
La historia de la trufa hunde sus raíces en épocas tan remotas que es difícil distinguir la realidad de la leyenda. No obstante parece cierto que, unos tres mil años antes de Cristo, los babilonios se sintieron atraídos por este misterioso don de la naturaleza. Se trataba presumiblemente del tipo Tarfezia leonis, que todavía hoy en día es posible encontrar en aquellas tierras arenosas y que en esos tiempos debía estar muy difundido en todos los arenales de Asia Menor.

Un bonito ejemplar de Tuber magnatum Pico de gran tamaño. (Fotografía de Ente Turismo Alba Bra Langhe e Roero)
Algunos historiadores fechan la primera mención de la trufa como alimento en tiempos de Jacob, unos mil seiscientos años antes de Cristo. Es conocido que los griegos utilizaban trufas en su apreciada cocina: los atenienses honraban a los hijos de Kerpe por el solo hecho de que su padre había inventado nuevas recetas que incluían trufas.
De Teofrasto nos llegan noticias interesantes. En su Historia plantarum, afirma que este valioso ornamento de la mesa era llamado comúnmente ydnon, mientras que en Cirenaica y en Tracia tenía nombres particulares, como misy e iton. El origen de la trufa se atribuía a la combinación de las lluvias otoñales con el trueno.
Durante toda la Antigüedad, la particularidad de este hongo hipogeo, clasificado hoy día como perteneciente a la clase de los Ascomicetes, orden de los Tuberales, género Tuber, que vive bajo tierra sin raíces aparentes, lo hizo todavía más deseable y multiplicó las leyendas sobre sus orígenes y cualidades divinas. Su precio ya era en ese momento muy elevado y su presencia en la mesa era señal de nobleza y de poder de los que la ofrecían. Se afirmaba su poder afrodisiaco y, de hecho, los paganos lo dedicaban a Venus.
Esta convicción duró muchos siglos y fue avalada por célebres pensadores y estudiosos, como Pitágoras o Galeno, quien además dijo: «[…] La trufa es muy nutritiva y puede predisponer a la voluptuosidad».
También algunos autores modernos han apoyado esta teoría. Prunier de Longchamps, por ejemplo, dijo que la trufa es excitante debido a las sales alcalinas volátiles que contiene. Sin embargo, con la realización de análisis en los laboratorios se pudo determinar que la trufa tiene cualidades comunes a muchos otros alimentos que se consumen con normalidad.
Los romanos también fueron grandes consumidores de trufas y probablemente conocieron sólo las trufas de Libia, como demuestran las palabras de Plinio el Viejo que, en Naturalis historia, dijo: «[…] El mayor milagro es el nacimiento y la vida de este tubérculo que crece aislado y rodeado sólo de tierra, la seca, arenosa y fructífera tierra de la elogiada África».
Las primeras recetas que hablan de la trufa son de Apicio, un famoso cocinero de Trajano, que en su De re culinaria canta sus virtudes, recordando cómo Nerón la había definido como el «alimento de los dioses».
Una de estas recetas dice: «Corte las trufas en láminas y condiméntelas con cilantro, ligustro, ruda, salsa de Apicio, aceite y pimienta».

Trufas de verano a punto de ser saboreadas en ensalada. (Fotografía de J. M. Rocchia)
Apicio, según algunos historiadores, no había sido cocinero de Trajano sino de Tiberio; su verdadero nombre era Marco Gavio, y habría escrito De re coquinaria en diez tomos. El De re culinaria, de donde se extrae la receta, sería una obra escrita en la Edad Media. Personalmente no tomo partido en la discusión, y me limito a considerar con una sonrisa que si Apicio preparaba un condimento para las trufas, estas, aun siendo muy apreciadas en la Antigüedad, debían ser bastante más fáciles de encontrar que en nuestros días.
En la Edad Media, los conocimientos sobre la trufa no progresaron mucho y las teorías más difundidas sobre sus orígenes fueron las ya citadas de Teofrasto y Plinio el Viejo, junto con las de Dioscórides, que la consideraba una «raíz tuberculada»; de Cicerón, que la definió como «hija de la tierra», y de Plutarco, que explicaba su origen considerando que procedía del efecto combinado del rayo, agua, tierra y calor.
