¿Qué es la alimentación vital?

Los principios y los alimentos que rigen y componen el concepto de alimentación vital están cada vez más integrados en nuestros estilos de vida. Ocupan un lugar creciente en los estantes de las grandes superficies y en las tiendas especializadas; también se incorporan a los platos de los grandes cocineros, deseosos de ofrecer una alimentación sabrosa y sana al mismo tiempo.

En sus principios, la alimentación viva persigue el objetivo de ofrecer a nuestro cuerpo alimentos de gran densidad nutricional, lo más próximos posible a su estado natural y fácilmente asimilables para nuestro organismo.

Por eso, esos alimentos deben ser vegetales, mayoritariamente crudos y de calidad biológica. Entre las innumerables posibilidades de que disponemos, algunos ocupan un lugar destacado: las semillas germinadas, las microalgas de agua dulce, las algas marinas, los zumos de verduras y de fruta recién exprimidos, los jugos de hierbas, como el de la hierba del trigo, los zumos llamados «verdes», a base de brotes tiernos, la fruta, los granos oleaginosos y las verduras frescas, de temporada y de producción local.

una alimentación de «alta vitalidad»

En el corazón de lo vivo, la clorofila

La clorofila es el pigmento verde característico de la mayoría de las plantas. Es el vector principal del ciclo de la vida, puesto que participa en la fotosíntesis. Sin clorofila no existiría la vida sobre la tierra, ni vegetales, ni animales, ni seres humanos. Al socavar las reservas de clorofila del planeta a fuerza de deforestación, contaminación de ecosistemas, emisión de gases de efecto invernadero y agricultura intensiva, nos estamos arrancando el pulmón y acelerando nuestra oxidación. Todos los vegetales que han estado en contacto con el suelo contienen clorofila en mayor o menor grado.

La clorofila no sobrevive a la cocción. Su parentesco molecular con nuestra hemoglobina le ha valido la denominación de «sangre vegetal». La clorofila es un destacado proveedor de oxígeno, un regulador ácido-básico eficaz, un depurador de la sangre y del organismo: virtudes fundamentales para el buen funcionamiento de nuestro organismo, como veremos más adelante. Contribuye, además, a la salud del ecosistema intestinal (véase págs. 69-70), así como a la tonicidad de los órganos y los sistemas de nuestro cuerpo. Por otra parte, es una fuente energética antioxidante de primer orden; es de muy fácil asimilación y de disponibilidad inmediata para nuestras células. Se trata de una de esas moléculas intensamente antioxidantes que, paradójicamente, son las más vulnerables a la oxidación.

Los alimentos vitales más ricos en clorofila son las verduras de hoja verde, las microalgas de agua dulce (espirulina, chlorella, Aphanizomenon flos-aquae) y los zumos verdes, en especial los jugos de la hierba del trigo y de otros cereales, cuyo contenido en clorofila es único.


Clasificación de los alimentos en la escala de la vitalidad

De mayor a menor vitalidad:

•Los alimentos biogénicos generan la vida y se caracterizan por su proximidad a la energía solar: por lo tanto, poseen una fuerte carga energética (semillas germinadas, brotes tiernos, jugos de brotes tiernos, microalgas).

•Los alimentos bioactivos, que siguen de cerca a los anteriores, favorecen y conservan la vitalidad (verduras y frutas crudas ecológicas, cereales y frutos oleaginosos, algas marinas).

•Los alimentos bioestáticos están representados por los alimentos cocidos: disminuyen nuestra vitalidad y agotan paulatinamente nuestro organismo.

•Los alimentos biocidas, tratados químicamente, refinados, irradiados y desvitalizados nos envenenan y nos matan a fuego lento.

Lo más conveniente es que los alimentos biogénicos y bioactivos constituyan la parte esencial de nuestra alimentación. Los alimentos bioestáticos pueden representar una parte minoritaria. Y hay que evitar los alimentos biocidas.


La fuente más pura, original y concentrada de elementos nutritivos

Cuanto más cerca está el alimento de la energía solar, más elevado es su valor nutricional. Los intermediarios animales entre el vegetal y el ser humano son fuentes alimentecias «de segunda mano».

Los alimentos vitales, sobre todo los que son ricos en clorofila, y por tanto en enzimas y en oxígeno (véase pág. 50), representan la fuente más pura, original y concentrada de elementos nutritivos.

Es el caso de las microalgas de agua dulce, los brotes tiernos, las semillas germinadas y las verduras y la fruta, comenzando por las más pigmentadas.


¿Por qué el ser humano depende de los demás reinos para sobrevivir?

En presencia de agua, sol y dióxido de carbono (CO2), la materia inorgánica se convierte en orgánica, es decir, viva, por mediación de los pigmentos clorofílicos. La fotosíntesis es un mecanismo esencial en el desarrollo de la vida sobre la Tierra: proporciona el oxígeno (respiración de los organismos) y el carbono (energía). Los vegetales clorofílicos, así como las algas y algunas bacterias, se nutren directamente de esta fotosíntesis. Estos vegetales y bacterias constituyen, por lo tanto, el inicio de la cadena alimentaria; el hombre se sitúa en el otro extremo. Al igual que los animales, no puede sintetizar directamente su alimento a partir de la fotosíntesis. Por eso se alimenta prioritariamente de vegetales y, llegado el caso, de animales. Así pues, el hombre depende de los demás reinos para sobrevivir. Al destrozarlos con la generalización de un sistema agroalimentario devastador, sierra la rama a la que está agarrado.


Privilegiar los macronutrientes y los micronutrientes de calidad

Dos grandes familias componen nuestros alimentos: los macronutrientes (proteínas, glúcidos y lípidos) y los micronutrientes (vitaminas, minerales y oligoelementos). A ellos se suman sobre todo el agua, la fibra y multitud de moléculas volátiles (ácidos orgánicos y fitonutrientes).

Al igual que cada uno de nosotros, cada alimento posee una impronta singular. Su modo de producción, los tratamientos a los que se ha sometido, la calidad de la tierra y del agua que lo han nutrido, el clima y la insolación a los que ha estado expuesto, los viajes que ha efectuado, las transformaciones que ha sufrido… Multitud de parámetros que van mucho más allá de una simple nomenclatura botánica, tienen un papel determinante en la densidad nutricional (véase el recuadro siguiente), así como en la vitalidad de los alimentos.


Densidad nutricional y densidad energética

Cuando el contenido en nutrientes (vitaminas, minerales) de un alimento es elevado y su aporte energético (o calórico) es escaso, se dice que su densidad nutricional es alta. Es el caso de los alimentos vitales.

Al contrario, cuando el aporte de nutrientes es reducido y el energético fuerte, se califica de débil la densidad nutricional del alimento. Se habla entonces también de calorías vacías (véase págs. 95-96) para designar los alimentos transformados, sobre todo los refinados. Estas calorías vacías se transforman por lo general en grasas y quedan almacenadas.


El recorrido que sigue un alimento, desde el suelo hasta el plato, determina su valor nutricional no solo en el aspecto cuantitativo, sino también, y sobre todo, en el cualitativo. El cálculo del valor de un alimento según su contenido más o menos elevado de un determinado nutriente es aproximado. Es necesario, además, que este nutriente sea biológicamente activo y asimilable por nuestro organismo. Es precisamente en este aspecto de la nutrición en el que se centra e indaga la alimentación vital: ¿los nutrientes que absorbemos son capaces de acabar proporcionando a nuestras células un carburante que conserve y refuerce nuestra salud al tiempo que respetan el medio ambiente?


¡Hay tomates y tomates!

Pongamos el ejemplo de dos tomates. Uno, procedente de sucesivas hibridaciones, se ha producido sin suelo, de modo intensivo, en invernadero, en pleno invierno. Privado de los minerales de la tierra, ha sido nutrido con minerales sintéticos y se ha acelerado su desarrollo con fines de rendimiento. Después se ha cosechado antes de tiempo para que pueda resistir sin daños un transporte y un almacenamiento que pueden ser largos. En algunos países se llega incluso a irradiarlo para garantizarle una larga existencia desvitalizada. Este tomate no tendrá ni el perfil, ni la densidad nutricional, ni la vitalidad (la carga eléctrica) de su primo de variedad antigua, producido en la tierra respetando los principios de la agricultura biológica o biodinámica, cosechado en la madurez y consumido en un plazo lo más corto posible. Ya lo habrá adivinado: uno no nos alimenta, el otro sí; uno atenta contra el medio ambiente, el otro lo respeta; uno perjudica nuestra salud, el otro la sirve.


Alimentar bien nuestras células

Los alimentos se transforman a lo largo de su recorrido digestivo. Por efecto combinado de enzimas y de jugos digestivos específicos, los alimentos son digeridos, fraccionados en moléculas que puedan absorberse en la sangre y la linfa a través de las paredes intestinales para, por último, llegar a nuestras células y alimentarlas.

No obstante, la armonía de este proceso depende de una condición previa: la carga eléctrica y la información transmitidas por la alimentación. Solo un carburante sin refinar y de calidad, que haya recibido alta vitalidad, puede transmitir su energía e información al conjunto de células de nuestro cuerpo.

