La primavera llegaba a su fin y el verano empezaba a perfilarse cuando, en junio de 2007, lo que parecía ser un típico domingo estival mudó en algo totalmente atípico para Anna Willems.
Las cristaleras que comunicaban el salón con el jardín estaban abiertas de par en par y las delicadas cortinas blancas ondeaban con la brisa, que empujaba al interior las fragancias del exterior. Los rayos de un sol radiante se reflejaban en torno a Anna, que descansaba cómodamente. Un coro de pájaros trinaba y gorjeaba en el jardín, y Anna oía la lejana melodía que creaban las carcajadas infantiles y los alborozados chapuzones en alguna piscina vecina. Su hijo, de doce años, leía recostado en el sofá. Anna oía también a su hija de once, que canturreaba para sí mientras jugaba en su habitación de la primera planta, encima del salón.
Anna, psicoterapeuta de profesión, trabajaba como directora y era miembro del consejo de una importante institución psiquiátrica de Ámsterdam, cuyos beneficios sumaban más de diez millones de euros anuales. A menudo aprovechaba el fin de semana para ponerse al día con sus lecturas profesionales y esa tarde estaba sentada en la butaca de cuero rojo leyendo un artículo científico. Anna no podía imaginar que eso que cualquiera habría considerado un entorno ideal de haber asomado la nariz en su salón estaba a punto de convertirse en una pesadilla.
Anna estaba un poco distraída. No acababa de concentrarse en el material que intentaba estudiar. Dejó los papeles e hizo un descanso, según se preguntaba otra vez dónde se habría metido su marido. Se había marchado a primera hora de la mañana mientras ella se duchaba. Había desaparecido sin comunicar a nadie a dónde se dirigía. Los niños le habían relatado a Anna que su padre se había despedido de ellos con un gran abrazo antes de partir. Ella había intentado llamarlo al móvil varias veces, pero él no respondía y tampoco le devolvía las llamadas. Probó otra vez; nada. Algo no iba bien.
A las tres y media de la tarde sonó el timbre. Cuando Anna abrió la puerta principal, vio a dos policías plantados al otro lado.
—¿Es usted la señora Willems? —preguntó uno de los agentes. Cuando ella respondió afirmativamente, los policías le preguntaron si podían pasar para hablar con ella. Preocupada y un poco desconcertada, Anna los invitó a entrar. Y entonces le dieron la mala noticia: por la mañana, su marido había saltado de uno de los edificios más altos de la ciudad. Como era de esperar, la caída había sido fatal. Anna y sus dos hijos se sentaron, presas de un estupor paralizante y de la incredulidad.
Anna dejó de respirar un instante y, cuando pudo tomar aire, empezó a temblar de un modo incontrolable. Tuvo la sensación de que el tiempo se congelaba. Mientras sus hijos seguían allí sentados, en estado de shock, Anna intentó disimular su dolor y su estrés para no inquietarlos aún más. Una fuerte jaqueca se apoderó de ella súbitamente. Al mismo tiempo, notó un intenso calambre en el vientre. Se le tensaron el cuello y los hombros según su mente pasaba de un pensamiento a otro con frenesí. Anna había entrado en modo de supervivencia.
Las hormonas del estrés toman el mando
Desde un punto de vista científico, vivir con estrés equivale a vivir bajo mínimos. Cuando percibimos la presencia de una circunstancia estresante que nos amenaza en algún sentido (cuyas consecuencias no podemos predecir ni controlar), un sistema nervioso primitivo, el sistema nervioso simpático, se pone en marcha y el cuerpo moviliza una cantidad enorme de energía en respuesta al factor estresante. A nivel fisiológico, el cuerpo dispone al momento de los recursos que va a necesitar para afrontar un peligro inminente.
Las pupilas se dilatan para que podamos ver mejor; el ritmo cardiaco y la respiración se aceleran para que podamos correr, luchar o escondernos; el organismo libera glucosa al torrente sanguíneo con el fin de que nuestras células dispongan de más energía y la sangre se desplaza de los órganos internos a las extremidades para que podamos movernos con rapidez, de ser necesario. El sistema inmunitario se dispara y luego decae, según la adrenalina y el cortisol inundan los músculos con el fin de proveerlos de la descarga de energía que necesitan para escapar o eludir al estresor. La circulación abandona el cerebro anterior, nuestro cerebro racional, para dirigirse al cerebro posterior, de modo que perdemos capacidad de pensar creativamente a la par que se activan nuestros instintos para que podamos reaccionar con celeridad.
En el caso de Anna, la noticia estresante del suicidio de su marido sumió su cerebro y su cuerpo en ese estado de supervivencia. A corto plazo, todos los organismos pueden tolerar las condiciones adversas que requiere luchar, esconderse o huir de un estresor inminente. Estamos diseñados para soportar breves descargas de angustia como ésas. Cuando el peligro ha cesado, el cuerpo acostumbra a volver a la normalidad en cuestión de horas, durante las cuales recupera sus niveles de energía normales y retoma sus recursos vitales. Sin embargo, cuando el factor de estrés no cesa, el cuerpo jamás recupera el equilibrio. En realidad, ningún organismo de la naturaleza soporta vivir en condiciones de emergencia durante largos periodos.
Como nuestro cerebro es grande, los seres humanos poseemos la capacidad de cavilar sobre nuestros problemas, revivir situaciones del pasado e incluso prever catástrofes futuras; todo lo cual desencadena una cascada de reacciones químicas relacionadas con el estrés. Nos basta recordar un episodio perturbador del ayer o tratar de controlar un mañana impredecible para provocar grandes desequilibrios fisiológicos en el cerebro y el organismo.
Anna revivía mentalmente el traumático suceso a diario, una y otra vez. No se percataba de que su cuerpo desconocía la diferencia entre el acontecimiento original, que había provocado su reacción de estrés, y el recuerdo de éste, que le suscitaba las mismas emociones que la experiencia real. En cada ocasión, nocivas sustancias químicas inundaban su cerebro y su cuerpo, igual que si el desastre se estuviera repitiendo una y otra vez. De ahí que su mente no dejase de registrar el suceso en la memoria, y su cuerpo experimentaba esos agresivos procesos químicos a razón de unas cien veces al día. Al recordar la experiencia repetidamente, Anna estaba encadenando su cerebro y su cuerpo al pasado sin darse cuenta.
Las emociones son consecuencias (o respuestas) químicas de experiencias pasadas. Según nuestros sentidos registran información procedente del entorno, grupos de neuronas se organizan en redes. Cuando crean una red, el cerebro fabrica un compuesto químico que viaja por el cuerpo. Ese compuesto es la emoción. Recordamos mejor los acontecimientos cuando evocamos cómo nos sentimos al experimentarlos. Cuanto más alto sea el coeficiente emocional de un suceso —ya sea positivo o negativo—, más profundo será el cambio de la química interna. En el instante en que reparamos en un cambio interno significativo, el cerebro presta atención al agente externo que ha generado ese cambio y registra las condiciones externas. A eso lo llamamos memoria.
En consecuencia, el recuerdo de un acontecimiento puede quedar neurológicamente grabado en el cerebro y la escena se congela en nuestra materia gris, tal como le sucedió a Anna. La combinación de personas u objetos presentes en el momento y el lugar en que se produce la experiencia estresante se inscribe en nuestra arquitectura neuronal como una imagen holográfica. Así se crean los recuerdos a largo plazo. En consecuencia, la experiencia se imprime en nuestros circuitos neuronales, mientras que la emoción se almacena en el cuerpo; y de ese modo el pasado deviene en nuestra anatomía. En otras palabras, cuando experimentamos un hecho traumático, tendemos a pensar, en términos neuronales, dentro del circuito de esa experiencia y a sentir, en términos químicos, dentro de los límites de las emociones que nos generó el suceso, de modo que nuestro estado de consciencia —cómo pensamos y cómo nos sentimos— queda biológicamente atrapado en el pasado.
Como imaginarás, Anna experimentaba un caudal de emociones negativas: una tristeza tremenda, dolor, autocompasión, pena, sentimiento de culpa, vergüenza, desesperación, rabia, odio, frustración, resentimiento, estupor, miedo, ansiedad, preocupación, agobio, angustia, desesperación, impotencia, aislamiento, soledad, incredulidad y sentimiento de traición. Y ninguna de esas emociones se disipó con rapidez. Como Anna analizaba su vida inmersa en las emociones del pasado, sufría cada vez más. Y como no podía pensar más allá de su malestar, y puesto que estas emociones eran un recuerdo de otro tiempo, pensaba desde el pasado y cada día se sentía peor. Como psicoterapeuta que era, podía comprender racional e intelectualmente lo que le estaba pasando, pero su sufrimiento era más poderoso que todos sus conocimientos.