El redescubrimiento de la trufa se produjo finalmente en la Edad Moderna. En 1776, Bernardo Vigo escribió en latín el poema Tuber terrae como elegía a la trufa. Mantegazza la definió como «el misterio poético del mundo gastronómico».
Las mesas de los más refinados de la época, desde Luis XVIII a Napoleón I o al papa Gregorio IV, otorgaron un gran espacio al inigualable hongo, al que el naturalista polaco Michel-Jean Compte de Borch dedicó un libro, publicado en Milán en 1780 y titulado Lettres sur les trufes du Piemont, estudio dedicado por completo a la trufa blanca del Piamonte, descrita como la más perfumada, aromática y apreciada.
Aunque fue a partir de este texto que se inició la discusión sobre las distintas calidades de trufas, ya con anterioridad se habían realizado estudios sobre las mismas. En 1699 el inglés Ray descubrió la presencia de lo que hoy en día se conoce como esporas, a lo que él llamaba semillas, en la reproducción de los hongos, y su compatriota Tournefort declaró, al año siguiente, la posibilidad de que sucediera lo mismo con la trufa. No obstante, fue Geoffroy quien en 1711 destacó que la pulpa de la trufa contenía una infinidad de puntos oscuros (las esporas), microscópicos y cerrados en ascas. También descubrió que el roble era el árbol junto al que la trufa se desarrollaba con mayor facilidad.
Al cabo de algunos años, en 1729, Micheli, recuperando los estudios de Geoffroy, definió exactamente el número de esporas contenidas en las ascas de los principales tipos de trufa, reproduciendo incluso su dibujo. Con todo, en el mismo siglo XVIII la trufa seguía rodeada de misterio, tanto que en 1827 Turpin, aunque aceptando la idea de las esporas, las consideraba pequeñísimas trufas ya completas, a las que llamaba trufinelas, destacando que la trufa, tal como se recogía, estaba formada por la unión de muchísimas trufinelas.
El mismo año, De Bornholz planteó que la trufa no podía considerarse ni vegetal ni animal, sino que tenía que inscribirse en una categoría intermedia. En el año 1857, Revel declaró que la trufa se originaba con la picadura de una mosca determinada en las raíces del roble.
En general, durante esos años, las principales teorías sobre los orígenes y la composición de la trufa fueron las siguientes:
— fenómeno debido a la exudación de la tierra, las ramas y las hojas de las plantas debajo de las que crece;
— fenómeno que debe proceder de la fermentación de la tierra, debida a condiciones geoclimáticas particulares;
— consecuencia de la producción de agallas, debidas a picaduras de determinados insectos;
— fenómeno generado por algunos tubérculos nacidos espontáneamente de las raíces de las plantas junto a las que crecen;
— origen parasitario de la trufa, que se desarrolla perjudicando a las plantas junto a las que crece.
Sea cual sea la consideración que haya tenido desde el punto de vista de la botánica, resulta indiscutible que durante el siglo XIX la trufa ocupó un lugar destacado en grandes banquetes, participando también en acontecimientos históricos de importancia capital, como puede verse en la comida servida al finalizar el Congreso de Viena, en 1815:
Potaje de pepino a la holandesa
Croquetas de esturión con trufa
Budín de pescado a la Richelieu
Gelatina de anguilas a la mantequilla de gambas

Tuber borchii. (Fotografía de J. M. Rocchia)
La fecha clave en el estudio de la trufa es el año 1831, en el cual se publica la Monographia tuberacearum de Carlo Vittadini, obra en la que se ponen las bases del estudio moderno de la trufa, salvando la terminología y algunas imprecisiones que se rectificaron con rapidez. Vittadini describe la mayor parte de las especies de trufa de manera sistemática y basada en criterios científicos, eliminando así la confusión existente. En reconocimiento a su trabajo, el nombre científico de muchas trufas termina con su nombre, como el Tuber melanosporum Vittadini (trufa negra de prestigio), el Tuber borchii Vittadini (trufa blanquilla) y otras.
