ARISTÓTELES,

PRIMER FILÓSOFO SISTEMÁTICO

Aunque Platón es el pensador que plantea todos los grandes problemas que después irá abordando la filosofía a lo largo de los siglos, puede decirse que Aristóteles, el más creativo de sus discípulos, es quien por primera vez sistematiza esos problemas y crea un vocabulario relativamente riguroso para enunciarlos y tratarlos.

Lo que Platón trata en sus diálogos de manera dispersa, con lenguaje a menudo alegórico y sin seguir ningún plan preconcebido, Aristóteles lo ordena en una serie de tratados sistemáticos que, como veremos al hablar de su obra, son el origen de la mayoría de las ramas del saber todavía cultivadas en la actualidad.

Su obra es, por ello, como una gran enciclopedia del saber de su época, que da la pauta para casi todas las disciplinas que la humanidad cultivará después. Como veremos con más detalle en los distintos apartados de este prólogo, Aristóteles elabora una detallada teoría del mundo y del hombre.

En su visión del mundo parte de una serie de conceptos básicos, ya introducidos por Platón y otros pensadores anteriores (los llamados presocráticos, o autores anteriores a Sócrates), pero que él define con mayor rigor. Ante todo, el de «ser», término generalísimo, tan general que Aristóteles considera necesario acotarlo distinguiendo en él varios sentidos. De esos sentidos, el principal es lo que tradicionalmente se ha llamado sustancia, es decir, lo que es por sí mismo, que existe independientemente de otras cosas. En sentido derivado, llama también seres a las propiedades que poseen las sustancias, propiedades que no existen por sí mismas, sino sólo en la medida en que van unidas a las sustancias. Estos conceptos básicos son los que estudia la metafísica.

Su concepción del hombre forma parte de su teoría del mundo, y más concretamente del estudio de la naturaleza, que Aristóteles llama Física . Pues el ser humano no es, para Aristóteles, sino un tipo particular de animal (y los animales, a su vez, son un tipo particular de seres naturales dotados de una estructura material llamada cuerpo). Pero el animal humano, además de tener vida y unas facultades que le permiten percibir lo que le rodea a través de los órganos de los sentidos, tiene también entendimiento, una facultad muy peculiar que, a diferencia de los sentidos, estrechamente vinculados al cuerpo, parece que no depende estrictamente de éste.

Gracias a su entendimiento, el ser humano puede conocer no sólo los fenómenos que tienen lugar en el mundo, sino también sus causas o principios, construyendo teorías. Y a la vez puede dirigir su propio comportamiento siguiendo unas pautas que constituyen lo que Aristóteles llamará saber práctico, que es el objeto de estudio de la ética. Ésta, a su vez, forma parte del saber con que el hombre dirige su comportamiento social: la política. Por otro lado, en su búsqueda y transmisión del conocimiento, el ser humano se sirve de unas reglas o pautas que constituyen la lógica o dialéctica, surgidas de la necesidad de argumentar en la discusión con los demás. En relación con esto último, el estudio de lo que hoy llamaríamos genéricamente la comunicación es lo que Aristóteles llama retórica, o arte de construir expresiones lingüísticas eficaces para transmitir nuestras ideas a los demás. Derivado de ese estudio surge el de las formas literarias, que Aristóteles aborda en lo que se conoce como poética.

VIDA

Aristóteles nació en el año 384 a.C. en la ciudad macedonia de Estagira, fundada por los antiguos jonios en la costa oriental de la península Calcídica (no lejos del actual territorio cenobítico del monte Atos, en la región de Macedonia Central del moderno Estado griego). Su padre era Nicómaco, médico del rey macedonio Amintas III (padre de Filipo II y abuelo de Alejandro Magno), y su madre, Festia, era oriunda de Calcis, en la isla de Eubea. Ambos progenitores murieron pronto y quedó al cuidado de un tutor, Próxeno de Atarneo.

Hacia el año 366 a.C., el joven Aristóteles se trasladó a Atenas e ingresó como alumno en la Academia de Platón, donde estudió durante casi veinte años, hasta la muerte del fundador en el 347 a.C. Allí, en la primera universidad conocida en la historia, tuvo como colegas a estudiosos de la astronomía, la matemática y la ciencia natural tales como Heráclides Póntico, Eudoxo de Cnido, Jenócrates y posiblemente Teofrasto, quien sería luego su más fiel colaborador y heredero intelectual.

Al morir Platón, la dirección de la Academia recayó sobre su sobrino Espeusipo. Aristóteles, al igual que Jenócrates (que sería más tarde llamado a suceder a Espeusipo), abandonó Atenas. Se ha especulado, con poco fundamento, que dicho abandono fue fruto del despecho por no haber sido nombrado director de la Academia. En cualquier caso, ello habría sido imposible por razones jurídicas: Aristóteles no era ciudadano ateniense y, por lo tanto, no podía aspirar a un cargo que implicaba, entre otras cosas, la gestión de bienes inmuebles de la ciudad de Atenas, algo vedado a un meteco como él. También se ha relacionado su partida con el auge de la influencia en Atenas de quienes veían con animosidad la creciente hegemonía macedonia en la Hélade (por ejemplo, el célebre orador Demóstenes, autor de vibrantes discursos dirigidos contra el rey de Macedonia y conocidos como Filípicas ).

Tras dejar Atenas, Aristóteles recala en Assos, ciudad-estado de la Tróade, en el noroeste de Asia Menor, invitado por Hermias, tirano de la cercana ciudad de Atarneo y amigo de Próxeno, que, como dijimos, fue tutor de Aristóteles al quedar éste huérfano. (Según algunos testimonios, es posible que fuera en Assos, y no en Atenas, donde conociera a Teofrasto.) Muerto Hermias a manos de los persas, de quienes era súbdito, Aristóteles huyó de Assos tras haber compuesto un poema fúnebre en honor de su protector. Para entonces se había casado con Pitia, sobrina del tirano. A la muerte de ésta desposó a Herpilis, con quien tuvo un hijo llamado Nicómaco, el cual, andando el tiempo, editó alguna de las obras de su padre.

Al abandonar Assos, donde había permanecido tres años, viajó a Mitilene, en la isla de Lesbos, a instancias de Teofrasto, natural de Ereso, otra ciudad de esa misma isla. Transcurridos dos años, Aristóteles recibió del rey Filipo II el encargo de acudir a la corte de Macedonia para ejercer de preceptor de su hijo Alejandro y de otros jóvenes nobles macedonios. A esta tarea se dedicó, en la pequeña ciudad de Mieza, durante los años 343-342 al 340 a.C. Desde entonces hasta el 336-335 a.C. residió con su familia en su ciudad natal de Estagira, durante unos años de notable fecundidad en sus investigaciones sobre la naturaleza. En el año 336 a.C., asesinado Filipo y exaltado al trono Alejandro, Aristóteles regresó a Atenas, donde con el concurso de Teofrasto fundó su propia escuela (de la que recientemente han salido a luz algunos vestigios) en un distrito de Atenas consagrado a Apolo Licio (o Apolo «lobuno», uno de los atributos de dicho dios que, según el mito, adoptaba diversas formas animales). De ahí toma la escuela de Aristóteles el nombre de Liceo.

Allí, Aristóteles dictó las lecciones que constituirían luego la mayor parte de su obra conservada, hasta la muerte de Alejandro, acaecida en Babilonia el año 323 a.C. Esos trece años, seguramente los de mayor actividad científico-filosófica de Aristóteles, se desarrollaron de manera parecida a los pasados en la Academia platónica, sólo que en este caso era Aristóteles quien dirigía los estudios. En efecto, al igual que en la Academia, los asistentes a las lecciones del Liceo —la mayoría procedentes de fuera de Atenas, como el propio Aristóteles— debían proveer por sí mismos a su manutención, aunque no abonaban estipendio alguno a quienes ejercían como profesores.

A diferencia de la Academia, muy centrada en estudios matemáticos, los temas estudiados en el Liceo tenían más que ver con las ciencias de la naturaleza, que Platón no consideraba dignas de estudio (de hecho, no les reconocía estatuto científico alguno, debido a su falta de exactitud).

En la obra aristotélica que se conserva existen testimonios de que, en algunos casos, las lecciones orales impartidas en el Liceo se acompañaban de la utilización de gráficos y esquemas (quizá también dibujos) para hacer más fácilmente comprensibles ciertas nociones. En cualquier caso, está claro que Aristóteles, en sus lecciones de lógica, utilizaba símbolos literales para representar los términos cuyo significado era irrelevante para la validez de la argumentación.

Finalmente, a la muerte de Alejandro, Aristóteles, por temor a represalias del partido antimacedonio, se trasladó a la ciudad natal de su madre, Calcis de Eubea, donde conservaba familia y propiedades, y donde murió al año siguiente, a una edad relativamente temprana, sin haber podido culminar ni editar convenientemente su inmensa obra.

El Liceo, bajo la dirección de Teofrasto, prosiguió su actividad docente e investigadora, aunque a la larga la escuela (también llamada peripatética por la costumbre de sus miembros de discutir dando vueltas —peripateîn— al jardín de la finca) no tuvo la estabilidad de la Academia y trasladó el grueso de su actividad a Alejandría, bajo la protección del reino helenístico de los Ptolomeos. Esta dispersión de los peripatéticos ocasionó la paralela dispersión de la obra escrita del fundador, lo que, unido al hecho de hallarse en su mayor parte sin editar, convirtió el llamado Corpus aristotelicum en campo abonado para todo tipo de aportaciones apócrifas e interpolaciones de discípulos y comentaristas, creándose así uno de los problemas filológicos más intrincados de la literatura griega, que aún en la actualidad dista mucho de cualquier solución satisfactoria.

OBRA

Los escritos de Aristóteles constituyen en conjunto lo que podríamos considerar la primera enciclopedia conocida. De una parte de ellos —paradójicamente, los únicos editados en vida del autor— sólo se conservan fragmentos en citas de otros autores. Del resto —formado en su mayoría por guiones y síntesis para la lectura en clase, cuando no por apuntes de discípulos— ha llegado hasta nosotros una masa considerable, editada sistemáticamente por primera vez (de forma aproximada a como hoy los conocemos) por Andrónico de Rodas, director del Liceo ateniense en torno al año 70 a.C. Una gran parte de los títulos atribuidos a esas obras es responsabilidad del propio Andrónico, pues se conocen diversos catálogos entre los que hay importantes divergencias, fruto de la dispersión geográfica y del carácter provisional de los textos, tal como se ha señalado al final de la sección anterior.

Las obras editadas —y hoy perdidas— conocidas como exotéricas —aunque el propio Aristóteles se refiere a ellas con expresiones como estudios comunes o de divulgación (enkyklía)— revestían en su mayoría la forma de diálogos, compuestos probablemente durante la estancia en la Academia. He aquí algunos títulos: Acerca del alma , Protréptico (o Exhortación , en gran parte recientemente reconstruido e incluido en este volumen), Político , Acerca de los poetas , Acerca de la filosofía , Acerca de la justicia . Otras obras en forma no dialogal: Acerca del bien , Acerca de las ideas , Sobre los pitagóricos , Sobre Demócrito.

Los escritos escolares o esotéricos (de uso interno), supuestamente perdidos durante un tiempo hasta su recuperación por el Liceo ateniense en época de Andrónico (aunque al parecer los peripatéticos de Alejandría siempre dispusieron de ellos), acabaron eclipsando por completo los diálogos y demás textos publicados en vida del autor los cuales, al dejar prácticamente de editarse, se perdieron. Sólo los escritos esotéricos han llegado casi íntegros hasta nosotros. Este hecho no parece tener otra causa que la mayor enjundia doctrinal de unas obras sistemáticas destinadas, no al público en general, sino a un selecto grupo de estudiosos (los miembros del Liceo), lo que las hacía mucho más interesantes y dignas de estudio para las escuelas filosóficas de la Baja Antigüedad, particularmente para los neoplatónicos, que acabaron siendo los más importantes exegetas del pensamiento aristotélico y los principales vehículos de su transmisión a la posteridad.

Precisamente entre los comentaristas neoplatónicos (Ammonio, Filópono y Simplicio, sobre todo) aparece una sistematización de la obra de Aristóteles que ha sobrevivido en líneas generales hasta nuestros días.

Según esa clasificación tenemos, en primer lugar, los escritos llamados particulares (básicamente cartas), que versan sobre asuntos de índole no científica.

En segundo lugar, los llamados escritos intermedios, de carácter científico positivo, entre los que se contarían la mayoría de los estudios zoológicos (en razón de su carácter descriptivo, a saber: la Investigación sobre —o Recopilación de datos sobre— los animales , Partes de los animales , Reproducción de los animales , Marcha de los animales , así como una serie de pequeños tratados conocidos tradicionalmente como Parva naturalia : Acerca de la sensación y lo sensible , Acerca de la memoria y la reminiscencia , Acerca del sueño y la vigilia , Sobre los sueños , Sobre la adivinación por los sueños ; y también otros opúsculos de parecidas características: Sobre la longevidad y la corta vida , Sobre la respiración , Sobre la vida y la muerte , Sobre la juventud y la vejez ) y la recopilación de constituciones de estados griegos (de entre las que se ha conservado la Constitución de los atenienses ).

Por último, los escritos generales, u obras de contenido científico y tratamiento sistemático, divididos en hipomnemáticos (recordatorios o guiones de lectura) y sintagmáticos (estructurados como obras completas en sí mismas).

Los sintagmáticos, a su vez, se dividían, con arreglo a su forma expositiva, en diálogos (donde figurarían la mayoría de las obras exotéricas) y autoprósopa (en que sólo habla el autor). A partir de esta categoría, constituida en tronco principal, se abren tres ramas, cada una de ellas a su vez tripartita, según el esquema siguiente:

Escritos teoréticos:

1) Teológicos (Metafísica).

2) Matemáticos (ninguna obra auténtica conservada).

3) Físicos (Física, Acerca del cielo, Acerca de la generación y la corrupción, Meteorológicos, Acerca del alma).

Escritos prácticos:

1) Éticos (Ética eudemia, Ética nicomáquea, Gran ética).

2) Económicos (ninguna obra auténtica conservada, aunque sí existe una, apócrifa, con ese mismo título).

3) Políticos (Política) .

Escritos instrumentales (o dialécticos):

1) Premetodológicos (Sobre la interpretación, Analíticos primeros, Categorías).

2) Metodológicos (Analíticos segundos).

3) Parametodológicos (Tópicos , Sobre las refutaciones sofísticas —hasta aquí, las cinco obras constitutivas del llamado Órganon— , Retórica y Poética ).

Esta clasificación, aunque aproximada, no es idéntica a la que el propio Aristóteles sugiere como criterio general para la ordenación de los diferentes tipos de conocimiento. En efecto, en diversos pasajes de Metafísica y de Ética nicomáquea apunta a un esquema triádico como el siguiente:

1) Saber teórico: teología, matemática, física.

2) Saber práctico: ética y política.

3) Saber productivo: arte o técnica.

El criterio para distinguir entre 1, por un lado, y 2 y 3, por otro, es el siguiente: el saber teórico (tal como la etimología del término griego theoría indica) es puramente contemplativo, no interviene en el objeto para modificarlo; los saberes práctico y productivo, en cambio, se caracterizan por su actividad transformadora. En cuanto a la diferencia entre 2 y 3, ésta es más sutil: radica en el hecho de que la producción tiene como objeto la realidad externa, mientras la praxis, en cambio, revierte en el propio sujeto que la realiza (sin dejar necesariamente, por ello, de tener efectos externos).

Está claro, pues, en cuál de esos apartados habría que incluir cada una de las obras antes citadas. Con una notable excepción: el órganon y la retórica; la poética, obviamente, encaja en el apartado 3.

En efecto, el Órganon (lo que hoy llamaríamos «lógica») y la Retórica no constituyen, en la concepción de Aristóteles, saberes sustantivos en el sentido etimológico —aristotélico— del término: saberes que versen sobre algún género de sustancia. Versan, por el contrario, sobre el método para acceder al conocimiento de (en el caso de la Retórica , a la convicción sobre) cualquier género de realidad (aunque la Retórica contiene también paradójicamente, a modo de instrumento del instrumento, importantes núcleos de conocimiento sustantivo en esferas como la psicología y la ética). De ahí que la clasificación de los comentaristas neoplatónicos que hemos visto más arriba confine esos escritos en el apartado de los puramente instrumentales. Esto, como veremos, tiene su importancia para valorar la considerada obra filosófica por antonomasia de Aristóteles: la Metafísica .

En el apartado de la producción atribuida al Estagirita cabe mencionar, por último, una serie de obras apócrifas: Problemas , Mecánicos , Económicos , Acerca del mundo (asociado tradicionalmente a Acerca del cielo ), Sobre el aliento , Marcha de los animales , Historia de las plantas , Fisiognómicos , Sobre las virtudes y los vicios , Retórica a Alejandro. Estos títulos, sin embargo, no delimitan claramente la producción genuinamente aristotélica de la que no lo es: otras obras o partes de obras tradicionalmente consideradas auténticas siguen dando pie a controversias sobre su autoría real, y el caso más notable es la llamada Gran ética (probablemente una recopilación de tesis éticas aristotélicas elaborada en el Liceo poco después de la muerte del maestro, para contraponer claramente las doctrinas éticas de éste a las de los llamados estoicos).

PENSAMIENTO

Rasgos generales

Hablar del pensamiento de Aristóteles es, en gran medida, hablar de nuestro propio pensamiento. En efecto, el lenguaje científico actual, y aun muchas expresiones del lenguaje ordinario, están calcados de los esquemas conceptuales elaborados por Aristóteles para dar forma a sus ideas. Así, cuando contraponemos, por ejemplo, lo «universal» a lo «singular», lo «genérico» a lo «específico», lo «material» a lo «formal», lo «activo» a lo «pasivo», lo «potencial» a lo «actual» o «efectivo», la «teoría» a la «práctica»; cuando consideramos un objeto cualquiera «en cuanto tal» o decimos que algo actúa o es de tal manera «por sí mismo» y no «accidentalmente»; cuando hablamos de procesos de «abstracción», de «creación» literaria, de «fantasía», de «facultades» psíquicas, de «experiencia», de «elección», etc., estamos repitiendo literalmente fórmulas y distinciones conceptuales genuinamente aristotélicas. Estamos, en definitiva, pensando aristotélicamente.

Precisamente la acuñación de fórmulas como las mencionadas, con el correspondiente trazado de esquemas conceptuales rigurosos y sistemáticos, es uno de los méritos principales de Aristóteles, rasgo que lo distingue nítidamente de todos sus antecesores y logro perdurable que trasciende el contenido concreto de sus doctrinas filosóficas y científicas. Y es ésa precisamente la única parte del legado intelectual aristotélico que se ha mantenido culturalmente viva hasta nuestros días.

Ahora bien, hablar, en relación con Aristóteles, de «filosofía» como algo claramente diferenciado de la ciencia es en gran medida anacrónico. La palabra «filosofía» no designa en Aristóteles un género de saber diferenciado del saber científico, como en los usos lingüísticos actuales. Aristóteles —y en general los pensadores antiguos— era ajeno a esta distinción. Las diferencias semánticas entre «filosofía» (philosophía , en griego) y «ciencia» (traducción habitual del término epistéme , empleado tanto por Platón como por Aristóteles) estriban más bien en el hecho de que «filosofía» alude a cuerpos de saber determinados (Aristóteles habla, por ejemplo, de «filosofía primera» para referirse, según los casos y las interpretaciones, a la teología o a la metafísica), mientras que «ciencia» designa el saber en general cuando reúne ciertas condiciones de rigor y potencia explicativa. De hecho, este uso amplio del término «filosofía» para designar saberes científicos determinados llega al menos hasta el siglo XVIII de nuestra era (recuérdense títulos como el de la magna obra de Newton: Principios matemáticos de la filosofía natural ).

Dejando aparte el carácter y pasando a considerar la organización del pensamiento aristotélico, hay que señalar que la apariencia enciclopédica de la obra en la que está expresado —como se desprende de las simples consideraciones bibliográficas expuestas en la sección anterior— ha impresionado desde siempre a los estudiosos y ha sido, con toda probabilidad, uno de los más firmes puntales de su prestigio milenario. ¿Corresponde esa apariencia enciclopédica a un estado de cosas real, o, dicho de otro modo, constituyen los escritos de Aristóteles un verdadero sistema? Las distintas y contradictorias respuestas a esta pregunta configuran en gran parte el debate contemporáneo sobre la cuestión aristotélica.

O. Hamelin, ya desde el título de un libro clásico, 1 se alinea con la tradición afirmando la existencia de un sistema aristotélico. Paralelamente, W. Jaeger, en su Aristóteles , como quien arroja una piedra en un estanque, rompe la tersa imagen secular de una doctrina acabada y cerrada sobre sí misma para hacernos revivir la trabajosa formación de un pensamiento cambiante y escindido hasta el desgarro entre dos ideales contrapuestos y quizás irreconciliables: el platónico deductivismo de lo singular a partir de lo universal y el espíritu inductivo de la filosofía natural presocrática.

De la mutua fecundación a la que esas dos interpretaciones antagónicas —la sistemática y la evolutiva— se han sometido a lo largo del siglo brota, como fruto historiográfico para el nuevo milenio, una imagen de Aristóteles en que la vocación sistematizadora acaba dando coherencia a una diversidad de puntos de vista más complementarios que antitéticos, pero sin duda distintos y nacidos a lo largo de un proceso de evolución no exento de rupturas. De esa evolución se pone hoy, sin embargo, entre paréntesis el orden postulado por Jaeger, a saber, una primera etapa platonizante seguida de una madurez y una vejez progresivamente entregadas a los estudios empíricos. Se tiende a pensar, en cambio, que Aristóteles nunca fue amigo de las formas y que desde el principio se interesó mucho más por el dinamismo de la naturaleza que por la imperturbable identidad de las ideas consigo mismas.

