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Emilio Uranga, filósofo
de la oquedad y el accidente

Suena a hueco: en esta expresión se encierra una metafísica, una moral y una estética.

EMILIO URANGA

El mexicano se contempla
en el espejo de la filosofía

A finales de los cuarenta, la fiebre nacionalista menguaba en las artes, pero hallaba una acogida afectuosa en la Facultad de Filosofía y Letras, ubicada en el edificio de los Mascarones. Octavio Paz, Leopoldo Zea y Emilio Uranga fueron las voces más notables de esta época.1 Los tres hicieron suya la empresa de pensar al mexicano, pero no al mexicano en abstracto, sino al mexicano de la calle, es decir, el mexicano de carne y hueso, engastado en unas circunstancias y un horizonte específicos.

Ahora bien, lo que esta generación de pensadores sentía como lo específicamente mexicano era la Revolución. Octavio Paz lo expresaba de esta manera: “Búsqueda y momentáneo hallazgo de nosotros mismos, el movimiento revolucionario transformó a México, lo hizo ‘otro’. Ser uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior, s que nada como promesa o posibilidad de ser”.2

Pensar al mexicano equivalía para ellos a pensar al hombre emanado de la Revolución, llevando al plano reflexivo y autoconsciente de la filosofía la “novedad de la patria” —expresión acuñada por Ramón López Velarde en El minutero—. En ningún caso concibieron la Revolución como un mero inventario de sucesos históricos. Si en algo se distinguen estos tres pensadores, es en haber llevado a cabo una lectura ontologizante de la Revolución. Esta última era, a su parecer, la vocación del mexicano: el llamado a ser uno mismo. La Revolución se imponía de este modo como quehacer, es decir, como esfuerzo y actividad voluntarios: la actividad de la autocreación y, a la vez, de reducción de ilusiones o desenmascaramiento —a lo Nietzsche—. De aquí que Paz haya dicho que ser uno mismo es llegar a ser otro, “más que nada como promesa o posibilidad de ser”. Se trataba de liberar al mexicano de interpretaciones inauténticas y más o menos estáticas para descubrirle sus potencialidades. Según esta vía de razonamiento, la filosofía de lo mexicano debe colocarse dentro de la tradición liberal de nuestro país, siempre y cuando empleemos libertad en su acepción sartreana, es decir, como categoría antropológica fundamental que niega constantemente la mala fe —o el mentirse a sí mismo, cayendo en determinismos biológicos, teológicos, ideológicos, fingiendo ser lo que no se es y rehuyéndole así a la responsabilidad que tiene cada uno de su existencia—.

Una concepción ontologizante de la Revolución permitió a estos autores alcanzar al menos tres propósitos: 1) Hacer de la filosofía de lo mexicano no una indagación acerca de la esencia del mexicano, sino la clarificación de una manera de ser y de concebir al mundo y al hombre. A esto le llamaron proyecto ontológico fundamental. 2) Elevar sus investigaciones al plano de la ética, poniendo el énfasis en la responsabilidad que ostenta cada uno en tanto mexicano y en tanto hombre, y 3) convertir a la filosofía de lo mexicano en una filosofía de la acción. Este último punto era de particular interés para Emilio Uranga, y era, además, el punto de separación entre José Gaos y sus discípulos, es decir, entre la ortodoxia heideggeriana —indiferente a cuestiones morales— y el existencialismo de Sartre. La siguiente observación aparece en las primeras páginas de Análisis del ser del mexicano:

Poner en claro cuál es el modo de ser del mexicano es tan solo una premisa —eso sí, necesaria— para operar a continuación una reforma y una conversión. Más que una limpia meditación rigurosa sobre el ser del mexicano, lo que nos lleva a este tipo de estudios es el proyecto de operar transformaciones morales, sociales y religiosas con ese ser […] No podemos, no debemos, quedar siendo lo mismo antes y después de haber ejecutado nuestra autognosis.3

Detrás de este pasaje yace la convicción de que la filosofía tiene una finalidad pragmática; está llamada a objetivar sus ideas en el mundo e inducir acciones. “No están por un lado las ‘especulaciones’ del filósofo y por el otro las cosas, sino que en un inextricable abrazo, las cosas hacen a la ‘especulación’ y la ‘especulación’ a las cosas”.4

El mexicano está nepantla

La investigación de Uranga se presentaba a sí misma como una radicalización y sistematización de los estudios previos sobre el carácter del mexicano, en apariencia contradictorios, pero unidos subterráneamente por un núcleo común —una estructura ontológica— que Uranga buscaba poner de relieve. El propósito, según declaró, era “analizar el ser del mexicano, llevar a formulación conceptual lo que intuitiva y cotidianamente se vive como mexicano”.5

Nuestro carácter aparentemente contradictorio puede servirnos aquí como hilo conductor en la exposición de la filosofía de Uranga. Por años se ha repetido la frase de que “el mexicano es contradictorio”. En esta misma tesitura, con un grado mayor o menor de resignación y de optimismo, se ha dicho que el mexicano es inquieto e impredecible como un conejo, que es hipócrita o que padece un complejo de inferioridad fruto de “una inadaptación de sus verdaderos recursos a los fines que se propone realizar”.6 Pero ni siquiera el doctor Samuel Ramos, armado con el escalpelo del psicoanálisis, pudo llegar a las raíces de esta contradicción. Que esta contradicción forma parte íntima de nuestro carácter parece ser una evidencia más o menos indiscutible. Cuál sea su naturaleza ya no es un asunto tan obvio. El juicio moral, a menudo condenatorio, suele anteponerse a la pregunta por la estructura de la contradicción.

