El ser humano puede caminar veintidós metros sobre brasas incandescentes, mantenerse despierto durante once días, ascender hasta los nueve mil metros de altitud, permanecer sumergido en el hielo una hora y doce minutos, correr los cien metros lisos en 9’58 segundos, sobrevivir sin comer ni beber durante 72 días; poco más de un año con agua y vitaminas, aguantar la respiración once minutos y 35 segundos realizando apnea estática o recordar 67.890 dígitos del número pi, entre otras muchas cosas. Evidentemente, estoy hablando de los límites del ser humano, límites a los que solo un pequeño grupo de personas ha conseguido llegar. Límites, límites… Líneas que señalan un punto (real o imaginario) que no puede o debe sobrepasarse. Líneas que están en nuestra cabeza o en vuestra sonrisa, pero que marcan el fin de un cuerpo o dibujan la separación entre dos entidades. Lo repito por si alguien aún no se ha dado por aludido a estas alturas del prólogo; evidentemente, estoy hablando de los límites del ser humano, límites a los que solo un pequeño grupo de personas ha conseguido llegar.
En este espacio que me han dejado en blanco, os quiero presentar la historia de un tipo que no sale en el Libro Guinness de los récords, pero que es la única persona que ha sido herida de gravedad 146 veces y que aún sigue viva para contarlo, para sacar a relucir sus cicatrices e incluso presumir contando la historia que esconde cada una de ellas. Esta persona se llama Angel Zero y posiblemente sea el último superhéroe patrio que nos quede, porque caminar sobre las brasas, mantenerse despierto, correr rápido, sobrevivir sin comer ni beber, aguantar la respiración o recordar muchísimos dígitos lo podrá hacer un selecto grupo de personas extraordinarias, pero amar y abrir el corazón como la primera vez, a pesar de vivir en estos tiempos de odio, capricho y fugacidad emocional, solo lo puede hacer un loco de remate o un superhéroe que se muere por vivir.
No me quiero extralimitar, así que, sin más dilación, os dejo con su colección de Cicatrices.
DAVID MARTÍNEZ ÁLVAREZ RAYDEN
Yo solo quería a alguien con unos brazos que tuvieran la capacidad de ser ese «a salvo».
Que parecen dos palabras sin importancia, pero cuando los miedos te aflojan el cinturón, la vida te deja desnudo.
Otra mañana más la busco en el espejo, como el que busca un calcetín desparejado, sin demasiada esperanza, con demasiada expectativa. Cuando despierto, y apenas puedo abrir los ojos, o cuando apenas puedo mantenerlos abiertos. No es ella quien me despeina. Estoy ante otro selfi de puro contexto social como tratando de contar que aquí pasó algo. Algo que merezca la pena contar. Esconder la tristeza nunca se me ha dado demasiado bien. Me acuerdo de ella, más de lo que admito, más de lo que quiero creer, aceptar, o con lo que quiera vivir. Es la sexta foto. No sé si pretendo buscar un efecto óptico, una perspectiva menos inconformista, o simplemente debería ir aceptando que ninguna cumplirá la expectativa. Las fotos quiero que me las haga ella. Y que no use cámaras. Sus ojos y un recuerdo en su mente. Que se sienta libre de fijar objetivo cuantos segundos quiera, que pestañee y guarde esa foto en formato recuerdo. Que sea suya, y de nadie más.
Despeinado. Pero qué peinada tengo la sonrisa si al girarme está.
Ya no sé si asusta más el miedo a lo desconocido o que algunas historias nos sepan a miedo conocido, desde el primer instante en el que las miradas se conocen. Pero nadie es capaz de ver la señal luminosa del cartel de «Precaución».
Y, joder, lo sabes tú tan bien como yo, que cuando sonríes a alguien, has caído hasta el fondo.
Y no voy a entrar a debatir quién es el león y quién es la gacela.
Eso siempre será una duda que te resolverá aquel que tiene que encajar el adiós.
Ojalá tu recuerdo se hubiera perdido
con la curiosa habilidad que tiene el eco
de tragarse todas mis carcajadas.
Me sigo abriendo el corazón como en un piso
compartido abres la nevera, para encontrar:
Salsa de tomate y mucho vacío.
Él era uno de esos chicos
que había empezado a decir que
no sabía «amar» porque todas
sus historias siempre le acaban
por saber tan a desastre como sus
dibujos: simples y con arte a su manera.
Él hubiera dejado de vivir
todas sus orgías con farolas
cada vez que pensaba en Ella,
si, tan solo una vez, los besos
que imaginas pudieran ser un
deseo cumplido.
Él no hubiera dejado de tejer
su tela de araña con sueños
—aunque siempre llegue alguien
que los destruya—,
porque, aunque siempre le desesperó,
quién se resguarda de sus miedos sin
un corazón al que llamar hogar.
Él seguía pensando que, donde
unos insisten en ver diferencias,
Él solo veía razones para juntar.
Y, por eso, la única vez que le preguntó
a alguien qué opinaba de la distancia,
comprendió que solo el polo norte y el polo sur
estaban preparados para dar respuesta.
Tan diferentes pero a la vez tan parecidos.
Tu frío o el mío,
que roce aquí o roce allí,
un día tanto dolor va a hacer
que derritamos nuestros polos
el uno por el otro.
Miré nuestra historia como si pudieras
escribir 10 páginas de reproches y yo
hubiera escrito 1000 de razones.
¿Sabes de dónde vengo?
Vengo de quererte,
con el corazón en mil pedazos,
una fila de «te quiero» cansados de la cola,
un adiós perdido por el pecho.
No me gustó comprender que cuando la vida busca un sicario
contrata a un recuerdo y te mata con dudas.
No me gustó pensar que te he querido más que a mí.
No me gustó pensar que dejé a salvo el espejo y rompí el corazón para librarnos de la suerte.
No me gusta —hoy— aceptar que aquello que quisimos y un día perdemos —o no llegamos a tener— es, después de mucho tiempo, como ese diente de leche que hace por caer.
