Hace dos décadas aproximadamente inicié un proceso gracias al cual he desarrollado un nuevo sentido de la ignorancia bastante prometedor. Como resultado de ello comprendí que la creación de un conocimiento nuevo e impredecible se consigue mediante la combinación del conocimiento existente, la voluntad y, por último, optar conscientemente por la ignorancia, no conocer las respuestas, ni siquiera intentar predecirlas. La historia que escribo a continuación revela cómo llegué a esta conclusión. Advertiréis que los huecos han jugado un papel primordial para mí a la hora de aprender a apreciar mi ignorancia.
En el verano de 1996 me encontraba en la playa de Tel Aviv haciendo castillos de arena con mis dos hijos pequeños con la sensación de que las vacaciones de verano no acabarían nunca y me alegraba de que todavía faltara mucho para el comienzo de la temporada cultural. No obstante, mi estado de relajación veraniega se vio interrumpido por una llamada telefónica de singular naturaleza.
Mi amigo Yuval Ben-Ozer, director de conjuntos corales, me explicó que la directora de Recursos Humanos de un banco de nivel nacional le había pedido que diera una charla sobre música clásica para sus directivos. A Yuval le pareció extraño. Sobre todo, porque la directora de Recursos Humanos le había dicho que a estos directivos no les interesaba la música clásica en absoluto. Yuval le preguntó qué sentido tenía castigarlos con una idea de esas características, y ella respondió que un poco de cultura podría ayudarles, aunque no sabía exactamente cómo.
Yo estaba entusiasmado por poder colaborar con Yuval en la presentación. Pero ¿seríamos capaces de crear algún tipo de valor tangible para este tipo de audiencia? No podía evitar pensar en el abismo que separaba a los músicos de esos peces gordos de la banca. Me imaginaba acudiendo a la presentación en mi oxidada bicicleta, mientras ellos abarrotaban el aparcamiento con sus Mercedes 500. Aquello suponía un amenazante hueco para mí. Después sentí una brecha de diferente tipo, y he de admitir que no me siento orgulloso al recordarlo. Tuve un vago sentimiento de superioridad cultural, como si supiera que, por más talentosos que fueran esos magos de las finanzas en su reducido juego materialista, jamás podrían equipararse conmigo, el Artista. Me aferré a esa ventaja para compensar mis miserables carencias en temas financieros.
Pero el problema de mi ignorancia respecto a la naturaleza de sus trabajos me desconcertaba. No podía imaginar qué se sentía al ser responsable de inversiones millonarias o hacer reducciones de plantilla en una organización grande y mandar a la inseguridad del paro a miles de empleados. Reflexioné sobre las opciones que tenía para pisar sobre tierra firme en su mundo: ¿debería intentar leer algo sobre el sistema bancario? ¿Cambiar mis planteamientos políticos (y morales) sobre el capitalismo? Finalmente, y lo más importante de todo, ¿qué podía enseñarles, teniendo en cuenta su falta de interés por la música? Eran personas mayores que yo, con mucha más experiencia gestionando personal a gran escala. Las decenas de miles de empleados del banco hacían que mis setenta y seis instrumentistas de la Orquesta Sinfónica de Tel Aviv parecieran irrelevantes. ¿Qué ideas valiosas desconocidas para ellos podía aportarles yo?
No sabía las respuestas, pero podía compartir mi pasión por la música y, al menos en un sentido, tendría un punto a mi favor, ya que la música clásica tiene fama de seria y respetable. Gracias al aura especial del maestro (aunque yo nunca sentí que mereciera ese título) podría captar su atención durante unos minutos de curiosidad. Pero poco más. Tenía que enganchar a esos ejecutivos y no permitir que se soltaran.
He aquí lo que me planteé. No contaría historias, sino que se las mostraría. En lugar de preocuparme por nuestra mutua ignorancia, mi complicada relación con los ricos, la que mantienen ellos con quienes consideran «artistas» y los abismos que nos separaban, simplemente les presentaría algo hermoso. Después, podría dedicarme a escucharlos y tal vez de ahí surgiría una discusión fructífera. Tenía que ser algo que me apasionara y con lo que ellos pudieran relacionarse sin que yo les dijera qué tenían que mirar: ¡claro! ¡Directores de orquesta! Líderes y jefes con una visibilidad absoluta. Todo cuanto tenían que hacer era observar.
