy. Cuestionar ese “sentido común” requiere de un intelecto audaz. Uno de esos excéntricos filósofos del diseño era Vilém Flusser que en sus escritos de las últimas décadas del siglo XX, nos recuerda que para cualquier estructura que brinde alguna medida de protección contra los elementos, como una carpa, la primera condición que debe cumplir es que no sea arrastrada por el viento, más que resistir la fuerza de gravedad. Esto lo lleva a comparar la pared de la carpa con las velas de un navío, y hasta con el ala de un planeador, cuyo propósito no es tanto el resistir o quebrar el viento, sino capturarlo en sus pliegues, canalizarlo o desviarlo de una manera que sirva a los intereses del habitar humano4. ¿Qué tal si siguiésemos a Flusser y comenzáramos a entender los muros pensando en y con el viento: encumbrando volantines en vez de construyendo bloques?

De manera parecida a Semper, Flusser distingue dos tipos de muros (correspondiendo a Wand y Mauer): El muro-pantalla, generalmente de material tejido, y el muro sólido tallado en roca o construido con elementos pesados. Sin entrar en la cuestión de la antecedencia relativa, esto para Flusser es la diferencia entre la carpa y la casa. La casa es un ensamblaje geoestático cuyos elementos se afirman bajo el mismo peso de los bloques apilados uno encima del otro. La fuerza de gravedad permite que la casa se mantenga en pie pero, igualmente, puede hacerla caer. Dentro del recinto tipo cueva que forman las cuatro paredes sólidas de una casa, argumenta Flusser, las cosas son “poseídas” –“la propiedad es definida por los muros”–. La carpa, en contraste, es una estructura aerodinámica que, por no estar vinculada, amarrada o anclada al suelo, seguramente se volaría. Sus paredes de tela son muros de viento. Como un viento que se calma, un locus de descanso dentro de un medio turbulento, la carpa es como un nido en un árbol, un nudo donde personas, y las experiencias y sentimientos que traen consigo, se congregan, enlazándose y dispersándose de una manera muy similar al tratamiento que se le da a la fibra del material del que se produce el muro-pared de la carpa. De hecho, la misma palabra “pantalla” le sugiere a Flusser, “un pedazo de género abierto a experiencias (abierto al viento, abierto al espíritu) y que almacena esa experiencia”5. Fíjese cuán diferente es esto de la pantalla o “muro blanco” en la proyección cinematográfica, la que en el mejor de los casos es de textura indiferenciada y homogénea y totalmente insensible a las imágenes. Esto es un contraste al que volveré en el Capítulo XX.

Como casa se relaciona con carpa, entonces, y el contener de las posesiones de la vida por sobre y en contra del mundo se relaciona con el anudar o vincular de las sendas-vida en el mundo, así también es el cierre del sólido muro de roca frente a la abertura de la muralla malla expuesta al viento. “El muro-pantalla soplando en el viento” escribe Flusser, “ensambla la experiencia, la procesa y la disemina, y hay que agradecerle el hecho de que la carpa sea como un nido creativo”6. Por supuesto, como todas las grandes generalizaciones, esto es demasiado burdo y cualquier esfuerzo para clasificar las formas construidas en estos términos inmediatamente colapsaría bajo el peso de las excepciones. Hay carpas que incorporan muros de roca, y casas cuyos muros son pantallas. Uno solo tiene que pensar, por ejemplo, en las paredes de pantalla de la casa japonesa. Delgadas como el papel y semitransparentes, desafían cualquier oposición entre el interior y el exterior y proyectan la vida de sus habitantes como un juego complejo de luz y sombra. La casa japonesa tradicional, como observó Frampton, pertenecía a un mundo que era enteramente entretejido, desde los pastos anudados y las cuerdas de paja de arroz de los altares domésticos, a las esteras de tatami del piso y las paredes de bambú7. Efectivamente, en su compromiso con lo tectónico, la cultura de las construcciones japonesas se yergue en claro contraste a la monumental tradición occidental con su énfasis en la masa estereotómica. Aun así, el contraste general entre la geoestática del muro de roca y la aerodinámica del muro de viento, se mantiene. Independientemente de Flusser, pero siguiendo directamente el trabajo pionero de Semper, Frampton nos lleva de vuelta a la distinción fundamental entre lo estereotómico y lo tectónico y a la pregunta sobre el balance entre ellos.

Diferentes tradiciones de construcción nativa del mundo demuestran amplias variaciones en este balance, dependiendo del clima, las costumbres y los materiales disponibles; desde construcciones –como la casa japonesa– donde la excavación se limita a “cimientos-punto” mientras las murallas y los techos son tejidos, a viviendas urbanas tradicionales de África del Norte donde las murallas de piedra o lodo forman un arco para convertirse en techos bóvedas del mismo material, y en los cuales el trabajo con brocha o cestería solo sirve como reforzamiento. En el primer caso, el componente estereotómico y en el segundo el tectónico, se reducen a un mínimo. En algunos casos los materiales son trasladados de un tipo de construcción a otra, así como cuando la piedra es cortada para asemejar la forma de un marco de madera, como en el caso del templo griego tradicional8.

¿Cómo deberíamos entonces imaginarnos un ordinario muro de ladrillo? El albañil, con seguridad es el maestro del bloque, apilando hilera tras hilera de manera que los ladrillos ejerzan presión uniforme y equilibrada sobre los de abajo y luego sobre los cimientos. Pero él también es un maestro de la línea, cuyos instrumentos principales, después de la paleta, son la cuerda y la plomada. Una visión estereotómica de la muralla nos llevaría a percibir nítidamente pilas de ladrillos y al mortero como meramente rellenando los espacios entre ellos. Pero una perspectiva tectónica revelaría el muro como una tela hecha de mortero, continua y compleja, en el cual son los ladrillos los que llenan los espacios.

Entonces, ¿es el muro un montón de ladrillos bien equilibrados, o una tela finamente tejida? ¿Es apilado o unido? Claramente las dos cosas. En el muro y su construcción, las artes estereotómicas y tectónicas se encuentran y se fusionan. Pero, ¿qué pasa entonces con el suelo? Uno puede apuntar a las varias funciones del muro, como las de encerrar un espacio, de protección y de defensa. Pero, ¿qué pasa con el suelo en medio de la densidad del muro? ¿Todavía está presente, como lo sugiere el modelo estereotómico, sirviendo como cimiento –aunque encubierto– sobre el cual toda la estructura encuentra apoyo? ¿O es que el muro establece un tipo de pliegue en el suelo, entre sus superficies viradas externamente y desde las cuales los materiales de la tierra surgen y se unen al textil del enladrillado como si fuera a través de una fisura? En lo que sigue, mostraré que el modelo tectónico, basado en el principio del nudo, inexorablemente lleva a la segunda conclusión.