Desde tiempos coloniales hasta la fecha, el mexicano y su cultura han inspirado la imaginación de artistas extranjeros. A ellos debemos los primeros retratos de la mexicanidad. En el siglo XVI, fray Diego Durán (Sevilla, 1537-1588), historiador y dominico español, se quejaba en su Historia de las Indias de Nueva España del carácter contradictorio y escurridizo de los mexicanos. Una vez interpeló a un indígena que despilfarraba su dinero en borracheras y fiestas para todo el pueblo, pero el indígena no solo rechazó las acusaciones del religioso, sino que les antepuso una lógica muy sencilla, que, como veremos, fue por siglos la lógica del mexicano. “Padre, no te espantes —respondió el indio—, pues todavía estamos nepantla”.7 Nepantla es un término nahua que, según los diccionarios, significa “centro, en el centro, en medio”. Por ejemplo, en Tlalnepantla (“lugar en medio de la tierra”) o San Miguel Nepantla, donde nació Sor Juana Inés de la Cruz. De acuerdo con Emilio Uranga, este vocablo también designa 1) el desarraigo, 2) el estar en medio, 3) la permanencia en un estado neutro, 4) la abstención de cualquier ley, 5) la participación en dos leyes opuestas. Lo que este concepto nahua nos permite pensar es la oscilación incesante entre uno y otro extremo.

Cuando fray Diego Durán, que estaba familiarizado con el náhuatl, siguió inquiriendo, el indígena contesto que sí, que estaban nepantla, es decir, neutros, “que ni bien acudían a una ley ni a la otra, o por mejor decir, que creían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas y ritos del demonio”.8 No es ninguna casualidad que los antiguos mexicanos se representasen a sí mismos como conejos, es decir, como hombres de naturaleza inquieta e impredecible.

La literatura de los años subsecuentes nos ofrece escenas muy parecidas. Encontramos casi siempre a un inquisidor extranjero —religioso o no— que plantándose frente al mexicano, lo obliga a comparecer. Consciente o inconscientemente, con un grado mayor o menor de violencia, el proceso de forja de nuestra identidad nacional adoptó el aspecto de un diálogo —peor aún, una discusión, un pleito— con la identidad hegemónica europea. Sentado en el banquillo de los acusados, bajo el cargo de inhumanidad, el mexicano ha tenido que justificar la legitimidad de su existencia; ha tenido —y acaso todavía tiene— que demostrar su inocencia en el crimen de ser bárbaro. La “llegada tarde al banquete de la civilización europea”, como alguna vez escribió Alfonso Reyes,9 supuso para el mexicano la penosa tarea de conquistar para sí mismo el derecho de ser comensal.

El contraste entre el Viejo y el Nuevo Mundo —definitorio para ambas partes, pero sobre todo para la segunda— se hace patente en las crónicas de expediciones del siglo XVI y XVII. No fueron pocos los aventureros que sucumbieron al hechizo mexicano. Destacan, por ejemplo, el padre Bernabé Cobo (quien escribió una Historia del Nuevo Mundo), fray Antonio Vázquez de Espinosa (Descripción de la Nueva España), Thomas Gage (A New Survey of the West-Indies), Lionel Waffer (Descripción del año 1678). Por su parte, Giovanni Francesco Gemelli Careri, un expedicionario de Italia, sin formación en las letras pero dueño de una avidez y una curiosidad casi antropológicas, publicó en 1700, en Nápoles, su Viaje a la Nueva España. Hallamos en esta obra largas descripciones de la fisonomía y la cultura de México, así como de la “execrable fiesta” que hacían los mexicanos en honor del dios Quetzalcóatl: “Llegado el día de la fiesta, medianoche, le abrían el pecho [a un esclavo sano], y, sacándole el corazón, se lo ofrecían a la luna, y luego al ídolo. El cuerpo lo echaban escaleras abajo del templo, de donde lo recogían los mercaderes, y, llevándolo a casa del principal, hacían con él al día siguiente un opíparo banquete”.10

Uno podría decir, como el indio de la anécdota, “No te espantes, Gemelli”, y agregar, junto con Michel de Montaigne, que la barbarie americana no debe cegarnos ante la barbarie europea: “creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos”,11 como hacía a diario la Inquisición y como hacemos a diario los hombres “civilizados” del siglo XXI, reemplazando el látigo y la doncella de hierro por el salario y la hipoteca.

A finales del siglo XVIII, desde su exilio en Italia, los jesuitas criollos mexicanos —Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre, Pedro Márquez, entre otros— acometieron la ardua empresa de defender la mexicanidad ante las críticas de algunos intelectuales europeos, como Buffon y Paw. Este último llamaba “degenerados” a los oriundos de América, y extendía su juicio a la vegetación y el clima. Los jesuitas criollos, acaso sin saberlo, repitieron el esquema básico —el único esquema conocido— de defensa de la mexicanidad: la disertación, es decir, la afirmación de uno mismo como mexicano a través de la refutación y el cotejo. El texto de Clavijero lleva precisamente ese título: Disertaciones.