Sus amistades empezaron a tratarla como a una mujer que ha perdido a su marido, y esa condición devino en su nueva identidad. Asociaba los recuerdos y sentimientos con su estado presente. Cuando alguien le preguntaba por qué se sentía tan mal, le contaba la historia del suicidio. En cada ocasión revivía el dolor, la angustia y el sufrimiento, una y otra vez. Al hacerlo, Anna seguía activando los mismos circuitos de su cerebro y su cuerpo, que la sumían aún más en el pasado. Pensaba, actuaba y sentía a diario como si el pasado fuera el presente. Y habida cuenta de que nuestros pensamientos, actos y sentimientos configuran nuestra personalidad, la personalidad de Anna era un producto del pasado. Desde una perspectiva biológica, al actualizar constantemente el relato del suicidio de su marido, Anna, literalmente, no podía superar lo sucedido.
El inicio de una espiral descendente
Anna ya no podía trabajar y tuvo que pedir la baja laboral. En esa época descubrió que su marido, aun siendo un abogado de éxito, estaba experimentando graves dificultades financieras. Anna tendría que pagar deudas considerables de las que ni siquiera tenía conocimiento previo; y carecía del dinero para hacerlo. Como es natural, el estrés emocional, psicológico y mental que ya padecía se multiplicó.
Los pensamientos de Anna devinieron un círculo vicioso en el que las mismas preguntas se repetían una y otra vez: «¿Cómo voy a cuidar de mis hijos? ¿Cómo superaremos este trauma y cómo afectará a nuestras vidas? ¿Por qué se marchó mi marido sin despedirse de mí? ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que era tan infeliz? ¿Le fallé como esposa? ¿Cómo pudo abandonarme con dos hijos, y cómo me las arreglaré para criarlos yo sola?»
Poco después, los juicios de valor se abrieron paso en su mente: «¡No debería haberse suicidado, sabiendo que me iba a dejar en medio de un desastre financiero! ¡Qué cobarde! ¿A quién se le ocurre privar a sus hijos de un padre? Ni siquiera escribió un mensaje para los niños y para mí. Le odio por no haber dejado una nota de despedida. Hay que ser muy mala persona para dejarme sola con dos hijos a los que criar. ¿No se le ocurrió pensar cómo nos iba a afectar su decisión?» La carga emocional de todos esos pensamientos empeoró su salud aún más si cabe.
Nueve meses más tarde, el 21 de marzo de 2008, Anna despertó paralizada de cintura para abajo. Pocas horas después estaba tumbada en el hospital, con una silla de ruedas junto a la cama. Le habían diagnosticado neuritis: inflamación del sistema nervioso periférico. Tras efectuar varias pruebas, los médicos no pudieron encontrar ninguna causa estructural que justificase su estado y concluyeron que debía de tratarse de un problema autoinmune. Su sistema inmunitario había atacado al sistema nervioso de la espina lumbar, rompiendo así la capa protectora que recubre los nervios, lo que le había provocado parálisis en ambas piernas. No podía retener la orina, tenía dificultades para controlar los intestinos y carecía de sensaciones y de control motor en ambas piernas y en los pies.
Cuando la reacción de lucha o huida se desencadena en el sistema nervioso y permanece activa a causa del estrés crónico, el cuerpo recurre a todas sus reservas energéticas para afrontar la amenaza constante que percibe en el entorno exterior. En consecuencia, el cuerpo carece de energía para regenerarse y repararse en el entorno interior, lo que desequilibra el sistema inmunitario. Debido a su incesante conflicto interno, el sistema inmunitario de Anna había atacado a su cuerpo. Finalmente estaba expresando en el plano físico el dolor y el sufrimiento que experimentaba en el plano mental. Resumiendo, Anna no podía mover el cuerpo porque no podía seguir adelante con su vida; se había quedado atascada en el pasado.
A lo largo de las seis semanas siguientes, los médicos trataron a Anna con grandes dosis de dexametasona intravenosa y otros corticoides para reducir la inflamación. A causa del estrés añadido y de los fármacos que le estaban administrando —que tienden a debilitar aún más el sistema inmunitario— contrajo también una agresiva infección bacteriana, que los médicos combatieron con antibióticos a mansalva. Transcurridos dos meses, Anna fue dada de alta. Podía desplazarse de un lado a otro, pero sólo con ayuda de muletas o un andador. Seguía sin notar la pierna izquierda y experimentaba grandes dificultades para permanecer de pie. No podía caminar con normalidad. Aunque dominaba un poco mejor los intestinos, no controlaba la orina. Como puedes imaginar, la nueva situación agravó los niveles de estrés de Anna, que ya estaban por las nubes. Su marido se había suicidado, apenas si podía trabajar para mantenerse a sí misma y a sus hijos, padecía una grave crisis financiera y había pasado dos meses en el hospital completamente paralizada. Su madre tuvo que mudarse a su casa para echarle una mano.
Anna se encontraba inmersa en una catástrofe emocional, mental y física, y si bien contaba con los mejores profesionales y los fármacos más avanzados de un prestigioso hospital, no lograba mejorar. En 2009, dos años después de la muerte de su marido, le diagnosticaron una depresión clínica; así que empezó a tomar todavía más medicación. En consecuencia, los estados de ánimo de Anna oscilaban de la rabia a la tristeza pasando por el dolor, el sufrimiento, la impotencia y la frustración, cuando no el miedo y el odio más intensos. Como esas emociones influían en su conducta, su comportamiento se tornó un tanto irracional. Al principio se peleaba con todos aquellos que tenía cerca exceptuando a sus hijos. Pero luego empezó a discutir con su hija también.
La noche oscura del alma
Mientras tanto, nuevos problemas físicos empezaron a manifestarse y el viaje de Anna se tornó aún más doloroso si cabe. Como consecuencia de otra enfermedad autoinmune llamada liquen plano erosivo, grandes ulceraciones se extendieron por las membranas mucosas de su boca y se propagaron a su esófago superior. Para tratar la dolencia, Anna se vio obligada a usar pomadas corticosteroides en la boca y a sumar más pastillas a la medicación diaria. Esos nuevos medicamentos inhibieron la producción de saliva. No podía tomar alimentos sólidos, así que perdió el apetito. Anna sufría tres tipos de estrés —físico, químico y emocional— al mismo tiempo.
En 2010, Anna entabló una relación disfuncional con un hombre que la maltrataba a ella y a sus hijos mediante el abuso verbal, los juegos de poder y las amenazas constantes. La mujer perdió todo su dinero, el trabajo y cualquier sensación de seguridad. Cuando perdió la casa también, tuvo que mudarse a vivir con el maltratador. Los niveles de estrés de Anna seguían aumentando. Las ulceraciones se extendieron a otras membranas mucosas, incluida la vagina, el ano y todo el esófago. Su sistema inmunitario se había derrumbado y ahora padecía diversos problemas de piel, alergias alimentarias y problemas de peso. Empezó a experimentar dificultad para deglutir y acidez de estómago, así que le recetaron nuevos medicamentos.
En octubre, Anna abrió una pequeña consulta de psicoterapia en su hogar. Sólo tenía fuerzas para atender a dos clientes al día, por la mañana, mientras sus hijos estaban en el colegio, y únicamente tres días a la semana. Por la tarde se sentía tan agotada y enferma que se tumbaba en la cama hasta el regreso de sus hijos. Intentaba atenderlos lo mejor que podía, pero no tenía energía y nunca se encontraba con ánimo para salir de casa. Anna apenas si veía a nadie. Carecía de vida social.
Todas las circunstancias de su vida y de su cuerpo le recordaban constantemente hasta qué punto era desgraciada. No podía pensar con claridad y le costaba concentrarse. Apenas si tenía vitalidad o energía para seguir viva. Al menor esfuerzo, su pulso excedía los doscientos latidos por minuto. Sudaba y jadeaba constantemente, y notaba un fuerte dolor en el pecho con regularidad.
Anna estaba experimentando la más oscura noche del alma. Súbitamente, entendió por qué su marido se había quitado la vida. No estaba segura de poder soportarlo más y empezó a considerar la idea del suicidio. Nada puede ser peor que esto, pensaba.
