ÍNSULA 845
MAYO 2017

Nota: este artículo empieza en la página 3 de la edición en papel. El número entre corchetes [
X] corresponde a la página de esa edición
En uno de sus libros más reconocidos, Las reglas del arte, el sociólogo francés Pierre Bourdieu propuso el término «postura de autor» para identificar y estudiar los procedimientos de que se sirven los escritores, a veces de forma inconsciente, para presentarse públicamente. Esta imagen, su identidad literaria, les permite ocupar una posición dentro del campo literario que, a su vez, también ofrece a los lectores más posibilidades de identificarles o de situarles adecuadamente en el marco de una cultura. La imagen pública puede derivar, naturalmente, de sus propias fotografías, aunque bien es cierto que quizás, entre los actores de la cultura, los escritores han sido los últimos a admitir ser fotografiados. Pero, de hecho, la imagen literaria se construye lentamente, en un sentido figurado, tanto en la obra creativa como también en otros tantos elementos paratextuales (prólogos, conferencias, discursos, entrevistas, correspondencias, manifiestos, recuerdos personales, etc.) a través de los cuales un escritor toma una determinada posición dentro de la esfera pública. Una postura literaria implica, pues, y antes que nada, una actitud ante la vida y ante la literatura.

Pero no es necesario haber leído a Bourdieu para darse cuenta de que todo escritor hace un uso persistente de su imagen pública, o de las diversas representaciones de su imagen como personaje, no tan solo para captar más o menos la atención de sus lectores (pensemos en Camilo José Cela o Francisco Umbral y sus respectivas y controvertidas imágenes) y condicionar por ejemplo, la lectura autobiográfica de sus libros (un recurso que ejercita con sabiduría Javier Cercas desdoblándose en narrador protagonista de muchas de sus novelas, o que ha cultivado desde siempre el poeta Pere Gimferrer asociando su propia imagen al teorizado concepto de «raro»), sino sobre todo para poder situarse, para legitimarse y singularizarse en un entorno cultural que es, cada vez más, social. El interés no se centra, pues, tanto en la biografía real del escritor como más bien de la figura imaginaria que decide proyectar. Muchos escritores, a través de la utilización de sus sucesivas imágenes públicas, se sirven básicamente de estrategias narrativas, o retóricas, para dar más verosimilitud a sus propuestas literarias, ya sea para asociarlas a una verdad personal, a una anhelada autenticidad, a una actitud más o menos sorprendente o provocadora, o, quizás simplemente buscando una presencia y un reconocimiento social que de otra forma no obtendrían. Se trata de un verdadero ethos de autor, perfectamente identificable y diferenciado.
Es en este contexto que creo que se puede interpretar el número que el semanario barcelonés Destino dedicó el 9 de marzo de 1957 a los sesenta años de Josep Pla. La portada de la revista estaba enteramente protagonizada por una enorme fotografía del escritor, sentado pacíficamente, en una humilde silla, en la puerta de su «mas» en Llofriu, sonriente, vestido elegantemente, levemente inclinado, transmitiendo un indiscutible aire rústico, con traje de pana oscura, boina y un cigarrillo entre los dedos. Es una fotografía apacible, debida a Ramón Dimas, que parece invitar al lector a cruzar el umbral de la puerta de una casa centenaria y noble, lo que es lo mismo que decir penetrar en la intimidad de un personaje fiel, atractivo y seductor, o adentrarse en el complejo mundo de un autor de una obra literaria amena, de curiosidad enciclopédica, poblada por multitud de paisajes cercanos, personajes sencillos, de una vida cotidiana banal y misteriosa a la vez. Tan solo una nota, en fondo negro y en el extremo derecho a pie de página, escrita en una insólita primera persona del plural, informa al lector de que con motivo de su cumpleaños «queremos testimoniar al gran escritor catalán todo el afecto y gratitud que su obra y su persona nos merecen. Cuantos trabajamos en esta casa nos sentimos orgulloso de que José Pla presida este número de Destino». Más allá del hecho significativo de dedicar la portada de la revista a un escritor y periodista contemporáneo (la del número posterior, por ejemplo, estaba dedicada a una visita de Richard Nixon a Ghana y otros países africanos), el número tiene un aire inapelable de manifiesto, si se quiere corporativo, pero sobretodo generacional, periodístico y literario.