Las células constituyen pequeñas centrales eléctricas de potencial energético variable, que dependen sobre todo del estilo de vida y los hábitos alimenticios. Cada una de nuestras células posee su propia carga eléctrica, que muestra su vivacidad. Una célula bien cargada garantiza salud y longevidad. Las células debilitadas se vuelven en cambio más vulnerables a los radicales libres; se oxidan, mutan y se destruyen. La alimentación suministra la energía a las células. La carga eléctrica que transmite, tanto en intensidad como en información, es por lo tanto decisiva para su funcionamiento y renovación. La energía eléctrica primordial nace de la fotosíntesis. Cuanto más cerca de esta se encuentran los alimentos que ingerimos, más elevada es la energía que nos transmiten, y más aferente y adaptada a nuestras necesidades su información. Por eso los alimentos vegetales crudos, ricos en pigmentos, enzimas, oxígeno, agua estructurada, vitaminas, minerales, oligoelementos, fitohormonas, antioxidantes y fibras garantizan una energía y una información celular óptimas. En cambio, cuanto más lejos esté nuestra alimentación de esta fuente primordial de energía, más se disminuye la carga luminosa, y más nos desvitaliza y nos debilita. Nuestras funciones entran en modo «reserva», las facultades disminuyen, nos sentimos fatigados, se instalan las enfermedades… Es entonces cuando recurrimos a estimulantes adictivos como el azúcar, el café, el alcohol y la carne, que no hacen más que acelerar el proceso de degeneración de las células y los tejidos.

Los factores que disminuyen la carga eléctrica y/o modifican la información transmitida por un alimento son numerosos: tratamientos químicos, hibridaciones y modificaciones genéticas, contaminación ambiental, cocciones y otros tratamientos térmicos, refinamiento, eliminaciones y añadiduras, aditivos, excitantes, almacenamiento, transporte…


El todo vivo es más que la suma de las partes

Diversos métodos de análisis global de la calidad de un alimento permiten –cada uno desde su prisma– medir su vitalidad o sus fuerzas de vida. Son criterios que todavía hacen sonreír a los partidarios de la doctrina científica «oficial»; sin embargo, se utilizan cada vez más en los institutos técnicos de agricultura, como el ITAB (Instituto Técnico de Agricultura Biológica), en Francia, y el FIBL (Instituto de Investigación en Agricultura Biológica) en Suiza, que se centran esencialmente en el aspecto biológico y biodinámico de la agricultura.

Los actores de este sector –sean investigadores, productores o transformadores– son particularmente sensibles a los enfoques globales y no secuenciales de la agricultura y de la alimentación en concreto, así como de la vida en general.

Estos métodos globales parten del principio de que un alimento no es solo una simple suma de nutrientes superpuestos y mezclados, sino que está organizado por fuerzas estructuradoras (fuerzas de vida) que determinan las interacciones entre los diversos nutrientes y, en última instancia, las interacciones con el consumidor de este alimento. Esta forma de actuar se inscribe en la línea de los trabajos de Rudolf Steiner, fundador de la biodinámica, quien consideraba que, sobre todo a causa del uso de productos fitosanitarios, las prácticas de la agricultura productivista intensiva causaban una pérdida de vitalidad de los suelos y de las plantas, y por lo tanto de los alimentos y, consecuentemente, de los seres humanos. A su entender, el hecho de dinamizar la actividad biológica del suelo mediante un trabajo respetuoso con su estructura y su vida, así como mediante aportes que le permitan reforzarse, nos ofrecerá plantas más «vivas» que producirán alimentos más «vivos» para personas más «vivas». Y esta vitalidad repercutirá en toda la extensión de la cadena alimentaria. Nos corresponde a nosotros preservar su esencia en vez de estropearla con transformaciones desestructuradoras y desvitalizadoras de nuestros alimentos.


una alimentación de gustos insaturados y sabores auténticos

La alimentación vital es rica en sabores. Estamos muy lejos de la alimentación industrial, que sigue basando su prosperidad en la saturación de los gustos y en la dependencia que esto engendra. Los químicos de la industria agroalimentaria han asimilado muy bien que si el gusto se puede educar, también se puede manipular. Cuanto más se saturan los gustos, más frustración y dependencia se generan. Es el caso del azúcar (véase págs. 91-92), las grasas (véase pág. 78), la sal (véase a continuación) y los potenciadores del gusto. Si se empieza el día con un zumo de naranja industrial, mermelada, mantequilla, leche, copos de maíz procesados…, todo lo que se consuma más avanzada la jornada resultará insulso e insatisfactorio. Por ejemplo, si se comen verduras, se les añadirá sal en exceso y puede que se cocinen con mantequilla; si se toma té, no bastará ni con tres cucharaditas de azúcar. Además, se sentirá una atracción irresistible hacia los alcaloides (cafeína) y los alimentos excitantes (carne roja) a fin de mantener un nivel de energía suficiente.

Afortunadamente, cortar con estas dependencias organolépticas perjudiciales para la salud puede ser relativamente rápido. Los gustos naturales, para los que están programadas nuestras papilas, recuperan de inmediato su lugar cuando nos tomamos la molestia de hacer retroceder la dependencia. Mis observaciones me han llevado a cifrar en quince días de media el tiempo necesario para una cura de desintoxicación de los añadidos de azúcar y sal, los aditivos sintéticos y las grasas saturadas.

La sal corriente, sobre todo si es refinada, es un concentrado de sodio con efectos perjudiciales para la salud, en especial para el corazón y los riñones. La industria alimentaria la usa en exceso, sobre todo para «mejorar el sabor» y conservar los alimentos. A menudo está enriquecida con yodo y flúor.

En la alimentación vital, la sal, generalmente demasiado rica en sodio, se sustituye favorablemente por salsas de soja y/o trigo lactofermentadas del tipo shoyu (soja y trigo) o, sobre todo, tamari (soja), que son salsas tradicionales japonesas, elaboradas según el método llamado «chino» o «a la antigua», sin ningún aditivo. El sodio también puede suministrarse con sal del Himalaya (véase pág. 199). La pimienta de Cayena, de múltiples virtudes, se utiliza en lugar de la pimienta, que es más bien acidificante (en especial la pimienta blanca). El ajo, el jengibre y las cebolletas son omnipresentes en esta alimentación. Plantas aromáticas como el perejil, el cebollino, el cardamomo, la alcaravea, el cilantro, el tomillo, el romero, la nuez moscada, el orégano… aportan sabor a unos platos que, además, pueden espolvorearse con microalgas, en particular con espirulina. Las diversas verduras lactofermentadas (chucrut, kimchi, véase pág. 187), de sabor a la vez acidulado y salado, son recomendables al inicio de la comida. Por su riqueza enzimática y bacteriana, facilitan la digestión y la asimilación de los alimentos que se tomarán a continuación. Y no hay que olvidar las notas yodadas de las algas marinas, que constituyen una fuente excepcional de minerales y fibra. Dulse, varech, arame, wakame, nori e iziki son algunas de las algas más conocidas. Todas ellas forman parte de la dieta básica de ciertas poblaciones asiáticas que, antes de adoptar una alimentación estandarizada de tipo occidental, gozaban de una salud envidiable. Su contenido en yodo facilita la digestión. Pueden espolvorearse sobre la comida o incorporarse a ella después de haber sido rehidratadas o desaladas, o pueden servir de base de preparados para untar y de otros platos sabrosos. Trataremos sus virtudes específicas en la parte dedicada a los principales alimentos vitales (véase págs. 162-204).

una alimentación vegetariana, variada y colorida

¡Varíe los colores de su alimentación! Un plato multicolor es más agradable a la vista y más apetitoso que un filete de carne churruscado, «deformado» entre un puñado de patatas fritas y un tomate cultivado sin suelo y rebozado con pan rallado. El mundo de los vegetales absorbe una gran variedad de espectros luminosos que se transforman en pigmentos de color. Los más generalizados son las clorofilas (verde), los carotenos (rojo-naranja) y las ficobilinas (azul). Cuanto más rico en pigmentos es un alimento, más portador de energía primordial es. Tomados aisladamente o en combinación con otros, tienen efectos beneficiosos para nuestra salud. Durante mucho tiempo se han desatendido sus múltiples virtudes, la primera de las cuales es su función antioxidante. También se les atribuyen propiedades estimulantes, oxigenadoras, regeneradoras y metabólicas de primer orden.

El contenido en pigmentos de un vegetal depende de su modo de producción, de las estaciones, de la temperatura y de la intensidad de la luz. Un vegetal cultivado en la tierra, a la luz del sol, en un contexto apropiado, a su propio ritmo, cosechado en su madurez y consumido de inmediato tiene todas las opciones de ofrecernos un espectro luminoso completo y beneficioso para nuestra salud. Cuando consumimos vegetales coloridos, nos beneficiamos de la misma protección que ha permitido a la planta desarrollarse sin oxidarse.

Un plato vegetal multicolor es, por lo tanto, garantía de energía y de salud. La alimentación tradicional asiática lo ha entendido así mucho antes que nosotros. De ahí que disponga de una nomenclatura nutricional en la que se incluyen los colores, a los que se atribuyen diversas virtudes. Su concepción energética de la alimentación difiere en gran medida del enfoque mecánico y científico occidental. La alimentación vital tiende un puente entre estos dos mundos. Pone de relieve la vitalidad, es decir, la energía transmitida por el alimento, en un lenguaje adaptado a nuestra cultura.

Entre los alimentos más densos en pigmentos, las microalgas de agua dulce realizan la función de auténticas «turbinas».

una alimentación rica en enzimas

¿Es la mala imagen vinculada al fracaso de una machacona campaña publicitaria sobre las «enzimas glotonas» –orquestada a finales de la década de 1960– lo que ha llevado al mundo de la dietética a prescindir del papel fundamental de las enzimas en la nutrición?

