Madrid, 12 de diciembre de 2015
Tiene el aliento de vidrio. Se ha despertado en una habitación de paredes rojas. Aún es de noche. Respira aliviada. Hay una ventana con las cortinas entreabiertas. La luz de un cartel de neón parpadea sobre la cama, sobre su vientre desnudo. No se atreve a moverse. Escucha el ruido de los coches, la madrugada envuelve la Gran Vía en un atasco. Recuerda dónde está. Quién es. Qué ha hecho. Él permanece a su lado, vivo, sumergido en la respiración de los sueños. ¿Qué hora será?, se pregunta. Siente frío. Los pezones helados. Las piernas entumecidas. El vientre azul por el destello del neón. El sexo aún consciente de lo que ha ocurrido. Hay más que indicios de que todo es verdad. Pero he de marcharme. Deben de ser más de las dos. ¿Y si se despierta? Le late el corazón en la garganta. Él duerme bocabajo con el rostro hacia ella. El dibujo del cuerpo sin ropa, de la piel de hombre sobre las sábanas, será también testigo de los hechos. Se levanta, los muslos frágiles, la cabeza embotada, los labios ardiendo.
Por el suelo se extiende un caos de pantalones, zapatos, jerséis, medias... A tientas, busca las prendas que le pertenecen y se viste deprisa, vigilándole. Si se mueve, si suspira, ella se detiene, espera su silencio. Encima de la mesilla encuentra el bolso. En el reloj del teléfono móvil comprueba la hora, ya son las tres y media. Junto al bolso ve un libro, que unas horas antes le fue invisible; enciende la linterna del móvil y lo hojea. Varias páginas marcadas con post-it y anotaciones a lápiz, escritas en francés. Se titula Niebla en Tánger; la autora, Bella Nur. Le gusta leer, piensa mientras le observa, ahora está bocarriba, su pubis se anuncia en ráfagas de neón.
Al dejar el libro, ve una cartera. Es bastante vieja. Guarda el teléfono en el bolso, él respira en otro mundo. La abre, le tiemblan las manos: ninguna tarjeta de crédito, ningún carné, ninguna tarjeta de visita, solo la fotografía de un hombre con traje militar que sonríe en blanco y negro. Le oye toser. La cartera se le resbala de entre los dedos, la sujeta de un extremo, algo se escurre de su interior y cae sobre la alfombra. Es un colgante con una forma parecida a la de una cruz. Ella lo aprieta en una mano hasta hacerse daño. «Arriesgate alguna vez, querida», suele decirle su psicoanalista. Guarda el colgante en el bolso. En el bloc de notas con el nombre del hotel que hay en la mesilla, garabatea con un bolígrafo: «Flora la durmiente», y su número de móvil. Él se abraza a la almohada; ella, con su olor en las mejillas, se marcha.
El joven que hace el turno de noche en la recepción mueve con rapidez los pulgares sobre la pantalla de su iPhone nuevo. Durante las semanas previas a Navidad hay mucho movimiento de huéspedes en el hotel, pero hace una hora que por fin está tranquilo. Cuando las puertas del ascensor se abren, el joven aparta un instante la mirada de su teléfono; buenas noches, le dice a la mujer que se dirige con premura a la salida. Flora, furtiva, no le contesta.
