1 ¿Por qué el azúcar se ha convertido en el nuevo «enemigo público número uno»?

Es dulce, versátil, gusta a todo el mundo y convierte en delicioso todo lo que toca. Pero ahora, y tras muchas décadas ocupando la cresta de la ola de la popularidad en nuestros paladares y nuestras despensas, su «estrellato» no solo comienza a estar en entredicho, sino que se ha convertido en el blanco de todas las críticas en el ámbito nutricional, hasta el punto de que muchos la consideran una especie de enemigo público número uno. ¿Cuál es la causa de esta caída en desgracia del azúcar? ¿Por qué es ahora cuando todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo para demonizar su consumo? ¿Qué base tienen las cada vez más numerosas campañas e iniciativas contra este alimento?

Un nutriente en el punto de mira

«El tabaco mata», «Fumar perjudica seriamente la salud»… Son eslóganes que al principio causaron mucho impacto, pero que ya todos hemos interiorizado y cuya veracidad no se pone en duda, ya que los efectos negativos del hábito tabáquico en la salud están de sobra demostrados y nadie (independientemente de si se opta por ser fumador o no) puede darse por no enterado al respecto; gracias, eso sí, a importantes e impactantes campañas de concienciación. Pues bien, el ejemplo del tabaquismo sale inevitablemente a relucir cuando uno se empieza a interesar por la tendencia «¿Azúcar? No, gracias» en la que actualmente estamos inmersos.

De hecho, muchos expertos en el tema no han dudado en definir esta sustancia como el «nuevo tabaco». Y hay razones de peso para establecer este paralelismo, ya que ambos, el azúcar y la nicotina, son consumidos a diario por millones de personas en todo el mundo y los dos son muy accesibles. Además –y aquí radica la principal similitud–, tienen en común que es solo después de mucho tiempo de fumarse/ingerirse cuando su lado oscuro (o sea, los perjuicios para la salud) empieza a «mostrar la patita». En el caso del tabaco suele ser una tos persistente o un catarro que no se cura; en el del azúcar se trata casi siempre de unos kilos de más, pero los dos producen daños invisibles y más importantes a nivel orgánico, afectando principalmente a la salud cardiovascular y dando también lugar a otras enfermedades como la diabetes, la hipertensión y, en definitiva, al síndrome metabólico, un conjunto de patologías que se ha convertido en un auténtico problema de salud pública, ya que su prevalencia ha aumentado en todo el mundo.

Por qué han saltado las alarmas

A lo largo de las últimas décadas, los resultados de las investigaciones médicas y las campañas sanitarias han ido de la mano a la hora de identificar las grasas, concretamente las «malas» (saturadas y «trans», presentes en alimentos como la mantequilla, las carnes grasas y embutidos, los quesos grasos y los aceites utilizados en la bollería y otros productos industriales) como las principales culpables de la obesidad y los problemas cardiovasculares. El mensaje caló hondo entre la población y también en la industria, y las opciones «light» y «bajas en grasas» pasaron a formar parte del escenario habitual de los supermercados y cobraron cada vez más protagonismo en nuestros menús cotidianos. Bien. Misión cumplida… o al menos eso parecía. Porque las cifras y las estadísticas empezaron a «cantar», poniendo en evidencia que había algo que no encajaba: a pesar de la reducción del consumo de grasas y de la mayor concienciación de la población sobre los riesgos de este nutriente, el índice de obesidad, de cardiopatías y de otras enfermedades asociadas sigue disparándose.

Illustration

En EE UU, por ejemplo, según un estudio publicado en el Journal of the American Medical Association, más del 35% de la población adulta es clínicamente obesa, un porcentaje que supone el doble de las cifras correspondientes a la década de 1960. En el mismo país, los Centros de Control y Prevención de la Enfermedad (CDC) alertan de que hay casi dos millones de personas mayores de veinte años diagnosticadas de diabetes y más de 27 millones con problemas cardiovasculares.

En la misma línea, los datos de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN) reflejan que uno de cada dos españoles adultos padece sobrepeso u obesidad, un problema cuyo coste sanitario representa más del 8% del presupuesto de salud estatal (2.500 millones de euros).

Pero, sin duda, los datos más significativos (básicamente, porque se refieren a cifras globales) y los que dejan claro que «algo pasa» son los arrojados por la Organización Mundial de la Salud (OMS):

Desde 1980, la obesidad se ha duplicado en todo el mundo y ha alcanzado proporciones epidémicas: cada año mueren, como mínimo, 2,8 millones de personas a causa de la obesidad o el sobrepeso.

En 2014, más de 1.900 millones de personas mayores de 18 años (un 39%) tenían sobrepeso, y de ellas, más de 600 millones (el 13%) padecían obesidad.

