—Pero, ¡¿qué cojones es esto?!

Estaba acostumbrado a ir al videoclub de Silvestre y, a pesar del ambiente tétrico propio del local, nunca me había llevado un susto como ese. En mis manos sujetaba un flyer que había descolgado del tablón que mi amigo tenía junto a la puerta de entrada y donde cualquiera podía anunciar lo que quisiera: representaciones de teatro, conciertos, cursos para hacer cupcakes, clases particulares de inglés o… lo que me tenía absorbido desde que acababa de entrar: un pequeño papel con forma rectangular cuyo reclamo era un gran titular escrito en Comic Sans: «venta de muñecos hechos a mano».

Vender muñecos en sí mismo no tenía nada de particular; no era el único artesano que anunciaba sus productos ahí. Lo que casi provoca que se me desprendieran las retinas de los ojos fue el resto del anuncio:

 

Se venden muñecos realizados con mucho mimo, cariño y de manera totalmente artesanal. Muñecos de gran calidad inspirados en personajes famosos e inventados por mí. Como pueden observar tienen un gran parecido y están perfectamente realizados, hasta el más mínimo detalle. Se aceptan encargos a partir de 350 €.

 

Sin duda, lo que tenía delante, o era una broma o estaba escrito por un invidente, ya que la imagen que ilustraba el texto era una foto de uno de esos muñecos de «gran parecido y perfectamente realizados» que ofrecía el anuncio: una reproducción de Cristiano Ronaldo o, mejor dicho, algo que pretendía serlo. Ni después de la peor borrachera de cumpleaños del futbolista portugués, lo que aparecía en la foto llegaba a asemejarse a él.

—Tío, que aún quedan meses para Halloween. Un poco exagerado vender esto ya, ¿no crees? —insistí.

—Bah, esto es como la primavera, que no empieza hasta que lo dice El Corte Inglés —respondió Connor de espaldas, mientras repasaba con la mirada los lomos de los DVD de cine coreano.

Ahí solo trabajaba Silvestre, pero desde siempre había sido nuestro punto de encuentro. Era un cuchitril oscuro y con olor a humedad. Las estanterías repletas de pelis iban desde el suelo hasta el techo que, por suerte para los bajitos, apenas superaba los dos metros.

—¿Yo qué sé, Joel? —se defendió Silvestre mientras colocaba carátulas en las estanterías. Era prodigioso ver cómo sabía dónde iba cada, aunque a veces sospechaba que las ponía al tuntún—. Para eso está el tablón, para que la peña cuelgue lo que quiera.

—Pero hay que filtrar, Sil, esto ahuyenta a la clientela.

—¿Más aún? —dijo Connor, que ya había pasado a la sección de cine taiwanés.

—Es un país libre, ¡déjame en paz! —protestó de nuevo Silvestre. De profesión era dependiente, pero de vocación, cascarrabias. Un abuelo prematuro.

—Pero, ¿lo habéis visto bien?

Connor ni se inmutó. Movía la cabeza de izquierda a derecha como un autómata por cada una de las estanterías. Siempre hacía lo mismo, como si buscara el santo grial entre las decenas de películas de títulos impronunciables que se alquilaban en el videoclub. Era el único que quedaba en la ciudad y si aún no había cerrado era porque tenía lo más raro de lo más raro. Y, lógicamente, su clientela no le iba a la zaga. Bien pensado, un anuncio como ese solo podía estar ahí.

—¡Qué pesado! —dijo Silvestre acercándose a mí y mirando por encima de mi hombro el flyer que sujetaba entre mis manos—. ¡Hostia!

—Te lo dije —afirmé triunfante—. Filtrar, Sil. Esa es la idea.

—¡Por fin! —exclamó Connor con un DVD entre sus manos—. Llevaba meses buscándola.

—¿Y no podías haber preguntado al dependiente? —pregunté asombrado.

—Me gusta conseguir las cosas por mí mismo, ¿algún problema? —respondió Connor al tiempo que dejaba la película en su sitio. No tenía interés en verla, solo en encontrarla. ¿Absurdo? Conociéndole, no.

—¿Qué coño es esto? —Silvestre seguía mirando el flyer.

—Es lo que os llevo preguntando desde hace media hora.

Connor se acercó y se unió al corrillo. Fiel a su estilo, ni se inmutó.

—Prodigioso —sentenció—. Una auténtica payasada.

—Si esto es lo que hace inspirándose en personajes famosos, no quiero ni pensar cómo serán los inventados por él —dije con sorna.

—Mejor no preguntar. El cerebro de este tío tiene pinta de ser complejo. Muy complejo —añadió Connor.

—Y que lo digas. ¡A la basura! —respondió Silvestre mientras me arrancaba el flyer de las manos.

—¿Qué haces? —grité alarmado.

—Filtrar, ¿no? —dijo Silvestre confundido.

—Esto es una joya, amigos —dije recuperando el flyer.

—¿Te va el rollo freak, ahora? —dijo Connor—. En mi casa tengo un auténtico museo sobre el tema, si estás interesado.

—No, no… —respondí—. Es que esto merece…

—No, Joel, no estarás pensando… —interrumpió Silvestre.

—No me digáis que no —dije afilando la sonrisa.

—¿Iba a servir de algo? —preguntó Connor sabiendo la respuesta.

—No, la verdad —se rindió Silvestre.

—Chicos, esto está pidiendo a gritos una llamada para mi canal.

—Obvio —resumió Connor.

Me guardé el flyer en un bolsillo y me dirigí a la salida. En la puerta me crucé con Jan y Flavia, que acababan de entrar.

—¡Hey, Joel! ¿Se te quema la comida o qué? —preguntó Jan bromeando por mi urgencia.

—Si no tiene ni idea de cocinar, ¿qué dices? —preguntó Flavia descolocada. No tenía una gran habilidad para pillar los dobles sentidos. Por eso tardaba en llegar; aunque al final siempre llegaba—. Ah… Vale, que es por las prisas.

No me detuve a responder. Solo sonreí y salí corriendo de ahí.

—¡Os veo, chicos! —me despedí.

—¿Qué le pasa? —insistió Jan.

—Los cerebros creativos, que sufren de incontinencia —dijo Silvestre meneando la cabeza.

—O de maldad —resumió Connor con una sonrisa.

—¿Cómo, va a hacer algo malo? Pero si Joel es un trozo de pan —Flavia miró a Connor asustada. Los otros tres, incluido su novio, Jan, la miraron expectantes. Sabían que en dos segundos iba a aterrizar en el planeta de los humanos—. Ah… Sí, ya. Que va a hacer uno de sus vídeos.

—Bravo —sentenció Connor camino a la estantería de cine filipino.