Física

En efecto, si se hace un balance de los temas más profusamente tratados por Aristóteles, se aprecia una clara predilección por todo lo que tiene que ver con los seres que él mismo llama «mutables y separados»: separados en el sentido de dotados de existencia independiente (a diferencia de las entidades matemáticas, por ejemplo, incapaces de subsistir por sí mismas al margen de la realidad material o de la mente que las concibe); mutables en el sentido de sometidos a cambio, incluso a las formas más extremas de éste, como la generación y la destrucción o corrupción (a diferencia de las supuestas sustancias divinas, ajenas al paso del tiempo y carentes de partes susceptibles de separación). Pues bien, esos seres mutables y separados son los seres naturales, objeto de la Física o Filosofía natural .

De esta simple comparación entre saberes teóricos (física, matemática, teología) mediante la caracterización de sus objetos se desprende una visible diferencia entre la ontología aristotélica y la platónica. Platón utiliza la mayor o menor inmunidad al cambio como criterio para ordenar jerárquicamente los distintos tipos de realidad: según él, la cima ontológica, identificada con la divinidad, está ocupada por los seres inmutables, tanto más divinos cuanto menos sujetos a mudanza; ahora bien, el prototipo de inmovilidad lo constituyen los entes matemáticos. Aristóteles, por el contrario, da prioridad al criterio de separación o independencia: cuanto más capaz de subsistir por sí mismo, más alto rango ontológico ocupa un ser; por eso la divinidad es antes subsistente que inmóvil, y sólo porque es plenamente autosuficiente no necesita moverse en persecución de nada ajeno a ella. Son, por consiguiente, más dignos de estudio los entes naturales, aunque mutables, que los matemáticos, que carecen de la existencia independiente de aquéllos.

Movimiento

Más aún, Aristóteles, en el fondo, hace del movimiento mismo un rasgo ontológico positivo, al utilizarlo como paradigma de la dimensión definitoria de todo tipo de realidad: el acto, enérgeia (de donde el término «energía»), que no es, en definitiva, más que un movimiento realizado o, dicho de otro modo, la realización de las cosas en su estado de culminación. Sólo en la medida en que el movimiento es un proceso inconcluso (en el sentido de que, teniendo una meta, no la ha alcanzado aún) merece ser adscrito a la esfera de lo negativo, del no-ser .

Aristóteles, en consecuencia, repite constantemente a lo largo de sus obras de filosofía natural el siguiente adagio: «La naturaleza es principio de movimiento (y, correlativamente, de reposo)». Y, de hecho, sus Lecciones orales sobre la naturaleza (título completo de los escritos que, abreviadamente, se conocen como Física ) versan de una manera o de otra sobre los procesos de cambio.

El primer rasgo de esos procesos que llama la atención de Aristóteles es uno puesto ya de manifiesto por Empédocles de Acragas (hoy Agrigento): el cambio se da siempre entre contrarios, es decir, como paso de una determinada manera de ser a otra manera de ser opuesta a la anterior. Desde este punto de vista, parecen tener razón los filósofos eleáticos (Parménides, Zenón, Meliso) cuando niegan la realidad del movimiento y lo reducen a mera apariencia. Pues ¿en virtud de qué puede algo convertirse en su contrario, que es tanto como anularse a sí mismo? ¿Cómo el ser puede devenir en no-ser? O bien ya albergaba el no-ser en sí mismo (con lo que no era realmente lo que aparentaba), o bien hay una intervención exterior que lo aniquila. Esto último parece más verosímil. Pero entonces surge una nueva dificultad: ¿por qué los cambios suceden habitualmente siguiendo pautas determinadas? y ¿por qué los contrarios entre los que tiene lugar el cambio no son simplemente el uno la negación del otro (lo que abriría un abanico infinito de posibilidades de mutación), sino también, casi siempre (la excepción, como veremos, son los llamados cambios sustanciales), la simultánea afirmación de algo distinto pero que comparte rasgos comunes con su opuesto (como no se cansa de repetir Aristóteles, «a cada cosa le corresponde una contraria y sólo una»)? Si la única causa o factor del cambio fuera una entidad externa a la que cambia, la infinitud y la aleatoriedad de las influencias externas posibles nos privarían de toda garantía de que las mutaciones siguieran las pautas que hacen previsibles ciertos rasgos del estadio final a partir del estadio inicial, tal como sucede habitualmente.

La conclusión de Aristóteles es, por consiguiente, ésta: el cambio no adopta una estructura diádica sino triádica. El cambio no es simplemente el desplazamiento de un estado por otro cualquiera, sino la adopción sucesiva de —al menos— dos estados opuestos (pero no heterogéneos) por un sustrato que permanece a través de la sucesión de aquéllos. En apoyo de esta tesis, en el libro I de la Física Aristóteles recurre al análisis de las expresiones con que se enuncian habitualmente los procesos de cambio. De ese análisis se desprende que, frente a la expresión elíptica «el iletrado se hace letrado», por ejemplo (que nos llevaría a identificar el cambio con una simple sucesión de contrarios sin nexo mutuo alguno), resulta más precisa la descripción contenida en enunciados del tipo «el hombre iletrado se hace letrado», donde «el hombre» designa ese sustrato permanente que impide que haya solución de continuidad entre el hecho de ser iletrado y su opuesto. Al estado inicial, entendido como carencia del estado final, lo llama Aristóteles «privación» (stéresis) ; al estado final, «forma» (eîdos, morphé) , y al elemento subyacente que garantiza la continuidad entre ambos, «sujeto» (hypokeímenon). El cambio, pues, no es la pura aniquilación de algo para dar paso a algo distinto, sino la transformación (literalmente: «paso de una forma a otra») de algo que de algún modo permanece constante.

Según el nivel ontológico de las cosas afectado por el cambio, éste puede ser de cuatro clases: sustancial o entitativo, cuantitativo, cualitativo y local. Si tenemos en cuenta el carácter triádico de la estructura de toda mutación, hemos de considerar que en el cambio de lugar (phorá) el sustrato está constituido por el cuerpo móvil con todos sus atributos intrínsecos (atributos que no experimentan modificación alguna por el hecho de que el cuerpo pase de una posición a otra). En la mutación cualitativa o alteración (alloíosis) la entidad sujeta a cambio se ve afectada en alguna de sus características inherentes aunque no esenciales, no ya meramente en su posición relativa a otras cosas; el sustrato del cambio, por tanto, es la propia entidad, pero no en su integridad, sino en las dimensiones esenciales susceptibles de recibir tal o cual complemento cualitativo. El cambio cuantitativo —que, para Aristóteles, afecta más profundamente al que lo experimenta que la alteración cualitativa, al revés de como plantea el asunto la filosofía moderna— supone la pérdida o ganancia de materia por parte del sustrato, y es precisamente esa disminución o aumento de uno de los constituyentes fundamentales de toda sustancia natural (corpórea), la materia (hýle) , lo que hace que este tipo de cambio sea considerado casi sustancial; su sustrato es, en cierto modo, el eîdos , forma o estructura esencial constitutiva de la entidad en cuestión, que se mantiene inalterada mientras el aumento o disminución no rebasen cierto umbral crítico. El cambio sustancial, por último, en cualquiera de sus dos sentidos, como generación (génesis) o como destrucción (phthorá) , consiste respectivamente en la adopción o pérdida de una forma o esencia por la materia integrante del ente que cambia, materia que desempeña aquí el papel que le es más propio; a saber, el de sustrato último de la transformación. En contrapartida a su radicalidad, este tipo de cambio no se da entre dos estados contrarios igualmente bien definidos, pues no hay una única forma que pueda considerarse contraria a la forma que se pierde; cuando un ser humano muere, no puede decirse que el estado de corrupción en el que cae su cuerpo haya de ser necesariamente éste o aquél, o que estar muerto sea lo contrario de ser hombre: con igual derecho podría decirse que es lo contrario de ser caballo o de ser árbol.

La estructura triádica: sustrato (que, en el caso de la generación y la destrucción, es sinónimo de materia) -forma-privación tiene el inconveniente de ser una formulación estática, a la que escapa el aspecto puramente procesual (el paso de la privación a la forma, es decir, del no-ser al ser, y viceversa). Por ello, reducida al binomio materia-forma (hýle-morphé , de donde el término hilemorfismo con que se conoce la teoría), sirve sobre todo a Aristóteles en su metafísica para explicar, frente a las aporías de la teoría de las ideas, la presencia de determinaciones únicas universales en múltiples seres singulares. Como formulación propiamente dinámica, en cambio, recurre Aristóteles en su física al binomio potencia-acto (dýnamis-enérgeia o dýnamis-entelécheia , literalmente: capacidad-efectividad o posibilidad-realización/consumación). Así como el binomio materia-forma permite romper el bloqueo conceptual al que el monismo de Parménides había sometido al significado de «ser», el binomio potencia-acto facilita una tarea análoga por lo que respecta a la negación eleática del cambio. En efecto, la caracterización por Parménides de lo no acaecido como mero no-ser hace inconcebible su transformación ulterior en ser, pues no se concibe que algo pueda generar su propia negación (aunque, como en este caso, se trate de una negación de la negación). En cambio, la caracterización aristotélica de lo que aún no es «aquello que puede ser» (potencia), es decir, un estadio de la realidad inexistente en un cierto sentido pero existente en otro, estadio ontológicamente intermedio entre la pura nada y el ser efectivo o actual (acto), permite dar razón del fenómeno natural por antonomasia: el cambio.

Pero no basta establecer el terminus a quo del cambio (a saber, la potencia), por un lado, y el terminus ad quem (el acto), por otro. Es preciso hacer concebible y expresable coherentemente, sin reducirla a mera yuxtaposición de momentos estáticos, la volátil naturaleza procesual, fluida, de la mutación considerada en sí misma. De nada sirve para ello, como a menudo se ha hecho en la interpretación de Aristóteles, definir el cambio como «paso de la potencia al acto». Primero, porque «paso» no es más que un sinónimo de «cambio», con lo que se viola la regla de que el definiendum (el término que se trata de definir) no debe aparecer en el definiens (los términos de la definición). Segundo, porque el cambio (identificado con el paso) queda así fuera del campo cubierto por las categorías ontológicas que pretendían acotarlo, pues no es ya ni potencia ni acto, sino un misterioso tertium quid intermedio entre éste y aquélla (a saber, el paso de la una al otro).

Por supuesto, la fórmula empleada por Aristóteles para definir el movimiento (entendido como sinónimo de cambio en general) es mucho menos roma conceptualmente que la aludida en el párrafo anterior. Dice, en efecto: «[…] el movimiento es la actualidad de lo potencial en cuanto a tal […]» (Física , III, 1, 201a10-11). O también: «Afirmo que el movimiento es la actualización (enérgeia) de lo que está en potencia, en tanto que tal» (Metafísica , XI [K], 9, 1065b16). Parafraseando estas fórmulas, escribe atinadamente P. Aubenque en El problema del ser en Aristóteles : «El movimiento no es tanto la actualización de la potencia cuanto el acto de la potencia, la potencia en tanto que acto, es decir, en cuanto su acto consiste en estar en potencia». Que no se trata aquí de una interpretación anacrónicamente dialéctica lo confirma el propio Aristóteles en pasajes como éste: «[…] el movimiento no está en la forma, sino en lo movido o en lo que es movible en acto» (Física , V, 1, 224b25-26). O más claramente aún: «El movimiento es el acto de lo que no ha alcanzado su fin» (Acerca del alma , III, 7, 431a6-7).

Espacio y tiempo

A diferencia de la física moderna, cuyo análisis matemático de los fenómenos la lleva a postular el espacio y el tiempo como magnitudes primitivas de las que se deriva sintéticamente el movimiento, el estudio aristotélico de la naturaleza parte, según hemos visto, del movimiento como dato primordial, desde el que se obtienen las categorías de lugar (tópos) y tiempo (chrónos) , no como marcos absolutos, ontológicamente independientes del movimiento a la manera newtoniana, sino inseparables del ser móvil y corpóreo, del que son otras tantas determinaciones.

En efecto, como indican todos los términos griegos empleados por Aristóteles para expresar lo que nosotros llamamos espacio —básicamente, tópos y chóra , que H. Bonitz (en su Index aristotelicus , vol. V de la edición iniciada por I. Bekker, 1831-1987) considera con razón sinónimos—, la noción aristotélica de esa magnitud física es indisociable de la noción de cuerpo e inasimilable a la idea de vacío, a diferencia de lo que ocurre en nuestra física a partir, al menos, de Newton. El espacio-lugar aristotélico no es, pues, un receptáculo carente de toda propiedad distinta de la pura extensión geométrica, sino el conjunto de las masas corpóreas sensibles que delimitan a cada uno de los cuerpos. Por ello el tratado cosmológico Acerca del cielo comienza diciendo: «Es evidente que la ciencia de la naturaleza versa casi toda ella sobre los cuerpos y las magnitudes y sobre sus propiedades y movimientos» (Acerca del cielo , I, 1, 268a1-3). Por ello también sostiene Aristóteles en ese mismo tratado que fuera del mundo no hay lugar ni tiempo: en efecto, al margen de él no existe, por definición, ningún cuerpo, y sin cuerpos no existe tampoco el movimiento ni, por ende, sus constituyentes espaciotemporales.

En un nivel de abstracción algo superior, la corporeidad del espacio puede concebirse también —según hemos visto en el último texto citado— como magnitud (mégethos). En ésta el cuerpo se reduce a su aspecto puramente cuantitativo, a extensión, aunque no entendida como puro vacío sino, antes al contrario, como pura plenitud. Pues bien, una característica fundamental de la magnitud es la continuidad (tò synechés) , definida como la propiedad por la que los límites de dos cosas (o partes de una cosa) se identifican formando unidad (Física , V, 3, 227a11-12). Ahora bien, la continuidad es de suma pertinencia, tanto para resolver las paradojas de Zenón de Elea, que hacían parecer inconsistente la noción misma de movimiento y abocaban, por tanto, a la negación de su existencia, como para refutar las teorías atomistas que pretendían evitar dichas paradojas postulando límites físicos a la divisibilidad de las magnitudes.

La continuidad inherente a todas las magnitudes impide, en efecto, la resolución de éstas en una suma de elementos infinita, incalculable y, por ello mismo, inabarcable, tanto para el pensamiento como para el cuerpo que hubiera de recorrerla. Pues siempre que se divide una magnitud se obtienen otras tantas magnitudes que, siendo finita la primera, serán, con mayor motivo, finitas a su vez, tanto en número como en extensión. Resulta entonces, por un lado, que la imposibilidad de obtener, a partir de una extensión, porción alguna de ella que sea inextensa elimina la idea misma de suma infinita de porciones, pues sólo podría ser tal una contradictoria suma de magnitudes carentes de magnitud (única manera de que, en un espacio finito, cupieran infinitos elementos). Y queda patente también, por otro lado, que no hay necesidad alguna de detenerse, como los atomistas, en la división de las magnitudes para evitar su disolución en la nada, pues por lejos que llevemos la división nunca obtendremos como resultado de ella una pura inextensión.

De la continuidad de las magnitudes en sentido espacial se desprende la análoga propiedad para su dimensión temporal. Dimensión temporal, por cierto, que Aristóteles, partiendo siempre de la noción primordial de cambio o movimiento, define como «número del movimiento según el antes y el después» (Física , IV, 11, 219b1-2, 220a24-25); aunque aclara: «El tiempo es número, pero no como aquello mediante lo cual numeramos, sino como lo que es numerado» (Ibid. , IV, 12, 220b8-9). En otras palabras: el tiempo es el movimiento en cuanto medido; no la medida abstracta (el número puramente matemático con el que contamos) ni tampoco el resultado final de la medición (pues eso lo reduciría a espacio o a distancia recorrida), sino el acto de medir, el flujo del contar o numerar los hitos del cambio. La continuidad de ese flujo viene dada por el instante (tò nûn) , que, como el punto en la línea, es el límite común, la unidad entre partes o períodos consecutivos.

De todos modos, la medición es en cierto modo recíproca: tanto podemos decir que numeramos el movimiento con arreglo al tiempo como que medimos el tiempo merced al movimiento. Pero no hay aquí circularidad: el movimiento por el que, más que medir, adquirimos conciencia del flujo temporal es uno tal que, gracias a su perfecta regularidad, sirve de patrón para todos los demás movimientos; de modo que, al calibrar con él el tiempo, obtenemos un paradigma que nos permite asignar unívocamente valor temporal a cualquier otro movimiento. Aristóteles piensa, como es obvio, en el movimiento presuntamente invariable de las estrellas.

Universo

El movimiento circular de la bóveda celeste desempeña un papel crucial en la concepción aristotélica del mundo, y no sólo como reloj universal cuya secuencia regularísima nos proporciona el cuadro temporal en el que acontece y por el que se mide la sucesión de todos los fenómenos naturales. Su trayectoria circular, cerrada sobre sí misma y, por tanto, sin un punto de partida y un punto de llegada discernibles y opuestos entre sí, denota en el cuerpo o cuerpos celestes que la describen una naturaleza imperecedera, radicalmente distinta de los cuerpos de aquí abajo, que se mueven en direcciones rectilíneas y sentidos opuestos (ascendente en el caso del fuego y descendente en el de la tierra, por ejemplo) y que, por esa misma capacidad de oscilar entre estados contrarios, se hallan sujetos a la generación y a la corrupción.

En el capítulo 2 del libro I de Acerca del cielo , Aristóteles expone los postulados en los que fundamenta todo su edificio cosmológico:

1) Todos los cuerpos y magnitudes naturales son de por sí móviles con respecto al lugar (en virtud de la mencionada tesis de que «la naturaleza es principio de movimiento»).

2) Los cuerpos naturales son, por antonomasia, los cuerpos simples (los elementos, stoicheîa ).

3) Todo movimiento con respecto al lugar (la traslación, phorá ) ha de ser rectilíneo, circular o mezcla de ambos (pues la recta y la circunferencia son las únicas magnitudes simples).

4) Es circular, en el cosmos, el movimiento en torno a su centro, y rectilíneo, el ascendente y el descendente, definidos estos últimos, a su vez, como el que se aleja y el que se acerca respecto del centro.

5) Existe una correspondencia necesaria entre movimientos simples y cuerpos simples: a cada movimiento simple debe corresponderle por naturaleza un cuerpo simple.

6) Todo movimiento simple, aun pudiendo ser forzado respecto de algunos cuerpos, ha de ser natural con respecto a alguno.

7) A cada cuerpo simple le corresponde un único movimiento natural.

Como señala Solmsen, 2 la concepción que tiene del movimiento Aristóteles diverge de la de Platón en que, al cancelar la separación ontológica entre mundo natural y mundo ideal, reintroduce en la realidad material el reposo (que Platón reservaba a las formas puras), y ello bajo dos rúbricas: la de los seres siempre en reposo y la de los alternativamente en reposo y en movimiento. Pero sobre todo reintroduce en el propio concepto de movimiento una dimensión de consistencia ontológica que lo equipara en grado de realidad a las esencias inmutables de su maestro.

En efecto, siguiendo con la prioridad asignada al movimiento como fenómeno característico de los entes naturales (los cuerpos) y estableciendo en consecuencia una correlación entre movimientos simples y cuerpos simples, Aristóteles llega a concebir el universo en su conjunto como formado por una serie de cinco cuerpos primordiales (también llamados elementos, o stoicheîa ) ordenados en capas esféricas concéntricas, a saber: cuerpo celeste o éter, dotado de movimiento circular regular e incesante; fuego, dotado de movimiento rectilíneo absolutamente ascendente (pero incapaz de penetrar en la capa de éter); aire, con movimiento rectilíneo ascendente hasta situarse en la región inmediatamente inferior al fuego; agua, con movimiento rectilíneo descendente hasta situarse en la región inmediatamente inferior al aire, y tierra, con movimiento rectilíneo absolutamente descendente hasta alcanzar la región central del universo, en donde permanece inmóvil.

A diferencia de los movimientos rectilíneos de ascenso y descenso, que tienen por límites, respectivamente, el orbe extremo y el centro del universo —que constituyen así, según los casos, su origen o su final—, el movimiento circular carece de puntos de partida o de llegada diferenciados. Por ello, a diferencia del ascenso y el descenso, que son mutuamente contrarios (el punto que para uno constituye el origen es el término del otro, y viceversa), el movimiento en círculo no tiene ningún otro que se le oponga de ese modo. Y como el cambio se produce siempre entre contrarios, el movimiento celeste, por carecer de contrarios, es un peculiar movimiento sin cambio y, en consecuencia, el cuerpo que lo experimenta, el éter o quinto elemento, está exento de todo cambio cualitativo, cuantitativo y, a fortiori, entitativo. Es, pues, ingenerable e incorruptible. En rigor, cabe incluso decir que el elemento celeste, en virtud de su movimiento rotatorio que lo lleva de lo mismo a lo mismo, permanece siempre en el mismo lugar. En efecto, Aristóteles, en su teoría de los lugares naturales, liga indisolublemente dicha noción a las de peso y ligereza: éstas no son sino las potencias intrínsecas (connaturales) a los elementos que los hacen trasladarse (ascendiendo o descendiendo) hacia un determinado lugar cuando una fuerza ajena a su naturaleza los ha alejado de ellos. Pero el elemento celeste no posee peso ni ligereza, no es grave ni leve (en todo caso, ingrávido). Y no lo es porque, al girar en círculo, no se aleja nunca de su lugar natural en los orbes supralunares. El movimiento rotatorio del cielo no tiene principio ni fin, mientras que sí lo tienen los movimientos de los elementos sublunares. Para que ello sea así, dos requisitos se plantean de manera bastante obvia: primero que el mundo en su conjunto (no sólo el elemento celeste) sea ingénito e incorruptible, pues sólo así puede sostenerse que el movimiento circular no tenga, ni temporal ni espacialmente, puntos de arranque y de llegada (que sí podrían determinarse si la rotación hubiera empezado o cesara en algún momento dado), y segundo que el mundo sea limitado en tamaño, pues sólo así, si su radio es finito, puede decirse que los movimientos ascendentes y descendentes de los cuatro elementos convencionales, que se producen a lo largo de trayectorias radiales, tienen un límite preciso, espacial y temporalmente.