A finales de los años cincuenta del siglo pasado, la figura de Pla empezó a rodearse de una progresiva celebridad con una incidencia social y política que no pararían de crecer. Sus colaboraciones semanales en Destino, no solo su columna «Calendario sin fechas», siempre motivo de discusión en la sección de cartas de los lectores, sino también sus múltiples crónicas culturales, análisis políticos y reportajes posteriores a sus viajes, así como sus colaboraciones en otros medios, como Diario de Barcelona o Informaciones y, más tarde, El Correo Catalán, le habían valido un explícito reconocimiento en toda la península, superando progresivamente el ámbito estrictamente culto para ganarse con razón una insólita popularidad que empezó a afectar y a ganar a diversas generaciones de lectores, de distintas tendencias ideológicas y diversos orígenes sociales. Asimismo, se sumaba su increíble fecundidad editorial, tanto en lengua castellana (pensemos en libros como Viaje en autobús o Humor honesto y vago, ambos publicados en 1942, Viaje a pie, en 1949, o Lo infinitamente pequeño, en 1954) pero [
4] muy marcadamente en lengua catalana, con una recuperación y revisión de sus libros de antes de la guerra civil, a las que siguieron una verdadera avalancha editorial con un increíble ritmo de publicación, en la Editorial Selecta de Barcelona, que llegó hasta la aparición de tres y cuatro libros anuales, entre los que destacaban en aquel momento Coses vistes (1949), Pa i raïm (1949), El carrer Estret (1951), Girona (un llibre de records) (1952), Week-end d’estiu a New-York (1955), y el inicio de su primer intento de Obras Completas que, entre 1956 y 1962, llegó a contar con 29 volúmenes publicados. Por todo ello, no debe extrañar que el impacto de la fotografía con que abría el semanario, así como del resto de las imágenes, que enfatizaban aún más el perfil de Pla como un payés del Ampurdán, un hombre profundamente enraizado, solitario y sabio, casi de porte virgiliano, fuera mucho más que notable. Los textos de Néstor Luján, Julio Coll y Joan Teixidor no tan solo eran elogiosos con la figura del escritor y su obra, como era esperable, sino que no dudaban en establecer, en construir, en fijar, quizás ya para siempre, la imagen de Pla como un campesino en perfecta harmonía con su entorno rural. La fabricación de esta imagen contó con el apoyo incondicional y explícito de la cabecera de la revista, a la que debe unirse también la potente editorial Destino y su rendimiento literario fue evidente y, en muchos sentidos, exitoso.
Es cierto que cuando el escritor Josep Pla decidió volver a vivir en la masía de sus padres, en 1939, satisfizo una antigua nostalgia de juventud, una reveladora añoranza de madurez. En 1944 murió el padre del escritor. Su madre decidió ir a vivir a Barcelona. El «hereu» se instaló definitivamente en la masía hasta su muerte en 1981. Pocos días después de terminada la guerra, como explica en el prólogo a su Costa Brava, guía general y verídica (1941), recibió la visita de su amigo Alberto Puig Palau. Con emoción, Pla le reveló la decisión de quedarse a vivir para siempre en el campo. Por la noche, salieron a caminar, bajo la noche estrellada. Pla recitó melancólicamente los versos de Leopardi: «Vaghe stelle dell’Orsa, io non credeva/Tornare ancor per uso a contemplarvi/Sul paterno giardino scintillianti». Después del nomadismo del corresponsal de prensa, tras rodar por toda Europa durante casi veinte años (1920-1939), Pla decidió detenerse a ver cómo el mundo seguía rodando. Como su admirado Montaigne, se convirtió en un hombre retirado, arraigado, pretendidamente aislado del ruido del mundo, un mundo que el franquismo había «manoseado», según su propia expresión. En el Journal de Jules Renard, Pla encontró la frase que todo lo justificaba: establecerse en un pueblecito y convertirlo en el centro del mundo. Porque Pla sabía que el propio pueblo puede ser el centro del mundo si se sabe que el centro está en todas partes. En la vida cotidiana y local de posguerra, también se podían encontrar la mayor fuente de paz, conocimientos y bellezas. Pla se había transformado, se puso la máscara de payés y fue como si el Mas Pla lo estuviera esperando desde hacía siglos.
