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Blaze McGuire se recogió la melena pelirroja que le llegaba a la cintura en una coleta y pensó en el hecho de que esa noche iba a morir… por decisión propia. Iba a declarar la guerra a los hermanos Hallahan y a su jefe mafioso. Ellos no lo sabían, pero iba a arrojarlos a los infiernos. Creían que se saldrían con la suya, pero estaban equivocados. Muy equivocados. Ella era una mujer. Joven. No la consideraban una amenaza. Y en eso cometían un gran error, un error garrafal.

Blaze no era solo pelirroja, sino que su pelo era de color rojo. Tenía ese intenso e increíble color rojo desde el día en que nació. De ahí el nombre que le había puesto su padre,1 al contemplar a su hija recién nacida, que no cesaba de protestar porque los médicos la habían sacado de su pequeño y seguro refugio, berreando y pataleando bajo la fría luz, con el cabello de un rojo tan llamativo como la potencia de sus pulmones. Eso debió darles una pista de lo que les aguardaba por haber asesinado a su padre.

La mayoría de las personas no saben cuándo van a morir, pensó Blaze mientras colocaba los explosivos en la puerta, la carga precisa, para que al estallar arrojara a quienquiera que estuviera delante de ella hacia fuera causando escasos daños a su amado bar, confiando en que quedara intacto. No obstante, si la carga no los mataba a todos antes de que entraran, ella estaba dispuesta a sacrificar el interior del bar con tal de presentarles batalla. Esa noche, los cuatro hermanos Hallahan vendrían a por ella, y Blaze se llevaría por delante a tantos como pudiera.

Sean McGuire había sido un buen hombre. Un buen vecino y mejor padre. El bar iba viento en popa porque Sean tenía fama de honrado y sabía escuchar a la gente, porque sentía sincero cariño por sus clientes, sus vecinos y, en especial, su hija.

Conocía los nombres de todos sus parroquianos. Se reía con ellos. Asistía a los funerales cuando perdían a un ser querido. Si bebían demasiado, por la noche los acompañaba a casa para que no sufrieran ningún percance. Se negaba a servir a los que gastaban demasiado dinero en lugar de estar en sus casas con sus familias. Era un hombre bueno. Un hombre bueno al que unos gánsteres habían sacado del bar y habían apaleado hasta matarlo porque se negaba a entregarles su establecimiento, que había pertenecido a su familia desde hacía dos —ahora tres— generaciones.

Sean había servido también en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos y sabía todo lo referente a armas de fuego y cómo fabricar bombas. Era un especialista en la materia, hasta el punto de que había ayudado a los artificieros locales en tres ocasiones en que habían recibido aviso de que iba a estallar una bomba, porque conocía el manejo de explosivos como pocos; y todo lo que sabía se lo había enseñado a su hija.

Blaze había recibido una educación insólita, que a ella le había parecido genial. Su padre le había demostrado lo mucho que la quería y lo orgulloso que se sentía de ella; siempre se había mostrado paciente, pero estaba decidido a enseñar a su hija todo lo que hubiera enseñado a un hijo varón. Era paciente, pero no le ponía las cosas fáciles por el hecho de que Blaze fuera una chica. Le exigía que hiciera todo —y aprendiera todo— lo que él sabía sobre defensa y ataque. Y ella había asimilado a fondo sus enseñanzas.

Siempre habían estado juntos, Sean y Blaze, después de que la madre de esta se marchara. Lo cierto era que Blaze recordaba a su madre —cuando se acordaba de ella, lo que no era frecuente— como una mujer inestable que nunca había sido feliz. Su madre se había marchado cuando ella tenía cuatro años. Nunca habían hecho nada juntas. Nada. Blaze ni siquiera recordaba que su madre la tomara en brazos. Siempre lo había hecho su padre.

Sean había sido boxeador, un luchador de artes marciales mixtas que peleaba en jaulas. Le gustaba esa forma de vida. Siempre había insistido en que su hija entrenara con él, y Blaze venía haciéndolo desde que tenía dos años. Había crecido boxeando con su padre. Había aprendido artes marciales. A pelear al estilo callejero. Había aprendido a caer sin lastimarse, y conocía todo lo relativo a las articulaciones y los puntos de presión. Más aún, Sean no había omitido enseñar a su hija a disparar un arma o utilizar un cuchillo. Ni había omitido instruirla en todo lo referente a explosivos.

