Introducción

«Los méritos de la señorita Austen han quedado sobradamente demostrados: es, sin la menor duda, la novelista doméstica por excelencia.»1

Richard Bentley,
en la publicación de las novelas de Jane Austen en 1833

El mundo que evocan las novelas de Jane Austen, retratado en incontables películas, es hogareño, ordenado y acogedor. Sus personajes habitan agradables casitas de campo, refinadas mansiones rurales y elegantes residencias en Londres o en Bath.

Y su vida tiende a contemplarse bajo el mismo prisma.

Es la impresión que uno se lleva, inevitablemente, cuando contempla la coqueta y florida casita de campo de Chawton, en el condado de Hampshire, que finalmente proporcionó a Jane, a su hermana y a su madre el hogar que tanto anhelaban. Jane se trasladó a esa casa en 1809, seguramente pensando que llevaría allí una vida larga y feliz. Se equivocaba.

Para Jane, la cuestión del hogar fue siempre un tanto espinosa. ¿A qué tipo de residencia podía aspirar con sus escasos medios? Habida cuenta de las abundantes tareas domésticas que recaían sobre una hija y tía soltera como ella, ¿cómo encontrar un hueco para escribir? ¿Dónde guardar sus manuscritos a buen recaudo? La idea de tener una casa propia debió de parecerle a Jane un sueño inalcanzable. En posesión de un capital irrisorio ganado de su escritura con mucho esfuerzo, la muerte de su padre la obligó a vivir a salto de mata en alojamientos de alquiler, cuando no en casa de un pariente a otro, que la utilizaban como niñera a cambio de casi nada.

No debe sorprendernos, pues, que la búsqueda de un hogar propio sea un motivo recurrente en la ficción de Jane. Buena parte de sus escenas transcurren en interiores, donde las personas hablan y hablan sin abandonar nunca la habitación, por lo general un salón. Y, sin embargo, cuando los personajes de Jane se proponen conversar acerca de temas trascendentes —de sus sentimientos, de la verdad— suelen hacerlo al aire libre. Huyen de las garras de esos salones que confinan sus vidas. «Estabas harto de cortesías», le dice Lizzy Bennet al señor Darcy en un momento de intimidad.

Los jóvenes que leen a Jane Austen por primera vez toman sus novelas por historias que tratan de amor, de encontrar pareja y de fundar un hogar. Sin embargo, si algo caracteriza a sus heroínas es la carencia de un hogar feliz, por más que lo ansíen con toda su alma. Todas las protagonistas de Jane se han visto obligadas a abandonar su casa, en ocasiones el domicilio físico, en otras a sus familias. Jane describe, sutil pero devastadoramente, lo difícil que resulta encontrar un verdadero nido, un refugio seguro en el que sentirse comprendido y amado. Posee una sensibilidad especial para captar la felicidad (o la infelicidad) que reina en una casa.

Esta cualidad suya podría inducirnos a pensar que la propia Jane era infeliz con los suyos, que sufría algún trauma o albergaba rencor. Pero la triste realidad es que la escritora tan sólo fue una más de las muchas solteronas de su época y posición social que hacían esfuerzos por sentirse a gusto en ambientes extraños, austeros o poco agradables. Y la situación no afectaba únicamente a las solteronas. «Siento, mal que me pese, un gran deseo de estar en casa, por más incómodo que resulte mi hogar», escribió la cuñada de Jane, Fanny.2 En su caso, con «hogar» se refería a un minúsculo camarote en el barco de su marido, que era marino.

Así pues, las novelas de Jane Austen están repletas de hogares amados, perdidos, ansiados. En la primera obra que publicó, Sentido y sensibilidad, será la muerte de un miembro de la familia la que obligue a Elinor y a Marianne a abandonar su casa de infancia. En Orgullo y prejuicio, Elizabeth Bennet y sus hermanas serán expulsadas del hogar a la muerte de su padre. En Mansfield Park, Fanny Price tendrá que separarse de los suyos para vivir en la mansión de unos parientes adinerados, igual que le sucedió a uno de los hermanos de la escritora. Anne Elliot añora su vida rural en Kellynch Hall cuando la facturan a Bath en Persuasión. Incluso Catherine Morland de La abadía de Northanger y Emma Woodhouse de Emma, las dos en plena juventud, relativamente ricas y exentas de un peligro inminente a quedarse sin hogar, serán muy cuidadosas a la hora de escoger su futura situación doméstica.