La mayoría de la población mundial vive en países donde el sobrepeso y la obesidad se cobran más vidas que la insuficiencia ponderal (estar por debajo de su peso).

Las enfermedades cardiovasculares son la principal causa de muerte en todo el mundo. Se calcula que en 2012 fallecieron debido a ello 17,5 millones de personas, lo que representa un 31% de todas las muertes registradas en el mundo.

El número de personas con diabetes ha aumentado de 108 millones en 1980 a 422 millones en 2014. Esto significa que la prevalencia en mayores de 18 años ha pasado del 4,7% al 8,5%.

Si a cualquier profano en la materia estas cifras le llaman la atención, los especialistas en el tema las han interpretado como un importante hilo del que tirar para descubrir qué otros desencadenantes, además de las grasas, hay detrás de estos problemas de salud. Y ha sido entonces cuando todos los caminos emprendidos en esta búsqueda han desembocado en un nutriente que hasta ahora, en una especie de «estado de gracia» (propiciado en gran medida por sus etiquetas de «necesario», «imprescindible para la energía», «aliado del estado de ánimo», etc.), se mantenía fuera de foco, mientras todo el chaparrón de críticas –tanto mediáticas como científicas– recaía sobre las grasas.

«No son las grasas. Es el azúcar». Con esta certeza como punto de partida, el neuroendocrinólogo pediátrico norteamericano Robert Lustig, profesor de la División de Endocrinología de la Universidad de California San Francisco (UCSF), se empleó a fondo en «desenmascarar» los riesgos del consumo del dulce manjar, convirtiéndose en uno de los principales impulsores de la actual campaña antiazúcar a través de su documental Sugar: the bitter truth («Azúcar, la amarga verdad»), que rápidamente se convirtió en viral en YouTube (más de siete millones de visitas desde 2009) y de su libro Fat chance. The hidden truth about sugar, obesity and disease («Una oportunidad a la grasa. La verdad oculta sobre el azúcar, la obesidad y la enfermedad»), en el que recoge todas las evidencias que confirman el papel que tiene el azúcar en estas patologías.

«En los últimos treinta años se ha producido un fenómeno difícil de explicar: en 1980, solo el 15% de las personas tenía un IMC (índice de masa corporal, un indicador de sobrepeso y obesidad) elevado. En la actualidad, este porcentaje es del 55%. Por otro lado, de acuerdo con el Registro sobre Nutrientes del Departamento de Agricultura de EE UU, en las últimas décadas el consumo total de proteínas y de grasas se ha mantenido relativamente constante (mientras la pandemia de obesidad avanzaba). A partir de la década de 1980, debido a las directrices low fat («bajo en grasa»), el consumo de grasa en relación a la ingesta total de calorías se redujo (del 40 al 30%) y el de proteínas se mantuvo estable (alrededor de un 15%), mientras que el de hidratos de carbono (grupo al que pertenece el azúcar) subió de un 40% a un 55%. Aunque es cierto que el aumento se produjo en ambos tipos de carbohidratos (almidones y azúcares), el mayor incremento fue en este último, pasando del 8 al 12%», explica Lustig en su libro.

Ahí está, pues, la primera pista que apunta directamente al azúcar y que ha dado pie a una línea de pensamiento a la que cada vez se han ido adhiriendo más expertos: la omnipresencia de este alimento en los hábitos alimentarios actuales y su elevado consumo es lo que justifica que, a pesar de que el consumo de grasas se haya reducido notablemente en la mayoría de los países (un caso paradigmático es el de EE UU), la tasa de enfermedades cardiovasculares continúe al alza. Y lo mismo ocurre con otras patologías como la diabetes: mientras que en 1900 su prevalencia era muy escasa (los diabéticos eran por entonces casi una «rareza» médica), actualmente la OMS se refiere a ella como «una epidemia mundial». Más datos: hace un siglo, cuando el azúcar aún se encuadraba en la categoría de alimentos gourmet (por lo que su uso no estaba popularizado y su consumo se encontraba a años luz del actual), solo una de cada 25 personas se consideraba clínicamente obesa en EE UU, mientras que actualmente lo es una de cada tres.

Aunque el doctor Lustig es la cabeza científica más visible del movimiento sugar free, lo cierto es que antes de él ya hubo otras voces reconocidas que apuntaron a los efectos perjudiciales del azúcar sobre la salud. En la década de 1960, la médica e investigadora norteamericana Rosalyn S. Yalow (Premio Nobel de Medicina en 1977) y su colega y miembro de equipo Solomon Berson, que habían centrado sus investigaciones en el campo de la diabetes, constataron que la obesidad es un problema hormonal relacionado con las alteraciones (niveles desproporcionados) de insulina, a la que denominaron la «hormona que forma la grasa».