Y, pese a todo, su estado empeoró todavía más. En enero de 2011, el equipo médico le encontró un tumor junto a la boca del estómago y le diagnosticó cáncer esofágico. Como es natural, la noticia no hizo sino aumentar los niveles de estrés de Anna. Los médicos sugirieron una tanda rigurosa de quimioterapia. Nadie le preguntó por su estado emocional y mental; se limitaron a tratar los síntomas físicos. Sin embargo, el estrés de Anna estaba disparado y no había modo de frenarlo.
Sorprende la cantidad de personas que experimentan eso mismo. A causa de un fuerte shock o de un trauma, nunca llegan a superar las emociones asociadas, y tanto sus vidas como su salud se hacen añicos. Si una adicción es algo que se apodera de nosotros, podríamos concluir objetivamente que las personas como Anna se vuelven adictas a esas mismas emociones estresantes que las han enfermado. La subida de adrenalina y otras hormonas del estrés estimulan su cuerpo y su cerebro, lo que les proporciona una descarga de energía.3 Con el tiempo, se vuelven adictas a esa descarga de compuestos químicos; y luego recurren a las personas y a las circunstancias que las rodean para reforzar su adicción a la emoción y así volver a activarla. Anna estaba empleando su situación de estrés para renovar la descarga de energía y, sin darse cuenta, se había vuelto emocionalmente adicta a la misma vida que tanto odiaba. La ciencia nos dice que el estrés crónico acaba por pulsar las teclas genéticas que provocan la enfermedad. Así pues, si Anna estaba desencadenando su propia reacción de estrés al pensar en sus problemas y en el pasado, sus mismos pensamientos la estaban enfermando. Y como las hormonas del estrés son tan poderosas, había desarrollado una adicción a sus propios pensamientos, los mismos que la llevaban a sentirse tan mal.
Anna accedió a someterse a la quimioterapia, pero después de la primera sesión se desmoronó mental y emocionalmente. Una tarde, mientras sus hijos estaban en el colegio, Anna se desplomó en el suelo, llorando. Por fin había tocado fondo. Comprendió que, de seguir así, no viviría mucho más y dejaría a sus hijos huérfanos de padre y madre.
Empezó a rezar pidiendo ayuda. Sabía, en el fondo de su corazón, que las cosas tenían que cambiar. En un gesto de absoluta sinceridad y derrota, pidió guía, apoyo y una salida. Prometió que, si sus plegarias eran atendidas, daría las gracias cada día del resto de su vida y ayudaría a las personas que se encontraran en su misma situación.
El punto de inflexión de Anna
Anna se tomó su decisión de cambiar como una misión. En primer lugar decidió dejar todos los tratamientos al igual que los fármacos que tomaba para sus diversas enfermedades físicas, aunque no abandonó los antidepresivos. No informó a los médicos y a las enfermeras de que no volvería. Sencillamente, no se presentó a los controles. Nadie la llamó ni le preguntó por qué. Únicamente el médico de familia se puso en contacto con Anna para expresar su preocupación.
Aquel frío día de invierno de febrero de 2011 en el que se derrumbó en el suelo llorando y pidiendo ayuda, Anna tomó la firme decisión de transformarse tanto a sí misma como su vida, y la intensidad de su determinación le otorgó un nivel de energía que permitió a su cuerpo responder a esa idea. Fue esa decisión de cambiar la que le proporcionó las fuerzas necesarias para alquilar una casa en la que vivir con sus hijas y dejar la relación destructiva en la que se había instalado. De algún modo, ese instante la redefinió. Supo que tenía que empezar de cero.
Anna y yo nos conocimos un mes más tarde. Una de las pocas amigas que le quedaban le había reservado una plaza en una de mis charlas de los viernes. Su amiga le propuso un trato: si le gustaba la charla, se quedarían al taller que duraba todo el fin de semana. Anna aceptó. La primera vez que la vi, estaba sentada en una sala atestada, a la izquierda del pasillo exterior. Las muletas descansaban contra la pared, junto a su asiento.
Como de costumbre, mi charla de esa noche se centraba en la capacidad de nuestros pensamientos y sentimientos para influir en el cuerpo y en la vida. Hablé de cómo nos enferman las sustancias químicas derivadas del estrés. Me referí a la neuroplasticidad, a la psiconeuroinmunología, a la epigenética, a la neuroendocrinología e incluso a la física cuántica. Trataré todos esos temas con más profundidad en otra parte del libro, pero, de momento, me conformo con que sepas que las más recientes investigaciones en esas ramas de la ciencia apuntan al poder de la posibilidad. Esa noche, rebosante de inspiración, Anna pensó: Si yo he creado la vida que tengo ahora mismo, incluida la parálisis, la depresión, la debilidad de mi sistema inmunitario, las ulceraciones e incluso el cáncer, es posible que pueda revertirlo todo con la misma pasión con que lo creé. Y, con esa poderosa idea en mente, Anna decidió curarse.
Inmediatamente después de participar en su primer taller, empezó a meditar dos veces al día. Como es natural, sentarse a meditar le resultaba complicado al principio. Tuvo que vencer muchas dudas, y algunos días no se encontraba bien, ni mental ni físicamente; pero meditaba de todos modos. También tenía mucho miedo. Cuando el médico de familia llamó para saber por qué Anna había dejado los tratamientos y la medicación, le dijo que era una ingenua y una boba y que no tardaría en empeorar y morir. Imagina la sensación que le provocó que una figura de autoridad le soltara algo así. A pesar de todo, Anna siguió meditando a diario y empezó a vencer sus miedos. A menudo se sentía abrumada por las cargas financieras, las necesidades de sus hijos y sus muchas limitaciones físicas, pero nunca usó esas circunstancias para zafarse del trabajo interior. Incluso asistió a cuatro talleres más ese mismo año.
Según fue conectando consigo misma y transformando sus pensamientos inconscientes, sus hábitos automáticos y sus estados emocionales reflejos —que se habían grabado en su cerebro y controlaban emocionalmente su cuerpo—, Anna fue creyendo más y más en la posibilidad de un nuevo futuro que en el mismo pasado de siempre. Empleó la meditación, combinando una clara voluntad con una emoción elevada, para cambiar su estado de consciencia. Dejó de vivir biológicamente en el pasado para habitar un flamante porvenir.
Cada día, Anna procuraba finalizar la sesión de meditación siendo una persona distinta a la que la había comenzado; decidió no dejar de meditar hasta que su consciencia se hallase inmersa en un profundo amor por la vida. Para un materialista, que define la realidad a través de los sentidos, Anna no tenía ninguna razón tangible para amar la vida; estaba deprimida, era una viuda con dos hijos a su cargo y endeudada hasta las cejas, tenía cáncer, sufría parálisis y úlceras en las membranas mucosas, y su calidad de vida, sin pareja ni compañero significativo ni apenas energía para atender a sus hijos, dejaba mucho que desear. Pero gracias a la meditación Anna descubrió que podía mostrarle a su cuerpo, en el plano emocional, cómo se iba a sentir en el futuro antes de vivir la experiencia real. Ni su cuerpo ni su mente inconsciente conocían la diferencia entre el suceso real y ese que ella imaginaba y abrigaba emocionalmente. También sabía, gracias a lo que había aprendido sobre epigenética, que emociones tan elevadas como el amor, la dicha, la gratitud, la inspiración, la compasión y la libertad podían estimular nuevos genes capaces de crear proteínas sanas que influyeran en la estructura y el funcionamiento de su cuerpo. Era muy consciente de que si los compuestos químicos del estrés habían activado genes perjudiciales, sólo tenía que acoger esas emociones sublimes con más pasión que las estresantes para activar genes distintos y transformar su salud.
A lo largo de un año, su salud apenas mejoró. Pero ella siguió meditando. De hecho, ponía en práctica todas las meditaciones que yo había diseñado para mis alumnos. Sabía que había tardado varios años en crear su actual estado de salud, de modo que le costaría bastante experimentar algo distinto. Así que continuó con sus prácticas e hizo lo posible por ser tan consciente de sus pensamientos, conductas y emociones que nada que no quisiera experimentar se colaba en su consciencia. Al cabo de un año, Anna se percató de que, muy lentamente, empezaba a encontrarse mejor tanto física como emocionalmente. Estaba superando el hábito de identificarse con su antiguo ser e inventando un flamante nuevo yo para sustituir al antiguo.
