Pocos meses después de mi vigésimo primer cumpleaños recibí la llamada de un desconocido para darme la noticia. Por aquel tiempo yo vivía en Nueva York, en la calle 94, entre las avenidas Primera y Segunda, en esa frontera móvil y anónima que separa la parte este de Harlem del resto de Manhattan. Era una manzana inhóspita y desprovista de árboles, bordeada de edificios sin ascensor renegridos por el hollín, que proyectaban densas sombras durante la mayor parte del día. El apartamento era pequeño, de suelos desnivelados, calefacción que funcionaba a veces y un timbre en el portal que no funcionaba nunca, de forma que las visitas antes tenían que llamar desde un teléfono público que había en la gasolinera de la esquina, donde un doberman negro, tan grande como un lobo, se paseaba por la noche vigilando atento y sujetando entre sus mandíbulas una botella de cerveza vacía.
Nada de esto me preocupaba, ya que no tenía demasiadas visitas. En aquella época era impaciente, estaba ocupado con el trabajo y los planes pendientes, y solía ver a los demás como distracciones innecesarias. Esto no significaba que no apreciara su compañía. Me encantaba intercambiar algunas frases en español con mis vecinos, la mayoría portorriqueños, y a mi regreso de clase solía pararme con los chicos que se pasaban todo el verano en la escalera hablando de los Knicks o de los disparos que habían oído la noche anterior. Cuando hacía buen tiempo, solía sentarme afuera con mi compañero de piso, en la escalera de incendios, para fumar cigarrillos y contemplar el desvaído color azul del crepúsculo sobre la ciudad, o mirar a los blancos de los barrios elegantes de las cercanías que bajaban a pasear a sus perros por nuestra manzana para dejarlos que hicieran sus necesidades en nuestras aceras. «¡Recoged la mierda, cabrones!», les gritaba furioso mi compañero de piso, mientras nos reíamos en la cara tanto del animal como del amo que, serio y sin pedir disculpas, se agachaba para hacerlo.
Disfrutaba de aquellos momentos, aunque sólo brevemente. Si la conversación empezaba a desviarse o a traspasar los límites de lo íntimo, pronto hallaba una razón para excusarme. Había crecido demasiado cómodo en mi soledad, el lugar más seguro que conocía.
Recuerdo que había un anciano que vivía en la puerta de al lado y que parecía compartir mi actitud. Vivía solo, era un tipo demacrado y con joroba, que solía llevar un pesado abrigo negro y un deformado sombrero de fieltro en las raras ocasiones que salía de su apartamento. Alguna que otra vez coincidía con él cuando regresaba de la tienda y me ofrecía a subirle la compra por el largo tramo de escaleras. En esas ocasiones me miraba, se encogía de hombros y comenzábamos el ascenso, deteniéndonos en cada rellano para que pudiera tomar aire. Cuando finalmente llegábamos a su apartamento, yo colocaba con cuidado las bolsas en el suelo y él me lo agradecía con una gentil inclinación de cabeza antes de meterse dentro, arrastrando los pies, y echar el cerrojo. Nunca intercambiamos una sola palabra, y ni una sola vez me dio las gracias por mis esfuerzos.
El silencio del anciano me impresionaba; pensaba que era un alma gemela. Más tarde, mi compañero de piso lo encontró arrebujado en el rellano del tercer piso, con los ojos abiertos de par en par y las extremidades rígidas y levantadas como las de un bebé. La gente se arremolinó a su alrededor, algunas mujeres se santiguaron y los críos más pequeños cuchicheaban agitados. Finalmente llegaron los enfermeros para llevarse el cuerpo. La policía entró en el apartamento del viejo. Estaba limpio, casi vacío: una silla, una mesa de trabajo; el desvaído retrato de una mujer de cejas espesas y sonrisa amable descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alguien abrió la nevera y encontró casi mil dólares en fajos de billetes pequeños envueltos en periódicos viejos, cuidadosamente ordenados detrás de los botes de mayonesa y de conservas en escabeche.
Me conmovió la soledad de la escena, y por un breve instante deseé haber conocido el nombre de aquel anciano. Inmediatamente lamenté mi deseo y me embargó la tristeza. Sentí como si se hubiese roto el entendimiento que había entre nosotros, como si, en aquella habitación desierta, el viejo me susurrara una historia nunca contada y me dijera cosas que hubiera preferido no oír.
Algo así como un mes más tarde, en una fría y deprimente mañana de noviembre mientras el sol se desvanecía detrás de una madeja de nubes, recibí una llamada. Estaba preparándome el desayuno, con el café en la hornilla y dos huevos en la sartén, cuando mi compañero de piso me pasó el teléfono. La línea estaba llena de interferencias.
—¿Barry? ¿Barry, eres tú?
Sí..., ¿quiénes?
Sí, Barry..., soy tu tía Jane, de Nairobi. ¿Me oyes?
Perdona, ¿quién has dicho que eres?
La tía Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto. Ha muerto en un accidente de tráfico. ¿Hola? ¿Me oyes? Te digo que tu padre ha muerto. Barry, por favor llama a tu tío a Boston y di se lo. Ahora no puedo hablar, ¿vale, Barry? Intentaré llamarte otro día...
Eso fue todo. La línea se cortó y yo me senté en el sofá oliendo cómo los huevos se quemaban en la cocina, mientras miraba fijamente las grietas en el yeso y trataba de calibrar la dimensión de mi pérdida.
En el momento de su muerte mi padre seguía siendo un mito para mí próximo y lejano al mismo tiempo. Se había marchado de Hawai en 1963, cuando yo tenía dos años, de forma que de niño sólo lo conocí a través de las historias que me contaban mi madre y mis abuelos. Cada uno tenía sus relatos favoritos, bruñidos y desgastados por el constante uso. Aún puedo ver la imagen de mi abuelo Gramps recostado en su vieja butaca después de la cena, tomando un whisky a sorbitos mientras se limpiaba los dientes con el celofán de su paquete de cigarrillos, contándonos cuando mi padre casi tira a un hombre por el mirador de Pali a causa de una pipa....
—Verás. Tus padres decidieron llevar a un amigo suyo de turismo por la isla. Así que fueron en coche hasta el mirador. Probablemente Barack condujo durante todo el camino por el lado equivocado de la carretera...
—Tu padre era un conductor malísimo —me explicaba mi madre—. Acababa siempre en el lado izquierdo, por el que conducen los ingleses. Y si le decías algo simplemente se enfurruñaba por las estúpidas normas de los norteamericanos.
—Bueno, esta vez llegaron sanos y salvos; bajaron del coche y se quedaron en la barandilla contemplando la vista. Barack lanzaba bocanadas de humo de la pipa que yo le había regalado por su cumpleaños, señalando el paisaje con la boquilla, como un viejo lobo de mar.
