«Un rector tiene mucho trabajo (…)
los deberes de la parroquia y el cuidado
y la mejora de su morada.»
Orgullo y prejuicio
Desde hace generaciones, los fanáticos de Jane veneran el terreno que ocupaba la rectoría de Steventon como si fuera territorio encantado. A menudo se quedan parados a un lado del camino, sumidos en sus pensamientos, y contemplan a través del seto ese trocito de Hampshire en el que se erguía la casa. Allí, en ese campo, residió la autora veinticinco años de su vida y escribió tres novelas. Allí empezó todo.
Cualquiera que lea la obra de Jane Austen con atención se dará cuenta de que, si bien nos hemos formado una imagen mental de cómo es Pemberley, o Trafalgar House de Sanditon, o la abadía de Donwell, los detalles que la autora proporciona en realidad son muy escasos. Apenas traza cuatro pinceladas: la mente hace el resto. En cambio, Jane tiende a describir las casas parroquiales al detalle. En Mansfield Park, por ejemplo, describe con más minuciosidad la futura casa de Edmund Bertram en su parroquia que la propia mansión Mansfield. Sucede así porque las rectorías poseían una importancia especial para Jane. A menudo visitaba residencias imponentes y estaba familiarizada con los caserones al estilo de Pemberley. Pero Jane se sentía más cómoda en las casas parroquiales como aquella en la que creció junto a sus padres y hermanos en el condado de Hampshire. Por desgracia, descifrar qué aspecto tenía su casa, la rectoría Steventon, requiere tiempo, paciencia e imaginación, porque el edificio ya no existe.
La historia de los Austen en la rectoría de Steventon da comienzo a finales del verano de 1768, cuando un carro cargado de enseres domésticos recorría los caminos de Hampshire desde la cercana aldea de Deane al pueblo de Steventon. El grupo no podía imaginar entonces que tal cantidad de historiadores y biógrafos estudiarían algún día al detalle un acontecimiento tan ordinario en la vida de una familia normal y corriente.
Si bien George Austen (de treinta y ocho años) y su mujer Cassandra (de veintinueve) tan sólo llevaban cuatro años casados, poseían ya una familia nutrida. El grupo incluía a la madre de la señora Austen, Jane Leigh, y a los tres hijos de la pareja: James (Jemmy), George y Edward (Neddy), este último de menos de un año. Debían de acompañarlos también criadas y criados, de nombre desconocido y número indeterminado, entre ellos probablemente la doncella de Jane Leigh, Mary Ellis.
Aunque la distancia de Deane a Steventon no superaba los dos kilómetros, su vehículo avanzaba con parsimonia por una carretera «que no era más que un camino de carros, con unos surcos tan profundos que resultaba casi intransitable para un vehículo ligero».6 El pueblo de Steventon se encontraba en plena campiña inglesa y el acceso resultaba complicado cuando aquellos «tortuosos caminos rurales» estaban embarrados. Más de un cochero, sin duda, se habría negado a aventurarse por esos lares. En cierta ocasión, un miembro de la familia Austen que viajaba en carruaje por las inmediaciones de Steventon le pidió al cochero que se diera prisa y tirara de una vez.
—Ya tiro, señor, por donde puedo —fue la respuesta.
—¡Serás memo! —contestó el otro—. Cualquier idiota puede hacer eso. Quiero que tires por donde no puedes.7
La señora Jane Leigh, la abuela, llegó al extremo de hacer testamento antes de emprender el viaje. De más de sesenta años, creía sufrir una enfermedad terminal. Su hija, Cassandra Austen, tampoco estaba como una rosa. Hizo el viaje «encima de un colchón de plumas sobre muebles mullidos en el interior del carro».8 Ya entonces «se quejaba de mala salud», una primera manifestación de toda una vida de enfermedades, e hipocondría tal vez, que divertía y exasperaba a su familia a partes iguales. Pese a todo, algo de compasión merece, por cuanto había dado a luz tres hijos en cuatro años. El cuñado del señor George Austen opinaba que estaban locos por aumentar tan alegremente su descendencia. «No puedo decir —escribió dicho cuñado, Tysoe Hancock, residente en la India— que el desenfrenado crecimiento de su familia me llene de alegría.» El problema era que «alguien tendría que mantener»9 a todos esos niños, uno de los cuales era su ahijado.
A George Austen se le multiplicaban los frentes: una esposa enferma, una suegra a punto de morir y un hijo, George, que sufría convulsiones. Tampoco su situación financiera era boyante. Los apuntes de las cuentas bancarias del señor Austen en el banco Hoare de Londres muestran que aquel 6 de agosto había vendido acciones por valor de 250 libras esterlinas, seguramente para sufragar los gastos que requería el acondicionamiento del nuevo hogar.10 Es probable que la suma equivaliese a sus ingresos de un año.
En realidad, el señor Austen hacía ya cuatro años que estaba a cargo de la parroquia de Steventon. Sin embargo, había encontrado la rectoría en tal estado de ruina y abandono, «en las condiciones más deplorables que se pueda imaginar», que su familia y él llevaban el mismo periodo ocupando una casa alquilada en el pueblo vecino de Deane.11 Este otro edificio no era mucho mejor: un cuchitril con un sinfín de habitaciones incómodas, ni siquiera dos en la misma planta.12 La minúscula rectoría de Deane apenas si superaba el tamaño de un coche de caballos, cuyas habitaciones serían «el pescante, la caja y el plegatín» (Jane se refiere al asiento que los carruajes llevaban en la parte trasera para los criados).