Madrid es un lanzallamas. Las luces de la Gran Vía descolgándose de las carteleras de los teatros, los coches noctámbulos, las manadas de jóvenes con gorros de Papá Noel, los vendedores chinos de cerveza y bocadillos de plástico, en tenderetes de cartón. Flora camina hacia el parking de la plaza de España, los tacones que habitualmente no usa resuenan en la acera. Gélido, el viento de diciembre le hiere la piel que tiene levantada alrededor de la boca y la barbilla. Se resguarda en el abrigo y sonríe, a pesar del escozor, de que se ha subido mal las medias y tiene la sensación de que camina a horcajadas sobre las costuras de nailon. Lo ocurrido asoma a su cabeza a fogonazos. El anillo de plata de él, con una piedra gris, acariciándole los pechos; la promesa al oído: te voy a besar por todas partes. Hace muchos años que Flora no se siente como en ese instante: viva. En ese mundo irreal de bocadillos orientales: existe. Existe cuando entra en el parking y recorre el pasadizo iluminado con lámparas de polillas y cigarrillos a su paso. Existe cuando algunos jóvenes, a los que dobla la edad, la miran, cuando huele los efluvios del restaurante de comida asiática, donde se arremolina la juventud que huye del alba. Existe al subirse a su coche, un Volkswagen gris de segunda mano, y cada movimiento trivial, quitarse el abrigo, dejar el bolso sobre el asiento, le parece extraordinario. Existe cuando sale de la ciudad ardiente, toma la carretera y asciende por el puente de los Franceses. Existe cuando le viene a los labios esa palabra, que no es Lowenstein, como en la película que ha visto mil veces, El príncipe de las mareas, sino Camelot, el pub donde le ha conocido entre vapores de whisky y risas de cerveza; existe ella, Ginebra, entre el aliento de niebla que se adensa en las cunetas, la oscuridad que se la va tragando mientras en la radio suena una canción de los ochenta, y canta. Existe aunque ha tomado el desvío y su reino se divisa a retazos, emerge entre jirones de frío y la luz de las primeras farolas que anuncian la civilización burguesa, un enjambre de urbanizaciones idénticas con murallas de cemento y fosos de jardines. Flora calla, apaga la radio para que no la descubran, se adentra por la boca del garaje, se hunde por la rampa y aparca en la celdilla que le corresponde: la 223.
Son las cinco menos veinte de la madrugada. En el ascensor, Flora comprueba su móvil, no hay mensajes, ni llamadas. Se quita los zapatos, los coge con una mano y prepara las llaves. El descansillo del cuarto piso la recibe en penumbra. Abre la puerta con la letra C y la cierra tras ella sin hacer ruido. La casa está tomada por una soledad de cementerio. A través de la ventana del salón penetra la lengua oscura que forma la sombra del ciprés más alto del jardín. Flora se deshace del abrigo y los zapatos, busca en el bolso el paquete de cigarrillos y se fuma uno sentada en el sofá. De nuevo los fogonazos la asaltan, flotan en las volutas de humo: él la resucita con un beso en el cuello, la lame, la aspira, la recorre, la busca, la desea, la encuentra. El cigarrillo se acaba, cruje contra el cenicero de cristal. Flora se levanta, ante ella se abre el abismo del pasillo que conduce al dormitorio. Va quitándose las medias, camina por las baldosas de hielo, de puntillas, salta de una baldosa a otra, se detiene, escucha, nada. Ni un soplido de ultratumba. Tuerce hacia el baño, enciende la luz y se mira en el espejo. Los ojos grises se le pierden entre brumas de rímel, los cabellos revueltos por los retozos entre las sábanas. Las lentillas se han convertido en rocas, le saltan de las pupilas y caen en el lavabo. Mañana tendré que ponerme unas nuevas. Al desnudarse, percibe el olor de él, de ellos, lo abriga con el pijama, lo protege, lo sella a su piel. Apaga la luz. La casa está estancada en lo que queda de noche. No hay escapatoria. Una cama grande la espera. Es una tumba en la que yace un hombre, bocarriba, consciente de la mitad del espacio que le pertenece. Duerme. Flora se aproxima a la mitad vacía, se introduce en ella con cuidado de no rozar el otro cuerpo, de no sentir siquiera cerca su calor, su presencia, se arropa con la lápida y sella el sepulcro.
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—¿Me despertás a las siete de la mañana para contarme que ayer te acostaste con un pibe del que no recordás ni su nombre? Que tenés una resaca que pareces Drácula cuando le pega el sol. ¿Cuántos años tenés, Flora? ¿Parezco la amiga adolescente, eh? Mirame bien, querida: bolsas bajo los ojos, patas de gallo, la cara hinchada, tengo cincuenta años, y vos cuarenta, y soy tu psicoanalista.
En la pantalla del portátil de Flora, a través de Skype, Deidé Spinelli se abanica con una revista desde Buenos Aires.