—Tu padre estaba orgulloso de su pipa —vuelve a interrumpir mi madre—. Fumaba durante toda la noche cuando estudiaba, y a veces...
—Escucha Ann, ¿quieres contar tú la historia o vas a dejar que termine?
—Lo siento papá, sigue.
—Bien, pues aquel pobre hombre, era otro estudiante africano, ¿no?, acababa de llegar en barco. Se ve que debía de impresionarle el modo cómo Barack hablaba haciendo aspavientos con la pipa, porque le preguntó que si podía probarla. Tu padre se quedó cavilando durante un minuto y finalmente accedió. Y tan pronto como el chico le dio la primera calada empezó a toser violentamente. Tosió tanto que la pipa se le resbaló de la mano y cayó al otro lado de la barandilla, casi treinta metros abajo en el fondo del acantilado.
Gramps se detiene para tomar otro traguito de su petaca antes de continuar.
—Pero bueno, tu padre fue lo bastante indulgente como para esperar a que su amigo terminara de toser, y después le dijo que saltara la barandilla y le devolviera la pipa. El hombre echó una mirada a aquel desnivel de noventa grados y le prometió a Barack que le compraría otra para reemplazarla.
—Una decisión sensata —dijo Toot desde la cocina (a mi abuela la llamábamos Tutu, Toot para abreviar, que significa abuela en hawaiano, pues el día que nací decidió que era demasiado joven para que la llamáramos Granny[3]). El abuelo frunce entonces el ceño, pero decide ignorarla.
—Pero Barack se empeñaba en recuperar su pipa porque era un regalo y no podía ser reemplazada. Así que el tío echó otra mirada y de nuevo sacudió la cabeza. ¡Y entonces fue cuando tu padre lo levantó del suelo y empezó a zarandearlo por encima de la barandilla!
El abuelo suelta una risotada y con gesto jovial se golpea la rodilla. Mientras se ríe, yo me veo mirando a mi padre, oscurecido por el contraluz del brillante sol, sosteniendo en alto al infractor que agita sus brazos. Una implacable concepción de la justicia.
—En realidad no lo estaba sujetando por encima de la barandilla, papá —añade mi madre mirándome con preocupación, mientras Gramps toma otro sorbo de whisky y continúa.
—En ese momento, algunas personas comenzaron a mirarnos y tu madre le rogó a Barack que parase. Supongo que el amigo de Barack rezaba al tiempo que contenía la respiración. En fin, después de unos minutos, tu padre dejó al hombre otra vez en el suelo, le dio una palmada en la espalda y, tan tranquilo, sugirió que todos fuésemos a tomar una cerveza. Y, ¿sabes?, tu padre continuó comportándose así durante todo el trayecto, como si nada hubiera sucedido. Ni que decir tiene que tu madre estaba bastante disgustada cuando volvieron a casa. De hecho, apenas si le hablaba a tu padre. Barack no colaboraba mucho tampoco, porque cuando tu madre intentó contarnos lo que había sucedido, el sólo agitó la cabeza y empezó a reír: «Cálmate, Ann», le decía. Tu padre tenía una profunda voz de barítono y acento británico —mi abuelo metía entonces su barbilla hacia la garganta para darle mayor efecto—. «Cálmate Ann» continuó, «sólo quería darle a ese tío una lección sobre el cuidado que hay que tener con la propiedad ajena».
Gramps rió de nuevo hasta que comenzó a toser. Toot murmuraba entre dientes que suponía que era bueno que mi padre se hubiera dado cuenta de que el hecho de haber dejado caer la pipa sólo había sido un accidente, porque quién sabe qué podría haber pasado si no. Mi madre me lanzaba una mirada cómplice y me decía que estaban exagerando.
—Tu padre puede que fuera un poco dominante —admitía mi madre esbozando una sonrisa—. Pero en el fondo era una persona muy honesta. Lo que a veces le hacía ser impulsivo.
Ella prefería hacer un retrato más amable de mi padre. Contaba la historia de cuando acudió a recibir la llave de la Phi Beta Kappa[4], vistiendo su ropa favorita: unos vaqueros y una vieja camiseta de punto con un estampado de leopardo.
—Nadie le había dicho que aquello era un acto importante, así que entró y se encontró a todo el mundo vestido de etiqueta en esa elegante sala. Fue la primera vez que lo vi sonrojarse.
Y el abuelo, de repente pensativo, asentía con la cabeza y decía:
—Lo cierto, Bar, es que tu padre podía manejar cualquier tipo de situación, y eso hacía que le gustara a todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando tuvo que actuar en el Festival Internacional de Música? Accedió a interpretar algunas canciones africanas, pero aquello era algo más serio de lo que pensaba, ya que la chica que salió antes que él resultó ser una cantante semiprofesional, una hawaiana con el apoyo de una orquesta al completo. Cualquier otro hubiera abandonado justo en ese momento, excusándose en que todo aquello había sido un error. Pero no Barack. Se puso en pie y cantó ante la audiencia, lo que no era fácil, déjame que te diga. Y no es que lo hiciera bien, pero estaba tan seguro de sí mismo que consiguió tantos aplausos como cualquier otro.
Gramps se levantó de su silla meneando la cabeza y, girándose, encendió el televisor.
—Ya tienes algo que puedes aprender de tu padre —me dijo—: la confianza es la clave del éxito para un hombre.
Así es como se sucedían todas las historias, de manera concisa, apócrifa, contadas de corrido en el curso de una noche y luego empaquetadas y guardadas durante meses, a veces años, en la memoria de mi familia. Igual pasaba con las pocas fotos de mi padre que se quedaron en casa, viejas copias en blanco y negro hechas en un estudio y con las que solía toparme cada vez que revolvía en los armarios buscando los adornos de Navidad o algún antiguo equipo de buceo. Cuando comencé a ser consciente de mis recuerdos, mi madre ya había iniciado el noviazgo con el hombre que se convertiría en su segundo marido y supe, sin necesidad de explicación alguna, porqué tuvieron que guardarse las fotos de mi padre. Pero, de vez en cuando, mi madre y yo nos sentábamos en el suelo, con ese olor a polvo y naftalina que desprendía el álbum, y me detenía a observar el aspecto de mi padre —su sonriente cara oscura, la frente grande y las gruesas gafas que le hacían parecer más viejo de lo que era— y escuchaba mientras cómo los acontecimientos de su vida se hilvanaban en un simple relato.