Y yo no voy a cometer el error de afirmar que solté lo que simplemente se fue porque iba a venir algo mejor.
Quién me iba a decir que
al conocerte te di dos besos
y que ahora prefiero darte uno.
Será porque los primeros
esquivaban el que después
quise centrar.
Miraba la llama del mechero y
sentía que la había encendido
para nada.
Que, a veces, enciendes un recuerdo
que quema para acabar sintiendo el frío.
El fuego y el gas, tan juntos,
pero a la vez tan distantes.
Y Él volvía a sentir otra vez que
soplando no cumpliría el deseo,
sino que hubiera matado sus ganas
antes de encender cualquier vela
que mereciera cerrar sus ojos.
Que su deseo favorito le pilló
con los ojos abiertos y el corazón
como el túnel que no encontró otra
forma de esquivar la montaña.
Y ahí andaba, con todas
las pestañas en el paredón,
esperando otro beso que las
hiciera volar.
Porque le habían dicho muchas veces
que en el suelo solo iba a encontrar
lo que se caía.
Pero parecía que siempre
podía encontrarse Él, cuando,
cansado de la ruta al centro
de la tierra desde la puerta
de su ombligo, buscó la salida
a los problemas haciéndose hueco
entre sus brazos.
Y el siguiente estúpido que le dijo
que se había rendido no supo ver
que el amor propio aparece cuando
te das cuenta de que aquel que pide
deseos imposibles condena a la vela
a consumirse por nada.
Tengo la mala costumbre de querer cuando no tengo y echar de menos cuando pierdo.
Quizás las cosas me habrían ido mejor si me hubiera limitado a querer lo que tenía.
A nadie le gusta mirar
lo que no salió bien y
exclamar algo diferente
a «¡Error!».
A todos nos gustaría,
—aunque sea por ese
«qué hubiera sucedido»—
volver atrás y ver si, del
revés, vamos rebobinando
el pasado desde la última
historia y probar a ver si
la primera canción que nos
hizo saltar por la calle hoy
puede esbozarnos una sonrisa.
Que sí, que los dos vamos a
volver a bailar con Wannabe,
pero el corazón no vuelve
a vibrar si no hay razones entrantes.
Que, aunque cueste, aceptes que
solo tu próxima canción va a tener
el poder de hacer que muevas ese
esqueleto que fue acumulando
la suma de todas las canciones que
un día nos hicieron bailar y hoy,
simplemente, son melodía de
funerales donde entierras el amor.
Un día te da un arrebato y
te da por mirar a una persona
como ese apéndice que no
cumple ninguna función más allá
de ser un incordio.
Y es que hay personas con las
que un día compartiste la sonrisa,
en esa tarde donde el tiempo despegó
desde tus mejillas.
Y hoy acabaron por enseñarte
que hay trucos de magia donde
desaparece la felicidad y de la chistera
siempre sale el dolor.
Y tú ahí, tan solo, vuelves a no encontrar la salida.
Siempre he vivido sin la capacidad de restar valor al pasado.
Será porque lo que un día fue nuestra razón para que nuestro corazón latiera más fuerte que nunca hace de tope de nuestra felicidad.
Aún no sé si lo que hoy llamo «solución» nunca ha dejado de ser mi alternativa más suicida, pero acepté que, con este corazón tan roto, me iba a tocar volver a usar el pulmón para coger aire.
Quizás sea suicida porque pienso que el amor es lo mejor que hay en este mundo y ese obligado exilio me mata más de lo que presupuse en un momento. Pero, normalmente, ese camino fácil para el que somos imanes no nos va a ofrecer un futuro diferente.
Hay que tener valor, buscarlo y encontrarlo aunque no sea tarea fácil, o crearlo si no nos viene de serie.
Lo ÚNICO que un día te puede asegurar una sonrisa en el futuro es aceptar que una temporada de tu vida vas a volver tu corazón un envase vacío, hasta que estés mínimamente preparado para que, cuando algo entre, lo tengas limpio de impurezas y habilitado para mantener el corazón que viene dispuesto a cuidarte.
Quizás ella nunca entendió que yo entraba para cuidar.
Quizás yo nunca entendí que cuando un extraño entra en un corazón, este jamás va a entender de buenas intenciones.
Me hubiera sentido Goliat con tal de que a David
le diera por lanzarte a mi vida.
—Aun conociendo el final—.
Me hubiera comido toda la casa de gominolas, sin dudar,
con tal de verme engullido a besos, con tal de ser la razón
que te hace volar sin escoba.
—Aun con este final alternativo—.
Me hubiera puesto a mirar sin miedo y con ganas a Medusa, con esa expectativa de ser una piedra tan jodidamente grande que no hubieras podido evitar tropezar conmigo.
—Aun con este desastre de final—.
Me hubiera convertido en la manzana envenenada con tal de alimentarte en tu último suspiro y, siendo razón de muerte, hubiera visto al fin mi vida sin ti, completamente reflejada.
—Aun con un final donde mueres de amor—.
Me hubiera dado por desembarcar en Normandía, desde el océano de mi tristeza, en una playa que forma tu cuerpo, aunque me llovieran excusas dispuestas a matarme.
—Aun con un final donde muero, si es en tu cuerpo—.
Me hubiera dado por decir, unos siglos después,
que la tierra tiene tu silueta, que las mareas se rigen
por la indiferencia con la que siempre me ha querido tu corazón.
Que todo crece y se destruye con la dictadura de una diosa que solo hubiera bajado en ausencia de plegarias.
—Aun sabiendo que acabaría en una hoguera, me hubiera ahorrado el trayecto—.
Aunque, tiempo después, comprendí que la chica que quiere a Superman e ignora a Clark Kent no me convenía.
Lo siento si he dado la sensación de que soy un mentiroso, pero a veces la diferencia entre «no puedo» y «aún no me ha dado por intentarlo» es un escalón que parece un precipicio.