Me dirigí a mi videoteca y busqué esos momentos de la dirección de orquesta grabados a fuego en mi memoria por ser extraordinarios y contener la esencia de la mejor dirección. No tardé más de dos horas en localizar pequeños fragmentos de actuaciones en directo de seis grandes directores. Mostré los fragmentos a Yuval e intentamos interpretar el papel de esos directores no en términos musicales, sino desde la posición de liderazgo. ¿Qué tipo de líderes eran? ¿Qué podíamos aprender de ellos? Una vez que nos basamos en esta idea nos sentimos preparados para dar la charla.
La sala de entrevistas estaba ocupada por unas treinta personas sentadas en sillas dispuestas en un íntimo semicírculo, como si fuera una pequeña orquesta. La ejecutiva de Recursos Humanos nos congratuló con una presentación en la que solo dijo: «Los dos conferenciantes que hemos invitado proceden de otro mundo y su conocimiento viene cifrado en un lenguaje diferente, pero sé que tienen algo que mostrar que nos resultará útil».
Y con esto se marchó. Comencé diciendo: «¿Recuerdan la última vez que entraron en una sala de conciertos y tomaron asiento minutos antes de que comenzara el espectáculo? Los diferentes instrumentistas que había sobre el escenario tocaban sus propias líneas sin ninguna coherencia ni consideración respecto al músico que tuvieran a su lado. Esto originó una nube caótica de sonidos disonantes». Todos habían escuchado música en directo de cierto tipo en algún momento dado, de modo que les resultó sencillo acudir a ese recuerdo. «¿Y en sus vidas profesionales? ¿Han presenciado comportamientos caóticos de ese tipo?»
«¡Todo el tiempo!», gritaron con alegría.
«¿Y qué sucede después en el escenario? —continué—. Están afinando. Uno de ellos se levanta y toca una nota, la estándar, a partir de la cual todos se comprometen a tocar exactamente de la misma forma. ¿Ven algún paralelo con la oficina?»
«Bueno, por supuesto —respondió uno de ellos—. Tenemos muchas reglas que deberíamos cumplir. Pero no estoy seguro de que todos lo hagamos…»
La conexión reside en la naturaleza dual de tocar en una orquesta. Por una parte, todo se basa en tu capacidad como instrumentista individual. Llevas a cabo tus rituales de calentamiento sin preocuparte por ninguno de los que están en el escenario, porque cuando en una organización existe una transparencia total eres completamente responsable de tu actuación y quieres tocar bien. Pero después, a muy corto plazo, también se hace necesario comprometerse totalmente con cumplir cierto estándar para el grupo. De modo que se vive un tenso equilibrio entre la ejecución del solo y la necesidad de colaboración, justamente el mismo al que se enfrenta un negocio cuando quiere promover tanto la excelencia individual como el trabajo en equipo.
Cuando mencioné brevemente la situación del director de orquesta que tenía que enfrentarse al imponente desafío que supone coordinar a decenas de artistas sensibles, todos ellos con egos de un tamaño considerable, vi curiosidad en los rostros de nuestros banqueros y oí que comentaban cosas animadamente. Aquello no les resultaba del todo ajeno.
Ahora podía relajarme. El abismo entre nosotros seguía existiendo, pero ya no se trataba de algo definitorio. Había aspectos más profundos del comportamiento humano que podían proporcionarnos un marco de observación compartido para explorar esos huecos y que cada uno usara su propio lenguaje individual para describir lo que veía.
Para comenzar busqué un ejemplo musical del esquivo fenómeno de la armonía, entendida en su sentido más amplio. La armonía, que nunca hay que tomar a la ligera, ya sea en organizaciones pequeñas (como el matrimonio) o en otras de mayores dimensiones, dista mucho de ser un estado de nirvana, una condición de bienaventuranza eterna e inmutable. La armonía, tanto en la música como en la vida misma (negocios incluidos), se parece más a un flujo continuo de movimientos bien coordinados y de relaciones cambiantes entre todos los elementos que la conforman —a veces se trata de relaciones disonantes, y hay que resolverlas llegando a acuerdos más elevados—, que da lugar a una sensación de consecución y gozo.