Pero esta imagen no fue siempre la misma. Me refiero, claro está, no a la persona real de Josep Pla, que era descendiente de una familia aposentada de Palafrugell, una de las más ricas de la comarca, importantes propietarios rurales, hijo de un rentista que, ciertamente, acabó entre estrecheces económicas que se explican en El cuaderno gris, pero que dio enseñanza a sus cuatro hijos y mando a los dos mayores, varones, a estudiar en la Universidad de Barcelona, con piso propio y hasta sirvienta. Lo que se trata de interpretar es la figura imaginaria en tanto que escritor que Pla proyectó a lo largo de su carrera, y que adaptó sucesivamente a las circunstancias sociales y políticas, transitando de un dandismo cosmopolita de juventud, a menudo irreverente y provocador, al bucolismo irónico, sabio, humilde y auténtico del payés ampurdanés. En aquel 1957, después de una guerra civil y de casi dos décadas de severa posguerra, con una censura moral, ideológica y, claro está, lingüística, Pla abandonaba su primera imagen de juventud, la del corresponsal europeo que viajaba de París a Roma, y de Berlín a Moscú, viviendo en hoteles y pensiones, entrevistando a políticos y financieros, observando en primera persona la marcha sobre Roma de Mussolini, la inflación monetaria de la Alemania de posguerra, la nueva política económica bolchevique de la mano de Andreu Nin, el advenimiento de la República española como pluma abanderada de Francesc Cambó, y que se hacía fotografiar con traje, corbata y chapeau-melon ante al palacio del Luxemburgo, elegante y sonriente.
En una encuesta realizada por el periódico La Publicitat en 1925 entre sus colaboradores sobre los valores de la época, Pla ya había declarado, provocador, que su apellido llevaba siglos «arraigado en un trozo de tierra», que el ascendiente rural «informa toda mi vida, mis actos y mis pensamientos», que le parecía tener del payés «el gusto por las cosas directas, la reserva, el sentido común y la socarronería, y la necesidad de tirar a menudo una cana al aire». Y, sentenciaba: «Soy, para hablar claro, un payés en toda la extensión de la palabra» (traduzco del catalán). El joven Pla empezaba a ser consciente tanto del interés y el atractivo que podía llegar a tener para su obra la proyección pública de su personalidad literaria como los riesgos y los titubeos que comportaba la instrumentalización de su nombre por la prensa y de los medios de comunicación. Empezaba a crearse la «leyenda» Pla, un joven escritor al que la prensa presentará como un «caso» o un «fenómeno», que se convertirá en una celebridad no tan solo literaria, que protagonizará debates literarios y agrias polémicas sobre la moral en literatura, y que, en paralelo a su admirado Georges Simenon, se convertirá en actor de la propaganda y la comercialización de su propia obra, ofreciendo y ofreciéndose en una exposición pública absolutamente insólita para los escritores catalanes de su época. En una carta enviada a su hermano Pere desde París, en septiembre del mismo año 1925, Pla declaraba: «Convendría que todo el mundo hiciera un esfuerzo para comprender no la leyenda sino la verdad de mi vida. Antes de afirmar nada sobre mí, hay que controlarlo todo. Nos conviene a todos» (traduzco del catalán). El «control», la palabra no puede ser fruto de una improvisación, el control sobre su propia biografía y su propia imagen forma parte de las complejas estrategias literarias desarrolladas por el escritor ampurdanés desde la publicación de sus primeros libros. Esa verdadera necesidad, mantenida, matizada y enriquecida a lo largo de casi seis décadas de publicación ininterrumpida de artículos y libros permite sospesar como, bajo las distintas máscaras de escritor, Pla ansiaba enormes reconocimientos profesionales en acorde a su indisimulada ambición literaria. En una significativa autoentrevista publicada en la Revista de Catalunya en 1927, Pla dictaminaba: «Se puede escribir en la lengua más difundida y rica del mundo y pasar rápidamente como agua de borrajas. Escribid, por contra, una cosa que esté bien, en catalán de Palafrugell, y veréis como os traducen, os comentan, os dan unas latas terribles y, finalmente, el premio Nobel. Ya sé que hay pocas personas lo suficientemente fuertes para decir lo que acabo de decir» (traduzco del catalán).