En mis talleres había aprendido que debía devolver la armonía a su sistema nervioso autónomo, porque el SNA controla todas las funciones automáticas que suceden al margen de la consciencia cerebral: la digestión, la absorción, los niveles de azúcar en sangre, la temperatura corporal, las secreciones hormonales, el ritmo cardiaco… El único modo que tenía de colarse en el sistema operativo e influir en el SNA era cambiar su estado de consciencia con regularidad.
Así que empezaba cada meditación con la bendición de los centros de energía. Esas zonas del cuerpo en concreto están controladas por el SNA. Como mencionaba en la introducción, cada centro posee su propia energía o frecuencia (que emite información específica o posee su propia consciencia), sus glándulas, hormonas, reacciones químicas, su propio minicerebro y, en consecuencia, su propia mente. Cada centro está sujeto a la influencia del cerebro subconsciente que trabaja bajo el consciente y pensante. Anna aprendió a modificar sus ondas cerebrales para poder entrar en el sistema operativo del SNA (ubicado en el cerebro medio) y reprogramar cada uno de los centros con el fin de que funcionasen de manera más armoniosa. A diario, con pasión y determinación, enfocaba la atención en cada zona de su cuerpo así como en el espacio que rodea cada centro, y los bendecía con el fin de mejorar su estado físico y su bienestar general. Sin prisa pero sin pausa, reprogramó su sistema nervioso autónomo para devolverle el equilibrio y recuperar la salud.
Anna aprendió también una técnica de respiración que suelo enseñar en los talleres. Sirve para liberar la energía emocional que se acumula en el cuerpo cuando pensamos y sentimos lo mismo una y otra vez. Al insistir en los mismos pensamientos, Anna había estado creando los mismos sentimientos y luego, al volver a experimentar esas emociones tan conocidas, caía nuevamente en los viejos pensamientos. Descubrió que las emociones antiguas quedan almacenadas en el cuerpo, pero que podía usar la técnica respiratoria para liberar la energía acumulada y librarse del pasado. Así que cada día, con una pasión mayor que su adicción a las viejas emociones, practicaba esa forma de respiración hasta que llegó a convertirse en una experta en la técnica. Después de aprender a movilizar la energía almacenada en el cuerpo, exploró cómo crear en el organismo las condiciones para una nueva mente. Para ello, desde el centro del corazón, acogió las emociones del futuro antes de que éste se materializara.
Como Anna se dedicó a estudiar también el modelo de epigenética que enseño en mis talleres y conferencias, aprendió que los genes no son los causantes de la enfermedad; es el entorno el que envía señales a los genes responsables de la dolencia. Anna comprendió que, si sus emociones eran reacciones químicas de experiencias externas, al revivir a diario las emociones del pasado estaba activando y dando instrucciones a los mismos genes que le provocaban los problemas de salud. Si, en vez de eso, pudiera incorporar las emociones de su futura vida abrigando estos sentimientos antes de vivir la experiencia, podría cambiar su expresión génica y transformar su cuerpo para alinearlo biológicamente con el nuevo futuro.
Anna puso en práctica una meditación adicional, que implicaba enfocar la atención en el centro del pecho y activar el SNA desde un estado elevado con el fin de suscitar y mantener un tipo de ritmo cardiaco muy eficiente que denominamos «ritmo cardiaco coherente» (más adelante explicaré al detalle en qué consiste) durante largos periodos de tiempo. Descubrió que cuando experimentaba resentimiento, impaciencia, frustración, rabia y odio, esos mismos estados le provocaban una reacción de estrés que llevaba a su corazón a latir de manera incoherente y desordenada. Anna aprendió en mis talleres que, si era capaz de mantener el nuevo estado de coherencia cardiaca, con el tiempo experimentaría las nuevas emociones más profunda y plenamente, igual que había adquirido el hábito de albergar sentimientos negativos con regularidad. Como cabía esperar, le costó bastante mudar la rabia, el miedo, la depresión y el resentimiento por alegría, amor, gratitud y sensación de libertad; pero no se rindió. Sabía que esas emociones elevadas se traducirían en más de mil compuestos químicos distintos que repararían y devolverían la salud a su cuerpo…, así que lo hizo.
Anna practicó a continuación una meditación que yo he diseñado. Implicaba caminar a diario en la piel de su nuevo yo. En lugar de sentarse a meditar con los ojos cerrados, empezó a meditar de pie, también con los ojos cerrados. Plantada sin moverse del sitio, entraba en un estado meditativo que transformaba su consciencia. Luego, sin salir de ese estado, abría los ojos y echaba a andar como su futuro ser. Al hacerlo, estaba adquiriendo día a día un nuevo hábito de pensamiento, conducta y sentimiento. Y todo ese trabajo pronto se traduciría en una personalidad distinta. No quería volver a caer jamás en la inconsciencia ni retornar a su antiguo ser.
Anna advirtió que, gracias a todo ese trabajo, sus pautas de pensamiento habían cambiado. Ya no activaba las mismas redes neuronales del mismo modo exacto, así que esos circuitos dejaron de conectarse y empezaron a desactivarse. Gracias a eso, dejó de pensar como solía. En el plano emocional, empezó a atisbar destellos de gratitud y alegría por primera vez en muchos años. A través de la meditación, estaba conquistando a diario aspectos de su cuerpo y su mente. Anna se tranquilizó y su adicción a las emociones derivadas del estrés se suavizó. Incluso empezó a sentir amor nuevamente. Y siguió adelante, ganando más y más terreno a diario a su antiguo ser.
El encuentro de Anna con la posibilidad
En mayo de 2012, Anna asistió a uno de mis talleres progresivos de cuatro días, que celebramos al norte del estado de Nueva York. El tercer día, durante la última de cuatro meditaciones, por fin se entregó completamente a la experiencia. Por primera vez desde que había empezado a meditar, se sorprendió a sí misma flotando en un espacio infinito y negro, consciente de que era consciente de sí misma. Había dejado atrás el recuerdo de la persona que era y se convirtió en pura consciencia, totalmente libre de su cuerpo y de cualquier asociación con el mundo material, ajena al tiempo lineal. Experimentó una sensación de libertad tan grande que sus problemas de salud dejaron de importar. Se sentía tan ilimitada que no se reconocía en su presente identidad. Se sentía tan sublime que ya no conservaba ninguna conexión con su pasado.
En ese estado, Anna carecía de problemas, había dejado atrás el dolor y se sentía libre por primera vez. Ella no era su nombre, ni su género, ni su identidad, cultura o profesión; se encontraba más allá del espacio y el tiempo. Había entrado en contacto con un espectro de información que llamamos el campo cuántico, la región donde existen todas las posibilidades. Súbitamente, se vio a sí misma en un flamante futuro, de pie en un enorme escenario, sosteniendo un micrófono y contándole a una multitud de personas la historia de su curación. No imaginaba ni visualizaba la escena. Fue como si le hubieran transferido la información, igual que si se hubiera atisbado a sí misma siendo una mujer totalmente distinta en una nueva realidad. Su mundo interior le parecía mucho más real que el mundo exterior, y estaba viviendo una experiencia plenamente sensorial sin la intervención de sus sentidos.
En el momento en que Anna vislumbró esa nueva vida en el transcurso de la meditación, una sensación de luz y de dicha inundó su cuerpo a raudales y experimentó un alivio profundo y visceral. Supo que ella no era un cuerpo físico, sino algo o alguien más grande, mucho más trascendente. En ese estado de inmensa alegría, la invadió una sensación de deleite y gratitud tan intensa que se echó a reír. Y en ese momento Anna supo que se iba a curar. A partir de entonces, abrigó tanta confianza, alegría, amor y gratitud que sus meditaciones empezaron a fluir. Y decidió profundizar aún más.
Según Anna dejaba atrás su pasado, notaba cómo esa energía desconocida abría su corazón más y más. En lugar de considerar la meditación como una obligación diaria, ansiaba que llegara el momento. Se convirtió en su forma de vida; el deber había mudado en un hábito. Recuperó la energía y la vitalidad. Dejó de tomar antidepresivos. Sus patrones de pensamiento habían cambiado por completo y sus sentimientos no tenían nada que ver con los de la otra Anna. Tenía la sensación de ser una persona nueva, así que sus actos cambiaron drásticamente. La salud y la vida de Anna mejoraron ese año de un modo espectacular.
Al año siguiente asistió a varios actos más. Como estaba tan involucrada en el trabajo, Anna empezó a trabar amistad con más personas de nuestra comunidad. Recibía un apoyo constante que la animaba a seguir recorriendo su viaje a la recuperación total. Tal como les sucede a muchos de nuestros alumnos, en ocasiones, cuando regresaba a casa después de un taller, le costaba enormemente no ceder a la tentación de retroceder unos cuantos pasos y volver a caer en viejas pautas y antiguos patrones de pensamiento, sentimiento y acción. A pesar de todo, siguió meditando a diario.