Después de Vittadini, Tulasne, en 1862, en su obra Funghi Hypogaei, aportó más información sobre la trufa. Fue muy importante el descubrimiento de un micelio esparcido por el terreno donde se desarrolla el cuerpo fructífero de la trufa. Tulasne observó que el micelio tiene su punto de unión con la trufa en una pequeña depresión de la superficie externa, donde convergen todas las nervaduras internas, o bien, como en el caso del Tuber excavatum Vittadini, en una cavidad más amplia. En 1892 Chatin, recogiendo lo mejor de los estudios precedentes, llegó a dar una definición botánica de la trufa, descrita como perteneciente a la familia de las Tuberáceas, género Tuber. También fueron importantes sus estudios sobre la relación trufa-árbol, aunque no aclaró su estrecha interdependencia.
En los primeros años del siglo XX, se concentran los estudios sobre la germinación de las esporas, un tema bastante controvertido. Boulanger (1903-1906), Sappa (1940), Ceruti (1965), Fontana (1967-1979), Chevalier, Moussain y Conteaudier (1975), Filippello y Marchisio (1980-1981) son algunos de los más insignes estudiosos de la trufa. Deben recordarse también los importantes centros de estudio de la trufa en la Estación de Patología Vegetal de Clermont-Ferrand y el Centro de Investigación INRA de Burdeos, en Francia, y el Centro de Estudios sobre Micología del Suelo del CNR del Jardín Botánico de la Universidad de Turín.
Primeros cultivos
Desde el momento en que la trufa se convirtió en materia de estudio científico, también su cultivo despertó un gran interés. Una vez clasificadas las distintas especies y caracterizados sus hábitat preferidos, la casi totalidad de los estudios actuales se orientan hacia la búsqueda y mejora de las técnicas de cultivo.
El camino recorrido hasta ahora ha sido notable, pero queda todavía mucho por hacer. Se han obtenido buenos resultados, por ejemplo con el Tuber melanosporum y con el T. albidum, mientras que todavía no se ha logrado ningún resultado científicamente reconocido con el Tuber magnatum. Precisamente por esta razón es la trufa más apreciada y la más estudiada por expertos e investigadores.
Antes de examinar el actual nivel de conocimientos, veremos cómo nació el cultivo de la trufa o truficultivo.
En primer lugar debe precisarse que se trata de un cultivo indirecto, en el sentido de que no se cultiva la trufa, sino la planta productora de trufas. Reproduciendo las condiciones ideales, imitando todo lo que sucede en la naturaleza, se crean (después se verá cómo) las plantas trufígenas y se cultivan. Actualmente las técnicas utilizadas se basan en el conocimiento de la trufa, en el análisis del terreno y en el trabajo de laboratorio, que eran desconocidos por los primeros cultivadores de trufas.
Francia
La truficultura comenzó en Francia, cuando dos primos de nombre Talon, de Croagnes, un pueblecito de Vaucluse, en 1810, plantaron bellotas en un pequeño dominio de su propiedad. Aunque su intención era reforestar, el resultado fue que, al cabo de algunos años, el terreno empezó a llenarse de trufas.
Se trataba casi seguro de Tuber melanosporum. Los dos primos supusieron que la razón del milagro era que las bellotas que habían sembrado, al proceder de plantas trufígenas, habían dado origen a su vez a robles trufígenos. En pocos años, otras personas, imitando a los Talon, se dedicaron a reforestar terrenos marginales con la esperanza de obtener trufas. Lo hicieron de un modo empírico, sin plantearse demasiadas preguntas: poco importaba que el éxito dependiera más o menos de las bellotas o de que existieran otras razones. Lo único importante eran las trufas, que en la mayoría de los casos se lograban recoger en plazos relativamente cortos (6-8 años).
La primera observación técnica no llegó hasta 1850, cuando se dieron cuenta de que los primeros robles jóvenes, que formaban ya un tupido bosque, producían trufas solamente en los márgenes. Se comprendió entonces que era necesario espaciar los árboles y eliminar el sotobosque.