Más tarde, cuando Blaze tenía diez años, Emeline Sanchez había aparecido en sus vidas. Emeline solía vivir en la calle, iba de una casa a otra, pero principalmente vivía en la calle. Se había convertido en un miembro más de la familia, y muchas noches se colaba en el dormitorio de Blaze a través de la ventana desde la escalera de incendios para dormir junto a ella. Sean fingía no estar al tanto. Por suerte, Emeline estaba en Europa, adonde Sean la había enviado para protegerla, cuando se había producido la tragedia. Como es natural, Blaze la había llamado para informarla, pero le había dicho que permaneciera donde nadie pudiera hacerle daño.

Blaze sonrió con tristeza para sí mientras extendía un patrón cuadriculado en el suelo del bar, deteniéndose para mirar por la ventana y observar la calle. Este había sido un barrio tranquilo y respetable, un lugar que había constituido su hogar durante veinticuatro años. Se había criado en el apartamento situado sobre el bar. Era un edificio imponente, que hacía esquina, una propiedad muy valiosa. El edificio y otros tres situados a cada lado del mismo habían pertenecido a su familia durante varias generaciones. Su familia había cuidado de ellos y no habían vendido ninguno, ni siquiera cuando el valor del terreno había subido como la espuma.

Blaze entrecerró los ojos mientras se centraba de nuevo en la delicada tarea de instalar los cables a través del bar. A nivel del suelo. A mitad de la pantorrilla. El muslo. La cadera. Los colocó entrecruzados, construyendo una red. Sí. Esos criminales debieron suponer cómo reaccionaría ese bebé pelirrojo cuando sacaron a su padre de su bar y lo apalearon hasta la muerte. Le habían partido prácticamente todos los huesos del cuerpo antes de matarlo. Blaze lo sabía, porque el forense se lo había dicho.

Sintió que la furia se acumulaba en su vientre. En lo más hondo. Tan hondo que ella sabía que nunca lograría eliminarla. Sabía por qué le habían partido los huesos a su padre. Sabía de esa técnica de «persuasión» por boca de otros dueños de establecimientos en el barrio. Su padre ya le había cedido el bar a Blaze. Ella era la dueña del local. Los Hallahan se habían equivocado de víctima. Y ahora vendrían a por ella porque ella les había enviado una invitación. No para venderles el bar, sino para pelear con ellos.

Si la hubieran llamado para informarla de que tenían a su padre, ella les habría entregado el bar sin dudarlo un segundo. Los Hallahan pensaban que era importante dar una lección a los dueños de los establecimientos del barrio: siempre conseguían lo que querían. Pero no conseguirían lo que se habían propuesto, ni siquiera después de matarla. Blaze lo tenía todo previsto. Y tampoco tocarían a Emeline. No lastimarían a la última persona en el mundo a la que ella quería.

Blaze se oprimió los párpados con los dedos para aliviar el escozor. Llevaba varios días sin dormir, desde el día en que había llegado a casa y había comprobado que su padre no estaba, que la puerta del bar estaba abierta y el suelo cubierto de sangre. Había salido a la calle, desesperada, y había echado a correr como una loca; había llamado a la policía repetidas veces; le habían dicho que no podían hacer nada hasta pasadas veinticuatro horas, pero que enviarían a alguien. No lo habían hecho. Ella había permanecido sentada en el apartamento sobre el bar, sola, abrazándose las rodillas y meciéndose de un lado a otro, tratando de convencerse de que su padre era fuerte y sabía cuidar de sí mismo, pero todo estaba lleno de sangre.

Blaze pegó con cinta adhesiva un cuchillo debajo de la mesa junto a la escalera. Si sobrevivía al ataque inicial, tenía que disponer de una vía de escape. Tenía que ocultar unas armas en la escalera para huir por ella. Si lograba llegar al apartamento —aunque sabía que las probabilidades eran casi nulas—, podría salir por la escalera de incendio y encaramarse al tejado. Lo hacía con frecuencia. Lo había hecho con Emmy desde que tenía diez años. Una vez en el tejado, podía elegir cualquier dirección. Tenía que ocultar un par de armas allí también.