En septiembre de 2013, los médicos de Anna la sometieron a una revisión a fondo, que incluía numerosas pruebas distintas. Un año y nueve meses después de que le diagnosticaran un cáncer, transcurridos seis años desde el suicidio de su marido, el cáncer de Anna había remitido por completo y el tumor del esófago había desaparecido. En los análisis de sangre no apareció ningún marcador que hiciera sospechar de la presencia de un tumor maligno. Las membranas mucosas de su esófago, vagina y ano se habían regenerado por completo. Tan sólo persistían ciertos problemas de poca importancia: las membranas mucosas de su boca seguían ligeramente irritadas, aunque ya no tenía ulceraciones, y a causa de la medicación que tomaba para las llagas seguía sin producir saliva.
Anna se había convertido en una persona nueva: una mujer sana. La enfermedad pertenecía a su antigua personalidad. Pensando, actuando y sintiendo de manera distinta, Anna había reinventado un yo inédito. En cierto sentido, había vuelto a nacer en la misma vida.
En diciembre de 2013, Anna acudió a un evento en Barcelona con la amiga que de buen comienzo le había hablado de mi trabajo. Cuando me oyó narrar a los participantes la historia de otro alumno de nuestra comunidad que había protagonizado una curación prodigiosa, Anna juzgó que había llegado el momento de compartir su historia conmigo. La escribió de principio a fin y se la entregó a mi ayudante. Igual que muchas de las cartas que recibo de los alumnos, la primera línea rezaba: «No creerá lo que le voy a contar». Al día siguiente, después de leer la carta de Anna, le pedí que subiera al escenario y compartiera su historia con el público. Y allí estaba ella, un año y medio después de la visión que había tenido durante la meditación de Nueva York (y de la cual yo nada sabía), plantada en el escenario y narrando a la concurrencia su propio viaje a la sanación.
Tras el acto de Barcelona, Anna se sintió tan inspirada como para seguir trabajando en la dolencia de su boca. Cosa de seis meses más tarde, asistió a una conferencia que pronuncié en Londres. Hablé de epigenética en profundidad. Súbitamente, a Anna se le encendió una bombilla. He conseguido vencer un montón de problemas de salud, incluido el cáncer, pensó. Sin duda seré capaz de activar los genes necesarios para que mi boca produzca más saliva. Pocos meses más tarde, durante otro taller, en 2014, Anna notó de repente el goteo de la saliva. Desde entonces sus membranas mucosas se encuentran perfectamente y produce saliva con normalidad. Nunca ha vuelto a sufrir ulceraciones.
En la actualidad, Anna es una persona sana, vital, feliz y estable, con una mente clara y despierta. Ha crecido tanto en el plano espiritual que con frecuencia entra en un estado de meditación profundo y ha protagonizado varias experiencias místicas. Lleva una vida rebosante de creatividad, amor y dicha. Se ha convertido en uno de mis instructores fijos, los mismos que imparten nuestras técnicas con regularidad a organizaciones y empresas. En 2016 fundó una institución psiquiátrica que goza de gran éxito y ha dado trabajo a más de veinte terapeutas y profesionales de la salud. Es económicamente independiente y gana suficiente dinero como para llevar una vida acomodada. Viaja por todo el mundo, visita lugares hermosos y conoce a personas que la inspiran. Tiene un compañero atento y alegre, así como nuevos amigos y relaciones que hacen honor a Anna y a sus hijos.
Si le preguntas por sus antiguos problemas de salud, te dirá que tener que afrontar esos desafíos fue lo mejor que le ha sucedido en la vida. Piénsalo: ¿y si lo peor que te ha sucedido nunca resultara ser lo mejor que te podía pasar? A menudo me dice que adora su vida actual, y yo siempre le respondo: «Pues claro, la creaste día a día al decidir que no dejarías de meditar hasta estar enamorada de tu vida. Es lógico que la ames». En el transcurso de su transformación, Anna logró convertirse en una persona sobrenatural. Ha superado su identidad, que estaba conectada a su pasado, y literalmente ha creado un mañana nuevo y saludable; y su biología ha reaccionado a esa nueva mentalidad. Anna es ahora un ejemplo viviente de la verdad y la posibilidad. Y si Anna pudo curarse, tú también puedes hacerlo.
En territorio místico
Superar toda clase de problemas físicos sin duda es una consecuencia tremendamente positiva de este trabajo, pero hay más. Como el libro trata también de misticismo, quiero que abras tu mente a un ámbito de realidad tan transformador como la curación del cuerpo, si bien pertenece a un plano distinto, más profundo. Convertirse en un ser sobrenatural implica también alcanzar una mayor consciencia de uno mismo y del lugar que ocupa en este mundo… y en otros. Permíteme compartir algunas historias extraídas de mi propia experiencia para explicarte exactamente a qué me refiero y para demostrarte que también está en tu mano vivir momentos parecidos.
Una lluviosa noche de invierno, en el Pacífico noroeste, sentado en el sofá tras un largo día, escuché el susurro del viento entre las ramas del enorme abeto que crece al otro lado de la ventana. Mis hijos estaban en la cama, profundamente dormidos, y yo disfrutaba por fin de un momento de tranquilidad. Me acomodé y me dispuse a repasar las tareas del día siguiente. Para cuando hube terminado mi lista mental, estaba demasiado cansado para pensar, así que me quedé allí sentado unos minutos, con la mente en blanco. Ya no pensaba ni analizaba; sencillamente, miraba al vacío, disfrutando del momento presente.
Según mi cuerpo se relajaba cada vez más, lo dejé dormirse despacio y conscientemente al mismo tiempo que mantenía mi mente despabilada y alerta. No centré la atención en ningún objeto de la sala, sino que mantuve el foco abierto. Se trataba de un juego que a menudo practicaba conmigo mismo. El ejercicio me gustaba porque de vez en cuando, si todo cuadraba, vivía experiencias de profunda trascendencia. En momentos así, tenía la sensación de que una especie de puerta se abría entre la vigilia, el sueño y la ensoñación, y yo me deslizaba a un estado de extrema lucidez mística. Me requería mucha paciencia no precipitarme o sentirme frustrado o tratar de forzar los acontecimientos en lugar de dejarme llevar a ese otro mundo.
Ese día había terminado de escribir un artículo sobre la glándula pineal. Tras pasar varios meses investigando los efectos mágicos de la melatonina, la hormona que ese pequeño centro alquímico se guarda en la manga, estaba exultante ante la idea de vincular el mundo científico con el mundo espiritual. Durante semanas, me había dedicado en cuerpo y alma a pensar en el papel de los metabolitos pineales como posible conexión con las experiencias místicas que buena parte de las culturas antiguas sabían provocar, como las visiones chamánicas de los nativos americanos, la experiencia hindú del samadhi y otros rituales parecidos que involucraban estados alterados de conciencia. Algunos conceptos que durante años no atinaba a explicar habían encajado súbitamente en la imagen global y mis descubrimientos me llenaban de satisfacción. Tenía la sensación de estar un paso más cerca de encontrar el puente a dimensiones más elevadas del espacio y el tiempo.
Toda la información que había reunido me ayudaba a ver con más claridad las posibilidades que se abren ante los seres humanos. Pese a todo, ansiaba saber más; de hecho, sentía tanta curiosidad que desplacé mi consciencia hacia la glándula pineal. Sin pararme a pensar, le pregunté a la glándula: ¿Dónde estás, por cierto?
Según depositaba mi atención en el espacio que la glándula pineal ocupa en mi cerebro y me deslizaba hacia la negrura, súbitamente, sin saber por qué, una nítida imagen del pequeño órgano apareció en mi mente. Lo que vi fue una especie de pomo redondo y tridimensional. Se abría como en un espasmo, y de la abertura surgía una sustancia de un blanco lechoso. La claridad de la imagen holográfica me impresionó, pero estaba demasiado relajado como para despabilarme o reaccionar, así que me limité a dejarme llevar y observar. Me parecía tan real. Sabía que estaba viendo mi propia y minúscula glándula pineal.