Ya en el siglo XIX nos damos de bruces con las cartas de Madame Calderón de la Barca, esposa del primer ministro plenipotenciario de España en México. Su libro, La vida en México (1843), es un testimonio espléndido, pero cruel y lúcido, sobre el carácter contradictorio, nepántlico o conejeril del mexicano, “¡extraña mezcolanza —dice la autora— de lo bello y de lo espantoso!”.12

Otros viajeros del siglo XX, como lo fueron Emilio Cecchi (México, 1931), José Moreno Villa (Cornucopia de México, 1940), Malcolm Lowry (Bajo el volcán, 1947) y hasta Luis Cernuda (Variaciones sobre tema mexicano, 1952), poseídos por la musa mexicana, blandieron su pluma. A pesar de la diversidad de sus estilos y opiniones, todos parecen coincidir en un hecho: el mexicano alberga dentro de sí, bajo una fina pátina de “civilidad”, una fuerza hierática y vetusta, que con frecuencia sale a la superficie para negar los valores llamados “occidentales”. El asiatismo,13 la embriaguez o la incivilidad del mexicano desconciertan al extranjero. Moreno Villa (Málaga, España, 1887-Ciudad de México, 1955) leyó las cualidades del mexicano en las cualidades de sus frutas. De este modo, “el mamey nos hace pensar en una raza cálida y concentrada”, y “con el zapote prieto se comprende la finura ingrávida de la indita”.14 Aunque ejecutada en un sentido inverso, la estrategia de análisis del mexicano seguía siendo la misma: se trataba de observar las rarezas del mexicano (ya sea con el entrecejo fruncido o con una discreta sonrisa de condescendencia) desde un punto de visto eurocéntrico —o inquisidor, como lo hemos llamado—.

Por culpa de una perspectiva exterior y exteriorizante, el mexicano ha aparecido como una contradicción —algunos añadirán funesta— que se resiste tenazmente al “proceso civilizatorio”. Influenciados sin duda por este método turístico de pensar la mexicanidad, no pocos autores nacionales han suscrito la premisa de que lo mexicano es lo exterior y han desplazado la esencia de la mexicanidad al propio paisaje. Volcanes, pirámides, cactus e indias con rebozo son el producto de estas meditaciones sobre lo mexicano, cuya máxima condensación quizá la hallemos en los cuadros de José María Velasco o en las estampas más recientes de Jesús Helguera. Ellos creían que desplazando el análisis de un lugar a otro —de manos europeas a manos mexicanas—, se respondía a las calumnias de casi todos los viajeros, “desde Löwernstern y la señora Calderón de la Barca hasta los escritores y escritoras de la corte de Maximiliano, que especulan con la curiosidad pública, vendiéndole sus sátiras menipeas contra nosotros”.15 Respecto a José María Velasco, decía Villaurrutia que era uno de los pocos pintores que “han detenido en sus lienzos los fugitivos instantes en que el alma del Valle de Anáhuac se expresa en todo su esplendor silencioso”;16 el suyo no fue, según esto, un punto de vista meramente exterior. Por último, cualquiera que acuda al Museo Soumaya puede constatar personalmente cuán exageradas e ideales son las imágenes de Jesús Helguera, cuyo antecedente más notorio sea acaso el decimonónico Saturnino Herrán: dioses aztecas musculados y bronceados, charros de película, mujeres con trenzas cerúleas de revista de moda.

Otro autor que compartía una visión exteriorizante de la mexicanidad, aunque de una manera menos obvia, más erudita, más sutil, fue el ya mentado Alfonso Reyes. En Notas sobre la inteligencia americana, el escritor regiomontano suscribe con cierto tono despectivo la vieja tesis prehispánica de que el ser del mexicano es como un conejo: “América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción”.17 Detengámonos en esta última frase. Alfonso Reyes parece decir que el mexicano es un hombre “crudo” (no ha alcanzado su plena cocción); es un hombre incompleto —a medio desarrollar, como las mujeres de Aristóteles—.

En la primera mitad del siglo XX se da una ruptura definitiva con este modo secular y vicioso de estudiar al mexicano. La nueva generación de pensadores no sostiene que haya vivencias, emociones o incluso objetos que sean típicamente mexicanos, pero sí maneras de vivir, padecer emociones y ver objetos. El paso de un método exterior a uno interior propició los estudios acerca del resentimiento (Agustín Yáñez), la irresponsabilidad (Leopoldo Zea), la socarronería (José Luis Martínez), la hipocresía (Rodolfo Usigli) y el complejo de inferioridad (Samuel Ramos). Todos estos pretendían erigirse como el sentimiento clave en que había de ser subsumido el carácter y las acciones contradictorias del mexicano. Pero el talante inquisitivo de Emilio Uranga no se daba por satisfecho en este punto. Todavía era viable, en su opinión, llevar el análisis a un estrato más profundo, sometiendo a reducción fenomenológica los sentimientos clave.

El nuevo enfoque fenomenológico —siempre en cursivas para destacar la originalidad que tuvo este enfoque en México— no pensaba el sentimiento clave y el caso particular en una relación de subsunción. El pelado, dice Uranga una y otra vez, es algo más que la mera verificación de las teorías psicoanalíticas de Adler. Vale más la pena “dejar hablar” al fenómeno del pelado para ver qué nos dice este sobre la manera en que el complejo de inferioridad funciona en el mexicano. Desentrañar en vez de subsumir: esa es, en resumen, la novedad. Importa también prestar atención a las manifestaciones caracterológicas de esta manera de ser mexicana y a su porqué: ¿por qué los mexicanos nos hemos decantado por esta manera de ser que nos vuelve desganados, frágiles y melancólicos, en vez de otra manera de ser, otro proyecto vital, que quizá nos hubiera dado otro carácter? Si el mexicano es sentimental, ha de ser por algo, ya que “lo que somos es la contrafigura de lo que esperamos”.18 Ese es el presupuesto que le permite a Uranga descubrir ciertos beneficios en las actitudes sentimentales y contradictorias del mexicano. El sentimental normalmente inclina la cabeza, o la alza demasiado, en señal de indefensión, con el propósito de granjearse la protección ajena. Es una especie de llamado de auxilio, “una elocuente petición de salvación por parte de los otros”.19 Uranga nos previene de incurrir en la tentación de tachar de defectuoso este sentimentalismo. Alguna razón habremos tenido para comportarnos así.