En 1764, el año en que George y Cassandra contrajeron matrimonio y se mudaron a Hampshire, llovió a mares en Deane: «los pozos de la parroquia se desbordaron y apareció más de un pez entre el jardín de la casa parroquial y la carretera».13 Un segundo fenómeno de la naturaleza caracterizaba también el Deane de la época georgiana: las enormes calabazas. Al parecer, un vecino llegó a cultivar una de «cinco pies de circunferencia [metro y medio, más o menos] por la parte más ancha y más de treinta y dos libras [unos catorce kilos]».14 Mientras tanto, en Steventon, la parroquia vecina, los fuertes vientos de febrero habían arrancado de cuajo el campanario de madera de la iglesia.15
Como principio no parecía demasiado alentador. A decir verdad, cuando la señora Austen había visitado previamente el municipio de Hampshire para echar un vistazo a la zona en la que iba a vivir, la calificó de «carente de belleza, comparada con el caudaloso río, el fértil valle y los majestuosos montes que solía contemplar en su hogar natal, próximo a Henley-upon-Thames». Allí su padre se ganaba bien la vida trabajando como clérigo para una facultad de Oxford. Hampshire, en comparación, se le antojaba horrible: «la pobreza de la tierra en la zona impide que los árboles alcancen un gran tamaño».16 Y los diezmos que recaudaría el señor Austen en su nueva parroquia difícilmente le iban a proporcionar los ingresos necesarios para llevar el nivel de vida al que su mujer estaba acostumbrada.
La pareja se había conocido en las sofisticadas afueras de Oxford, seguramente en casa del tío de Cassandra, el rector del Balliol College. A la delicada Cassandra Leigh de aquel entonces, el matrimonio debió de parecerle una perspectiva un tanto desalentadora. Era una escritora de talento y miembro de una familia con estirpe, acomodada y viajera, los Leigh de Warwickshire. Su padre ya era miembro de All Souls College antes de convertirse en reverendo de Oxfordshire. Su tío, el doctor Theophilus Leigh, era rector del Balliol College desde hacía más de cincuenta años, un hombre locuaz «aficionado a las palabras equívocas, rebosante de ingenio y mordacidad».17 Estaba encantado con la chispa y la creatividad de su sobrina, a la que se refería como «la poeta de la familia» y una escritora «brillante».18 La gente diría más tarde que Jane había heredado el talento de su madre, más que de su padre, por cuanto mostraba el «germen de muchas de las cualidades que se manifestarían después en la hija pequeña.19
Los Leigh eran una familia inteligente pero muy suya, al estilo excéntrico de Balliol. Les gustaba adornar las historias de su larga tradición oral (descendían de un alcalde de Londres perteneciente a la época isabelina), pero también socavarlas mediante el sarcasmo. Las mujeres eran tan agudas como los hombres, por más que éstos hubieran estudiado en Oxford. «Querías que recopilase todas la anécdotas que pudiera reunir de nuestra familia —escribió la prima de Cassandra Leigh, una novelista aficionada llamada Mary—.20 Pues prepárate para un sinfín de relatos orales, para antiguas leyendas (…) para fantasmas y duendes, y para acabar harta de tanta verborrea.»21 Aunque en la rama de la familia Leigh por parte de Cassandra abundaban los reverendos, sus antepasados poseían títulos nobiliarios, importantes propiedades y grandes fortunas, incluida la enorme abadía Stoneleigh de Warwickshire.
La madre de Jane Austen, pues, era todo un personaje. «Poseía grandes dosis de sentido común —escribió un pariente—, y a menudo se expresaba, tanto por escrito como en conversación, con una seguridad y una lógica aforísticas.» Estas cualidades, sin embargo, no se consideraban necesariamente atractivas en una mujer de la época georgiana, y puede que eso explique por qué seguía soltera a la avanzada edad, en el caso de una mujer, de veinticuatro años. Otra dama de su época escribió a la revista Lady’s Magazine para quejarse, en nombre de las mujeres, de que «si nosotras osamos leer algo más trascendente que una obra de teatro o una novela nos llaman sabihondas, ocurrentes, pedantes, etc.».22 Ser ocurrente se consideraba un defecto. Sin embargo, Cassandra Leigh se jactaba de su «vena sarcástica», como ella la llamaba. Estaba orgullosa de su facilidad de palabra, de sus pullas y de sus réplicas, y el padre de Jane era un caballero georgiano un tanto especial que apreciaba esa cualidad de su esposa tanto como ella.
De aspecto, la madre de Jane era impactante más que hermosa, de cabello negro, «rasgos angulosos, unos grandes ojos grises y unas cejas abundantes». «Siempre criticaba la nariz de los demás —se cuenta—, porque ella presumía de nariz aristocrática.»23
Pese a todo, Cassandra Leigh, de apariencia frágil y distinguida, era implacable por dentro. Se casó con George el 26 de abril de 1764 en la animada ciudad de Bath. En un enlace como ése, ubicado en los flecos del ambiente distinguido y marcado por la escasez de dinero, una boda implicaba también un transacción. Ella hizo una declaración de intenciones presentándose en la ceremonia vestida con un severo traje de amazona, un práctico atuendo que usaría a diario durante los primeros años de vida matrimonial y que, «a su debido tiempo, transformó en chaquetas y bombachos para sus hijos».24
La señora Austen no había caído de un guindo; se esperaba de ella que contribuyera con su trabajo a la unidad familiar. Comprendió que un hombre como George Austen quería —no, necesitaba— una esposa capaz de sacar adelante un hogar. No se casaba con una mujer; se casaba con un estilo de vida. Era imposible soslayarlo. En el primer párrafo del primer libro que publicó su hija Jane, Sentido y sensibilidad, aparece un hombre que, al igual que su padre, «tuvo en su hermana una constante compañera y ama de casa». La acción se desencadena a raíz de la muerte de ésta, porque él no sabe cómo salir adelante sin la ayuda de una mujer que se ocupe de la casa; así que decide remplazarla. El señor Austen, que nunca fue un sentimental, llegaría a referirse a la señora Austen como «mi ama de casa».25 Y también es cierto que algunos miembros de la familia pensaban que Cassandra había contraído matrimonio con George llevada por la necesidad de tener un nido y disfrutar de seguridad financiera. La boda se celebró, escribió uno de los historiadores de la familia, «inmediatamente después» de la muerte de su padre, para que Cassandra «pudiera ofrecerle a su madre un hogar».26
Así pues, Cassandra Austen era un buen partido. Puede que hubiera nacido para arrugar su afilada nariz en las cenas de Oxford, pero también estaba dispuesta a dejarse la piel trabajando. Su marido, en cambio, no tenía tan claro su lugar en el mundo.