Un paso mal dado y te resbalas del corazón al suelo.
Pero hoy me siento preparado.
Sé que he mirado muchos poemas como quien tiene un hijo que no se parece nada a él y no puede evitar dudar.
Porque tengo una habitación que se parece a la Biblioteca de Alejandría y siempre que hay cosas que no te gustan, tienes el poder de ser quien custodia la verdad o quien juega a ser pirómano.
Pero hoy me siento preparado.
Aunque sea una sensación de valentía parecida a la que te invade cuando eres uno de los de 300 y sabes que tu pedacito en la historia te hace inmortal en papel pero nunca has dejado de ser un mortal sobre el «papel de la vida».
Pero hoy me siento preparado.
Aunque me pille el cuchillo nada más salir de casa, aunque el afilador me estuviera esperando puntual, porque solo si te cortas de verdad aprendes a coger por el mango.
Pero hoy me siento preparado.
Aunque sienta que el rojo de la diana es terreno sin conquistar para los torpes y el corazón sea como un ombligo adicto a las pelusas.
Pero hoy me siento preparado.
Aunque me sienta como una cucaracha que sobrevivió con esta cabeza que siempre estuvo cortada de tu corazón, como si el amor nunca pudiera dejar de ser un Hiroshima donde desde el cielo esperas ver caer algo bonito que no te deje inhabitable.
Pero hoy me siento preparado.
Aunque recurra a un bucle de afirmaciones —7 para ser exactos— pensando que mi número favorito y la superstición podían darse una vez más la mano y fingir que no son un matrimonio de hecho que ya no puede volver atrás.
Aunque me siga sintiendo solo, como el trozo de suerte que me espera en algún lugar por el que nunca paso.
Pero hoy me siento preparado para aceptar que vengo de todas mis ganas de decir «Hola» a alguien a quien tuve que decir «Adiós».
Sin saberlo, sin esperarlo, el adiós
vuelve a doler menos que el hola
que vas a leer después.
Dicen que es peor el remedio que la enfermedad. No van mal encaminados. Porque si la enfermedad era la incertidumbre de sentir su piel, de sentir sus labios, el remedio me condujo a añorarla de tal forma que hace justicia al refrán.
He tenido que pensar demasiado —mucho más de lo que yo puedo procesar, que no es poco— para ver algunas cosas claras. Por un lado, se me plantea una pregunta: ¿por qué Ella?
Hay algo que se escapa de mi control —por completo, de hecho— y responde perfectamente a mi pregunta. Esa sensación de no aceptar nada que no sea Ella, de sentir que el aire no me basta para vivir, que la necesito, que la quiero a mi lado, que los sueños salen a flote y llevan grabado su nombre, con mayúsculas, como diciéndome: «No seas tonto, no te hagas preguntas, simplemente búscala, porque esto de tu cabeza es de ELLA».
Que el subconsciente me tortura día sí y día también. Jodidos sueños, ya no sé cuáles son bonitos y cuáles pesadillas.
Porque me pregunto cómo latirá su corazón cuando me eche de menos, cómo reaccionará si me ve, cómo sonará un «te quiero», o si nos alejaremos de palabras gastadas y mal usadas e inventaremos una.
Porque quiero que busque mi mano, casi sin querer, que me haga cosquillas al hacerlo, que me asuste.
Porque quiero escuchar cómo se ríe cuando digo algo gracioso, cuando tropiezo, cuando cuento el chiste más malo de mi repertorio, cuando me salen 1000 tonterías y ninguna coherencia.
Porque quiero que se ría cuando me convierto en un psicópata asesino de patatas fritas —un genocida, para ser exactos—. Cuando el gato tiene más protagonismo que yo, cuando la destape, cuando no me despierte ni una bomba nuclear.
Quiero que disfrute de cómo intento cocinar, de cómo me quemo, de cómo me queda el mandil —gracioso o sexi, depende del punto de vista.
Quiero pasarme horas escuchando música con Ella, saber que, si habla, solo su voz merecerá más la pena, diga lo que diga, que cualquier canción del mundo. Porque cuando la veo llorar, quiero llorar, y al segundo me doy cuenta de que lo que más quiero es fabricar un embalse, para que no derrame ninguna más.
Porque el fin justifica los medios, y si Ella es el fin, no hay obstáculo digno, ni misil, ni decreto, ni pasado, ni ley capaz de pararme. No hay nada que me aleje de Ella.
Porque quiero la incertidumbre de los días a su lado, donde solo aspiro a la certeza de despertar junto a Ella.
Y aquí ando, cambiando todo, por lo que me hizo sentir una mirada.
En el fondo, y con total sinceridad, de qué me sirve una vida de experiencias, de conocer y recorrer mil mentes, si una me llena más que todas juntas. Solo para replantearse cosas y llegar a la conclusión de que estaba entregado a mi propia ignorancia.
Pero la realidad llega de la mano de algo que está por encima de nosotros. Descubriendo realidades por doquier, y hasta ayer no me di cuenta de que no había descubierto la mía.
Simplemente me limitaré a disfrutar de Ella, con el sueño de estar cerca de Ella, de compartir una fracción de tiempo que no soy nadie para definir. Y salga lo que salga, habré seguido no solo al corazón, sino a la mente, porque ambas están de acuerdo.
Pero ¿qué puedo ser yo para ella?
La razón de su mejor sonrisa, la persona que la entenderá esté feliz o triste, quien esté a su lado comprando ropa, quien coja sus defectos y los quiera por encima de todo, porque yo no veo sus raíces, yo veo el arcoíris que puede ser su pelo.
Porque soy quien la puede acompañar en los domingos lluviosos donde levantarse del sofá es un reto de cojones. Quien llenará la nevera de ilusiones compartidas y el sofá de orgasmos de carcajadas.
Pasearé con ella y empezaré a quejarme del trayecto solo con la idea de que voy a caminar. Que estaré para ella cuando quiera que le haga el amor, cuando quiera que la empotre en el probador de Zara.