Los cuatro elementos no celestes, postulados por Empédocles, constituían el armazón de las cosmologías de la época, tal como atestigua el Timeo platónico. La innovación introducida por Aristóteles en ese esquema se ceñía esencialmente a la adición del quinto elemento, el éter, al que él llamó «cuerpo primero» y que tradicionalmente ha recibido la denominación de quinta essentia. Su movimiento, según Aristóteles, es simple en el caso de las estrellas, que los antiguos creían fijas en la última esfera celeste que envuelve al resto del cosmos; es, en cambio, un movimiento compuesto en el caso de los planetas, el Sol y la Luna, que se suponían movidos por una combinación de esferas homocéntricas (con el mismo centro) pero con ejes de rotación distintos. La fuerza que impulsa el cielo (o mejor, la atracción que lo hace girar incesantemente sobre sí mismo) procede, según explica Aristóteles en la Metafísica (XII [Λ], 7-8), de un primer motor inmóvil respecto del cual el cielo es el primer movido, aunque con un movimiento —el circular— que es lo más parecido a la inmovilidad y que se transmite, a su vez, a las sucesivas capas celestes, coincidentes con las órbitas de los diversos astros. Los cuatro elementos restantes, ordenados por debajo del éter en capas concéntricas hasta llegar a la Tierra, inmóvil en el centro del universo, son los responsables de los cambios desordenados y azarosos que se producen en el mundo sublunar (y que Aristóteles estudia en los Meteorológicos , en Acerca de la generación y la corrupción y en el resto de las obras de filosofía natural). Su movimiento propio tiende a ordenar los cuatro elementos sublunares en cuatro capas concéntricas correspondientes a sus respectivos lugares naturales, en los que cada elemento habría de permanecer indefinidamente en reposo. Pero de hecho, las oscilaciones en la posición de los astros (el Sol y la Luna, sobre todo) con respecto a la Tierra y demás elementos no uránicos hacen que ese equilibrio se rompa siguiendo el ciclo anual de las estaciones, con sus innumerables y variadas combinaciones de movimientos y alteraciones desordenados. Como fruto paradójico de esas mutaciones caóticas surge la vida, organización compleja y extraordinariamente ordenada de elementos sublunares que, en definitiva, acaba disgregándose con la muerte por la tendencia de cada uno de aquellos elementos a volver a su lugar natural.

En cuanto a la explicación del movimiento aparente de los planetas (la hipopede , llamada así porque se asemeja al recorrido en forma de ocho efectuado por el caballo al que se amaestra para que camine con paso regular), responde a la idea de que el movimiento de los astros no admite imperfección alguna y que, por tanto, la irregularidad aparente del movimiento de los planetas obedece en realidad a una combinación de movimientos regulares (circulares); esta idea es recurrente en toda la historia de la astronomía griega desde los pitagóricos hasta Ptolomeo. De cualquier modo, esta teoría (que Aristóteles toma de Eudoxo de Cnido, en versión modificada por Calipo de Atenas) no sirve aquí tanto para explicar los fenómenos (expresión que en la terminología científica griega hace referencia específicamente a los movimientos visibles de los astros) cuanto para fundamentar una concepción cosmológica general que ve en la naturaleza celeste un grado superior de orden y de racionalidad. Como señala N. Russell Hanson 3 en Constelaciones y conjeturas , «Aristóteles no descubrió hechos astronómicos o cosmológicos nuevos. Nunca pretendió tal cosa. […] Pero estaba en pleno contacto con todos los datos conocidos por los astrónomos de su época […]. El objeto de Aristóteles era hallar algún marco unificado dentro del cual todas las observaciones entonces conocidas, junto con las mejores teorías, pudiesen integrarse y armonizarse inteligiblemente».

Aunque las diferencias más llamativas entre la cosmología aristotélica y la inaugurada por la nueva ciencia del siglo XVII suelan situarse entre el geocentrismo de aquélla, con sus órbitas planetarias circulares, y el heliocentrismo de ésta, con sus órbitas elípticas, lo cierto es que las incompatibilidades ontológicas más profundas se dan entre los principios que rigen una y otra mecánica.

Las principales leyes mecánicas aplicadas por Aristóteles a la explicación de los movimientos de los cuerpos podrían formularse sucintamente así:

1) Hay un lugar natural para cada uno de los cuerpos elementales: el centro del universo y sus inmediaciones (el abajo absoluto o relativo) y el extremo o periferia y sus inmediaciones (el arriba absoluto o relativo).

2) Hay, correlativamente, dos tipos de potencias (dynámeis) que diferencian a los cuerpos entre sí: la gravedad o peso, propia de los elementos que tienen su lugar natural en el centro o sus inmediaciones, y la levedad o ligereza, propia de los elementos que tienen su lugar natural en la periferia o sus inmediaciones. Dichas propiedades tienen como manifestación la tendencia natural de los cuerpos a ocupar sus lugares respectivos si previamente se les ha apartado a la fuerza de ellos.

3) La gravedad (o levedad) de diferentes masas del mismo elemento es directamente proporcional a los diferentes volúmenes.

4) Las velocidades de caída de los graves y de ascenso de los leves son directamente proporcionales a su peso o ligereza respectivos. Correlativamente, sus tiempos de caída (o ascenso) son inversamente proporcionales al peso (o la ligereza).

5) Corolario de lo anterior: las distancias recorridas en un mismo intervalo de tiempo por los graves (o los leves) son proporcionales a su peso (o ligereza).

6) La velocidad de un cuerpo aumenta a medida que se aproxima a su lugar natural (motus in fine velocior).

Éstas son, por así decir, las leyes por las que se rigen los movimientos naturales. Pero junto a ellos existen también los movimientos forzados, que han de considerarse como resultado de la interacción de dos principios: una resistencia, que corresponde a la oposición que sobre el movimiento forzado ejercen bien un obstáculo inmóvil, bien la tendencia natural del móvil a desplazarse en sentido contrario, y una potencia, que corresponde a la fuerza que actúa sobre el móvil en sentido opuesto al de su movimiento propio. (Tanto nuestro término «potencia» como el hoy conceptualmente distinto de «fuerza» se corresponden con el término griego dýnamis , que también corresponde, en psicología, a nuestro concepto de «facultad». La polisemia de dýnamis no es ajena, sin duda, a algunas de las aporías de la física aristotélica, debidas a la superposición conceptual de distintos aspectos del movimiento de los cuerpos.) Pues bien, la ley que rige este tipo de movimientos afirma que la velocidad (v) es directamente proporcional a la potencia (p) e inversamente proporcional a la resistencia (r) . Lo cual, unido a la constatación obvia de que cuando potencia y resistencia se equilibran el movimiento cesa, aboca a la contradicción siguiente: de p/r = v se desprende, cuando p = r , que v = 1, mientras que de pr = v se desprende, en idéntico caso, que v = 0.

En realidad, dejando a un lado la descripción de los movimientos forzados, hay que aclarar que las leyes formuladas en los párrafos 2 a 6 sólo tienen validez, según Aristóteles, en lo que respecta a los movimientos de los cuerpos sublunares. Porque la gran diferencia entre la mecánica aristotélica y la galileano-newtoniana reside justamente en la escisión radical entre mecánica celeste y mecánica terrestre sostenida por Aristóteles. Escisión cuyo éxito histórico (traducido en una vigencia de casi veinte siglos) resulta tanto más llamativo cuanto que los presocráticos y Platón habían defendido modelos cosmológicos homogéneos, basados en leyes mecánicas universales (rasgo, en definitiva, característico de todas las cosmovisiones ilustradas, que habían roto, desde Anaximandro, con el tradicional dualismo cielo-tierra, de origen religioso, al postular una misma composición material para todo el universo).

La mecánica celeste, pues, a diferencia de la terrestre o sublunar, se rige, según Aristóteles, por una única ley: la del movimiento circular constante y perpetuo del éter, cuerpo exento por igual de gravedad y levedad (ingrávido) e incapaz de ser apartado de su lugar natural por fuerza alguna. Movimiento circular que, al ser cerrado sobre sí mismo, carece de principio y fin, ilimitado temporalmente aunque finito espacialmente. Mientras todos los cuerpos sublunares están en reposo en su lugar natural, el cuerpo celeste, y sólo él, se mueve sin salirse del lugar que le es propio.

Semejante cosmovisión puede parecer, a nuestros ojos educados para ver el mundo con el catalejo galileano e interpretarlo con las fórmulas matemáticas de la mecánica de Newton (y también, desde hace un siglo, con las menos intuitivas de la mecánica relativista de Einstein), una artificiosa especulación. Y sin embargo, reúne paradójicamente, por un lado, la virtud de ser la más empírica de las construidas hasta su época en lo tocante a explicar las diferencias aparentes de comportamiento entre cuerpos celestes y terrestres y, por el otro, la más atrevida a la hora de liberarse de las ataduras epistemológicas impuestas por la observación de los fenómenos físicos constatables en el entorno humano inmediato y pasar a considerar el comportamiento del universo en su conjunto.

En cualquier caso, el modelo cosmológico (y físico) construido por Aristóteles, pese a su mayor grado de empirismo y coherencia en comparación con los modelos precedentes, supuso una grave hipoteca para la filosofía natural posterior, precisamente por la verosimilitud que le prestaba su concordancia aparentemente inmediata con los fenómenos en tres puntos fundamentales: geocentrismo; oposición circular-rectilíneo entre los movimientos supralunares y los sublunares, y oposición gravedad-levedad como causas, intrínsecas a los cuerpos, de la existencia de sentidos contrarios en los movimientos sublunares. A pesar de que en la teoría de los lugares naturales el propio Aristóteles hubo de abrir portillos para explicar fenómenos del mundo sublunar tan corrientes como el de la flotación de determinados sólidos en algunos fluidos o el confinamiento de los líquidos en recipientes con pequeños orificios (por ejemplo, la clepsidra), lo cierto es que los núcleos duros del sistema —y particularmente la oposición entre mecánica celeste y mecánica terrestre, abstracción hecha de algunos detalles ya superados mucho antes— no pudieron ser definitivamente demolidos hasta la publicación de los Principia de Newton, con la generalización de la gravedad como fuerza de atracción universal de las masas, por una parte, y la consagración definitiva del principio de inercia, por otra, que resolvía la aporía de la conservación del movimiento de los proyectiles (¡todos los móviles pasaban a considerarse tales, una vez superada la distinción entre movimiento natural y movimiento forzado!) sin la aplicación constante de una fuerza.

Como siempre ha ocurrido en la historia de la ciencia, la superación newtoniana de la teoría aristotélica representó una simplificación de las hipótesis básicas de ésta. Pues bien, con ese mismo criterio hay que suponer que gran parte de la adhesión que conquistó a su vez la cosmología de Aristóteles debió de ser fruto de la simplificación que introdujo en las teorías precedentes. Un ejemplo de ello salta en seguida a la vista: la reducción de las diferencias entre los elementos a dos únicas dynámeis de signo opuesto: la gravedad y la levedad. Cierto que en Acerca de la generación y la corrupción , en cambio, diferencia los cuatro elementos a partir de los pares de propiedades táctiles frío-caliente, húmedo-seco, que, agrupadas de dos en dos, permiten explicar a la vez las características de cada elemento (fuego: caliente y seco; aire: caliente y húmedo; agua: fría y húmeda; tierra: fría y seca) y su transformación recíproca (mediante la sustitución de una de las cualidades por su contraria y la conservación de la otra). En todo caso, gravedad y levedad son propiedades perfectamente funcionales al cometido heurístico que deben cumplir: dar razón del fenómeno natural por antonomasia, el movimiento. Simplificación paralela, por ello mismo, a la reducción de los movimientos a dos trayectorias elementales, la curvilínea (y, como concreción de ésta, a la de radio único, o circular) y la rectilínea, dividida a su vez en dos sentidos: centrípeto o descendente y centrífugo o ascendente. Simplificación, en definitiva, que por primera vez en la historia de la ciencia opera la subordinación de la cosmología a la física, haciendo del mundo un caso particular, aunque único, de una teoría general de la naturaleza corpórea.

Alma

El mayor número de páginas de la obra aristotélica conservada está dedicado al estudio de los animales y de fenómenos relacionados con la vida. Desde el punto de vista empírico son numerosas las aportaciones positivas (junto con otros tantos errores de observación o, más bien, debidos a la falta de ésta). Pero no nos ocuparemos aquí de las cuestiones de hecho tratadas en esas obras, sino de sus aspectos conceptuales, empezando por el propio concepto de vida, su principio constitutivo (el alma), sus características y sus clases.

El estudio del alma o soplo vital (psyché) constituye dentro de la obra aristotélica la clave de arco en que se apoyan tanto los estudios de biología como los de psicología y de teoría del conocimiento. En efecto, a diferencia de la psicología platónica, con su división del alma en tres especies —apetitiva, impulsiva y racional—, Aristóteles, recogiendo una distinción introducida por su amigo Jenócrates —segundo escolarca (director) de la Academia tras la muerte de Platón—, asigna también al principio vital una función que hoy nos parece obvia: la vegetativa, responsable de la nutrición y el crecimiento. Por lo que hace al resto de las funciones, el pensamiento aristotélico parece, como explica F. Nuyens, 4 haber pasado por diferentes fases. Pero a fin de cuentas, en el tratado Acerca del alma , su obra más madura sobre el tema, queda firmemente establecida una cuádruple distinción, no de especies o partes, como en Platón, sino de meras funciones, a saber: nutritiva (threptikón) , sensitiva (aisthetikón) , intelectiva (dianoetikón) y motriz (kínēsis). Recubriendo tanto la función intelectiva como la sensitiva (calificadas también de vez en cuando, al modo platónico, de racional e irracional, respectivamente), aparece la función desiderativa (orektikón) , que se manifiesta tanto en el apetito (epithymía) y el impulso (thymós) , propios de la función sensitiva, como en el querer (boúlēsis) , propio de la función intelectiva o racional (logistikón). La función intelectiva, a su vez, se divide en dos específicas: la científica (epistemonikón) o teórica y la calculadora (logistikón) , también llamada opinativa (doxastikón) o práctica. Y a caballo entre la función sensitiva y la intelectiva se halla la imaginativa (phantasía) (véase, por ejemplo, Acerca del alma , III, 9, 432a22-b7).

La última sección del tratado sobre la vida estudia la facultad cinética de los animales, abriendo así paso a los prolijos estudios zoológicos de carácter descriptivo que ocupan, como hemos dicho, una parte sustancial del Corpus . En esencia, dice Aristóteles que el motor inmóvil del ser vivo es el objeto deseable o bien práctico, que mueve a su vez al deseo (órexis) , motor móvil, el cual, iluminado por el entendimiento práctico que lo convierte en acto volitivo (boúlēsis) , acaba moviendo al animal.

Todas estas funciones vitales y las correspondientes potencias o facultades que las hacen posibles aparecen superpuestas en orden creciente de inmaterialidad, por lo que permiten establecer entre los seres vivos una jerarquía en cuya base se hallan las plantas (dotadas tan sólo de vida vegetativa) y en cuya cúspide figura el hombre, del que es propio el entendimiento práctico (el entendimiento teórico es, como afirma Aristóteles hacia el final de la Ética nicomáquea , propio de los dioses, aunque el hombre participa a su modo de él).

El hombre es, pues, para Aristóteles un animal dotado de una facultad divina. Es fácil ver cómo la extrapolación a partir de este punto —y, en general, de la ordenación jerárquica de los seres en función de su similitud con la divinidad— pudo hacer de la filosofía aristotélica, primero, material reciclable por el neoplatonismo dentro de su visión emanatista de la formación del mundo y, posteriormente, soporte racional de las grandes religiones monoteístas: islam, judaísmo y cristianismo.

El alma, inseparable del cuerpo. Esto último no debe hacer perder de vista, sin embargo, que la concepción aristotélica del alma está lejos del dualismo ontológico cuerpo-alma, claramente presente, en cambio, en la concepción platónica. En efecto, en los primeros párrafos del libro II de Acerca del alma leemos:

Entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen; y solemos llamar vida a la autoalimentación, al crecimiento y al envejecimiento. De donde resulta que todo cuerpo natural que participa de la vida es entidad, pero entidad en el sentido de entidad compuesta. Y puesto que se trata de un cuerpo de tal tipo —a saber, que tiene vida— no es posible que el cuerpo sea el alma: y es que el cuerpo no es de las cosas que se dicen de un sujeto, antes al contrario, realiza la función de sujeto y materia. Luego el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Ahora bien, la entidad es entelequia [cumplimiento], luego el alma es entelequia [cumplimiento] de tal cuerpo. (Acerca del alma , II, 1, 412a13-22 [la cursiva es nuestra].)

El alma, pues, no se distingue de la vida, y al igual que la vida no es sino la manera de ser de determinados cuerpos, así tampoco el alma es otra cosa que «la entidad definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo» (Ibid. , II 1, 412b10-11).

Unidad, pues, ontológica de cuerpo y alma, monismo psicofísico frente al dualismo platónico. Porque materia y forma no son sino las dos caras de la misma moneda, las dos perspectivas que ofrece una misma entidad, según consideremos en ella lo que tiene de común e indiferenciado respecto de otras entidades o lo que tiene de específico y característico. Doble perspectiva en la que se puede profundizar indefinidamente, pues lo que es materia respecto a una determinada forma puede ser, a su vez, forma respecto a una materia menos diferenciada. Así, diría Aristóteles, el bronce es materia respecto de la estatua, pero forma con respecto a los cuatro elementos básicos que constituyen el bronce y todas las demás sustancias materiales. Así también el alma, siendo como es acto constituyente del cuerpo vivo, actúa a su vez como potencia respecto de sus actos vitales concretos.

El alma, pues, es el cumplimiento del cuerpo como materia organizada capaz de realizar una serie de actividades autónomas: nutrirse y desarrollarse (con la contrapartida de envejecer), moverse, sentir, apetecer y entender. Estas actividades corresponden a otros tantos elementos anímicos que se combinan para dar lugar a una cierta unidad compuesta. Composición, sin embargo, que no deriva del alma como tal, sino que depende de la estructuración de la materia corporal en diversos órganos, a cuya diversidad corresponde la diversidad de funciones anímicas. Esa dependencia fundamenta además esta otra afirmación clave de la doctrina aristotélica:

Es perfectamente claro que el alma no es separable del cuerpo o, al menos, ciertas partes de la misma si es que es por naturaleza divisible: en efecto, la entelequia de ciertas partes del alma pertenece a las partes mismas del cuerpo. (Ibid. , II, 1, 413a4-6.)

Del mismo modo parece que las afecciones del alma se dan con el cuerpo: valor, dulzura, miedo, compasión, osadía, así como la alegría, el amor y el odio. El cuerpo, desde luego, resulta afectado en todos estos casos. […] Por consiguiente, y si esto es así, está claro que las afecciones son formas inherentes a la materia. De manera que las definiciones han de ser de este tipo: el encolerizarse es un movimiento de tal cuerpo o de tal parte o potencia producido por tal causa con tal fin. De donde resulta que corresponde al físico ocuparse del alma. (Ibid. , I, 1, 403A 16-19, 24-28.)

De ahí:

[…] que no quepa preguntarse si el alma y el cuerpo son una única realidad, como no cabe hacer tal pregunta acerca de la cera y la figura [que adopta] y, en general, acerca de la materia de cada cosa y aquello de que es materia. (Ibid. , II, 1, 412b6-8.)

El ser vivo es, pues, una entidad corporal unitaria que recibe su carácter de entidad de las características activas que lo diferencian de otros cuerpos y que designamos globalmente como alma. Y de la misma manera que las características de algo no se pueden dar aparte de ese algo, así tampoco el alma se puede dar aparte del cuerpo. ¿Quiere ello decir que Aristóteles no comparte la teoría platónica de la inmortalidad del alma? Como él mismo dice en uno de los pasos citados, ello «es perfectamente claro», al menos para «ciertas partes de la misma si es que es por naturaleza divisible». Luego veremos en qué sentido puede darse la excepción, prevista implícitamente en esas palabras, de que haya una parte del alma que sea inmortal o «separable del cuerpo».

De momento queda suficientemente probado que la relación entre alma y cuerpo concebida por Aristóteles podría calificarse, como ya hemos apuntado antes, de monismo psicofísico, en virtud del cual una misma y única realidad admite dos enfoques o consideraciones igualmente fundadas en su naturaleza objetiva:

El físico y el dialéctico definirían de diferente manera cada una de estas afecciones, por ejemplo, qué es la ira: el uno hablaría del deseo de venganza o de algo por el estilo, mientras el otro hablaría de la ebullición de la sangre o del elemento caliente alrededor del corazón. El uno daría cuenta de la materia mientras el otro daría cuenta de la forma específica y de la definición. Pues la definición es la forma específica de cada cosa y su existencia implica que ha de darse necesariamente en tal tipo de materia; de esta manera, la definición de casa sería algo así como que es un refugio para impedir la destrucción producida por los vientos, los calores y las lluvias. El uno habla de piedras, ladrillos y maderas mientras el otro habla de la forma específica que se da en éstos en función de tales fines. (Ibid. , I, 1, 403a29-b7.)

El esfuerzo por superar la paradoja que este doble enfoque encierra, recorrerá todo el aristotelismo medieval (en forma de controversia entre los partidarios de la distinción real y los partidarios de la distinción conceptual o meramente nominal entre materia y forma y demás principios ontológicos) y penetrará en el corazón mismo de la filosofía moderna transfigurándose en la pugna entre las doctrinas mecanicistas o atomistas que pretenden explicar cualquier estructura (forma, esencia, o como quiera que designemos un todo orgánico) a partir de la adición pura y simple de sus partes componentes, y las doctrinas holistas que afirman que un todo tiene aspectos cualitativos no deducibles de las cualidades de los elementos constituyentes.