La heroína de una historia, escribiría Jane, la hija de George Austen, tenía que «sufrir la desgracia, como tantas heroínas antes que ella, de perder a sus padres a una edad temprana». El padre de Jane lo experimentó en la vida real, por cuanto sus padres habían muerto antes de que cumpliera los nueve años. A decir verdad, su historia fue aún más traumática si cabe.
La madre de George Austen, Rebecca, falleció siendo él un niño de pecho, y su padre, William, que era cirujano en la ciudad de Tonbridge, en Kent, volvió a casarse. Cuando William Austen murió también, se supo que no había actualizado el testamento tras el segundo matrimonio. Por culpa de ese descuido, la madrastra de George Austen pudo reclamar legítimamente sus derechos sobre la finca de su marido y desentenderse de sus hijastros. George, entonces de seis años, y sus dos hermanas, Philadelphia y Leonora, tuvieron que abandonar el hogar familiar de Tonbridge para irse a vivir con sus tíos.
Los niños se mudaron a Londres con el tío Stephen Austen, un librero que trabajaba para la firma «Angel and Bible» en el cementerio de la catedral de san Pablo, en pleno corazón de la industria de la impresión de libros londinense.27 Pero George afirmaría más tarde que su tío Stephen había tratado a los tres niños «con negligencia» y que mostraba una «clara disposición a socavar los impulsos naturales de los jóvenes».28 A George se le permitió volver a Tonbridge para vivir con su tía Betty. Allí se sacó los estudios y se convirtió en un hombre de provecho. Los esfuerzos de George Austen por superar unos comienzos tan precarios lo convirtieron en un hombre con poca paciencia para la pereza o la flojedad ajenas. Sin duda tenía la piel muy dura, e igualmente demostraba «escasa tolerancia hacia los hombres y las mujeres con pocas destrezas».29
Por suerte para él, George tenía muchos tíos. Entre ellos se contaba el rico y emprendedor tío Francis Austen, un abogado de Sevenoaks. «El bueno del tío Francis» vigilaba de cerca a sus sobrinos huérfanos. Los relatos familiares contaban que «había empezado con ochocientas libras y un puñado de lápices». Trabajando duro como abogado, había amasado «una gran fortuna, y, aunque vivía generosamente, compró todas las tierras de valor» que se extendían en los alrededores de Sevenoaks. También se agenció dos viudas ricas, además de muchas familias pudientes de Kent como clientes. Entre ellos estaba el conde de Dorset, que ocupaba la mansión de Knole a dos pasos de la suya.
No cabe duda de que «el bueno del tío Francis» tenía un don para hacer dinero y proporcionó cierta estabilidad a sus jóvenes parientes mediante contactos y regalos. En una época en que los padres a menudo morían antes de que sus hijos hubieran alcanzado la edad adulta, las tías, los tíos y toda la parentela cobraban gran importancia. «Me gusta que los primos hermanos sean primos hermanos y cuiden unos de otros», escribiría Jane más adelante. Entre los Austen era costumbre que los primos se casasen entre ellos. En ocasiones, un muchacho contraía matrimonio con una prima mayor y, si ésta moría, con la pequeña. Las posibilidades de elegir entre los miembros de las «buenas familias» no eran demasiadas, así que se movían en un ambiente prácticamente incestuoso.
George Austen trabajó casi tan duro como su formidable tío y acabó por hacerse un cómodo hueco como miembro de una facultad de Oxford. Pero cuando conoció a Cassandra y decidió casarse con ella tuvo que renunciar a su membresía. Únicamente podían ocuparla hombres solteros.
Y entonces su familia extensa se apresuró a ayudarlo. «El bueno del tío Francis» Austen compró la «vivienda» de Dean en Hampshire para George, y un primo lejano pero generoso, el anciano Thomas Knight, le ofreció en 1761 una casa cercana, más grande y mejor, en Steventon. Para un clérigo, recibir esa clase de obsequio de un mecenas era algo así como conseguir una franquicia en una cadena de restaurantes: aquí tienes tu parroquia, recoge los diezmos que puedas entre los feligreses y tira adelante.
Tal vez os estéis preguntando para qué quería George Austen dos casas y cómo es posible que predicara en dos iglesias al mismo tiempo. Como estaban bastante cerca, corría de acá para allá, y la suma de los ingresos le permitía vivir como un caballero, o de un modo que se acercaba bastante a ello. Más adelante subarrendaría la parroquia más pequeña a un pastor.
El arreglo le venía muy bien a George Austen, pero puede que no tanto a sus feligreses, que pagaban los diezmos pero no disfrutaban de su atención exclusiva. Situaciones como ésa explican por qué iglesia anglicana empezó a decaer a finales del siglo xviii a favor de sectas alternativas como los metodistas. Algunos jóvenes clérigos, conocidos como «galopadores», cabalgaban a toda velocidad para dar la misa deprisa y corriendo en una larga serie de iglesias cada domingo, y se zafaban de sus deberes cuando podían. Pero el apaño de George Austen, con sus dos parroquias colindantes, apenas podía tacharse de poco honrado y ni siquiera llamaba la atención en ningún sentido. La gente era consciente de que la población rural estaba mermando, y muchas parroquias de pueblo apenas si contaban con habitantes suficientes como para mantener a un párroco y a su familia.