En la vida real, a diferencia de lo que cabría pensar tal vez, el hecho de que Jane afrontara los «años peligrosos» en soledad no fue obra del destino; estaba soltera por decisión propia. Lejos de carecer de vida amorosa, como se suele creer, sabemos que rechazó como mínimo a un pretendiente, y a lo largo de su historia conoceremos nada menos que a cinco maridos en potencia. Creo que Jane escogió deliberadamente mantenerse al margen de todas esas convenciones porque temía que el matrimonio, las propiedades y una casa con todo lo que conlleva terminaran deviniendo en algo parecido a una cárcel.

También espero ser capaz de retratar la vida cotidiana de Jane, los días buenos, los días malos, los placeres hogareños y las tareas domésticas, «todas esas cuestiones sin importancia de las que depende la felicidad cotidiana de cada cual», tal como lo expresa ella misma en Emma. La idea de que las mujeres de los estratos más pudientes no «trabajaban» fue refutada hace tiempo. O bien se dedicaban a «ocupaciones» que la sociedad consideraba virtuosas, como tocar el piano y leer libros edificantes, o bien ejecutaban con discreción —como en el caso de la familia Austen— buena parte de las tareas domésticas necesarias para llevar comida a la mesa y mantener la ropa limpia. En ocasiones eso equivalía a una activa supervisión del servicio, pero otras significaba arremangarse y ponerse manos a la obra.

Si tenemos tanta información sobre la vida cotidiana de Jane Austen, día a día e incluso hora a hora, es gracias a su prolífica correspondencia. A pesar de la implacable censura llevada a cabo por la familia Austen, Jane dejó escritas cientos de miles de palabras, dirigidas principalmente a su hermana Cassandra.

Esas cartas, sembradas de detalles triviales del día a día, con frecuencia decepcionan a los lectores. El problema parece ser que no comentan de manera explícita la Revolución francesa o los grandes asuntos de estado. Uno de los quisquillosos parientes de Jane afirmaba que «no reflejaban la mentalidad de la escritora» y que el lector «no tendría la sensación de conocerla mejor después de haberlas leído».3 Qué gran mentira. Los asuntos de estado están ahí, bien claros, para aquellos que sepan interpretar los matices de esa sociedad en plena transformación que vio crecer a Jane. Y su personalidad aflora también, clara como el agua, rebosante de vida, exultante u ofuscada dependiendo del día. Esas cartas son un tesoro oculto a plena luz.

También es cierto que se pueden interpretar de muchas maneras distintas en función de la imagen de Jane Austen que el lector esté buscando. A mí en particular me interesan en tanto en cuanto documentan las pequeñas estrategias que Jane debía ingeniarse para sortear las obligaciones femeninas y encontrar tiempo para escribir. «A menudo me pregunto —le dice Jane a su hermana— de dónde sacas el tiempo para hacer todo lo que haces sin descuidar las tareas de la casa.» Bueno, pues yo me pregunto lo mismo. Jane tenía que hacer cabriolas con los deberes domésticos si quería «sacar tiempo» para sí misma de una forma que no ofendiera a su familia ni desafiara las convenciones de cómo una tía soltera debía emplear las horas. Ésa fue su lucha, una batalla diaria, gris y nada épica: la cuestión de a quién le correspondía ejecutar según qué tareas. Una batalla que todavía arrastra la mujer actual. Una batalla que aún se sigue librando.