Pero si hubo un precursor en el estudio en profundidad de la relación del azúcar con las enfermedades más prevalentes, ese fue John Yudkin. Este nutricionista, fundador del Departamento de Nutrición del Queen Elizabeth College, de la Universidad de Londres (Gran Bretaña), dedicó buena parte de su vida a analizar y hacer públicas las consecuencias que el consumo excesivo de este alimento tenían en el desarrollo de las enfermedades cardiovasculares y la diabetes o en la aceleración del proceso de envejecimiento, entre otros efectos, y recogió todas las conclusiones en su libro Pure, white and deadly («Pura, blanca y mortal»). La mayoría de las investigaciones llevadas a cabo por Yudkin y su equipo del Queen Elizabeth College en la década de 1960 se realizaron en laboratorio (con animales), pero años después sus resultados fueron confirmados por estudios en humanos; de hecho, un reciente artículo publicado en el periódico británico The Telegraph califica el libro de Yudkin de «profético».

Tal y como explica John Yudkin, la publicación de estos hallazgos le costaron el descrédito no solo de la industria («un sector que ha apoyado muy pocas investigaciones sobre los efectos del azúcar en el organismo», señala), sino también de muchos de sus colegas. Sin embargo, el tiempo no solo le ha dado la razón a este nutricionista, sino que las evidencias lo han convertido, más de una década después de su muerte, en el «gurú científico» en cuyas teorías se basa en gran medida el actual movimiento antiazúcar.

La pista del síndrome metabólico

Varios estudios han demostrado que el síndrome metabólico (SM) aparece cada vez en edades más tempranas y que afecta del 15% al 25% de la población. Se calcula que en los últimos 25 años la edad media a la que se presenta ha bajado de los 50 a los 35 años, debido al sedentarismo y a hábitos alimentarios poco saludables.

Se considera que una persona lo padece cuando presenta tres de los cinco criterios siguientes: glucemia (azúcar en sangre) elevada, hipertensión, colesterol HDL (el bueno) disminuido, triglicéridos elevados y medidas del perímetro abdominal superiores a las recomendadas. Teniendo en cuenta que el SM duplica el riesgo de padecer una enfermedad cardiovascular y multiplica por 1,5 el riesgo de mortalidad, los expertos insisten en la importancia de detectarlo cuanto antes y poner en marcha las medidas destinadas a regular todos los factores que lo componen.

Respecto a la glucemia, conocida como «azúcar en sangre», se trata de un hidrato de carbono indispensable para el funcionamiento celular. Medida en sangre y en ayunas, las cifras consideradas normales son de 65 a 110 mg/dl. Tener valores superiores supone convertirse en candidato a padecer diabetes. En este sentido, el control de la diabetes tipo 2 es, actualmente, una prioridad para los profesionales sanitarios, ya que su prevalencia ha aumentado en los últimos años. Se estima que en España afecta al 13,8% de la población, con el agravante de que muchas de las personas que la padecen lo desconocen. Las razones de este aumento se relacionan, sobre todo, con una alimentación inadecuada y el sedentarismo, lo que a su vez se asocia a una mayor tasa de obesidad. Ambos factores, obesidad y diabetes, están íntimamente relacionados: se estima que entre el 80% y el 90% de las personas con diabetes tipo 2 son obesas, de ahí que algunos expertos se refieran a este «tándem» con un nuevo concepto: diabesidad.

Por otro lado, se calcula que 1.500 millones de personas en el mundo padecen hipertensión, una enfermedad que se caracteriza por una elevación persistente de la presión arterial sistólica (PAS o «máxima») o diastólica (PAD o «mínima») por encima de unos límites determinados. En general, se considera que hay hipertensión arterial en una persona adulta si las cifras de PAS/PAD son iguales o mayores a 140/90 mmHg, aunque los expertos recomiendan que a partir de 130/80 mmHg ya hay que empezar a vigilar de cerca estas cifras, pues se corresponden con lo que se conoce como «tensión arterial normal alta».

En cuanto al perímetro abdominal, es un tipo de medición muy sencillo que se puede realizar en casa, simplemente utilizando una cinta métrica y colocándola horizontalmente en el contorno de la cintura (a la altura del ombligo). Según los expertos, este perímetro no debe superar 102 cm en los hombres y 88 cm en las mujeres.