Hablábamos al inicio de tres enfoques en el estudio de la mexicanidad: el externo, el interno y el interno fenomenológico. Comprobamos que este último cambia drásticamente nuestras valoraciones sobre el ser del mexicano. Extranjeros y mexicanos extranjerizantes juzgan poco conveniente nuestra manera de ser y hasta se toman la libertad de ofrecer consejos y pronunciarse acerca de lo que tuvo que hacerse. Pero no hay nadie mejor adaptado a la vida en México que los mexicanos, valga la redundancia. “Difícil es pues que un pueblo que también ha probado su modo de ser se sienta inclinado a cambiarlo, a dejarse seducir por otras maneras de ser que le proponen los ajenos como más adecuadas”.20 Aquellos que afirman que el siglo XIX fue en México un siglo de imitadores ignoran esta copertenencia entre los requerimientos históricos y la manera de ser. Diremos, por ahora, que “existir a lo mexicano es modular todas las conductas, todos los comportamientos, accidentalmente”.21

De acuerdo con Uranga, las investigaciones sobre lo mexicano no habían hecho más que señalar los síntomas sin tocar siquiera la constitución o morfología del ser del mexicano. La hipótesis del complejo de inferioridad que expuso Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México era especialmente afortunada y fecunda porque permitía unificar, bajo su sello, una serie de manifestaciones típicamente mexicanas. Ramos no decía que el mexicano fuese inferior sino que simplemente se sentía inferior. De esta manera se desentendía de la ontología y limitaba su ensayo al campo de la psicología y la moral, siendo su principal interés el de descubrir los mecanismos mexicanos de encubrimiento y expurgarlos. A fuerza de regodearse en el cálido sosiego del complejo de inferioridad, muchos mexicanos pierden de vista otras opciones existenciales, tomando la inferioridad como un estado real y único. Sin embargo, “lo que se consigue con este procedimiento metódico es ganar una nueva región de aplicación de la doctrina previamente tenida como verdadera [las doctrinas de Adler], pero no peculiarizar a la realidad a que se aplica”.22 Se trata, pues, de “fundamentar ontológicamente lo que en términos de psicología se describe como complejo de inferioridad”.23

Lo que entiende Uranga por fundamentación ontológica no es otra cosa que “la poética decisión de dejar hablar al ser y hablar solo del ser”;24 captarlo, no en la sala de autopsias de la metafísica, sino en su desenvolvimiento cotidiano. Habría que llevar el dinamismo —indisociable de la ontología— a sus últimas consecuencias para proclamar, junto con el existencialismo, que el ser no es lo inmutable sino todo lo opuesto: el ser es la mutación. “Lo verdaderamente capital que anuncia la ontología es que en el hombre se está operando, continuamente, un cambio de ser”.25 Lo que halló Uranga columbrando a través del complejo de inferioridad, el resentimiento y la hipocresía fue “una cierta insuficiencia constitucional de nuestra manera de ser”.26 En efecto, lo que el mexicano patentiza siempre —en cada gesto— es su manera de ser insuficiente o carente de fundamentos sólidos. “La vida para el mexicano entraña un esencial ‘tronchamiento’ o ‘quebrazón’, acción y efecto de romperse bruscamente, súbitamente”.27 Esto ocurre así porque la estructura que le sirve de asiento a la vida no es estable sino oscilatoria. De aquí proviene su carácter fortuito y contradictorio.

A este carácter oscilatorio o pendular, Uranga lo identifica con la zozobra —noción que también extrae de la poesía de López Velarde—. “En el estado de zozobra no sabemos a qué atenernos, vacilamos entre una y otra ‘ley’, estamos ‘neutros’, ‘en medio’, ‘nepantla’”.28

Los mexicanos somos, en relación con Europa, un accidente.

El ser-para-el-accidente

Uranga define el accidente de cara a la sustancia como aquello que no es o, mejor dicho, como aquello cuyo ser se halla en relación de íntima dependencia con algo que no es él mismo. Mientras la sustancia se define como lo consistente, es decir, como aquello que se resiste a la alteración, el accidente es lo que queda fuera, lo perecedero e innecesario: solo adosado a la sustancia es que el accidente recibe su ser “en préstamo”.

El accidente está en comunicación con la nada; su lugar de residencia es el intersticio que se abre entre el ser y el no-ser. En sentido estricto, lo accidental es lo carente y lo frágil; una penuria, un quasi ser, una sombra. A lo dicho por Uranga nosotros podríamos añadir lo siguiente: si el pensamiento filosófico de Occidente es, ya desde Platón, un pensamiento solar —de mediodía—, al pensamiento y a la vida mexicanos les corresponde una hora crepuscular, ese momento en que todavía no es de noche, pero ya va pasando la tarde.29 El ser-para-el-accidente del mexicano se opone frontalmente al ser-para-la-sustancia característico de la tradición filosófica occidental. Pero ¿qué puede significar que el mexicano tenga que accidentalizarse?