Según llegué a saber, era africano, de Kenia, de la tribu de los Luo, nacido a orillas del lago Victoria, en un lugar llamado Alego. Era un poblado pobre, pero su padre —mi otro abuelo, Hussein Onyango Obama— había sido un importante granjero y patriarca de la tribu, un hombre medicina que tenía poderes curativos. Mi padre creció pastoreando la manada de cabras de su padre y asistía a la escuela local que había fundado el gobierno colonial británico, donde demostró poseer grandes aptitudes. Al final consiguió una beca para estudiar en Nairobi y, más tarde, en vísperas de la independencia de Kenia, fue elegido por líderes de este país y mecenas americanos para asistir a una universidad en los Estados Unidos, donde se unió a la primera gran oleada de africanos que fueron enviados para especializarse en tecnología occidental y poder forjar a su regreso una nueva y moderna África.
En 1959, a la edad de veintitrés años, ingresó en la Universidad de Hawai, siendo el primer estudiante africano de esa institución. Estudió econometría, trabajó intensamente y se graduó tres años más tarde como el primero de su clase. Tenía una legión de amigos y ayudó a organizar la Asociación Internacional de Estudiantes, de la que se convirtió en su primer presidente. En un curso de ruso conoció a una torpe y tímida americana de tan sólo dieciocho años, y se enamoraron. Los padres de la chica, no muy contentos al principio, acabaron sucumbiendo a su encanto e inteligencia. La joven pareja se casó, y ella tuvo un hijo a quien pusieron el nombre del padre. Obtuvo otra beca, esta vez para doctorarse en Harvard, pero al no contar con el dinero necesario para poder llevarse con él a su familia se produjo la separación y regresó a África para cumplir su compromiso con el continente. Madre e hijo quedaron atrás, pero los lazos del amor superaron la distancia...
Aquí era donde el álbum se cerraba y yo podía deambular por su interior, inmerso en un cuento que me colocaba en el centro de un vasto y ordenado universo. Incluso en la versión resumida que mi madre y mis abuelos me habían contado existían muchas cosas que no entendía. Pero rara vez preguntaba por los detalles que me ayudaran a resolver el significado de «doctorado» o «colonialismo», o a localizar Alego en el mapa. En cambio, la historia de la vida de mi padre estaba inscrita en las páginas de un libro que mi madre me compró una vez, un libro que se titulaba Origins, una colección de cuentos de todo el mundo sobre la Creación; historias del Génesis y del árbol del que procedía el hombre, de Prometeo y el don del fuego, o la tortuga de la leyenda hindú que flotaba en el espacio mientras soportaba el peso del mundo sobre su concha. Más tarde, cuando me hice a la idea de que la televisión y las películas no eran el mejor camino para alcanzar la felicidad, esas preguntas comenzaron a inquietarme. ¿Pero qué era lo que sostenía a la tortuga? ¿Por qué permitió un Dios omnipotente que una serpiente causara tanta desgracia? ¿Por qué no había regresado mi padre? Aunque a la edad de cinco o seis años me sentía satisfecho con que esos misterios lejanos permanecieran intactos y todas esas historias fueran auténticas y pasaran a formar parte de apacibles sueños.
El hecho de que mi padre no se pareciera en nada a la gente que me rodeaba —que fuera tan negro como un tizón, mientras que mi madre era blanca como la leche— no me supuso quebradero de cabeza alguno.
De hecho, sólo recuerdo una historia que trata abiertamente del tema de la raza. Conforme fui creciendo se fue repitiendo más a menudo, como si plasmara la esencia del cuento moralizante en que se había convertido la vida de mi padre. Según esa anécdota, mi padre había ido a reunirse, después de haber estado estudiando durante muchas horas, con mi abuelo y varios amigos en un bar de Waikiki. Todo el mundo allí estaba alegre, comían y bebían al son de una guitarra slack-key[5], cuando, abruptamente, un hombre blanco le dijo al camarero, en un tono lo suficientemente alto como para que todo el mundo lo oyera, que él no tenía porqué estar tomándose una copa «al lado de un negro[6]». En la sala se hizo un profundo silencio y la gente se volvió hacia mi padre esperando que hubiera pelea. Por el contrario, mi padre se levantó, se le acercó y, sonriendo, empezó a sermonearle sobre el disparate de la intolerancia, la promesa del sueño americano y los derechos universales del hombre. «Aquel tío se sintió tan mal cuando Barack terminó», decía el abuelo, «que se metió la mano en el bolsillo y le dio a Barack cien dólares allí mismo. Dinero que sirvió para pagar todas las copas y puu-puus[7] que tomamos esa noche, y también para lo que faltaba del alquiler mensual de tu padre».
Durante mi adolescencia llegué a tener dudas sobre la veracidad de esta historia y la aparqué junto con las demás. Hasta que recibí una llamada telefónica de un japonés americano que afirmaba haber sido compañero de clase de mi padre en Hawai, y que ahora enseñaba en una universidad del medio oeste. Fue muy amable, dijo sentirse un poco incómodo por su atrevimiento; me explicó que había leído una entrevista mía en un periódico local y que al ver el nombre de mi padre le vinieron un montón de recuerdos. Más tarde, durante el curso de nuestra charla, repitió la misma historia que mi abuelo me había contado: la de aquel blanco que había intentado comprar el perdón de mi padre.
«Nunca olvidaré aquello», me comentó por teléfono, mientras percibía en su voz el mismo tono que le había escuchado al abuelo tantos años atrás, aquel anhelante tono de incredulidad, y de esperanza.
Mestizaje. La palabra es amorfa, horrible, presagia un resultado monstruoso: es como antebellum, u octoroon[8]; evoca imágenes de otra época, un mundo lejano de fustas y llamas, magnolias secas y porches cayéndose a pedazos. Sin embargo, no sería hasta 1967 —año que celebré mi sexto cumpleaños y en el que Jimmy Hendrix actuó en Monterrey, y tres años después de que el doctor King recibiera el Premio Nobel de la Paz, una época en la que Norteamérica había empezado a cansarse de las demandas de igualdad de los negros y el problema de la discriminación parecía estar resuelto— cuando el Tribunal Supremo de los Estados Unidos finalmente declaró que la prohibición de los matrimonios mixtos violaba la Constitución. En 1960, cuando se casaron mis padres, la palabra mestizaje no se podía ni pronunciar en casi la mitad de los Estados de la Unión. En muchos lugares del sur mi padre hubiera sido colgado de un árbol simplemente por haber mirado a mi madre de manera equívoca; en las ciudades más sofisticadas del norte, las miradas hostiles y las murmuraciones podrían haber llevado a una mujer en la misma situación de mi madre a un aborto clandestino o, como último recurso, dejar al bebé en algún apartado convento que pudiera proporcionar una adopción. La imagen de los dos juntos hubiera sido considerada morbosa y perversa, un argumento válido para utilizar contra el puñado de chiflados liberales que estaban a favor de los derechos civiles.