Pese a todo, los clérigos rurales de la época georgiana tenían otras maneras de aumentar sus ingresos. Cuando los Austen viajaron a Steventon en 1768 ya sabían que la tierra y los campos de los alrededores serían tan importantes como la propia casa. La parroquia de Steventon abarcaba unos cinco kilómetros de largo y unos quinientos metros de ancho.30 La propiedad incluía la rectoría en sí y poco más de una hectárea de tierra fértil, que se cultivaría especialmente para mantener al párroco. En Steventon, los antiguos terrenos públicos habían sido cercados y convertidos en granjas privadas, lo que implicaba que George no tendría que llevar a cabo la engorrosa tarea de recoger los diezmos en especies de puerta en puerta. Se limitaría a recaudar el diez por ciento de los beneficios de sus vecinos en metálico. La posibilidad de recoger los diezmos en persona y no a través de un terrateniente era lo que hacía del señor Austen un párroco y no un simple pastor. Sin embargo, el asunto de los diezmos implicaba que su fortuna dependía de la tierra.
El «cercamiento» y los grandes cambios que experimentó la Inglaterra rural en la época georgiana, que benefició a unos y perjudicó a otros, asomaría con el tiempo en las novelas de Jane Austen; de manera tangencial, es verdad, pero siempre presente de fondo. En su obra, los tremendos acontecimientos de la época, como la Revolución francesa o la revolución industrial, e incluso la agrícola, suceden entre bastidores. Lo que ella nos muestra más bien son los efectos de estos sucesos en el corazón, la mente y la vida cotidiana de las personas.
La parroquia de Steventon, donde pronto nacería Jane, constaba tan sólo de treinta familias. Según uno de los párrocos que precedieron al señor Austen, su gestión resultaba sumamente sencilla, por cuanto no incluía papistas ni disidentes, ni tampoco «nobles, caballeros o personas destacadas».31 Los hombres cultivaban nabos y judías, mientras que las mujeres trabajaban en casa, hilando lino o lana de las ovejas que deambulaban por la colinas de Hampshire. En ocasiones salían cargadas con una azada y arrancaban los nabos con sus propias manos. Un viajero escribió que las campesinas de Hampshire eran francas, rubias, de cara redonda, tez perfecta y extraordinariamente alegres. Cuando repararon en la presencia del forastero, «clavaron la mirada en mí y, al ver que yo sonreía, estallaron en carcajadas».32
Sin embargo, no tenían muchos motivos para reír. Ese mismo escritor, William Cobbett, jamás había visto «un terreno más desagradecido», y en ninguna otra parte de Inglaterra «los trabajadores se enfrentan a tantas dificultades como aquí».33 Un arado que en Suffolk funcionaría perfectamente «era inútil en el duro terreno de Steventon».34 Rodeados de vecinos pobres y analfabetos, algunos jóvenes párrocos que se mudaban de Oxford a Hampshire, como había hecho el señor Austen, descubrían que se sentían terriblemente solos en sus parroquias rurales. En Dummer, un pueblo cercano, otro joven pastor «habría dado la vida por tener cerca a alguno de sus amigos de Oxford, y lloraba su ausencia como una magdalena».35
La propia Steventon era una comunidad aislada formada por «cottages, cada cual con su jardín».36 Un viejo arce en el parque del pueblo ofrecía un punto de encuentro donde la gente se reunía a cotillear.37 Lógicamente, dado el estatus superior de sus habitantes, la rectoría era la última casa del pueblo, situada en el cruce entre Church Walk y Frog Lane. Hoy día parece una zona apartada, pero solamente porque las otras casas, al igual que la propia rectoría, han desaparecido.
La casa parroquial se erguía «en un valle no muy profundo, rodeada de onduladas praderas profusamente salpicadas de olmos».38 Por desgracia, la ubicación de la casa, en el fondo del valle, la hacía propensa a inundarse. La descripción de Cobbett dota al paisaje de Hampshire de una intención casi maliciosa, incluso en agosto: «las nubes se acercan y se instalan sobre las colinas, se hunden y se hunden en la tierra para volver a brotar al fin convertidas en manantiales, y éstos se transforman en ríos».39 Así pues, en 1768 el carro de los Austen estacionó ante un edificio tan encharcado como valioso.
Las pruebas sugieren que ya en el siglo xiv la zona de la rectoría estaba habitada. Pero la parte central de la granja databa de finales del siglo xvii, cuando consistía únicamente en «un edificio dividido en dos estancias» y un sótano. Y, si bien en 1768 la rectoría acababa de ser reformada para la familia, la construcción ofrecía igualmente un aspecto un tanto destartalado, como si hubiera sido edificada a base de materiales mezclados al azar: «ladrillo, ladrillo, madera y baldosas, excepto parte de la sección sur, que es yeso y baldosas gastadas».40 Los acabados tampoco eran nada del otro mundo. «No había artesonado que marcara la unión de la pared con el techo», y «las vigas sobre las que descansaban los pisos superiores asomaban a las habitaciones inferiores sencillas y desnudas, cubiertas tan sólo por una capa de cal».41 Las ventanas eran anticuadas hojas batientes, salvo «un mirador añadido a posteriori» (la pesadilla del General Tilney en La abadía de Northanger) unido a la parte trasera de la casa. Como el señor Thomas Knight, el dueño de la vivienda, no la habitaba ni la alquilaba, y puesto que George Austen únicamente la usaba en los periodos en que ejercía como párroco, nadie mostraba demasiado interés en mejorar la rectoría.