Los efectos negativos de tener cifras elevadas del colesterol LDL (el malo) son de sobra conocidos, pero no ocurre lo mismo respecto a los niveles adecuados del HDL (el bueno), un factor que está directamente relacionado con la aparición del SM. Las cifras normales se sitúan entre 30 y 76 mg/dl en hombres y 40-92 mg/dl en mujeres.

Los triglicéridos son sustancias producidas por el organismo a partir de las calorías sobrantes de los alimentos que consumimos, las cuales son almacenadas en las células grasas (adipocitos) para su uso posterior. Los niveles adecuados deben estar siempre por debajo de los 150 mg/dl. Niveles más altos se asocian con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares y de pancreatitis.

¿Qué es la «epidemia dulce»?

El azúcar se ha convertido en un problema, básicamente, porque la consumimos en grandes cantidades (mucho más que hace unos años). Según datos del Departamento de Agricultura de EE UU, los estadounidendes ingieren actualmente un 39% más de azúcar que hace cincuenta años. La media por persona es el equivalente a 32 cucharillas de azúcar añadido al día. Estas cifras están en línea con las últimas investigaciones, que demuestran que en los países occidentales se están consumiendo una media de 35 cucharillas diarias de azúcar, cuando las recomendaciones tanto de la OMS como de la Asociación Americana del Corazón (AHA), uno de los organismos más activos en cuanto a estudios y pautas sobre este tema, es de un máximo de 12 cucharillas.

En España, según datos de la Alianza por el Control del Azúcar, responsable de la campaña «25gramos.org», se consume cuatro veces más azúcar de la cantidad aconsejada por la OMS: una media de 111,2 g de azúcar diarios frente a los 50 g recomendados por este organismo.

Si a esto unimos que cada vez más estudios confirman la correlación entre el aumento de la prevalencia de las patologías asociadas al síndrome metabólico y este mayor consumo de azúcar, está claro: tenemos un problema.

Illustration

Que el azúcar engorda no es nada nuevo y, de hecho, es el primer alimento que se cae de la lista en cuanto se empieza un régimen de adelgazamiento. Pero esos kilos de más son solo la punta del iceberg de sus efectos negativos. Tal y como señala Robert Lustig en su libro, «La gente no se muere de obesidad per se. En ningún certificado de defunción figura “obesidad”, pero sí que es un marcador importante del síndrome metabólico, que es el que realmente puede llevar a la muerte. Entender esto es fundamental para la salud, independientemente del peso y la talla que se tenga, porque ser delgado no supone ninguna garantía frente a la enfermedad metabólica o la muerte prematura: más del 40% de las personas con un peso normal tienen resistencia a la insulina, por ejemplo».

Por tanto, estamos inmersos en una auténtica epidemia dulce, y una de sus causas principales es la omnipresencia del azúcar, que como analizaremos más a fondo en el capítulo 3, está incorporada en los alimentos y sustancias más insospechados. Un ejemplo de este «dulce protagonismo» es lo que ha ocurrido con muchos de los productos «bajos en grasa», lo que explica de forma muy gráfica la periodista Eve O. Schaub en su libro Un año sin azúcar: «En los años ochenta, cuando llegó la fiebre de los productos bajos en grasa y todos los fabricantes comenzaron a sacar versiones reducidas en este nutriente, ¿cuál fue el ingrediente que usaron para reemplazar el delicioso sabor de la grasa? Azúcar, obviamente. De este modo, además de todo el azúcar que ya de por sí consumíamos en los refrescos, los dulces y el pan, también tenemos un universo de azúcar oculto en cosas que ni siquiera eran dulces y en lugares que jamás sospecharías».

De la misma forma, desde la Fundación Española del Corazón (FEC) se señala que la culpa de esta epidemia no la tienen esas cucharaditas de azúcar que añadimos al café (visto lo visto, su papel sería anecdótico), sino que el 75% de nuestro consumo de glucosa es indirecto, a través de otros alimentos, precisamente esos que cada vez ocupan más espacio en los supermercados (comidas preparadas, envasadas, etc.).

Un problema de salud pública

Paralelamente a todas estas evidencias científicas, las distintas autoridades, organismos y empresas relacionadas con el tema han empezado a adoptar medidas destinadas a regular y/o controlar el consumo de azúcar con el objetivo final de poner freno a esta epidemia dulce. Dichas medidas están enfocadas, básicamente, en dos sentidos: reducir el contenido de azúcar en la composición de los alimentos y establecer impuestos especiales para determinados productos con azúcares añadidos. En ambos casos, el sector de las bebidas azucaradas (refrescos) ha sido el primero en reaccionar debido, fundamentalmente, a que en todos los países estos productos encabezan el ranking de los azúcares añadidos, lo que ha situado a estas bebidas en el ojo del huracán.