—Ya conectaremos entonces el martes, a las cinco y media mías, una y media tuya, en sesión oficial. Aún me queda una del bono de este mes.
—Ah, no, no te hagas la interesante, no usés conmigo métodos baratos.
Flora sonríe, está sentada frente a la mesa donde trabaja, con un pijama del Principito muy invernal. Tiene los cascos puestos para evitar que su marido pueda oír la voz de Deidé. La puerta de la habitación está cerrada.
—Contá, desde las palabras hasta los gemidos, me lo merezco después de este madrugón. —Se abanica con más brío.
—¿Hace mucho calor tan temprano?
—No es el verano porteño, querida, sino estos sofocos de la reputísima menopausia que me están matando.
—¿Y no puedes tomar hormonas sustitutorias?
—Qué hormonas, que las jodan, la voy a pasar como la pasó mi madre. Y ahora hablá, que me diste solo titulares, desarrolla.
—Tú me has dicho muchas veces que tengo que arriesgarme más, salir de la incómoda comodidad en la que vivo.
—No te justifiques, querida, tenés edad de afrontar tus cosas vos solita. Yo no te empujé a los brazos de nadie. Ya te dije que bajes al castillo, a la mazmorra, que es donde vos estás, bajá por la escalera del corazón, de las tripas. Ese es el camino duro. —Deidé se quita una bata liviana de flores. Tiene el cabello teñido de negro, largo y muy rizado.
—Es posible que él sea un atajo. —Flora aprieta el móvil que sostiene en una mano.
—No hay atajos para lo que debés hacer.
—Hacía tanto tiempo que no me divertía, Deidé.
—¿Qué sabés de él? No tenemos nombre, pero algo más habrá.
—Hablaba con acento francés.
—Será de Francia como poco.
—Apenas hablamos de lo típico, de dónde eres, en qué trabajas...
—¿De metafísica, entonces?
Flora arruga la nariz, es pequeña y con pecas. Comprueba en el móvil que no haya mensajes.
—Me propuso un juego: no ser quienes éramos en realidad, sino quienes nos gustaría ser.
—Juguetón, el pibe, adolescente también, por lo que veo. —Deidé se sirve una taza de café—. Pero contá en orden, de acá podemos sacar una sesión. Esto del jueguito puede ser una puerta directa al inconsciente. ¿Dónde le conociste?
—La cena de Navidad que organizaban ayer las antiguas compañeras del colegio, esa a la que no me apetecía mucho ir, al final me animé.
—No me contaste que lo habías decidido.
—Estabas dormida a esas horas. No fue del todo mal... Después del restaurante entramos en un pub, se llamaba Camelot.
—Qué peligroso el nombrecito para vos, querida, con lo loca que tenés la imaginación. Debería estar prohibido que gente como vos frecuentara sitios así, como los ludópatas los casinos. Y luego te viene el tipo con el jueguito.
—No llevaba una armadura —ríe Flora—, sino un jersey de rayas y pantalones negros. Se me acercó en la barra mientras pedía un gin-tonic más.
—¿Iba solo?
—Sí.
—Un tipo solo en un bar... Al menos no era un psicópata asesino, querida, vivita estás. Porque vos te fuiste con él, sin más vueltas, ¿sabiendo qué?
—Ha viajado muchísimo. Me habló sobre lugares fascinantes: las dunas doradas del Sahara, un oasis que hay en Egipto con un lago que tiene conchas petrificadas por la sal, y me contó cuentos de las mujeres del Rif, en Marruecos, que solo se pueden narrar por la noche porque quien lo haga durante el día queda maldito para siempre.
—Un Lawrence de Arabia, un Sherezade, un encantador de serpientes. Te pilló enseguida el punto flaco, querida.