Por otro lado, era frecuente que las casas parroquiales ofreciesen un aspecto destartalado, y la de Deane era igual. La escasez de medios impedía a los párrocos hacer nada más que añadir una habitación por aquí o una ventana por allá, en lugar de invertir en remodelaciones sustanciales. George Austen y otros como él, sin embargo, a menudo se sentían moralmente obligados a costear de su bolsillo el mantenimiento de las casas, si podían, porque ocupaban sus propiedades en fideicomiso para sus descendientes.
El motivo de la casa y las tierras que no pertenecen a la familia que las ocupa impregnaría las novelas de Jane. Siempre elogiaba a los propietarios que invertían y que trabajaban para la comunidad en lugar de enriquecerse sin más. De hecho, Mansfield Park, su novela más centrada en las propiedades y la administración de fincas, aborda en realidad la cuestión de quién ha cuidado mejor Inglaterra y quién, en consecuencia, merece heredarla. Uno de los personajes de La Abadía de Northanger anhela «la comodidad sencilla de una casa parroquial bien relacionada» y, según esta novela, si algo te convertía en una «persona distinguida» no era tanto la suntuosidad de tu vivienda como tu forma de vivir: generosa, responsable y civilizada.
A la larga, el señor Austen llegaría a ser un buen administrador de la rectoría. Con el paso de los años fue «ampliando y mejorando diversos aspectos» de la casa parroquial hasta hacer de ella «una cómoda residencia familiar».42 Jane a menudo retrataba a los eclesiásticos de sus obras, el doctor Grant y Edmund Bertram, e incluso al horrible señor Collins, dedicados a esa labor tan propia de los clérigos dieciochescos que consistía en «la mejora de la morada». Los nobles hacían reformas en sus casas solariegas y sus jardines. Los párrocos remodelaban sus rectorías. Se consideraba algo así como un deber: según el señor Collins, «un clérigo está obligado a hacer que [su hogar] sea lo más cómodo posible».
Y George Austen tuvo la suerte de estar en el momento oportuno en el lugar ideal. En el periodo que abarcó su vida, los párrocos rurales se enriquecerían de manera constante, porque los adelantos técnicos les permitirían sacar más partido tanto a las tierras que explotaban directamente como a las de sus feligreses, a través de los diezmos. En consecuencia, la profesión eclesiástica cobró un atractivo creciente entre los hijos más jóvenes de los terratenientes. Uno de los nietos del señor Austen llegaría a ser, gracias a una serie de golpes de fortuna, todo un potentado. Pese a todo, siguió los pasos de su abuelo y acabó convertido en el párroco de Steventon. Pero él no se conformó con la vieja casa. Derribó el edificio por completo hacia 1825 para remplazarlo por otro en una zona más elevada, a salvo de las engorrosas inundaciones.
La rectoría de Steventon, en tiempos de los padres de Jane, contaba con una zona cubierta para los carruajes en la parte delantera, un importante signo de distinción. Había también un estanque y un «seto de castaños y abetos». En la zona sur de la casa, más soleada, tras un muro de adobe, crecía «uno de esos jardines anticuados en los que se combinan hortalizas con flores».43
La propia casa era una construcción de tres plantas con dos galerías en voladizo en la parte trasera. En una investigación arqueológica llevada a cabo en 2011 se recuperaron más de un millar de clavos, lo que resolvió una larga discusión sobre cuál de los dos planos existentes de la rectoría era más exacto: es el que muestra el edificio más grande.44
Según entraron y empezaron a abrir puertas, la familia descubrió que la primera planta incluía dos salones, el «elegante» y la sala «de estar», así como dos cocinas y el despacho del señor Austen.45 Un miembro de la familia Austen informaría más tarde de que la puerta principal daba al salón, donde era frecuente encontrar sentada a la señora Austen «enfrascada en alguna labor, quizás confeccionando una prenda de ropa, o zurciendo».46 Sin embargo, una excavación llevada a cabo en 2011 en la rectoría, capitaneada por Debbie Charlton, mostró que en realidad un largo pasillo discurría de la puerta principal a la trasera para que se pudiera pasar directamente a los jardines de atrás. El salón «elegante» o comedor, de apenas dos metros cuadrados, quedaba a la izquierda de la puerta y contaba con dos ventanas batientes que daban a la cochera.47 Las dos cocinas, a las que se referían como «delantera» y «trasera», quedaban a la derecha. La primera se usaba para cocinar, mientras que debían de utilizar la segunda para guardar la vajilla, y quizás para preparar el desayuno.
La investigación arqueológica permitió en 2011 rescatar los objetos que fueron testigos de la niñez de Jane, rotos, junto con infinidad de enseres domésticos. Había fragmentos de la vajilla familiar, de porcelana china y decorada con motivos azules, y de otra más barata, de fabricación inglesa. Se hallaron tazas en forma de cuenco, sin asas, pensadas para depositarse sobre platos hondos muy parecidos a los actuales. Otros hallazgos incluían un apagavelas y una huevera, nueve botellas de vino y fragmentos de la vajilla de loza esmaltada Wedgwood.48 Este artículo de cerámica local era elegante pero asequible: «es sorprendente la rapidez con que su uso se ha extendido por casi todo el planeta», escribió el inventor de la loza esmaltada, Josiah Wedgwood, en 1767.49 Es divertido jugar a adivinar cuáles de esos viejos objetos coinciden con la cuenta del señor Austen en el almacén del pueblo: los fragmentos de la pesada fuente de cerámica extraídos del terreno, por ejemplo, tal vez pertenezcan al mismísimo «cuenco para el pudin» que compró por dos chelines y seis peniques en Basingstoke en 1792.50 Las piezas halladas en la zona de la rectoría, objetos corrientes de una vida normal, rezuman ternura, por cuanto, en mi opinión, simbolizan la facilidad que tenía Jane para convertir a personas ordinarias en extraordinarias a través de la ficción.