Alma y entendimiento. La teoría aristotélica del alma, con su gradación de facultades sensoriales e intelectuales, unida a la teoría hilemórfica y actopotencial (en virtud de la cual, como acabamos de ver, el alma es al cuerpo como la forma a la materia o el acto a la potencia), permite disponer de una elaborada concepción del proceso cognoscitivo que es sin duda la más refinada de toda la Antigüedad. En efecto, a partir de un primer estadio, en que el órgano corporal correspondiente queda afectado, en función de su propia estructura, por las cualidades formales del objeto sentido, algunos animales retienen, gracias a la memoria, la impronta de esas cualidades; de la acumulación de impresiones en la memoria brota en algunos casos, como en el del hombre, la experiencia (empeiría) ; a continuación la fantasía recrea las sensaciones de manera que la distinción entre la forma cualitativa retenida y el sustrato material del que procede se hace más nítida, preparando el camino al conocimiento intelectual. Éste se produce no tanto porque un proceso de abstracción (aphaíresis) de corte empirista haya ido despojando a las impresiones sensoriales (mediadas por las imágenes de la fantasía) de sus particularidades concretas y materiales, sino porque el alma posee, más allá de la especificidad de cada sentido, una facultad genérica, indiferenciada, que «no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad», por lo que «no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir» (pues «lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena», Ibid. , III, 4, 429a20-24). Esa potencialidad, que Aristóteles llama entendimiento pasivo (noûs pathetós) , es una especie de receptáculo de puras formas que, a diferencia de la materia inerte, no se identifica permanentemente con ninguna de ellas, sino sólo en el momento en que el entendimiento activo (noûs poietikós) , siempre actual, coeterno con el universo, actualiza en él la inteligibilidad de una forma despojada de toda particularidad, que pasa a ser, por tanto, universal (kathólou). Ese entendimiento activo, que ha recibido múltiples y opuestas interpretaciones, dado el parco tratamiento que Aristóteles le dispensa (Ibid. , III 5, 430a10-25, quince líneas en total), podría quizás asimilarse a la actualidad del mundo objetivo, es decir, a la realidad sin más, que se impone al entendimiento meramente potencial de cada individuo.

Ahora bien, para ver cómo se relacionan entre sí los diferentes niveles de conocimiento en la concepción aristotélica, hay que empezar diciendo que, contrariamente a cierta tradición interpretativa, el conocimiento sensorial, según Aristóteles, no se distingue del llamado intelectual:

1) Ni por ser un conocimiento directo de la materia en contraposición al conocimiento de la forma.

2) Ni por ser un conocimiento de lo singular (individual) en cuanto tal en contraposición al conocimiento de lo universal, supuestamente exclusivo del intelecto.

En efecto, en el capítulo 12 del libro II del tratado Acerca del alma , tras la descripción de los diferentes sentidos, se caracteriza la facultad sensorial en general:

En relación con todos los sentidos en general ha de entenderse que sentido es la facultad capaz de recibir las formas sensibles sin la materia al modo en que la cera recibe la marca del anillo sin el hierro ni el oro: y es que recibe la marca de oro o de bronce pero no en tanto que es de oro o de bronce. A su vez y de manera similar, el sentido sufre también el influjo de cualquier realidad individual que tenga color, sabor o sonido, pero no en tanto que se trata de una realidad individual, sino en tanto que es de tal cualidad y en cuanto a su forma. […] A partir de estas explicaciones queda claro además […] por qué las plantas no están dotadas de sensibilidad a pesar de que poseen una parte del alma y a pesar de que padecen bajo el influjo de las cualidades sensibles, puesto que se enfrían y calientan: la razón está en que no poseen el término medio adecuado ni el principio capaz de recibir las formas de los objetos sensibles (sin la materia), sino que reciben el influjo de éstas unido a la materia. (Ibid. , II, 12, 424a16-24, 28-29, a32-b3 [la cursiva es nuestra].)

Ello es perfectamente coherente con la epistemología aristotélica, tal como aparece expuesta en múltiples pasajes a lo largo de toda su obra. Esos pasajes contienen, bien es cierto, afirmaciones aparentemente contradictorias, en cuya literalidad paradójica subyace, sin embargo, una coherencia que trataremos de desvelar.

Empecemos por uno de los párrafos introductorios de la Física , donde se expone el método que ha de seguir el estudioso de la naturaleza:

La vía natural consiste en ir desde lo que es más cognoscible y más claro para nosotros hacia lo que es más claro y más cognoscible por naturaleza; porque lo cognoscible con respecto a nosotros no es lo mismo que lo cognoscible en sentido absoluto. Por eso tenemos que proceder de esta manera: desde lo que es menos claro por naturaleza, pero más claro para nosotros, a lo que es más claro y cognoscible por naturaleza.

Las cosas que inicialmente nos son claras y evidentes son más bien confusas; sólo después, cuando las analizamos, llegan a sernos conocidos sus elementos y principios. Por ello tenemos que proceder desde las cosas en su conjunto a sus constituyentes particulares ; porque un todo es más cognoscible para la sensación, y la cosa en su conjunto es de alguna manera un todo, ya que la cosa en su conjunto comprende una multiplicidad de partes. (Física , I, 1, 184a19-26 [la cursiva es nuestra].)

Cualquier estudioso medianamente conocedor de Aristóteles sabe que esto se contradice con lo que el filósofo sostiene en muchos otros lugares, por ejemplo en aquel pasaje del Órganon que dice:

Llamo anteriores y más conocidas para nosotros las cosas más cercanas a la sensación, y anteriores y más conocidas sin más, las más lejanas. Las más lejanas son las más universales, y las más cercanas, las singulares: y todas éstas se oponen entre sí. (Analíticos segundos , I, 2, 72a1-5.)

Este pasaje se complementa con la definición canónica de universal que ofrece el filósofo unas páginas más adelante:

Llamo universal lo que se da en cada uno en sí y en cuanto tal. Por tanto, es evidente que todos los universales se dan por necesidad en las cosas. (Ibid. , I, 4, 73b26-28.)

La conciliación de ambos enfoques aparece en el último capítulo de los Analíticos segundos. De ese texto se desprende que la primera aprehensión de las cosas por nuestras facultades cognoscitivas se realiza en el acto de la sensación. Pero en ese mismo acto, aunque no podamos aún distinguirlo, está ya presente lo universal como un todo confuso de rasgos inherentes al objeto de la sensación. O, como dice Aristóteles en ese importantísimo capítulo final del tratado culminante de su lógica:

Cuando se detiene en el alma alguna de las cosas indiferenciadas, se da por primera vez lo universal en el alma (pues aun cuando se siente lo singular, la sensación lo es de lo universal). (Ibid. , II, 19, 100a15-b1.)

Hay que entender, pues, que a partir de esa primera impresión confusa, por repetición de percepciones semejantes, se van decantando los rasgos constantes de entre el conjunto de rasgos variables, en un proceso que recuerda la génesis de las ideas expuesta por Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano . La diferencia esencial estriba en que, para el empirista inglés, el proceso parte de lo singular para llegar a lo general como suma o, más bien, intersección de singulares. Para Aristóteles, en cambio, lo primero «para nosotros» no es ni lo singular ni lo general, sino el «todo indistinto», de cuya experiencia repetida se desprende, por una parte, la peculiaridad individual irrepetible y, por otra, la universalidad común a todos y cada uno de los individuos subsumibles en aquel todo original. Como pone de manifiesto el curioso ejemplo aportado por el Estagirita en el párrafo del libro 1, capítulo 1, de la Física que sigue inmediatamente al citado unos renglones más arriba (a saber, el de los niños pequeños que «comienzan llamando “padre” a todos los hombres y “madre” a todas las mujeres; sólo después distinguen quién es cada cual» (Física , 1, I, 184b11-14), tan derivada a posteriori es la distinción entre individuos como la definición precisa de sus rasgos comunes. Uno y otro decantamiento son los que transforman el todo (hólon) en universal (kathólou , palabra que en griego significa literalmente «en cuanto al todo»), con su doble dimensión de conjunto abierto de individuos (lo que la lógica tradicional llama extensión de un concepto, y que corresponde, en la definición aristotélica citada de Analíticos segundos , I, 4, al «darse en cada uno») y de conjunto cerrado de rasgos definitorios (lo que la lógica tradicional llama comprensión de un concepto, y que corresponde en la mencionada definición aristotélica al «darse en sí y en cuanto tal»). Este segundo aspecto del universal es el que garantiza su validez como objeto de la ciencia, pues es el que constituye su necesidad en referencia a los singulares: en efecto, si el universal se da «en sí y en cuanto tal» en los singulares, ello es porque contiene todo aquello que no puede faltar en el individuo concreto de que se trate sin que éste deje de ser lo que es. En otras palabras, el universal es tal en la medida en que representa la naturaleza misma del individuo del que se piensa y se dice.

Continuidad, pues, para Aristóteles entre sensación e intelección, no quebrada por los rasgos específicos que atribuye al intelecto propiamente dicho (noûs) , cuya actividad surge a partir del momento en que los sucesivos actos sensoriales han decantado suficientemente una forma (universal) dejándola totalmente desprovista de su singularidad material:

Ahora bien, si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto —siendo impasible— ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser ella misma, y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo sensible. Por consiguiente, y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla, como dice Anaxágoras, para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma —me refiero al intelecto con que el alma razona y enjuicia— no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la intelectiva y que no es las formas en acto, sino en potencia. (Acerca del alma , III, 4, 429a13-29.)

Pero tal como hemos visto, la caracterización que hace Aristóteles del conocimiento intelectual culmina con la introducción del llamado —por la tradición, pues Aristóteles no emplea propiamente esa expresión— intelecto activo o entendimiento agente. La exposición viene preparada por la siguiente pregunta:

Si —como dice Anaxágoras— el intelecto es simple e impasible y nada tiene en común con ninguna otra cosa, ¿de qué manera conoce si el inteligir consiste en una cierta afección y de dos cosas, a lo que parece, la una actúa y la otra padece en la medida en que ambas poseen algo en común? (Ibid. , III, 4, 429b23-26.)

Tras esta dificultad, a la que se da la respuesta consabida de que lo que hay de común entre intelecto y cosa inteligida es que aquél es ya, en potencia, cualquier objeto inteligible, se afirma algo que la filosofía moderna convertirá desde Descartes en el pilar de todo intento de fundamentación del saber: la transparencia del intelecto a sí mismo. Eso que la modernidad situará en el mundo ensimismado de un sujeto enfrentado al mundo de sus objetos y denominará autoconciencia, Aristóteles lo afirma como una propiedad común a todos los aspectos de la realidad no ceñidos a un sustrato material concreto:

El intelecto es inteligible exactamente como lo son sus objetos. En efecto, tratándose de seres inmateriales lo que intelige y lo inteligido se identifican toda vez que el conocimiento teórico y su objeto son idénticos. (Ibid. , III 4, 430a2-5 [la cursiva es nuestra].)

Véase el célebre paso paralelo de Metafísica , XII (Λ), 7, 1072b19-21:

Y el entendimiento (noûs) se capta a sí mismo captando lo inteligible, pues deviene inteligible al entrar en contacto con lo inteligible y pensarlo, de modo que entendimiento e inteligible se identifican.

Como consecuencia necesaria de todo ello surge el discutido capítulo 5:

Puesto que en la Naturaleza toda existe algo que es materia para cada género de entes —a saber, aquello que en potencia es todas las cosas pertenecientes a tal género— pero existe además otro principio, el causal y activo al que corresponde hacer todas las cosas —tal es la técnica respecto de la materia—, también en el caso del alma han de darse necesariamente estas diferencias. Así pues, existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual como, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto. Y tal intelecto es separable, sin mezcla e impasible, siendo como es acto por su propia entidad. Y es que siempre es más excelso el agente que el paciente, el principio que la materia. Por lo demás, la misma cosa son la ciencia en acto y su objeto. Desde el punto de vista de cada individuo, la ciencia en potencia es anterior en cuanto al tiempo, pero desde el punto de vista del universo en general no es anterior ni siquiera en cuanto al tiempo: no ocurre, desde luego, que el intelecto intelija a veces y a veces deje de inteligir. Una vez separado es sólo aquello que en realidad es y esto es inmortal y eterno. Nosotros, sin embargo, no somos capaces de recordarlo, porque tal principio es impasible, mientras que el intelecto pasivo es corruptible y sin él nada intelige. (Acerca del alma , III 5, 430a10-25.)

Más allá de las interpretaciones de los comentaristas clásicos, empezando por la célebre y cuasi-panteísta de Alejandro de Afrodisia, que identifica el intelecto activo con el motor inmóvil, es decir, con la divinidad, y acabando con la muy forzada de Tomás de Aquino, que contra toda evidencia atribuye a partir de aquí a Aristóteles la doctrina de la inmortalidad del alma individual, creo que la paradoja debe admitirse en los puros términos en que se expresa: simple constatación, anticipada ya en capítulos anteriores, de que en las funciones del intelecto aparecen rasgos asimilables a la pasiva receptividad de la cera (tabula rasa) , que recibe la impronta formal de una entidad ajena, y rasgos de actividad sin los que la pura recepción de impresiones no se distinguiría de la pasividad inerte de un mineral privado de conciencia. Ese carácter activo es, formalmente o por definición, pura actividad sin mezcla, puesto que nada que no fuera activo podría desencadenarla ni influir en ella sin que ella dejara automáticamente de ser actividad (el razonamiento, basado en la mutua exclusión de los conceptos de actividad y pasividad, es análogo al que concluye en la existencia de un motor inmóvil cosmológico, lo que explica, seguramente, la identificación de entendimiento agente y primer motor inmóvil, llevada a cabo por Alejandro de Afrodisia). Eso es lo que se quiere expresar al atribuirle la inmortalidad y la eternidad. Pero también —y eso es lo que menos dudas ofrece a la hora de interpretar el texto— es una actividad común a cualquier intelecto, pues los individuos concretos no se hallan siempre en ella, y desde su pasividad inicial nunca podrían desencadenarla; por eso «desde el punto de vista del universo en general, [la ciencia en potencia] no es anterior [a la ciencia en acto]». Ahora bien, la ciencia en acto se identifica con su objeto (la cosa, prágmati en griego). Luego el principio activo de la intelección no es ningún sujeto trascendente, extramundano, sino la realidad inmanente del mundo en su puro acto de ser. Objetivismo absoluto, pues, de la teoría aristotélica del conocimiento, como anticipábamos más arriba.

Sea ello como fuere, lo cierto es que en la tradición aristotélica acabó afirmándose una dicotomía ontológica entre alma, vinculada estrechamente a lo material-corpóreo, y entendimiento o intelecto, entidad (o «disposición habitual», como sugiere el propio Aristóteles en el texto recién citado) que de por sí es estrictamente inmaterial. Las diversas maneras de entender esa inmaterialidad (como forma de existencia totalmente separada de cualquier realidad material o como aspecto de la realidad que sólo conceptualmente puede separarse de ella) determinarán las diferentes trayectorias seguidas por la tradición aristotélica.

Dialéctica (lógica)

Las técnicas de argumentación que la actividad política y judicial de Atenas había contribuido a desarrollar durante siglo y medio de democracia habían sido elevadas por la Academia, bajo la designación de dialéctica, a forma suprema de conocimiento. Aristóteles recoge esa herencia, pero despojándola de contenido epistemológico sustantivo para devolverle su función auxiliar, aunque no por ello menos fundamental, tanto para la práctica retórica (de la que había nacido la dialéctica) como para la teoría científica.

Aristóteles define la dialéctica como un ejercicio consistente en la construcción de un razonamiento (es decir, un «discurso en el que, sentadas ciertas cosas, necesariamente se da a la vez —symbaínei— , a través de lo establecido, algo distinto de lo establecido»), razonamiento basado en supuestos plausibles (éndoxa) (Tópicos , I, 1, 100a25-b1). Pero —y aquí sienta realmente Aristóteles las bases de su epistemología— esa modesta técnica de discusión, al ampliar el campo de la argumentación más allá del estrictamente científico (es decir, el de la demostración, basada en supuestos verdaderos), permite situarse por encima de la especificidad de cada ciencia y someter a escrutinio sus fundamentos, pues «a partir de lo exclusivo de los principios internos al conocimiento —científico— en cuestión, es imposible decir nada sobre ellos mismos […], y por ello es necesario discurrir en torno a ellos a través de las cosas plausibles concernientes a cada uno»; la dialéctica, pues, al ser adecuada para examinar cualquier cosa, «abre camino a los principios de todos los métodos» (Tópicos , I, 2, 101a36-b4).

Aquí aparece, más de dos mil años antes de Kant, una concepción del saber supremo no como supremamente cierto y apodíctico, al modo platónico o racionalista, sino como tentativo y crítico, condenado a perenne provisionalidad en contrapartida a su ilimitada generalidad.

Aserción e inherencia

En los Tópicos , Aristóteles da el primer paso hacia la constitución de esquemas formales de argumentación que permitan el doble logro, técnico y especulativo, de automatizar el discurso y revelar sus estructuras fundamentales, como ha sido tarea de la lógica en su secular empresa de formalización del lenguaje y de análisis formal del pensamiento.

En efecto, partiendo de la discusión de los llamados problemas, enunciados disyuntivos interrogativos del tipo: «¿Es o no es verdad tal cosa?», Aristóteles propone una serie de fórmulas tipo (los tópoi o lugares comunes) a las que reducir cualquier problema planteado, de forma que su solución resulte lo más automática posible.

La naturaleza de las cuestiones susceptibles de este tipo de discusión es tal que su enunciación ha de adoptar la forma de lo que Aristóteles llama apóphansis , manifestación, declaración o, simplemente, aserción: referencia a un hecho esencialmente independiente de la actitud de quien lo enuncia (objetivo). Sólo los enunciados con ese tipo de referencia pueden considerarse, según Aristóteles, verdaderos o falsos. Y su característica formal, tal como se expone en el opúsculo lógico-gramatical titulado Sobre la interpretación , es que consten de dos núcleos semánticos conectados como nombre y verbo, es decir, de manera que se afirme (o se niegue) la inherencia o presencia de la realidad designada por el término verbal (predicado) con respecto a la designada por el término nominal (sujeto). Esa inherencia viene expresada, básicamente, por el verbo ser, eînai u otros de función parecida (como hypárchein ). Junto al valor copulativo —que en griego no requeriría expresión verbal ninguna, pues la sintaxis de la oración nominal lo lleva implícito—, tanto eînai como hypárchein comportan un valor existencial en sentido lato, que convierte a la lógica aristotélica en inseparable de la ontología.

Pues bien, en los Tópicos , los problemas se dividen según el tipo de inherencia expresado por el núcleo verbal entre sujeto y predicado. Cuatro son los casos contemplados:

1) Que el predicado sea esencial y coextensivo respecto al sujeto. Un tal predicado es definición (hóros, horismós) del sujeto.

2) Que sea no esencial pero coextensivo. Un tal predicado es propio (ídion) del sujeto.

3) Que sea esencial pero no coextensivo. Un tal predicado es género (génos) del sujeto.

4) Que sea no esencial y no coextensivo. Un tal predicado es accidente (symbebekós) del sujeto.

Estos cuatro tipos de relación sujeto-predicado acabaron recibiendo en la tradición aristotélica el nombre de predicables.

Aserción e inferencia

En los Analíticos primeros , Aristóteles alcanza una cota de análisis formal que no sería superada hasta Leibniz: la silogística, o método de inferencia de una proposición nueva a partir de otras dos proposiciones dadas, constituida aquélla por dos de los tres términos que aparecen en éstas.

Es ésta la parte más propiamente lógica (analítica) de su obra, aunque su desarrollo presupone el breve tratado Sobre la interpretación , antes mencionado. Éste, en efecto, junto a conceptos semánticos y gramaticales básicos —como los de significado, nombre, verbo, enunciado, aserción, afirmación y negación— introduce la noción de cuantificación de los términos: sobre la base de la oposición primaria entre universal (lo que es natural que se predique sobre varias cosas) y singular (lo que sólo puede predicarse de una), distingue entre los de la primera clase aquellos que se predican universalmente, dando lugar a enunciados universales, afirmativos o negativos, del tipo: «Todo hombre es justo» o «Ningún hombre es justo», y aquellos que se predican restringidamente, dando lugar a enunciados particulares, igualmente afirmativos o negativos, del tipo: «Algún hombre es justo» o «Algún hombre no es justo». (La tradición ha simbolizado esos cuatro tipos de enunciados, respectivamente, con las letras A, E, I, O, correspondientes a las dos primeras vocales de las expresiones latinas affirmo y nego. )

También en Sobre la interpretación introduce Aristóteles los enunciados llamados posteriormente modales, caracterizados por una mayor especificación del grado de inherencia o (lo que en Aristóteles viene a ser lo mismo) existencia del predicado en el sujeto, a saber: la necesidad o posibilidad de la predicación, y sus opuestos. Por analogía con las proposiciones asertóricas cuantificadas, se establecen otras tantas relaciones de contradicción (entre necesario y no necesario, posible e imposible), de contrariedad (entre necesario e imposible) y de consecución (entre necesario y posible, imposible y no necesario).

Con todos estos elementos, Aristóteles construye una notable variedad de esquemas deductivos, llamados tradicionalmente modos silogísticos, agrupados a su vez en tres figuras (schémata). La primera figura consta de dos proposiciones (premisas) enlazadas por un término común (llamado medio) que en la primera hace función de sujeto y en la segunda de predicado, garantizando así que el predicado de la primera se atribuya también al sujeto de la segunda, inherencia expresada en un tercer enunciado llamado conclusión (sympérasma). A diferencia del indicador de inherencia-existencia (hypárchein) , que se expresa siempre con un término significativo, todos los términos aparecen representados por variables literales en las que se hace abstracción de cualquier significado determinado. En la segunda figura, el medio ocupa siempre la posición de predicado, por lo que la inferencia no es tan evidente ni, como ocurre en la primera figura, es posible obtener conclusiones de los cuatro tipos (A, E, I, O), sino sólo de los dos negativos (E, O). En la tercera figura, el medio es siempre sujeto y solamente permite probar conclusiones particulares (dos de los modos, además, son formalmente inválidos según el análisis moderno). Por todo ello, Aristóteles justifica en último término todas las inferencias en la medida en que puedan reducirse a modos de la primera figura silogística. En todas las figuras pueden sustituirse las premisas asertóricas por modales, o combinarse unas y otras, lo que abre aún más el abanico de esquemas deductivos posibles.