Pongamos que es por ignorancia. Hasta hace poco, el arte de la dietética consistía en un erudito recorte de calorías y de aportes específicos recomendados sin fundamento, sobre todo en materia de macronutrientes (las proteínas en particular). Poco importaban la calidad de estas moléculas y su asimilación. Había que comer cierta cantidad de proteínas, grasas y carbohidratos, con independencia de su estado y procedencia. Ahora bien, hoy sabemos que un alimento en su estado original contiene un conjunto de nutrientes, de micronutrientes (véase pág. 20) y de principios activos que tienen una razón de ser, que funcionan en equipo y al completo. El reino vegetal cuenta con multitud de ellos: varias decenas de miles. Las enzimas desempeñan en este conjunto un papel preponderante: el de catalizadores.

Estas proteínas están omnipresentes en nuestro organismo; sin ellas, el corazón no palpitaría, no respiraríamos, no nos moveríamos, no pensaríamos y… no digeriríamos. En otras palabras, nuestra vitalidad y viabilidad quedarían reducidas a nada. Una alimentación rica en enzimas es portadora de una vitalidad que favorece la nuestra.

Dos ejemplos de actividad enzimática intensa: la germinación y la fermentación

Los alimentos más ricos en enzimas son las semillas germinadas y los alimentos lactofermentados, seguidos de todas las verduras, comenzando por las hortalizas, y la fruta fresca.

La germinación: un despertar dulce

La naturaleza ha bloqueado el funcionamiento enzimático de ciertos alimentos para que no se pudran. No están muertos, sino que duermen. Su sueño está protegido por inhibidores de enzimas cuya función es impedir que las enzimas se activen.

Es el caso de los cereales, las leguminosas y las semillas (girasol, sésamo, lino, calabaza…), y de los frutos oleaginosos (almendras, piñones, avellanas, nueces de todo tipo…). Para despertarlos, basta con ponerlos a remojo en agua pura durante unas horas (de 8 a12) y después secarlos bien para asegurarse de que se han separado todos los inhibidores (véase recuadro siguiente). A continuación, según de que alimento se trate, se puede consumir sin más, hacerlo germinar o incluso cocerlo.


¿Por qué es preferible poner en remojo los cereales y las leguminosas antes de cocerlos?

El despertar enzimático previo acorta el tiempo de cocción, porque las enzimas ya han empezado la tarea de transformación. Sin embargo, esto es solo posible si los alimentos no han sido refinados ni irradiados. Si se ha hecho lo primero, están muertos; si se ha hecho lo segundo, están muertos y momificados. Los frutos oleaginosos se benefician de este tiempo en remojo antes del consumo. Son numerosas las personas que los digieren mucho mejor de este modo.


Fermentaciones nutritivas: las bacterias lácticas

Todas las fermentaciones: láctica, alcohólica, acética, resultan de la transformación de los azúcares en ácido láctico, alcohol y vinagre, respectivamente.

Los alimentos lactofermentados siempre han formado parte de la alimentación humana. Es una práctica ancestral y universal que permite conservar los alimentos perecederos no solo sin atentar contra su vitalidad, sino además enriqueciéndolos. Estamos lejos de la pasteurización, de la esterilización y de la ionización, por ejemplo, que desvitalizan y empobrecen el alimento al destruir sobre todo las enzimas y las vitaminas. La intervención conjunta de bacterias favorables para la salud interviene en el proceso de fermentación láctica llamada también «enzimación». Tales bacterias se califican entonces de probióticas (véase pág. 75), porque estimulan la vida del alimento.

Se aconseja consumir los alimentos lactofermentados al principio de la comida y en cantidades razonables, porque su riqueza en principios activos acelera su propia digestión y favorece la de los alimentos siguientes. En cambio, cuando se ingieren en grandes cantidades mezclados con otros alimentos, su perfil nutricional específico puede interferir en el proceso digestivo y provocar disgustos, como la hinchazón del vientre. En general, el equivalente de un puñado de verduras lactofermentadas al principio de la comida corresponde a la ración ideal.

El chucrut crudo y el kimchi (véase pág. 187) son los preparados lactofermentados más famosos, pero muchas otras verduras pueden ser igualmente lactofermentadas (véase pág. 31). También se comercializan zumos de verduras ecológicos lactofermentados. Planteémonos invitar a estos elementos a nuestra mesa viva.


¿Qué alimentos son lactofermentables?

Pueden fermentar:

•Las verduras de la familia de las brasicáceas (coles), así como otras muchas verduras, como la judía verde, la zanahoria, el nabo, el pepino, los pepinillos, la remolacha, la coliflor, el apio, la cebolla, el ajo, la chirivía, el pimiento, el daikon o rábano japonés, los rábanos…;

•determinadas frutas, como las ciruelas umeboshi, alimento tradicional lactofermentado de origen japonés, cargado de numerosas virtudes, sobre todo digestivas, mineralizantes, alcalinizantes y antioxidantes (como sucede con todos los alimentos procedentes de Japón, por desgracia hoy es importante, a raíz del accidente nuclear de Fukushima, que las autoridades sanitarias de los países importadores declaren las ciruelas umeboshi adecuadas para el consumo); la papaya, dotada de una poderosa actividad antioxidante, que refuerza nuestro sistema inmunitario y actúa subsidiariamente como antiinflamatorio y quelante de los metales pesados; los cítricos (limones y naranjas);

•las algas marinas alimenticias;

•los cereales y las leguminosas, que proporcionan sabrosos preparados lactofermentados.


En materia de alimentación, las enzimas alimenticias, digestivas y metabólicas colaboran para permitir la combustión, la transformación y la asimilación de todos los nutrientes, así como la eliminación de los desechos. En esto cuentan con la ayuda de las vitaminas, los minerales y los oligoelementos, que desempeñan en esta situación una función de coenzimas. Una mala actividad enzimática es fuente de problemas metabólicos graves que acidifican nuestro organismo y pueden encontrarse en el origen de patologías graves.

El objetivo es, en este caso, permitir a un máximo de nutrientes de excelente calidad transformarse en partículas capaces de ir a alimentar nuestras células a través de la sangre, después de haber atravesado la pared intestinal. Si la calidad del material bruto de origen (el alimento) es fundamental, la del proceso de su transformación en carburante constructor no lo es menos. El papel de las enzimas es, por lo tanto, crucial. Cuanto más intensa es la actividad enzimática, más vitalidad transmitirá el carburante.

¿Qué factores destruyen las enzimas y perturban el buen funcionamiento enzimático?

Todo cuanto desnaturaliza un alimento altera su potencial enzimático. El refinado, las cocciones agresivas, el tratamiento térmico, la irradiación, los residuos químicos, los aditivos sintéticos, las proteínas y las grasas animales, pero también el estrés y la falta de ejercicio y de sueño, constituyen los principales enemigos de una actividad enzimática armoniosa. El agotamiento de nuestra reserva enzimática interna se plasma a menudo en la aparición de un síndrome metabólico (véase recuadro siguiente) caracterizado sobre todo por obesidad abdominal, resistencia a la insulina, dislipidemia e hipertensión. Generalmente, también va acompañado de una gran fatiga, un estado depresivo latente y dolores crónicos.


¿Qué es un síndrome o una enfermedad metabólica?

El síndrome metabólico es un conjunto de perturbaciones metabólicas de origen multifactorial. Ciertas predisposiciones genéticas pueden explicar su aparición, pero los factores inherentes al estilo de vida tienen un papel preponderante: el sedentarismo, el sobrepeso, la mala alimentación, la falta de sueño crónica, eliminaciones insuficientes o irregulares, el estrés, el tabaco y la falta de sol (déficit de vitamina D) son sus causas más generalizadas. No se trata de una enfermedad propiamente dicha, sino de un síndrome, es decir, la suma de síntomas que acrecientan en gran medida el riesgo de padecer diabetes, afecciones cardíacas, obesidad o accidente vascular cerebral.


El problema suele manifestarse así: «Me acerco a los cincuenta años; nunca he tenido que preocuparme por el peso ni la digestión. Y hoy, sin haber cambiado mi estilo de vida ni mis hábitos alimenticios, ¡no entiendo por qué gano peso y sufro trastornos digestivos! El médico también ha detectado problemas de metabolización del azúcar (prediabetes), grasas (colesterol) y, además, hipertensión».

Los cincuenta años simbolizan a menudo la edad límite para interrogarse acerca de los hábitos alimenticios y optar por una alimentación vital rica en enzimas y en antioxidantes, alcalinizante y de una gran densidad nutricional. Una alimentación rica en principios activos nos aporta la energía, mientras que una alimentación desvitalizada mina nuestras reservas internas de energía, agota nuestro sistema de defensa y nos destruye.

Solo los alimentos crudos contienen enzimas alimenticias, como la proteasa, la amilasa, la lipasa y la celulosa, que contribuyen respectivamente a la digestión de proteínas, azúcares, grasas y una parte de la fibra. La activación de las enzimas alimenticias empieza en la boca, de ahí la importancia de masticar bien los alimentos. Después, intervienen sucesivamente a lo largo de todo el proceso digestivo. Las enzimas transmitidas por los alimentos vitales ahorran el uso de nuestro banco de enzimas digestivas interno. Al contrario, los hábitos alimenticios desvitalizados y desnaturalizados modernos exigen sin tregua el uso de este capital enzimático, que termina por agotarse.