Que me tendrás cerca si me necesitas, lejos si lo pides, pero mirando al horizonte para ver cuándo vuelves. Que entenderé que te deseen, quieran y mil cosas más 3300 millones de chicos, porque lo ilógico sería no hacerlo.
En definitiva, la vida me ha enseñado variadas cosas, y has llegado tú y solo pienso en compartirlas contigo si eso te hace más feliz.
Y te encuentras otro corazón roto. Pero este tiene un color diferente. Parece que cada trozo de colores apagados pueda explotar en un arcoíris cuando se ríe —sin que lo esperes.
Y te das cuenta de que ha sido una tontería lo que lo ha provocado. Y que te contagie, que se expanda, que cambie todo lo gris y no sepas qué hacer con tanto color. No entiendes cómo puede hablar de sueños que no tienes y sentir que son tuyos. No entiendes cómo puede contarte miedos y asustarte aun no siendo los tuyos. No entiendes cómo puede sonreírle así a cada uno de sus miedos. Piensas que no es de este puto mundo.
Y qué suerte la tuya de estar ahí, junto a ella. La miras. Una y otra vez. Te gustaría comprender cómo lo hace.
Entiendes que hace mucho tú tenías esa sonrisa.
Es simple:
Estás ante una historia donde quieres que se joda la tecla del punto (y final) para verte usando comas de por vida.
Abuelo, ojalá estas palabras arrancadas del corazón, porque hoy no las pude guardar, no fueran necesarias. Ojalá tú aquí. Y tu risa, la picaresca de tu amor y cada uno de tus consejos.
Hoy no le quiero escribir a Ella. Hoy no quiero pensar en ninguna mujer que me sacó una sonrisa o me lastimó el corazón.
Hoy, en este océano de mirada, he vuelto a pensar en ti.
Miro la pantalla del móvil con el mismo silencio que me envolvió en dolor en nuestro último abrazo. Hoy de nada me han servido todas las corazas que me pongo encima, que toda muralla se ha vuelto de aire para que tu ausencia la destruya a su antojo.
Hoy no pienso en los regalos, ni en el árbol de Navidad, ni en el nuevo año. Retrocedo en el tiempo para ponerme de nuevo junto a ti.
Para recordar todas las visitas a Gijón, para recordar tus bromas sobre que los chinos no tienen cementerios y tu más que sensata duda: «¿Qué nos darán de comer?».
Hoy he viajado a ese rincón de la mente donde, cada vez que uno viaja, sabe que se le va a romper el alma en mil pedazos, porque la distancia no entiende de abrazos.
Me faltan tus brazos salvando mi vida, me falta tu voz calmando mis días. Me faltas TÚ, y con eso, todo.
Pero ¿sabes qué pienso?
Pienso que, al final, siempre sonrío.
Sonrío porque, aun perdiéndote, he tenido la suerte de haberte tenido, la suerte de haber sido feliz. Eso es lo que me queda.
Eso es muchas veces todo. Así que, de verdad, créeme cuando te digo que nos volveremos a ver.
TE LO PROMETO.
Las que leen unas siete veces a la semana ese párrafo donde les decías lo mucho que las querías.
Las que cogen todas las fotos y las siguen imprimiendo para pegarlas en ese álbum de recuerdo. Y un sábado, en el que no se sienten guapas —y mira que lo son—, cuando están cansadas de ranas —que solo saben croar— y buscan una sola razón que las haga llorar, ahí están esas fotos que se oponen a sus exigencias y acaban siempre en sonrisas.
Son las que escriben enunciados en negro y respuestas en azul. Las que tienen unos apuntes color arcoíris, las que tienen orgasmos cuando se quitan el sujetador, buscan camiseta holgada y braguitas.
Convierten ropa de andar por casa en la envidia de todos los catálogos de lencería.
Esas que tan pronto te saltan en un concierto con Devil came to me como se ponen a llorar con My heart will go on.
Las que ven películas de amor y les da igual que no sea real, saben que el suyo es mejor —cómo no va a serlo si están ellas en la ecuación.
A las que les escribes una carta y una década después aún la guardan. Aún la rescatan.
Esas locas que se comen el mundo entre horas, antes de que esté servida la mesa, cuando las miro con ganas de aventura y relamen sus labios.
Las que cuentan con los dedos las excusas para encontrarse con tus labios, pero aún cuentan los «quiero» con la mirada.
Las que ven una finalidad a esta vida más allá de nacer, alimentarse, reproducirse y morir. Aunque cierto es que se alimentan de labios que nacen cuando las conocen, mueren cuando las pierden y se reproducirían cada día de su vida con ellas. Y es que ellas son expertas en buscar la felicidad. O en crearla si no la encuentran.
Si no tienen dinero, dibujan un billete y le ponen tu sonrisa.
Y, joder, si alguna vez os preguntáis qué es la felicidad, es eso.
Y no lo digo yo, lo dice el billete que han tenido que imprimir en A1.
Echan a suerte cuál será su siguiente piedra y siempre sale cara. La que se nos queda si somos nosotros esa suerte.
Ríen, saltan, corren y cogen el móvil con impulsividad para hablar en ese grupo de WhatsApp donde dirán: «Tías, tías, he conocido a un tío que buff». Ni mesa redonda, ni juicios de estado, ni Black Target. Te expones a que, hagas lo que hagas, sus amigas te puedan poner de vuelta y media o hacer que estéis juntos.
Entended que si queréis estar con una de esas locas, más os vale gustarle también a sus amigas. Si no, no tenéis nada que hacer.
Y si después te vuelves un gilipollas, no les faltará quien las escuche y les diga: «Estás mejor sin él».
Que cuando pasa un chico que les gusta, llaman a su mejor amiga y dicen: «Me he enamorado».
Se confiesan humanas con cada una de sus malas decisiones y todos sus «nunca más», y en verdad son diosas a las que rezar cada día el milagro de cruzarse con una y acabar en su vida.