Realizarse como accidente —escribe Uranga— significa mantenerse como accidente, en el horizonte de posibilidad del accidente mismo. Lo inauténtico sería en este caso pretender salir de la condición de accidentalidad y sustancializarse, tentación a que se orilla casi por necesidad el mexicano cuando no “soporta ya más” su originaria constitución.30

Desde la jactanciosa perspectiva de la sustancialidad —esto es, desde una perspectiva eurocéntrica—, la contradicción, la inseguridad, la imprevisión (formas en que el ser-para-el-accidente se patentiza), aparecen como peligros: son la amenaza que podría coartar el avance hacia el ideal de sustancialización. En una sociedad abocada a la sustancia, la plenitud o llenazón de ser —la estabilidad, la suficiencia—, el accidente irrumpe bajo el nombre de crisis.31 En cambio, desde la perspectiva mexicana del accidente, la zozobra —o el no saber a qué atenerse— no es el crimen, el obstáculo o el medio sino la plena existencia y, más aún, el fin ideal de esta existencia. Nepantla designa, como ya dijimos, esta insuficiencia constitucional. Estar nepantla significa habitar la contradicción sin un afán de superarla, como querría la dialéctica, y sin que este estado de suspenso o de indeterminación precipite la destrucción del mexicano. Si para unos ojos menos habituados al accidente esta contradicción pone al mundo en crisis constantemente —lo fractura, por decirlo así, desgarrándolo—; para nosotros, la desgarradura es el estado natural de las cosas. Lo raro y abominable no es el azar sino la verdad que se impone monolítica, irrefutablemente. “En el mexicano hay una sensación casi nunca dominada de agobio del ser”32 que se traduce en una pena continua y continuada. A esta pena o melancolía irrenunciables se suma la desgana, la desconfianza, la hipocresía, etcétera: manifestaciones todas ellas de la voluntad de accidentalización. “Con otras palabras: los comportamientos o conductas del mexicano [incluido el cinismo, el resentimiento y el complejo de inferioridad] son ‘modos’ de accidentalización de su originaria accidentalidad”.

Tanto el resentimiento como el complejo de inferioridad, así como la indiferencia, la resignación, el malinchismo o el indigenismo son actitudes en que se expresa deficientemente nuestro modo-de-ser. Todas ellas tienen en común la no-aceptación, por una vía u otra, de nuestra constitución insuficiente. La actitud cínica, entendida como la aceptación consciente de una inversión de valores, es al parecer de Uranga la única manera auténtica de la que dispone el mexicano para afirmar su libertad, esto es, para vivir sin disimulos su insuficiencia. El cínico se enseñorea de los valores llamados “serios” con desenfado y audacia, pero también con fuerza y brutalidad. Poniendo la insuficiencia en primer plano es que el cínico se convierte en una resistencia o negación del ser-para-la-sustancia. Funge en la sociedad el papel no de un héroe, pero sí de un libertador. No solo no salva a nadie, sino que quita y empobrece, por decirlo así, abriendo el horizonte de accidentalidad y zozobra. Sin embargo, este empobrecimiento tiene como propósito la acción y la autarquía. Se asemeja a una sacudida que nos arranca del sueño dogmático y de cualquier tipo de remanso de paz, entregándonos a cambio el ser del hombre en su libre hacerse.33

Con estos argumentos la filosofía ganaba para el mexicano un modo-de-ser auténtico pero privatísimo. Uranga, recordemos, definía el afán de accidentalización del mexicano en oposición al afán sustancializante del hombre occidental. Esta táctica argumentativa, si bien reivindicaba para el mexicano una visión del mundo propia y en consonancia con los requerimientos históricos, daba como resultado inevitable dos maneras-de-ser (la mexicana y la eurocéntrica), igualmente válidas, sí, pero escindidas y enemistadas: la una, por definición, niega a la otra. Sortear este localismo de la filosofía suponía el segundo gran desafío de los hiperiones.

A este respecto, Emilio Uranga afirmaba: “No se trata de construir lo mexicano, lo que nos peculiariza, como humano, sino a la inversa, de construir lo humano como mexicano. Lo mexicano es el punto de referencia de lo humano, se calibra como humano lo que se asemeja a lo mexicano y se despoja de esa característica a lo desemejante y ajeno al ser del mexicano”.34

Si volvemos nuestra mirada a Sartre y modificamos un poco la jerga de Uranga, sustituyendo el afán sustancializante de los europeos por un mandato de sinceridad (el mandato de ser lo que se es), comprenderemos mejor el tránsito de la autognosis del mexicano a un humanismo del accidente. Se preguntaba Sartre en El ser y la nada (1943): “¿qué significa el ideal de sinceridad sino una tarea irrealizable, cuyo sentido mismo está en contradicción con la estructura de mi conciencia?”.35 La filosofía francesa presentía, acaso como nunca antes, que el concepto de hombre, ricamente construido a lo largo de siglos (desde Descartes), había agotado su capacidad para dar soporte a la vida. Sartre se daba cuenta de que la crisis, el accidente, más aún, la Nada, no solo eran inextirpables de la conciencia sino que la constituían —la Nada es la libertad, y la libertad, la conciencia—, y que este hecho, aunque sigiloso, no había pasado del todo desapercibido por la filosofía, solo que esta se había empeñado en encubrirlo:

La estructura general del “no ser lo que se es” hace imposible de antemano todo devenir hacia el ser en sí o “ser lo que se es” [la sustancia]. Y esta imposibilidad no queda enmascarada a la conciencia; al contrario, esa imposibilidad es el material mismo de la conciencia; es el desasosiego constante que experimentamos, es nuestra incapacidad misma de reconocernos, de constituirnos como siendo lo que somos: es esa necesidad por la cual, desde que nos ponemos como un cierto ser por un juicio legítimo fundado sobre la experiencia interna o correctamente deducido de premisas a priori o empíricas, por esa posición misma trascendemos ese ser; y lo trascendemos, no hacia otro ser, sino hacia el vacío, hacia la nada. ¿Cómo, entonces, podemos reprochar al prójimo no ser sincero, o complacernos en nuestra sinceridad, puesto que esta sinceridad nos aparece a la vez como imposible? ¿Cómo podemos ni aun esbozar, en el discurso, en la confesión, en el examen de conciencia, un esfuerzo de sinceridad, ya que este esfuerzo estará destinado por esencia al fracaso y, al mismo tiempo que lo anunciamos, tenemos una comprensión prejudicativa de su inanidad?36