Pero el uso de la máscara del payés y de todos los valores humanos circundantes (modestia, humildad, ironía, materialismo, escepticismo…) cristalizó durante la década de los años cincuenta y quedó definitivamente fijada en la famosa portada de 1957 de Destino. Aquel mismo año, el profesor y crítico literario en la misma revista Antonio [
5] Vilanova publicó en Papeles de Son Armadans un perfil personal de Pla intentando esbozar «la imagen real del escritor y del hombre, tan a menudo incomprendida e ignorada». Para ello, lo evocó «en su verdadero ambiente y en su propio mundo, sobre la tierra bellísima que le vio nacer, rodeado del paisaje que le inspiró sus mejores libros». Después de observar atentamente a Pla durante uno de sus más celebrados ritos cotidianos, el acudir cada anochecer a la tertulia del Bar Sport de Palafrugell a ver pasar las horas y las gentes desde los blancos mármoles del viejo café, Vilanova señalaba enfáticamente el carácter auténtico y falto de afectación de la escena: «Para quien fuese capaz de comprender hasta qué punto la figura y la apariencia física del gran escritor, llenas de dignidad y nobleza, armonizaban con la descuidada negligencia de su traza y atavío, y como este, a su vez, se adecuaba exactamente al ambiente que le rodeaba y a la forma de vida que había sabido elegir, el desaliñado indumento de José Pla constituía una lección de autenticidad y naturalidad que yo no podré olvidar jamás». Y tan solo unos años después, por ejemplo, en una larga y compleja entrevista con Salvador Pániker, Pla volvía a declarar: «Yo, desgraciadamente, no sé labrar porque no me enseñaron; pero trato bastante a los payeses de este país, que son gente endemoniada; gente que se define, gente complicada, desengañada, abandonada y pobre. Yo no soy más que un payés de la parroquia de Llofriu». La pléyade de jóvenes escritores y periodistas que en aquellos años rodeó y agasajó a Pla, sobre todo los del grupo de Destino, como Néstor Luján, Baltasar Porcel o Josep M. Espinàs, repitió monótonamente este tipo de declaraciones públicas a las que tan solo el matiz del siempre lúcido Joan Fuster, que calificó a Pla de «kúlak», es decir, de pequeño propietario rural, en el celebrado prólogo a la primera edición de El cuaderno gris, supuso alguna variación significativa.
Pero, para cualquier lector atento del conjunto de textos personales, sin pretensión literaria alguna, que se publicaron recientemente con el título común de La vida lenta, un volumen constituido por unas notas para tres dietarios correspondientes a los años 1956, 1957 y 1964, puede calibrar perfectamente la distancia entre estos autorretratos del escritor, los retratos más o menos idealizados de sus amigos y admiradores, y la vida diaria del escritor. Aquellas notas son una increíble puerta abierta a su vida personal, un autorretrato seco y despiadado, una especie de «negativo» de su vida literaria en el que se evidenciaba su otra cara, una vida privada mucho más compleja y amarga, como quizá no podía ser de otra manera. Lejos del ideal horaciano del hombre de campo descrito por sus amigos, las notas de La vida lenta perfilan un autorretrato moral que se va dibujando a partir del insomnio persistente, del alcoholismo, al que cede con facilidad y fatalidad, y de cierta desgana para escribir. La soledad de Pla no era física, ya que su extrema sociabilidad le permitía resolver satisfactoriamente el dilema entre la agradable vida solitaria en la masía y la necesidad de ver a otra gente y socializar, hacer tertulia, salir a cenar y a beber. Pero, como escritor, Pla parecía vivir detrás de una máscara que ocultaba una grave soledad moral, lleno de dudas sobre el valor de su obra y de incertidumbres sobre su futuro literario, carente de interlocutores y necesitado como nunca de reconocimiento literario en una cultura que, reprimida y minorizada como estaba, poco podía ofrecerle.
Cuando, a partir del mes de abril de 1960, un inquieto escritor mallorquín llamado Baltasar Porcel se trasladó a Cataluña, la imagen literaria de Pla estaba ya casi del todo elaborada, fijada y cerrada. Nacido en 1937 en Andratx y fallecido prematuramente en Barcelona en 2009, Porcel destacó ya de muy joven como autor de novelas y obras de teatro en lengua catalana. Todavía en Mallorca, buscó la complicidad, el apoyo y el magisterio de dos bestias literarias fundamentales para la historia de la novela española y catalana de posguerra, Camilo José Cela y Llorenç Villalonga. Instalado en Barcelona, con su increíble capacidad de trabajo y su gran ambición literaria, no ha de extrañar que más tarde o más temprano buscara conocer a Josep Pla. Poseedor de un mundo propio de gran potencia imaginativa y narrativa, estrechamente vinculado con el mundo familiar y local (vinculado con el mundo rural y marinero, mediterráneo, aventurero y hasta contrabandista), muy interesado no tan solo por la vida política sino también por el poder social en un sentido extenso del término, periodista y cronista viajero, autor de una narrativa de tono poético y sensual, Porcel lo tenía casi todo para disputar un papel casi de discípulo planiano si no fuera que el siempre individualista Pla fue, a lo largo de su vida, muy reacio a este tipo de relaciones literarias. Al lado de Cela y Villalonga, Pla no solo ayudó a Porcel a introducirse en el mundo cultural y político de Barcelona y de Madrid, sino que ejerció un atractivo modelo de escritor ante el que el autor mallorquín ejercitó sus mejores dotes creativas.