Una noche y mil cerillas
encendidas en tu espalda.
Sonrisas jugando al escondite,
ocultas tras mis labios
por si eres tú quien buscas.
Miradas de complicidad,
donde uno siempre acaba víctima,
y el asesino, indiferente.
Caricias en tu espalda.
Mis ojos probando el tacto.
Mis labios probando a mirarte.
Tus buenos días como único amanecer.
Tus buenas noches como único anochecer.
Tu risa provocada,
un politono
que ha costado
exactamente:
una palabra enviada a tu oído.
Lo que callas,
mi razón para soñar.
Sobran los relojes
desde que los latidos de tu corazón
son mi única unidad
de medida del tiempo.
Nota mental: NO abras una carpeta titulada «Fotos 2014».
Hoy, en una de esas carpetas que no están ocultas —y que parecen ocultarse por nuestro bien—, he encontrado 237 fotografías de un viaje. Y me ha invadido la tristeza al ver una foto donde dos personas se miran. Una soy yo, la otra no eres tú.
Demasiadas veces me pregunto si este ejemplo, de los muchos que han podido despertar mi nostalgia, se repetirá con otra protagonista. Si llegará el día en que mis ojos reflejen ese brillo que me haga afirmar que «una imagen vale más que mil palabras». Si llegará el día en que alguien me haga quemar el mundo entero si se interpone entre nuestras miradas. Si llegará el día en que algo será mi amanecer y pondré el despertador para ver cómo rompe la mañana en mi ventana, de dentro a fuera.
Incertidumbres para quien la esperanza es una debilidad humana difícil de esquivar. Aunque me digo a mí mismo que tú me has hecho mirarte así. El problema es que, si por ti fuera, viviría en días sin amanecer —porque no estás, más que nada.
Quiero que seas el amanecer todos los días de mi vida. Quiero tu mirada frente a la mía, con la certeza de que no me voy a cansar jamás de esos ojos que tienes.
Que te quede bien claro.
¿Sabes por qué?
La mirada no se apaga, solo se aprende a mirar mejor.
Nota mental: NO indagues en una tarjeta SD con más polvo que la última repisa de la estantería. La que nadie ve y no hay que limpiar.
Hoy, en una de esas limpiezas anuales, encontré una tarjeta SD. Y aunque en esta ocasión lo que contenía no me desagradó tanto, no está de más la nota mental.
Encontré —entre otras cosas— una fotografía de un accidente de bicicleta que tuve hace tiempo. Y me hizo sonreír —para variar.
He pensado que tengo que vivir la vida de tal forma que, aunque me pasen este tipo de cosas, no me arrepienta de la inconsciencia que tuve antes de acabar así. Que es la amnesia, el dolor, el casi no lo cuento, las cicatrices...
Para mí no hacen sombra a unos segundos de adrenalina de los más intensos que he vivido. La locura siempre desequilibra la balanza hacia un «compensa».
Dejemos de llamar errores a las cosas cuyo resultado no nos gusta. Todo, absolutamente todo, tiene algo único e irreemplazable.
La cuestión es que el amor es exactamente igual que esto. Y parece que sigo sin saber cómo aplicarlo.
Que paso más tiempo quejándome de quererte tanto que tiempo aceptando que quererte es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Y eso que «somos uno» en la acepción en que «uno» es sinónimo de «solo».
Voy cargado de recuerdos por
no saber cuál es el
momento de soltar lastre.
Que en el espejo no encuentro cicatrices
porque las llevo por dentro.
Que volver a verte
es vestirme una sonrisa
y salir con lo puesto, porque
la cuenta atrás entiende de
noches de insomnio
que se consumen en
la dictadura que impone
el segundero.
Hago hincapié en que entiendas
que si me adelanto al amanecer
es por verte aparecer, que
sobre el suelo y bajo el cielo,
y a tímidos pasos, avanza
mi talón de Aquiles.
Porque por tus labios
yo dejo atrás Troya,
convirtiendo tu piel en mi patria
para que suelo y cielo
mueran de envidia.
Vivo dando las últimas puntadas
para que no te resfríes,
desde que me diste dos besos
y dijiste: «Estas son mis cicatrices».
Besos anclados en la infancia
soñando ser versos,
por eso de que en tu ausencia,
todo del revés, la mariposa
espera amanecer en oruga.
Se me escurre la
cordura
si me abraza tu
locura.
Me visto tu piel.
Anarquía de mis labios,
protestando contra la opresión
de tu derecho de admisión.
Puedo imaginar
colas de deseos, que dibujo escaleras
en tu espalda. Y escalar sin vértigo.
Y no haré justicia
a lo jodidamente perfecto
que es saber
que si caigo...,
resbalo por tu cintura y acampo en tu entrepierna.
Para coger o perder. El aliento.
Una vez le dije a una chica:
«Somos dos planetas iguales en galaxias diferentes».
Y es que me gasto
ratio de musa por sonrisa.
Algunas han rascado
la inocencia de mis labios,
y otras han comprobado
lo que esconden las sonrisas.
Y es que nunca veo cuál es el momento
de vestirme el corazón
y desvestirme los miedos.
Que parece que solo sabe de estar
contra la espada y la pared.
Que le grito a las estrellas
a ver si dejan caer algún deseo
y soy otro tonto más mirando al cielo.
Y se me vuelve a cruzar
otra cadera, otro lienzo de piel
donde estrellar la sonrisa,
otros ojos bonitos sintiéndose
el cuadro más bonito de
mi museo de buenos ratos.
En este domingo ya he convertido la incertidumbre en certeza de que no estoy ni mínimamente capacitado para ser Dios. Más que nada porque el séptimo día yo no lo uso para descansar. Lo uso para pensar en ti.
A veces pienso que, cambiando pensarte por tenerte, no me darían los días para hacer todo lo que quiero hacer. Ya podrás deducir que se piensa más rápido de lo que se pone en práctica.