Respecto a la reducción de azúcares, la Unión Europea realizó una petición expresa a la industria alimentaria para reformular y reducir el azúcar de sus productos. Parece ser que los responsables del sector de bebidas refrescantes se lo han tomado muy en serio y los datos reflejan que entre 2000 y 2015 la cantidad de azúcar añadido a estos productos se ha reducido en un 12% en el conjunto de los países europeos. El objetivo de la patronal europea de bebidas refrescantes, UNESDA, es conseguir situar este porcentaje en un 22% para el año 2020 y destinar más recursos a la promoción de bebidas con menos contenido en azúcar. En España, esta reducción ya se sitúa en el 23%, según datos de la Asociación de Bebidas Refrescantes (ANFABRA).

Las principales multinacionales del sector no han dudado en implicarse en esta política y hacer público su compromiso de controlar los azúcares añadidos. Coca-Cola, por ejemplo, asegura haber reducido el contenido de azúcar de sus productos en un 36% desde el año 2000 y ha llevado a cabo una firme apuesta por los productos «light» y «zero».

Las cadenas de alimentación también se han sumado a esta iniciativa. Una de las últimas en hacerlo ha sido la alemana Lidl, que ha hecho pública su intención de reducir en un 33% los azúcares de sus bebidas azucaradas y carbonatadas propias (Freeway y Solevita), una medida que se suma a la reducción de un 16% de los azúcares presentes en sus cereales de marca blanca, adoptada anteriormente.

También Nestlé ha manifestado su intención de continuar con su política de reducción de azúcares. La multinacional, que ya ha eliminado 11.300 toneladas de azúcar de los productos que vende en Europa, tiene previsto reducir otras 18.000 toneladas en los próximos cuatro años, tal y como anunció durante la última Cumbre de Malta, que reunió a los dirigentes de la UE; foro en el que también declaró que está trabajando en una manera de modificar la estructura del azúcar, lo que permitirá una significativa reducción de azúcar en sus chocolates manteniendo su sabor.

Además de estas decisiones adoptadas por la industria alimentaria, se están llevando a cabo numerosas iniciativas de distinto tipo que demuestran que el «activismo» frente al azúcar es una tendencia que cada vez se impone con más fuerza. En Gran Bretaña, y ante la alarma generada por el incremento de los niveles de obesidad entre su población (que, además, es la que más azúcar consume de toda Europa), el Servicio Nacional de Salud (NHS) ha lanzado Sugar Smart, una app gratuita que escanea los códigos de barras y revela la cantidad total de azúcares de más de 75.000 productos de venta en los supermercados.

También están proliferando propuestas del tipo «Sugar Stacks» o «Sinazucar.org», que difunden entre la población imágenes de productos de consumo habitual acompañados de un determinado número de terrones que expresan, en cada caso, la cantidad de azúcar que contienen, con el objetivo de concienciar sobre el consumo de esos azúcares que no se ven pero disparan el cómputo diario de este nutriente. Finalidad similar tiene Action on Sugar («Acción contra el Azúcar»), un colectivo de especialistas británicos que están liderando una intensa labor informativa, acompañada de numerosas actividades sobre los efectos negativos del azúcar en la salud.

Asimismo, varios países están llevando a cabo estrategias en este sentido a nivel local. Todo esto ha hecho que se cambie el chip respecto al consumo excesivo de azúcar, pero los expertos insisten en que, para plantar cara a este problema, son necesarias las acciones conjuntas y el compromiso de todos los sectores implicados en el asunto.

Controversias en torno a las sugar tax

Omnipresencia y superdisponibilidad: estas son las dos grandes bazas que hacen que sea tan difícil poder escapar de esa dulce red que nos ha tendido el azúcar. Los especialistas explican que, por el tipo de productos a los que tenemos acceso y la publicidad que vemos a diario, estamos acostumbrados desde la infancia al sabor excesivamente dulce, y por eso nos cuesta tanto reducir el azúcar de la alimentación y siempre preferimos los alimentos que la contienen a otros.

«Actualmente, podemos satisfacer el deseo de dulce al instante. Es posible adquirir una bebida de naranja mucho más atractiva que el zumo natural de toda la vida, con mejor color, más dulce, sabrosa y barata, pero en la mayoría de los casos estos productos aportan muy poco o ningún valor nutricional y muchas calorías», explica John Yudkin en su libro. Desde 1972, año de publicación de Pure, white and deadly, la omnipresencia del azúcar en sus distintas formas se ha multiplicado por muchos dígitos, y hoy se puede decir que está «por todas partes». Y las bebidas azucaradas son, de nuevo, paradigma y abanderadas de este problema: según un reciente estudio de la Sociedad Americana contra el Cáncer (ACS), el hecho de que en los últimos años se hayan vuelto más asequibles en casi todos los países del mundo está dificultando seriamente la lucha contra la obesidad y sus enfermedades asociadas. Los autores de esta investigación, publicada en la revista Prevention Chronic Disease, comprobaron cómo, en los países estudiados, una persona podía comprar en 2016 un 71% más de estas bebidas con la misma proporción de ingresos de lo que podía hacerlo en 1990. «Las bebidas se hicieron aún más asequibles en los países en desarrollo, donde con los ingresos de 2016 se podía comprar hasta un 89% más que en 1990», explica Jeffrey Drope, coautor de la investigación.