Al momento, un reloj apareció ante mis ojos. Se trataba de un antiguo reloj de bolsillo de esos que llevan una cadena prendida, y la visión se me antojó increíblemente vívida. En el instante en que posé la atención en el reloj, recibí una información muy clara. De repente, supe que el tiempo lineal tal como yo lo concebía —compuesto de pasado, presente y futuro— no guardaba ninguna relación con la realidad. Comprendí, en cambio, que todo sucede en un eterno instante presente. En esa infinita cantidad de tiempo existen incontables espacios, dimensiones o posibles realidades.
Si únicamente existe un momento eterno, cabría pensar que el pasado en esta encarnación no es real, y mucho menos la posibilidad de antiguas reencarnaciones. Pero yo veía infinitos pasados y futuros igual que si estuviera mirando una antigua película con un número de fotogramas ilimitado. Y los fotogramas no representaban momentos aislados, sino ventanas de infinitas posibilidades que se desplegaban como andamios en todas direcciones. Se parecía mucho a mirar dos espejos enfrentados y ver dimensiones o espacios infinitos reflejados en ambas direcciones. Ahora bien, para entender lo que estaba viendo, imagina que esas dimensiones se encontraran encima y debajo de ti, delante y detrás, a tu derecha y a tu izquierda. Y que cada una de esas posibilidades sin límite ya existiera. Sabía que si centraba mi atención en una de esas posibilidades, experimentaría esa realidad.
También me di cuenta de que yo no era un ente separado de nada. Experimenté unidad con todo, con todos los seres, con la totalidad de los lugares y los tiempos. Si tuviera que describirlo, diría que fue la sensación más extraña y al mismo tiempo más familiar que he experimentado en la vida.
La glándula pineal, como pronto sabría, funciona como un reloj dimensional que, cuando se activa, podemos sintonizar con cualquier tiempo dado. Cuando veía las agujas de ese reloj desplazarse hacia delante o hacia atrás, comprendí que, igual que una máquina del tiempo programada para viajar a una época en particular, existe también una realidad o dimensión en cada espacio determinado. Esa increíble visión me estaba mostrando que la glándula pineal, igual que una antena cósmica, posee la capacidad de sintonizar con información situada más allá de nuestros sentidos físicos y conectarnos con otras realidades que ya existen en el momento eterno. Si bien recibí una cantidad de información aparentemente ilimitada, no tengo palabras para describir con acierto la magnitud de la experiencia.
Un encuentro simultáneo con mi yo pasado y futuro
Según las agujas del reloj se desplazaban hacia atrás, una dimensión cobró vida en el espacio y en el tiempo. De inmediato me vi a mí mismo en una realidad personalmente relevante. Y, por extraño que parezca, ese instante del pasado se estaba desplegando en el presente, sentado en el sofá de mi salón. A continuación fui consciente de que me encontraba en un espacio físico de esa época concreta. Me veía a mí mismo siendo un niño e igualmente, de nuevo, era consciente de estar sentado en el sofá. Esa versión infantil de mí mismo tenía unos siete años y sufría una fiebre muy alta. Recordé cuánto me gustaba tener fiebre a esa edad, porque me permitía entrar en mi mente y disfrutar de las visiones y los sueños abstractos que a menudo acompañan el delirio provocado por las altas temperaturas corporales. Aquella vez en particular, me hallaba en mi dormitorio tapado hasta la nariz. Mi madre acababa de abandonar la habitación. Yo me alegraba de estar solo.
En el instante en que mi madre cerró la puerta, supe instintivamente que debía hacer lo mismo que estaba haciendo en el salón, como adulto: relajar el cuerpo cada vez más hasta alcanzar esa zona crepuscular entre el sueño y la vigilia, atento a lo que pudiera pasar. Hasta ese momento de mi vida presente había olvidado por completo el recuerdo de esa experiencia infantil, pero al revivirla me vi a mí mismo enfrascado en un sueño lúcido, contemplando posibles realidades como casillas de un tablero de ajedrez.
Según me observaba a mí mismo de niño, me conmovió en lo más profundo advertir lo que ese pequeño trataba de comprender y me pregunté cómo era posible que pudiera plantearse conceptos tan complicados a su edad. En ese momento, mientras lo miraba, me enamoré de aquel niño, y en el instante en que abrigué esa emoción sentí que aquel instante del pasado y el momento presente que estaba experimentando en el estado de Washington se conectaban. Tenía una consciencia tan clara de lo que hacía siendo un niño y de lo que me estaba sucediendo en el presente, que los dos momentos se enlazaron de un modo significativo. En esa décima de segundo, el amor que mi yo presente sentía por mi yo niño estaba arrastrando a ese pequeño al futuro.
Y entonces la experiencia se tornó aún más extraña si cabe. La escena se desvaneció y el reloj volvió a aparecer. Advertí que las agujas del reloj se movían también hacia delante. Inundado de asombro y libre de cualquier duda o miedo, me limité a observar cómo el reloj avanzaba en el tiempo. Al instante me encontré descalzo en mi patio trasero de Washington, en una noche fría. Me cuesta explicar qué hora era porque todo estaba sucediendo la misma noche en que yo me hallaba en el salón, pero el yo que estaba fuera procedía del futuro. Una vez más, las palabras se quedan cortas, pero sólo puedo explicar la experiencia diciendo que la personalidad futura llamada Joe Dispenza había cambiado profundamente. Yo era un ser mucho más evolucionado y me sentía de maravilla; eufórico, de hecho.
Estaba tan presente; o debería decir, puesto que somos el mismo, estoy tan presente. Y al hablar de presencia me refiero a una supraconsciencia, como si mis sentidos se hubieran amplificado un cien por cien. Todo lo que veía, tocaba, olía, saboreaba y oía inundaba mis sentidos. Poseía una percepción tan sublime que reparaba y prestaba atención a todo cuanto me rodeaba, llevado por el deseo de experimentar el momento en toda su magnitud. Y como mi percepción se había incrementado de un modo tan drástico, también mi consciencia y, en consecuencia, mi energía. Y, al mismo tiempo, la sensación de disponer de una energía tan intensa me inducía a ser aún más consciente de todo eso que estaba experimentando simultáneamente.
Tan sólo puedo describir la sensación como una energía consistente, directa, totalmente organizada. No se parecía en nada a las emociones de origen químico que solemos experimentar en cuanto que seres humanos. De hecho, ni siquiera era capaz de sentir las habituales emociones humanas. Las había superado. Sentía, eso sí, amor, aunque se trataba de una forma de amor que no era de origen químico sino eléctrico. Me sentía casi como si ardiera, enamorado de la vida con pasión. La dicha que me embargaba era de una pureza indescriptible.
Además, caminaba por el jardín en pleno invierno sin zapatos y sin chaqueta. Y, pese a todo, el frío se me antojaba placentero. No emitía juicio alguno sobre la intensidad del frío en mis pies, tan sólo disfrutaba del contacto de las plantas contra la hierba helada y me sentía conectado tanto con la sensación como con la hierba. Sabía que, si me paraba a pensar en las típicas ideas y juicios que normalmente albergaría en relación con el frío, provocaría en mí mismo una sensación de polaridad y dividiría la energía que estaba experimentando. Si juzgaba lo que estaba viviendo, sacrificaría el sentimiento de unidad. Las condiciones de mi entorno (el frío) palidecían ante el raudal de energía que recorría mi cuerpo. De ahí que acogiera el frío con toda mi alma. ¡Era vida, sencillamente! De hecho, la sensación resultaba tan agradable que no quería que el momento terminase. Quería que durase para siempre.
Esa versión evolucionada de mí mismo caminaba con decisión y elegancia. Me sentía poderoso y tranquilo, pero también exultante de pura dicha de existir y amor por la vida. Paseando por el jardín, pasé por encima de unas enormes columnas de basalto volcadas, que están dispuestas en forma de enormes peldaños para crear gradas en las que sentarse en torno al foso de la fogata. Me encantó la sensación de caminar descalzo por los enormes trozos de piedra. Me detuve a admirar su magnificencia. A continuación, seguí andando y me acerqué a la fuente. Sonreí al recordarnos a mí y a mi hermano construyendo tal maravilla.
Súbitamente, vi a una mujer minúscula envuelta en una prenda blanca y brillante. No mediría más de medio metro de altura, y estaba de pie detrás de la fuente con otra mujer de tamaño normal que iba vestida de manera parecida y que emanaba la misma luz. La segunda mujer permanecía algo apartada, observando, como si estuviera allí para proteger a la más pequeña.