Todas las enzimas, sean alimenticias, digestivas o metabólicas, participan en los procesos de digestión, asimilación y eliminación de nuestros alimentos. Una carencia o una disfunción enzimática detiene la máquina. Los alimentos no digeridos y mal metabolizados se estancan en nuestro organismo y afectan a la permeabilidad de la pared intestinal; las moléculas tóxicas penetran entonces en el flujo sanguíneo y acumulamos desechos podridos.

Nuestro organismo contiene también sus propias reservas de enzimas digestivas y metabólicas, a menudo mal y excesivamente requeridas por una alimentación y un estilo de vida desequilibrados. Las disfunciones y las carencias enzimáticas conducen muy a menudo a enfermedades graves.

una alimentación que proporciona agua de calidad

Nuestro cuerpo está compuesto por cerca de un 70% de agua. Tenemos que mantener un buen equilibrio hídrico a lo largo de toda la vida para hidratar de manera adecuada las células y permitir al organismo ejercer correctamente sus funciones, sobre todo la de eliminación de desechos. Las vías esenciales de evacuación de agua son los riñones, los pulmones y la piel.

El agua, fuente de vida

El agua se encuentra en el origen de todos los fenómenos vivos, puesto que es, junto con el oxígeno y la luz del sol, una condición necesaria para la fotosíntesis. Además, nos ha rodeado y protegido desde nuestra concepción. Todos fuimos fetos nadadores, bañistas despreocupados en el agua intrauterina. Más tarde, el agua invadió nuestro organismo, tanto dentro como fuera de las células. Circula de modo permanente por todo el cuerpo, transporta los nutrientes y el oxígeno hasta las células, evacua los desperdicios, regula la temperatura, nos permite respirar, participa en nuestro sistema de defensa, nutre el cerebro, que está compuesto en un 82% de agua, estructura la materia de la que estamos hechos, hidrata la piel… Así, los aportes de agua influyen a la vez en nuestras capacidades físicas y mentales. Basta con una insuficiencia muy ligera de agua para que estas se vean disminuidas, con un efecto mayor en la concentración y la memoria.

¿Qué consecuencias tiene un aporte de agua insuficiente?

La falta de agua provoca numerosos efectos secundarios. Para empezar, nuestro cuerpo está mal irrigado y falto de oxígeno, puesto que el agua lo transporta mediante el flujo sanguíneo y sus glóbulos rojos. El cerebro, la sangre, los músculos y los demás órganos no pueden funcionar correctamente si carecen de agua. El agua tiene, por lo tanto, una papel preponderante en la regulación de todas nuestras funciones. Las necesidades de agua varían según la edad, el sexo, el grado de actividad y el entorno. Cuanto más avanzamos en edad, más nos deshidratamos. Por eso hay que compensarlo con aportes más grandes de líquido. El organismo de las mujeres contiene menos agua que el de los hombres, por lo que las necesidades de ambos no son idénticas. Cuanto más se transpira, más hay que «recargar» el «nivel» de agua. Es el caso, por ejemplo, de los deportistas y de las personas que viven en los trópicos.

Para mantener un buen equilibrio hídrico, es importante que las pérdidas cotidianas de agua sean compensadas con los aportes. Estos se calculan en 2,5 litros de media. El agua que proporcionan los alimentos debería representar 1 litro, y el resto debe cubrirse con el agua bebida y los zumos de verduras recién exprimidos. En general, no bebemos suficiente agua. La subhidratación está muy extendida en nuestras sociedades. No hay que esperar a tener sed para beber.

En cambio, los refrescos y otras bebidas gaseosas que contienen agua acidifican el organismo, nos desmineralizan y captan el oxígeno necesario para la salud de las células. Además, estas bebidas contienen muy a menudo gran cantidad de azúcares rápidos, aditivos de síntesis y excitantes, todos ellos perjudiciales para la salud. El café, además de ser acidificante, deshidrata porque es diurético, sin contar que muchas personas son alérgicas a la cafeína. El té, en especial el verde, es conocido por sus propiedades antioxidantes. Sin embargo, demasiado té puede desmineralizar. El alcohol deshidrata, desmineraliza y acidifica. Y lo que es más, en exceso destruye las células del hígado por intoxicación y las del cerebro por anoxia (falta de oxígeno).

La elección de un agua «viva»

Son numerosas las controversias acerca del agua ideal para la salud. Para algunos, debe tener un pH ligeramente ácido y para otros, debe ser alcalina; para algunos, debe ser pura y para otros, mineral.

A mi entender, el agua que consumimos a diario debería ser pura y contribuir a alcalinizar el organismo (véase pág. 39). Sobre todo hay que esperar que hidrate lo mejor posible las células y los tejidos de nuestro cuerpo y ayude al equilibrio osmótico de nuestro organismo. El agua calificada como de manantial es la que mejor satisface este requisito. Por su parte, las aguas minerales, cuyas virtudes nos alaban los gigantes del sector a golpe de presupuestos publicitarios considerables, contienen muchos minerales, pero pocos o ninguno asimilables, porque son inorgánicos. Y los minerales que no asimila el organismo tienden a acumularse, a atascar nuestro organismo y a generar problemas de salud. Esas aguas pueden consumirse en una cura puntual, pero en ningún caso a diario y a largo plazo. De los minerales que absorbemos, el intestino solo puede asimilar aquellos que son orgánicos. Un agua calcárea, por ejemplo, crea en nuestro organismo unos depósitos de calcio que se convierten en cálculos y en otros problemas. Al mismo tiempo, un agua de este tipo no impide absolutamente una descalcificación. Para llegar a ser orgánicos, es necesario entonces que los minerales hayan sido previamente transformados por los vegetales que ya están destinados a nutrirnos. El agua carece por tanto de una vocación de nutriente: su función es la de hidratarnos. En cuanto al agua del grifo, aunque sea potable, a menudo es inadecuada para el consumo. Para hacerla segura en el aspecto bacteriológico se ha tratado sobre todo con cloro y flúor. Si estos minerales en su forma orgánica son necesarios en pequeña cantidad, se vuelven tóxicos cuando son inorgánicos y se absorben en dosis elevadas.


Agua y contaminación

Por desgracia, el agua puede convertirse en un vector de contaminación, porque circula. En el curso de su ciclo, transita por el suelo, por el aire y por los vegetales. En un entorno contaminado, se convierte al mismo tiempo en objeto y sujeto de la contaminación. En este caso transporta todos los contaminantes y todos los tóxicos que encuentra a su paso (productos fitosanitarios, químicos, hormonas, arsénico, cloro, metales pesados, PCB, micropartículas, medicamentos, radiactividad). Como si de un bumerán se tratara, la contaminación que hemos engendrado nos intoxica. Si bien no hay cambios en la cantidad de agua disponible en el planeta, no sucede lo mismo con su calidad. Hoy, la mayoría de los cursos de agua y de las capas freáticas se encuentran en un estado biológico preocupante. El agua íntegramente no contaminada escasea. Además, en los actuales contextos geopolíticos y sociodemográficos, el acceso al agua constituye un motivo de tensión. Por eso ya es hora de dejar de ensuciarla, comenzando por la aplicación de prácticas agrícolas limpias y por la disminución drástica de la ganadería, causa principal de despilfarro y contaminación del agua.


Los alimentos procedentes de cultivos biológicos transmiten un agua de mucha mejor calidad que los procedentes de prácticas agrícolas intensivas, impregnados de residuos de pesticidas y otros productos químicos. Así pues, el agua que se nos ofrece hoy a menudo está contaminada o es tóxica, o ambas cosas. Pero entonces, ¿a qué agua encomendarse?

El agua que aportan los vegetales y los alimentos germinados

Es primordial que la calidad y la cantidad de agua que ingerimos sean óptimas. La alimentación vital se caracteriza entre otras cosas por un aporte de agua de muy buena calidad, en cantidad apreciable. Los alimentos más ricos en agua son los vegetales, como la fruta y las verduras, así como los alimentos germinados. Cuando esta agua proviene de los vegetales frescos y crudos de cultivo biológico, la calidad está asegurada. Tanto en el caso de la fruta como de las verduras, el agua está sometida a diversas interacciones enzimáticas que le confieren propiedades oxigenantes y antioxidantes. El agua contenida en las células de los vegetales crudos es biológicamente pura, viva y activa. Las verduras, sobre todo las hortalizas, y la fruta con poco azúcar, al igual que los brotes tiernos, pueden también transformarse en zumo. Constituyen entonces una fuente nutritiva e hídrica concentrada de primera calidad, pero no bastan para satisfacer nuestras necesidades. Hay que encontrar todos los días agua de calidad.

Un agua purificada

A menos que vivamos en un entorno no contaminado que aporte un agua poco o nada mineral, y no tratada, no hay otro remedio que purificar el agua que bebemos. Desde luego, hay en el mercado aguas embotelladas de gran calidad, pero el almacenamiento, el acondicionamiento y el transporte a que han sido sometidas las vuelven a menudo mucho menos efectivas desde un punto de vista bioeléctrico. Disponemos de varias técnicas de purificación del agua: desde el simple filtro hasta los aparatos de alcalinización del agua, pasando por los sistemas de ósmosis inversa y por la dinamización, se nos ofrece toda una gama de tecnologías. Antes de optar por una u otra, sugiero hacer un análisis del agua del grifo y optar por la tecnología (o las tecnologías) que mejor se adapte(n) a su perfil.