Está lloviendo ahora mismo. Como para no escribir triste, si está todo el día lloviendo. Esto incita a un arresto domiciliario en el que me falta compañera de celda: TÚ.
Podemos reír más fuerte que la lluvia rompiendo en los cristales. Podemos hacer unos frisuelos —unas creps para los no asturianos—, usar medio bote de nata y rellenarlos bien de Nocilla. Para la nata que sobra ya se nos ocurrirá algo.
Si te apetece, podemos salir fuera, por eso de ser valientes, o inconscientes, o suicidas, o locos de manicomio. Podemos saltar en los charcos; total, con lo que está lloviendo vamos a volver mojados igual. También nos podemos mojar subiendo las escaleras por pura desesperación, esperando un ascensor que tarda demasiado —yo, ningún problema.
Podemos hacer muchas cosas, será por ideas. La cuestión es que te quiero aquí, pero, aún más que eso, quiero que tú quieras estar aquí.
Voltear los relojes, apagar el móvil, matar el tiempo juntos y no acudir a su funeral porque estaremos haciendo cosas mejores.
A veces, un solo segundo en formato recuerdo
puede compensar tanto estrellarnos en cielos
de carne y hueso.
Te bajaría una estrella. La que tú quisieras. Me bastaría con que tus ojos me lo pidiesen para que me enfrentara a la estratosfera. Pero ¿para qué vamos a acomplejar a una estrella? Que, por mucho que brille, no se comparará contigo, ni me cegará como lo haces tú. Ya si eso te compro un espejo y te digo: «Mira, una estrella».
Me gusta pensar que tú eres mi estrella, porque cuando los demás me preguntan quién eres, cómo te llamas, les digo que en el cielo hay miles de estrellas, y que me gusta saber que soy yo quien conoce tu nombre y las coordenadas exactas para mirarte cada noche.
Porque voy a decirle a alguien quién eres, para que te busque en el cielo, y no te llegue a mirar como te miro yo. Tan a mi medida.
Contigo quiero muchas cosas: me quiero a mí.
Y después:
Quiero un concierto de rock donde quedarnos sin voz, para besarnos lentamente en la segunda balada y llenarnos de babas cuando Rober diga «Fuego» y nos encienda. Y que alguien se cargue el interruptor para que eso no se pueda acabar. Quiero ver la playa con nuestros ojos, los míos y su reflejo en los tuyos. Quiero cocinar medio congelador a tu lado cualquier domingo de resaca. Quiero una siesta en el sofá abrazados, por manta nuestros cuerpos. Quiero que nos demos la mano, y acariciarla, porque nunca me ha gustado darla porque sí. Quiero pasear del lado que da a la carretera, para protegerte, y que tú duermas del lado de la cama que da a la puerta, que siempre me ha dado miedo. Quiero que seamos de esas personas que cuando está alguien triste le encienden una sonrisa para que su oscuridad no le dé miedo.
Quiero que no estemos todo el rato juntos y vernos felices con decenas de personas que no somos nosotros. Y que, al volver a vernos, sea echándonos de menos.
Esa es la magia que quiero que seamos.
Tuve frío cuando estabas cerca y calor cuando te fuiste.
Y este mundo del revés no me gusta nada de nada.
Me niego a aceptar que cuando ardo en deseos de besarte deba sentir el frío de tu distancia.
A centímetros de ti.
Me niego a aceptar que cuando te marchas, te alejas
y ardo en deseos de secuestrarte, deba quedarme yo solo, con todo este calor, con todo este amor, con todo lo que tengo para ti.
A kilómetros de ti.
Y ver cómo lo esquivas, como se esquivan las gotas de lluvia cuando no llevas paraguas y buscas cada resquicio de la ciudad donde resguardarte.
Quizás un día te encuentres en un desierto y
cuando me precipite —como otras tantas veces—
vayas a buscarme porque seré tu única forma de
sobreVIVIR.
Que su sonrisa siempre
ha mantenido a raya a mi cintura.
Todo lo que sabía de rectas y precipicios
lo olvidé cuando me presentó su espalda.
Y pensé que tampoco pasaba nada
si tenía que aprender a caminar otra vez,
si era su mano la que sostenía mi equilibrio.
Por Ella no hubiera dudado
en volver al pasado para evitar
que tuviera miedos.
Para conseguir que nunca más se le rompiera el corazón, y no tener que pegar pedazos que no quieren pegar.
Que mi corazón siempre ha estado en su mano
y ha tenido total libertad para darle el uso que precisase. Que no tengo miedo a que lo destruya, porque sé que no sería capaz desde que acepto
que una parte de Ella moriría conmigo.
Quizás, el mayor problema sea que
Ella no esperaba cuando yo dije:
«Un día iré a buscarte, porque querré estar contigo y podré hacerte feliz como te mereces serlo», que yo cambiase. Que yo estuviera allí. Que fuera verdad.
Y ahora que estoy preparado para quererte, parece que tú no estás preparada para quererme.
Y parece que fue ayer
cuando cambié el océano
por la pecera que me regaló.
Y me asustó más
lo que había fuera
que la ausencia de libertad
que pronosticaban dentro.
Porque hay veces
en que la inmensidad del océano
es nuestra cárcel
y la habitación de una mente,
la ansiada libertad.
A la vida siempre le han faltado besos de verdad.
Más besos de los que ves uno donde hay dos.
Más besos tirita que duelen cuando te despegas.
Más besos, de esos que los labios besan porque lo ha pedido el
corazón.
A la vida siempre le han sobrado besos de mentira.
Menos besos de los que venían de otros labios.
Menos besos de los que, al vernos, pensaban en otros labios.
Menos besos oasis en el desierto de nuestra vida para quien
tiene ganas de
TODO.
Dicen que las promesas se las lleva el viento, y, aunque no tarde en comprobarlo, pienso que a algún lugar irán a parar. Quizás esa voz —que algunos llaman conciencia— sean promesas de desconocidos, susurrándonos un futuro diferente.