De modo que vimos a la Filarmónica de Viena en el concierto de Año Nuevo tocando su tradicional clausura, la «Marcha Radetzky». Los participantes de mi seminario observaron a un director de orquesta danzarín que disfrutaba con su trabajo. Oyeron una interpretación soberbia de todos los instrumentistas y vieron cómo cada uno de los dos mil asistentes en la sala de conciertos de Viena, un lugar que se distingue por su carácter conservador y reservado, se unían a ellos tocando palmas al ritmo de la música. Tocar las palmas es algo contagioso, así que algunos de los asistentes al seminario también se atrevieron a hacerlo. Había una sensación de armonía de la cual formábamos parte en cierto modo. Lo supe porque todos esbozaban una sonrisa en su rostro.
«¿Calificarían esto como un éxito?», preguntó Yuval.
El grupo respondió con un «Sí» rotundo.
«¿A quién deberíamos felicitar como artífice de esta armonía?»
Lo que aconteció fue inesperado. Todos tenían algo que decir. Oímos muchas declaraciones que comenzaban con un «No sé mucho sobre música clásica». Tras esto, desafiando lo que acababan de decir, muchos de ellos se embarcaban en observaciones y análisis del funcionamiento del conjunto, en los cuales podían identificar las contribuciones de individuos específicos a ese éxito, incluyendo al compositor e incluso al público que tocaba palmas. «Estas personas comprenden tan bien el producto y se identifican tanto con él que quieren formar parte simbólicamente de la orquesta y de la ejecución de la música —dije—. ¿No es ese el tipo de relación que querrían tener con sus clientes? ¿No les gustaría que supieran perfectamente cuándo tienen que escucharles con atención a ustedes, los profesionales, y cuándo tienen que mostrarles su apoyo, tocando palmas al ritmo que les marquen? ¿E incluso que estén tan agradecidos que, cuando acudan a la oficina por la mañana, les esperen a la puerta y aplaudan su entrada?»
Más sonrisas. La necesidad de reconocimiento es universal y nuevamente parece quedar claro que nuestras necesidades humanas más comunes se reflejan en todo lo que hacemos. En el fondo todos somos conscientes de ello, pero, de alguna forma, el proceso de convertirnos en expertos y especialistas hace que nuestros intereses se reduzcan y lo olvidemos, hasta que algo nos lo recuerda. Estos momentos en los que tenemos conciencia de un conocimiento que espera el momento adecuado para aflorar me recordaron una vieja historia que cuentan los rabinos: los niños que están en el vientre materno se saben la Torah de memoria, pero un ángel toca sus cabezas cuando nacen y les hace olvidar, con lo que pasan el resto de su vida redescubriendo lo que ya saben.
A medida que los participantes del seminario descubrían la validez de sus observaciones, nuestras diferencias ya no parecían tanto obstáculos como una forma de obtener nuevas perspectivas. Ya no existía una jerarquía entre disciplinas tan alejadas, sino un intercambio de ideas que todos podíamos discutir y valorar sobre la base de su contenido, no de quien poseía sus títulos de propiedad.
Llegados a este punto propuse un juego basado en el formato de American Idol. La idea era nombrar a todos los participantes como miembros de un jurado y presentarles a una serie de candidatos para que los valorasen. Pedí a los directivos allí reunidos que seleccionaran a los directores de orquesta que les gustaría tener trabajando con ellos como directores ejecutivos, como líderes del banco.
Nuestro público no tenía ningún conocimiento a priori de mis candidatos, y esa ignorancia era liberadora: podían usar lo que vieran para provocar la libre asociación de ideas. Al principio todos observamos en silencio, pero no duró mucho tiempo. Hubo aplausos, risas, comentarios que demostraban que conectaban lo que veían en la pantalla con su existencia cotidiana en esos despachos de madera de caoba. «¿Os acordáis del viejo Berkowitz de inversiones? Era exactamente igual que este tipo»; o «¿Habéis visto cómo los ha mirado? ¡Qué miedo! Parece que alguno tendrá que buscarse un nuevo empleo».
Obviamente, el hecho de tener que votar hacía que nuestros compañeros de juego se implicaran más en la conversación. Un juego, al fin y al cabo, hay que tomárselo en serio. Este juego proporcionaba un espacio seguro, ya que podían distanciarse lo suficiente del entorno laboral y la realidad diaria. Además, también suponía actuar sobre una red de seguridad extra. Ninguna elección podía ser equivocada, ya que todos los directores de orquesta eran excelentes. Así que los participantes podían permitirse asumir riesgos, explorar, equivocarse y divertirse durante el proceso. Por otra parte, el propio hecho de poder participar en esa dinámica, de entrar en fuertes discusiones a favor y en contra de los candidatos, demostraba que el juego tenía relevancia, tanto para ellos como para su trabajo.