Hallamos en este párrafo, in nuce, el proyecto humanista de Emilio Uranga. La conquista del ser del mexicano coincidía, según esto, con la conquista del ser del hombre en general. En otros términos, la insuficiencia constitutiva sacada a la luz por la autognosis era susceptible de extenderse mediante una operación metonímica.37 El análisis existenciario del mexicano —que es, no lo olvidemos, el análisis del ser del ente que soy en todo caso yo mismo— transparentaba la constitución accidental del hombre; de este modo, la reflexión, en un primer momento solitario del filósofo, crecía hasta convertirse en “una plaza abierta sobre la cual puede levantarse la figura de lo humano sin discriminaciones, con el impulso generoso de que lo humano realmente general y lo particular pueda encontrar en aquel tipo de ser accidental su constante más legítima”.38

La falta de fe en el viejo humanismo de corte sustancial (que luego de dos guerras mundiales se develaba como un humanismo excluyente, fallido y genocida, es decir, como un falso humanismo) motivaba la emergencia de movimientos descentralizantes, como el feminismo de Simone de Beauvoir y el existencialismo sartreano. Sartre hizo comparecer al hombre europeo —el hombre francés de la posguerra—. “¿Qué es la sinceridad —inquiere el filósofo—, sino precisamente un fenómeno de mala fe?”.39 Un eco de esta pregunta se deja oír en Análisis del ser del mexicano cuando Uranga aseveraba que “toda interpretación del hombre como criatura sustancial nos parece inhumana”.40 Así, la purificación propia o doméstica converge —se hace una— con la purificación de lo humano: supone la reapertura de los canales comunicativos entre el individuo y el ser social. Por consiguiente, la autognosis del mexicano, elevada a proyecto de humanización, es, además de auscultación ontológica, el “camino por donde escapar a enajenaciones de cualquier género”;41 implica la dignificación del hombre y su restitución como agente de cambios históricos. No hay nada de reconfortante en esto; por el contrario, el acto de empuñar la libertad resulta angustiante.

Lo mexicano, ya se habrá advertido, no se limita aquí a una región demográfica, si bien toma como punto de partida al individuo concreto. La premisa humanista —veremos más tarde— era imprescindible para conciliar al ciudadano con la política y fortalecer la incipiente democracia de nuestro país.

El humanismo mexicano

La afirmación, acaso hoy obvia, de que “el mexicano es humano” suscitó en el siglo XVI célebres disputas de índole teológica. En realidad, lo que se discutió en la Junta de Valladolid fue si los indígenas eran esclavos por naturaleza, de acuerdo con los criterios de la Política de Aristóteles, pero por mor del argumento podemos aceptar la idea de Uranga de que la humanidad no es algo que se le atribuya desde siempre al mexicano sino una cualidad que tuvo que arrogarse a lo largo de su historia por vías todavía ignoradas.42 Afirmándose como hombre, el ser mexicano no se restringe a una nacionalidad sino a una manera humana de ser. “Pero con igual originariedad, el mexicano se niega a lo humano y se enclaustra, con indelebles votos de ferocidad, en su nacionalidad y alardea de ella en manifestaciones de afirmación que rebasan los límites de lo prudente”.43

Nacionalismo y humanismo representan en este contexto dos interpretaciones incompatibles del mexicano. La oficialización de la primera contribuye al olvido de la segunda. Sin embargo, este nacionalismo no es gratuito, sino que responde a necesidades históricas muy concretas de refugio, enclaustramiento y salvaguardia de los bienes nacionales ante aquello que Uranga denomina “la voracidad apropiativa de los extraños”.44 El nacionalismo concibe la patria como una yuxtaposición o suma de riquezas que se tienen que proteger de los intrusos avariciosos para el disfrute de sus “legítimos propietarios”. “Este concepto mercantilista no ha desaparecido de la mentalidad popular y oficial, e inclusive ha sido reforzado de modo patológico por la Revolución”.45

En el mexicano, la actitud nacionalista opera un movimiento doble de reducción o encogimiento, primero al reducir la patria a un conjunto de bienes materiales y después al escindir al mexicano de lo humano, erigiéndolo como una realidad aparte. Despojado de su nacionalismo, el mexicano reencuentra la fragilidad, la pena, la miseria, que son raíces de todo humanismo; se reencuentra con aquello que lo abre y vincula a lo humano. Apenas presiente su estado originario de abandono, el hombre se empeña en encubrirlo aferrándose a los valores de la ciencia o la religión o la cultura. Pero el mexicano no le rehúye a su humanidad. Habita cotidianamente su accidentalidad y su zozobra; se abre sin reservas y consuetudinariamente a esos “penosos” sentimientos que a otros parecen insoportables. Al parecer de Uranga, persistía en el México posrevolucionario un humanismo que en otras partes del mundo iba gastándose y declinando. Doliéndose en primer lugar del ser propio, el mexicano se duele, por un trámite de sentido, del ser de los demás, los otros hombres pero también los animales y las plantas: todos merecen el epíteto de pobres a los ojos compasivos del mexicano.

Sin embargo, esta compasión no proviene de un simple afán de igualdad, tendríamos que hablar más bien de un sentido de emparejamiento en el humanismo, mientras que en el nacionalismo, de un sentido o afán de diferencia.

Lo accidental es azaroso, y “ponerse en puro azar es ponerse en espera de lo imprevisible, abrirse a lo accidental cuya ley reside en no tenerla. Pero en esa condición azarosa ábrese también la posibilidad de recibir una gracia, que en otra circunstancia es imposible de recibir”.46 Este gesto mexicano de absoluta hospitalidad, este abrir y dejar la puerta abierta para que pase el huésped, es también un recordatorio constante de que somos tanto objetos como sujetos de elecciones (nada está escrito para siempre) y una mueca de repudio ante cualquier tipo de determinismo. La mexicanidad no se agota en ningún relato nacionalista.

