Howth la recibió con bruma sobre los tejados de las casas que salpicaban la densa y salvaje ladera de aquel pueblo. Al salir de la estación de tren percibió un fuerte olor a salitre y sonrió al escuchar el simpático graznido de las gaviotas que volaban en círculos sobre algunas embarcaciones. Arrastró la maleta unos metros para echar un primer vistazo a su nuevo hogar: vio el puerto a su izquierda, el paseo ajardinado que lo bordeaba, la colina edificada donde nacía el pueblo a su derecha… Cogió un taxi, cuyo conductor la escrutó por el retrovisor al decirle la dirección y quiso averiguar qué relación tenía con aquel lugar, pero ella no tenía ganas de establecer una conversación con él. Apartó la mirada para descubrir con curiosidad aquel lugar extraño y diferente a Filadelfia en todos los sentidos de la palabra.
Su abuelo paterno había emigrado a América a los diecinueve años con un trabajo conseguido a través de su parroquia en Cork. Se casó con una bonita chica de Pensilvania y ni él ni ninguno de sus descendientes había vuelto a tierras del Éire. Ella era la primera y la emoción era absoluta.
Conforme el taxi bordeaba la colina para dejar el pueblo atrás, y ascendían por el acantilado, los nervios le estrangulaban la boca del estómago, mezcla de alegría y de inseguridad. Era muy consciente de la única y desafortunada «imagen» que todos tenían de ella y aquello seguía abochornándola. Desde su ventanilla podía contemplar el basto océano extendiéndose hasta el confín del alcance de su mirada. La cuesta perdió inclinación y, siguiendo el sendero que colindaba con un muro de piedra que delimitaba el acantilado, llegaron a una explanada sobre la que destacaba únicamente aquella preciosa casita. Reconoció a los hombres de aquella familia apostados delante de la puerta.
En cuanto el vehículo paró, los tres hermanos fueron directos a abrirle la puerta y se ofrecieron serviciales a ayudarla con el escaso equipaje que traía. Eran muchachos altos, corpulentos y sonrientes. Declan parecía menos joven al natural, los gemelos Fynn y Connor hablaban uno por encima del otro sin escucharse entre ellos, y el padre, un señor barbudo con un gorro de lana clavado hasta las cejas, la miraba con lo que adivinaba era un ceño fruncido. Permanecía sentado en un banco de madera que había pegado a la fachada de piedra grisácea, mientras le daba largas caladas a un cigarro y hacía girar la arandela de un manojo de llaves en su dedo índice para atraparlo con el puño una y otra vez. Tras cruzar un par de frases de cortesía con los hijos, Imogen se acercó a él deseosa de que abriera la puerta de la casa para poder entrar, despedirse de ellos y comenzar su nueva vida. Sin embargo, aquel hombre parecía dudar, su mirada era incisiva y mostraba un evidente resquemor.
—Señor O’Shea… —Alargó su mano hacia él y sonrió a pesar de que aquel hombre tosco y maleducado no se hubiese levantado.
—Eres pelirroja —dijo con voz grave.
Imogen abrió los ojos desconcertada. Aquella afirmación no era solo un hecho obvio, sino que había sonado como una acusación despectiva. Ella no acertaba a comprender y miró a sus hijos en busca de una explicación.
—Venga ya, papá… —le recriminó Fynn con las manos sobre las caderas.
—¡Traen mala suerte! —El hombre se alzó ante ella como Neptuno emergiendo del mar. Era más alto que los hijos y redondo como un tonel de whisky.
—Papá, va a alquilar una habitación, no se va a embarcar con nosotros —rio Connor, el otro gemelo, palmeando la espalda de su padre antes de aclararle la situación a ella—. Son solo supersticiones de viejos pescadores, guapa.
Este le quitó las llaves a su padre de las manos y fue a abrir la puerta, pero aquella fría mirada de recibimiento la había trastornado e Imogen no movió un pie para seguirle. Se aproximó al viejo y lo miró directamente a los ojos.