La dependencia más interesante era el despacho del señor Austen, dotado de un mirador con vistas al jardín. Se trataba de «un santuario privado, exclusivamente suyo, en el que se refugiaba de los agobios domésticos».51 Aunque el despacho albergaba cientos de libros en vitrinas Hepplewhite, el señor Austen no era tan pretencioso como para llamar a la estancia «biblioteca», como muchos párrocos con más ínfulas que él habrían hecho.52 El despacho permitía que los feligreses pudieran entrar a hablar con él sin pasar por las demás habitaciones, lo que suponía una gran ventaja. Una banqueta en el pasillo indicaba a los demás miembros de la familia que había un extraño en casa.
El concepto de hogar como un espacio ajeno al trabajo, un lugar privado en el que descansar o socializar, no se puede aplicar a la época georgiana; en aquellas casas se trabajaba duro. El esfuerzo físico, sin ir más lejos, que suponía mantener esas viviendas limpias y en marcha no se debe subestimar. Hacer la colada, cocinar, fregar, eran tareas largas y engorrosas.
De hecho, es probable que el señor Austen tuviera que echar una mano a sus feligreses en los campos. «En este país —pontificó un miembro del parlamento en 1802—, todo párroco es, en cierta medida, un agricultor; es, ex officio, campesino en parte.»53 Además de las tierras de la parroquia, el padre de Jane Austen disfrutaba del usufructo de una granja de 79 hectáreas, llamada Cheesedown, y pretendía sacarle rendimiento. En consecuencia, los Austen vivían de acuerdo a los ritmos del campo, incluidos los festivales de la cosecha y de la esquila de las ovejas.
Al secretario del señor Austen, John Bond, le agradaba particularmente el «ambiente disipado» de las fiestas de la cosecha anuales.54 A él le correspondía gestionar la granja arrendada del señor Austen. John Bond no poseía formación alguna, pero llevaba las cuentas de la granja en su escritorio de roble con unos números que nadie salvo él podía descifrar.55 Tal como era costumbre en el campo, sólo se casó con su esposa Ann después del nacimiento de su primera hija. Sin embargo, aquella niña, Hannah, murió en la infancia, y fue el señor Austen el que la enterró.56 Señor y criado trabaron amistad con el tiempo. En cierta ocasión, el señor Austen se asoció con un rico granjero de las inmediaciones para comprar ovejas, y «era costumbre en el campo que el párroco se quedara con la mitad del rebaño que salía en cabeza cuando se abría el redil». John Bond se aseguró a escondidas de que la mejor oveja de todas se contara entre las primeras. «La vi en cuanto entré —narró, refiriéndose al animal más hermoso—, así que cuando abrimos el cercado le propiné un golpecito con el bastón, y echó a correr.»57 El señor Austen y John Bond: párroco y pícaro.
Al igual que su marido, la señora Austen también merecía considerarse «agricultora». En cuanto se recuperó de su viaje sobre el lecho de plumas, se convirtió en gerente de un pequeño negocio que consistía en obtener alimentos y otros productos del huerto y las tierras para abastecer a su gran familia. Los edificios adyacentes se concentraban a la derecha, o al oeste, y abarcaban el lavadero, el «cobertizo del jardín», el granero, la fermentadora y el establo. Había un corral para las aves y una vaquería para fabricar mantequilla y queso.(«Yo era más fresca que el queso en crema», rezaría una de las pasmosas comparaciones de Jane.)58 El corral de las aves acabaría albergando pavos, patos, pollos y una gallina de Guinea, si bien los animales favoritos de la señora Austen eran sus vacas, que pastaban en los campos de la rectoría. «Mi vaquita de Alderney ha resultado excelente y nos proporciona más mantequilla de la que podemos consumir.»59 Con el tiempo tendría un toro y nada menos que seis vacas, pero únicamente de las pequeñas. «Te reirías si las vieras —escribe—, pues no abultan mucho más que los asnos.»60
A la señora Austen también le gustaba trabajar en el jardín. «Se torna fuego mi carne —dice uno de los poemas que escribía por diversión—, late fresco el corazón / cuando me paso la tarde entre pala y azadón.»61 Se le daba de maravilla el cultivo de la patata, un producto importado del nuevo mundo que en el Hampshire del siglo xviii todavía se consideraba una novedad relativamente curiosa. En cierta ocasión sirvió patatas a la esposa de un granjero, que se deshizo en elogios. «La señora Austen le aconsejó entonces que las plantara en su propio huerto —dicen las fuentes—, pero la sugerencia no tuvo éxito: “No, no; están bien para ustedes, los terratenientes, pero su cultivo debe de ser terriblemente costoso”».62 Las esposas de los clérigos de Hampshire eran unas santas en opinión de sus parroquianos, a los que igual dispensaban consejo que bienes materiales. En una parroquia vecina, la mujer del párroco se pasaba la vida vacunando a todo el mundo contra el sarampión. Únicamente se interrumpía «con el fin de la cosecha, pues sería una faena que a los pobres campesinos se les hinchara el brazo varios días en esta época de tanto ajetreo».63
En años posteriores, la familia Austen urdiría una especie de conspiración colectiva con el fin de ocultar sus orígenes humildes y fingir que la vida de su gloriosa tía había sido más sencilla, más distinguida e infinitamente menos dura de lo que fue en realidad.