Sí, seguro...: ¿pero usted dejaría que su hija se casara con uno?
El hecho de que mis abuelos hubieran respondido que sí a esta pregunta, aunque lo hicieran de mala gana, fue para mí un perpetuo misterio. No había nada en sus antecedentes que hiciera previsible tal respuesta; ni trascendentalistas de Nueva Inglaterra, ni socialistas fanáticos en su árbol genealógico. Es cierto que Kansas había luchado a favor de la Unión en la Guerra Civil, y al abuelo le gustaba recordarme que en las diferentes ramas de la familia habían existido apasionados abolicionistas. Si se le preguntaba, Toot se ponía de perfil para mostrar su nariz aguileña, que junto con un par de ojos negro azabache eran buena prueba de su sangre cherokee.
Pero era una antigua foto en tonos sepia de la estantería la que hablaba de forma más elocuente de sus raíces. En ella, los abuelos de Toot, de procedencia escocesa e inglesa, aparecían de pie delante de una destartalada granja, con gesto serio y vestidos con una áspera tela de lana, los ojos entornados por el sol abrasador contemplando la dureza de la vida que les esperaba. Las suyas eran las caras de los American Gothic[9], los primos consanguíneos más pobres de la línea WASP[10], y en sus ojos uno podía ver las verdades que más tarde yo tendría que aceptar como realidades: que Kansas había entrado libremente a formar parte de la Unión sólo después de un incidente violento, precursor de la Guerra de Secesión, la batalla en la que la espada de John Brown tuvo su bautizo de sangre; que uno de mis tatarabuelos, Christopher Columbus Clark, había sido un soldado condecorado de la Unión y se rumoreaba que la madre de su esposa era prima segunda de Jefferson Davis, presidente de la Confederación; y que otro antepasado lejano había sido un cherokee puro, aunque este linaje representaba un motivo de vergüenza para la madre de Toot, que palidecía cuando alguien mencionaba el tema, y confiaba llevarse el secreto a la tumba.
Ese fue el mundo en el que crecieron mis abuelos, en el mismísimo centro del país, sin acceso al mar; un lugar en el que la decencia, la perseverancia y el espíritu pionero convivían con el conformismo, el recelo y la capacidad de perpetrar actos de una despiadada crueldad. Habían crecido a menos de treinta y pocos kilómetros de distancia el uno del otro —mi abuela en Augusta y mi abuelo en El Dorado, dos ciudades demasiado pequeñas para justificar su inclusión en letras mayúsculas en un mapa de carreteras— y la niñez que les gustaba recordarme era la de esas ciudades durante la época de la Depresión americana en toda su ingenua gloria: desfiles del 4 de julio, películas proyectadas en la pared de un granero; tarros llenos de luciérnagas y el sabor de los tomates maduros, dulces como manzanas; tormentas de polvo y granizadas; aulas llenas de hijos de granjeros embutidos en sus ropas de lana al comenzar el invierno, apestando como cerdos con el paso de los meses.
Incluso el trauma de las quiebras bancarias y los desahucios de granjas parecía algo romántico cuando se entrelazaban en el telar de los recuerdos de mis abuelos, unos tiempos en los que la miseria, ese gran rasero que había unido a la gente, era compartida por todos. Había que prestar atención para poder reconocer la sutil jerarquía y los códigos tácitos que habían gobernado sus tempranas vidas, las distinciones entre gente que no posee nada y que vive en medio de ninguna parte. Todo ello tiene algo que ver con lo que llamamos respetabilidad —existía gente respetable y gente no tan respetable—, y aunque no había que ser rico para ser respetable, desde luego se tenía que trabajar más duro si no lo eras.
La de Toot era una familia respetable. El padre tuvo un empleo fijo durante la Depresión como encargado de una contrata petrolera de la Standard Oil. Su madre había sido maestra antes de que nacieran los hijos. La casa de la familia estaba impecable y encargaban libros del Great Book[11] por correo. Leían la Biblia pero normalmente evitaban asistir a las carpas que instalaban durante sus giras los fanáticos religiosos, y preferían las estrictas normas metodistas que valoraban la razón sobre la pasión y la templanza por encima de ambas.
El caso de mi abuelo era más problemático. Nadie sabe por qué, sus abuelos, que lo habían criado a él y a su hermano, no gozaban de muy buena situación económica, si bien eran decentes, baptistas temerosos de Dios, que se ganaban el sustento trabajando en las torres de perforación petrolífera de Wichita. De alguna manera, sin embargo, Gramps se había desmandado un poco. Algunos vecinos lo achacaban al suicidio de su madre: después de todo fue él, Stanley, cuando sólo tenía ocho años, quien encontró su cuerpo sin vida. Otras almas menos caritativas simplemente hacían un movimiento de cabeza: el chico había salido igual de mujeriego que el padre y esa, decían, había sido la causa del trágico fallecimiento de la madre.
Fuera por la razón que fuera, la reputación del abuelo parecía ser merecida. A la edad de quince años lo expulsaron del instituto por haberle propinado un puñetazo en la nariz al director. En los tres años siguientes estuvo viviendo gracias a trabajos ocasionales, saltando de tren en tren, hacia Chicago, luego a California, y otra vez de vuelta, mientras hacía sus pinitos con las cartas y las mujeres a la luz de la luna. Como le gustaba contar, sabía cómo moverse por Wichita —adonde se habían mudado por entonces tanto la familia de Toot como la suya—, y Toot no lo contradecía. Cierto es que los padres de Toot se creían las historias que habían escuchado sobre el joven y se oponían con firmeza a aquel noviazgo en ciernes. La primera vez que Toot llevó a Gramps a la casa para que conociera a su familia, su padre le dedicó una mirada al negro cabello peinado hacia atrás de mi abuelo y a su perenne sonrisa de chico listo, y le espetó su opinión sin rodeos.
—Parece un wop[12].
A mi abuela no le importaba. A ella, recién salida del instituto graduada en economía doméstica y harta de la respetabilidad, mi abuelo debió de parecerle un joven muy apuesto. A veces me los imagino en cualquier ciudad americana de aquellos años antes de la guerra, él vistiendo pantalones holgados, camisa almidonada y sombrero de ala ladeado, ofreciendo un cigarrillo a aquella chica de conversación inteligente con demasiado carmín, cabello teñido de rubio y unas piernas tan bonitas que podían haber servido de modelo para anunciar medias en los grandes almacenes de la ciudad. Él le habla de las grandes urbes, las interminables autopistas y de su inminente huida de aquellas vacías praderas hostigadas por el polvo, donde por «grandes planes» se entendía un trabajo como director de banco, y por diversión un batido y una matiné dominical, donde el miedo y la falta de imaginación hace que se te atraganten los sueños y sepas ya desde el día de tu nacimiento dónde vas a morir y quién te enterrará. Él no terminaría así, insistía mi abuelo; tenía sueños, planes; y contagió a mi abuela con la misma loca absurda epidemia que condujo muchos años antes a los antepasados de ambos a cruzar primero el Atlántico y después medio continente.