1 Para esta distinción, vea Frampton (1995: 5).

2 Ver Frampton (1995: 7).

3 Ver Semper (1989: 103-4).

4 Ver Flusser (1999: 56).

5 Flusser (1999: 56-7).

6 Flusser (1999: 57).

7 Frampton (1995: 14-16).

8 Frampton (1995: 6-7).


VII. La montaña y el rascacielos


¿Cuál es la diferencia entre la montaña y el rascacielos? Para construir un rascacielos se debe primero establecer un cimiento sólido, una infraestructura sobre la cual el edificio terminado descansará. Después, se necesita de una grúa, que es una máquina en el sentido original de la palabra: un instrumento para levantar pesos pesados. Y encarna un principio simple y muy básico: que para construir una estructura hacia arriba, es necesario dejar caer los componentes de esta estructura hacia abajo, desde más alto. Así, la grúa tiene que superar la altura máxima del edificio. En cualquier metrópolis urbana en rápido crecimiento, un bosque de grúas es la primera visión que recibe el visitante. Cada grúa se usa en la obra gruesa para recoger los componentes del suelo, levantándolos a una altura por encima del nivel que se ha alcanzado a construir, y dejándolos caer nuevamente para quedar colocados encima de los componentes que ya están en su sitio. Estos componentes, por supuesto, son los bloques de construcción de la estructura y, en general, se fabrican en otro sitio y se traen a la obra listos para ser usados. Cuando está terminado, el rascacielos se yergue como una materialización de hormigón reforzada en acero y revestida de vidrio, principio geométrico abstracto de verticalidad pura. Y el suelo del sitio –limpio de escombros y desde el cual ya ha sido levantado todo lo que tiene importancia estructural– es asimismo nivelado para conformarse lo más estrechamente posible al ideal de lo puramente horizontal.

En el mundo contemporáneo, el “modelo rascacielos”–si podemos llamarlo así– ha llegado a dominar la forma como las montañas, especialmente aquellas del tipo más espectacular o icónico, figuran en la imaginación popular. Tendemos a pensar en la montaña como algo parecido a un rascacielos, que milagrosamente ha sido forjada por la naturaleza sin la ayuda de grúas. De hecho, de muchas maneras la montaña se ha convertido en una extensión de la metrópolis. Escalar las montañas más altas, como escalar por fuera un rascacielos, es considerado un trabajo para especialistas de riesgo y gente extravagante; a veces los mismos personajes hacen las dos cosas y usan equipos similares. Para ellos los faldeos de las montañas son ventanas de vidrio y sus acantilados, “muros”. Lo que importa es su verticalidad, cuantificada como altura sobre el nivel del mar. Por eso es que las montañas se definen por sus cumbres y no por la inmensa masa rocosa de la que la cumbre es simplemente la parte más alta. Y es la razón por la cual los montañeros deben llegar hasta la cumbre para poder decir que la han escalado. Los residentes comunes, sin embargo, toman el ascensor o su equivalente montañoso, el funicular o teleférico. Son tirados hacia arriba. Y en la cumbre, disfrutan de la vista o tal vez de una comida cara de restaurante, en un panóptico completamente aislado del exterior. Estas dependencias de la cima de la montaña habrían sido construidas bajo el mismo principio del rascacielos, dejando caer los materiales desde arriba. Sin embargo, ya que no existe grúa alguna que sea más alta que una montaña, el levantar y dejar caer habría sido hecho mediante helicópteros.

Las verdaderas montañas, por supuesto, no están construidas como los rascacielos, no importa cuánto queramos pretender que lo son. No están construidas desde bloques sino que emergen de los movimientos tectónicos de la corteza terrestre. Sus mismas formas, aunque puedan parecer eternas en relación al periodo de tiempo que dura la vida humana, solo son evidencia de una obra en proceso, un trabajo que nunca empezó y nunca terminará. Cada cadena montañosa es, en efecto, una obra de construcción perpetua. Las fuerzas geológicas y meteorológicas en juego, en montaña-construcción son muchas y variadas y este no es el lugar para revisarlas. El punto general que aquí quiero destacar es que cada montaña es un pliegue del suelo, no una estructura colocada encima de él. Desde el pliegue, el material de la tierra es impulsado hacia arriba, tal vez –en el caso de actividad volcánica– hasta para hacer erupción. A falta de un término mejor llamaré a esto el “modelo de extrusión”. Mientras que en el modelo rascacielos los componentes se dejan caer desde encima sobre la base, en el modelo de extrusión surgen dentro de la estructura, desde abajo. Aquí, el suelo es levantado por una hinchazón de la tierra, muy parecido al modo en que el furúnculo levanta la piel. Así, el suelo es suelo, no importando cuán empinado o escarpado, y el escalador se mantiene en contacto con él, ya sea vaya caminando, encaramándose o practicando rappel, en los faldeos o la cumbre. Ciertamente, si pensamos en la montaña en términos de la topología de suelo y no como verticalidad pura, la cumbre pierde mucho de su encanto, ya que no es más de que un pedazo de suelo que, incidentalmente, es más alto que el terreno a su alrededor.



Figura 7.1.

El modelo de rascacielos (arriba) y el de extrusión (abajo).


Hoy en día, muchas cimas son utilizadas para otros usos, como sitios para la generación de energía eléctrica. Entre ambos, los que apoyan y los que se oponen a estos desarrollos hay un sentimiento común; que las turbinas de viento irrumpen como una presencia incongruente en el paisaje. ¿Podría ser porque resaltan la incompatibilidad entre el rascacielos y los modelos de construcción de extrusión? Para sostener una turbina es necesario preparar un cimiento de hormigón con una superficie nivelada enterrada en el suelo a gran profundidad. La turbina se monta entonces sobre la superficie. Pero el suelo a su alrededor no es una infraestructura, es un pliegue. Observando la turbina, es como si tuviéramos que entretener simultáneamente dos concepciones bastante diferentes del suelo y de hecho, incluso del cerro. Para poder obviar la contradicción, tendríamos que, o bien ver al cerro también como un edificio montado sobre la superficie de la tierra (posiblemente, la razón por la cual no encontramos la misma incongruencia en la construcción de restaurantes y puntos de observación encima de una montaña, es porque pensamos en las montañas icónicas de esta forma), o bien pensar en las turbinas como habiendo crecido desde el mismo cerro, como un bosque de árboles altos, contradiciendo así la manera de su construcción.

¿Cómo puede ser, entonces, que el cerro o la montaña surjan desde el suelo, y a la vez sean suelo? Terminamos el anterior capítulo con el mismo dilema, aunque en relación a una estructura de construcción humana, el muro. ¿Cómo puede ser que el muro se yerga del suelo y sin embargo forme parte de él? En su diferencia y repetición encontramos al filósofo Gilles Deleuze luchando con la misma pregunta. Su punto es que al volverse diferente, una cosa podrá buscar distinguirse de otra sin que la otra se distinga de ella. Así, un rayo se ve contra el cielo de la noche, pero el cielo no se ve contra el rayo. La distinción es unilateral. Y esto, sugiere Deleuze, también pasa con el suelo y la línea. La línea, escribe, se distingue del suelo “sin que el suelo se auto distinga de la línea”1. Es como levantar una sábana para formar una arruga. Registramos la línea de la arruga, la vemos como algo que tiene existencia propia, y sin embargo la arruga continúa en la sábana. No es como si la sábana se hubiese separado de la arruga y hundido en una homogeneidad plana, dejando la arruga/línea, como se dice, librada a su suerte. Lo que la arruga es a la sábana, el pliegue –ya sea en forma de montaña o de muro– lo es al suelo.