Así pues, preste atención a la calidad del agua que bebe. Tiene una importancia tan grande como el oxígeno que respira y la alimentación que consume.

una alimentación hipoalergénica y bien tolerada

El doble fenómeno de alergias e intolerancias alimentarias se ha convertido en un creciente motivo de preocupación debido a la multiplicación de los casos de ambos trastornos en las últimas décadas. Como todo lo concerniente a la salud humana, las causas son múltiples: genéticas, epigenéticas, medioambientales, alimentarias y sociales. Aunque dispongamos de un margen de maniobra escaso en lo relativo a nuestra herencia, el determinismo genético no es absoluto. El estilo de vida y los hábitos alimenticios son suficientes para generar o evitar una enfermedad.

La perspectiva epigenética, por su parte, nos obliga más, puesto que apela a la responsabilidad hacia el futuro. Pone en escena nuestro modo de vida como un factor determinante para la calidad de vida de las generaciones futuras: para la epigenética, nuestro entorno y nuestra alimentación condicionan ya el estado de salud de nuestros hijos y nietos. Con esto, representa la llave biológica e íntima del desarrollo sostenible, con la conciencia y el margen de maniobra que presupone.

¿Qué es una reacción alérgica?

Una reacción alérgica se produce cuando nuestro sistema inmunitario (el sistema de defensa de nuestro organismo) es reclamado ante la llegada de una molécula, generalmente inofensiva. Se manifiesta de inmediato por signos visibles como erupciones cutáneas, hinchazón de los labios, estornudos y a veces sofocos. Una alergia puede ser de origen alimentario o no, y revestir gravedad. Una alergia siempre es identificable por los signos exteriores. Se trata, pues, de una reacción de hipersensibilidad a una molécula que puede, en los casos extremos, comprometer el proceso vital.

La reacción alérgica más severa se manifiesta en forma de un choque anafiláctico que puede ser mortal.

¿Cuáles son los alérgenos alimentarios más frecuentes y cómo evitarlos?

La leche, los huevos, el marisco, los sulfitos, el trigo, la soja, los cacahuetes, las nueces y las semillas de sésamo son los alérgenos más extendidos. Cuando se es alérgico a un alimento, basta con evitarlo. Esto puede perjudicar la vida social, puesto que la complejidad de la cadena agroalimentaria expone nuestros alimentos a una multitud de alérgenos potenciales.

En el caso de reacciones alérgicas ligeras, como la presencia de aftas, irritación o erupción cutánea, los alimentos vitales potencialmente alergénicos, esencialmente los de la familia de los frutos secos y los granos oleaginosos, pueden neutralizarse. Solo es necesario, antes de consumirlos, dejarlos unas horas en remojo y, si hace falta, retirar la piel. Esta acción tiene la triple ventaja de separar la semilla de los inhibidores de enzimas, despertar su metabolismo y comenzar su predigestión. Todavía hay que asegurarse de que estos alimentos no hayan sido calentados ni irradiados, lo que comprometería definitivamente su potencial enzimático.

Los alimentos vitales son biológicamente activos y muy asimilables, y están exentos de residuos químicos y aditivos. Su carácter alergénico se reduce en la misma medida.

¿Qué es una intolerancia alimentaria?

La intolerancia es más solapada que la reacción alérgica. Se desarrolla espontáneamente y con retraso, y despliega sus efectos a largo plazo. Solo concierne a los alimentos y se manifiesta mucho tiempo después de su ingestión. Lamina el sistema inmunitario y la salud progresivamente. Por eso es posible vivir –sin duda debilitado, pero de modo «correcto»– durante años sin saber que se es intolerante a un alimento que se consume todos los días. Si las alergias engendran reacciones graves, estas son siempre inmediatas y visibles. Por el contrario, la intolerancia genera problemas metabólicos y de permeabilidad intestinal que pueden revestir gravedad, ya que a menudo no se diagnostican debido a que son invisibles.

¿Cuáles son las causas de la intolerancia alimentaria?

Son esencialmente de dos tipos, complementarios y acumulativos.

El primero tiene que ver con la digestibilidad de los alimentos, es decir, con su potencial enzimático (véase pág. 40), así como con el estado de nuestro banco de enzimas digestivas y metabólicas. Si los alimentos están desprovistos de enzimas y las enzimas secretadas por el organismo son insuficientes, la cantidad de alimentos que no llegan bien degradados a la barrera intestinal aumenta. El segundo tipo concierne precisamente al estado de la barrera. Los hábitos alimenticios contemporáneos, caracterizados por la ingestión masiva de alimentos industriales, modificados y desvitalizados; por la preponderancia de alimentos acidificantes generadores de toxinas; por una gran monotonía alimentaria, y por el consumo regular de sustancias irritantes como el alcohol o el café, contribuyen a la permeabilización de la barrera intestinal.

La alimentación «moderna» no solo nos destruye, sino que nos hace padecer carencia de vitaminas, nos intoxica y nos debilita, porque es cada vez menos digestible, metabolizable y asimilable.

El gluten y la lactosa

Los casos más conocidos de intolerancia alimentaria tienen que ver con el gluten y la lactosa. El primero es una proteína que se encuentra en ciertos cereales (trigo, centeno, cebada, avena); la segunda es un azúcar característico de la leche que solo la enzima lactasa puede digerir, enzima que la mayoría de personas deja de producir una vez pasada la infancia. La intolerancia se manifiesta cuando moléculas insuficientemente degradadas consiguen atravesar clandestinamente la barrera intestinal, que a menudo se vuelve demasiado permeable, y penetran ilegalmente en la sangre. El sistema inmunitario, que las considera extranjeras, las ataca y guarda su huella en su memoria. De este modo, cada vez que se ingiera un alimento de la misma naturaleza, se le considerará un atacante que hay que combatir. En nuestro cuerpo se instala, así, un estrés inmunitario y un estado inflamatorio crónicos, con consecuencias nefastas para la salud.

Los trigos más modernos, resultado de hibridaciones sucesivas con fines de rendimiento y de facilidad de uso (fuerte contenido en gluten para la panificación, por ejemplo), son los más ricos en gluten. Sus primos kamut y espelta contienen menos. En cuanto a la lactasa, la producimos hasta la edad del destete. A partir de los cuatro años, la leche de otras especies animales resulta a menudo inasimilable (véase págs. 148-150). Si a pesar de todo seguimos consumiendo productos lácteos antifisiológicos, corremos el riesgo de desarrollar paulatinamente problemas de intolerancia a la lactosa, que se plasmará a largo plazo en afecciones como la fatiga crónica, los trastornos de la memoria, del sueño y del comportamiento, depresión, dificultad digestiva, fragilidad intestinal…

¿Los granos germinados a base de cereales contienen gluten?

La germinación implica una reactivación de la vida de la semilla. Empieza por un período en remojo que la libera de los inhibidores de enzimas, los cuales tienen por objetivo, precisamente, asegurar la conservación de la semilla seca mediante el bloqueo enzimático. La fase de germinación conlleva después un aumento de su contenido en agua, así como modificaciones metabólicas por fragmentación, es decir, por predigestión de los nutrientes gracias a las enzimas. En otras palabras, cuando la semilla germina, se aleja de la familia de los cereales y se acerca a la de las verduras. Así, saturada de enzimas y predigerida, su contenido en gluten disminuye en la misma proporción. Y de ese modo se vuelve menos susceptible de generar problemas inherentes a la presencia del gluten. Los brotes tiernos de la hierba del trigo lo son menos aún, porque en este caso no es la semilla lo que se consume, sino el zumo extraído de las hojas tiernas.


¿Son hereditarias ciertas alergias?

¿Estamos predispuestos a ser intolerantes?

El origen de la alergia puede ser atópico, es decir, procedente de una predisposición genética a desarrollar alergias. Sin embargo, hoy en día numerosas alergias están provocadas sobre todo por factores ambientales y alimentarios que «exigen demasiado» y debilitan nuestro sistema inmunitario.

La intolerancia, por su parte, se origina esencialmente debido a tres factores: la ingestión de alimentos que contienen gluten o lactosa, predisposiciones genéticas y causas ambientales.


Las contaminaciones externas (aire, agua, tierra) e internas (aditivos, medicamentos, metales pesados) pueden debilitar nuestras defensas y protecciones y hacernos hipersensibles e intolerantes. Lo mismo cabe decir de nuestra alimentación.

Ante el recrudecimiento de los casos de alergia alimentaria, las alertas contra los alérgenos más conocidos figuran ya en numerosas etiquetas. Los productos libres de gluten tienen apartados propios en ciertos establecimientos, y proliferan los productos lácteos sin lactosa. Ya aligerados de su grasa, se les priva además del azúcar. ¿Y pronto de sus proteínas? ¿Se reconocerá algún día que el «valor salud» de los productos lácteos surge solo de la voluntad de creer en él?

Así, parece que nuestra alimentación desempeña un papel determinante en la aparición de estas afecciones; pero ¿incide también en su prevención y erradicación?

Cómo prevenir estas intolerancias, evitar su proliferación y reducir sus efectos

En nuestra dieta hay que preferir los alimentos ricos en enzimas, que facilitan la digestión, y los ricos en fibra, que nutren y refuerzan la flora y la mucosa intestinales. Luego conviene masticarlos bien, porque la digestión comienza en la boca.