Se fugaron para casarse justo en el momento del bombardeo de Pearl Harbor, y entonces mi abuelo se alistó. En este punto de la historia todo acude a mi mente a gran velocidad, como en uno de esos almanaques que salen en las películas donde unas manos invisibles pasan las páginas hacia atrás cada vez más rápido, con titulares sobre Hitler y Churchill, y Roosevelt y Normandía que desfilan a toda velocidad bajo el ruido de las escuadrillas de bombarderos, la voz de Edward R. Murrow y los comentarios de la BBC. Veo entonces el nacimiento de mi madre en la base del ejército donde estaba destinado Gramps; mi abuela es Rosie La Remachadora[13], que trabaja en una cadena de ensamblaje de bombarderos; mi abuelo chapotea en el barro de Francia, formando parte del ejército de Patton.
Gramps volvió de la guerra sin haber entrado nunca en combate, y la familia se dirigió a California, donde se matriculó en Berkeley acogiéndose a la ley que amparaba a los veteranos de guerra. Pero las clases no le servían para aliviar sus ambiciones, su inquietud, y entonces la familia se mudó de nuevo: primero regresaron a Kansas, luego anduvieron por una serie de ciudades pequeñas de Tejas, y por último a Seattle, donde se quedaron el tiempo suficiente para que mi madre pudiera terminar el instituto. Gramps trabajó como vendedor de muebles; compraron una casa y encontraron compañeros para jugar al bridge. Les agradaba que mi madre mostrara aptitudes para los estudios, aunque cuando le ofrecieron admitirla antes de tiempo en la Universidad de Chicago mi abuelo le prohibió que fuera porque había decidido que era demasiado joven para vivir sola.
Y aquí es donde la historia se tendría que haber detenido: un hogar, una familia, una vida respetable. Sólo que algo debía de estar carcomiendo el corazón de mi abuelo. Puedo imaginarlo, de pie frente a la orilla del Pacífico, con su pelo prematuramente gris y su larguirucha figura más gruesa ahora, oteando el horizonte hasta verlo desaparecer y sintiendo todavía, en lo más profundo de su nariz, el olor de los pozos de petróleo, de las farfollas del maíz y de la dura y triste vida que creía haber dejado atrás. Así que cuando el dueño de la tienda de muebles en la que trabajaba mencionó por casualidad que iban a abrir un nuevo almacén en Honolulu y que las perspectivas de negocio allí eran ilimitadas, pues la posibilidad de que el archipiélago se convirtiera en un nuevo Estado estaba a la vuelta de la esquina, se fue corriendo a casa y aquel mismo día le habló a mi abuela de vender la casa y volver a hacer las maletas para embarcarse en la última fase de su viaje, hacia el oeste, hacia el sol poniente.
Mi abuelo era así, siempre tratando de empezar de nuevo, siempre huyendo de la rutina. Creo que cuando llegaron a Hawai, su personalidad ya estaba totalmente formada: su generosidad y el deseo de complacer, la torpe combinación de sofisticación y provincianismo, su emotividad, que lo hacía al mismo tiempo poco diplomático y fácilmente vulnerable. Era un personaje americano típico de su generación, amante de la libertad, el individualismo y la generosidad sin que le importara el precio. El entusiasmo de estos hombres podía llevarles con facilidad tanto a la cobardía del Macartismo como a los heroísmos de la II Guerra Mundial. Hombres que eran al mismo tiempo peligrosos e ilusionantes a causa precisamente de su elemental inocencia; hombres que finalmente tendían al desencanto.
En 1960, sin embargo, mi abuelo no había pasado todavía la prueba; el desengaño vendría más tarde y llegaría lentamente, sin la violencia que podría haberle hecho cambiar, para bien o para mal. En algún rincón de su mente se consideraba algo así como un librepensador, incluso un bohemio. Había escrito poesía en alguna ocasión, escuchaba jazz, contaba con un grupo de amigos judíos que había conocido en el negocio de los muebles. En el único contacto que tuvo con la religión organizada, inscribió a la familia en la congregación local de los Unitarios Universalistas; le gustaba la idea de que los unitarios integraban las escrituras de todas las grandes religiones («es como tener cinco religiones en una», decía). Al final Toot consiguió disuadirle de la manera en que veía a la Iglesia («¡Por el amor de Dios, Stanley, se supone que la religión no es como comprar cereales para el desayuno!»), pero, si bien mi abuela era más escéptica por naturaleza y se mostraba en desacuerdo con el abuelo en algunas de sus más disparatadas ideas, su obstinada independencia y su determinación de pensar por ella misma, fue lo que les mantuvo unidos.
Todo esto les daba un tinte ligeramente liberal, aunque sus ideas nunca se materializaron en nada parecido a una ideología firme. En esto eran americanos. Así que cuando mi madre volvió un día a casa y mencionó que había conocido en la Universidad de Hawai, a un estudiante africano que se llamaba Barack, su primer impulso fue invitarlo a cenar. Seguro que el pobre chico se encuentra sólo, debió pensar Gramps, tan lejos de casa. Mejor será que le eche un vistazo, pensó Toot para sus adentros. Cuando mi padre llegó a la puerta de la casa, el abuelo se tuvo que quedar impresionado por lo mucho que se parecía a Nat King Colé, uno de sus cantantes favoritos. Lo imagino preguntando a mi padre si sabía cantar, sin captar la cara de vergüenza de mi madre. Gramps estaría seguramente demasiado ocupado contando alguna de sus bromas o discutiendo con Toot sobre la manera de cocinar los filetes como para darse cuenta de que se acercaba a mi madre, que estaba a su lado, y le apretaba su suave pero vigorosa mano. Toot se da cuenta, pero es demasiado cortés para decir nada, y se muerde los labios mientras ofrece el postre; su instinto le previene de montar una escena. Terminada la velada, ambos debieron destacar lo inteligente que parecía el joven, con un porte tan digno, con aquellos gestos tan medidos, la gracia con la que cruzaba una pierna sobre la otra, ¡y qué decir de su acento!
Pero, ¿dejarían que su hija se casara con uno?