Pero si el modelo de extrusión puede igualmente aplicarse al muro y la montaña, ¿podría entonces aplicarse también al rascacielos? Escuchemos una conversación imaginaria entre el rascacielos y el suelo. Dice el rascacielos: “Mira, estoy completo. Mira qué alto me levanto derecho en el aire. Tú, suelo, eres infraestructura; yo soy superestructura. Yo estoy sobre y encima de ti; tú estás debajo de mí. Tú podrás ser mi roca de apoyo pero, sin mí, serías nada más que un desierto, sin forma ni rasgo que pudieses llamar tuya”. A lo que el suelo responde: “Tú puedes creer que estás completo, pero sin embargo estás muy equivocado. ¿De dónde crees que vienen los materiales de los que estas hecho –el concreto, el hormigón y el vidrio? ¿Y crees que durarán para siempre en la forma en la que están actualmente forjados? Estos materiales vienen de la tierra, y es a la tierra a la que con el tiempo volverán. Te las cedo, pero solo temporalmente. Ellos siguen perteneciendo a mi carne, mi sustancia. Así he surgido dentro de tu propia estructura”. El suelo aquí habla con la voz de tectónica, y en el idioma de la línea.

La última palabra, sin embargo, debería ser para el muro, un pliegue en la piel del terreno que ha absorbido a tal punto la tierra en su sustancia que la sacuden las mismas fuerzas tectónicas, haciéndola tensarse y torcerse en sus juntas, donde sus miembros, en su dar y quitar, se ofrecen el uno al otro. La fuerza de la muralla de roca seca, como observa Lars Spuybroek, yace en su asentamiento2 –un asentamiento que se logra no solo por el peso de piedra sobre piedra, en su contacto o “tocarse juntos”, sino que en el asentamiento colectivo de las piedras junto con el mismo suelo del que fueron arrebatadas originalmente. Más aun, este asentamiento no es una vez y ya, sino que tiene que ser continuamente renegociado. El suelo jadea y el muro responde con su peso: es un proceso de correspondencia. El poeta Norman Nicholson, sobre su distrito English Lake, una región de talas y montañas atravesadas por muros de piedra centenarios, erguidas para la crianza de animales, escribe así sobre ellos:

A wall walks slowly

Un muro camina lentamente

At each give of the ground,

A cada cedida del suelo,

Each creak of the rock’s ribs,

Cada crujido de las costillas de la roca,

It puts its foot gingerly,

Pone su pie con cautela,

Arches its hog-holes,

Arquea sus agujeros,

Lets cobble and knee-joint

Deja guijarros y articulaciones de rodilla

Settle and grip.

Establecerse y adherirse.

As the slipping fellside

Mientras la ladera que se desliza

Erodes and drifts,

Se erosiona y va a la deriva,

The wall shifts with it,

El muro se mueve con ello,

It is always on the move3.

Siempre está en movimiento.


1 Ver Deleuze (1994: 29).

2 Suybroek (2011: 153-5).

3 Estas líneas forman la tercera estrofa del poema ‘Wall’ de Norman Nicholson, en Nicholson (1981: 15-16). Reproducida por cortesía del autor y el editor (Faber & Faber).


VIII. Suelo


Los seres humanos son criaturas terrestres, viven sobre el suelo. A primera vista esto parece ser obvio. ¿Pero qué es el suelo? Como primera aproximación, podríamos suponer que es una porción de la superficie de la tierra que es evidente para los sentidos de un ser erguido. “Para mis sentidos”, escribió el filósofo Immanuel Kant, la tierra aparece como una “superficie plana, con un horizonte circular”. Esta superficie, para Kant, se encuentra en el mismo fundamento de la experiencia humana: es “el escenario en el que el juego de nuestras competencias transcurre y el suelo sobre el que nuestros conocimientos se adquieren y se aplican”1. Todo lo que existe y que pudiera formar el objeto de nuestra percepción está colocado sobre esta superficie, así como las utilerías y las escenografías se podrían poner sobre el escenario de un teatro. Bajo la superficie está el dominio de la materia amorfa, las cosas físicas del mundo, y por encima se encuentra el dominio de la forma inmaterial, de las ideas o conceptos puros, que la mente trae a la evidencia de los sentidos, con el fin de ordenar la información fragmentada en un conocimiento sistemático del mundo como un todo –conocimiento que Kant imaginaba como algo desplegado encima de la superficie de una esfera–, de magnitud a la vez continua y de extensión finita. Con sus pies firmemente plantados a nivel del suelo y su mente subiendo en la esfera de la razón, el sujeto kantiano era, sobre todo, un buscador de conocimiento.

Fue en la economía política de Karl Marx que el sujeto fue subsecuentemente puesto a trabajar, a través de un proceso en el que se veía a la tierra convertida en instrumento de su propósito. La tierra, declaró Marx, es “el instrumento de trabajo más general… ya que le brinda al trabajador la plataforma para todas sus operaciones y le provee de un campo de trabajo para su actividad”2. Explicado de manera más simple, necesitamos del suelo para estar parados sobre él, la que es una declaración aparentemente obvia, que como la mayoría de tales declaraciones esconde una multitud de complicaciones. Quite el suelo y la tierra debajo de él y, ¿quedaría nuestro trabajador como un hombre que perdió sus herramientas? ¿O estaría perdido de toda existencia? Puede haber tierra sin seres humanos pero, ¿puede haber humanos sin tierra? Y si la tierra es necesaria para la existencia humana, ¿entonces podríamos decir que, de la misma manera, los seres humanos son el instrumento más general de la tierra ya que ellos proveen de los medios por los cuales se recupera su abundancia? ¿Las personas producen sobre la tierra o cosechan, como matronas en un parto, de lo que la tierra misma ha producido?3.

Pasando por alto estas complicaciones, por ahora basta notar que lo que para Kant había sido un escenario, para Marx se convirtió en el equivalente a una plataforma de producción, no simplemente amueblada sino que materialmente transformada a través de la actividad humana. Sin embargo, el suelo aún aparece como un sustrato para tal actividad, una interfaz entre lo mental y lo material, donde la bruta fuerza física del mundo choca con la creatividad de la actividad humana. Más de un siglo después, el psicólogo James Gibson retomó el significado del suelo en su trabajo sobre la ecología de la percepción visual, pionero en esta materia. Él insiste nuevamente con algo que puede parecer de Perogrullo, y es que “el suelo se refiere a la superficie de la tierra”4. Hay mucho en común entre Gibson, y lo que tanto Kant como Marx dijeron sobre esta superficie. Gibson sustituye la idea de Marx sobre el valor-uso o valor instrumental de la tierra por la noción de affordance [lit. aquello que está al alcance de algo, aquello que ese algo permite (realizar, producir), etc.]. En la teoría de Gibson, la affordance de una cosa es lo que permite que un animal haga en el contexto de su actividad actual (o previene que lo haga) y es, ante todo lo demás, aquello que ese animal percibe. De esta manera, la superficie del suelo es un sustrato que permite que el bípedo o el cuadrúpedo terrestre se apoyen. Es aquello “sobre lo que se puede parar,… caminar y correr”5. En el caso limitante que Gibson llama el “entorno abierto”, vacío de contenido, el suelo sería como una planicie perfecta, retrayéndose sin interrupción hacia el gran círculo del horizonte. Esta, como hemos visto, era también la visión de Kant.