La discusión no tardó en girar en torno a sus propias personas: sus actitudes, valores, prioridades, gustos y fobias. Seguían preguntando y realizando comentarios respecto a los diferentes directores de orquesta. La extraordinaria diversidad de temas por absorber e interpretar resultaba patente: ¿qué tienen en común la danza y la dirección de orquesta? ¿Qué diferencia de sonido hay entre responder a un movimiento de la mano rápido y cortante o uno circular realizado con los brazos? Pero, paralelamente a esto, surgían interpretaciones y formas de aplicar lo que veían en su trabajo. Ambas líneas convergieron divertidamente cuando uno de ellos interrumpió a otro, que advirtió al primero: «¡Déjame terminar, no me dirijas como ese dictador del vídeo!»
La sesión que realizamos en Tel Aviv se prolongó más de lo esperado, y cuando nos marchamos la sala era un cúmulo de conversaciones, ideas y sonrisas. Sentíamos que habíamos hecho algo bien, habíamos abierto una veta productiva, pero ¿qué herramienta fue la utilizada para conseguirlo? Si éramos capaces de identificarla, podríamos repetir ese éxito en el futuro.
Tuve que esperar quince años, hasta que mi hijo Imri, que por entonces ya era un concertista de piano con un gran interés por la filosofía, me inició en un texto que resolvía el acertijo de lo que se había convertido en mi nueva vida profesional.
Resulta que, sin apenas percatarme de ello, estaba cumpliendo el plenamente satisfactorio papel del «maestro ignorante». Permitid que me explique.
Un filósofo francés contemporáneo, Jacques Rancière, escribe en su obra El maestro ignorante sobre la extravagante teoría de un profesor de francés del siglo xix, Joseph Jacotot, que realizó esta provocativa afirmación:
Un ignorante puede enseñarle a otro ignorante lo que él mismo no sabe.
A mí parecer, esta frase hay que leerla dos veces como mínimo. Entonces (al menos en mi caso) nos reporta una sensación de incredulidad entremezclada con asombro y deleite. ¿Es eso posible? Si lo es, se trataría de un descubrimiento tan fantástico como la invención de un artilugio de movimiento perpetuo. ¡Cada uno de nosotros puede enseñárselo todo a cualquiera! En la enseñanza «ordinaria» uno espera que el profesor conozca la materia que enseña, y está claro que por cada cosa que sabemos ignoramos cientos de ellas. Y aquí se nos presenta una oportunidad de adquirir infinidad de conocimientos nuevos.
Pero ¿cómo? ¿Cómo pueden unos padres iletrados enseñar a leer a sus hijos? Según Jacotot, tenemos que comprender que ser ignorante no significa ser estúpido. Es más, el pensamiento de Jacotot se basa en la afirmación de la «igualdad de las inteligencias», lo que implica que la inteligencia de un granjero analfabeto, que, sin embargo, ostenta grandes conocimientos sobre la mejor forma de cultivar, es equiparable a la de un buen abogado o un buen científico. No solo su inteligencia es equivalente, sino que saber una cosa es como saber otra, en el sentido de que tener este conocimiento es prueba en sí de tu capacidad para aprender otros (Jacotot incluso pensaba que aprender tu lengua materna ya era prueba suficiente). De manera que el profesor no es más que un ignorante en el contexto específico de lo que explica. Es más, un buen profesor, aunque posea el conocimiento «relevante», sabe cómo disociarse de ese conocimiento: el buen profesor no enseña sus conocimientos a los estudiantes.
Entonces, ¿qué hace el profesor y cómo puede convertirse en un maestro de la enseñanza? Según cuenta Rancière de manera un tanto ocurrente: «Les ordena (a los estudiantes) adentrarse en las profundidades del bosque, decir lo que ven y lo que piensan de aquello que han visto».2 En otras palabras, los anima a interpretar por sí mismos lo que han descubierto. El desafío del profesor es ayudar al alumno allí donde falla su fuerza de voluntad, no su inteligencia, y tiene que enfrentarse a las adversidades de su materia de estudio. Tiene que asegurarse de que el alumno presta atención. Lo que consigue a través de esto es verificar el proceso de aprendizaje del alumno y no tanto los resultados obtenidos. El maestro ignorante se empecina en ignorar el aprendizaje final del estudiante respecto a un fenómeno concreto. Su maestría consiste en ayudar al alumno a descubrir algo que el propio profesor podría desconocer.