Todavía no lo sabemos. En este punto la historia no da demasiadas explicaciones. La realidad es que, al igual que la mayoría de los norteamericanos de la época, nunca le habían dado importancia a los negros. Jim Crow[14] se había abierto camino en el norte mucho antes de que hubieran nacido mis padres, pero al menos en la zona de Wichita esto se percibía de manera menos formal, sin remilgos, y con una violencia menor que la que impregnaba el Sur profundo. El mismo código tácito que gobernaba las vidas de los blancos limitaba al máximo el contacto entre las razas. Cuando los negros aparecen en los recuerdos de Kansas de mis abuelos, las imágenes son fugaces. Negros que llegaban de vez en cuando a los campos de petróleo buscando trabajo como jornaleros; negras que hacían la colada de los blancos o ayudaban en la limpieza de sus casas. Los negros estaban pero no contaban, como Sam, el pianista, o Beulah, la madre de Amos, o Andy el de la radio: presencias brumosas y mudas que no provocaban ni pasión ni temor.
Fue cuando mi familia se mudó a Tejas, después de la guerra, cuando los temas raciales se inmiscuyeron en sus vidas. La primera semana que el abuelo trabajó aquí, su colega en la venta de muebles le recomendó ampliar la clientela con negros y mejicanos. «Si los de color quieren ver la mercancía, tienen que venir cuando hayamos cerrado y llevarse ellos mismos el pedido». Más tarde, en el banco en que trabajaba, Toot trabó amistad con el conserje, un hombre alto, un digno veterano negro de la II Guerra Mundial al que ella recuerda simplemente como el señor Reed. Un día, mientras estaban charlando en el vestíbulo, una secretaria de la oficina se acercó echando pestes y siseó que Toot no debería llamar «señor» a ningún negro. Al poco rato, Toot se encontró con el señor Reed en un rincón del edificio, llorando solo, en silencio. Cuando ella le preguntó qué le pasaba, él se irguió, se secó los ojos y respondió preguntándose a sí mismo: «¿Qué hemos hecho para que nos traten de manera tan despreciable?»
Mi abuela no pudo responderle aquél día, pero la cuestión persistía en su cabeza; y de ella hablaba a veces con Gramps cuando mi madre se había ido a la cama. Decidieron que Toot continuaría llamando señor al señor Reed, aunque se diera cuenta, con una mezcla de alivio y tristeza, de la distancia de seguridad que el conserje mantenía cuando se cruzaban por los pasillos. El abuelo empezó a declinar las invitaciones de sus compañeros de trabajo para salir a tomar unas cervezas, diciéndoles que tenía que volver a casa para que su mujer estuviera contenta. Crecieron hacia el interior, nerviosos, con una vaga aprehensión, como si fueran por siempre extraños en la ciudad.
Estos nuevos y malos vientos golpearon a mi madre de la manera más dura. Tenía por aquel entonces once o doce años, era hija única y crecía con una afección de asma grave. La enfermedad, junto con los numerosos cambios de domicilio, la habían hecho ser algo retraída —alegre y de buen carácter, pero propensa a enfrascarse en un libro o a perderse en solitarias caminatas—, y Toot comenzaba a preocuparse de que esa última mudanza no hubiera venido sino a aumentar las rarezas de su hija. Mi madre hizo pocos amigos en su nueva escuela. Sin ningún tipo de piedad se metían con ella por su nombre: Stanley Ann (una de las ideas menos juiciosas del abuelo, que hubiera querido un hijo). La llamaban Stanley Steamer[15] o incluso Stan the Man[16]. Cuando Toot volvía a casa del trabajo, encontraba normalmente a mi madre sola, en el patio de la entrada, sentada con las piernas colgando mientras se balanceaba en el porche, o tumbada en la hierba, inmersa en algún solitario mundo que ella se fabricaba.
Pero un día, uno de esos días calurosos que no corre el aire, Toot vio cuando regresaba a casa una multitud de chiquillos junto a la valla de madera que la rodeaba. A medida que se aproximaba oía las risas forzadas y veía los aspavientos de rabia y las expresiones de disgusto en las caras de los niños, que con sus agudas voces cantaban:
—¡Amante de los negros!
—¡Yanqui asquerosa!
—¡Amante de los negros!
Los niños se dispersaron cuando vieron a Toot, no sin que antes uno de ellos lanzara al otro lado de la valla una piedra que tenía en la mano. Toot siguió con la mirada la trayectoria hasta que fue a parar al pie de un árbol. Y allí encontró la causa de toda aquella conmoción: mi madre y una chica negra más o menos de su misma edad estaban tumbadas boca abajo en el césped, con las faldas remangadas por encima de las rodillas, escarbando entre la hierba con los dedos de los pies y la cabeza apoyada en las palmas de las manos frente a uno de los libros de mi madre. Desde la distancia, las dos chicas parecían estar tranquilas bajo las sombras oscilantes de las hojas. Hasta que Toot abrió la cancela no se dio cuenta de que la chica negra estaba temblando y que en los ojos de mi madre brillaban las lágrimas. Las chicas permanecieron inmóviles, paralizadas por el miedo, entonces Toot se agachó y acarició sus cabezas. «Si vais a jugar», les dijo «entrad dentro, por el amor de Dios. ¡Vamos! ¡Las dos!» Cogió a mi madre y trató de tomar de la mano a la otra chica, pero antes de que pudiera hacerlo ya había echado a correr, desapareciendo calle abajo con sus largas piernas de lebrel.
Gramps se puso furioso cuando supo lo sucedido. Interrogó a mi madre, anotó nombres. A la mañana siguiente se tomó el día libre para visitar al director del colegio. Personalmente llamó para cantarles las cuarenta a los padres de los niños que habían realizado la ofensa. Y con todos los que habló le dieron la misma respuesta:
—Será mejor que hable con su hija, señor Dunham, en esta ciudad las chicas blancas no juegan con las de color.
Es difícil saber qué peso tienen estos episodios, si fueron determinantes o si sólo permanecieron debido a los sucesos posteriores. Siempre que me hablaba de ellos, Gramps insistía en que la familia había dejado Tejas debido en parte a lo mal que se sentían a causa del racismo. Toot era más mesurada; una vez, cuando estábamos solos, me contó que se habían mudado de allí simplemente porque a Gramps no le iba demasiado bien en su trabajo, y porque un amigo de Seattle le había prometido algo mejor. Según ella, la palabra racismo ni siquiera figuraba en su vocabulario por aquel entonces.
—Tanto tu abuelo como yo pensábamos que había que tratar a la gente con amabilidad, Bar. Y ya está.
En eso consistía la sabiduría de mi abuela: desconfiaba de los sentimientos exaltados o de las manifestaciones ostentosas, y utilizaba el sentido común. Por eso tiendo a confiar en su relato de los hechos; coincide con lo que sé sobre mi abuelo, que gustaba de reescribir su historia según la imagen que deseaba para él mismo.