«Me temo que será complicado rescatar los materiales que tanto se esforzaron en ocultar las pasadas generaciones», escribió un descendiente de Jane Austen a un posible biógrafo.64 La nieta de la señora Austen, Anna (también una escritora de talento), redactó una célebre descripción de su abuela en la rectoría de Steventon en la que retrata a la mujer apoltronada en su asiento, aguardando compañía. Anna ubica a la señora Austen dentro de casa, eternamente ociosa, «sentada» en la «sala de la entrada», lista para dejar la labor a un lado y dar la bienvenida a los visitantes.65
En realidad, era mucho más frecuente encontrarla supervisando el ordeño de sus vacas o el inventario del grano. Incluso cuando iba de visita a suntuosas mansiones, la señora Austen mostraba un gran interés por asuntos tan prácticos como la diligencia del servicio o la calidad del queso. Si le sumamos a todo ello los frecuentes partos, el resultado es una vida de duro trabajo.
Como mínimo, los Austen contaban con su propio suministro de agua, gracias a lo cual no tenían que cargar con ella un buen trecho como les pasaba a los granjeros vecinos. Había un pozo en el terreno, seguramente dotado con una bomba, cuyas ruinas han sobrevivido. De la colada se encargaban personas contratadas a tal efecto, como «la tía Bushell» o «la mujer de John Steeven», una vez a la semana. («No parece que nada de lo que toque —escribió Jane— se pueda ver limpio, pero ¿quién sabe?».) En la casa, de características similares, del famoso diarista georgiano Parson Woodforde se hacía una gran colada cada cinco semanas. Cuando llegaba el momento, dos lavanderas profesionales se alojaban dos días en la casa parroquial para echar una mano al servicio. Sumando lavado y planchado, el trabajo requería un total de cuatro días.66 Los Austen poseían un par de «taburetes de caoba para orinar»,67 lo que les permitía hacer sus necesidades con mayor comodidad. Ahora bien, si querían darse un baño tenían que acarrear el agua desde la bomba, y los orinales había que vaciarlos en cualquier caso.
Pese a todo, en los días soleados la rectoría ofrecía una estampa encantadora. Tras la ventana del despacho del señor Austen se veía «el camino de hierba bordeado de matas de fresas» que conducía al reloj de sol68. Y a cualquier hora se oía «el chirrido» de la veleta en el jardín, que giraba sobre su alta asta blanca a «la brisa de verano».69 No a todo el mundo le agradaba el detalle; algunos visitantes consideraban los gruñidos de la veleta «tan escandalosos» que les costaba conciliar el sueño.70
Detrás y a cierta distancia de la casa nueva de los Austen, la familia cultivaría con el paso de los años dos huertos vallados, uno sembrado de «cerezos y otros árboles frutales» y otro denominado «el huerto de los pepinos».71 Allí se instalaron estructuras de madera para ofrecer unas condiciones cómodas a pepinos y melones. «Recuerdo perfectamente el soleado huerto —evocaría la nieta de la señora Austen más tarde—, la abundancia de hierbas aromáticas, caléndulas, etc. Ay, Señor, nunca hemos vuelto a ver nada semejante.»72 La destrucción posterior del hogar de infancia de Jane Austen explica en parte el tono romántico y elegiaco. La vida mientras tanto nunca fue tan radiante y atractiva.
Pero el aspecto más famoso del jardín de la rectoría estaba aún más al sur si cabe. Había un gran terraplén de hierba verde, seguramente el original del que aparece en el hogar de Catherine Morland en La abadía de Northanger. Aún se aprecia el contorno en el suelo cuando el sol brilla bajo. En la novela, la silvestre protagonista disfruta «rodando por la ladera verde que desciende por detrás de la casa».73 Cabe suponer que los Austen hicieran lo mismo.
Una vez que la familia se hubo instalado en la rectoría, descubrieron que apenas si recibían visitas del mundo exterior. El tiempo pasaba despacio, pero sin contratiempos. La señora Austen se acostumbró al soñoliento ritmo de la vida rural. En Londres, escribió, todo el mundo va corriendo de acá para allá. «Es un sitio triste, no volvería ni por todo el oro del mundo: no hay tiempo de atender ni asuntos divinos ni humanos.»74
Pero muchas cosas cambiaron. La madre de la señora Austen tenía razón al sospechar, en el momento del traslado a la casa nueva, que estaba muy enferma. Murió a los pocos días de llegar. Fue sustituida por varios niños más, que pronto estarían rodando también por la «cuesta verde» con sus hermanos. Henry nació en 1771. En 1773 llegó la primera niña, a la que bautizaron con el nombre de Cassandra en honor a la abuela. El cenizo cuñado del señor Austen lamentó mucho saber que al señor y a la señora Austen «les resultaba más fácil ampliar su familia que proporcionarle sustento».75 En Hampshire, sin embargo, prescindieron de sus opiniones, por cuanto al año siguiente, en 1774, nació Francis, también conocido como Frank.
Y a continuación llegó Jane.
6. Sutherland, 2002, p. 14.
7. Edward Brabourne, 1er Lord, ed., Letters of Jane Austen in Two Volumes, Londres, 1884, vol. I, pp. 35-6.
8. Sutherland, 2002, p. 14.
9. Richard Arthur Austen-Leigh, Austen Papers, 1704-1856, Colchester, 1924, pp. 64-67, carta de Tysoe Saul Hancock a su esposa, Philadelphia Austen Hancock, Calcuta (23 de septiembre de 1772).
10. Deirdre Le Faye, A Chronology of Jane Austen and her Family, Cambridge, 2006, edición de 2013, p. 36.
11. Anna Austen Lefroy, citado en la Historia Familiar inédita de Fanny Caroline Lefroy, Oficina de Registro de Hampshire, ms. 23M 93/85/2.