Baltasar Porcel
En poco tiempo, tras su llegada a Barcelona, Porcel supo situarse en el centro de la cultura catalana, implicado en el precario catalanismo político de la época, bien conectado profesionalmente con el mundo editorial barcelonés (Club Editor, Planeta) y destacando también como un poderoso y atrevido entrevistador de grandes personalidades de la época, sobre todo en la revista del monasterio de Montserrat Serra d’Or y, claro está, en el semanario Destino, del que fue asiduo colaborador y acabaría siendo director entre 1975 y 1977. La correspondencia conservada entre Pla y Porcel se inicia en 1964, después de la primera visita del novelista mallorquín al Mas Pla de Llofriu, en compañía del crítico Lluís Permanyer, y es especialmente intensa hasta el año 1975. El contacto fructificó y, a partir de entonces, Porcel acudió en numerosas ocasiones a visitar a Pla, para cenar juntos, viajar por la comarca o simplemente charlar de política y literatura. Inversamente, Pla fue invitado varias veces a visitar a Porcel y a su familia, en Andratx y a recorrer la isla de Mallorca y sus paisajes, que le entusiasmaban. También viajaron juntos, recorriendo la costa catalana o valenciana, o hasta Sueca, para visitar al valenciano Joan Fuster, en un trío de ases literario irrepetible. Muy pronto, Porcel propuso a Pla publicar una extensa entrevista en las páginas de Serra d’Or. A partir de un cuestionario previo, la entrevista se publicó en el número de agosto de 1965. Ocupaba ocho páginas y se acompañaba de unas magníficas y sorprendentes imágenes del fotógrafo mallorquín Barceló. Aparte de una fotografía de la fachada de la masía, en el resto aparecía básicamente el rostro de Pla en primer plano, bastante desaliñado, despeinado, sin afeitar, vestido con un batín, o quizás un anti-[
6] guo abrigo (el recuerdo de Pío Baroja parece evidente), pero siempre sonriente, con una mirada lúcida y chispeante, que forzosamente desarmó al entrevistador. El texto era largo: 16 páginas mecanoescritas. Porcel lo precedió de una ambiciosa descripción del paisaje y de la masía, de la enorme sala en la que charlaron y de la original chimenea, con una amplia y acogedora campana diseñada por el mismo escritor en los años cuarenta. Y, claro está, del hombre que le recibía y la transcripción de la conversación. La entrevista de Porcel a Pla obtuvo un éxito inusitado entre los lectores de la época, a pesar de ser publicada en pleno verano y en una revista como Serra d’Or, en principio poco proclive a ensalzar la figura del autor ampurdanés. Muy significativas fueron las reacciones, aireadas por el mismo Porcel, según el cual, en Montserrat, los monjes la «devoraron», y algunos intelectuales le llamaron para felicitarle: el poeta Joan Oliver, el profesor Joaquim Molas, el entonces economista Ernest Lluch, el historiador del arte Joan Ainaud de Lasarte o el escritor Josep M. Espinàs. Solo el crítico Joan Triadú expresó su desagrado por el contenido.