Ciencia y demostración

En un texto tan alejado de la filosofía teorética como la Ética nicomáquea (VI, 2, 1139b16-19, con desarrollo ulterior en los capítulos 3 a 7), Aristóteles establece la distinción entre las que llama «disposiciones por las cuales el alma posee la verdad cuando afirma o niega algo», a saber: técnica (téchne) , ciencia (epistéme) , prudencia (phrónesis) , sabiduría (sophía) e intuición o intelección (noûs). Caracteriza acto seguido la ciencia como el saber apodíctico o demostrativo, que versa sobre lo que no puede ser de otra manera, es decir, sobre lo necesario. Entiende aquí por necesarias las realidades eternas, ingenerables e incorruptibles. Podríamos pensar que con ello se está refiriendo exclusivamente a un tipo de necesidad material: la existencia imperecedera del primer motor inmóvil y del primer móvil del universo (el cielo). Pero cotejando este pasaje con los Analíticos segundos , verdadero tratado de metodología científica, resulta evidente que Aristóteles ve realidades necesarias en todas aquellas a las que se puede atribuir una causa, pues toda causa es tal en la medida en que produce necesariamente un efecto. Ahora bien, de las cuatro causas (material, formal, motriz y final) establecidas por Aristóteles en la Física y en la Metafísica , la más inmediata e intrínseca al efecto es, obviamente, la formal, la que constituye la forma, es decir, la esencia de lo causado. Pues bien, como se dice en Tópicos , el enunciado que expresa la esencia estricta (tò tí ên eînai : «el qué es ser») de una cosa es la definición. Luego el cometido de la ciencia es demostrar la necesidad de determinados rasgos o comportamientos de un objeto a través de su causa intrínseca, es decir, mediante la definición de la esencia de dicho objeto.

Ahora bien, la definición misma es indemostrable, pues no aparece nunca en la conclusión del razonamiento científico, sino en sus premisas. ¿Cómo se llega, pues, a ella? Por la misma vía por la que se obtiene el conocimiento de cualquier universal: a través de la inducción (epagogé) guiada por la intuición (noûs). En efecto, los principios de la ciencia están por encima de ésta. Sólo la disciplina metacientífica aludida al principio de Tópicos , la dialéctica, puede remontarse hasta ellos. O bien, si nos atenemos al texto antes citado de Ética , sólo la sophía , que es la suma de noûs más epistéme (a veces se ha traducido sophía por filosofía, aunque su traducción más habitual es sabiduría), puede ponernos en la doble vía, ascendente (inductiva) y descendente (deductiva), del saber.

Metafísica: entre dialéctica y física

En el libro I de su obra homónima es donde por primera vez Aristóteles catacteriza la (más tarde) denominada metafísica con arreglo a esta descripción ya clásica:

Todos opinan que lo que se llama «sabiduría» se ocupa de las causas primeras y de los principios. […] Puesto que andamos a la búsqueda de esta ciencia, habrá de investigarse acerca de qué causas y qué principios es ciencia la sabiduría. Y si se toman en consideración las ideas que tenemos acerca del sabio, es posible que a partir de ellas se aclare mayormente esto. En primer lugar, solemos opinar que el sabio sabe todas las cosas en la medida de lo posible, sin tener, desde luego, ciencia de cada una de ellas en particular. (Metafísica , I [A], 1, 981b28-29; 2, 982a4-10.)

Como se ve, el término empleado por Aristóteles es sabiduría (sophía). Es ésta su máxima aproximación a una definición de la metafísica. Si sabiduría no se consolidó finalmente como nombre propio de este peculiar saber, ello es debido, seguramente, a que ese término es demasiado genérico y denota, más que un saber definido por su objeto, uno definido por su actitud. Lo cierto es que Aristóteles —como reiterará elegante y convincentemente P. Aubenque— 5 se debate entre esta concepción modesta y realista del saber «acerca de todo» y la pretensión, siempre recurrente a lo largo de la historia, de erigirlo en ciencia de rango superior a todas las demás (o abarcadora de todas ellas). En efecto, unas pocas líneas más adelante sostiene:

Y que, de las ciencias, aquella que se escoge por sí misma y por amor al conocimiento es sabiduría en mayor grado que la que se escoge por sus efectos. Y que la más dominante es sabiduría en mayor grado que la subordinada: que, desde luego, no corresponde al sabio recibir órdenes, sino darlas, ni obedecer a otro, sino a él quien es menos sabio.

Tantas y tales son las ideas que tenemos acerca de la sabiduría y de los sabios. Pues bien, de ellas, el saberlo todo ha de darse necesariamente en quien posee en grado sumo la ciencia universal (éste, en efecto, conoce en cierto modo todas las cosas). (Ibid. , I [A] 2, 982a14-23.)

No hay propiamente contradicción entre este párrafo y el anteriormente citado, sino la mencionada oscilación a la hora de valorar si el filósofo (aquí, el sabio) sabe menos (o peor) o, por el contrario, más (o mejor) que el científico especializado en un determinado género de cosas. Y es que la universalidad del saber propio de la filosofía guarda con respecto a los saberes especiales (la geometría, la astronomía, la medicina) la misma relación que hay entre las formas universales y los objetos singulares caracterizados por aquéllas. Lo universal paga el amplio alcance de su perspectiva al precio de una mayor o menor ausencia de matices. El universal hombre no es ni alto ni bajo, ni joven ni viejo, ni melenudo ni calvo, ni guapo ni feo. Sócrates, en cambio, es todo lo que designan los segundos miembros de cada uno de esos pares de adjetivos (y muchas cosas más). Análogamente, la «ciencia de las primeras causas» puede hablar de todo, pero sin decir casi nada, pues nada habría en el mundo si a cada cosa le faltara siquiera la «última causa» (es decir, el último eslabón de lo que siempre es una larga cadena de hechos determinantes).

¿En qué consiste, pues, la superioridad o superior excelencia de la filosofía? Es obvio: en lo mismo que la superioridad de la forma sobre el individuo: en su anterioridad lógica. Pero eso, que es una superioridad desde un determinado punto de vista, es una inferioridad desde otro: el filósofo, como tal, no conoce el cuerpo humano con la profundidad de un médico ni el movimiento de los cuerpos celestes con la precisión de un astrónomo ni los teoremas geométricos con la exactitud de un matemático. Lo cual no le impide, como ser inteligente, saber también de geometría, astronomía o medicina. Pero el enfoque propio de su orgullosa ciencia universal es ajeno al contenido específico de cada uno de esos saberes.

Por eso Aristóteles toma la precaución de matizar su encomio de la ciencia universal con expresiones como: «el sabio lo sabe todo en la medida de lo posible, sin tener la ciencia de cada cosa en particular», o «éste conoce de algún modo todo lo sujeto a ella [la ciencia universal]». En el caso que nos ocupa, es obvio que la ciencia universal (la metafísica) se caracteriza y diferencia de los otros saberes —no sólo los estrictamente científicos, sino, más aún, del saber empírico-intuitivo que despectivamente llamamos vulgar o común— por el hecho de llevar al máximo (aunque, eso sí, un máximo susceptible de constante superación) la simplificación de los rasgos del objeto estudiado. Dicho objeto puede ser, en principio, cualquier objeto concreto, pero al llevar su despojamiento al extremo, la metafísica acaba estudiando la totalidad, pues sólo retiene de las cosas los rasgos que son compartidos por todas ellas.

En virtud de ese enfoque es la ciencia de todo, no en sentido distributivo (de todas y cada una de las cosas por separado) sino en sentido global: ciencia del todo. Y también por eso su precedente inmediato (o, si se prefiere, su primera manifestación histórica conocida) fue la cosmología, el estudio del universo como totalidad. La expresión usual en griego antiguo para designar el universo es precisamente ésa: el todo (tò pân).

Dejando aparte la discusión sobre si la etimología de metafísica, como parecen indicar los pasajes recién citados, remite a un «conocimiento de rango superior a la física» (y, a fortiori, a cualquier otra ciencia particular) o es una simple indicación del lugar ocupado en la primera edición de las obras de Aristóteles, lo cierto es que éste nunca se refiere a un escrito suyo con ese título. En la clasificación neoplatónica mencionada al principio se designan con este nombre los textos de tema teológico. Pero a poco que se examine el contenido de los catorce libros comprendidos entre las páginas 980 y 1093 de la edición de Bekker (1831), se comprueba que sólo una parte del libro XII (Λ) trata específicamente de la divinidad como causa suprema, primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento que se piensa a sí mismo (noéseos nóesis). Y aun, como el propio autor recuerda en uno de esos pasajes, algunos de esos atributos se infieren a partir de los problemas tratados en Física (a saber, la necesidad de explicar el movimiento incesante del universo). El resto de la obra es, básicamente (dejando de lado los pasajes doxográficos —exposiciones de las opiniones de otros pensadores— como el libro I [A], o la lista de definiciones contenida en el libro V [Δ]), un recurrente examen de la noción de entidad o sustancia, sus clases y sus relaciones con los demás tipos de existencia, entre los que se incluye la existencia en acto y la existencia en potencia. En definitiva, una ontología o estudio de la realidad bajo el prisma de su denominación más amplia: el ser.

Es natural que el autor de Metafísica vuelva al comienzo del libro IV (Γ) su mirada a Parménides para declarar, refiriéndose al saber que está tratando de justificar y exponer:

Hay una ciencia que estudia lo que es, en tanto que algo que es, y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Esta ciencia, por lo demás, no se identifica con ninguna de las denominadas particulares. Ninguna de las otras [ciencias], en efecto, se ocupa universalmente de lo que es, en tanto que algo que es, sino que tras seccionar de ello una parte, estudia los accidentes de ésta: así, por ejemplo, las ciencias matemáticas. Y puesto que buscamos los principios y las causas supremas, es evidente que éstas han de serlo necesariamente de alguna naturaleza por sí misma. Y, ciertamente, si también buscaban estos principios quienes buscaban los elementos de las cosas que son, también los elementos tenían que ser necesariamente elementos de lo que es, no accidentalmente, sino en tanto que algo que es. De ahí que también nosotros hayamos de alcanzar las causas primeras de lo que es, en tanto que algo que es. (Metafísica , IV [Γ], 1, 1003a21-32.)

Esto último remite al considerado primer tratado del Órganon : las categorías. Esta breve obra, que ha llegado hasta nosotros incompleta, ha resultado ser una de las más decisivas para la configuración de los esquemas conceptuales del pensamiento occidental. La idea central de la obra es que los términos-conceptos, considerados independientemente (es decir, como núcleos significativos, pero todavía no constitutivos de proposiciones verdaderas o falsas), poseen diversos tipos de referencia que corresponden a otras tantas formas de predicación o categorías (schémata tês kategorías). Por eso precisamente, porque el núcleo verbal característico de la predicación es básicamente el verbo ser, la discusión sobre las categorías se reduce a la de los sentidos en que se dice que algo es, y por tanto al análisis del concepto de lo que es (tò ón). Es decir, tal como acabamos de señalar, metafísica sería para Aristóteles (de haber empleado nuestra terminología actual) sinónimo de ontología.

Es obvio que, como puso en evidencia Parménides, acerca de lo que es sólo se puede afirmar «que es», pura tautología (aunque esa tautología sea en sí misma la manifestación del axioma o principio lógico fundamental: el principio de no contradicción), ya que cualquier otro atributo, en la medida en que expresara un contenido diferente del expresado por el sujeto «ser», expresaría un «no-ser» y sería, por ende, un no-atributo. Por eso lo que es sin más no puede constituir el objeto de ningún saber determinado. Pues los saberes se distinguen por versar sobre determinados géneros de realidad; ahora bien, un género debe poder dividirse en especies mediante la adjunción de diferencias específicas ajenas al contenido de los géneros respectivos; pero ¿qué puede ser algo ajeno al contenido de «ser»?

Categorías

Aristóteles afirma, en consecuencia, inmediatamente después de postular una «ciencia de lo que es», lo siguiente: «la expresión “algo que es” se dice en muchos sentidos (pollachôs) » (Metafísica , IV [Γ] 2, 1003a33). Esos «sentidos» son precisamente las categorías , verdaderos «géneros supremos» de todo lo existente, cabeceras temáticas de todas las ciencias posibles. De ellas como tales, de sus rasgos y mutuas relaciones en un nivel previo a su concreción en temas propios de ciencias particulares, se ocupa, pues, la ontología.

El hecho de que esas figuras de la predicación , y muy particularmente la categoría fundamental, que es la de sustancia o entidad , sean el núcleo central de la Metafísica da consistencia a la vinculación que establecíamos, en el apartado dedicado a la tipología de las obras de Aristóteles, entre los textos de dialéctica y los de ontología. Pero entonces, dado el carácter instrumental o formal, no sustantivo, de la dialéctica, hay que concluir que lo esencial de la ontología o filosofía propiamente dicha («filosofía primera», como la llama Aristóteles) es ese carácter atemático o transgenérico y, por consiguiente, transcientífico; no se trata de la ciencia por antonomasia, ciencia de ciencias, sino de un perenne «proyecto de ciencia»: «ciencia buscada» (epizetouménen epistémen , Metafísica , III [B] 1, 995a24), como corresponde a su objeto, también «la cuestión que se está indagando desde antiguo y ahora y siempre, y que siempre resulta aporética» (Metafísica , VII [Ζ] 1, 1028b3).

Claro que, una vez determinadas las diez categorías en que se «contrae» el inaprensible contenido de lo que es , y designada como primordial la categoría de entidad o sustancia (ousía) , a la que todas las demás hacen referencia como atributos, es natural tratar de identificar en la realidad, por una parte, cuáles son los principios, causas o elementos constitutivos de tal o cual clase de entidad y, por otra, cuál es la entidad que posee más plenamente los rasgos propios de toda entidad. La respuesta obvia a esta última pregunta es: la entidad divina, por ser perfectamente separada (independiente) e inmutable. De ahí la deriva de la ontología hacia la teología, anticipada en el libro VI (Ε) y plasmada en el V (Δ).

Pero recordemos que el criterio decisivo (Analíticos segundos , I, 2, 72a1-5) al juzgar la dignidad de un ente (y la consiguiente dignidad de la ciencia que lo estudia) no es, para Aristóteles, el grado de inmutabilidad, sino el de separación o independencia, pues coloca la ciencia de los seres móviles y separados (física) por encima de la de los inmóviles e inseparables (matemática). La teología tiene en común con la física ese rasgo primordial en sus objetos respectivos.

Por otro lado, la lista completa de las diez categorías, que a Kant le parecía «rapsódica» por no obedecer, presuntamente, a ningún criterio clasificatorio, deja de tener esa apariencia en cuanto se la considera como el conjunto de los atributos necesarios para caracterizar a un ente sujeto a cambio . En efecto, la noción de entidad o sustancia (ousía) cobra todo su sentido como rasgo ontológico esencial e invariable del sujeto cambiante, que permite seguir hablando de tal sujeto a través de la mutación; las nociones de cantidad y cualidad son inseparables de las de aumento o disminución y de alteración, respectivamente; la relación no es sino el reverso de la esencialidad invariable de la sustancia; lugar y tiempo son notas integrantes de la noción misma de movimiento y cambio, al igual que acción y pasión; por último, situación y estado, quizá superfluos como elementos de la descripción estática de un ente, resultan necesarios para el análisis dinámico de la realidad.

Todo ello, unido a la evidencia de que la divinidad aparece postulada como causa última del movimiento, nos devuelve a la centralidad de la física como paradigma del saber en la obra aristotélica. Un saber del que sólo esa misma divinidad que culmina la jerarquía natural queda dispensada, al tener por esencia la intelección de sí misma. Ahora bien, ¿no responde acaso esa concepción de dios como autoconocimiento, acto puro eternamente vuelto sobre sí, al mismo paradigma dinámico que la imagen aristotélica del mundo físico, ámbito imperecedero de inagotable actividad cíclica?

Materia y sustancia

Volvamos, pues, al principio: el conocimiento para el que nuestra mente está hecha, el saber connatural a ella, es —como veíamos al hablar de la física— el saber de la naturaleza. Pero, he ahí la paradoja, la naturaleza se nos presenta a la vez como:

1) La esfera de la mutación y dispersión del ser.

2) Lo definitorio y, en cuanto tal, intrínseco e invariable de cada entidad mutable y dispersa.

Aristóteles, que nunca —en contra de la tesis de Jaeger— se contó entre los «amigos de las formas», o partidarios de la teoría de las ideas subsistentes, ni siquiera durante sus años de alumno de la Academia platónica, no podía buscar la solución de la paradoja por la vía del dualismo epistemológico (sensación e intelección como dos formas de conocimiento antagónicas) ni del dualismo ontológico (cosas singulares y formas universales como entidades dotadas de recíproca autonomía).

El enfoque del problema por Aristóteles es, como en otros muchos casos, histórico: empieza, en el libro 1 de la Física , comentando y refutando la teoría eleática de la unicidad e inmutabilidad del ser (caps. 2 y 3), y pasa luego a exponer y criticar las teorías de los que él mismo llama sin más «físicos», o verdaderos filósofos naturales (cuyos presupuestos o principios no niegan la realidad del cambio, como hacen los eleatas), prestando especial atención a Anaxágoras, pero mostrando preferencia por Empédocles, de quien elogia el haber partido de un número limitado y reducido de principios. Finalmente, tomando pie en este último juicio, afirma:

Así pues, es manifiesto que de una u otra manera todos consideran los contrarios como principios. Y con razón, pues es necesario que los principios no provengan unos de otros, ni de otras cosas, sino que de ellos provengan todas las cosas. Ahora los primeros contrarios poseen estos atributos: no provienen de otras cosas, porque son primeros, ni tampoco unos de otros, porque son contrarios. (Física , I, 5, 188a26-30.)

Pero Aristóteles no se contenta con este razonamiento general que, todo lo más, demuestra la posibilidad de que los contrarios (lo cálido y lo frío, lo húmedo y lo seco, lo lleno y lo vacío, lo definido y lo indefinido, etcétera, según el mayor o menor grado de abstracción alcanzado por los diversos «físicos») sean los principios explicativos del cambio y, por ende, de la realidad natural. Hace falta, además, demostrar la necesidad de que así sea. Para ello argumenta de este modo:

En primer lugar, hay que admitir que no hay ninguna cosa que por su propia naturaleza pueda actuar de cualquier manera sobre cualquier otra al azar o experimentar cualquier efecto de cualquier cosa al azar, que cualquier cosa no puede llegar a ser cualquier cosa, salvo que se le considere por accidente. Pues, ¿cómo lo blanco podría generarse del músico, salvo que «músico» sea un accidente de lo no-blanco o del negro? Lo blanco se genera de lo no-blanco, pero no de un no-blanco cualquiera, sino del negro o de algún color intermedio […]. Tampoco una cosa, cuando se destruye, lo hace primariamente en otra cualquiera al azar; así, lo blanco no se destruye en el músico (salvo que sea por accidente), sino en lo no-blanco, y no en un no-blanco cualquiera al azar, sino en el negro o en algún otro color intermedio, como también el músico se destruye en el no-músico, no en cualquier no-músico al azar, sino en un a-músico o en algo intermedio. (Ibid ., I, 5, 188a31-b6.)

La razón, pues, por la que los principios del cambio han de ser contrarios es, sencillamente, que cambiar consiste en dejar de ser lo que se era, lo cual implica identificar el nuevo estado, ante todo, con la negación del estado anterior. Cambiar es, como habían visto ya los eleatas, sin atreverse a asumir la aporía que ello entrañaba, dejar que el no-ser penetre en el corazón mismo del ser: no simple yuxtaposición de ser y no-ser, sino imbricación íntima de ambos, ser en tanto que no-ser y no-ser como forma específica de ser.

Esa mera aceptación de la aporía no es en absoluto su superación; reconocer sin más la contradicción como constitutiva del cambio no equivale a conocer la constitución del cambio bajo un concepto exento de contradicciones, sino más bien todo lo contrario. Y como probará el propio Aristóteles en el libro IV (Γ) de la Metafísica , no podemos concebir los entes de forma contradictoria, como siendo y no siendo a la vez y bajo el mismo aspecto. Pues bien, en el caso que nos ocupa resulta obvio que entre el estado A y el estado B, negación el uno del otro, ningún vínculo real parece poder establecerse que dé continuidad al proceso y permita explicar cómo y por qué un ente pasa del primero al segundo sin postular un tercer estado intermedio, para cuya conexión con los otros dos volvería a plantearse a su vez el mismo problema, y así ad infinitum.

Porque es difícil ver cómo la densidad podría actuar por su propia naturaleza sobre la rareza, o la rareza sobre la densidad. Lo mismo se puede decir de cualquier otra pareja de contrarios, ya que ni el Amor se une al Odio y produce algo de éste, ni el Odio produce algo del Amor, sino que ambos actúan sobre una tercera cosa. […] Además, si no suponemos bajo los contrarios una naturaleza distinta puede plantearse todavía otra dificultad, puesto que no vemos que los contrarios sean la sustancia de ninguna cosa; pero un principio no puede ser predicado de ningún sujeto, ya que si lo fuera sería el principio de un principio; porque el sujeto es un principio y según parece es anterior a lo que predica de él. (Ibid. , I, 6, 189a22-32.)

Es necesario, pues, como vimos en el apartado dedicado específicamente a la Física , un tercer elemento o principio que garantice la continuidad entre los contrarios que se suceden en el proceso de cambio, razón por la cual ese tercer elemento no puede ser a su vez contrario de ningún otro. Este carácter de vínculo que anude las distintas fases de la mutación, como elemento neutro no opuesto a ningún otro, lo posee la entidad o sustancia, soporte permanente de cambiantes atributos y, en cuanto permanente, garantía de validez de los universales, que vienen así a convertirse en definiciones o nombres —según se expliciten o no los rasgos o notas integrantes de su comprensión— de otras tantas entidades; expresiones, pues, de su esencia (tal es la razón de la ambigüedad insoslayable del término griego ousía , que los aristotélicos latinos se vieron obligados a verter alternativamente por substantia , «lo que subyace y subsiste a través del cambio», o por essentia , «lo que constituye el ser de una cosa»).