Creo que, si trasladamos al liderazgo este prisma de la enseñanza, la visión radical del papel del profesor que muestra Jacotot se traduce en una igualmente radical y prometedora visión del papel del líder. El primer paso que tendríamos que dar sería integrar la idea de que, del mismo modo que todos podemos aprender y enseñar, también somos seguidores y líderes simultáneamente. El «liderazgo» no es una categoría exclusiva del comportamiento humano a la que no puedan acceder los «seguidores».
El siguiente paso sería comprender qué importancia tiene el conocimiento —ese preciado bien intelectual que adquirimos a base de tanto esfuerzo— en el proceso de formación de un líder. Y ¿qué pasa con la valiosa experiencia que hemos ganado a pulso, o con nuestras especializaciones? ¿Nos pedirán ahora que lo olvidemos todo y sucumbamos a la ignorancia?
Os recuerdo que la ignorancia que predicamos no se atiene a la definición clásica que podría manifestarse cuando uno niega que fumar perjudica la salud o es incapaz de situar Nebraska en el mapa de Estados Unidos. Obviamente, queremos líderes bien informados y que tengan conocimientos de su campo de operaciones, personas que comprendan extensamente el estado presente y pasado de sus disciplinas y que incluso cuenten con amplios conocimientos en otros campos. Necesitamos conocimientos de todo tipo para señalar hacia el bosque que se quiere explorar, por usar la imagen de Rancière. Nuestros líderes profesionales y políticos no necesitan olvidar lo que saben. Solo necesitan disociarse de su conocimiento cuando «dé comienzo la búsqueda», es decir, a medida que avanzan hacia el futuro. Deberían estar dispuestos a lanzarse hacia lo desconocido sin apoyarse en sus conocimientos, sin predecir siquiera cuál será el resultado de la búsqueda, ya que el pronóstico puede arruinar la oportunidad de descubrir un nuevo saber.
¿Cómo pueden combinarse el conocimiento y una ignorancia autoimpuesta para crear algo completamente nuevo? Pensemos en uno de los más grandes innovadores de todos los tiempos: Ludwig van Beethoven. ¿En qué sentido podríamos referirnos a Beethoven como un «ignorante» en la composición de una sinfonía? Está claro que para componerla tenía que ser un gran erudito. Por ejemplo, tendría que conocer las posibilidades técnicas de cada instrumento de la orquesta. Debía poseer extensos conocimientos sobre las técnicas de composición musical del estilo clásico contemporáneo y también sobre las técnicas antiguas, lo que supone una parte imprescindible en la formación de cualquier compositor: aprender a hablar «la lengua». Lo que diferencia a Beethoven de otros compositores no es un conocimiento superior respecto a estas y a otras prácticas esenciales, sino su habilidad para avanzar más allá de ese conocimiento y obtener resultados impredecibles, hasta el punto de sorprenderse incluso a sí mismo. Y lo hizo a pesar de las reacciones de sus coetáneos. «Es obvio que está para que lo ingresen en el manicomio», comentó uno de los compositores de la época. Beethoven tenía una idea en mente cuando comenzaba su trabajo, pero siempre andaba a la búsqueda de lo desconocido, sin saber a dónde se dirigía. Experimentaba, escribía y recomponía infinidad de veces hasta que la obra parecía acabada.
El manuscrito final de Beethoven es en sí un llamamiento al estudio detallado del papel que juega el músico que lo interpreta, así como un llamamiento a la ignorancia. La forma tradicional de componer no permite constatar todos los aspectos de la música con una precisión absoluta, lo que significa que la partitura permanece inherentemente abierta a las diferentes interpretaciones que ejecuta el instrumentista. En la escritura musical se usan términos vagos y relativos como fuerte y suave, o rápido y lento, con lo que se exige al intérprete, versado pero creativo, que opere más allá de la zona del conocimiento definido. El sonido que se produzca finalmente —aquello que consideramos música— siempre tendrá un componente de sorpresa que no ha sido determinado por el compositor.