Unas semanas antes, la estancia de Pla en la finca familiar de los Porcel y la publicación de los artículos que se derivó en El Correo Catalán, marcaron probablemente el momento de más simpatía y complicidad entre los dos autores. Porcel programó una segunda entrevista a Pla, esta vez para el semanario del que se había convertido en principal ideólogo, referente y colaborador, Destino. Publicada con el título «José Pla y su mundo» en junio de 1966, es otra muestra de admiración y amistad del joven novelista mallorquín hacia el futuro autor de El cuaderno gris. Pero ese mismo título ya había sido proyectado unos meses antes. En una carta del 27 de agosto de 1965, reproducida en el catálogo La diabòlica mania d’escriure (1997), Porcel explicaba a Pla, satisfecho por la buena recepción de la primera entrevista, su voluntad de concretar el proyecto de escritura de un libro sobre su figura. También le confirmaba la aprobación previa del editor Josep Vergés y, ante todo, le pedía su consentimiento. El libro se titularía El mundo de Josep Pla y debía dividirse en cinco partes: «La vida de Josep Pla», «La obra de Josep Pla», «La literatura en general», «Recuerdos de gente» y «La historia de ayer y de hoy». En la primera parte, los subapartados trataban sucesivamente de la infancia del escritor, de sus recuerdos universitarios, y de temas como la familia, el amor, los viajes, la comida, la vida presente, los amigos y el carácter. En la segunda, los aspectos tratados serían: los primeros pasos literarios, la experiencia periodística, la evolución de su literatura (del espejo stendhaliano a las cosas vistas de De Sanctis), la claridad y expresividad del estilo, la adjetivación, el fondo ideológico, su lugar dentro de la literatura catalana, etc. Para la tercera parte, se pensaba en tratar sus ideas sobre literatura catalana, española, francesa, italiana, etc. Sus opiniones sobre poesía, novela, biografía etc. Y los nombres de los autores fundamentales según su criterio. La cuarta versaría sobre recuerdos de escritores, políticos y personalidades conocidos por Pla en Barcelona y Madrid y una reflexión sobre la gente relevante de la actualidad. Finalmente, la quinta y última aparte trataría las opiniones de Pla sobre la sociedad contemporánea, el «conflicto masas-minorías», Cataluña en el pasado y en el presente, el mundo comunista, la Europa occidental y los Estados Unidos, etc. El propósito de Porcel era que el libro no fuera un ensayo erudito, que no fuera «libresco» ni comprometido con la actualidad, para asegurarle una «larga vigencia». Para ello, preparó tres cuestionarios de gran interés, sobre la infancia del escritor, sobre su familia y sobre los años de la escuela. Según parece, Pla respondió por escrito a las preguntas. Pero el proyecto se interrumpió.
En un primer momento, Porcel debía ser el único autor del ensayo. Después, Pla le propuso maliciosamente escribirlo al alimón. Finalmente, el libro no se llegó a publicar, ni tan solo a escribir. Lo que Pla proyectaba no era un ensayo literario sino una biografía suya que podía haber ganado el premio literario, abierto a todos los géneros narrativos, que con su nombre había instituido la editorial Destino en 1968. En una carta del 30 de enero de aquel año, Pla le decía: «Tengo la impresión de que Josep Vergés sabía que usted quería hacer una biografía (mía) con anterioridad al establecimiento del premio, y me pareció que la cosa no le había desagrado nada, sino al contario. Escríbame y deme su opinión sobre este proyecto y hábleme con toda claridad. Si no lo considera viable, lo dejaremos correr, como es natural» (traduzco del catalán). Porcel acabó ganando la segunda convocatoria del premio Pla, pero con la novela Difunts sota els ametllers en flor. En una nota de su dietario del mismo enero de 1968, Pla anotaba: «Pienso en el libro que podríamos hacer con Porcel. ¿Sería posible? Pienso en el libro una gran cantidad de horas por la noche» (traduzco del catalán).
En una última, enrevesada y quizás endemoniada vuelta de tuerca de la elaboración de su propia imagen pública, Josep Pla pretendía «coronar» su Obra Completa con un volumen biográfico estimulado por él mismo, a partir de sus propias informaciones y «controlado» de la primera a la última página. En un primer momento, Pla lo había intentado con el poeta, novelista y veterinario de Pals Ventura Ametller, al que literalmente «encargó» no escribir sino dictar o imponer su propia biografía. Al fracasar este primer intento, Pla se volcó en intentar convencer a Porcel de llevar el proyecto a cabo. Pero Porcel acabó desistiendo ya que en seguida se dio cuenta de que lo que en realidad Pla necesitaba era un transcriptor de la versión biográfica que él mismo quería transmitir y dejar para la posteridad.
X. P.—UNIVERSITAT DE GIRONA
AMOSSY, R. (ed.) (1999), Images de soi dans le discours: la construction de l’ethos. Ginebra, Delachaux et Niestlé.
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