«Breve y sencillo será el trabajo del mero biógrafo —escribió el hermano de Jane, Henry, tras la muerte de ésta—. Una vida de servicio, literatura y religión no podía estar sembrada de acontecimientos.»4 ¡Craso error! La vida de Jane abarcó amargura y remordimiento, problemas financieros y angustia. Pero tanto ella como su familia nos ocultaron buena parte de todo eso. Mucho más que la de ningún otro autor, la prosa de Jane es tan atractiva como escurridiza: apunta, insinúa, se repliega sobre sí misma. «Pocas, muy pocas veces —nos advierte ella misma— consigue el ser humano desentrañar toda la verdad; en contadas ocasiones algo no aparece una pizca disfrazado o mínimamente malinterpretado.»

He procurado ceñirme al contexto de los hogares físicos de la autora, pero estas páginas constituirán, inevitablemente, una interpretación personal de su vida, en absoluto definitiva. Cada nueva generación encuentra la «Jane Austen» que merece. Los victorianos buscaron, y encontraron, «una mujercita» que escribía libros casi por casualidad, sin esfuerzo aparente, «santa tía Jane de Steventon-y-Chawton Canonicorum», como se la ha denominado. Más recientemente, los biógrafos se han empeñado en retratar a una Jane mucho más moderna. «Si soy una bestia salvaje, no puedo evitarlo», escribió la autora, y se ha hecho sobrado hincapié en sus bailes, sus resacas, su ira. Esta versión de su personalidad se podría resumir en la tesis, nacida en la década de 1990, de que Jane escogió adrede el seudónimo «Mrs. Ashton Dennis» para firmar airadas cartas a sus editores, lo que le permitía firmar como mad, ‘enfadada’: «La que firma, caballeros, es MAD». «Estaba furiosa y así lo expresaba en sus cartas», arguye el biógrafo David Nokes.5

Si bien me propongo devolver a Jane a su época y a su clase social, también debo reconocer que escribo desde la perspectiva de una austenita, fan y devota de la autora hasta la médula. Yo también he buscado a mi propia Jane y, como es natural, me he topado con una versión de mí misma infinitamente mejorada: inteligente, bondadosa y divertida, pero también rabiosa por las restricciones a las que se enfrentaba, una mujer que luchaba incansablemente por encontrar maneras de ser libre y expresar su creatividad. Sé quién me gustaría que fuera Jane, y así lo constato. Ésta es, no me avergüenza reconocerlo, la historia de mi Jane, y todas y cada una de las palabras que la conforman han sido escritas desde el amor.

Sin embargo, durante la búsqueda de mi propia versión de Jane he conocido sin pretenderlo a toda una generación de mujeres a las que la autora parece dirigirse: a la institutriz Anne Sharp; a la hermana soltera Cassandra; a sus cuñadas, muertas en el parto; a sus amigas, que la animaban con cada publicación, tanto si triunfaba como si fracasaba. El paso de Jane por la vida, tan sereno en apariencia, se ha desvelado inexorablemente marcado por puertas que se cierran, rutas que se desvían, opciones malogradas. Su principal hazaña fue la de forzar esas puertas, por poco que fuera, para que las generaciones venideras pudiéramos cruzarlas.

Esa vida triste, esa vida de privaciones, tiene muy poco que ver con la primera imagen que transmiten sus libros: una casa parroquial en una mañana soleada, rosas alrededor de la puerta, una vivaz heroína a punto de conocer al hombre de su vida, un romance en ciernes…


1. Presentación de Richard Bentley, reproducida por Henry Austen en «Memoir of Miss Austen», de J. E. Austen Leigh, A Memoir of Jane Austen and Other Family Recolletions, Kathryn Sutherland, Oxford, 2002, p. 154. Trad.: Recuerdos de Jane Austen, Barcelona, 2012.

2. Cartas de Fanny Palmer, biblioteca Morgan, PML MA 4500 A 9338. P. 174 (3), citado en Deborah Kaplan, «Domesticity at Sea», Persuasions, n.º 14 (1992), p. 119.

3. Caroline Austen, «My Aunt Jane Austen: A Memoir», en Sutherland (2002), p. 174.

4. Henry Austen, «Biographical Notice of the Author», en Sutherland (2002), p. 137.

5. David, Nokes, Jane Austen: a life, Londres, 1997, p. 353.