Cuando miré a la mujer diminuta, ella se volvió hacia mí y me sostuvo la mirada. Noté una energía amorosa todavía más fuerte si cabe, igual que si ella me la estuviera enviando. Aun estando en la piel de esa versión más evolucionada de mí mismo, comprendí que jamás había sentido nada parecido. La sensación de plenitud y amor siguió creciendo de forma exponencial, y pensé: Hala… ¿De verdad hay un amor aún más grande que este que acabo de experimentar hace un momento? No se trataba de amor romántico, sino más bien de una energía vivificante, electrizante, que despertaba en mi interior. Supe que la mujer me estaba mostrando que yo llevaba dentro más amor del que podía imaginar. Y supe también que me encontraba ante un ser más evolucionado que yo. La electricidad que acababa de notar me indicó también que mirara a la ventana de la cocina, y recordé al instante por qué estaba allí.
Me di media vuelta y miré hacia la cocina, donde mi yo del presente estaba fregando los platos pocas horas antes de sentarse en el sofá a descansar. Desde el jardín trasero, sonreí. También lo amaba con todo mi corazón. Percibí su sinceridad; sus esfuerzos, su pasión y su amor. Percibí los mecanismos de su mente, cómo se esforzaba constantemente en relacionar conceptos para asignarles significado. Y, entre otras cosas, vi una parte de su porvenir. Igual que un buen padre, estaba orgulloso de él y no sentía nada salvo admiración por la persona que era en aquel momento. Y mientras lo observaba al mismo tiempo que notaba cómo esa inmensa energía crecía en mi interior, él dejó de lavar los platos un momento para mirar por la ventana y pasear la vista por el jardín.
Y si bien seguía ahí desde la consciencia de mi futuro ser, era capaz también de pensar desde mi yo presente, y recordé que realmente había dejado de fregar los platos un momento, para mirar al exterior, porque había notado un sentimiento de amor espontáneo en el pecho y había tenido la sensación de que me observaban o de que había alguien en el jardín. Más tarde recordaría que, mientras limpiaba un vaso, había llegado a inclinarme hacia delante para minimizar el reflejo de la luz de la cocina en la ventana y había contemplado un rato la oscuridad antes de devolver la atención a los platos que quedaban en la pila. Mi yo futuro obsequió a mi yo presente con el mismo regalo que la luminosa dama me había ofrecido a mí unos instantes atrás. Y entonces entendí por qué estaba ella ahí.
E, igual que al mirar al niño de la escena anterior, de nuevo el amor que mi ser futuro sentía por mi ser presente me conectó de algún modo con ese yo del porvenir. Mi futuro yo estaba ahí para guiarme hacia él, y supe que era el amor eso que hacía posible la conexión. La versión más evolucionada de mí mismo albergaba tal sensación de certeza y conocimiento. Y lo más extraño de todo es que yo habitaba todos esos seres al mismo tiempo. De hecho, habitaba un número de yoes infinito; no sólo el Joe del pasado, del presente y del futuro. Existen incontables versiones de mí mismo en el ámbito del infinito, y no hay sólo un infinito, sino múltiples infinitos. Y todo eso sucede en el eterno ahora.
Cuando volví a la realidad física tal como la conocemos, en el sofá, tan pálida en comparación con el mundo dimensional que acababa de visitar, mi primer pensamiento fue: ¡Uf! ¡Qué visión de la realidad tan pobre tengo! La rica experiencia interior que acababa de vivir me proporcionó una tremenda sensación de claridad y el convencimiento de que mis creencias —es decir, lo que yo creía saber sobre la vida, Dios, mi persona, el tiempo, el espacio e incluso lo que es posible experimentar en el reino del infinito— eran muy limitadas. Y hasta ese momento ni siquiera me había dado cuenta. Supe que yo era como un niño que apenas alcanza a comprender la magnitud de esto que llamamos «realidad». Entendí por primera vez en la vida, sin miedo ni ansiedad, el significado de la expresión «lo desconocido». Y supe que nunca volvería a ser la misma persona.
Como te puedes imaginar, cuando vives una experiencia como ésa, relatársela a tu familia o amigos implica exponerte a que piensen que sufres algún desequilibrio químico en el cerebro. Me resistía a compartir lo que me había sucedido porque carecía de las palabras para describirlo, y me daba miedo que, de hacerlo, no volviera a suceder. Me pasé meses analizando el proceso que, según creía yo, había desencadenado la experiencia. También me tenía intrigado el concepto del tiempo, y no podía dejar de pensar en ello. Además del cambio de paradigma que suponía pensar el tiempo como un momento eterno, descubrí algo más. Concluido el trascendental suceso de aquella noche, al regresar a este mundo tridimensional me di cuenta de que la totalidad de la vivencia había durado unos diez minutos. Acababa de vivir dos episodios muy largos y sin duda habrían precisado más tiempo en la vida normal. La sorprendente dilatación de los minutos avivó todavía más mi compromiso de poner todo mi empeño en averiguar qué me había pasado. Cuando entendiera mejor la experiencia, a lo mejor era capaz de repetirla.
Durante los días que siguieron a aquella noche trascendente, noté en el centro del pecho la misma sensación eléctrica que había experimentado cuando aquella mujer pequeña y hermosa había activado algo en mí. No dejaba de pensar: Si la experiencia no hubiera sido real, no seguiría notando estas sensaciones, ¿verdad? Cuando desplazaba la atención al pecho, el sentimiento se amplificaba. Como es comprensible, en esos días no me apetecía demasiado relacionarme con nadie, porque las personas y las circunstancias del mundo exterior me impedían estar pendiente de mi mundo interior, y en ese caso la sensación especial disminuía. Con el tiempo acabó por esfumarse, pero siempre me ha acompañado la idea de que hay infinito amor a nuestro alcance y de que la energía a la que tuve acceso aquel día seguía viviendo en mí. Quería volver a activarla, pero no sabía cómo hacerlo.
Durante mucho tiempo, por más que intentara reproducir la experiencia, no lograba nada. Y ahora sé que ni el deseo de obtener los mismos resultados ni la frustración de intentarlo una y otra vez en vano eran las circunstancias ideales para propiciar otra experiencia mística (ni nada, de hecho). Me perdí en mi propio ejercicio de análisis, según trataba de discurrir cómo había sucedido y qué hacer para que se repitiera. Decidí probar estrategias distintas. En lugar de tratar de recrear la experiencia por la noche, decidí levantarme temprano y meditar. Como los niveles de melatonina alcanzan sus valores más altos entre la una y las cuatro de la madrugada y los metabolitos de esta hormona son los mismísimos sustratos místicos que posibilitan los acontecimientos lúcidos, decidí llevar a cabo mi trabajo interior cada mañana a las cuatro.
Antes de contarte lo que pasó a continuación, quiero pedirte que tengas presente el hecho de que yo estaba atravesando un momento particularmente complicado. Intentaba decidir si valía la pena seguir enseñando. Después de mi aparición en el documental de 2004 ¿Y tú que sabes?, el caos se había apoderado de mi vida. Me estaba planteando si abandonar la vida pública y llevar una existencia más sencilla. Me parecía más fácil alejarme sin más.
La experiencia de una encarnación pasada en el momento presente
Una mañana, cosa de una hora y media después de haber empezado a meditar sentado, me recosté. Deslicé unas almohadas debajo de mis rodillas para no quedarme dormido enseguida y me dejé llevar a la zona crepuscular que discurre entre el sueño y la vigilia. Mientras estaba allí tumbado, me limitaba a prestar atención al espacio que ocupa la glándula pineal en mi cabeza. Pero esa vez, en lugar de buscar que sucediera algo, sencillamente me relajé y dije para mis adentros: Que sea lo que Dios quiera… Por lo visto, había pronunciado las palabras mágicas. Ahora sé lo que significan. Me entregué, aparté mi identidad a un lado, renuncié a obtener un resultado determinado y, sencillamente, me abrí a la posibilidad.
Sin saber cómo, me encontré convertido en un hombre robusto en una zona muy cálida del mundo que parecía estar en las actuales Grecia o Turquía. El terreno era rocoso, la tierra reseca, y unos edificios de piedra parecidos a los de la época grecorromana se intercalaban con pequeñas tiendas hechas de tela de brillantes colores. Vestía una sola prenda, una especie de túnica de arpillera que caía desde los hombros hasta medio muslo, y llevaba una gruesa cuerda atada a la cintura a guisa de cinturón. Calzaba sandalias atadas a las pantorrillas. Tenía el pelo rizado, un cuerpo fuerte, los hombros anchos y las piernas musculosas. Era discípulo desde hacía muchos años de algún tipo de movimiento filosófico.