A partir de esas primeras consideraciones surgió el debate sobre el cultivo de la trufa que dio lugar a las tesis más dispares. Algunos pensaban que debía sembrarse directamente, trasplantando en el terreno, cerca de los árboles adecuados, trozos de trufa, que generarían después otras.
Estas primeras experiencias, carentes por completo de base científica, no consiguieron siempre los resultados apetecidos en cuanto al incremento de producción de trufas, sin embargo, se derivó de ellas un hecho indudablemente positivo, como fue la reforestación general de las tierras marginales, primero en Vaucluse, y después en otras regiones trufícolas francesas. Además de esas experiencias se establecieron las premisas para el debate sobre el cultivo de la trufa, todavía abierto hoy en día. El año 1865 resulta importante en la historia del moderno cultivo de la trufa. En esta fecha el gobierno francés envió una comisión oficial de la Academia de Francia a visitar las truferas, implantadas unos veinte años antes en Puits du Plan por un comerciante llamado Rousseau, que desde 1855 producía magníficos ejemplares de trufa negra. Los académicos confirmaron que las truferas eran productivas y que las observaciones hechas por Rousseau tenían base científica.
Rousseau, más experimentador que científico, fue el primero en observar otros factores que podían contribuir al éxito de los trasplantes: desde los factores meteorológicos hasta la irrigación de los terrenos, desde la poda de los árboles a la eliminación del sotobosque. También fue uno de los primeros, junto a Bonner, Ferry y Chatin, que sostuvo que la única supremacía que las bellotas de robles productivos tenían sobre las demás era que se vendían a precios mucho más altos. Intuyó, además, que en la producción de la trufa influyen muchos factores.
Hoy en día queda claro que la bellota caída de una planta trufígena puede recoger accidentalmente algunas esporas, aunque no hereda en absoluto de la planta madre la capacidad de producir trufas. Rousseau lo intuyó y su mérito posterior fue difundir sus observaciones de un modo completamente desinteresado. Por este motivo, en 1865 se dictó la primera ley estatal de protección de los cultivos de plantas trufígenas.

Bosque caducifolio
Italia
En Italia la situación era diferente. De hecho, mientras que en Francia las zonas trufícolas eran amplias y yermas, y por lo tanto bastaba sembrar las bellotas en terrenos trufígenos para obtener resultados, en Italia las zonas de producción eran limitadas y a menudo lindaban no con terrenos yermos, sino con cultivos que requerían periódicas labores en el terreno, lo que impide el normal desarrollo del micelio y después de la trufa. Esto en cuanto a la trufa negra de Norcia y Spoleto; en cuanto a la trufa blanca, la situación era y es todavía más compleja, como veremos al analizar la situación actual.
A principios del siglo XIX, a pesar de las repetidas invitaciones de Mattirolo, que incitaba a la reforestación con árboles que podían, en determinados medios, convertirse en trufígenos, en Italia no se realizaron actuaciones en ese sentido. Sin embargo, fueron muchos los experimentadores que estudiaron el problema, desde Francolini (entre las dos guerras) a Mannozzi Torini, en años más recientes. Los resultados fueron siempre escasos o poco satisfactorios. Se pasó del trasplante a la siembra en macetas; se prestó más atención a la elección de los terrenos y se realizaron experimentos, sumergiendo las bellotas, antes de sembrarlas, en soluciones obtenidas machacando trufas maduras con agua. Se intentó también favorecer la simbiosis, bañando con las mismas soluciones esporíferas el terreno donde se plantaban las bellotas, pero el verdadero cultivo moderno de la trufa, como dice Ceruti, se inició en 1965.
Ese año se empezó, por parte del Centro de Micología del CNR, el tratamiento de plantas estériles con papillas de trufa en el laboratorio, en invernaderos estériles y viveros estériles. Comenzaron después a obtener plantas micorrizadas por vía experimental: Mannozzi Torini (1970, 1971, 1984), Ceruti (1972), Fassi y Fontana (1967), Fontana y Palenzona (1969) y, sucesivamente, otros estudiosos e investigadores.