—Y luego bailamos, Deidé. Las pocas amigas que quedaban a esa hora no dejaban de mirarme. Con lo torpe que yo me siento bailando, pero con él resultó distinto. Yo no era yo, Flora, rellenita y con bragas grandes. Jugábamos a que él era un capitán que había luchado en la resistencia francesa para liberar París de los nazis, y yo una escritora y reportera de guerra que acababa de entrevistarle. El pub, un bar de los años cuarenta, donde solo faltaba el humo de los cigarrillos. Y bailamos agarrados, mirándonos a los ojos. Hasta que le propuse que nos marcháramos para no dar más que hablar a mis amigas.
—Ya tenían toda la información, Florita. ¿Y si alguna se lo cuenta a tu marido?
—No veo cómo podrían localizarle.
—Hoy en día no hay nada más fácil con los Facebook, los Instagram y qué sé yo. Han jodido la privacidad del mundo.
—Pues no me importa, que lo sepa. Lo gritaría.
—Querida, vos estás aún bajo los efectos de lo que parece fue un buen polvo.
—Me sentí deseada, Deidé.
—No lo dudo, se lo trabajó muy bien. ¿Vas a volver a verle?
—Le di mi móvil.
—Por eso no lo soltás de la mano.
—Flora —la voz de su marido se oye a través de la puerta—, ¿con quién hablas? Tenemos que ir a la compra.
—Ya cuelgo —responde—. Dame un minuto.
—Luego hay mucha gente en las cajas —insiste la voz delgada de su marido.
—Deidé, te llamo en cuanto pueda.
—Dame un respirito también, querida, es sábado. Y curá la resaca con jugo de tomate.
—Flora, ¿vas a tardar mucho en arreglarte?
—¡No! —grita—. Corto y cierro, Deidé, un beso.
Flora abre la puerta.
—¿Con quién hablabas? —pregunta él.
—Con esta amiga argentina que conocí por Facebook, ahora tenemos una relación muy estrecha.
Lleva dos años en tratamiento con Deidé, pero no quiere que él lo sepa. El dinero que gana en Electrodomestic Language, traduciendo al inglés y al francés instrucciones de batidoras, cafeteras, lavavajillas, secadores de pelo, neveras y demás aparatos eléctricos, no es mucho, por eso buscó sesiones de psicoanálisis por Skype. No podría pagar a una especialista en Madrid, y justificar mes a mes adónde se le va el dinero. Al principio hacían las sesiones cuando él estaba trabajando en el ministerio, pero ahora llama a Deidé siempre que la necesita, y ella no le cobra.
Flora deja que el agua de la ducha borre el olor de la noche pasada. Solo le quedan unas agujetas en las ingles para caminar en el recuerdo; la piel del rostro que una barba de pocos días ha herido con múltiples besos, y un morado en el cuello. Lo tapa con un fular de lana. Se ha vestido con ropa que hace tiempo que no usa, más atrevida, se ha maquillado también de manera distinta, con eye liner y sombra gris, que realza el color de sus ojos.
—¿Vamos a alguna parte después del súper? —le pregunta su marido.
—A lavar tu coche, como siempre —responde Flora.
—Ahora tienes mejor cara, sin duda. ¿Bebiste mucho ayer?
—Lo justo.
—¿Te divertiste?
—Fue un bonito reencuentro.
—Me alegro. Lo necesitabas.
Los sábados hacen la compra para toda la semana. Van en el coche de él, el familiar —un Peugeot 508 de color cereza, que a Flora nunca le gustó—, aunque la familia de momento se reduce a ellos.
Su marido conduce. Es un hombre de ojos secos, jersey con cuello a la caja, colonia dócil. Desde la carretera se distingue, a lo lejos, la silueta mastodóntica del supermercado. Es un fósil de lo cotidiano, piensa Flora. Siente vértigo en el estómago. No quiere entrar. Una amenaza se cierne sobre ella, la luz solitaria de los fluorescentes, la megafonía anunciando el mismo pescado fresco de siempre.
—Ya hay mucha gente —dice su marido—, el parking está casi completo. No deberíamos habernos entretenido.
Flora baja la ventanilla buscando una bocanada de aire fresco. Lleva puestas las gafas de sol. La mañana radiante, fría, atraviesa su resaca. Le duele la cabeza, a pesar de que se ha tomado una pastilla. Se fumaría un cigarrillo, dos, la vida en ese instante para que el dolor cediera, el miedo a que nada ocurra.