Ahora bien, el análisis aristotélico no se queda en este plano que, de por sí, a duras penas se distinguiría del mundo de las formas platónicas (salvo en la mutua articulación de éstas), pues la sustancia no es, desde este punto de vista, sino una forma estable distinta, aunque no contraria, de otras formas igualmente subsistentes, que ejerce a su vez de receptáculo de formas variables opuestas entre sí. Para Aristóteles hace falta explicar por qué precisamente la entidad, esencia o sustancia, es indiferente a la oposición entre contrarios, pues como tal o cual forma definible, siendo perfectamente inteligible su constancia o persistencia frente al cambio, no lo es en absoluto que no pueda oponerse a otras formas en relaciones de mutua negación. ¿Acaso no es concebible, frente al hombre como entidad (definido habitualmente por Aristóteles como «animal dotado de discurso»), el no-hombre como entidad contraria, ya se lo defina como «animal no dotado de discurso», ya como «no-animal dotado de discurso», ya mediante cualquier otra combinación de negaciones de los rasgos esenciales del ser humano?

Por una parte está claro que esa oposición entre los aspectos puramente formales —las definiciones— de las entidades es perfectamente posible. Pero por otra parece inconcebible que una entidad surja de su opuesto en sentido no puramente formal, sino integral, como ente, pues entonces habría que decir que el ente se produce a partir del no-ente, de la nada absoluta. Ésa es la aporía de la que no pudieron zafarse los predecesores del Estagirita. Aunque lo cierto es que, a todas luces, se producen en la naturaleza cambios que entrañan la generación de entidades nuevas y la destrucción de otras ya existentes. ¿Cuál puede ser el sujeto común a ambos estados opuestos, existencia e inexistencia, respectivamente, de una entidad?

Pero que también las sustancias, y todos los demás entes simples, llegan a ser de un sustrato, resulta evidente si se lo examina con atención. […] Resulta claro entonces de cuanto se ha dicho que todo lo que llega a ser es siempre compuesto, y que no sólo hay algo que llega a ser, sino algo que llega a ser «esto», y lo último en dos sentidos: o es el sustrato o es lo opuesto. Entiendo por «opuesto» por ejemplo, el a-músico, y por «sujeto» el hombre; llamo también «opuesto» a la carencia de figura o de forma o de orden, mientras que llamo «sujeto» al bronce o a la piedra o al oro.

Por lo tanto, si de las cosas que son por naturaleza hay causas y principios de los que primariamente son y han llegado a ser, y esto no por accidente, sino cada una lo que se dice que es según su sustancia, entonces es evidente que todo llega a ser desde un sustrato y una forma. […]

El sustrato es uno en número, pero dos en cuanto a la forma (pues lo numerable es el hombre o el oro o, en general, la materia, ya que es sobre todo la cosa individual, y no es por accidente como lo generado llega a ser de ello; en cambio, la privación y la contrariedad son sólo accidentales). (Física , I, 7, 190b1-27.)

Formulados, pues, a partir del cambio sustancial, los tres principios explicativos de los entes naturales son, como sujeto, la materia (hýle) en sentido absoluto (llamada también por la tradición «materia primera») y, como estados opuestos, la forma (eîdos, morphé) o estado definido y la privación (stéresis) o estado negativo respecto del anterior. En cierto sentido, pues, el cambio se produce cuando se adquiere una forma de ser a partir del no-ser o se diluye la misma en el no-ser, pero entendido éste no en sentido absoluto, como nada, sino en sentido relativo, como privación de tal forma:

También nosotros afirmamos que en sentido absoluto nada llega a ser de lo que no es, pero que de algún modo hay un llegar a ser de lo que no es, a saber, por accidente; pues una cosa llega a ser de la privación, que es de suyo un no-ser, no de un constitutivo suyo. (Ibid. , I, 8, 191b13-16.)

Así pues, el análisis del lenguaje con que hablamos del cambio, incluso del sustancial, de la generación y la destrucción supuestamente absolutas, revela que siempre nos vemos forzados a presuponer un sujeto aun para el atributo negativo, sujeto que, como tal, no puede ser pura negación, pura inexistencia. Pero ese mismo análisis nos impide (y aquí rebrota una vez más la irreductible aporía) decir qué es, qué rasgos tiene el sujeto en sí, como algo formalmente —aunque no numérica o materialmente— distinto de sus atributos opuestos. Por eso no podemos hablar directamente de la materia absoluta, sino sólo por analogía con realidades que son ya en sí mismas entidades determinadas pero capaces de asumir el papel de materia respecto a entidades de segundo orden:

En cuanto a la naturaleza subyacente, es cognoscible por analogía. Porque así como el bronce es con respecto a la estatua, o la madera con respecto a la cama, y la materia y lo informe antes de adquirir forma con respecto a cualquier cosa que tenga forma, así es también la naturaleza subyacente con respecto a una sustancia o a una cosa individual o a un ente. (Ibid. , I, 8, 191a7-12.)

Pero precisamente por su indeterminación y subordinación a cualquier forma, la materia absoluta es eterna, ingenerada e indestructible:

Porque si llegase a ser, tendría que haber primero algo subyacente de lo cual, como su constituyente, llegase a ser; pero justamente ésa es la naturaleza de la materia, pues llamo «materia» al sustrato primero en cada cosa, aquel constitutivo interno y no accidental de lo cual algo llega a ser; por lo tanto tendría que ser antes de llegar a ser. Y si se destruyese, llegaría finalmente a eso, de tal manera que se habría destruido antes de que fuera destruida. (Ibid. , I, 9, 192a29-34.)

Estos rasgos, a saber, la ingenerabilidad y la indestructibilidad, junto al carácter de sujeto último de todo atributo posible, conducen en algún momento a Aristóteles a acariciar la posibilidad de reconocerle a la materia la dignidad de ser por antonomasia, de sustancia o entidad:

[…] porque parece que entidad es, en sumo grado, el sujeto primero. Y se dice que es tal, en un sentido, la materia, en otro sentido la forma, y en un tercer sentido el compuesto de ambas […]. La materia viene a ser entidad: en efecto, si ella no es entidad, se nos escapa qué otra cosa pueda serlo, ya que si se suprimen todas las demás cosas, no parece que quede ningún [otro] sustrato. Ciertamente, las demás cosas son acciones, afecciones y potencias de los cuerpos, y la longitud, la anchura y la profundidad son, por su parte, tipos de cantidad, pero no entidades (la cantidad no es, desde luego, entidad): entidad es, más bien, aquello en que primeramente se dan estas cosas. Ahora bien, si se abstraen la longitud, la anchura y la profundidad, no vemos que quede nada, excepto lo limitado por ellas, si es que es algo. De modo que a quienes adopten este punto de vista la materia les ha de parecer necesariamente la única entidad. Y llamo materia a la que, por sí misma, no cabe decir ni que es algo determinado, ni que es de cierta cantidad, ni ninguna otra de las determinaciones por la que se delimita lo que es. Se trata de algo de lo cual se predica cada una de éstas y cuyo ser es otro que el de cada una de las cosas que se predican (las demás, en efecto, se predican de la entidad y ésta, a su vez, de la materia), de modo que el [sujeto] último no es, por sí mismo, ni algo determinado ni de cierta cantidad ni ninguna otra cosa. Ni tampoco es las negaciones de éstas, puesto que las negaciones se dan también accidentalmente (en el sujeto).

A quienes parten de estas consideraciones les sucede, ciertamente, que la materia es entidad. (Metafísica , VII [Z] 3, 1029a1-27.)

Esta conclusión, que sedujo a Spinoza hasta el extremo de convertirla de hecho en el postulado central de toda su filosofía (aunque absteniéndose de llamar «materia» a la sustancia única y universal a la que, según él, todo se reduce), repugna, por supuesto, a Aristóteles, que exige de todo saber la capacidad de proceder por definiciones y demostraciones, cosa imposible si no versa sobre objetos en los que sea posible aislar rasgos determinados y constantes articulados entre sí mediante conexiones necesarias que permitan hacer inferencias sobre otros aspectos derivados de aquéllos.

Pero tampoco admite, a diferencia de Platón, que las sustancias por antonomasia sean las formas, los universales propiamente dichos:

En primer lugar, la entidad de cada cosa es la propia de cada cosa que no se da en ninguna otra. Sin embargo, el universal es común, ya que universal se denomina a aquello que por naturaleza pertenece a una pluralidad. (Ibid. , VII [Z], 13, 1038b9-12.)

La sustancia, acaba diciendo Aristóteles en este mismo libro VII de la Metafísica , es la esencia, el ser específico y propio de cada cosa (tò tí ên eînai , «el qué es ser» o quididad ), ser que, para las sustancias naturales, sólo puede quedar suficientemente definido si, junto a la estructura analizable, inteligible, de lo universal y necesario, se alude a su concreta y contingente manifestación sensible, es decir, a su materialidad, tan clara y evidente en el acto de percibirla como oscura e inaprensible (irracional) al tratar de compendiar en un lógos el curso global de su existencia sometida a mutación perenne.

Ética: rasgos generales

La ética griega es ante todo una filosofía de la acción. Y aunque es obvio que la acción tiene que ver fundamentalmente con «lo que aún no es » (y que, eventualmente, será , gracias al acto que lo realice), tiene su fundamento en la realidad existente con anterioridad al acto, del que constituye el punto de apoyo y de partida. Se trata, por tanto, de una ética no sólo normativa, sobre lo que ha de hacer el ser humano, sino también, en gran medida, descriptiva, sobre lo que hay en el ser humano.

La gran diferencia entre la ética antigua (especialmente la aristotélica) y la mayoría de las éticas modernas estriba en que las filosofías morales modernas (y la moral cristiana a partir, por lo menos, de san Agustín) parten de la base de que existe un enfrentamiento irreconciliable entre el elemento racional del alma y sus impulsos irracionales (las pasiones). A partir de ahí surgen dos tendencias:

1) La hedonista , que considera imposible controlar las pasiones e identifica el bien sin más con el objeto que aquéllas persiguen: el placer. En consecuencia, propone la subordinación de todos nuestros actos al logro de éste, admitiendo, simplemente, que hay que evitar que varios individuos entren en conflicto al perseguir todos idéntico objeto de placer, para lo cual son necesarios el Estado y las leyes, cuyo único papel es represivo, no educativo; en efecto, se parte de la base de que la razón individual es impotente frente a sus enemigas, las pasiones (con lo que el individuo renuncia al uso soberano de sus facultades racionales y se las cede, por así decir, al monstruo Leviatán del Estado, como propone Hobbes). Esta es la filosofía moral que inspira la mayor parte de las doctrinas políticas liberales (al menos, las elaboradas en el mundo anglosajón).

2) La espiritualista , que considera moralmente negativas las pasiones y su objeto (el placer) y propone un ideal de vida centrado en el cultivo exclusivo del elemento superior del ser humano (el alma o espíritu), es decir, de las llamadas potencias del alma: entendimiento, memoria y voluntad. Esta última (que Aristóteles no llegó nunca a considerar una facultad específica del alma racional) tiene como principal cometido el ejercicio de las llamadas virtudes cardinales (ya consideradas por Aristóteles como las principales virtudes morales): prudencia, justicia, fortaleza (sinónimo de valentía) y templanza. La misión de estas dos últimas en la moral cristiano-moderna, pese a la coincidencia de vocabulario con Aristóteles, no es tanto lograr un equilibrio o justo medio entre dos grados extremos de pasión, sino reprimir, en la medida de lo posible, las experiencias de las que nacen las pasiones: el dolor, en el caso de la fortaleza, y el placer, en el caso de la templanza.

Tal es, en esencia, la inversión de valores producida en la moral antigua por la moral cristiana dominante a partir de san Agustín (tanto en su versión católica u ortodoxa como, incluso más, en sus distintas versiones reformadas: calvinista, luterana, etcétera).

Una sutil derivación de esta línea espiritualista es la llamada ética formalista, que constituye uno de los dos pilares de la filosofía de Immanuel Kant. Su concepto clave no es ya el de bien, sino el de deber: el objeto de la ética es lo que debe ser hecho, independientemente de toda consideración sobre los fines de la acción. No sólo hay que actuar al margen de que nuestros actos nos produzcan o no placer, sino al margen de cualquier otro objetivo distinto de ellos (sea éste la ley, la verdad, la voluntad divina, etcétera). Nuestra acción moral responde sólo a un impulso racional que brota de ella misma: el llamado imperativo «categórico» , cuyo enunciado sería, por ejemplo: «Tal o cual cosa debe hacerse porque nuestra conciencia así lo exige, y basta». Se le llama precisamente «categórico», en contraposición a «hipotético», porque la necesidad de cumplir su mandato es absoluta, no subordinada a otra cosa (al logro de un bien, por ejemplo).

Semejante teoría moral, al margen de su profundidad filosófica y de su validez desde el punto de vista de lo que podríamos llamar la «lógica formal del juicio ético», supone un vaciamiento absoluto de todo contenido material de la acción, lo cual no sería rechazable si se quedara en el mero plano metodológico, como abstracción que permite distinguir más claramente los elementos del problema ético. Pero en la medida en que se pretenda imponerlo como único contenido real de la acción moral, prescindiendo de todo factor psicológico, se convierte en una doctrina antinatural, rigorista y, en último término, arbitraria (pues, si obramos exclusivamente en nombre de un principio autónomo situado más allá de toda motivación concreta y determinada, actuamos porque sí, es decir, de manera arbitraria).

La ética aristotélica, por el contrario, tiene mucho más de análisis psicológico que de catálogo de preceptos (de hecho, se puede decir que las tres Éticas , junto a la Retórica , donde se estudian especialmente las pasiones o emociones como formas de creencia o percepción, constituyen el primer tratado de psicología en sentido moderno). Porque para Aristóteles, lo fundamental en el discurso ético es conectar las acciones con sus fines, que son los que les dan sentido. El único elemento normativo consiste, entonces, en prescribir los medios que conducen a esos fines. (Habría también, en todo caso, una cierta normatividad, mucho más abierta e indefinida, en la determinación de los fines, tarea que incumbe a la sabiduría, justamente considerada, por tal motivo, suprema virtud.)

Y esos medios son, precisamente, las pasiones que la ética posterior consideró como obstáculo y negación de la acción racional. Las pasiones no son, en el cálculo algebraico de la ética, elementos negativos, sino positivos. Todo el problema ético se reduce a encontrar, mediante la virtud, la manera de combinarlas para que se sumen y no se resten entre sí en esa operación, no aritmética, sino vital, que consiste en obtener la suma de bienes que llamamos felicidad.

El fin del ser humano: el bien

Como se puede ver en el caso de Aristóteles, la acción objeto de la ética antigua es un proceso orientado a un fin, el cual viene determinado a su vez por la naturaleza del sujeto agente y que recibe también el nombre genérico de bien .

Aristóteles considera necesario circunscribir la noción de bien al ámbito concreto de cada individuo o, todo lo más, de cada especie de individuos. En su planteamiento, el bien deja de ser el concepto básico de toda reflexión filosófica y pasa a pertenecer exclusivamente al ámbito de la filosofía práctica o de la acción (práxis , en griego), ámbito en el que no cuentan sólo los esquemas generales, sino también, sobre todo, las particularidades o circunstancias concretas. En todo caso, el bien del que compete ocuparse a la ética, que es una reflexión humana, es sencillamente el bien humano. Éste, para Aristóteles, viene determinado por dos factores, uno relativamente constante y otro variable. El primero es la naturaleza humana, que consta de una serie de elementos corporales organizados, como vimos más arriba, con arreglo a la forma dinámica llamada tradicionalmente alma . El segundo recibe en griego el nombre de kairós , que puede traducirse por «ocasión» o «conjunto de circunstancias concretas». El ser humano que actúa con arreglo a las posibilidades que le brinda su naturaleza y que tiene en cuenta en todo momento las circunstancias que le rodean alcanza el bien al que aspira o, dicho en otras palabras, consigue llevar una «buena vida».

Esta buena vida es lo que los hombres suelen llamar felicidad (eudaimonía , en griego). Y puesto que consiste en una cierta manera de vivir, no es un estado, sino una actividad. Ahora bien, dado que, como hemos visto, la delimitan las características propias de la naturaleza humana, esa actividad no puede ser caprichosa, sino que se ha de atener a unas determinadas pautas (aquí es donde tiene su lugar el aspecto normativo de la Ética). Seguir esas pautas es algo que probablemente haríamos todos de forma espontánea sin equivocarnos nunca si no fuera porque la naturaleza humana es compleja y está sometida a tendencias distintas y, muchas veces, opuestas. Para que esas tendencias no se desarrollen de tal manera que choquen entre sí produciendo efectos destructivos para el conjunto del ser humano, es necesario someterlas a cierta regla o criterio racional (lógos , en griego) que las equilibre, manteniendo a cada una dentro de unos límites. Ese equilibrio es lo que Aristóteles llama virtud , y es un componente esencial de la felicidad.

Virtud

Siendo como es la naturaleza humana compleja, la virtud lo será también, y a cada elemento de aquélla le corresponde una virtud específica. La división fundamental se da, ante todo, entre lo que ya Platón había llamado el elemento racional y el elemento irracional. El primero corresponde exclusivamente a las funciones superiores del alma (ejemplificadas en el entendimiento o intelecto); el segundo, a las funciones vinculadas directamente con la actividad del cuerpo, que son las que determinan el llamado temperamento o carácter de cada individuo (êthos , en griego) y se manifiestan en sus costumbres (mores , en latín, y de ahí el término «moral»). Habrá, por tanto, un conjunto de virtudes intelectuales o virtudes de la mente y un conjunto de virtudes morales o virtudes del carácter (o de la costumbre). Estas últimas consisten fundamentalmente en el encauzamiento de las pasiones, que son los movimientos espontáneos del carácter humano y de los que el ser humano no es responsable mientras no opte por refrenarlos o secundarlos.

La virtud, a diferencia de la felicidad, no es una actividad, sino un hábito (héxis , en griego) o manera habitual de ser. No es un acto concreto, sino una disposición permanente a realizar determinadas acciones o a actuar de determinada manera. Por tanto, no se adquiere de la noche a la mañana, sino sólo tras largo ejercicio, en el que la repetición de ciertos actos acaba creando en el ser humano, por así decir, una segunda naturaleza que le predispone a actuar igual en el futuro. El proceso, por supuesto, es el mismo tanto si los actos repetidos son moralmente buenos (es decir, acordes con la propia naturaleza) como si son moralmente malos (es decir, contrarios al mantenimiento del equilibrio natural de cada uno). En el primer caso, el hábito adquirido se llamará propiamente virtud, valía o excelencia (areté , en griego). En el segundo, recibirá el nombre de vicio o bajeza (kakía , en griego). En todo caso, sólo merecen la calificación moral de buenas o malas las acciones que se hacen de manera intencionada, por iniciativa propia y sin verse uno forzado a ello, es decir, las acciones voluntarias o, como diríamos ahora, las acciones libres.

Una vez adquirida una virtud, se actúa de acuerdo con ella sin ningún esfuerzo. Más aún, la acción virtuosa produce placer, pues es característico del placer surgir cuando uno actúa a favor del propio impulso, y el virtuoso actúa así por definición. En el caso del vicio no ocurre necesariamente otro tanto, pues el impulso va esta vez en contra de otras tendencias de la naturaleza del individuo.

Deseo, razón, voluntad

Surge aquí un problema que resume y concentra en sí mismo todas las inquietudes de la ética desde la Antigüedad hasta nuestros días: el de la libertad de la voluntad o, en su denominación clásica (que se remonta al menos a los escritos de Agustín de Hipona), el libre albedrío (liberum arbitrium).

En efecto, frente al llamado intelectualismo moral socrático, según el cual siempre se persigue el bien, real o aparente, por lo que toda deliberación moral se reduce a lograr el conocimiento adecuado de la naturaleza del bien (los malos son simplemente ignorantes), Aristóteles introduce el concepto de akrasía , traducido unas veces como «incontinencia» y otras como «debilidad de la voluntad». Entendida como incontinencia, la akrasía viene a ser la incapacidad para resistirse al ímpetu de unos apetitos desordenados. Es paradigmática al respecto la siguiente caracterización del akratés hecha por el mismo Aristóteles:

Pero hay quien, a causa de una pasión, pierde el control de sí mismo y obra contra la recta razón; a éste lo domina la pasión cuando actúa no de acuerdo con la recta razón, pero la pasión no lo domina hasta el punto de estar convencido de que debe perseguir tales placeres sin freno; éste es el incontinente. (Ética nicomáquea , VII, 8, 1151a20-24.)

Esta última interpretación tiene el inconveniente de eliminar prácticamente de entrada la mitad del campo semántico que la expresión «debilidad de la voluntad» comprende, a saber, la ausencia de impulso positivo para actuar, la desgana o falta de iniciativa. Pero este punto es secundario. Lo importante es que, como el texto indica, hay una disonancia entre lo que el sujeto cree que ha de hacer y lo que realmente hace. La tradición ética posclásica ha querido ver la raíz de esa disonancia en la presunta existencia de una facultad específica, intermedia entre el elemento puramente racional (lógos) y el puramente irracional (impulsos y apetitos) del alma humana: la boúlēsis o voluntad.

Como señalan algunos autores, entre ellos Hannah Arendt, esa tercera facultad o potencia del alma no aparece claramente situada en el mapa de la ética (y de la psicología) hasta la reelaboración del concepto de boúlēsis (en latín, voluntas ) que tiene lugar en el pensamiento cristiano, fundamentalmente por obra de Agustín de Hipona al desarrollar ciertas reflexiones de Pablo de Tarso sobre la incoherencia del pecador entre sus creencias y sus actos.