El objetivo que se impone hoy en día es mantener en el campo la micorriza específica y promover las condiciones para la formación de trufas. Ya se han obtenido buenos resultados con el Tuber melanosporum, con el T. brumale, el T. aestivum y el T. albidum, pero no con el T. magnatum, aunque se han puesto las bases para obtener buenos resultados en breve.
España
El aprovechamiento de la trufa en España comenzó en Cataluña con la intervención de recolectores procedentes de Francia. Posteriormente, la búsqueda se dirigió hacia el sur y hacia el oeste siguiendo los bosques de la Cordillera Costero Catalana, el Prepirineo y el Sistema Ibérico, terrenos de carácter calizo con vegetación mediterránea. En la actualidad, la producción se concentra especialmente en las siguientes Comunidades y provincias: Cataluña (Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona), Comunidad Valenciana (Castellón y Valencia), Castilla la Mancha (Cuenca, Guadalajara y Albacete), Aragón (Huesca, Teruel y Zaragoza), Castilla y León (Soria y Burgos), País Vasco (Álava), La Rioja y la Comunidad Foral de Navarra. También se produce, aunque de un modo muy reducido en Jaén y en Granada, y se han realizado algunas experiencias de cultivo en Badajoz, Sevilla y Cádiz.
La primera publicación editada en España sobre el interés económico de la trufa es de 1900 y corresponde al libro de D. Enrique de Bellpuig titulado Trufas, setas, espárragos y fresas. La producción de trufa ha sido tradicionalmente natural, y no fue hasta la década de 1960 cuando comenzaron a realizarse los primeros estudios sobre micorrización controlada de Tuber aestivum y Tuber melanosporum en avellano (Palenzona, 1969). Estas investigaciones perfeccionadas en etapas posteriores serían la base de la producción comercial de plantas micorrizadas destinadas a la plantación. Los trabajos científicos publicados hasta el inicio de la década de 1990 fueron importantes aunque muy limitados, entre los que cabe destacar los de Fité Balagué (1962), Recio (1972), Nicolás (1973), Abreu (1975), Reyna (1982,1992), Aguilar (1982), Oria de Rueda (1987,1989), Rodríguez de Barreal y otros (1989) y Martínez de Azagra (1991).
Desde 1990 hasta la actualidad se ha incrementado notablemente el interés científico por las técnicas de producción de la trufa y se han establecido múltiples grupos de investigación en universidades españolas, que han dado como resultado la publicación de más de sesenta estudios técnicos y textos de divulgación. En paralelo a este trabajo de investigación ha aumentado también la preocupación del sector privado y de las Comunidades Autónomas, que tienen competencias sobre el sector agrícola y han establecido una normativa específica y centros de desarrollo agrario.
La truficultura natural, sin embargo, está disminuyendo desde hace años debido a la falta de cuidados y de gestión racional de los bosques. Puede destacarse, por ejemplo, el efecto negativo producido por la repoblación con coníferas en las áreas de encinar y robledal. A pesar de ello, la producción trufera se mantiene estable gracias al aumento de las plantaciones artificiales, entre las que destaca por su tamaño la de la empresa Arotz, en la provincia de Soria, que con una extensión de 600 ha es la mayor en una sola parcela.
Las principales especies arbóreas vinculadas a la trufa son en España el quejigo o roble (Quercus faginea), la encina (Quercus ilex), la coscoja (Quercus coccifera) y el avellano (Corylus avellana). Este último resulta muy interesante desde el punto de vista de la truficultura artificial porque se micorriza con facilidad, produce trufas con mucha rapidez y los frutos propios del árbol son apreciados en el mercado. No obstante, el rendimiento trufero decae bastante pronto y tiende, de modo natural, a producir Tuber brumale antes que Tuber melanosporum. Por este motivo se utiliza cada vez menos en los viveros.
Los ejemplares del género Quercus ofrecen mejores resultados y de ellos el más utilizado es la encina, que se adapta bien a los suelos silíceos, calizos y yesosos. En zonas con menor humedad prolifera la coscoja, pero no se utiliza en plantaciones artificiales a causa de su lento crecimiento.