—¿Cómo voy a traer mala suerte a un pescador irlandés? En Irlanda los pelirrojos son el dos por ciento de la población, es el porcentaje más alto del mundo. ¡Sería el país con más mala suerte concentrada por metro cuadrado del planeta!
El hombre arrugó la comisura de los ojos y le mantuvo la mirada un par de segundos antes de girarse mientras exclamaba:
—¡Fáilte! Ni thanngan ona porth.1
—Lo siento, no hablo irlandés —se excusó. Se sentía molesta, pero al mismo tiempo culpable. Reconoció ese sentimiento y se enfureció aún más por sentirlo.
—No le hagas caso a nuestro padre, él se casó con una pelirroja. —Fynn la invitó a entrar con un gesto de su mano.
Vio cómo el hombre se metía en el coche a esperar al resto de sus hijos para marcharse.
—¡Pero si todos tenéis el pelo oscuro!
—Eso es porque los genes O’Shea fueron más fuertes que los Chonail —apuntó Declan.
—¿Y por qué habéis venido todos menos ella? ¿Dónde está vuestra madre? —preguntó Imogen antes de cruzar el umbral.
—Esa es una historia demasiado larga y supongo que querrás que nos vayamos cuanto antes.
Su gesto afirmativo fue contestación suficiente, en verdad Imogen se sentía apabullada con aquella recepción multitudinaria. Hasta que no se fueran no podría sentirse en casa. Echó un vistazo al interior. Era como en las fotografías, pero ahora que estaba en él daba la sensación de ser un sitio más recogido, cálido y acogedor de lo que esperaba. El pequeño recibidor daba paso a un salón forrado de madera oscura en el que destacaba una chimenea insertable de piedra y dos sillones se enfrentaban dejando espacio para una pequeña mesita desnuda. Se fijó en lo desolada que parecía aquella estancia. No había ningún objeto colocado por el mero hecho de decorar, todo lo que veía eran cosas prácticas, como un colgador de llaves con forma de pez o cosas indispensables como los azuzadores para la leña. Pensó que le faltaba un toque femenino a aquel lugar y que Declan debía de ser una persona muy ordenada o que quizás guardaba absolutamente todas las cosas en su cuarto.
—Tu habitación es la de la derecha y como viste en las fotos tienes acceso a tu propio cuarto de baño. Hemos dejado dentro las cajas tuyas que llegaron el otro día. Al fondo está la cocina y el zaguán da a la parte trasera de la casa, donde encontrarás suficiente madera cortada como para no pasar frío el resto del invierno. Hemos instalado un sistema de calefacción cerrado por lo que no tendrás problemas con el humo y toda la casa se calentará en un instante.
Imogen intentó controlar el gesto. ¿La calefacción dependía de una chimenea? Cuando había leído con Ava las características de la casa y apareció la palabra calefacción pensaron en radiadores de gas o aparatos de aire, pero no se les había pasado por la cabeza nada de una chimenea. Al parecer, eso se consideraba también tecnología moderna. Tendría que confesarle a su compañero más tarde que no tenía ni idea de cómo hacer fuego.
—Y eso es todo. Cualquier cosa que necesites, información sobre la casa, el pueblo… lo que sea, puedes llamarnos —aseguró Connor con una sonrisa mientras le entregaba el llavero con forma de trébol de cuatro hojas.
—Muchas gracias, todo se ve genial.
—Pues hasta otra, Imogen.
Los tres hermanos se encaminaron a la salida y le extrañó ver que Declan también se despedía de ella y agarraba el pomo de la puerta para cerrarla.
—¿Tú también te vas, Declan? —le preguntó sorprendida.
El muchacho se paró y la miró confuso.
—Claro, ¿necesitas algo antes de que nos vayamos?