Mi consciencia se encontraba repartida entre el protagonista de esa experiencia y mi ser del presente, que observaba al yo de ese espacio y ese tiempo primitivos. Una vez más, mi percepción excedía enormemente la habitual; era supraconsciente. Mis sentidos se habían agudizado, y podía percibirlo todo. Notaba el aroma almizclado de mi cuerpo y podía saborear la sal del sudor que me caía por la cara. Me sentía enraizado al plano físico y notaba la fuerza de mi cuerpo. Era consciente de un intenso dolor en el hombro derecho, que no llegaba a acaparar mi atención. Apreciaba la brillantez del cielo azul y la exuberancia de los verdes árboles y las montañas, como si viviera en tecnicolor. Oía las gaviotas a lo lejos, y supe que me hallaba cerca de una gran masa de agua.
Estaba llevando a cabo una especie de peregrinaje, una misión. Viajaba por el país enseñando la filosofía que había aprendido y vivido durante toda mi existencia. Me guiaba un gran maestro al que amaba con toda el alma por los cuidados, la paciencia y la sabiduría que me había dispensado durante tantos años. Estaba a punto de ser iniciado para llevar un mensaje que pretendía cambiar las mentes y los corazones de las gentes que formaban parte de aquella cultura. Sabía que el mensaje contradecía las creencias de la época, y que el Gobierno y las órdenes religiosas tratarían de impedirme que lo divulgara.
El mensaje central de la filosofía que yo estudiaba pretendía liberar a las personas de un dictado que no fuera el suyo propio. También se proponía inspirar a los individuos para que adoptaran unos valores y principios que les darían herramientas para llevar vidas más significativas y enriquecedoras. Me apasionaba el ideal de esa filosofía, y me esforzaba a diario por vivir de acuerdo con sus doctrinas. Por supuesto, el mensaje no incluía la necesidad de una religión ni la dependencia de un Gobierno, y pretendía liberar a la gente del dolor y del sufrimiento.
Cuando la escena cobró vida, yo acababa de dirigirme a una multitud en un pueblo relativamente poblado. La reunión llegaba a su fin cuando, de repente, varios hombres avanzaron rápidamente entre el gentío para arrestarme. Antes de que pudiera tratar de escapar siquiera, me apresaron. Yo sabía que habían planeado muy bien su estrategia. De haber iniciado su avance mientras yo todavía estaba hablando a la multitud, los habría avistado. Habían escogido el momento perfecto.
Me rendí sin oponer resistencia y me llevaron a una celda donde me dejaron solo. Encerrado en un pequeño cubículo de piedra con unas estrechas rendijas por ventanas, me senté, consciente del destino que me esperaba. Pasados dos días, me llevaron al centro de la ciudad, donde se habían reunido cientos de personas, incluidas algunas de las que habían acudido a escucharme pocos días atrás. Ahora, sin embargo, aguardaban con impaciencia la ocasión de presenciar el juicio y la tortura a la que estaban a punto de someterme.
Me desnudaron hasta dejarme cubierto tan sólo por un pequeño taparrabos y me ataron a una losa horizontal con grandes muescas en las esquinas donde fijaron unas gruesas cuerdas. Las sogas llevaban grilletes de metal en los extremos, que usaron para apresar mis muñecas y tobillos. Y entonces todo empezó. El hombre que estaba plantado a mi izquierda procedió a girar una manivela que, despacio, fue colocando la losa en posición vertical. Según el bloque de piedra se desplazaba hacia arriba, las cuerdas que ataban mis extremidades se tensaron en todas direcciones.
Cuando la losa se hubo desplazado unos 45 grados, empezó el verdadero dolor. Alguien que parecía ser un juez me preguntó a gritos si pensaba seguir divulgando mi filosofía. Yo no respondí. Ordenó seguir girando la manivela. En cierto momento, empecé a escuchar crujidos y chasquidos, señal de que mi columna vertebral se estaba dislocando por ciertas zonas. Como observador de la escena, contemplé la expresión de mi rostro a medida que el dolor aumentaba. Fue igual que si me hubiera mirado en un espejo; no me cabía duda de que era yo quien estaba en esa losa.
Los grilletes que me rodeaban las muñecas y los tobillos se me clavaban en la piel, y el duro metal se grababa en mi carne. Estaba sangrando. Se me dislocó un hombro y sufrí arcadas y gruñí de dolor. Experimentaba convulsiones, y temblaba al mismo tiempo que tensaba los músculos al máximo para impedir el desgarre de mis extremidades. Aflojar la tensión habría resultado insoportable. De súbito, el magistrado volvió a preguntarme a gritos si pensaba seguir enseñando.
Un pensamiento cruzó mi mente: Accederé a dejar de impartir mis enseñanzas, y cuando pongan fin a esta exhibición pública de tortura volveré a empezar. Colegí que ésa era la respuesta adecuada. Complacería al juez y cesaría el dolor (además de evitar mi muerte) al mismo tiempo que me permitiría proseguir con mi misión. Despacio, negué con la cabeza de lado a lado, en silencio.
El magistrado insistió en que expresara mi negativa verbalmente, pero yo no dije nada. Por gestos, indicó al guardia de mi izquierda que siguiera girando la manivela. Miré al hombre que accionaba el mecanismo con la obvia intención de hacerme daño. Vi su rostro y, según nos mirábamos a los ojos, reconocí a esa persona, que existía también en mi presente como Joe Dispenza; el mismo individuo en un cuerpo distinto. Una bombilla se encendió en mi mente mientras presenciaba la escena. Comprendí que ese mismo verdugo seguía atormentando a los demás —incluido yo— en mi actual encarnación, y comprendí el rol que esa persona representaba en mi vida. Experimenté una extraña sensación de haber aprendido algo, y todo adquirió sentido.
Según la losa ascendía, la parte inferior de mi espalda crujió con fuerza y mi cuerpo empezó a perder el control. En ese momento me rendí. Lloraba a causa del insoportable dolor, y también experimentaba una profunda tristeza que consumía todo mi ser. Cuando soltaron la pesada losa, caí de nuevo en posición horizontal. Me quedé allí tumbado, temblando de manera incontrolable, en silencio. Me arrastraron otra vez a la pequeña celda de la cárcel, donde yací acurrucado en un rincón. Durante tres días, las imágenes de mi tortura no dejaron de desfilar por mi mente.
Mi sentimiento de humillación era tal que supe que nunca volvería a hablar en público. La mera idea de reanudar mi misión provocaba tal sensación de repulsa en mi cuerpo que dejé de pensar en ello. Una noche me liberaron y, sin que nadie me viera, con la cabeza gacha de pura vergüenza, desaparecí. Nunca más sería capaz de mirar a nadie a los ojos. Sentía haber fracasado en mi misión. Pasé el resto de mi vida en una cueva junto al mar, pescando y viviendo en silencio, como un ermitaño.
Mientras presenciaba los apuros de ese pobre hombre y su decisión de vivir escondido, comprendí que estaba viendo un mensaje dirigido a mí. Supe que no podía desaparecer y esconderme del mundo otra vez, en mi vida presente, y que mi alma me estaba diciendo que debía proseguir con mi trabajo. Tenía que hacer el esfuerzo de defender un mensaje y nunca más ceder a la adversidad. También me di cuenta de que no había fracasado en absoluto; hice lo que pude. Supe que el joven filósofo seguía viviendo en el eterno presente al igual que una infinidad de yoes en potencia, y que podía cambiar mi destino, y el suyo, si tomaba la decisión de vivir para la verdad sin miedo, en lugar de morir por ella.
Cada uno de nosotros cuenta con un sinnúmero de encarnaciones posibles que habitan el presente eterno, todas esperando a ser descubiertas. Cuando el misterio del ser se desvela, aprehendemos la idea de que no somos seres lineales inmersos en una vida lineal, sino seres dimensionales que llevan vidas de muchas dimensiones. El secreto que nos depara ese desfile inacabable de probabilidades es que podemos cambiar el futuro si nos transformamos a nosotros mismos en el infinito momento presente.
3. R. M. Sapolsky, Why Zebras Don’t Get Ulcers, Times Books, Nueva York, 2004. [Edición en castellano: ¿Por qué las cebras no tienen úlceras?, Madrid, Alianza Editorial, 2008.] El concepto de la adicción emocional se enseña también en la Escuela de Iluminación Ramtha; ver JZK Publishing, una división de JZK, Inc., la editorial de la EIR, en http://jzkpublishing.com o http://www.ramtha.com.