Hay quien busca oro, quien roba cobre, quien codicia diamantes de sangre, quien inicia guerras por oro negro. Y luego, estoy yo, que decidí buscar promesas que coleccionar.
Yo no quería tener una deuda con el viento. No quería que se cobrase la deuda con mis promesas. No quería que volasen de mis labios para acabar en otros diferentes a los tuyos, ni verlas condenadas a pasar la eternidad en un vuelo sin escalas. Le pedí el curriculum vitae al viento. Decía que se llevaba las promesas. No tenía muy claro si eso era bueno o era malo. Me explicó que muchas veces se pierden porque el receptor está cansado de ellas, que otras veces no quiere recibir la entrega, y que demasiadas veces no llegan en perfectas condiciones por culpa de quien las envía.
Pensé que el viento solo se lleva las promesas que no pesan, así que escribí y escribí, día tras día, para que cada promesa de mi puño y letra formara un libro de promesas.
La promesa de que te voy a querer siempre, que usaré mis cinco sentidos para inundarlos de felicidad en tu presencia y que tú inundes los tuyos en la mía. Que escribiré cada una de ellas, porque si lo escribes, dura.
Llegué a la conclusión de que el viento no sabe borrar la tinta, ni hacer volar las palabras que se aferran al papel.
Y claro, las que no se cumplen dejan cicatriz.
Voy a pintar una línea
para separar lo que más quiero de mí.
Y te prometo que no la pasaré.
Que esperaré al límite, como un corredor de 100 metros lisos
al que no le dan salida.
Y haré de esa línea mi balcón,
como el que observa en una bola de cristal
lo que quiere y no puede tocar.
Sin romperla. Sin romperse.
Y soñaré despierto que la cruzo.
Y me excitará la maldad
de olvidar la promesa,
para acabar tocándome solo.
Y no es mentira, sino una verdad omitida,
que la pintaré con tiza, y el día
que la borren tus lágrimas… Cruzar.
Soy ese cero a la izquierda
que perdió la puntualidad.
La bala encontrada,
la pólvora seca,
la ruleta rusa y la dieta
de una bala que quiere
ser anillo al dedo
de un cañón.
Aunque no se vuelvan a ver.
Aunque acabe desvestida
en otro cuerpo, diferente
al que la encendió.
Soy, por ser, muchas cosas.
Desde que aprendí a contar con los dedos,
no fue difícil deducir que los volvería a usar
para contar:
La distancia entre tu espalda y mis razones o cuánto tardan en secarse tus labios si te reto a un duelo de caballeros.
—Y sí, ya sé que ahí gana el primero que pierde el honor—.
Pero acaso ¿no es así el amor?
Siempre hay alguien que dispara antes. Siempre hay alguien que acaba con más heridas. Y como excepción que confirma la regla, no siempre es el que primero dispara el que acaba con menos heridas.
Llegué a la conclusión
de que si no te ves guapa despeinada
es porque no te pusieron a ver las estrellas
y preferiste mirar al culpable.
Y sabes que estás a un mal día
de desvestir la cremallera
de tus dudas y coger el tren
de mis versos a ninguna parte.
Con más miedo que expectativa
pero con una sonrisa inocente
que no quiso pasarse de parada.
«Que más vale aburrirse en una fiesta que ver llegar el domingo y que te cuenten lo jodidamente bien que estuvo».
—¿Quieres que te cuente la triste historia de dos gotas de agua
durmiendo en charcos diferentes?
—le dijo la imaginación al recuerdo.
—Ya me la conozco —replicó él.
Cuando echarse en el colchón
no implica descansar —demasiadas noches—,
la vida te pone una noche
donde para determinar la satisfacción, el descanso,
no se tienen en cuenta las horas de sueño,
ni la calidad del colchón.
Solo tienes en cuenta con quién compartes el colchón.
Es tenerla ahí, a tu lado,
luchando contra sus párpados
mientras su voz se une al otro bando.
Se cortan las palabras. Bosteza. Se duerme.
Y ese esperar a que cierre los ojos,
para verla, para contemplarla como milagro,
para convertir cada «respira fuerte» en un
canto de sirena y la melodía de un sinsajo.
Y nada de guerras.
Y nada de buenos días al sol
y alpinista en sus piernas.
Solo su respiración y el tiempo que tardo
en acortar esa distancia con sigilo,
para cerrar los ojos y dormir abrazado a Ella.
Te has olvidado aquí
uno de esos sentimientos
que te chupan la sangre.
Por eso, en tus palabras cortantes
no sangran mis heridas.
No es que ya no te quiera.
Ya me gustaría.
(Con la boca pequeña).
No sé si os ha ocurrido que el amor os ha hecho volar, y, demasiado arriba, recordáis que las alas eran producto de vuestra imaginación.
Y que agitáis los brazos justo antes de la resignación.
Y pensad si al caer despertaréis de un sueño agridulce, si moriréis o si alguna vez volveréis a ser los mismos.
Si os volverá a pasar y si, a pesar de toda esa fortaleza que hacéis con cada piedra del camino, llegará alguien que aún tenga ganas de volar y se arme con un ejército de razones que acabaría con cualquier hegemonía de soledad.
Me ha pasado. Sí.
Las razones las puse yo mismo. Y no hubo ejército. El mismo soplido que hace volar lo que hoy son mis cenizas tumbó lo impenetrable.
Si habéis leído unos labios que decían «amigo» y unos ojos que decían «te quiero» con el miedo que produce lo desconocido.
Si habéis tenido la felicidad a 470 kilómetros y ni tocándola la hacéis vuestra.
Si os habéis visto hechos pedazos. Si os habéis visto obligados conscientemente a combatir el alzhéimer y alimentar unos recuerdos que reclamaban el papel de malo del cuento como única forma de tenerla en algún lado. Aunque sea la ignorancia de la imaginación.