—Pensé que te quedarías para ir conociéndonos. Sé que no vamos a tener la oportunidad de coincidir mucho en casa y como acabo de llegar… —Imogen solo podía pensar en aquella chimenea apagada y en el frío que ya sentía de pies a cabeza.
—No soy yo quien va a compartir la casa contigo, sino mi hermano Liam.
—¿Liam? ¿Quién es Liam? ¿Por qué hablé contigo entonces en la entrevista?
—Es evidente que de los O’Shea yo soy su mejor imagen —rio y recibió algunos abucheos por parte de sus hermanos—. Liam está de viaje, pero llegará dentro de poco. No te preocupes, él es un…
—Un O’Shea, ¿no? —concluyó ella desconcertada.
—Es el más simpático de todos, pero no el más guapo —volvió a reír.
Declan le guiñó un ojo y cerró la puerta. Imogen soltó todo el aire contenido y se abrazó para retener el calor corporal entre sus brazos. Echó un vistazo a su alrededor ya en calma. Apreció las viejas vigas de madera que se cruzaban en el techo a escasos metros de su cabeza. Las ventanas de guillotina aún desprendían olor a pintura fresca y, cuando salió a por un par de trozos de leña, reparó en que la cocina era pequeña pero acogedora. Eligió dos troncos bien grandes y los cruzó pegados al fondo del hueco formado en la pared de piedra. Encontró cerillas en un cajón y arrancó un buen trozo de papel de cocina. Le prendió fuego con cuidado de no quemarse los dedos y lo dejó caer sobre los troncos. La celulosa se consumía tan rápido que no llegaba a tiznar la madera. Probó varias veces, pero cuando el rollo se terminó asumió que aquella noche pasaría frío.
Cogió su maleta y la arrastró por el pasillo hasta la puerta de su habitación. Le habían puesto un cerrojo y en él había introducida una llave que giró para abrir. Asomó la cabeza dentro y descubrió una estancia amplia e igual de neutra que el resto de la casa. Había una cama doble y un escritorio vacío junto a una cómoda alta. Abrió las puertas del armario empotrado y pensó que le sobraría mucho espacio. Había dejado la mayoría de sus cosas en Filadelfia; en realidad, había dejado allí su vida entera. Se asomó por la ventana y vio el terreno que se extendía hasta un banco solitario junto al pequeño muro hecho con piedras, erosionadas por el clima, que se alzaba al borde del acantilado. Se fijó en que la cortina que había apartado con una mano simulaba la red de un barco. Probablemente lo hubiera sido antes de que la colgaran ahí, pensó mientras la soltaba y se sentaba en el banco de madera bajo la ventana. En verdad, todo era precioso. Había belleza auténtica en aquel lugar y se lamentó al sentir que le habría encantado compartir todo aquello con Andrew, aunque él ya no era una persona que quisiera compartir nada con ella.
Cerró los ojos con fuerza y aguantó las lágrimas. Había prometido que no lloraría, pero sentía cómo se le humedecían los ojos de forma irrefrenable. La respiración se volvió errática y gimió de rabia al sentir cómo las mejillas se le empapaban. Ni siquiera era capaz de mantener una promesa. Estaba arruinando la sensación de que allí todo iría bien con aquel llanto, pero no era capaz de parar. Dio rienda suelta al sentimiento de desamparo que sentía y se abandonó a él durante un buen rato hasta que el silencio sosegó su espíritu. Se enjugó los párpados con el reverso del puño de su abrigo verde, del mismo tono que sus ojos, y tomó una gran bocanada de aire. Al hacerlo ladeó la cabeza y descubrió a los lados del banco unas pequeñas estanterías incrustadas en la pared. Acarició el espacio con la yema de los dedos y sonrió. Sabía perfectamente qué colocaría allí. De repente, su ánimo cambió y fue veloz a por la maleta para sacar sus cosas y hacer de aquel lugar extraño su hogar.
1. ¡Bienvenida! No te acerques al puerto. (En irlandés).