Si creemos que los líderes de cualquier ámbito deben proporcionar grandiosos planes a sus organizaciones, tan grandiosos como las sinfonías de Beethoven, esperaremos que sus planes hayan sido creados sobre la base de decisiones fundamentadas. Al mismo tiempo, no nos gustaría que esos planes proyectaran una visión de futuro determinada únicamente por el pasado. Ciertamente, hay muchas lecciones que aprender del pasado, pero estas lecciones podrían aceptarse y aplicarse con demasiada facilidad en tiempos en que las dinámicas, las condiciones empresariales o las capacidades de la plantilla actual no fueran fiel reflejo de las de tiempos anteriores. Lo que queremos es que los líderes nos permitan distanciarnos del pasado para permanecer abiertos a lo imprevisible. En otras palabras, necesitamos que se decidan por la ignorancia para que el futuro pueda ser cuestión de una elección propia, y no un simple resultado de la inercia de pensamiento.
He aquí a un líder en su campo que personifica la ignorancia y el conocimiento a partes iguales. A mi mentor en el negocio de la ignorancia, Yossi Vardi, se le conoce como el gurú de la industria de alta tecnología israelí. En 1998 amasó una considerable fortuna gracias a que vendió (él y otros tres geniales inventores más jóvenes) a AOL por 400 millones de dólares una empresa llamada ICQ que había desarrollado un software pionero en la mensajería instantánea.
Esto le otorgó la libertad necesaria para dedicar su tiempo a dos intereses paralelos, ambos hasta cierto punto basados en la ignorancia. El primero era invertir en empresas de alta tecnología. Para muchas start-ups, Yossi se ha convertido en lo que llaman un «ángel inversor». Según dice, la razón por la que invierte en una empresa emergente nunca es creer que su producto será un éxito seguro, ya que no hay una forma de predecir el éxito. En otras palabras, Yossi admite que ignora las probabilidades de éxito cuando realiza su inversión. Entonces, ¿cómo escoge a estas empresas? Lo hace siguiendo una evaluación de la calidad humana de sus responsables. Si son buenas personas —motivadas, innovadoras, dignas de confianza, con determinación y sensatas—, puede confiar en que, cuando muy probablemente fracasen, darán vueltas a esa idea fallida hasta encontrar la dirección adecuada.
El otro canal a través del cual Yossi muestra su gusto por la ignorancia es una serie de eventos inscritos en el marco de las «desconferencias», un término que originalmente se asocia con el Foo Camp de Tim O’Reilly.
Yossi comenzó su propia línea de desconferencias en Israel y su éxito ha sido copiado alrededor del mundo en diferentes variedades. En Kinnernet, su evento estrella, Yossi reúne a alrededor de trescientas personas que se dedican a los negocios internacionales, como inventores, artistas, músicos, científicos y otros individuos creativos, en una conferencia que no tiene un plan de trabajo ni contenidos predeterminados (y los somete a unas condiciones de vida bastante básicas). La idea es que los participantes creen los contenidos. Tienen que aportar sus propias ideas para los debates, organizar eventos musicales y crear proyectos de tecnología y demás, incluyendo cocinar algún que otro plato que no desentona en cuanto a extravagancia. Las únicas herramientas que se proporcionan en este evento autogestionado son las pizarras blancas en las que los participantes pueden agregar la sesión que les gustaría realizar e intentar conseguir la participación del resto. Estos encuentros cuentan con una estructura mínima en las que no existe un control jerárquico, y funcionan. Se discuten temas que interesan realmente a los participantes, se da voz a un amplio espectro de perspectivas, se generan nuevas colaboraciones e iniciativas que tendrán lugar en el mundo real. Está más que claro que ni Yossi, ni ninguno de los voluntarios que se encargan de la logística necesaria para realizar un campamento de este tipo, son capaces de predecir los resultados. Tienen la inteligencia suficiente para no intentarlo y acogen la ignorancia con los brazos abiertos. En términos de liderazgo esto supone que llega un punto en el que Yossi está dispuesto a desprenderse de todo el control, pero no antes de haber creado una estructura sólida, una plataforma para que esta ignorancia obre su magia. Aparte de la logística esencial, los participantes tienen que cumplir unas normas de conducta estrictas. En el campamento no se hacen negocios, ni se critican las contribuciones de los otros («¡Aplaude aunque creas haber oído una estupidez!»). Y «está prohibido beberse el oxígeno de los demás», como dice Yossi, ya que hay un tiempo limitado y todos quieren participar. Al mostrarse inflexibles respecto a estas reglas, el campamento se convierte en un oasis de buena voluntad, un entorno que se libera temporalmente de los egoísmos. Es importante destacar que para que la ignorancia genere resultados necesita una estructura, reglas y oídos atentos.