En el pensamiento de Gibson el suelo no tiene nada del sentido metafísico que tenía para Kant o incluso para Marx. No marca el límite entre lo mental y lo material o entre la razón conceptual y la experiencia sensorial; no separa tampoco la conciencia del trabajador del suelo sobre el que trabaja. En resumen, no envuelve el mundo material sino que más bien constituye una interfaz dentro de un mundo de los materiales, entre las sustancias relativamente sólidas de la tierra y el medio relativamente volátil del aire. Cuando Marx declara, en el Manifiesto Comunista de 1848, que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, se estaba refiriendo metafóricamente a la evaporación –en sociedad burguesa– de las “relaciones fijadas, rápidamente congeladas” de los modos precapitalistas de producción, y no a un proceso de la naturaleza6. En contraposición, para Gibson la solidez es lo que distingue a las sustancias de la tierra del medio gaseoso arriba, una distinción que se revela a la percepción como la superficie del suelo. Si la tierra sólida fuera a derretirse o desvanecerse en el aire, entonces el suelo simplemente desaparecería. Con la tierra abajo y el cielo arriba, apoyado en el suelo, el “percibidor” gibsoniano estaría colocado en medio del mundo fenomenal, más que desterrado hacia su superficie exterior. Es en este sentido un habitante. Tiene aire para respirar, y una plataforma sobre la cual pararse. Sin embargo, un entorno abierto, compuesto solamente por la superficie del suelo, no sería en sí mismo habitable. Gibson argumenta este punto comparando el suelo con el piso de un cuarto. En un cuarto vacío, sin amueblar, se podría estar de pie, caminar o incluso correr sobre el suelo, pero casi nada más. Sin embargo, en cualquier casa habitada los cuartos están repletos de muebles, y es este desorden de cosas lo que hace posible todo el resto de actividades diarias que en ellos se llevan a cabo (así como también impiden algunas actividades, como por ejemplo el correr de un lado a otro).

Así mismo, razonaba Gibson, una planicie sin artefactos, aun si permitiera pararse y caminar en todos los otros sentidos, sería una escena muy desoladora. No podría albergar vida y, por tanto, no podría servir como entorno para cualquier ser vivo. En palabras de Gibson, “los muebles de la tierra, como los muebles de un cuarto, son lo que la hacen habitable”7. Como el cuarto, la tierra está abarrotada con todo tipo de cosas que permiten las diversas actividades de sus innumerables habitantes. Hay objetos, que pueden ser conectados o desconectados, recintos como cavernas y madrigueras, convexidades como cerros, concavidades como huecos, y aberturas como grietas. De hecho, pareciera que cualquier ambiente corriente estaría tan abigarrado que sus habitantes difícilmente entrarían en contacto directo con el suelo.

Este resultado es profundamente paradójico. Por un lado, Gibson insiste en que el suelo es “la base literal del entorno terrestre”, “la superficie subyacente de apoyo” y hasta “la superficie de referencia para todas las otras superficies”8. En este sentido, debería estar fundamentalmente ahí, antes de cualquier otra cosa y sin embargo es una superficie a la que solo puede arribarse a través de un proceso de abstracción y reconstrucción: al extirpar toda variación o detalle del entorno del cual es una parte, remodelándolo como un mueble o escenario, y luego reconstruyendo la escena imaginando cada pieza colocada sobre un piso preparado de antemano y desprovisto de cualquier característica. Esto, por supuesto, refleja exactamente la lógica de lo que hemos llamado el modelo rascacielos, que produce una horizontalidad pura, isotrópica, al tratar hasta las montañas como súper estructuras erguidas sobre una base. La diferencia, en este modelo, es que se vuelve bilateral. Así como los artefactos se distinguen de su suelo, el suelo se distingue de sus rasgos (sábanas de arrugas, cimientos de muros, infraestructura de superestructura, terreno de montañas). Toda diferencia queda entonces desconectada, dejando sus diversos fragmentos –lo que Gibson llama “objetos ambientales”– esparcidos sobre un suelo árido como extremidades amputadas sobre un campo de batalla. Lo árido y los fragmentos corresponden a dos aspectos de indiferencia: aquello que Deleuze llama, respectivamente, la “nada negra” y la “nada blanca”9. Los fragmentos son indiferentes al lugar en el que yacen sobre lo árido, podrían estar en cualquier lugar. Por otro lado, lo árido es indiferente a lo que yace en su superficie. La verdadera diferencia, argumenta Deleuze, es entre-medio. He aquí otro ejemplo: cuando niño, construí una maqueta ferroviaria de la que estaba inmensamente orgulloso. La parte más importante del diseño, sin embargo, no era la línea sino el paisaje de los cerros y valles a través de los cuales el tren corría, hecho de malla metálica, papier mâché y yeso, todo esto una hoja de madera blanda montada sobre un bastidor de madera. Esta delgada plancha de madera conocida como zócalo (baseboard) era ciertamente una superficie subyacente de apoyo a la propia base de mi modelo. Pero estaba completamente escondida a la vista debido a la multitud de cosas que había construido sobre ella. Si las miniaturas de personas y animales que coloqué sobre mi paisaje hubiesen podido moverse, ¡no habrían estado caminando a través del suelo del zócalo sino que encaramándose por el escenario! No habría hecho ninguna diferencia si estuviesen en un cerro o en un valle, ya que ambos formaban parte del desorden de cosas. El montañero, obsesionado con las cimas, trata al mundo de similar manera, como su propia maqueta, pero esta vez a escala real, calculando alturas en relación a una base fijada a nivel del mar. Por esto, todo suelo se encuentra encima del suelo, ya que el suelo en sí –la base sólida sobre la que todo supuestamente descansa– resulta ser nada más que el océano fluido. Incluso este océano es un artificio, ya que los verdaderos mares, que todo marino conoce, crecen y expanden sus niveles subiendo y bajando con las mareas.

Por lo menos ahora sabemos lo que el suelo no es. No es un escenario, ni una plataforma, no es un piso, no es un zócalo y no es el océano. Entonces, ¿qué es?


1 De los dos pasajes citados, el primero viene de La crítica de la razón pura (1933: 606) de Kant; la segunda de la introducción a su Geografía física (1970: 257).