Poner freno a esta ultra-super-mega presencia y disponibilidad del azúcar es el objetivo de la segunda línea de actuación que se está siguiendo para plantar cara al problema: los impuestos sobre el azúcar (sugar tax, en inglés) o lo que es lo mismo, gravar el consumo de alimentos con alto contenido en azúcar.

Respecto a este asunto, en otoño de 2016 la OMS lanzó una consigna muy clara: habría que aplicar un impuesto del 20% sobre las bebidas azucaradas como medida para disminuir la ingesta de azúcares libres y de calorías. Volviendo al paralelismo con el tabaco, muchos responsables de esta medida la ponen como ejemplo de los efectos positivos que puede tener la presión fiscal en la reducción del consumo.

Un dato muy ilustrativo en este sentido es el que se desprende del estudio de la ACS del que hablábamos antes: sus autores revisaron las tendencias de precios del agua embotellada comparándolas con las bebidas endulzadas con azúcar y encontraron que el agua es más cara y menos asequible. «Aunque el aumento de la asequibilidad se debe en parte al progreso económico, también es atribuible a la falta de medidas adoptadas por los políticos para cambiar el precio de las bebidas azucaradas. La intervención lógica es que los gobiernos adopten medidas que afecten a los precios, como un impuesto sobre el consumo, como lo han hecho con otros productos insalubres, como los cigarrillos», explican estos especialistas.

Aunque en algunos países estas bebidas ya están gravadas desde hace tiempo (ver cuadro), lo cierto es que a raíz del incremento de los índices de obesidad y, sobre todo, después de la recomendación de la OMS muchos países y regiones han empezado a tomar medidas en el asunto. Una de las que han provocado más ruido mediático ha sido la decisión del Gobierno británico de aplicar el sugar tax a partir de abril de 2018. Está previsto que el dinero recaudado a través de este impuesto se destine a financiar actividades deportivas en los colegios. A diferencia del gravamen que se aplica en otros países, el sugar tax se aplicará de forma escalonada, en función del volumen total de azúcar.

Pero, ¿realmente puede conseguir un impuesto sobre el azúcar que consumamos menos alimentos que la contienen y que, como consecuencia, mejore nuestra salud? Para dar respuesta a esta pregunta, y ante la inminencia de la implantación de la tasa británica, investigadores de las universidades de Oxford, Cambridge y Reading (Gran Bretaña) y Otago (Nueva Zelanda) han analizado las repercusiones que esta medida puede tener en la salud de la población, llegando a la conclusión de que el hecho de que las bebidas vayan a costar más o menos en función del azúcar que contengan puede llevar a la industria a cambiar su conducta (en vez de repercutir este impuesto sobre el precio para que sean los consumidores los que modifiquen sus hábitos), llevándola a reducir en un 30% la cantidad de azúcar que incorpora a los refrescos más azucarados. «La consecuencia de esta medida sería una disminución del número de obesos en 144.000 personas, 19.000 diabéticos menos al año y unas 269.000 visitas al dentista», explican los autores de la investigación.

Habrá que esperar un tiempo para comprobar si estas perspectivas llegan a ser una realidad, pero hay casos, como el de México, que parecen demostrar ya a corto plazo los efectos positivos de este tipo de medidas. El país azteca, con unos alarmantes índices de obesidad, fue uno de los primeros en gravar estas bebidas (en un 10%) y, según un informe de la OMS, ha conseguido reducir en un 6% su consumo en poco tiempo.

En España, y aunque estaba previsto poner en marcha la aplicación de este impuesto, finalmente la iniciativa se ha quedado, de momento, congelada. La única Comunidad Autónoma que lo aplica es Cataluña, que a partir del 1 de mayo de 2017 implantó un impuesto sobre las bebidas azucaradas en dos tramos: el primero, que fija un aumento de 0,08 euros por litro para los productos de entre 5 y 8 g de azúcar por cada 100 ml, y el segundo de 0,12 euros por litro para los de más de 8 g/100 ml.