“Estamos en período de forja y ejecución”, escribió Uranga.47 Una vez agotadas las premisas de la Ilustración, Europa ya no podía brindarnos una idea directriz para nuestro proyecto existencial. “No hay un proyecto magno de universalización a que contribuir”.48 El análisis de Uranga era de este modo libertario y antidogmático, a la vez que acuciante. ¿Bajo qué paradigma se recogería el mexicano ahora que la Ilustración apagaba sus luces y, quizá por primera vez en la historia, el hombre se hallaba solo? “¿Bajo qué horizonte ideológico debemos militar?”.49 La ideología abre el campo de la acción cotidiana librándonos de la angustiosa responsabilidad de dar sentido a todas y cada una de nuestras experiencias. La ideología es en este sentido un verdadero asilo existencial.

Uranga estaba convencido de que la idea que debía dirigir a México era la de un humanismo del accidente. Esta idea, primer proyecto existencial de raíces mexicanas, “cumple justamente estos requisitos indispensables [como horizonte dador de sentido] para erigirse en idea histórica”50 y en paradigma que, por su vocación profundamente humanista, sirva de idea directriz a otras naciones, acaso europeas, como en su momento la idea directriz de la Ilustración nos dio acogida a nosotros.

Para Uranga, el mexicano tenía una lección que enseñar al hombre; la valiente y cínica lección de que el estado normal del mundo es la crisis.

El significado de la Revolución mexicana

Hemos revisado de qué manera Emilio Uranga desplazó la autognosis (o el autoconocimiento) del mexicano al plano de la ontología; de aquí derivó, como segunda tarea, un humanismo del accidente, cuyo principal logro quizá consistió en llevar a cabo una desustancialización del ser. Recordemos que, para Heidegger, el crimen de las metafísicas antigua, medieval y moderna había sido confundir el ser con el ente, trayendo como consecuencia el olvido del ser. El ser no es una entidad, una cosa, y mucho menos la entidad, es decir, Dios.

Emilio Uranga ofreció las pistas suficientes para inferir del humanismo mexicano una tercera tarea: la de desarrollar una moral cínica, es decir, una moral de la subversión de los valores, cuyo momento climático no había sido otro que la Revolución.

El hombre revolucionario fue aquel que, acaso como ninguno, cobró conciencia de su ser-para-el-accidente. En consecuencia, el humanismo mexicano estaba cifrado para Uranga en la Revolución, la cual pasaba de ser un hecho histórico a un estado anímico-ontológico: la perseverancia en la zozobra, o, lo que es lo mismo, la valiente afirmación de la libertad. La insuficiencia constitutiva del mexicano podía denominarse ahora el ser-para-la-revolución o el ser-revolucionario. No es casualidad entonces que Análisis del ser del mexicano desemboque en la pregunta por el significado de la Revolución.

Para dar respuesta a esta pregunta, Uranga acudió a Ramón López Velarde, convencido de que el pensamiento también deambula en la poesía, y no con menos penetración y rigor que en los tratados filosóficos.

Ahora bien, la revolución se nos presenta, primero, como un trance o una sacudida en que destella una “nueva patria”, modesta y preciosa, la llama López Velarde, en contraposición con esa otra vieja patria de fachadas mayestáticas y oropeles. La revolución o fuerza revolucionaria se precipitó sobre los valores llamados “oficiales” con el cínico afán de invertirlos, porque solo en la fricción de esta inversión violenta destellaría la “nueva patria”. “En esta operación el sufrimiento juega un imprescindible papel […] pues una desesperación sin dolor no pasa de ser retórica revolucionaria”.51 Pero esta “nueva patria” Uranga la escribe entre comillas, como indicándonos su título provisional. “Los años han vuelto a instalar en el alma del mexicano la pomposidad, lo multimillonario, la honorabilidad, lo epopéyico”.52 Los clamores de la Revolución, recordatorio de nuestra modesta condición humana, amenazaban con silenciarse y ser prontamente echados en el olvido. Los filósofos debían sumarse a esas filas de poetas y artistas que, como López Velarde, intentaban sacar a la luz y perfilar la “nueva patria”.

Para López Velarde esta patria posrevolucionaria no es histórica ni política sino íntima. La Revolución, desde luego, no se agota en la historia ni puede la historia dar entera cuenta de ella, pues la Revolución asoma por encima de la cadena causal de los sucesos, apunta a algo, precisamente a esta “nueva patria”. La Revolución, además, teniendo repercusiones políticas, es algo que se desborda del ámbito político, pues toca las fibras sensibles de cada mexicano: nos toca en la intimidad. Para 1950, la Revolución era moneda corriente en las charlas de sobremesa de todos los estratos sociales, pero justamente por esto se corría el riesgo de que su sentido (esta vaga idea de una “nueva patria”) fuese sepultado por las habladurías.

“La tarea es pues, vigilar y velar por que la esencia de lo que la revolución ha producido se convierta para nosotros en realidad cotidianamente vivida y ensayada en situaciones cotidianas”.53 La “nueva patria” que se ofrecía al mexicano entrañaba una responsabilidad personal e intransferible. La Revolución descargaba en cada persona todo su peso. “Se trata de algo que concierne a cada quien, no a una masa anónima y gregaria. La Revolución revive o destruye sus posibilidades en cada mexicano individualmente, y le confiere precisamente su individualidad”.54 La Revolución era doblemente íntima porque nos invocaba en lo individual y porque, invocándonos, nos individualizaba. Si acaso queríamos los mexicanos que la Revolución se perpetuara, no quedaba otro camino que asumir personalmente su penosa herencia y no delegar la administración del patrimonio revolucionario en las facciones políticas, ya que —nunca se dirá lo bastante— la Revolución mexicana es una revolución que nos requiere íntimamente.