En el barrio se habían instalado dos facciones mafiosas, la primera y más brutal hacía un año y medio. Cuatro hermanos —que por su aspecto parecían irlandeses, aunque Sean no los conocía, y conocía a cada irlandés que vivía en la ciudad— llamados Hallahan. Los cuatro, con sus rostros fríos y sus inaceptables exigencias, eran los testaferros de uno de los jefes del crimen organizado. Los cuatro no dudaban en utilizar la violencia más extrema para conseguir sus fines. Y tenían a la policía comprada. Los policías, que solían pasar las tardes en el bar —a veces todo el día— jugando al billar, habían dejado de ir. Blaze sabía que trabajaban para un hombre llamado Reginald Coonan. Su jefe siempre permanecía en la sombra, pero le gustaba la sangre, y a sus hombres les gustaba la violencia.

Hacía unas semanas, un hombre alto y muy apuesto, vestido con un elegante traje de ejecutivo, había entrado en el bar y había dado al padre de Blaze una tarjeta de visita. En ella aparecía impreso un número, nada más. El hombre, que hablaba en tono suave, se había limitado a decirles que si alguna vez necesitaban protección podían llamar a ese número y alguien acudiría. A Blaze le chocó que su padre no hubiera tirado la tarjeta a la basura, aunque ambos supusieron que se trataba de otro jefe del crimen organizado que pretendía arrebatar a Coonan su territorio. Sean no había hablado del tema con ella, pero había conservado la tarjeta de visita junto al teléfono.

Blaze no había tocado la tarjeta. Pero la había mirado muchas veces. Había hecho algunas pesquisas, y no había sido fácil descubrir las identidades de los mafiosos. Ahora sabia quiénes eran los cuatro hermanos irlandeses. Se habían criado en Chicago y se habían mudado a esta ciudad. Los cuatro Hallahan eran bajos, de complexión musculosa y aspecto temible. Se habían trasladado aquí porque en Chicago las cosas se habían puesto difíciles para ellos, y Blaze sospechaba que Reginald Coonan, su jefe, también se había visto obligado a largarse de allí.

Blaze sabía muy poco sobre la otra facción criminal. El hombre que había entrado en silencio en el bar se llamaba Tariq Asenguard. Era dueño de un club nocturno muy frecuentado por los residentes del barrio. Era un hombre discreto, que salía solo por las noches y tenía una mansión espectacular junto al río. Toda la propiedad, que ocupaba varias hectáreas y disponía de una caseta con un guarda y una embarcación, estaba vallada. Blaze no sabía de dónde provenía, y por más que lo había intentado no había logrado averiguar más detalles sobre ese hombre.

Todo el mundo sabía que tenía mucho dinero. Y que era un hombre de armas tomar. Bastaba con que entrara en una habitación para dominar a todo el mundo con su presencia. Blaze había oído opiniones contradictorias sobre él. La mitad de la gente que lo conocía opinaba que era el diablo. La otra mitad aseguraba que era un santo.

Tenía un socio. Un hombre llamado Maksim Volkov, del que nadie sabía nada. Era el socio silencioso. Era dueño de la propiedad que lindaba con la de Tariq Asenguard, pero apenas nadie lo veía nunca. Era socio de Asenguard en el club nocturno. Asenguard, que acudía a él con frecuencia, era el rostro visible del negocio, pero pocas personas veían a Volkov. Había algo en su nombre que daba a Blaze mala espina, aunque no era dada a imaginar cosas raras. Estaba claro que Tariq Asenguard era un tipo de cuidado, pero se comportaba con discreción. Maksim Volkov era un interrogante. Blaze sabía que otros trabajaban para ellos, pero eso carecía ahora de importancia. La tenía sin cuidado. Ellos no habían asesinado a su padre, por tanto, iba a aliarse con ellos. Después de muerta.

Blaze colocó de forma metódica varias armas alrededor de la estancia y por todo el bar, tras lo cual ensayó el medio más rápido de acceder a ellas. No podía vacilar. Necesitaría cada segundo de que dispusiera. Por encima de todo, si iba a morir, quería llevarse por delante a los Hallahan. Estaba tranquila. Los nervios vendrían más tarde. Y luego, el subidón de adrenalina.