Lo cierto es que Aristóteles no considera la boúlēsis una facultad independiente tanto de la razón como de los deseos irracionales (que es lo característico de la voluntad en la filosofía posclásica), sino como parte de una facultad común a hombres y animales irracionales, afín a la epithymía (apetito) y al thymós (coraje) y contrapuesta únicamente a la proaíresis (elección):

Es evidente que la elección (proaíresis) es algo voluntario, pero no es lo mismo que ello, dado que lo voluntario tiene más extensión; pues de lo voluntario participan también los niños y los otros animales, pero no de la elección, y a las acciones hechas impulsivamente las llamamos voluntarias, pero no elegidas. Los que dicen que la elección es un apetito ( epithymía) , o impulso (thymós) , o deseo (boúlēsis) , o una cierta opinión, no parecen hablar rectamente. En efecto, la elección no es común también a los irracionales (tôn alógon) , pero sí el apetito y el impulso […]. Por otra parte, el deseo (boúlēsis) se refiere más bien al fin, la elección (proaíresis) a los medios conducentes al fin. (Ibid. , III, 2, 1111b7-27.)

Queda claro que la boúlēsis tiene por objeto los fines de la acción (que vienen determinados a priori por la naturaleza del agente), y no los medios, que es aquello que realmente depende de nuestra elección. Hay que advertir, en cualquier caso, que las expresiones aristotélicas que suelen traducirse por «voluntario» e «involuntario» son, respectivamente, hekoúsion y akoúsion , que propiamente designan aquello que se hace llevado por el propio impulso (de buen grado) y aquello que se hace a la fuerza.

Aquí no aparece por ningún lado la concepción posclásica (más exactamente, cristiano-moderna) de una facultad totalmente autónoma respecto de cualquier clase de estímulo, libre de toda determinación que no sea su propia autodeterminación y exclusivamente responsable, por ende, de los actos por ella ordenados.

Para confirmar lo que en la Ética nicomáquea queda apuntado es preciso examinar los pasajes del libro III de Acerca del alma en que se especifica con más detalle la función de la boúlēsis como pieza integrante de la facultad motriz del alma:

Añádase a éstas la parte desiderativa (orektikón) , que parece distinguirse de todas tanto por su definición como por su potencia; sin embargo, sería absurdo separarla (diaspân) : en efecto, la volición (boúlēsis) se origina en la parte racional (logistikôi) así como el apetito (epithymía) y los impulsos (thymós) se originan en la irracional (alógoi) ; luego si el alma está constituida por estas tres partes, en cada una de ellas tendrá lugar el deseo (órexis). (Acerca del alma , III, 9, 432b3-7.)

Salta a la vista que: La parte desiderativa, aunque diferente en cuanto facultad (o potencia activa) del alma, es inseparable de las facultades cognoscitivas o, dicho de otro modo, no puede actuar autónomamente respecto de ellas. La parte desiderativa constituye un todo, al que corresponde el término más genérico de los empleados por Aristóteles para designar el deseo: órexis . Esa órexis , genéricamente una, queda, por así decirlo, especificada en cada caso por la facultad cognoscitiva a la que corresponde; en el caso de la facultad racional, su correlato desiderativo es lo que Aristóteles llama boúlēsis. La boúlēsis , por tanto, se origina o nace (gínetai) en la parte racional del alma, que no es otra que lo que Aristóteles llama intelecto (noûs).

El principio motor es, por tanto, único: el objeto deseable (orektón). Y es que si los principios que mueven son dos, intelecto (noûs) y deseo (órexis) , será que mueven en virtud de una forma común. Ahora bien, la observación muestra que el intelecto no mueve sin deseo (oréxeos) : la volición (boúlēsis) es, desde luego, un tipo de deseo (órexis) y cuando uno se mueve en virtud del razonamiento (logismón) es que se mueve en virtud de una volición (boúlesin). El deseo (órexis) , por su parte, puede mover contraviniendo al razonamiento (logismón) ya que el apetito (epithymía) es también un tipo de deseo (órexis). (Ibid. , III, 10, 433a21-26.)

Ni rastro, pues, de un motor de la acción autónomo, no sometido ni a la razón ni a los estímulos externos, como la voluntad agustiniana, sino un motor inmóvil externo (el objeto deseado, orektón ) que reclama la atención del intelecto (y/o de los sentidos) y suscita un movimiento de atracción hacia él (el deseo, órexis ); ambos, intelecto y deseo, actúan como motor móvil interno. Esa dualidad puede dar lugar a conflictos, pues el deseo es susceptible de escisión en un impulso nacido de la razón y mediado por la deliberación y un impulso nacido directamente de la parte irracional del alma, tendente a objetos sensibles que procuran una satisfacción inmediata:

Y puesto que se producen deseos mutuamente encontrados —esto sucede cuando la razón (lógos) y el apetito (epithymía) son contrarios; lo que, a su vez, tiene lugar en aquellos seres que poseen percepción del tiempo: el intelecto (noûs) manda resistir ateniéndose al futuro, pero el apetito (epithymía) se atiene a lo inmediato; y es que el placer inmediato aparece como placer absoluto y bien absoluto porque se pierde de vista el futuro—, habrá que concluir que si bien el motor es específicamente uno, a saber, la facultad desiderativa en tanto que desiderativa (orektikón) —y más allá de todo lo demás el objeto deseable (orektón) que, en definitiva, mueve sin moverse al ser inteligido o imaginado—, sin embargo numéricamente existe una pluralidad de motores. (Ibid. , III, 10, 433b5-13.)

Es en ese conflicto entre unos deseos nacidos del intelecto (las bouléseis ) y otros nacidos de los sentidos o de la fantasía (las epithymíai ), pero procedentes en último término de un mismo movimiento pulsional (la órexis ), donde radica la experiencia de indeterminación de nuestros actos a que llamamos libertad, no en una inexplicable automotivación sin fundamento externo (la voluntad agustiniana).

Nada de esa concepción cristiano-moderna (que de hecho acaba haciendo de la voluntad una potencia infinita, pues su radical autonomía hace que carezca de límites en su ejercicio) encontramos en la concepción finitista del mundo y de todos los entes que lo componen, que es la propia de la filosofía de Aristóteles. Por eso podemos decir, en lo que al problema de la libertad y las motivaciones de la acción respecta, que la estructura del alma aristotélica es simplemente bipolar: a partir del estímulo externo, registrado por el intelecto o los sentidos e introducido en el campo gravitatorio del deseo, surgen pulsiones a menudo contrarias, la nacida de la deliberación racional, gradualista y ponderada, y la atracción sensorial pura y simple, que exige satisfacción inmediata. La presunta facultad independiente que nosotros llamamos voluntad, así como sus actos específicos (las voliciones), no tienen, pues, correspondencia en Aristóteles (y, como sugiere Arendt, probablemente tampoco en toda la ética griega precristiana). Su función se la reparten el intelecto y una genérica fuerza de atracción o impulsión que Aristóteles llama órexis y que, cuando se traduce en movimientos no mediados por deliberación alguna, reviste la forma puramente apetitiva-impulsiva de la epithymía o del thymós , mientras que, cuando responde a consideraciones nacidas del cálculo racional o también, alternativamente, cuando apunta directamente a los fines últimos e indiscutibles de nuestra actividad, más que a los medios susceptibles de deliberación, recibe el nombre de boúlēsis. Y eso es todo en lo que al concepto aristotélico de libertad y voluntariedad respecta.

Entendimiento práctico

El reino de la acción humana es, pues, aunque sólo en el sentido antes expuesto, el reino de la libertad. Frente al reino de lo necesario y lo perfecto, gobernado por la divinidad, la acción humana tiene que ver con el ámbito, por así decir, inacabado del mundo, que corresponde al hombre completar. Por eso, según veíamos, las acciones humanas son para Aristóteles fruto de una elección (proaíresis) a la que el ser humano llega tras un proceso de deliberación (boúleusis) en la que sopesa los pros y los contras de sus posibles actos. Es precisamente este proceso de deliberación y la elección resultante lo que constituye el ejercicio de la facultad que Aristóteles designa como entendimiento práctico y que, a diferencia del entendimiento teórico, considerado como «lo divino en nosotros», es la facultad más específicamente humana, de cuyo correcto ejercicio depende la valía del ser humano.

La virtud propia del ejercicio del entendimiento práctico, entendida como la capacidad para elegir adecuadamente los medios idóneos para alcanzar el fin de la buena vida, es la llamada phrónesis , que Platón identificaba sin más con la sabiduría y que en Aristóteles viene a ser el equivalente de sensatez o buen juicio, pero que la tradición latina iniciada con la versión ciceroniana del término griego ha llevado a traducir como prudencia (de providentia , es decir, previsión).

Es la phrónesis una virtud intelectual, aunque su campo de actuación es el carácter, cuyos impulsos ha de ordenar de manera que se alineen en la dirección que conduce a lograr el fin propio del ser humano: la buena vida. Necesita para ello del concurso de todas las virtudes propiamente éticas, en especial de la templanza y la fortaleza (virtudes del carácter por antonomasia), que junto a la prudencia y a la fundamental virtud social de la justicia forma el cuarteto que la tradición ulterior ha llamado virtudes cardinales. Por esa conexión necesaria con el carácter dice Aristóteles que la phrónesis no es una virtud meramente intelectual. Es decir, Aristóteles considera que por ese privilegiado carácter de nexo entre las diferentes virtudes, la prudencia viene a ser como el compendio de todas ellas, en línea con lo sostenido por Sócrates y Platón.

Amistad como virtud

Lo primero que sorprende a un lector moderno de los pasajes de la ética aristotélica dedicados a la amistad es el hecho de que consideren ésta una virtud o excelencia del alma, es decir, una cualidad inherente a cada uno de los amigos y no una simple relación o interacción entre ellos: «Pues la amistad es una virtud o algo acompañado de virtud y, además, es lo más necesario para la vida» (Ética nicomáquea , VIII, 1, 1155a3-4).

Además, todos decimos que la justicia y la injusticia se manifiestan especialmente en relación con los amigos; y se reconoce que el mismo hombre es a la vez bueno y amigo, y la amistad una cierta propiedad moral. (Ética eudemia , VII, 1, 1234b25-28.)

La extrañeza que esa noción de virtud en general y de amistad en particular nos produce obedece a una profunda diferencia de concepción de la psique humana entre nosotros y los antiguos. En efecto, mientras el hombre moderno, tras siglos de revolución copernicana en la consideración de las relaciones yo-mundo, ha acabado —a cambio de convertirlo en centro del sistema— reduciendo el yo a un mero punto de referencia inextenso, sin espesor alguno, y trasladando en consecuencia todo el contenido psicológico (sensaciones, sentimientos, deseos, pasiones) al envolvente corpóreo del yo (en definitiva, al mundo), los antiguos griegos veían al hombre como un todo integral donde cuerpo y alma se recubrían mutuamente por entero (concepción expresada de manera paradigmática en la caracterización aristotélica del alma como forma del cuerpo).

Semejante yo carece, pues, de todo poder de control sobre el complejo de estructuras psicofísicas a través de las cuales se manifiesta. Las pasiones y los sentimientos se convierten así en fuerzas indomables de cuyo curso desenfrenado al yo sólo le cabe levantar acta diciendo de manera resignada y autoexculpándose: «yo soy así».

El yo implícito en la concepción antigua del ser humano es un yo extenso, estructurado a la vez que estructurante, capaz de actuar sobre el mundo a través del cuerpo al que informa y sobre sí mismo a través de las formas que extrae del mundo. Las pasiones no son sus enemigas sino sus aliadas, y la naturaleza externa de la que ha nacido le suministra la fuerza para engendrar su propia naturaleza interna, su êthos o carácter. Es, en suma, un yo creador. Pero no a partir de la nada, al modo del arbitrario (y, en el fondo, autodestructivo) yo nietzscheano, sino a partir de una naturaleza previamente dada.

Es, pues, para ese yo no vacío de los antiguos para quien la amistad constituye, no una mera relación extrínseca con otro (al que siempre cabe culpar en exclusiva de la ruptura de la relación), sino un proceso de reconocimiento del yo en el otro que tiene como consecuencia una remodelación del propio yo. Veámoslo con algo más de detalle.

Tres grados de amistad. No conviene perder de vista que el término griego empleado por Aristóteles, philía , no recubre exactamente la extensión de nuestro término «amistad». En rigor, corresponde casi al cien por cien a la acepción más débil y genérica de «amor». No obstante, la mucho menor frecuencia de uso del término «amor» con esa acepción frente a su uso en la acepción más fuerte de «afecto ligado a la atracción sexual» desaconseja recurrir a él como traducción de philía.

Distingue Aristóteles tres tipos de philía , correspondientes a tres posibles objetos de afecto (designados mediante otras tantas acepciones del término amable, philetón ), a saber, lo útil (chrésimon) , lo agradable o placentero (hedýs) y lo bueno (agathón) :

Tres son, pues, las especies de amistad, iguales en número a las cosas amables […] y los que recíprocamente se aman desean el bien los unos de los otros en la medida en que se quieren. Así a ) los que se quieren por interés (chrésimon) no se quieren por sí mismos, sino en la medida en que pueden obtener algún bien unos de otros. Igualmente ocurre con b ) los que se aman por placer (hedonén) : […] no por su carácter, sino porque resultan agradables. Por tanto, los que se aman por interés o por placer lo hacen, respectivamente, por lo que es bueno o complaciente para ellos, y no por el modo de ser del amigo, sino porque les es a1 ) útil (chrésimos) o b1 ) agradable (hedýs). Estas amistades lo son, por tanto, por accidente, porque uno es amado no por lo que es, sino por lo que procura, ya sea a2 ) utilidad (agathón) ya b2 ) placer (hedonén). Por eso, tales amistades son fáciles de disolver, si las partes no continúan en la misma disposición; cuando ya no son a3 ) útiles o b3 ) agradables el uno para el otro, dejan de quererse. […] Pero la amistad perfecta es la de los hombres buenos (agathôn) e iguales en virtud; pues en la medida en que son buenos, de la misma manera c ) quieren el bien el uno del otro, y tales hombres son buenos en sí mismos; y los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos son los mejores amigos, y están así dispuestos a causa de lo que son y no por accidente; de manera que su amistad permanece mientras son buenos, y la virtud es algo estable. (Ética nicomáquea , VIII, 3, 1156a7-b12.)

Excepto en el caso de a2 , el paralelismo entre los términos de la serie a y los de la serie b es perfecto. El citado caso a2 distorsiona parcialmente el esquema porque introduce una variación en la serie a que induce a confusión con la serie c , a saber, el término agathón , común a ambas. Ello refleja el hecho de que dicho término poseía en el griego de la época una acepción corriente que lo asimilaba a chrésimon u otros sinónimos de nuestro adjetivo «útil». Esto, que puede parecer un óbice a la claridad del esquema tripartito trazado por Aristóteles, es en realidad, como veremos, de considerable importancia para la correcta interpretación de dicho esquema.

Es obvio que la diferencia esencial se establece entre la serie c , la amistad que hace amar al amigo por sí mismo, y el conjunto de las series a y b , en que ese sentimiento se da por añadidura. Entiéndase bien: lo que esto quiere decir no es que las amistades por utilidad o por placer sean falsas amistades, que carezcan de contenido afectivo y que su naturaleza sea puramente instrumental, como medio para obtener el provecho que se espera del amigo: Aristóteles considera esencial para cualquier tipo de amistad, no sólo para la amistad perfecta, la benevolencia recíproca (eúnoian) , «la voluntad de querer para alguien lo que se piensa que es bueno —por causa suya y no de uno mismo—» (Retórica , II, 4, 1380b36-37). La relación que hay, pues, entre la amistad del tipo c y las de los tipos a y b no es propiamente la que se daría entre las especies mutuamente excluyentes de un mismo género. En realidad tenemos una única especie, la amistad plena o perfecta (el tipo c ), de la que participan parcialmente los otros dos tipos. En estos últimos se da la misma actitud básica de amor al amigo como tal, sólo que restringida por el alcance limitado, tanto temporal como cualitativamente, del bien que en él apreciamos. La doble limitación temporal y cualitativa viene impuesta por la naturaleza efímera y parcial de los rasgos del amigo causantes de utilidad o placer, comparados con aquello que es, no ya un rasgo particular de aquél, sino el conjunto de los rasgos definitorios de su modo de ser: el carácter. Pues es en éste, precisamente, donde radica la motivación de la amistad perfecta: «la amistad basada en el carácter es por su naturaleza permanente, como hemos dicho» (Ética nicomáquea , IX 1, 1164a12).

Aparece en esta peculiar tripartición de la amistad, al fin y al cabo, la misma estructura asimétrica que caracteriza, según Aristóteles, la relación entre las diversas acepciones del bien: el bien en sentido pleno, o felicidad; el bien en tanto que útil (su acepción más común, que da pie a la intercambiabilidad de ambas nociones en el uso cotidiano, tal como se ha señalado anteriormente), y el bien en cuanto placer, acepción a la que filósofos como Eudoxo y Aristipo otorgaban la primacía. Es obvio que lo útil y lo agradable son partes constitutivas del bien humano completo, junto con la virtud o excelencia del carácter y de la mente: en la suma de esos tres elementos estriba la eudaimonía o felicidad. Pero la indudable primacía del bien moral dentro del complejo de bienes integrantes de la eudaimonía no implica reducción de ésta a aquél, ni en Aristóteles ni en Platón o el mismo Sócrates (serán los estoicos los primeros en hacer de la excelencia moral el único bien humano, relegando a los otros componentes de la eudaimonía a meras cosas indiferentes, anticipando así el giro antieudemonista de la moral cristiana y moderna).

La philía aristotélica, como el bien, admite un grado de realización máxima en que lo amado en el amigo es el conjunto de sus cualidades entroncadas en una excelencia del carácter y de la mente. Implícitas en ese grado supremo de amistad cabe distinguir sus formas imperfectas, por las que se quiere al amigo de forma no meramente instrumental pero sí centrada en aquellos aspectos de su modo de ser que nos procuran utilidad o placer.

Querer al amigo no es sólo querer el bien que se da en él o de él dimana, sino quererle bien: no sólo admiración o afecto contemplativo, sino también y sobre todo benevolencia (eúnoia) o afecto activo. En efecto, el pasaje completo de la Retórica arriba citado define así la philía :

[…] la voluntad de querer para alguien lo que se piensa que es bueno —por causa suya y no de uno mismo—, así como ponerlo en práctica hasta donde alcance la capacidad para ello. (Retórica , II, 4, 1380b36-1381a1.)

No podía ser de otra manera tratándose de una virtud, es decir, de una disposición que «lleva a término la buena disposición de aquello de lo cual es virtud y hace que realice bien su función (érgon) » (Ética nicomáquea , II 6, 1106a15-17). La función de la amistad es, pues, querer y hacer el bien al amigo. Sólo que esta fórmula, bajo su aparente obviedad, encierra una dificultad cuya solución exige abandonar la cómoda llanura conceptual de la ética descriptiva para elevarse a las alturas de una fundamentación que bien puede considerarse de carácter metafísico.

Amistad, egoísmo altruista. Toda virtud tiene por objeto la realización de un bien. Pero un bien, se entiende, para el agente virtuoso. La amistad, en cambio, tiene por objeto el bien de otro. Claro que, analizado con cuidado, el criterio para determinar el bien que queremos para los amigos es el mismo que nos sirve para discernir nuestros propios bienes: «En consecuencia, son amigos aquellos que tienen por buenas o malas las mismas cosas […]; pues es forzoso querer para los amigos lo mismo que para uno, de manera que aquel que quiere para otro lo mismo que para sí pone con ello de manifiesto que es amigo suyo» (Retórica , II 4, 1381a7-10).

De ahí a la consideración del amigo como una repetición del propio yo no hay más que un paso, que Aristóteles da al menos en cuatro pasajes de sus escritos éticos con seis expresiones similares que, precisamente por ser parecidas pero no idénticas, arrojan luz desde diversos ángulos sobre una única interpretación posible: la afirmación de la reduplicación del propio yo en el amigo:

1) Puesto que estos atributos pertenecen al hombre de bien respecto de sí mismo, y puesto que estar dispuesto para el amigo es como estarlo para uno mismo (ya que el amigo es otro yo), también la amistad parece consistir en algo de esto, y ser amigos aquellos en quienes se dan estas condiciones. (Ética nicomáquea , IX, 4, 1166a29-32.)

2) […] y si el hombre virtuoso está dispuesto para el amigo como para consigo mismo (porque el amigo es otro yo); entonces, así como la propia existencia es apetecible para cada uno, así lo será también la existencia del amigo, o poco más o menos. (Ibid. , IX, 9, 1170b5-8.)

3) Por tanto, hemos de examinar la verdad partiendo de lo que sigue: amigo quiere decir, como indica el proverbio, «otro Heracles», otro yo. Sin embargo, existe una separación y es difícil que surja la unidad. Pero según la naturaleza, la semejanza es muy estrecha, y así, uno se parece a su amigo desde el punto de vista del cuerpo, otro desde el punto de vista del alma y, entre ellos, uno se parece según una parte, y otro, según otra. Con todo, no por ello amigo deja de querer decir algo así como un yo separado. (Ética eudemia , VII, 12, 1245a29-35.)

4) Ahora bien, si uno mira a su amigo y advierte qué es y cuáles son sus cualidades, le parecerá —si suponemos que es un íntimo amigo— que es algo así como un segundo yo, como dice el proverbio «éste es otro Heracles». Dado, pues, que conocerse a sí mismo es lo más difícil, como han dicho algunos de los grandes sabios, pero también lo más agradable (pues es agradable verse a sí mismo), no podemos contemplarnos a nosotros por nosotros mismos (el hecho de que no podamos vernos a nosotros mismos lo prueba el que censuremos a otros las mismas cosas que nosotros hacemos sin darnos cuenta; esto ocurre por autocomplacencia o por apasionamiento, que a muchos de nosotros nos ciegan impidiéndonos juzgar rectamente). Al igual, pues, que cuando queremos vernos el rostro lo hacemos mirando un espejo, así también cuando queremos conocernos a nosotros mismos podemos lograrlo mirando al amigo: pues el amigo, como dijimos, es un segundo yo. Así pues, si es agradable verse uno a sí mismo y esto no es posible sin otro que sea amigo, la persona autosuficiente necesitará de la amistad para conocerse a sí misma. (Gran ética , II, 15, 1213a10-26.)