12. Oficina de Registro de Hampshire, ms 23M/85/2.
13. Oficina de Registro de Hampshire, Registro de la parroquia de Deane, citado en Le Faye, Family Record, 2004, p 12.
14. Reading Mercury (13 de junio de 1768), p. 4, citado en Robin Vick, «Deane Parsonage», Collected Reports of the Jane Austen Society (1986-1995), vol. 4, p. 343.
15. Centro Histórico y Biblioteca de Kent, ms. 18M61/BOX/C, fajo de documentos sin numerar, Edward Randall a (supuestamente) Tomas Knight (26 de febrero de 1764).
16. Sutherland, 2002, p. 21.
17. Ibíd., p. 11.
18. Citado en Le Faye, 2004, p. 10.
19. Sutherland, 2002, p. 15.
20. Para más información sobre las novelas de Mary Leigh, ver Claire Harman, Jane’s Fame, Edimburgo, 2009, p. 26.
21. Fundación Shakespeare Birthplace, ms. 671/677, fols. 1-2.
22. The Lady’s Magazine, Londres, 1808, vol. 30, p. 110.
23. Oficina de Registro de Hampshire, ms. 23M93/85/2.
24. Ibíd.
25. Austen-Leigh, 1942, pp. 22-4, carta del reverendo George Austen a la señora Walter Steventon (8 de julio de 1770).
26. Oficina de Registro de Hampshire, ms. 23M93/85/2.
27. Le Faye, 2004, p. 3.
28. Ibíd.
29. Ibíd., p. 10.
30. Oficina de Registro de Hampshire, ms. 21M65/B4/1/1, fol. 309 Richard Wright, rector 1720-1727 (16 de agosto de 1725).
31. Ibíd.
32. William Cobbett, Rural Rides, Londres, 1830, p. 100.
33. Cobbett, 1830, pp. 582, 585.
34. Helen Lefroy y Gavin Turner, eds. The Letters of Mrs Lefroy: Jane Austen’s Beloved Friend, Winchester, 2007, p. 81.
35. John Gillies, Memoirs of Rev. George Whitefield, Middletown, 1839, p. 20.
36. Sutherland, 2002, p. 23.
37. Ms. Bellas, citado en Le Faye, 2004, p. 13.
38. Sutherland, 2002, p. 23.
39. Christopher Morris, ed., Selections from William Cobbett’s Illustrated Rural Rides, Waltham Abbey, 1992, p. 84.
40. Deirdre Le Faye, «Mr Austen Insurance Policy», The Jane Austen Society Report, Chawton, 1999, p. 26.
41. Sutherland, 2002, p. 23.
42. Anna Lefroy, citado en la Oficina de Registro de Hampshire, ms 23M93/85/2.
43. Sutherland, 2002, p. 23.
45. Ms. Hubback, citado en Le Faye, 2004, p. 20.
46. Anna Austen Lefroy, Oficina de Registro de Hampshire, ms. 23M93/85/2.
47. Cuaderno de Mary Lloyd Austen, citado en Lefaye, 2013, p. 305.
48. Debbie Charlton, directora de la investigación arqueológica llevada a cabo en 2011 en la rectoría Steventon, me brindó un resumen verbal de los hallazgos y me mostró varios de los objetos durante una visita turística al terreno en 2016. Los resultados serán publicados en Debbie Charlton, Archeology Greets Jane Austen, By Unearthing Her Birthplace and First Home, Basingstoke.
49. Citado en The Gentleman’s Magazine, vol. 222 (1867) p. 150.
50. Ms. 8M62/14, f. 269v (marzo de 1792), Oficina de Registro de Hampshire.
51. Anna Austen Lefroy, citado en ms. 23M93/85/2, Oficina de Registro de Hampshire.
52. Collins, 1995, p. 65.
53. Registro parlamentario, Londres, 1802, vol. 17 p. 478.
54. Deirdre Le Faye, «James Austen’s Poetical Biography of John Bond», Jane Austen Society Collected Reports, 1936-1995, p. 244.
55. Ibíd.
56. Ibíd., p. 243.
57. Brabourne, 1884, vol. I, p. 151.
58. R. W. Chapman, ed., The Works of Jane Austen, vol. VI, Minor Works, Oxford, 1954, p. 129.
59. Austen-Leigh, 1942, pp. 24-6, Señora Austen a la señora Walter, Steventon (26 de agosto de 1770).
60. Austen-Leigh, 1942, pp. 28-30, Señora Austen a la señora Walter, Steventon (6 de agosto de 1773).
61. «Verses to rime with “rose”», en Selwyn, 1996, p. 21.
62. Sutherland, 2002, p. 31.
63. Lefroy, 2007, p. 40.
64. Sutherland, 2002, pp. 186-187.
65. Anna Austen Lefroy, citado en ms. 23M93/85/2, Oficina de Registro de Hampshire.
66. James Woodforde, The Diary of a Country Parson, 1758-1802, Norwich, 1999, p. 387 (10 de junio de 1799).
67. Oficina de Registro de Hampshire, ms. 8M62/14 f. 269r (marzo de 1792).
68. Anna Lefroy (20 de Julio de 1869), National Portrait Gallery Archive, citado en Le Faye (2004), p. 21
69. Oficina de Registro de Hampshire, ms. 23M93/85/2.
70. David Selwyn, ed., The Poetry of Jane Austen and the Austen Family, Iowa, 1997, p. 28.
71. Anna Lefroy, archivo de la National Portrait Gallery, citado en Le Faye, 2004, p. 21.
72. Ibíd.
73. Sutherland, 2002, p. 23.
74. Austen-Leigh, 1942, pp. 24-6, señora Austen a señora Walter, Steventon (26 de agosto de 1770).
75. Austen-Leigh, 1942, p. 72, Tysoe Saul Hancock a Philadelphia Austen Hancock, Calcuta (9 de agosto de 1773).