Miró su reloj. Fuera, la luz empezaba a declinar. Las farolas no se encenderían. Alguien había roto las lámparas que simulaban ser antiguallas de gas y daban carácter a las calles. Los cuatro hermanos casi siempre acudían por la noche. Ella sabía que no les importaba que alguien viera sus rostros y los reconociera. Todos los habitantes del barrio se sentían demasiado intimidados por ellos para denunciarlos.

Blaze no era el tipo de mujer que iba a molestarse en denunciarlos sabiendo que no los condenarían. Esos hombres habían asesinado a su padre. Lo habían torturado, lo habían matado y habían arrojado su destrozado cuerpo desde un coche en marcha, frente al bar, como un montón de basura, a sus pies. Ella no los había visto torturar o matar a Sean, solo que habían arrojado su cadáver a sus pies.

Los hermanos lo habían calculado bien, presentándose en el bar a la hora de cierre, cuando Sean se hallaba justo a la entrada. El forense dijo que había encontrado marcas de pistolas Taser, pequeñas heridas causadas no por una, sino por cuatro pistolas eléctricas con que habían abatido a su padre. Después de haberlo inmovilizado, lo habían torturado de forma brutal, dejando un enorme reguero de sangre. Al llegar a casa Blaze había comprobado que el bar no estaba cerrado, el suelo estaba cubierto de sangre y su padre había desaparecido. A pesar de la sangre, la policía no había hecho nada. Habían prometido enviar a un agente para tomar nota de lo ocurrido, pero no había acudido nadie. Eso no la había sorprendido. La policía prácticamente había abandonado el barrio, y todo el mundo lo sabía.

Blaze miró alrededor del bar. El edificio, y el local, tenían más de cien años. No comprendía por qué los gánsteres querían apoderarse de algunos inmuebles y dejaban en paz a los dueños de otros. Parecían elegirlos de forma aleatoria. Ella había tratado de descifrar los motivos, pero no lo había logrado. Lo que les interesaba no eran los establecimientos, porque después de adueñarse del edificio no reabrían el negocio. La tintorería situada a seis puertas del bar estaba cerrada. La magnífica tienda de ultramarinos que había en la esquina de enfrente permanecía cerrada, obligando a todos los residentes a trasladarse a otro barrio para comprar comida.

Blaze subió la escalera, dejando una estela de armas. No creía que pudiera acceder a ellas, pero su padre le había enseñado a prever cualquier contingencia, y sobrevivir era una de ellas. El apartamento donde se había criado era muy amplio. Le tenía un gran cariño. Había sido su hogar durante toda su vida.

Su hogar. Blaze tenía un hogar gracias a su padre. Él se lo había dado. Sean se reía con frecuencia. Cuando se reía, sus ojos se iluminaban. Solía tomarla en brazos y girar alrededor del cuarto de estar, cantando a voz en cuello para que ella se riera también. Era un hombre que disfrutaba de la vida a tope y quería que su hija también lo hiciera.

Blaze sabía que su padre salía con mujeres, pero nunca las traía a casa. Ella le había preguntado un millón de veces por qué no se había vuelto a casar, pues temía que, si ella se enamoraba de un hombre y se iba a vivir con él, su padre se sentiría muy solo, y no quería que eso sucediera. Sean respondía que no tenía sentido unirse a alguien para combatir la soledad. O encontrabas a la persona adecuada o no. Era una lección que había aprendido con dolor, y no había encontrado a la mujer adecuada, aunque seguía buscándola.

Blaze siempre había deseado que su padre encontrara a una mujer que lo quisiera tanto como ella, pero Sean no había dejado que otra persona entrara en sus vidas, aparte de Emeline, y quizás fuera por eso que Blaze pensaba de la misma forma. Había salido con hombres, pero nunca se había entregado a ninguno, porque no había encontrado al hombre de su vida. Puede que no existiera el hombre perfecto. El hombre adecuado para ella. Y ya no lo averiguaría nunca, porque esa noche iba a morir.

Blaze ocultó una bolsa de viaje con ropa y dinero en la azotea, junto a la escalera de incendios. Y dos pistolas más. Estaba más que preparada para la guerra. Se detuvo unos minutos en la azotea, contemplando el barrio a sus pies, recordando el sonido de risas. Siempre se oía un murmullo de voces y risas. Pero ahora, lo único que se oía era… silencio.