Y por tanto, no descarto del todo que Gramps adornara lo sucedido a su conveniencia; no lo considero como un acto más de revisionismo blanco. Y si no puedo hacerlo es precisamente porque conozco hasta qué punto el abuelo creía en sus invenciones o deseaba que se hicieran realidad, incluso si no siempre sabía cómo conseguirlo. Después de Tejas yo sospechaba que los negros formaban parte de esas invenciones suyas, que la narración se abría camino a través de sus sueños. La condición de la raza negra, su dolor, sus heridas, se fusionaban en su mente con las suyas: el padre ausente, las insinuaciones de escándalo, una madre que se había marchado, la crueldad de los otros niños, el saber que no era rubio —que parecía un wop—. El racismo era parte del pasado, le decía su instinto, parte de los convencionalismos, de la respetabilidad y la posición social, de las sonrisas socarronas, los cuchicheos y los cotilleos que lo habían mantenido al margen.
Ese instinto le valía para algo, creo; para muchos blancos de la misma generación y educación de mis abuelos, el instinto les llevaba en la dirección opuesta, la de la muchedumbre. E incluso si la relación de Gramps con mi madre ya era tensa cuando llegaron a Hawai —ella apenas podía olvidar su inestabilidad y su, a veces, violento temperamento, de forma que creció avergonzándose de sus burdos y desmañados modales—, el deseo de Gramps era borrar el pasado y confiar en la posibilidad de poder rehacer un mundo de ficción, lo que resultó ser su patrimonio más duradero. Independientemente de que Gramps se diera o no cuenta, ver a su hija con un negro abría, a un profundo y oscuro nivel, una ventana hacia el interior de su corazón.
Y en alguna medida aunque su mentalidad era abierta, no por ello le era fácil asimilar el compromiso de mi madre. De hecho, el cómo y cuándo tuvo lugar la boda permanece como algo nebuloso, una serie de detalles que nunca he tenido el valor de investigar. No hay constancia de que se celebrase un enlace al uso, con su correspondiente tarta, los anillos, la ceremonia de entrega de la novia. No asistieron los familiares más cercanos y desconozco si se informó del enlace a los que aún vivían en Kansas. Sólo una breve ceremonia civil con un juez de paz. Visto retrospectivamente todo parece extraordinariamente frágil. Y quizá así era como mis abuelos querían que fuese: un experimento pasajero, una cuestión de tiempo, siempre que los novios mantuvieran el tipo y no tomasen ninguna decisión drástica.
Si ese fue el caso, no supieron medir la serena determinación de mi madre ni la fuerza de sus sentimientos. Primero llegó el bebé: tres kilos y seiscientos gramos, con diez dedos en los pies, otros diez en las manos, y muchas ganas de comer. ¿Qué demonios iban a hacer?
Luego, el tiempo y el espacio empezaron a conspirar, y lo que pudo ser una desgracia en potencia se convirtió en algo tolerable, incluso en motivo de orgullo. Gramps podía hablar con su yerno, versado en política y economía, de lugares tan lejanos como Whitehall o el Kremlin, mientras tomaban unas cervezas, y soñaba con el futuro. Empezaba a prestar más atención cuando leía los periódicos, donde aparecían los primeros reportajes con el nuevo credo de los integracionistas americanos, y se convenció de que el mundo se hacía más pequeño y los esquemas estaban cambiando; que la familia de Wichita se había posicionado en la vanguardia de los postulados de la Nueva Frontera de Kennedy y del magnífico sueño de Martin Luther King. ¿Cómo podía Estados Unidos mandar un hombre al espacio y al mismo tiempo mantener a sus ciudadanos negros en la esclavitud? Uno de mis primeros recuerdos es el de mi abuelo llevándome sobre sus hombros cuando los astronautas de una de las misiones del Apolo llegaron a la base aérea de Hickam, tras un feliz amerizaje. Recuerdo a los astronautas con sus gafas de piloto, como si estuvieran muy lejos, apenas visibles a través de la escotilla de la cámara de aislamiento. Gramps juraba, una y otra vez, que uno de ellos me saludó con la mano y que yo le devolví el saludo. Eso formaba parte de la historia que él mismo se contaba. El abuelo había entrado en la era espacial, con su yerno negro y su nieto mulato.
Y, ¿había algún puerto mejor desde donde partir hacia esta nueva aventura que Hawai, el último miembro de la Unión? Incluso ahora, cuando la población se ha cuadruplicado en ese Estado, con Waikiki plagado de franquicias de comida rápida, tiendas de vídeos pornográficos y las urbanizaciones invadiendo de manera inexorable cada resquicio de las verdes colinas, puedo reconstruir los primeros pasos que di de niño y el asombro que sentí ante la belleza de las islas: el trémulo azul del Pacífico, los acantilados cubiertos de musgo y el frescor de las cascadas de Manoa, con sus arbustos de jengibre en flor y el dosel del bosque inundado por los cantos de invisibles pájaros, las atronadoras olas de North Shore que rompían como en una película a cámara lenta. Las sombras que proyectaban las cumbres de Pali; el aire, sensual y perfumado.
¡Hawai! A mi familia, recién llegada en 1959, debía haberle parecido como si la tierra misma, cansada de ejércitos en desbandada y de una implacable civilización, hubiese forjado esta cadena de islas esmeralda para que emigrantes de todo el mundo poblaran sus tierras con niños bronceados por el sol. El cruel sometimiento de los nativos hawaianos mediante tratados injustos, las peligrosas enfermedades que habían traído los misioneros, la excavación del rico suelo volcánico por las compañías americanas para plantar caña de azúcar y pinas, los contratos leoninos que mantenían a los inmigrantes, japoneses, chinos y filipinos, encorvados de sol a sol en aquellos mismos campos, el internamiento de los asiático-americanos durante la guerra. Todo ello conformaba su historia reciente. Y sin embargo, cuando llegó mi familia, aquello parecía haberse desvanecido de la memoria colectiva, como la neblina matinal consumida por el sol. Había demasiadas razas, con un poder muy difuso entre ellas como para imponer el rígido sistema de castas del continente, y tan pocos negros que el más apasionado segregacionista podía disfrutar de unas vacaciones convencido de que la mezcla racial en Hawai no tenía nada que ver con el orden establecido en casa.
Así se formó la leyenda de Hawai como auténtico crisol, un experimento de armonía racial. Mis abuelos —especialmente Gramps, que tuvo contactos con una serie de personas por su trabajo en el negocio de muebles— entraron de lleno en la causa del entendimiento mutuo. Un viejo ejemplar del libro de Dale Carnegie, Cómo ganar amigos e influir en la gente, todavía descansa en su estantería. Y mientras crecía, yo le oía hablar en aquel estilo animado que él debía de considerar útil con sus clientes. Sacaba las fotos de la familia y contaba la historia de su vida a cualquier desconocido, estrechaba la mano del cartero o gastaba bromas subidas de tono a las camareras que nos atendían en los restaurantes.