Durante los últimos años he intentado crear un modelo para mi propio método de enseñanza que permitiera hacer acopio de la ignorancia dentro de una estructura, pero recuerdo perfectamente que al principio la ignorancia me pilló por sorpresa y me demostró que lo inesperado formaba parte de mis objetivos, aunque creyera saber lo que estaba haciendo.
Sucedió a finales de la década de los noventa en un seminario en las proximidades de Atlanta, Georgia, al que asistían líderes espirituales. Las personas con las que me reuní allí eran plenamente conscientes de sus habilidades comunicativas, se centraban en conectar y sabían escuchar. Y cantaban juntos a las mil maravillas.
Una tarde, cuando estaban a punto de finalizar sus cantos, inspirado por la pasión del grupo, se me ocurrió de repente que tenía que haber otra forma de conectar a través del canto. Ignoraba por completo qué forma podía ser esa, pero me sentí impulsado por la energía del grupo. «¡Qué cantos más hermosos! —exclamé—. ¿Podéis caminar alrededor de la habitación cantando y escuchando a los demás?» Cuando lo hicieron se abrió una nueva dimensión: era como pasar de la fotografía al cine. La sala sonaba como un enorme caleidoscopio. Advertí que la belleza de las mutaciones del sonido les hacía actuar como si estuvieran en una burbuja personal, disfrutando con el hermoso juego de luces que se veía en la superficie. Esto me hizo decir: «Os ruego que conozcáis y reconozcáis a los demás. Colocaos frente a otra persona durante un momento, miraos a los ojos mientras cantáis y estrechaos la mano antes de seguir adelante».
A medida que empezó a suceder esto, todos experimentamos algo completamente nuevo: un momento de vínculo personal íntimo dentro de la realidad continua de una hermosa armonía grupal. Pero mi momento de descubrimiento personal todavía estaba por llegar. Me sentía emocionado y agradecido por lo que acababa de suceder, de modo que dije a modo de conclusión: «Eso ha sido maravilloso. ¡Gracias!» Oí susurros y vi que esas doscientas personas me miraban, como diciendo: «No queremos parar». Siguieron durante media hora más. Había llegado el momento de que dejara el control en sus manos. Habíamos creado algo en conjunto, algo nuevo que había sido posible gracias a nuestras experiencias de canto previas, pero que no habría sucedido sin nuestra disposición a la búsqueda y la experiencia de lo desconocido. La decisión de pedir algo que desconocía completamente hacia dónde nos llevaría fue un acto de liderazgo ignorante, pero lo mismo puede decirse de la elección que hicieron los participantes. Tanto, que fueron capaces de desautorizar mi deseo de detener el experimento, ya que habían comprendido mejor que yo el valor de lo que estaba sucediendo.
Escoger la ignorancia como línea de actuación positiva no debe ser resultado del cansancio, la desesperación o la pereza para llevar a cabo una búsqueda de información relevante. Esta opción es el resultado de comprender que los conocimientos amplios y la experiencia previa resultan esenciales para crear una plataforma en la cual la ignorancia cumpla su función. Conseguir conjuntar nuestro canto de esa manera requirió mucha técnica individual, conocimientos y práctica grupal. Esa era la plataforma, además de la voluntad necesaria para no quedarse ahí. Para ir más allá teníamos que convertirnos en ignorantes: solo la ignorancia permite un aprendizaje y logros imprevisibles.
¿Qué hay que hacer para elaborar una plataforma que permita llegar al momento en que el líder se desprende del control? ¿Cómo se localiza el momento preciso en que asumir la ignorancia y qué tiene que hacer el líder cuando se alcanza ese punto? Estas son las preguntas que intentaremos responder en los capítulos siguientes. En las Seis Variaciones Musicales sobre los Temas de Liderazgo observaremos en qué grado y de qué formas se manifiesta la ignorancia como herramienta de liderazgo en el trabajo de los grandes directores de orquesta.
2. Jacques Rancière, El maestro ignorante: cinco lecciones sobre la emancipación intelectual (Laertes, Barcelona, 2010).