Una vez dentro del supermercado, siguen la rutina de todos los sábados. Empiezan la compra por la zona de verduras y frutas. A continuación, latas, encurtidos, aceites, panes, dulces, bebidas, charcutería y limpieza; nunca alteran el orden, su marido dice que de esta manera nada se olvida.
—Flora, patatas, ¿qué te parece si nos hacemos una tortilla esta noche? —Él lleva el carro.
Se dividen la tarea, Flora las verduras, él la fruta.
—¿Quedan berenjenas? —pregunta ella.
—Hay que comprar también.
En el bolso de Flora se oye el sonido del móvil. Un clic de cristal anuncia que acaban de enviarle un wasap. Ella lee en la pantalla:
Flora la durmiente, Flora la que esconde un secreto, me desperté y ya no estabas...
—¿Qué pasa? —le pregunta su marido—. Te has puesto roja.
Paul, repite ella en voz baja. Es cierto, se llamaba Paul. Ahora lo recuerdo. Paul, a secas. No pone su apellido en el chat. Solo Paul. Soy Paul, me dijo en la barra del Camelot.
—¡Flora, coge los calabacines! Te espero donde las latas, yo he terminado aquí. Date prisa.
Flora de pelo rojo... Lo quiero otra vez sobre mí... Dónde estás...
Paul, ella se acaricia un instante el cabello recogido en una coleta, mete calabacines en una bolsa, los pesa, sus ojos grises se pierden en un horizonte de hortalizas. A su lado, una embarazada espera su turno para pesar naranjas. Flora mira de reojo la barriga prominente. Cada sábado, siente que una horda de mujeres embarazadas la persigue por el supermercado mostrándole en su carne inflada lo que ella desea y no consigue.
Flora huye, serpentea por los pasillos, el pulso cabalgándole en las sienes, el vientre, hueco, un nido de lágrimas. Respira hondo como le dice Deidé: «Ejércitos de embarazadas persiguiéndote, por qué, Florita, este walking alive, tenés atención selectiva»; pero ellas aparecen por la retaguardia, con sus carros satisfechos, rollizos, amenazándola con pañales felices, para los niños que ya tienen, para los que vendrán. Este sábado es diferente, Flora le cede la báscula con amabilidad a la mujer de las naranjas y mira su móvil:
Flora la durmiente que está por despertar..., toda mi habitación eres tú...
Su marido regresa a buscarla.
—Mira, caballa en aceite, que tanto te gusta. —Le muestra un pack de tres latas.
Flora guarda el móvil en el bolsillo del abrigo y sonríe. Piensa qué puede responderle a Paul, mientras sigue a su marido de un pasillo a otro del supermercado. Quiere mostrarse seductora, interesante. Aún oye el sonido de los wasaps que recibe.
—Vamos a cambiar de marca de detergente, hay uno mucho más barato —le propone él.
—Me parece bien. —Ella saca el teléfono a hurtadillas.
¿Volveré a verte?...
Me encantaría, teclea sin pensarlo más.
—Esta noche podríamos ir al cine. Un compañero del ministerio me ha recomendado una peli romántica —le dice su marido.
—Claro, si te apetece. Voy a por yogures.
Dime dónde estás... Fletaré un zepelín para ir a buscarte...
—Te espero en las cajas —responde él.
Flora huye. Aprieta el teléfono en la mano. Le quema el pecho.
Paul, responde riéndose, Paul..., me gusta tu nombre... Veo el zepelín, se acerca...
Voy a echar una escalera para que subas por ella
La tengo... Ahí estás..., en lo alto... Veo las torres de Notre Dame...
París es libre...
Nosotros también...
Te sonrío, ven a mis brazos, aprisa... Te beso...
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Después del supermercado, Flora y su marido han lavado el Peugeot cereza en una gasolinera cercana a su urbanización y han regresado a casa para almorzar.