Blaze suspiró y bajó de nuevo la escalera de acceso al bar. Era un bar muy bonito, revestido de nogal. Madera oscura y reluciente. Los espejos alargados y las botellas y los vasos apilados de forma ordenada. Era una excelente barman. Rápida. Eficiente. Atractiva. Sabía manipular las botellas con agilidad y hacer trucos con ellas, y algunas noches sus clientes le pedían que hiciera uno de sus trucos. Su padre solía permanecer en un discreto segundo plano, meneando la cabeza y riendo, pero el brillo de sus ojos denotaba lo orgulloso que se sentía de su hija.

Ella lo apartaba con un golpe de cadera, diciendo: «Deja que te enseñe cómo se hace esto, viejo…». Realizaba unos trucos asombrosos que fascinaban a los clientes, haciendo que gozaran de una velada espectacular. Su habilidad atraía a personas de otros barrios, por lo que el bar estaba siempre lleno. A Sean y a Blaze no les faltaba el dinero. Pero los gánsteres que habían asesinado a Sean no querían dinero. Querían su casa. El inmueble. Pero jamás conseguirían su propósito, ni después de que ella muriera.

Blaze tomó el teléfono y marcó el número impreso en la tarjeta de visita y se puso a tamborilear con la tarjeta sobre el mostrador mientras esperaba que alguien respondiera. Tan solo sonaron dos tonos.

—Diga. —Era una voz suave. Masculina. Hermosa y al mismo tiempo escalofriante. Que puso a Blaze los pelos de punta. No era el hombre que había venido al bar y había dejado la tarjeta. Este hombre tenía un acento que ella no lograba identificar. Daba la sensación de ser un hombre peligroso, que no tenía que levantar la voz para imponer su presencia en una habitación. Un hombre con el que no convenía ponerse a discutir.

—Me llamo Blaze McGuire. Hace un par de semanas vino un hombre y nos dejó este número. Los hermanos Hallahan asesinaron a mi padre y ahora vienen a por mí. Cuando yo muera recibirá usted un sobre que contiene las escrituras de las propiedades. Los herederos son Tariq Asenguard y Maksim Volkov. Después de esta noche usted podrá hacer lo que quiera con lo que quede de los Hallahan.

Tras un breve silencio, la voz susurró al oído de Blaze. Con tono quedo. Autoritario.

—Salga. De. Allí. Ahora.

Ella se quedó helada, sus dedos enroscados alrededor del teléfono. Sintió cada una de las palabras resonar a través de su cuerpo. Este hombre sabía utilizar su voz con eficacia, incluso a través del teléfono, y Blaze sintió deseos de obedecerlo, aunque no solía obedecer a nadie, a veces ni siquiera a Sean.

—No puedo hacerlo —respondió bajito—. Esta noche voy a morir y ellos pagarán por lo que hicieron. Si no entran en el bar, y yo muero, tenga cuidado. Hay explosivos colocados por todo el bar. Un paso en falso y morirá. Dentro del sobre encontrará instrucciones para desactivarlos. Indicándole por dónde puede pasar sin riesgo y qué debe evitar. Cómo abrirse paso a través del laberinto.

—Blaze. Salga de allí. Ahora mismo.

El hombre pronunció su nombre como si la conociera. Íntimamente. Como si tuviera derecho a preocuparse por ella. A protegerla. Como si ella le perteneciera. Blaze era un nombre que a ella no le parecía femenino. Pero él lo dijo de una forma, acariciándolo con su acento, que hacía que sonara distinto.

Blaze se pasó la lengua por el labio superior. Contuvo el aliento. Tuvo que hacer un esfuerzo para resistir la fascinación que la voz de este hombre ejercía sobre ella.

—Usted no lo entiende —dijo ella—. Ni es necesario que lo entienda. Tengo que hacer esto. Ellos no se saldrán con la suya.

—Por supuesto que no, bonita, pero esta no es la forma de hacer las cosas. Salga de allí y espérenos. Vamos para allá.

El modo en que la voz de ese hombre se movía sobre su cuerpo, acariciándolo, áspera como una lengua pero autoritaria, hizo que se estremeciera. Ella ansiaba obedecerlo. No porque temiera morir, sino porque su tono autoritario la afectaba de un modo incomprensible.