Llama la atención que todos los impuestos aplicados distan mucho de ese 20% propuesto por la OMS. Habría que ver si estas mejoras que, como ha demostrado el caso de México, se obtienen respecto al control del consumo de azúcar se incrementarían exponencialmente en caso de que los impuestos fueran más elevados.

El impuesto «antiazúcar» por el mundo

País

Productos tasados

Vigencia

Gravamen para bebidas

Barbados

Bebidas azucaradas, zumos y similares

Desde agosto de 2015

Impuesto especial del 10%

Chile

Bebidas azucaradas

Aumento de gravamen en 2014

Suben los impuestos especiales del 13% al 18%

Dinamarca

Bebidas dulces y helados

De enero de 1930 a enero de 2014

De 15 a 22 céntimos de euro por litro

EE UU (algunas ciudades, como Berkeley, Chicago, Filadelfia, San Francisco y Oakland)

Bebidas azucaradas

Desde 2014

En debate actualmente en varias ciudades. Los impuestos más habituales son de 1-2 centavos por onza (0,03 l)

Fiji

Bebidas azucaradas

Desde 2006

Impuesto especial de 5% (hasta 2007) y 3% para las materias primas

Finlandia

Productos con azúcar (bebidas, dulces o helados)

Desde 2017 se mantiene solo el impuesto para bebidas azucaradas

22 céntimos de euro por litro para las bebidas con más de un 5% de azúcar

Francia

Bebidas con azúcar añadido o edulcorantes; bebidas de fruta y aguas aromatizadas

Desde enero de 2012

7,53 céntimos de euro por litro

Hungría

Bebidas carbonatadas; más de 8 g de azúcar por 100 ml

Desde 2011

2 céntimos de euro por litro

Irlanda

Bebidas con azúcar o edulcoradas

De 1916 a 1992

10 céntimos de euro (de 1992) por litro

Mauricio

Bebidas carbonatadas

Desde 2013

3 céntimos de euro por gramo de azúcar

México

Bebidas no alcohólicas con azúcar añadido

Desde enero de 2014

1 peso (5 céntimos de euro) por litro

Nauru

Azúcar, bebidas azucaradas, leche aromatizada

Desde julio de 2007

30% de imposición en las importaciones

Noruega

Bebidas carbonatadas y concentrados

Desde 1981

35 céntimos de euro por litro

Polinesia Francesa

Bebidas azucaradas (otros impuestos específicos para helados y golosinas)

Desde 2002

Impuesto especial del 5% en las importaciones y 5 céntimos por litro en productos locales

Reino Unido

Bebidas con azúcar añadido (no se incluyen los zumos naturales ni las bebidas lácteas sin azúcar añadido). Se tasa en función del volumen total de azúcar

Entrará en vigor en abril de 2018

8 peniques (21 céntimos de euro) por litro para bebidas de 5 a 8 g de azúcar por cada 100 ml. El máximo es de 24 peniques para bebidas que superen los 8 gramos

Samoa

Bebidas azucaradas

Desde 1984

Impuesto especial (el equivalente a 15 céntimos de euro por litro)

Sudáfrica

Bebidas azucaradas

Desde abril de 2017

Impuesto especial del 20%

Lugares del mundo que han gravado las bebidas azucaradas con impuestos especiales.
Fuente: Diario El País (02/05/2017).

Objetivo: reeducar el consumo de azúcar

Todas las acciones que hemos comentado están siendo muy efectivas para poner el problema sobre la mesa, demandar la participación de los sectores implicados y concienciar a la población sobre la necesidad de reducir el consumo de azúcar, sin olvidar su efecto disuasorio. Pero, sin duda (y los expertos son muy contundentes al respecto), la estrategia más efectiva pasa por una «reeducación» de la sociedad, haciendo especial hincapié en la infancia, sobre el consumo de este alimento.

Illustration

Así lo demuestran los resultados de algunas iniciativas realizadas al respecto, como por ejemplo la que llevó a cabo la Horizon Foundation en un condado de Maryland (EE UU) y con la que se consiguió reducir en casi un 20% el consumo de refrescos endulzados. La iniciativa, llevada a cabo entre 2012 y 2015, se basó en un programa de educación pública acompañado de medidas políticas como la de reducir la disponibilidad de bebidas azucaradas en escuelas y guarderías, y aumentar la de bebidas y alimentos más saludables. Los resultados de esta experiencia fueron comentados en la última reunión anual de la Asociación Americana del Corazón (AHA), y los expertos destacaron cómo una campaña de salud pública que combine esfuerzos de educación en toda la comunidad, cambios políticos y de cultura, puede reducir de forma positiva las ventas de bebidas azucaradas.