Ella reboza pescadilla en la cocina. Hunde las manos en la harina profunda, cierra los ojos, tiene la piel de su amante entre los dedos. Toma un trozo de pescado y lo sumerge en un plato con huevo batido. Lo acaricia, lo envuelve, lo gira, lo siente húmedo en las yemas. Todo es Paul. Cada ingrediente que toca, que lava, que seca. El cabello lacio que a veces le cae sobre una de las cejas, sus ojos que la observan fijos, me llamo Paul, le dijo. Silencio. Sus ojos que creyó oscuros, y a la luz los descubrió de un azul marino que no había visto jamás.
Almuerzan en el office de la cocina, frente al televisor. Ven el telediario. Un moscardón que zumba entre ellos y los mantiene anestesiados en las desgracias del día por las que se puede hacer poco o nada. Tras comerse el pescado, él se queja de su jefe del ministerio. Flora asiente, no hay derecho, responde, lo que tienes que aguantar. No toma postre, fuma con la ventana entreabierta y el rostro de fastidio de su marido. La luz invernal penetra como una espada. Tose en las últimas caladas.
—Deberías dejarlo. Ya sabes que tus pulmones no lo toleran.
Ella lo sabe, estuvo enferma durante la infancia.
—Voy a acostarme un rato. Necesito dormir la siesta —le dice mientras aplasta la colilla en un cenicero.
—Resaca, ¿eh?
Regresa a la cama grande, menos hostil cuando solo está ella, y se tumba. Coloca el móvil en la mesilla de noche, el altar de su intimidad, de lo que fue, de lo que quiere ser. Hay libros, muchos. Los libros han sido desde la niñez su pasión y su refugio del mundo. Libros en los que vive a veces más que en la realidad del tedio, de los días que son lustros, precipicios hacia la soledad. ¿Quién es Flora? Flora Gascón. Adora las novelas de misterio, las de detectives que la han salvado tantas noches del insomnio feroz de la tristeza. De las lágrimas junto a un hombre que solo duerme. «Florita, la vida no es una fábula ni una historia de detectives —le reprende Deidé—. Acá, mientras se está vivo, solo se delinque contra la muerte.»
Junto a los libros, reposa la fotografía de una mujer, su abuela: Flora Linardi. Solo la vio una vez, a los ocho años, en el sur de Italia, donde vivía, donde dicen que murió de amor a los sesenta. De ella ha heredado, además del nombre, el cabello rojo y la barbilla partida. Recuerda una mujer como la de la fotografía: con el cuello empedrado de collares, la melena de ondas antiguas, y un vestido con encaje blanco por el que se le escapaban los pechos. Recuerda el fuerte olor cuando la apretaba contra ellos, en un abrazo sísmico, Flora, la niña de mis cabellos, le decía, un olor que se le antojaba a golondrinas. Recuerda lo que le cuenta su madre de ella: que abandonó a su único hijo para entregarse a la lujuria de la poesía y el adulterio con el pintor de acuarelas que la llevó a la tumba; lo que le cuenta su padre, el hijo abandonado: que era una mujer viva, en la época equivocada. Detrás de su abuela, en la fotografía, se vislumbra el mar, libre, casi se le oye, sueña Flora.
La tarde de diciembre, conforme cae el sol, se está tornando de hielo. Flora se acurruca bajo el edredón, permanece alerta a cualquier sonido de su teléfono, aunque hace unas horas que no recibe mensajes de Paul. Ha sacado del bolso el colgante que se escurrió de la cartera. Por un momento, pensó que podría utilizarlo de excusa para volver a encontrarse. Lo vi en el suelo cuando iba al baño, luego salí con prisa y se me olvidó devolverlo. Pero la treta no le va a hacer falta. Además, si él no se hubiera puesto en contacto con ella, no habría podido utilizarla. Paul no le dio su móvil. Flora custodia el colgante en una mano. Enciende la luz de la lamparita de la mesilla y siente una punzada de vergüenza por habérselo llevado que cede enseguida al placer de acariciar lo que le pertenece a él. Su tacto percibe algo rugoso en el dorso. Le da la vuelta. Hay unas letras grabadas. Flora acerca el colgante más a la luz, parece un nombre de mujer: Alisha.