El problema de la revolución es justamente el de la realidad que ha producido, el del sentido que ha gestado y del que echamos mano sin aclararlo y precisarlo. Vivimos inmersos en ese sentido, pero inmersos no significa que nos lo hayamos apropiado sino solo simplemente que sin percatarnos de ello vivimos a sus expensas. Pero la tarea de la filosofía consiste en hacernos entrar en posesión consciente de lo que ya tenemos.55

Se trataba entonces de apropiarnos de la Revolución, de poseerla y enunciarla, porque quizá nombrando a esta “nueva patria”, su existencia se fortificaría y ya no correría el peligro de la ocultación cotidiana o, peor aún, del avasallamiento en manos facciosas. Las artes se adelantaron en su exploración de esta nueva realidad, todavía innominada; la pintura desplegó con especial ahínco las posibilidades de la Revolución, pero sería en la filosofía, a juicio de Uranga, donde el significado de la Revolución se proyectaría en sus plenas posibi­lidades y que este significado surgiría de la ceguera a una nueva vida de lucidez en que el ser del mexicano ya no estaría bajo la amenaza de encadenamiento u olvido. Esa era la empresa culminante que los hiperiones endilgaban a la filosofía, teniendo en mente, acaso, la idea hegeliana de que la decadencia artística coincide con el florecimiento de la labor filosófica.56

Aunque Uranga no lo dice, cabe esperar que la causa de este olvido —la causa de que “en su dimensión de interioridad la revolución ya no nos nutra”—57 no sea otra que el giro industrializador de la administración alemanista, caracterizada por la pomposidad, es decir, por la corrupción.

Miguel Alemán Valdés, primer presidente civil de la República, suprimió casi en su totalidad el reparto agrario. Cuando este no se suspendía, se realizaba a regañadientes y a través de una burocracia kafkiana. Las reformas constitucionales en materia agraria y la construcción de numerosas obras públicas tenían por objeto favorecer la inversión privada, porque solo así creía el presidente que se elevaría la producción. Los ejidos, por lo visto, contribuían en poco o nada a la economía nacional. De este modo, se difundió la sospecha de que la Revolución se había olvidado de sus promesas de equidad y, sobre todo, de sus promesas de dar amparo a los marginados —en primer lugar a los campesinos—. El sistema político mexicano, cada vez más oscuro en sus prácticas, no terminaba de constituirse como una democracia occidental ni como una dictadura: el punto medio —entrevisto por algunos ya desde entonces— era el presidencialismo: una renovación de la vieja jerarquía vertical —hecha toda de gestos paternales y compadrazgos— del Porfirismo pero con fecha de caducidad —una monarquía de seis años—.

Colocado en su contexto, el análisis de Uranga parece abogar por un retorno, esta vez consciente, a los dictums de la Revolución; un retorno a la etapa que los historiadores llaman de revolución y reforma y que concluye con el general Lázaro Cárdenas. La esencia de la Revolución ¿no era de hecho una antiesencia, una perpetuación de la reforma, es decir, democracia y alternancia políticas?

El análisis del ser del mexicano, y el posterior análisis del significado de la Revolución, guiado por López Velarde, parece quitar a la Familia Revolucionaria en el gobierno y al partido oficial sus derechos sobre la Revolución. De aquí que ambos —filósofo y poeta— nos digan que la Revolución es un asunto que nos requiere íntimamente, un asunto que cada quien ejercita y gestiona: su libertad como ciudadano de esta nueva patria, ya sin comillas, es decir, ciudadano de una República democrática. Pero esta libertad, recordemos, no se limitaba al derecho efectivo al voto, sino que era para Uranga el horizonte de comprensión típicamente revolucionario, la Weltanschauung (visión de mundo) a la cual el mexicano tendría que aferrarse.

Si el curso de esta interpretación es atinado, el significado de la Revolución mexicana debía hallarse, de acuerdo con Uranga, en una caracterización de la “nueva patria”, y esta caracterización debía tener su base en el humanismo posrevolucionario o humanismo del accidente. Análisis del ser del mexicano puede leerse como una reacción en términos ontológicos ante el sistema democrático fallido de México y una defensa de la revolución de Cárdenas o, mejor aún, de una revolución sin caudillos, sin gentilicios, revolución del pueblo —y de todos los pueblos—, verdaderamente reivindicativa de la condición y la dignidad humanas: el reconocimiento de la capacidad que cada uno tiene para autodeterminarse.

De nueva cuenta la filosofía de lo mexicano se nos presenta como bastión del liberalismo en nuestro país y como una primera y punzante crítica a la oficialización o institucionalización priista de la Revolución en detrimento de la libertad. A los intentos clausurantes del PRI, Uranga parece oponer por momentos una política abierta, personal, no romántica —nadie ha de aguardar de nadie la salvación—, sino activa y dialógica. ¿El siguiente pasaje no se torna de veras comprensible si lo trasladamos a un registro político?

La revolución no exige que nos avergoncemos, sino que nos reconozcamos en la miseria y nos identifiquemos con ella para construir sobre ella. El “pelado” que no quiere saberse tal y que teme la iluminación de su conducta no ha hecho la Revolución, sino aquel que se consideró como tal y que valientemente se aceptó como tal […] El ideal del proletariado no es hacerse pasar por burgués. Si olvidara su origen en la hora del triunfo andaría a la pesquisa de una imitación de la cultura burguesa.58

El aburguesamiento de la Revolución ¿no implicaba también su aniquilamiento?


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