—No lo haré —musitó, con el corazón latiéndole con violencia. Tenía la impresión de que él ya había partido hacia allí, de que se movía con inusitada rapidez—. Ellos mataron a mi padre.

—Lo sé, draga mea. —Su voz sonaba aún más suave. Más persuasiva. Deslizándose dentro de su mente para que ella sintiera calor donde había frío y oscuridad. Donde había furia. Donde ella tenía que aferrarse a esa furia y no dejar que la extraña cualidad de esa voz caldeara ese frío—. Nosotros nos ocuparemos de ello, haremos que esos hombres paguen. Usted póngase a salvo. No tardaremos en llegar.

Blaze se llevó una mano al corazón. Latía demasiado deprisa. Retumbaba en su pecho. Tenía la boca seca. Hasta le dolía la cabeza, como si al desafiar a ese hombre, su cuerpo físico protestara. No tenía sentido. Ella siempre había tenido mucho carácter, era capaz de defender su postura frente a quien fuera. No quería seguir hablando con él, pero no podía soltar el teléfono. Se quedó ahí plantada, con una cadera apoyada en la barra del bar para no perder el equilibrio. Su cuerpo temblaba, cuando no había temblado ni siquiera al enfrentarse a una muerte segura.

—Yo…, yo… —tartamudeó. Solo tenía que soltar el teléfono, pero no podía. Sus dedos lo sujetaban como si no pudieran desprenderse de él.

—No querrá que su hermoso bar salte por los aires —continuó la voz, susurrándole al oído—. Nuestro método es mejor. Usted conservará su propiedad. Su hogar. El barrio se librará de otro par de monstruos.

Una voz tan suave. Tan íntima. Como si estuvieran juntos en la cama. Abrazados. Con las piernas y los brazos enroscados uno en torno al otro, hechos un lío. Blaze casi podía sentirlo moviéndose dentro de ella. Así de íntima era su voz. Y no podía soltar el teléfono. Debía hacerlo. Pero no podía. Estaba como hipnotizada por esa voz. Miró por el amplio ventanal que ocupaba casi toda una pared. Al otro lado de la ventana había unos gruesos barrotes de hierro. Había llorado cuando los habían instalado. Había vivido casi toda su vida allí en total libertad, hasta que alguien había decidido arruinar el barrio donde ella y su padre residían.

—Están matando a gente.

—Lo sé, draga mea. Nosotros los detendremos, pero si les entrega su vida será como concederles otra victoria.

—Ellos mataron a mi padre. —Las palabras brotaron de su boca con fuerza. Ella no había llorado. Se había negado a llorar, incluso cuando se lo había contado a Emeline. No derramaría una lágrima hasta que los hombres que habían asesinado a su padre murieran—. Le partieron todos los huesos y luego lo mataron.

—Lo sé, inimă mea —murmuró él.

Ella no sabía qué idioma hablaba ese hombre, solo que pronunciaba estas palabras con un acento increíblemente íntimo. No se atrevía a apartar la vista de la ventana para no cerrar los ojos. Para no dejarse seducir por su voz. Lamentaba no haberlo conocido antes de que su corazón se endureciera como una piedra. Antes de que el fuego que ardía en su interior se convirtiera en un fuego incontrolable que buscaba venganza.

—Deje que nosotros nos ocupemos de esto. Es lo que hacemos.

—Después. —Blaze alzó el mentón y enderezó la espalda—. Podrán ocuparse de ellos después. —Obligó a sus dedos a relajar la fuerza con que sostenía el teléfono. Ese hombre tenía una voz fascinante, tan hipnótica que casi parecía un siniestro brujo resuelto a controlarla por medio tan solo de su voz. Pero ella no era dada a este tipo de fantasías. Estaba acostumbrada a resolver cualquier problema, y el asesinato de su padre era un asunto personal—. Después —murmuró de nuevo—. Podrán ocuparse de ellos después.

—Espere, Blaze. Espéreme.

Su voz… Esa voz. Parecía estar dentro de ella. En su cabeza. Acariciándola desde dentro. Blaze siempre había confiado en ella misma y en su padre. Era lo que Sean le había enseñado. Él le había dado esa confianza en sí misma. Pero la voz del extraño y el hecho de que pareciera estar dentro de su cabeza la hacían sentirse como si, sin él, dejara de ser Blaze. Como si flotara a la deriva.