2 Este comentario viene del primer volumen de El Capital (Marx 1930: 173).

3 De acuerdo a las doctrinas de Fisiocracia, promovida por François Quesnay y Anne-Robert-Jacques Turgot en el siglo XVIII, el rol del campesino que trabaja la tierra es recibir su cosecha sustancial; mientras que la del artesano es producir los diseños formales de la humanidad. Se podría argumentar que Marx puso la Fisiocracia patas arriba al tratar la producción agrícola como un tipo de manufactura. Los antropólogos Stephen Gudeman y Alberto Rivera encuentran ecos del ideal fisiócrata en las maneras en que campesinos colombianos contemporáneos hablan de su vida y trabajo. La vida, para estos campesinos es impulsada por “la fuerza” o fortaleza de la tierra. Ellos dicen que la tierra les da su comida; el rol del humano es asistir para hacerlo posible (Gudeman and Rivera 1990: 25; ver también Ingold 2000: 77-78). Vuelvo a esta pregunta sobre el producir y cosechar en el último capítulo.

4 Ver Gibson (1979: 33, énfasis en el original).

5 Gibson (1979: 127).

6 Marx y Engels (1978: 476).

7 Gibson (1979: 78, énfasis en el original).

8 Gibson (1979:10, 33, énfasis en el original).

9 Deleuze (1994: 28).


IX. Superficie


¿Cuál es la diferencia entre el suelo de afuera y el piso de una habitación? Las personas lo suficientemente pudientes para vivir en un departamento urbano o en una casa de suburbio, equipada con todas las conveniencias modernas, tendemos a imaginar que el habitar puede ser contenido. Vivimos en un mundo dado vuelta de fuera para adentro –lo que llamaré un mundo invertido– donde todo lo que mueve y crece, brilla, se quema o hace un ruido, ha sido reconstruido en el interior simulando una imagen del exterior. Animales reales, desde ratones hasta arañas, son desterrados o erradicados para abrir camino a sus contrapartes esculturales: plantas de ornamento puestas en maceteros, ventanas panorámicas ofreciendo una vista no muy diferente a la que podría ser proyectada en una pantalla de televisión, luz artificial diseñada para simular los rayos del sol, radiadores escondidos emitiendo calor desde fuentes invisibles, mientras un fuego artificial de carbón, prendido eléctricamente se quema en la rejilla y los parlantes distribuidos con elegancia a lo largo de las paredes emiten sonidos grabados que podrían ser el viento suspirando por los árboles o las olas rompiendo en la playa. El sonido nos ayuda a relajarnos mientras nos dormimos sobre las camas que yacen sobre un piso que puede ser el techo de otra persona. ¿Dónde queda la tierra? Solo el cielo sabe…, en alguna parte profunda sobre la que preferimos no pensar, accesible solo a los encargados de mantenimiento que aparecen cuando algo no funciona y cuando las defensas que contienen nuestras vidas han sido violadas. Mientras dormimos, cañerías rotas, goteras en los desagües y la posibilidad de ratones masticando los cables eléctricos invaden nuestros sueños.

Esta experiencia de contención influye en cómo reflexionamos sobre lo que significa habitar un mundo en una medida tal, que incluso los psicólogos y los filósofos –cuya tarea radica en investigar estos asuntos– están mal preparados para reconocer lo que nos lleva a suponer, como hemos visto en el capítulo anterior, que el suelo afuera al igual que el piso, es un tipo de zócalo o infraestructura sobre lo que todo el resto se apoya: cerros, valles, árboles, edificios, hasta personas.

Esperamos de las plantas que crezcan sobre el suelo, no en él, e imaginamos que los animales corren deprisa sobre la superficie –olvidando que también cavan y anidan–. Tratamos el paisaje como una vista e imaginamos ver el mundo en fotografías, proyectadas ópticamente dentro de nuestra mente como sobre paredes blancas de un cuarto. En este paisaje-fotografía no hay clima o tiempo: el viento no se levanta y la lluvia nunca cae. Las nubes están para siempre detenidas en su crecimiento. Los fuegos no queman en ningún lugar; no hay humo. Hablamos del Sol como un cuerpo celestial, no como una explosión de luz. Hasta cuando estamos afuera suponemos que los sonidos que escuchamos quedarán grabados; lo llamamos “paisaje sonoro”.

Nuestros antecesores no habrían pensado así. Hace mucho tiempo, la mayoría de ellos vivían en cuevas. En algunas regiones del mundo aún lo hacen– o hasta hace poco lo hacían. En una cueva, el piso es la misma tierra; pero allí también lo son las paredes y el techo. Habitar una cueva es vivir dentro de la tierra, no sobre ella, y obtener alimento de ella como lo hacen las plantas que crecen cerca y los animales que vagan por ahí, tal vez uniéndose a los humanos al beneficiarse del refugio que la cueva brinda.

Desde la boca de la cueva, como desde nuestros ojos, vemos al mundo mismo, no a una fotografía suya. A veces las personas pintaban en las paredes de las cuevas, pero lejos de ser representaciones del paisaje se pintaban a sí mismos (o a los ancestros o espíritus en los que se transformaban) dentro de ellas, bastante similar a como dejaban su impronta en la tierra con sus propias pisadas. En el núcleo mismo de la cueva, el fuego –en el hogar– era la fuente no solo de calor sino que de la vida misma. Y sonoramente ella resonaba con los ruidos de la atmósfera, pero no era un contenedor de vida, como tampoco lo son nuestros cuerpos. No vivimos dentro de nuestros cuerpos pero –al respirar y al comer– continua y alternativamente juntamos al mundo dentro de y nos lanzamos dentro del mundo. ¿Qué tan diferente sería si pensáramos de la misma manera sobre nuestras casas y los terrenos que habitamos?

Imaginemos al caminante: un verdadero ser humano esta vez, en lugar de una réplica en miniatura, haciéndose camino sobre cerros y a través de valles reales. Estos cerros y valles no descansan sobre el fundamento de la superficie de la tierra, como el paisaje de mi modelo descansaba sobre el pedestal pero –como las montañas y los muros– son ellos mismos pliegues de esa superficie. El caminante pisa el suelo mismo, experimentando sus subidas y bajadas, cayendo en la alternancia de horizontes distantes y cercanos y experimentando el esfuerzo muscular, mayor o menor, requerido para, primero, ir en contra y luego rendirse ante la fuerza de gravedad. Primero, y principalmente entonces, percibe el suelo kinestésicamente, es decir en movimiento.

Si hablamos del suelo de un cerro, como que “se levanta”, esto no es porque el suelo mismo esté en movimiento, sino porque sentimos sus contornos en nuestro propio ejercicio corporal1. Aun si miramos el cerro desde una distancia, presentimos su elevamiento en el movimiento ocular de nuestra atención focal que rastrea la línea con pendiente ascendente en el horizonte. Segundo, hemos encontrado que, lejos de abarcar un plano perfectamente nivelado y sin elementos, el suelo es un campo de diferencia. Vale decir, aparece infinitamente abigarrado. Estas variaciones no solo son de contorno sino también de sustancia, coloración y textura, porque todo ese abarrotamiento que Gibson supuso colocado sobre el suelo, en realidad es intrínseco a su constitución misma. Por supuesto, la superficie puede ser observada en diferentes escalas, desde cerca y desde lejos, y cada una revelará diferentes texturas, granos y diseños. Cualquiera sea la escala que utilicemos, sin embargo, tenderá a aparecer como igualmente arrugada, moteada y polimorfa.