En cambio, hay que evitar los alimentos que acidifican nuestro organismo, como la carne, los productos lácteos ricos en lactosa y los cereales que contienen gluten, así como los alimentos que dañan y permeabilizan la barrera intestinal, como los excitantes, los alimentos refinados y el azúcar.

Las verduras y frutas frescas de calidad biológica, las semillas germinadas, los brotes tiernos y su zumo, así como los alimentos lactofermentados, constituyen un elenco eficaz contra el creciente azote de la intolerancia alimentaria.

una alimentación para preservar nuestra juventud y envejecer bien

La medicina centrada en el «antienvejecimiento» vive una expansión impresionante. Considera la nutrición como uno de los pilares necesarios para una vida larga y sana. Esta especialización pluridisciplinar se ha desarrollado sobre la base de dos consideraciones objetivas:

•vivimos cada vez más tiempo;

•nuestro entorno y estilo de vida aceleran el envejecimiento.

Un terreno ácido y oxidado favorece la aparición de nuevas patologías y aumenta considerablemente nuestra edad biológica. Por otro lado, esta última supera a menudo nuestra edad cronológica. Dicho de otro modo, ¡detrás de un joven se esconde a menudo un viejo biológico! Por desgracia, el caso inverso es más raro…

El enfoque antienvejecimiento se presenta ante todo como preventivo: nos propone las claves de un envejecimiento dilatado. A tal efecto, tiende un puente entre la medicina, la estética y el estilo de vida. En nuestro caso, solo nos interesa el último aspecto, puesto que los dos primeros constituyen especialidades por completo independientes a las que recurrimos a menudo cuando declina la calidad de vida. En efecto, un estilo de vida y una higiene sanos contribuyen a prevenir naturalmente la mella de las injurias del tiempo en nuestro cuerpo, así como a proteger nuestra salud. Adoptar una alimentación esencialmente vegetal, viva y variada, practicar regularmente una actividad física, protegerse de contaminaciones mentales y ambientales son condiciones previas indispensables para continuar viviendo más tiempo y lo mejor posible. Todos los artificios estéticos y todos los complementos alimentarios del planeta no pueden sustituirlos.

En materia de nutrición antienvejecimiento, la alimentación vital es sin duda la más adecuada. Pero sería más exacto utilizar la expresión «envejecer bien», porque la edad no es una fatalidad que haya que combatir. El envejecimiento es ineluctable. No estamos programados para ser inmortales. Desde luego, podemos vivir cada vez más tiempo, pero sobre todo con más salud. Las personas que han vivido y viven hasta una edad muy avanzada y con buena salud comparten una característica común: la integración en su entorno natural. Siguiendo su ejemplo, podemos prever una esperanza de vida de ciento veinte años. En cambio, el aumento de la esperanza de vida pero sin calidad tiene muy poco sentido. La alimentación vital puede contribuir a dársela. Pensemos más bien en añadir vida a los años antes que años a la vida.

El oxígeno y los antioxidantes

Otro principio activo fundamental, maltratado hoy por el paradigma productivista dominante, en especial el agroalimentario, es el oxígeno. Los tratamientos, transformaciones y añadidos que sufren nuestros alimentos no alteran solo su potencial nutricional, sino también su contenido en oxígeno.

Sin oxígeno no hay vida o, como mínimo, se abre un futuro inmediato comprometido. Si la mayoría de nosotros puede resistir unos días sin beber agua y unas semanas sin ingerir alimentos, nadie puede prescindir del oxígeno más allá de unos minutos. El oxígeno es por lo tanto un componente esencial del ciclo de la vida, tanto en el exterior como en el interior de los seres vivos. Las dos únicas fuentes de oxígeno que poseemos son el aire que respiramos y los alimentos que ingerimos. Además, el 90% de nuestra energía metabólica proviene del oxígeno, y el restante 10% está repartido entre el alimento y el agua. Ahora bien, el estilo de vida actual pone en peligro los aportes de oxígeno necesarios para garantizar una vitalidad fuerte y una buena salud. Factores ambientales como la contaminación, sociales como el estrés y la falta de ejercicio, y por último alimentarios, como la absorción de alimentos industriales demasiado densos o acidificantes (azúcar, carne, productos lácteos, café, alcohol, gaseosa, refrescos…) enrarecen el oxígeno en nuestro entorno y en nuestro organismo. Asimismo, favorecen el desarrollo de los famosos radicales libres, fuentes de envejecimiento prematuro y de enfermedades degenerativas (enfermedades arteriales coronarias, accidentes cerebrovasculares, cánceres, diabetes, hipertensión arterial, degeneración macular asociada a la edad o DMAE, asma, artrosis…).

Una alimentación rica en proteínas o en grasas capta el oxígeno de nuestra sangre y acelera la producción de radicales libres. La falta de oxígeno crónica conduce también, progresivamente, a la anoxia, es decir, al ahogo de nuestras células. Pero no somos los únicos que sufren por una falta de oxígeno. La agricultura intensiva y química enrarece el oxígeno presente en el aire y asfixia los suelos por acidificación y compactación. Solo una alimentación rica en principios activos, completa, vegetal y biológica puede ofrecernos un aporte adecuado de oxígeno y, por tanto, de fuerza vital.

Pero un aporte demasiado elevado de oxígeno tiene también un fuerte efecto oxidante, tóxico y deletéreo. He aquí su gran paradoja: tanto la insuficiencia como el exceso de oxígeno nos oxidan. Las personas que practican el deporte en exceso saben de qué se trata.

Por fortuna, contamos con la protección de moléculas y de enzimas antioxidantes cuya acción detiene el desarrollo de los radicales libres. Los reguladores antioxidantes más extendidos son la clorofila, las vitaminas C y E, el betacaroteno, el selenio, los polifenoles, el licopeno, la coenzima Q10, la melatonina, los flavonoides y los taninos. En la familia de las enzimas, tres son especialmente antioxidantes: la superóxido dismutasa, el glutatión y la catalasa.

La fruta y las verduras frescas, así como los brotes tiernos y sus zumos, constituyen la fuente más importante de moléculas y de enzimas antioxidantes.

La naturaleza es sabia: los vegetales más ricos en oxígeno son precisamente los que contienen más antioxidantes. Los vegetales clorofílicos son, por virtud de la fotosíntesis, los principales suministradores de oxígeno del planeta. Cuando los consumimos en estado natural y crudos, aseguramos un aporte de oxígeno de primer orden a nuestro organismo. Además contienen los antioxidantes capaces de evitar los daños causados por el exceso de oxígeno.

Los zumos verdes de brotes tiernos recién exprimidos son, por este motivo y por muchos otros, lo más eficaz de la alimentación vital. Les siguen todas las hortalizas, de la más oscura a la más clara. Cuando envejecemos, nuestras células son más vulnerables a la oxidación, porque sus factores protectores tienden a borrarse. Es entonces cuando adquiere una importancia particular el consumo suficiente tanto de oxígeno como de antioxidantes. Una buena armonía entre ambos nos mantiene en un nivel de energía óptimo, protege nuestras facultades y previene la enfermedad. La calidad, la vitalidad y la variedad de nuestros aportes alimenticios, la medida y la regularidad en la práctica de una actividad física, así como una vida afectiva, profesional y social armónica, constituyen las mejores defensas contra la oxidación.

El enfoque de la alimentación vital es a la vez energético, medioambiental e individualista. Se trata de aportar al organismo nutrientes de calidad adaptados a nuestras necesidades y de maximizar su uso por nuestro organismo, al tiempo que se preserva el entorno y se mejora nuestro estilo de vida.

Los vegetales frescos son ricos en vitaminas, minerales, ácidos grasos esenciales insaturados, polifenoles y otros principios activos. Así, nos aportan multitud de nutrientes antioxidantes que nos protegen de la proliferación de radicales libres, moléculas dañinas características del envejecimiento y que están en el origen de numerosas enfermedades graves. Cuando son crudos, los vegetales también están repletos de enzimas y de agua estructurada, y nos alimentan de oxígeno. La digestión y la asimilación se ven facilitadas y optimizadas; la energía, preservada, y la piel, hidratada. Además impiden la acidificación de nuestro organismo y nos ahorran los picos glucémicos. El hecho de que procedan de la agricultura ecológica es lógico y coherente con este paradigma nutricional que evita justamente cualquier contaminación química, destacada fuente de producción de radicales libres y, por tanto, de envejecimiento acelerado.

¿Cuáles son los beneficios de los antioxidantes presentes en las verduras y en la fruta?

Estos antioxidantes pueden:

•impedir la aparición de enfermedades degenerativas, como el cáncer, la insuficiencia cardíaca, el infarto, la arteriosclerosis, las enfermedades de Alzheimer y de Parkinson, la diabetes, la degeneración macular asociada a la edad (DMAE), la fibromialgia, la artrosis, el asma…;

•bajar la tasa de colesterol «malo»;

•prevenir las enfermedades cardiovasculares;

•proteger los ojos y la vista;

•retrasar el envejecimiento de la piel.

¿Cuáles son los alimentos más eficaces en la lucha contra los radicales libres?

Son particularmente buenos los alimentos ricos en pigmentos como la clorofila, los carotenoides, las ficocianinas y las antocianinas, así como los ricos en vitamina E.