—Al menos haga una cosa por mí. Suba al apartamento. Tardaré unos cuatro minutos en llegar. Lo resolveremos juntos. Suba. Cuando nos hayamos librado de ellos bajaré a reunirme con usted desde la azotea y trazaremos un plan. Juntos.

Blaze cerró los ojos y se esforzó en mover los dedos, que tenía como entumecidos. Colgó el teléfono. En cuanto lo hizo, se sintió mareada. Le dolía la cabeza. No un poco, sino que sentía un violento martilleo en las sienes, como si al colgar un pequeño martillo neumático se las estuviera destrozando. Se llevó una mano al nudo que tenía en el vientre y tomó una de las pistolas que estaba sobre la barra del bar. La mano le temblaba, lo cual le chocó.

Estaba decidida a vengar el asesinato de su padre. Por supuesto que tenía miedo. Nadie desea morir. Pero confiaba en sí misma. Y estaba comprometida con su causa. Sin embargo, la mano le temblaba como jamás le había temblado. Debido al efecto que la voz del extraño tenía sobre ella.

Blaze sintió un calor que se intensificaba por momentos en la boca del estómago, y un pequeño escalofrío le recorrió la espalda. Habría deseado conocer al dueño de esa voz. O quizá no. En el bar hablaba con muchos hombres, separados por el mostrador. Se reía y flirteaba con ellos sabiendo que existía ese límite que nadie traspasaba. Pero la voz del extraño lo había traspasado.

Colocó el cargador en la pistola y se volvió hacia la ventana cubierta con barrotes. Vio el destello de los aros cuando el coche se aproximó a toda velocidad hacia el bar, y comprendió al instante que eran los Hallahan. Habían venido. El nudo que se le había formado en el vientre desapareció. Sintió la descarga de adrenalina. Respiró hondo varias veces mientras el imponente SUV chocaba con el bordillo y frenaba en seco. Se abrieron las cuatro puertas y los hombres se apearon del vehículo.

Blaze los vio con toda claridad, a pesar de la débil luz vespertina, porque había cambiado las bombillas junto al bar para iluminar la acera. Había utilizado unas bombillas de alto voltaje, sin preocuparle la factura de la electricidad. En cualquier caso, ella no estaría aquí para pagarla. Observó a esos hombres —no, a esos monstruos— que habían apaleado a su padre hasta matarlo. Le habían partido los huesos para torturarlo. Podían haberse puesto en contacto con ella, pero no lo hicieron. Habían gozado torturándolo.

Blaze no apartó los ojos de la ventana, observándolos mientras caminaban por la acera, moviéndose con determinación, con sus corpulentos cuerpos oscilando de un lado a otro mientras avanzaban juntos hacia el bar.

Todo estaba en silencio. El tiempo se detuvo, como solía ocurrir cuando iba a estallar una pelea. Blaze centró su atención en la puerta, consciente de los latidos de su corazón. De cada latido. De cada pulsación. Del flujo y reflujo de la sangre mientras le corría por las venas. Todo estaba en silencio a su alrededor. Un silencio sepulcral. Ni se oía siquiera el zumbido de insectos. Ni el tráfico. Ni las recias pisadas de los hombres que se aproximaban calzados con unas botas con la puntera de acero. Parecía como si solo existiesen Blaze y la pistola que empuñaba.

La mano ya no le temblaba, y sostenía la pistola con firmeza. Respiró despacio mientras observaba la ventana, sin perder de vista la manija de la puerta. Si la tocaban, si abrían la puerta, la carga estallaría.

De improviso, los cuatro Hallahan retrocedieron, dirigiéndose hacia su coche. Blaze avanzó un paso, chocando con el mostrador. Sacudió la cabeza. No podían marcharse. Rodeó rápidamente el mostrador y se detuvo en seco, observando el laberinto de cables. Toda la estancia era una trampa. Tardaría una hora en desmontarlo todo. ¿Qué les había inducido a retroceder? Ni siquiera se habían acercado a la puerta. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.


1. Blaze: fuego, «llamarada». (N. de la T.)