En este sentido el suelo posee una calidad fractal, de lo cual sale una tercera característica: es algo compuesto. Es, si usted quiere, la superficie de todas las superficies, tejida por el entrelazar de una miscelánea de materiales, cada uno con sus propiedades particulares. Puede hacerse una analogía con una tela, cuya superficie no es la misma que la de los hilos que forman su tejido, aun cuando esté constituida por ellos. Es una malla o una matriz de líneas. Atrapados en esta matriz puede haber blobs: pedacitos como guijarros, ramas y piñas que se han desprendido de los procesos de su formación en árboles y rocas. En algunos lugares, el suelo puede ser más granular que texturado, amontonado en vez de anudado, como en el caso de las dunas de arena o de la gravilla. Pero como hemos mencionado en repetidas ocasiones, un suelo que fuese puramente granular –globos/blobs, pero no líneas– no podría nutrir ni albergar vida alguna. Y es en cuanto a su capacidad de nutrir la vida que encontramos la cuarta y tal vez la más crítica característica de la superficie del suelo, es decir, que no es preexistente, una base ya dada para todo lo demás, sino que sufre una continua generación.

Recordemos que para Gibson las superficies persisten solo en la medida que las sustancias sólidas resisten la transformación en un estado gaseoso, o no se “desvanecen en el aire”. La presencia de la superficie, piensa Gibson, es prueba de la separación y la in-miscibilidad de sustancias y su medio2. En el mundo vivo, sin embargo, la superficie del suelo persiste gracias a las reacciones entre las sustancias y el medio, y es gracias a estas reacciones que el suelo se ha formado.

Gran parte de la superficie de la tierra está envuelta en vegetación y en ella existe un enredo de vegetación que se vuelve cada vez más densa, tanto que a menudo se hace imposible determinar con precisión dónde está el “nivel del suelo”. Lo que a la planta le importa es tener acceso a la energía solar, por lo que en la práctica el suelo no es tanto una superficie coherente como un límite de iluminación. El crecimiento de la planta es alimentado mediante una reacción fotosintética que liga el dióxido de carbón en el aire con humedad ya absorbida en el suelo desde la atmósfera y es aprovechada por las raíces, liberando así el oxígeno que nosotros y otros animales inhalamos. Cuando la planta finalmente muere y se descompone, sus restos agregan una capa de suelo rica en nutrientes, desde la cual surge nuevo crecimiento. En este sentido, la tierra está perpetuamente “creciendo sobre”, razón por la cual los arqueólogos tienen que excavar para descubrir evidencia de vidas pasadas3. Pero este crecer sobre no es un cubrir como sería ponerle un sello, o colocar una tapa sobre lo que está pasando por debajo; ni es una solidificación como para colocar fundamento coherente para alguna construcción futura. En este caso, la superficie del suelo no es ni superficial ni infraestructural, ni inerte. Es, más bien, intersticial4. Literalmente “estando entre” la tierra y el cielo, es la más activa de las superficies, el sitio primario para este tipo de reacciones, de las que la más fundamental es la fotosíntesis, de la cual toda vida depende…

Donde sea que transcurre la vida, sustancias terrenales se ligan con el medio del aire en la continua formación del suelo. Evidentemente las plantas crecen dentro del suelo, no sobre él. Como la observación de Marx que la tierra provee un campo de empleo para la actividad humana, esto también es un comentario sobre lo obvio que esconde una verdad más profunda evocada de bella manera por Paul Klee en la imagen de una semilla que ha caído al suelo. “La relación entre la tierra y la atmósfera” escribe Klee, “engendra la capacidad para crecer… La semilla enraíza, inicialmente la línea está dirigida hacia la tierra, pero no para quedarse ahí, solo para extraer de ahí la energía para estirarse hacia el aire”5. Mientras crece, el punto germinal –donde en algún momento la tierra y el cielo se habían tocado directamente en la gestión de la vida– se estrecha en un tallo lineal que ahora sirve de mediador en su relación sexual. Raído en ambas puntas, el tallo se desenrolla bajo la tierra en la bola de raíces y se mezcla en el aire de encima en la corona floral. En un dibujo en uno de sus cuadernos, reproducido a continuación, Klee representa las tres fases del crecimiento de la planta como una ondulación vertical con dos puntos armónicos en cada extremo del tallo.

Las notas que lo acompañan describen las fases así: “I: Dejar las fuerzas activas ser el suelo en el que la semilla se abre. El complejo: suelo, semilla, nutrientes, crecimiento, raíces que producen la forma; II: Surgiendo hacia la luz y el aire los órganos que respiran forman una o dos hojitas, y después más y más hojas; III: Resultado: la flor. La planta completó su crecimiento”6.

En su triple constitución, la planta es simultáneamente terrestre y celestial. Es así, señaló Klee, ya que mezclarse cielo y tierra es en sí misma una condición para la vida y el crecimiento. Es porque la planta es de (y no sobre) la tierra que también es del cielo. O, como lo expresó el filósofo Martin Heidegger, en su inimitable lenguaje, la tierra “es la portadora que sirve, floreciendo y fructificando, expandiéndose en roca y agua, surgiendo en plantas y animales”7.



Figura 9.1. Los tres etapas de formación de las plantas.

Esbozadas en otro dibujo de Paul Klee Beiträge zur bildnerischer Formlehre (1921/2). Zentrum Paul Klee, Berna, reproducido con permiso.


En resumen, gracias a la exposición a luz, humedad y corrientes de aire –al sol, la lluvia y el viento– la tierra está constantemente estallando hacia adelante, no destruyendo el suelo sino creándolo. No es, entonces, la superficie de la tierra la que mantiene la separación entre sustancias y medio, o quien los limita en sus respectivos dominios. Es más bien su ser superficie. Con esto me refiero a cómo se diseña y domina la superficie del suelo cubriéndola con una capa de material duro y resistente como el concreto o el asfalto, como al construir caminos o al sentar los fundamentos para el desarrollo urbano. El objetivo de tal diseñar es convertir el suelo en el tipo de superficie que los teóricos de la modernidad siempre pensaron que era nivelado, homogéneo, preexistente e inerte8. Es convertir la tierra en un escenario, una plataforma, piso o zócalo, o en una palabra, en una infraestructura sobre la cual la supra estructura de la ciudad pueda erguirse.