En la misma línea, la SEEN opina que el impuesto, aunque se trata de una medida positiva, resulta discriminatorio, pues repercute más sobre las familias desfavorecidas, que son las que tienen un consumo mayor de estos alimentos, de ahí que recomiende combinar esta tasa con mejoras en el nivel socioeducativo. «Además de subir los impuestos de los productos no saludables, habría que abaratar los productos sanos, como las frutas y verduras. Lo más importante es la educación. No en vano, la prevalencia de obesidad es cuatro veces superior en personas con menor nivel sociocultural que en las más formadas. Los hábitos saludables también se enseñan». Desde esta Sociedad se insiste en que no es posible atajar el problema de la obesidad y las enfermedades crónicas que se derivan de ella desde un solo punto de vista, es decir, limitando el consumo de azúcares o de grasas saturadas, sino que debe abordarse como una intervención multisectorial: «Además de a nivel sanitario, hay que intervenir en la familia, enseñando a leer el etiquetado nutricional; en las leyes que regulen el consumo; en las empresas de alimentos; en las televisiones, limitando la publicidad de estos alimentos; en los ayuntamientos, con la creación de carriles bici, parques o pabellones deportivos; en los colegios, incluyendo nutrición en las asignaturas de los alumnos, fomentando los comedores saludables, evitando las máquinas de vending no saludable, etc.».

Los efectos a largo plazo

La cuestión es que si desde hace décadas ha habido expertos que, como John Yudkin, han venido alertando sobre los riesgos del azúcar, ¿por qué es ahora cuando todas las miradas parecen fijarse en este alimento? Una de las explicaciones es que las consecuencias negativas que produce en el organismo son a largo plazo. «El principal problema es que los efectos fisiológicos, metabólicos y hormonales del azúcar solo se manifiestan después de mucho tiempo, por lo que resulta muy difícil establecer una relación causa-efecto. A diferencia de otras enfermedades producidas de forma más directa por factores alimentarios, en el caso del azúcar se trata de problemas degenerativos que se manifiestan solo después de décadas de consumo (y ni siquiera se dan en todos los casos), así que el azúcar puede salirse con la suya porque no hay un experimento definitivo o algoritmo que pueda despejar toda duda; no hay ninguna manera de saber en la práctica hasta qué punto nos está matando», explica el investigador científico y periodista norteamericano Gary Taubes en su libro The case against sugar («El caso contra el azúcar»), una publicación en la que se recopila la «última hora» sobre los efectos negativos de este nutriente y que ha supuesto todo un fenómeno en EE UU. La periodista Eve O. Schaub coincide con Taubes: «Ese es el asunto del azúcar: estamos hablando de plazos muy largos. El azúcar no es un golpe súbito. No provoca que tengas un accidente de tráfico o que de pronto te de un ataque de algo. Sus efectos son insidiosos y a muy largo plazo. Por eso, resulta muy adecuada la analogía con el tabaco: la mayor parte del daño que causan ambos no es por consumirlos una sola vez o unas cuantas veces, sino por el uso continuado y constante a lo largo de los años, de las décadas. Esa es la razón por la que resulta difícil probar que tienen una relación directa con las enfermedades», comenta en su libro Un año sin azúcar.

«Vivir sin azúcar»: una tendencia al alza

Como veremos en el capítulo 6, al hilo de estos hallazgos y evidencias sobre la relación azúcar-salud, en los últimos tiempos se ha empezado a hablar de las ventajas de los planes de alimentación antiazúcar, y varios personajes populares o referentes en sus ámbitos se han animado a experimentar por sí mismos qué se siente al eliminarla totalmente de sus dietas, narrando sus experiencias en primera persona.

Sin duda, la tendencia a «vivir sin azúcar» se está imponiendo con fuerza, pero hay que tener claro desde el principio que el mensaje no es acabar para siempre con todo rastro de azúcar en nuestras vidas (hay un azúcar «bueno» y necesario), sino que el «enemigo a batir» son los azúcares ocultos. Y no se trata de una nueva batalla nutricional de moda, sino que es la conclusión a la que han llegado las numerosas investigaciones que demuestran que controlar este tipo de azúcares es, hoy por hoy, la estrategia más efectiva para perder peso, prevenir y manejar la diabetes, reducir los niveles de colesterol y la hipertensión, y aumentar la energía. Tal y como recuerdan desde la SEEN, hay que tener en cuenta los azúcares libres para mantener unos hábitos saludables, pero sin obsesionarse. «Lo recomendable es llevar una dieta equilibrada en la que sí se pueden hacer excepciones. No pasa nada por tomarse un refresco el fin de semana; el problema es convertirlo en costumbre».