La alimentación vital es por lo tanto una excelente fuente de pigmentos antirradicales. Es densa en clorofila, que se encuentra en abundancia en todas las verduras de hoja verde y en los brotes tiernos, pero también, de forma concentrada, en los zumos verdes y en los zumos de brotes tiernos. Nos aporta asimismo toda la gama de pigmentos vegetales que dan a las verduras un color distinto del verde, en especial los carotenoides y las ficocianinas, pigmentos azules característicos de las microalgas de agua dulce. Estos mismos pigmentos que protegen la planta de las agresiones exteriores nos trasladan esta protección a nosotros, y limitan la proliferación de radicales libres en nuestro organismo.

Los alimentos vegetales particularmente ricos en vitamina E son:

•los frutos y las semillas oleaginosos;

•los aceites vegetales de primera presión en frío resultantes.

Los hábitos alimenticios de ciertas poblaciones, como las del archipiélago de Okinawa en Japón, de Creta, del valle de Hunza en Pakistán, del pueblo de Vilcabamba en Ecuador y de la República de Abjasia (al oeste de Georgia), conocidas por su longevidad, pueden inspirarnos. Estos son sus grandes principios:

•verduras y fruta locales y de temporada;

•azúcares lentos;

•proteínas vegetales;

•semillas y frutos oleaginosos;

•hierbas aromáticas;

•especias digestivas;

•pocos productos lácteos, generalmente frescos y de leche cruda;

•pescados y algas marinas para las poblaciones costeras;

•poca o ninguna carne.

Recordaremos, seguro, el predominio del vegetal en esta alimentación.

Además, la alimentación vital es una fuente principal de fibra (véase pág. 72), necesaria para el tránsito de los alimentos en nuestro tubo digestivo. Esta barrera para la grasa y los azúcares se erige como garante de nuestra vitalidad, así como del equilibrio de nuestra flora intestinal.

Los alimentos desprovistos de fibra, sobre todo los productos animales, transitan lentamente en nuestro organismo. Se pudren y provocan numerosos disgustos que, a la larga, nos ensucian y agotan nuestro organismo prematuramente. Por eso, si se quiere envejecer bien, los productos animales y los productos refinados deben ceder su lugar a una gran variedad de vegetales de colores. Es importante que estos sean crudos (véase pág. 23), porque la cocción de las verduras y de la fruta tiene sobre todo el efecto de destruir la mayor parte de los antioxidantes y de las vitaminas, así como el de aumentar su índice glucémico. Lo mismo sucede si se pelan o refrigeran, pues esto puede reducir su contenido en antioxidantes. Solo el licopeno de los tomates obtiene beneficios de la cocción, porque se vuelve más fácil de asimilar.

una alimentación para nutrir y estimular el cerebro

Ácidos grasos esenciales para un cerebro despierto

Cuando se piensa en el envejecimiento, el del cerebro es el que surge de inmediato en la mente. Nuestro cerebro no es ajeno a nuestro estilo de vida: alimentación deficiente, estrés, falta de ejercicio, contaminación, flujo continuo de informaciones, ruido y desgana son algunos de sus principales enemigos.

El cerebro teledirige a la vez los pensamientos, las emociones, el comportamiento y el conjunto de nuestros sistemas, sobre todo el muscular y el endocrino. Recibe y emite de modo permanente multitud de informaciones hasta los confines de nuestro organismo. Este órgano posee una importancia tan grande que la muerte cerebral supone un criterio médico-legal de fallecimiento cuando se juzga irreversible. Resulta por lo tanto primordial cuidar bien sus baterías y vectores: las neuronas y los neurotransmisores, respectivamente, que no están localizados únicamente en la cabeza. Por ejemplo, las células nerviosas del intestino producen mayor cantidad de serotonina, la hormona del estado de ánimo por excelencia, que el propio cerebro. ¡Siempre y cuando el estado del intestino lo permita! Es por esto por lo que algunos científicos han visto en el intestino un «segundo cerebro».

En nuestra sociedad se vive un alarmante aumento de los desarreglos de atención, memoria y comportamiento, de depresiones y de enfermedades autoinmunes y neurodegenerativas. Estos trastornos están esencialmente vinculados a la disminución de la producción de neurotransmisores, esos mensajeros que posibilitan la comunicación entre las neuronas, así como a la alteración de las propias neuronas.

Si algunos justifican el incremento del envejecimiento y la degradación de nuestras células solo por el aumento de la esperanza de vida y la oxidación ineluctable que engendra, ¿cómo explicar que estos problemas afecten cada vez más a personas, y cada vez a personas más jóvenes?

Nuestro estilo de vida, en especial el alimentario, tiene cada vez más su parte de responsabilidad. Además de ejercitar regularmente el cerebro con tareas de aprendizaje y de creación, es fundamental protegerlo con una buena alimentación.

El sistema de comunicación de nuestro cerebro implica a los neurotransmisores que hacen circular los mensajes, las proteínas que contienen los mensajes, y a las células emisoras y receptoras.

Los neurotransmisores están compuestos a su vez por proteínas calificadas como «precursores hormonales». Estos precursores se estructuran y se desarrollan a partir de ácidos grasos esenciales (omega 3 y omega 6). La ejecución del proceso está condicionada por la presencia de enzimas, también compuestas de proteínas, así como de «micronutrientes coenzimas», en forma de vitaminas, minerales y oligoelementos.

Los principales ácidos grasos esenciales necesarios para el funcionamiento del cerebro y del sistema nervioso son los ácidos grasos de la familia de los omega 3 y los omega 6 (véanse páginas siguientes), preferentemente en forma de fosfolípidos para los primeros. Además de su gran biodisponibilidad y de su eficacia, los fosfolípidos desempeñan un papel fundamental e indispensable para la salud del cerebro, a través de las paredes de las células nerviosas, de las que son un elemento estructural.

Además de su calidad de nutrientes esenciales para nuestro cerebro, los ácidos grasos omega 3 y omega 6 desempeñan directa o indirectamente varias funciones favorables para la salud, sobre todo en relación con el corazón, los vasos sanguíneos, la fertilidad, la vista y la formación de los tejidos. Desde un punto de vista hormonal son precursores de las prostaglandinas, por intermedio de los fosfolípidos.

Los ácidos grasos esenciales que aportan los vegetales son indispensables para la salud, pero la alimentación occidental estándar no incluye suficientes. La monotonía de nuestra dieta, caracterizada sobre todo por un consumo desmesurado de ácidos grasos saturados de origen animal, los ha relegado a un segundo plano; los aceites refinados, hidrogenados y cocidos los han transformado en moléculas desnaturalizadas tóxicas.

La energía necesaria para el buen funcionamiento del cerebro la aporta igualmente la glucosa, producto de la degradación de los carbohidratos y primera fuente de energía de nuestro organismo (véase pág. 92).

Los principales alimentos vitales densos en azúcares de calidad son los cereales y las leguminosas germinadas, las semillas y los frutos oleaginosos, las hortalizas de raíz comestible y las hortalizas en general.

Sí a los oleaginosos y a sus aceites, no a los aceites refinados e hidrogenados

Debido a la competición enzimática, los ácidos grasos esenciales omega 6, omnipresentes en nuestra alimentación, han impedido la transformación y la asimilación de la cantidad ya insuficiente de omega 3 que absorbemos. Por lo tanto, es conveniente reequilibrar esta relación mediante un mayor consumo de ácidos grasos omega 3, aprovechando la inmensa diversidad vegetal que nos aporta todos los nutrientes esenciales en proporciones ideales.

Son muchas las personas que evitan todas las grasas con el pretexto de su impacto negativo en el peso. Sin embargo, al hacer eso subestiman los daños que tales regímenes ocasionan a su cerebro y a su salud. Aquí es primordial separar lo bueno (los vegetales oleaginosos) de lo malo (los productos animales, los aceites refinados e hidrogenados).

Necesitamos un aporte equilibrado entre los ácidos grasos saturados, monoinsaturados y poliinsaturados en su forma biológica cis (véase pág. 90), es decir, natural.

Los vegetales crudos y los aceites que de ellos se extraen nos los proporcionan todos, en proporciones variables. Así pues, solo hay que variar los aportes. Para obtener un buen equilibrio omega 3/ omega 6 se puede, por ejemplo, combinar los aceites de oliva y de nuez, pero también los de colza, sésamo, nuez, cáñamo y onagra, o los de colza y calabaza.

¿Qué alimentos privilegiar?

Los alimentos vitales más ricos en ácidos grasos esenciales, sobre todo proveedores de fosfolípidos, son:

•Las microalgas unicelulares azul-verde y verdes. Estas son una fuente considerable de ácidos grasos esenciales. Al igual que los aceites, hay que deshidratarlas en frío para extraer de ellas el máximo de nutrientes, directamente asimilables por nuestro cerebro.

•Las semillas y los brotes tiernos de girasol, lino, cáñamo y sésamo, las almendras y las semillas de calabaza, las nueces, las pacanas y las nueces de macadamia. Remojar y germinar estas semillas y frutos oleaginosos (véase pág. 29) mejora su digestibilidad, en especial la de sus ácidos grasos.

•Los aceites de primera presión en frío de borraja, onagra y colza, maíz, girasol, soja, cártamo, pepitas de uva y de nuez.

Los ácidos grasos omega 3 y omega 6 son poliinsaturados, y por lo tanto muy sensibles a la oxidación que generan el calor, el aire y la luz. Por eso es importante consumirlos en forma de vegetales crudos y de aceites de primera presión en frío de calidad biológica.