Ese ser superficie dura, afirmo, es la característica definitiva del entorno construido. En este tipo de entorno, la vida se vive realmente sobre o encima del suelo y no en él. Las plantas crecen en maceteros, las personas en apartamentos, alimentadas y regadas desde fuentes remotas. La vida y el habitar están contenidos. El entorno construido, como Gibson dice de entornos en general, está atiborrado con objetos múltiples cuya sola conexión con cualquier pedazo de suelo es que resultan estar montados sobre él. Si todos esos objetos fueran removidos, nos veríamos enfrentados a una escena de desolación. El mundo de superficies duras, desprovisto de muebles, es indiferenciado y estéril. Nada crece ahí. Esto es sin embargo un extremo que nunca es realizado en la práctica, ni siquiera en los entornos más fuertemente diseñados. Porque a menos que estén constantemente mantenidas y reforzadas, esas superficies duras no pueden resistir (a) las fuerzas elementales del cielo y de la tierra que la erosionan desde arriba y la subvierten desde abajo. Finalmente se quiebran y se derrumban, y cuando esto ocurre –cuando las sustancias debajo quedan expuestas a la luz, humedad y corrientes de aire– la tierra una vez más se revienta y se abre hacia la vida, abrumando los esfuerzos humanos para recubrirla.


1 Esta aprensión es lo que el filósofo Gastón Bachelard (1964: 10-11) llama “conciencia muscular”. Ver también Ingold (2000: 203-4).

2 Ver Gibson (1979: 22).

3 Ingold (2007b: S33).

4 Anusas e Ingold (2013).

5 Klee (1973: 29).

6 Klee (1973: 64).

7 Heidegger (1971: 149).

8 Ingold (2011: 123-5).


X. Conocimiento


Previamente me referí al comentario de Kant sobre la superficie de la tierra como nada menos que “el suelo sobre el cual nuestro conocimiento es adquirido y aplicado”. Esto nos deja con otra pregunta. ¿Cómo es que la comprensión que Kant tiene sobre el suelo afecta su comprensión del conocimiento? O, más específicamente, ¿cómo podría nuestra comprensión de lo que es (o pudiera ser) el conocimiento, o sea, nuestra epistemología, ser alterada si substituyésemos la superficie kantiana por el tipo de superficie que hemos querido caracterizar en el capítulo anterior? Recuerde que para Kant la superficie de la tierra se presenta a la experiencia como un sustrato plano y uniforme, sobre el cual descansan todas las cosas que podrían formar los objetos de la percepción. Localizado en un particular punto de esta superficie, el que percibe puede adquirir un conocimiento más o menos completo sobre las cosas ubicadas dentro del círculo del horizonte. Lo que nunca podrá saber sin embargo, es cuánto hay aún por conocer. Imaginándose a sí mismo en este dilema, Kant admitió que “Yo conozco los límites de mi actual conocimiento sobre la tierra en cualquier momento dado, pero no los límites de toda la geografía posible”1. En este tipo de situación no habría ninguna posibilidad de un conocimiento sistemático, ninguna manera de encajar lo que hasta ahora se sabe dentro de una concepción global del todo. Para explicar cómo este conocimiento sí está al alcance de la razón humana, Kant creó una sofisticada analogía entre la topología de la mente y la de la superficie de la tierra. Supongamos que “el que percibe” a priori, que –contrario a la evidencia que le dan sus sentidos– la tierra no es plana sino que de forma esférica. Su situación entonces es transformada. Porque como la extensión de la superficie es finita y potencialmente calculable, él es capaz de estimar no solo los límites de su conocimiento actual, sino que también los límites de todo el conocimiento del mundo potencialmente conocible. Y si el mundo conocible es esférico, argumenta Kant, así también es el mundo del conocimiento.

Nuestra razón no es como un plano extendido indefinidamente, los límites del cual conocemos solamente de una manera general; sino que debiera ser comparada a una esfera, cuyo radio puede ser determinado por la curvatura del arco de su superficie –vale decir por la naturaleza de proposiciones sintéticas de carácter a priori– y por las cuales podemos igualmente especificar con seguridad su volumen y sus límites2.

El conocimiento es así presentado sobre la superficie esférica de la mente, igual como los objetos del conocimiento son presentados sobre la superficie esférica de la tierra. Imaginemos un viajante kantiano3. Atravesando la superficie de la tierra recoge datos de aquí y de allá, encajando acumulativamente particularidades locales dentro de marcos conceptuales anidados de envergadura cada vez mayor, y últimamente global. Así, mientras viaja a través de la superficie, su conocimiento se construye hacia arriba como una súper estructura, sobre los cimientos curvos de su razón. Reconstruyendo el mundo a partir de las piezas que colecciona la superficie dura, pero inicialmente vacía de la mente, es “amueblada” con contenido. El viajante en realidad es un hacedor mental de mapas. Y, como es la regla en la cartografía, sus observaciones son tomadas desde una serie de puntos fijos más que en route, de un lugar a otro. Sus movimientos no tienen otro propósito que acarrearse a sí mismo y su equipamiento –vale decir, la mente y su cuerpo– de un punto de observación estacionario a otro. Su modo ideal de viajar entonces, es transporte4. En sus observaciones mide el mundo como si fuese un modelo a escala real, calculando distancias y alturas en relación a una base imaginaria a nivel del mar. Tal vez este escenario ficticio sea suficiente para demostrar cuán íntimamente está ligada la concepción kantiana del conocimiento y de los límites del conocimiento a ciertos supuestos sobre el suelo que hemos explorado antes. Estas presuposiciones, como hemos visto, no son realistas en la práctica y tienen poca relación con la experiencia vivida de habitantes.

“El suelo” como ha escrito el filósofo Alphonso Lingis, “no es el planeta –excepto para astronautas y en la imaginación de astrónomos, un objeto que, visto desde la distancia es esférico. No nos sentimos a nosotros mismos como sobre una plataforma apoyada en nada, sino que sentimos un reservorio de apoyo extendiéndose indefinidamente en profundidad”5. Efectivamente los habitantes caminan; lanzan sus líneas a través del mundo y no por encima de su superficie exterior. Y, como mostraré ahora, su conocimiento no está construido hacia arriba sino que crece a lo largo de las líneas que lanzamos. Recuerde que para Kant el suelo sobre el cual el conocimiento es adquirido y aplicado se percibe desde un punto determinado, limitado por su horizonte; el suelo es uniforme, homogéneo y, de antemano, completamente expuesto. En contraste, en la experiencia del caminante, el suelo se aprehende en el paso entre un lugar y otro, en historias de movimiento y cambiantes horizontes, a lo largo del camino6. Es algo infinitamente abigarrado, compuesto, que sufre una generación continua. Si esto se parece al suelo del conocer, entonces, ¿qué tipo de conocimiento resultará?

Primero, considere el factor de movimiento. Para el caminante, el movimiento no es algo secundario al conocimiento –no es simplemente una manera de llegar de un punto a otro para juntar la información bruta de la sensación para luego modelarla en la mente–. Más bien, moverse es conocer. El caminante conoce al ir avanzando. Procediendo de esta manera, su vida se despliega: envejece y se hace más sabio. Así, el crecimiento de su conocimiento es equivalente a la maduración de su propia persona, y como esta, continúa a lo largo de la vida. Entonces, lo que diferencia al experto del principiante no es que la mente del primero sea más rica en contenido –como si con cada incremento de aprendizaje todavía más representaciones se apilaran dentro de la cabeza– sino una mayor sensibilidad a las señales del entorno y una mayor capacidad para responder a estas señales con juicio y precisión. La diferencia, si así lo queremos, no es cuánto se conoce, sino qué tan bien se conoce. Alguien que conoce bien sabe narrar, en el sentido no solo de contar historias del mundo sino de tener una conciencia perceptual de los entornos finamente templada.