Así pues, es el reconocimiento del propio bien (y su consiguiente disfrute) lo que comporta la exigencia de contar con amigos. Y eso incluso cuando uno se dedica al género de vida más autosuficiente concebible: el cultivo del saber teórico. No cabe, pues, ser consecuentemente egoísta, es decir, amar el propio ego , sin amigos a los que amar amando en ellos, pero por ellos mismos, las cualidades propias de uno mismo: el egoísmo aristotélico contiene en sí mismo como componente esencial el más acendrado altruismo.

Esto tiene, como anticipábamos más arriba, dos vertientes, una contemplativa y otra activa, unidas por el vértice común del amor al ser. Es este un punto en que no suele insistirse lo suficiente, quizá como consecuencia de un exagerado prurito separatista en el tratamiento del saber práctico como distinto del saber teórico. Veamos, en cambio, la insistencia de los textos de la Ética nicomáquea al respecto:

1) Éste [el bueno], en efecto, está de acuerdo consigo mismo y desea las mismas cosas con toda su alma; y quiere y practica para sí el bien y lo que parece así (pues es propio del hombre bueno trabajar con empeño por el bien); y lo hace por causa de sí mismo (puesto que lo hace por la mente, en lo cual parece consistir el ser de cada uno), y desea vivir y preservarse él mismo y, sobre todo, la parte por la cual piensa, pues la existencia es un bien para el hombre digno. Ahora bien, todo hombre desea para sí el bien, y nadie escogería llegar a ser otro y tenerlo todo […], sino siendo lo que es, y parece que todo hombre es esta parte del mismo que piensa o la más importante. (Ética nicomáquea , IX, 4, 1166a13-23.)

2) Y si la vida es de por sí buena y agradable (y así lo parece, ya que todos los hombres la desean, y especialmente los buenos y dichosos, pues la vida es más deseable para ellos y la vida más dichosa les pertenece); si el que ve se da cuenta de que ve, y el que oye de que oye, y el que anda de que anda e, igualmente, en los otros casos hay algo en nosotros que percibe que estamos actuando, de tal manera que nos damos cuenta, cuando sentimos, de que sentimos, y cuando pensamos, de que estamos pensando; y si percibir que sentimos o pensamos es percibir que existimos (puesto que ser era percibir o pensar); y si el darse uno cuenta de que vive es agradable por sí mismo (porque la vida es buena por naturaleza, y el darse cuenta de que el bien pertenece a uno es agradable); y si la vida es deseable sobre todo para los buenos, porque la existencia es para ellos buena y agradable (ya que se complacen en ser conscientes de lo que es bueno por sí mismo); y si el hombre virtuoso está dispuesto para el amigo como para consigo mismo (porque el amigo es otro yo); entonces, así como la propia existencia es apetecible para cada uno, así lo será también la existencia del amigo, o poco más o menos. Pero el ser es deseable, porque uno es consciente de su propio bien, y tal conciencia es agradable por sí misma; luego debe también tener conciencia de que su amigo existe, y esto puede producirse en la convivencia y en la comunicación de palabras y pensamientos, porque así podría definirse la convivencia humana, y no, como en el caso del ganado, por pacer en el mismo lugar. Por tanto, si para el hombre dichoso la existencia, que por naturaleza es buena y agradable, es deseable por sí misma, y la existencia del amigo es para él algo semejante, entonces el amigo será también una de las cosas deseables. Pero es preciso que el hombre dichoso posea lo que desea, o, en caso contrario, sentirá la falta de ello. Luego el hombre feliz necesitará amigos virtuosos. (Ibid. , IX, 9, 1170a25-b19.)

Hasta aquí la vertiente que hemos llamado contemplativa. En un pasaje del mismo libro IX de la Ética nicomáquea situado entre los dos anteriores, expone Aristóteles lo que podríamos considerar la vertiente activa o, mejor, productiva del amor al ser en tanto que raíz última de la amistad (y por ello mismo, tal como dejan claro los textos, de la felicidad sin más). La reflexión surge de la paradoja de que los amigos gocen más de la amistad como bienhechores que como receptores de favores:

3) Los bienhechores quieren y aman a sus favorecidos, aun cuando éstos no son ni puedan serles útiles en el futuro. Y esto es precisamente también lo que ocurre con los artífices: todos aman su propia obra más de lo que serían amados por ella si fuera animada. Quizás esto ocurre especialmente con los poetas, pues aman sobremanera a sus poemas y los quieren como a hijos. Tal, en verdad, parece ser la disposición de los bienhechores; pues el favorecido es como obra de ellos y lo aman más que la obra al que la hizo. La causa de ello es que la existencia es para todos objeto de predilección y de amor, y existimos por nuestra actividad (es decir, por vivir y actuar). Y, así, el creador empeñado en su actividad es, en cierto sentido, su obra, y por eso la ama, porque ama el ser. (Ibid. , IX, 7, 1167b31-1168a4.)

Queda pues claro que, sobre una base que podríamos considerar metafísica, consistente en postular el amor al ser como trasfondo último de la tendencia al bien, Aristóteles deriva la amistad, o amor al otro, no mediante un simple condicional sino mediante una implicación estricta, del amor propio (philautía) constitutivo de la vida del hombre: en efecto, la amistad está contenida implícitamente en la autoestima. Claro que, para que esto no se entienda como una burda reducción de la amistad a la mera instrumentalización de los amigos en provecho propio, conviene aclarar:

4) Justamente, pues, se reprocha a los que son amantes de sí mismos en este sentido. Es evidente, pues, que la mayor parte de los hombres acostumbran a llamar egoístas a los que quieren apropiarse de aquellas cosas; pero si alguien se afanara en hacer, sobre todas las cosas, lo que es justo, o lo prudente, o cualquier otra cosa de acuerdo con la virtud, y, en general, por salvaguardar para sí mismo lo noble, nadie lo llamaría egoísta ni lo censuraría. Y sin embargo, podría parecer que tal hombre es más amante de sí mismo, pues toma para sí mismo los bienes más nobles y mejores y favorece la parte más principal de sí mismo, y la obedece en todo. Y de la misma manera que una ciudad y todo el conjunto sistemático parecen consistir, sobre todo, en lo que es su suprema parte, así también el hombre, y un egoísta, en el más alto sentido, es el que ama y favorece esta parte. Además, llamamos a un hombre continente o incontinente según que su inteligencia gobierne o no su conducta, como si cada uno fuera su mente, y consideramos acciones personales y voluntarias las que se hacen principalmente con la razón. Es claro, pues, que cada hombre es su intelecto, o su intelecto principalmente, y que el hombre bueno ama esta parte sobre todo. Por eso, será un amante de sí mismo en el más alto grado. (Ibid. , IX, 8, 1168b22-1169a4.)

En el vértice del amigo convergen, hasta identificarse, la conciencia y la actividad creadora constitutivas de nuestro ser. En efecto, la contemplación descubre en el amigo el valor de nuestras propias cualidades a la vez que, como parte de éstas, el valor de nuestras obras en su favor, lo que no hace sino convertir la contemplación en acción al reforzar nuestra disposición a seguir obrando así, lo que a su vez refuerza de nuevo la conciencia de nuestras cualidades, y así sucesivamente.

Pues bien, de la mano de estas consideraciones sobre la amistad nos lleva Aristóteles a su concepción de la forma de vida más deseable.

Virtud suprema y felicidad

Siendo esto mismo [el intelecto] divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa, como ya hemos dicho. (Ibid. , X, 7, 1177a13-18.)

La actividad de aquel que obra conforme a los buenos hábitos adquiridos, siempre que esa actividad virtuosa se dé a lo largo de la mayor parte de su vida, es lo que, según Aristóteles, llamamos felicidad. Y si se puede establecer una gradación entre distintos tipos de felicidad, diríamos que la felicidad completa o perfecta es aquella que se basa en el ejercicio de la virtud más excelente. ¿Cuál es ésta? La virtud propia del entendimiento: la sabiduría, que consiste en la disposición a contemplar las verdades fundamentales de la ciencia y la filosofía. Vida contemplativa que es la más feliz, también, porque es la más autosuficiente, la que menos necesita de los bienes materiales para desarrollarse casi sin interrupción. Vida, en último término, divina, pues la contemplación es la actividad propia de los dioses, y el intelecto, lo «divino en nosotros». Es ésta una idea recurrente en Aristóteles ya desde sus primeros escritos, como demuestran los siguientes pasajes del Protréptico , donde se exalta y propone como modelo supremo de vida el del sabio y, consecuentemente, el cultivo de la filosofía:

Las cosas que sirven de base para nuestra vida, como el cuerpo y las cosas relativas al cuerpo, nos sirven a modo de instrumentos, pero su uso es peligroso, y produce más el efecto contrario en los que los usan indebidamente. Se debe, por tanto, aspirar al conocimiento, adquirirlo y usarlo convenientemente, pues por medio de él tendremos en buen orden todas esas cosas. Debemos, entonces, cultivar la filosofía, si vamos a participar con rectitud en los asuntos públicos y llevar nuestra vida con provecho. (Protréptico , fragmento 8.)

De modo que es preciso cultivar los demás bienes en vista de los que nacen en uno mismo, y de ellos, los que hay en el cuerpo en vista de los que hay en el alma, y la virtud en vista de la sabiduría, pues ésta es lo más elevado. (Ibid. , fragmento 21.)

Pensar y razonar es, entonces, o la función única o la mejor del alma. Es ahora, pues, una conclusión simple y fácil de deducir para cualquiera que el que piensa correctamente vive mejor, y que el que mejor vive de todos es el que alcanza la verdad en mayor grado, y éste es el que sabe y contempla según la ciencia más exacta; y además, en este caso y a estos últimos hay que atribuir la vida perfecta, es decir, a los que saben, a los sabios. (Ibid. , fragmento 85.)

El estudio de la felicidad como supremo fin o bien del ser humano, sus características y condiciones, es, pues, el objeto de la ética aristotélica. Pero como quiera que la condición fundamental de la felicidad es la virtud y ésta no se adquiere espontáneamente, sino con ejercicio y esfuerzo, el hombre se ha de dotar de mecanismos que garanticen su adquisición. Éstos no son otros que la educación y las leyes: la primera, para inculcar los hábitos virtuosos; las segundas, para organizar y respaldar a la primera y proteger el ejercicio de la virtud por todos los miembros de la sociedad. De modo que la ética tiene su prolongación natural en la que es propiamente la cima de la filosofía práctica: la política.

Política

A diferencia de Platón, Aristóteles no se propone en sus escritos políticos pergeñar un modelo de sociedad perfecta, lo que a partir del Renacimiento se conocerá como utopía. Muy al contrario, los elementos normativos que aparecen en la Política estaban todos ellos vigentes, en mayor o menor grado, en los regímenes políticos existentes en el siglo IV a.C., o lo habían estado en regímenes anteriores.

En realidad, el mérito de Aristóteles estriba en haber descrito con suma perspicacia los rasgos esenciales de los diferentes sistemas políticos, yendo más allá de lo visible para un observador superficial (o para el individuo incapaz de sustraerse críticamente al discurso oficial con el que todo régimen trata de legitimarse).

Ciudad y ciudadano

El tipo de Estado que Aristóteles estudia es la relativamente simple entidad política conocida como pólis (literalmente, «ciudadela»), o «ciudad-estado», equiparable en su estructura material a un moderno municipio: un núcleo urbano industrial y comercial y una determinada extensión de terreno agrícola circundante. Lo que define un Estado es el estatuto de sus miembros, los ciudadanos. Y para Aristóteles es ciudadano aquel que posee el derecho de ejercer funciones judiciales y de gobierno en su Estado. Eso es algo que hoy consideraríamos exclusivo de un régimen democrático. Y sin embargo, Aristóteles (como la práctica totalidad de los autores antiguos cuyos textos políticos se han conservado) no consideraba la democracia como el régimen modélico, ni mucho menos.

Tipos de regímenes

Aristóteles presenta una taxonomía de los sistemas políticos con arreglo a un doble criterio: a ) según quién(es) sea(n) depositario(s) de la soberanía; b) según quién(es) sea(n) beneficiario(s) de su ejercicio. El criterio a permite distinguir tres casos: 1) gobierno de un solo individuo; 2) gobierno de unos pocos; 3) gobierno de la mayoría. Pero este criterio de apariencia meramente numérica pronto revela una naturaleza más profunda que hoy bien podríamos denominar de clase. En efecto, Aristóteles se apresura a aclarar que el hecho de que los que ejercen el poder en el supuesto 2 sean una minoría y los contemplados en el caso 3 una mayoría es puramente accidental: lo realmente definitorio es la posición social de los titulares de la soberanía. En otras palabras, el caso 2 es propiamente aquel en que gobiernan los ricos, que de hecho, aunque no de derecho, son una minoría; el 3, aquel en que gobiernan los pobres, que de hecho, aunque no de derecho, son la mayoría.

En cuanto al criterio b , los casos posibles son dos: 1) que quien gobierna lo haga en beneficio propio; 2) que lo haga en beneficio de la comunidad. Los regímenes del segundo tipo son todos ellos, independientemente del criterio a , justos; los del primer tipo, con igual independencia del criterio b , injustos. Combinando ambos criterios, tenemos:

Interés de clase y bien común

Es obvio, a la vista del cuadro, que el régimen diametralmente opuesto al que suele considerarse el peor de todos, la tiranía, es el que Aristóteles designa de hecho con un término genérico, politeía , tradicionalmente vertido por república, que es su homólogo latino, y que propiamente significa Estado o régimen en general. La razón para designarlo con semejante término genérico es que ese régimen, aun teniendo un origen de clase (pues aparece en la toma del poder por los pobres), está plenamente sometido a leyes aceptadas de manera universal, que son las que realmente gobiernan y que, como tales, lo hacen al servicio de toda la pólis. Es lógico, por tanto, llamarlo politeía o régimen por antonomasia: una democracia moderada en la que los pobres, que son la mayoría (lo cual, por sí solo, ya garantiza el acceso mayoritario a la ciudadanía plena), gobiernan en beneficio de toda la comunidad, absteniéndose, por ejemplo, de expropiar los bienes de los ricos y limitándose a gravarlos con una forma embrionaria de fiscalidad constituida por las llamadas liturgias (contribuciones al gasto público).

La tradición ha visto en el régimen republicano aristotélico una especie de régimen mixto en el que coexistirían elementos de la monarquía, la aristocracia y la democracia. Esto es seguramente una mala interpretación debida a la cautela programática de Aristóteles, que, al poner el criterio decisivo para la valoración de un régimen en su grado de dedicación al bien común, parece dispuesto a aceptar gobiernos monárquicos o aristocráticos a condición de que sus titulares actúen con imparcialidad.

Creación literaria y comunicación

En estrecha relación con la dialéctica, pero también con la ética y la política, cabe situar los trabajos de Aristóteles sobre el uso del lenguaje, que conforman lo que la tradición ha designado como Poética , o arte de la creación literaria, y Retórica , o arte de comunicar de manera convincente.

Por lo que hace a la Poética , hay que decir que su influencia ha sido tal que la teoría literaria moderna sigue fiel, en líneas generales, al esquema aristotélico. Conceptos como «mímesis» (o «imitación»), «unidad de acción», «catarsis», «dicción» versus «pensamiento», «peripecia», «nudo» versus «desenlace», la propia noción de «creación literaria» (poíesis , de donde «poesía») y su división en distintos «géneros», quedaron acuñados definitivamente en esa breve obra, de la que, por desgracia, sólo se conserva una parte del primero de los dos libros que, según la tradición, la componían: uno consagrado a la tragedia y la epopeya (o género «serio») y otro (perdido) dedicado a la comedia.

Como muestra del rigor conceptual del texto, vale la pena citar la definición que da de la tragedia:

Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación [kátharsis] de tales afecciones. (Poética , 6, 1449b24-28.)

La noción de kátharsis o catarsis , aquí mencionada, es de extrema importancia para la comprensión de los mecanismos psicológicos que subyacen, en general, a la contemplación de la obra de arte, al menos la de carácter imitativo . Alude a la presunta liberación («purificación» o «purgación») de determinadas pasiones mediante su representación en la ficción. Y no hay que olvidar que el dominio de las pasiones constituye uno de los pilares de la ética clásica. Lo que muestra la conexión entre la Poética y, como veremos, la Retórica , por un lado, y la Ética , por otro.

No menos decisiva que la de la Poética ha sido la impronta dejada por la Retórica aristotélica en la conciencia que el ser humano ha ido adquiriendo de la facultad que, según el propio Aristóteles, nos define como especie: el lenguaje.

Aristóteles considera que, en la práctica, la transmisión del conocimiento o la opinión no se sustenta únicamente en los factores lógicos del lenguaje, es decir, en la mera estructura formal de las proposiciones y su concatenación, así como en su relación significativa con las cosas. Hay, además de esos elementos —que en nuestra terminología actual podríamos llamar objetivos— toda una serie de factores subjetivos tanto o más determinantes que los primeros para el logro efectivo de la comunicación. Dice Aristóteles:

Se persuade por el talante, cuando el discurso es dicho de tal forma que hace al orador digno de crédito. Porque a las personas honradas las creemos más y con mayor rapidez, en general en todas las cosas, pero, desde luego, completamente en aquellas en que no cabe la exactitud, sino que se prestan a duda; si bien es preciso que también esto acontezca por obra del discurso y no por tener prejuzgado cómo es el que habla. Por lo tanto, no es cierto que, en el arte, como afirman algunos tratadistas, la honradez del que habla no incorpore nada en orden a lo convincente, sino que, por así decirlo, casi es el talante personal quien constituye el más firme medio de persuasión. (Retórica , I, 2, 1356a5-13.)

Es, pues, la actitud del hablante, su talante (êthos) , un factor decisivo a la hora de lograr el asentimiento del oyente. Pero también:

Se persuade por la disposición de los oyentes, cuando éstos son movidos a una pasión por medio del discurso. Pues no hacemos los mismos juicios estando tristes que estando alegres, o bien cuando amamos que cuando odiamos. De esto es de lo que decíamos que únicamente buscan ocuparse los actuales tratadistas. Y de ello trataremos en particular cuando hablemos de las pasiones. (Retórica , I, 2, 1356a13-19.)

Sigue la referencia a una tercera forma de persuasión, que es la que solemos considerar normal: la que se produce en virtud de la evidencia (o apariencia) de verdad de lo que decimos. Pero queda claro, por la importancia que concede a las dos primeras formas enunciadas, que Aristóteles confía más en el poder persuasivo de los elementos irracionales que acompañan el discurso. Ello equivale al reconocimiento de un hecho que algunos podrían pensar que constituye un descubrimiento reciente: el valor cognoscitivo de las emociones o pasiones. Por ello sería justo afirmar que la Retórica aristotélica es un componente fundamental de lo que podríamos llamar, aunque un tanto anacrónicamente, su teoría psicológica. Frente al menosprecio platónico de la retórica como forma discursiva degradada, Aristóteles procede a su rehabilitación con éxito notable. No en balde esa disciplina, junto con la gramática y la dialéctica, pasó a integrar, en la Antigüedad y hasta bien entrada la Edad Moderna, el bloque de conocimientos básicos tradicionalmente conocido como trivium.

CONCLUSIÓN

La obra de Aristóteles representa una de las cumbres del pensamiento humano, no sólo por sus aportaciones originales, sino por la enorme labor de síntesis de las ideas y el saber de su época (y de épocas anteriores) que llevó a cabo. La propia obra de Platón, a quien se puede adjudicar, como decíamos al principio, el mérito de haber planteado todas las grandes preguntas que la filosofía ha tratado luego de responder, habría tenido seguramente un impacto menor en la historia cultural de la humanidad de no haber sido por las críticas y matizaciones que le hizo su principal discípulo y el contraste que la tradición ha ido estableciendo entre los diferentes enfoques que uno y otro filósofo dieron a los mismos problemas.

En general, puede decirse que Aristóteles explicita aquello que en Platón está insinuado. Corre con ello el riesgo de un mayor compromiso conceptual y una mayor exposición a la crítica. El pensamiento de Platón dispone de una segunda trinchera a la que retirarse en caso de ataque: la que le brinda su profusa utilización de alegorías y mitos de los que cabe siempre más de una interpretación.

Aristóteles, en cambio, presenta sus ideas sin ropaje literario, poniéndolas a merced del escrutinio dialéctico más descarnado. Su única protección es una terminología mucho más rigurosa y sistemática, que da forma definida a lo que en Platón a menudo se presenta con contornos imprecisos.

La principal aportación aristotélica tiene lugar, como hemos dicho, en el campo de la ciencia natural, especialmente en el estudio de los seres vivos. Pero no son menos importantes sus contribuciones al estudio de las formas del discurso comunicativo (retórica), la creación literaria (poética), la formalización del razonamiento (lógica) y la filosofía práctica (ética y política). Los elementos teóricos generales que subyacen a todas esas disciplinas son los recogidos en su Metafísica , que no en vano es, de todas sus obras, la más leída y glosada, a pesar de las dificultades que presenta su heterogénea composición.

Si hubiera que resumir en una frase el sentido de la empresa intelectual aristotélica, bien podría ser ésta, con la que manifiesta su interés por esa ciencia soberana que indaga los primeros principios y causas de todo:

No la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro, así también consideramos que ésta es la única ciencia libre: solamente ella es, en efecto, su propio fin. (Metafísica , I [A], 2, 982b24-28.)


1 O. Hamelin, El sistema de Aristóteles [trad. de Adolfo Enrique Jascalevich], Buenos Aires, Estuario, 1946.

2 F. Solmsen, Aristotle’s System of the Physical World , A comparison with his Predecessors , New York, Cornell University Press, 1960.

3 N. Russell Hanson, Constelaciones y conjeturas , Madrid, Alianza, 1978, pág. 103.

4 F. Nuyens, L’évolution de la psychologie d’Aristote , Lovaina, Institut supérieur de philospophie, 1948.

5 P. Aubenque, El problema del ser en Aristóteles [trad. de Vidal Peña], Madrid, Taurus, 1981.