Tales extravagancias hacían que me muriera de vergüenza, pero la gente, más indulgente que un nieto, apreciaba su forma de ser, por lo que, aunque nunca llegó a ser muy influyente, sí consiguió un amplio círculo de amigos. Un japonés-americano que se hacía llamar Freddy, propietario de una pequeña tienda cercana a casa, nos guardaba los mejores cortes de aku para preparar el sashimi y me daba golosinas de arroz con envolturas comestibles. De vez en cuando, los hawaianos que trabajaban en el almacén de mi abuelo como repartidores nos invitaban a comerlo; y cerdo asado, que Gramps engullía con apetito (Toot entonces fumaba cigarrillo tras cigarrillo hasta que volvía a casa y se preparaba unos huevos revueltos). Algunas veces acompañaba a Gramps al Parque Ali’i, donde le gustaba jugar a las damas con viejos filipinos que fumaban puros baratos y escupían jugo de nuez de areca como si fuera sangre. Aún recuerdo como una mañana temprano, antes de que saliera el sol, un portugués al que mi abuelo le había hecho una considerable rebaja en un tresillo nos llevó a pescar con arpón en la bahía de Kailua. Una lámpara de gas colgaba de la cabina del pequeño barco de pesca, mientras yo miraba a los hombres bucear en aquellas aguas negras como la tinta, la luz de sus linternas brillaba bajo la superficie del agua hasta que emergían con un pescado grande, iridiscente, que se agitaba en el extremo de un palo. Gramps me decía su nombre hawaiano, humu-humu-nuku-nuku-apuaa, que íbamos repitiendo durante todo el camino de vuelta a casa.
En este entorno, el color de mi piel no causaba problemas a mis abuelos, que rápidamente adoptaron la actitud burlona de los lugareños hacia los visitantes que mostraban tales prejuicios. A veces, cuando Gramps veía cómo me miraban los turistas mientras jugaba en la arena, se acercaba a ellos y les decía al oído, con la ceremonia debida, que yo era el tataranieto del rey Kamehameha, el primer rey de Hawai.
—Estoy seguro de que tu foto está en mil álbumes de recortes, Bar —le gustaba decirme con una sonrisa de oreja a oreja—, desde Idaho hasta Maine.
Creo que esa historia en particular es ambigua. La veo como una estrategia para evitar asuntos más peliagudos. Sin embargo Gramps contaba enseguida otra, como la del turista que un día me vio nadando y, desconociendo con quién estaba hablando, le comentó que «nadar debe de ser algo innato para estos hawaianos». A lo que Gramps respondió que era difícil de saber, pues «resultaba que aquel chico era su nieto, su madre era de Kansas y su padre del interior de Kenia, y que no hay un océano ni remotamente cerca de esos dos malditos sitios». Para mi abuelo, la raza era algo por lo que ya no tenías que preocuparte; si la ignorancia todavía persistía en algunos lugareños, se podía asumir que el resto del mundo pronto se pondría al día.
Al final supongo que, en realidad, todas las historias sobre mi padre trataban de eso. Decían menos sobre él que sobre los cambios que se había producido en la gente de su alrededor, el dubitativo proceso por el cual mis abuelos habían cambiado su actitud sobre las cuestiones raciales. Estas historias expresaban el espíritu que se había apoderado de la nación en aquel breve periodo que transcurrió entre la elección de Kennedy y la aprobación del Acta de Derecho al Voto: el triunfo aparente de lo universal frente a los prejuicios y la estrechez de miras, un radiante nuevo mundo donde las diferencias culturales y de raza servirían para instruirnos, hacernos más felices e incluso ennoblecernos. Una quimera útil, que me atormentaba tanto a mí como a mi familia, pues en cierto modo evocaba un paraíso perdido que se extendía más allá de la mera niñez.
Sólo había un problema: mi padre seguía ausente. Había abandonado el paraíso, y nada de lo que mis abuelos o mi madre me dijeran podía obviar aquel simple e incontestable hecho. En sus historias no me contaban por qué se había marchado. No podían describir cómo hubiera sido todo si se hubiera quedado. Y como el conserje, el señor Reed, o la chica negra que levantaba el polvo mientras corría calle abajo en Tejas, mi padre se convirtió en el atrezo del relato de otros, un atrezo atractivo —la figura del extranjero con corazón de oro, el misterioso extraño que salva la ciudad y consigue la chica—, pero atrezo, después de todo.
No culpo realmente a mi madre ni a mis abuelos de esto. Mi padre hubiera preferido la imagen que ellos habían creado de él; de hecho puede que hubiera sido cómplice en su creación. En un artículo que publicó el Honolulu Star-Bulletin cuando se graduó, aparece como el estudiante modelo, precavido y responsable, el embajador de su continente. Sabía amonestar con tacto a los responsables de la universidad por apiñar a los estudiantes extranjeros en los dormitorios y obligarles a que asistieran a los programas que habían diseñado para promover el entendimiento cultural, lo que, según él, les distraía de la formación práctica que buscaban. Aunque no tuvo ningún problema, sí detectó la automarginación y discriminación imperante entre los diferentes grupos étnicos, y comentaba con irónico regocijo que en Hawai, de cuando en cuando, los «caucásicos» eran el blanco de los prejuicios raciales.
Descubrí el artículo, doblado y guardado junto a mi partida de nacimiento y viejos certificados de vacunación, cuando estaba en el instituto. Era un pequeño recorte de periódico con una fotografía suya. No se mencionaba nada de mi madre ni de mí, y yo me preguntaba si mi padre lo había omitido intencionadamente, como anticipando su marcha. Tal vez, intimidado por los modales imperiosos de mi padre, el periodista no se atrevió a plantearle asuntos personales; o quizá fuera decisión de los editores y no formaba parte de la sencilla historia que estaban buscando. Tampoco puedo dejar de preguntarme si esa omisión no sería la causa de alguna pelea entre mis padres.
En esa época no lo sabía, era demasiado pequeño para darme cuenta de que debía tener un padre viviendo en casa, y también lo era para saber que necesitaba una raza. Parece que, por un increíblemente corto espacio de tiempo, mi padre cayó bajo el mismo hechizo que mi madre y mis abuelos; y durante los primeros seis años de mi vida, aunque el hechizo ya se había roto y los mundos que ellos creían haber dejado atrás los reclamaban, yo pasé a habitar el lugar que habían ocupado sus sueños.