Los omega 3 sí, pero…

Cuando hablamos de los omega 3, pensamos enseguida en pescados grasos, sin duda excelente fuente de ácidos grasos omega 3. No obstante, para beneficiarnos de este aporte habría que consumirlos crudos, puesto que el calor destruye los ácidos grasos esenciales, así como las enzimas necesarias para su asimilación. Es necesario, además, que estos pescados estén libres de contaminantes, ya que estos se depositan sobre todo en los tejidos grasos de los animales. Los metales pesados, las hormonas, los productos fitosanitarios (pesticidas, abonos), así como las múltiples partículas químicas y radiactivas presentes en mares y océanos, ponen en peligro nuestra salud a través del pescado que consumimos. En cuanto a los pescados de piscifactorías, ni su alimentación ni sus condiciones de crecimiento en un medio cerrado los hacen recomendables. Es cierto que es posible purificar, estabilizar y aislar estos aceites de pescado y acondicionarlos en cápsulas para ingerirlas antes de las comidas, pero tras este laborioso proceso cabe preguntarse qué queda de su calidad originaria. Además la sobrepesca, especialmente de los peces grasos, plantea graves problemas de tipo ecológico y ético.

La solución vegetal: el cóctel ganador

Grasas buenas

El mundo vegetal nos ofrece en cantidad suficiente nutrientes de excelente calidad para que nuestro cerebro no tenga que recurrir al mundo animal.

Es el caso de las algas marinas (kelp, dulse, arame, wakame…) (véase pág. 189), que proporcionan fosfolípidos beneficiosos para el cerebro.

Aminoácidos

La vitalidad de nuestro cerebro depende también de los ácidos aminados, material de base de las proteínas, que actúan en el proceso de comunicación del cerebro en tanto que neurotransmisores.

Estos últimos son hormonas, y las más conocidas son la adrenalina, la noradrenalina, la dopamina, el GABA (ácido gammaaminobutírico), la serotonina, la acetilcolina y las endorfinas.

Las mejores fuentes vegetales de los aminoácidos que construyen los neurotransmisores son los pólenes de las flores, las microalgas, los zumos de brotes tiernos de cereales (trigo, cebada, espelta, kamut), las semillas de lino, sésamo y cáñamo, así como los gérmenes de soja.

Vitaminas

Un aporte regular de vitaminas B y C tiene también un papel primordial para el funcionamiento del cerebro.

Los vegetales que aportan gran cantidad de vitaminas B son principalmente las semillas germinadas de todo tipo, las verduras (particularmente las hortalizas), los zumos de brotes tiernos y las microalgas. Entre las mejores fuentes de vitamina C cabe citar el perejil, el pimiento rojo y las bayas de acerola y de goji, así como el cinorrodón.

una alimentación hormonoestimulante

Nuestras funciones sexuales están controladas por las glándulas endocrinas, algunas de las cuales secretan hormonas específicas. Un déficit de producción de estas hormonas tiene efectos negativos sobre la fertilidad y la libido. Determinados nutrientes tienen un efecto positivo en el funcionamiento de estas glándulas; y sirven para contrarrestar el ejército siempre creciente de perturbadores endocrinos.

Las causas principales de infertilidad

Entre los numerosos daños indirectos que genera nuestro estilo de vida, la infertilidad afecta por igual a hombres y mujeres. Las causas que se admiten más a menudo son el consumo de tabaco, café y alcohol. El efecto sobre la fecundidad a largo plazo de métodos anticonceptivos como la píldora es objeto de controversia. Sin embargo, no se habla tanto de la alimentación industrial, refinada y química, la carne, el pescado, las grasas saturadas y trans, el azúcar, las bebidas energéticas y las carencias vitamínicas y minerales. Los productos animales concentran residuos de hormonas, antibióticos y otros productos medicamentosos que atentan contra la vitalidad de los espermatozoides. Por su parte, los alimentos y las bebidas ricos en cafeína acidifican nuestro organismo y lo oxidan prematuramente al hacerlo funcionar con una aceleración excesiva.

Un descenso de la fertilidad es a menudo multifactorial. Los alimentos refinados, por ejemplo, inducen carencias vitamínicas y minerales, así como trastornos metabólicos, que influyen negativamente en la calidad del esperma y la libido.

El aumento de la infertilidad masculina está claramente vinculado a dos causas complementarias: los contaminantes medioambientales, como los desechos farmacéuticos y fitosanitarios en el aire, la tierra y el agua; y el estrés oxidante (véase recuadro siguiente), inherente a nuestros estilos de vida y a nuestros hábitos alimenticios.


¿Qué es el estrés oxidante?

Se atribuye al estrés oxidante un papel determinante en la aparición de enfermedades degenerativas (en especial cáncer, insuficiencias cardíacas, infartos, arteriosclerosis, enfermedades de Alzheimer y de Parkinson, diabetes, degeneración macular asociada a la edad, fibromialgia, artrosis y asma) y en el envejecimiento prematuro.

Es la consecuencia de un desequilibrio entre la producción por nuestro organismo de radicales libres y los sistemas de defensa del mismo, un desequilibrio que se inclina por el lado de un exceso de producción. Este desequilibrio puede tener una causa exógena, como el tabaco, la exposición al sol (rayos ultravioleta), la contaminación, el ozono, determinados medicamentos, las radiaciones ionizantes y sin duda la alimentación.

También puede proceder de una fuente endógena, como la actividad física intensa, los estados inflamatorios, las infecciones virales y bacterianas o los déficits inmunitarios.

Su efecto se contrarresta con el consumo de antioxidantes, de los que la alimentación vital está repleta.


Volvemos siempre a la misma constatación: las enfermedades llamadas «de la civilización» (enfermedades cardiovasculares y autoinmunes, diabetes, cáncer…) se desarrollan en un organismo ácido y oxidado. Los alimentos alcalinizantes y de fuerte poder antioxidante tienen por lo tanto un papel decisivo en materia de fertilidad. Sobre todo deben ser ricos en ácido fólico (vitamina B9), en vitaminas A, C y E, en cinc, en selenio y en fitoestrógenos. Los alimentos vitales los contienen en abundancia.

El estado de nuestra sexualidad es indisociable del de nuestra salud. Puesto que la alimentación es un pilar central de esta última, es bastante simple deducir que alguien que se alimenta y vive saludablemente tiene todas las opciones de gozar de una vida sexual gratificante. No obstante, ciertos alimentos tienen un efecto más específico sobre esta parte de nuestra naturaleza.

Los alimentos «estimulantes» y sexotónicos

La alimentación vital cuenta con numerosos alimentos favorecedores de una vida sexual armónica y dilatada.

Entre las verduras crudas, citemos en particular la remolacha, el apio, el aguacate, los espárragos, el brócoli, las espinacas, el topinambur, el ajo, la cebolla, el boniato, el ñame, el jaramago, el berro, las hortalizas en conjunto, así como las algas y las microalgas, la soja, las semillas germinadas, el zumo de brotes tiernos, la fruta y los granos oleaginosos (almendras, nueces, semillas de calabaza, de girasol…), la quinoa, el arroz, los garbanzos, las lentejas germinadas, la avena germinada, la fruta roja, los albaricoques, el mango, la papaya, la granada, los higos, los plátanos, el polen y los aceites de primera presión en frío.

Entre las especias y hierbas aromáticas, recordemos el jengibre, la pimienta de Cayena, la canela, el cardamomo, la vainilla, el cilantro, el comino, la nuez moscada, el romero, la salvia, el azafrán, el eneldo, la ajedrea y el fenogreco.

De todos estos alimentos y condimentos se conocen bien sus virtudes sexotónicas. Algunos contienen alcaloides, antioxidantes, aceites esenciales y moléculas volátiles que favorecen el deseo y la erección, otros estimulan la espermatogénesis. Actúan a la vez sobre nuestros sentidos, hormonas y vasos sanguíneos.

Su eficacia se refuerza con una actividad física regular oxigenante y el sueño reparador.

Los enemigos del sexo

Sea usted hombre o mujer, padezca infertilidad y/o pérdida de libido, disminuya drásticamente el consumo de azúcar, así como de todos los alimentos que lo contienen. Evite los alimentos grasos, en especial los ricos en ácidos grasos saturados o trans (véase pág. 90). Elimine de la alimentación los productos animales (incluyendo el pescado, cuyo contenido en metales pesados es contraproducente), las frituras, todas las grasas cocinadas y los platos industriales. Prescinda de los alimentos y las bebidas que generan dependencia (alcohol, refrescos, bebidas energéticas, café, alimentos azucarados…). Su efecto estimulante y euforizante a corto plazo termina siempre por perjudicar nuestra salud, en especial la fertilidad y la vida afectiva. Por último, dé prioridad a los alimentos ecológicos, porque todos los residuos químicos, sobre todo los pesticidas y las hormonas, tienen efectos nocivos para nuestras funciones hormonales y sexuales. Coma con preferencia vegetales crudos, porque la cocción, sobre todo si es agresiva, estimula la proliferación de radicales libres.

Finalmente, y para volver a la cuestión de la fertilidad, si se acepta el proverbio de que «somos lo que comemos», cuanta más energía vital integremos más capaces seremos de transmitirla. Así, prestemos atención a la vitalidad que moviliza nuestra alimentación.

Algunas personas sufren, por el contrario, un exceso de libido. La alimentación vegetariana antilibido por excelencia es el tofu, que se supone que reduce los niveles de testosterona. Parece ser que este alimento a base de soja muy cocida fue inventado por los monjes budistas precisamente con este objetivo.