Por ejemplo Sherlock Holmes era un supremo conocedor en este sentido. Aun cuando le gustaba presentarse como un maestro de la deducción, su verdadera habilidad era la abducción, la habilidad de extraer un largo hilo de eventos precedentes a partir de la examinación de, por ejemplo, una sola pisada7.

En resumen, mientras que el viajante kantiano razona sobre un mapa en su mente, el caminante extrae un cuento a partir de las improntas en el suelo. No tanto un topógrafo como un narrador, su objetivo no es –como pretendía Kant– “clasificar y arreglar” o “colocar cada experiencia en su clase”8, sino más bien situar cada impresión en relación a las circunstancias que le abrieron el camino, que en este momento concurre con ella y que después siguen en su rastro. En este sentido, el conocimiento no es clasificatorio sino narrado, no es totalizante y sinóptico sino abierto y exploratorio9:

(…) el ir caminando, explica la teórica en arquitectura Jane Rendel, nos provee con una manera de entender sitios en flujo de tal forma que cuestiona la lógica de medir, inspeccionar y dibujar un lugar desde una serie de perspectivas fijas y estáticas. Cuando caminamos encontramos sitios en movimiento relacionándose unos con otros, sugiriendo que las cosas parecen diferentes dependiendo si estamos “viniendo a” o “yéndonos de”10.

Esto nos lleva hasta la segunda propiedad de la superficie del suelo que hay que considerar: el hecho de que definitivamente es abigarrado. Si en la mente del caminante hubiese una superficie análoga a la de la superficie de la tierra, no sería un globo perfectamente redondo, más bien uno arrugado y fruncido, en todas las escalas, como la superficie misma del suelo. De hecho, las corrugaciones del tejido neural del cerebro nos brindarían una analogía mejor que la de la cúpula bulbosa del cráneo. Hasta podríamos comparar el cerebro –como lo hace Gilles Deleuze y su fiel colaborador Félix Guattari– a un campo de pasto11. Por razones propias, a Deleuze y Guattari no les gustan los árboles. Yo pienso que una mejor analogía podría hacerse con un pedazo de bosque denso, donde el suelo mismo esta entretejido con un enredo de raíces, desde el cual troncos emergentes dan lugar a un enredo equivalente de ramas y ramitas en el follaje. Honestamente no creo que necesitemos encontrar una analogía entre la mente y el suelo. Ya que en realidad son una misma cosa. Lejos de estar confinado dentro del cráneo –la concavidad bulbosa que tan fácilmente es igualada a la convexidad global de la superficie planetaria– la mente se extiende a lo largo de las sendas o líneas de crecimiento del devenir humano, así como lo hacen raíces terrenales y su follaje aéreo. Así, el suelo del conocer –o, si tenemos que usar el término; de la cognición– no es un sustrato neural interno que se parece al suelo exterior, pero es el suelo mismo en el que caminamos, donde la tierra y el cielo son moderados en la continua producción de vida.

El ir caminando entonces, no es tanto un producto conductual de la mente encasillada en un cuerpo pedestre, como una manera de pensar y conocer –una actividad, de acuerdo a Rendell “que ocurre tanto a través del corazón y la mente como a través de los pies”; como el bailarín, el caminante está pensando en movimiento. “Lo que es distintivo en el pensar en movimiento” escribe la filósofa de la danza Maxine Sheets-Johnstone, “no es que el flujo del pensamiento sea cinético, sino que el pensamiento mismo lo es. Es total y profundamente motriz”12. El pensamiento motriz, sin embargo, corre a lo largo del suelo. Así, la compleja superficie del suelo está inextricablemente involucrada en el propio proceso del pensar y el conocer. Esto es parte de lo que Andy Clark ha llamado la “wideware” de la mente: aquellos soportes esenciales para la cognición que se encuentran más allá del cuerpo y su mente13. En este sentido el suelo es un instrumento, no solamente en el sentido básico que claramente lo necesitamos para pararnos, pero también en el sentido que sin él perderíamos mucha de nuestra capacidad para conocer. Si sus variaciones fuesen borradas y cubiertas por una superficie dura, seguiríamos capaces de pararnos y caminar, pero no seríamos capaces de conocer al movernos. Así como no existe el ver para el dibujante enfrentado a una página en blanco, así tampoco existe conocer para el caminante frente a una tierra recubierta. Su caminar sería limitado a la mera mecánica de la locomoción, para llegar de un punto a otro. Sin embargo la mente extendida del caminante no solamente infiltra el suelo a lo largo de innumerables senderos, sino que también, inevitablemente, se entrelaza con las mentes de sus compañeros habitantes. Así, el suelo forma un dominio en el que las vidas y las mentes de sus habitantes, humanos o no, están completamente anudadas entre ellas. Como hemos visto, es un compuesto tejido de diferentes materiales y su superficie, al ir continuamente generándose, es la de todas las superficies. De la misma manera, el conocimiento que corre a lo largo del suelo es el de todos los conocimientos. O, en una palabra, es social. Es cuando se filtra al suelo, entrelazándose con las pistas de otros seres, y no en alguna superficie trascendente de la razón, que el trabajo de la mente entra en el reino de lo social.


1 Kant (1933: 606).

2 Kant (1933: 607-8).

3 Ingold (2000: 212-13).

4 En otros lugares (Ingold 2007a: 77-84), he hablado extensamente sobre la noción del transporte, como “acarreando a través” de aquí hasta allá, por un largo trecho.

5 Lingis (1998: 14).

6 Ingold (2000: 227).

7 El concepto de abducción ocupa un lugar privilegiado en la teoría sobre arte y agencia propuesta por el antropólogo Alfred Gell (1998: 13-16). En ella, sigue libremente el ejemplo del pragmático norteamericano, fundador de la semiótica, Charles Sanders Peirce. Aun cuando los escritos de Peirce sobre el tema son reconocidamente oscuros, lo que parece haber tenido en mente es similar a lo que hoy llamamos “conjeturas bien fundadas”. Este es el proceso del sabueso quien, leyendo las huellas materiales de algún evento extraordinario, es llevado a la circunstancia inicial, o un conjunto de circunstancias, desde las cuales los resultados observados surgen de forma natural.

8 Kant (1970: 257-8).

9 Sobre la distinción entre el conocimiento clasificatorio y narrado, ver Ingold (2011: 156-64).

10 Rendell (2006: 188).

11 Ver Deleuze y Guattari (2004: 17).

12 Los pasajes citados aquí son de Rendell (2006: 190) y Sheets-Johnstone (1999: 486).

13 La idea de wideware está explicada en Clark (1998).