Si pensáis que habéis dicho demasiados noes y ahora le echáis la culpa al karma. Algún día nos veremos como culpables. No será hoy.
Las ventanas siempre me han parecido el balcón desde el que mirar todo aquello que no tenemos y dar la espalda a todo lo que nos acompaña en nuestras cuatro paredes.
Las grietas de la pared son el cuadro de Dorian Grey, y su humedad, lágrimas compartidas de los días que nos vimos llorando solos.
Siempre me ha parecido que algunos corazones se asemejan demasiado a las neveras. Cuando los abres, todo está lleno de luz para que te alimentes de todas esas cosas bonitas.
Pero con los años la luz ya no alumbra igual, o se funde.
Siempre me ha parecido que caminamos bajo una autopista imaginaria de besos al aire, perdidos de labios que quizás nunca conoceremos, y con los que quizás nunca vamos a colisionar.
Tú deberías estar en esa nevera, pero el destino o yo hemos decidido que estés fuera de esa ventana. Con deseo de tenerte dentro de mis cuatro paredes, para no tener que alimentarme de esa nevera a las 3 de la mañana cuando me entra hambre.
Y dejar de mirar por la ventana porque todo lo que quiero está junto a mí.
Guardé en una caja todos los segundos en que alguien me hizo feliz. Tuve que meter también todos los segundos en que estuve triste, aunque me costara un poco hacerles hueco. Busqué todas las sonrisas que me provocaron desde mi uso de conciencia y ahí las guardé. Les hicieron compañía, sin querer, todas las lágrimas que derramé por personas que no me esperaba que me fallasen. Cada lágrima roja derramada porque amé demasiado. Me puse a pensar en todos los aciertos que había cometido y, una vez encontrados y asignados a los dedos de una mano, los metí en la caja. Luego ya solo quedó pensar durante días en todas las experiencias que fueron error. Curioso que acabe metiendo alguna sonrisa y lágrima más en la caja —bien frescas.
Eso sí, me guardé un error en el bolsillo por si me daba por repetirlo y colgarle la etiqueta de acierto.
La cerré y la llamé corazón.
—¿Cuánto me quieres?
—Hay cosas que no se pueden cuantificar.
—Entonces, ¿me quieres infinito?
—No te puedo querer infinito, porque nadie entiende más allá de lo que ve o siente. Te lo cambiaré por un «te quiero hasta mañana».
—Mañana vas a dejar de quererme.
—Mañana, cuando vuelvas a mirarme y vuelva a sentir que lo más bonito de tus ojos es que soy yo el que está dentro de ellos, y vuelvas con ese arrebato de saber cuánto te quiero, te diré: «Te quiero hasta mañana».
«Te quiero». Lo envía. Lo recibo. Lo guardo. Sonrío.
«Y yo».
«Tú qué», me dice.
«Te quiero». Lo envío. Lo recibe. Lo guarda. Sonríe.
Ocho letras costaba la sonrisa.
Un amor impuntual,
como ese beso al que
esperar toda la vida.
Hemos quedado para comer
todos los mediodías de mi vida.
Y siempre me sobra comida
y me quedo con hambre de ti.
Hace tiempo
que el siguiente beso
y la siguiente razón
van en paralelo
tan cerca y sin encontrarse.
Sobrevivir.
Vamos a mandar en un sobre sin remitente los problemas de granos de arena, hasta que hagan una playa en algún lugar que no tengamos intención de visitar. Y no olvidemos cada lágrima hasta que formen un océano entero. Que no falten tampoco todas esas piedras que nos pesan. Las que no podemos olvidar.
Quizás un día alguien lo contemple como destino.
Quizás un día alguien lo contemple como mágico.
Y no sabrá que el calor de la arena a nosotros también nos quemó. Ni sabrá qué hacía ahí esa piedra, que no vio, que le pinchó y le hizo llorar mientras huía de las medusas encontradas en el mar. No sabrá que un día todo eso estuvo en nuestra vida y que debe repetir el ciclo.
Sobrevivir.
Vamos a vivir. Vamos a exprimir el tiempo para que nos dé vitaminas que no se oxiden. Que podamos digerir con calma, como los desayunos de los domingos por la mañana que no nos levantamos con resaca. Buscar energía para vivir cada día hasta debajo de las piedras. Y luego, vamos a ser felices con esas piedras. Entender que la vida consiste en ver cuántos latidos podemos aguantar, exponiendo el corazón al límite, en cada beso, en cada carcajada, en cada abrazo. Y si morimos de amor, no pasa nada, que siempre será mejor que morir ahogado.
Creces sin asumir que te mienten
en todas las etiquetas cuando lees la talla.
Y sigues pensando que no entrar es fallo tuyo
y no de la puta sociedad.
Pero parece que sigues
sin desenvolverte bien con etiquetas,
cuando sigues sin entender,
porque aquel «es solo mi amiga»
es su novia desde ese trámite del adiós.
Y así nos va.
Pienso que nos haría falta que esto fuera una película.
Que cuando digamos «¡Acción!», los errores y los enfados tontos puedan acabar en toma falsa. O que podamos repetir cada escena innumerables veces. Las que no salen según el guion de nuestro corazón y las que han quedado perfectas para vivirlas una y otra vez, como se ve El diario de Noa, que nunca cansa y que cada vez nos gusta más. Que vernos con la persona a la que queremos sea como una trilogía. Que según acabe el día ya te estás muriendo de ganas de una segunda parte. Y que te pasas los días esperándola. Te pasas los días observando ese día rodeado en el calendario. Pienso que cuando acaban las cosas no somos muy dados a quedarnos con demasiados recuerdos bonitos, por la simple razón de que nos hace daño no volver a vivirlos con esa persona. Y estos son como los créditos de las películas: si los pones al final, nadie los lee. Nadie les da la importancia que merecen y es muy importante ponerlos al principio para recordar quién te hizo reír en todas esas escenas. Y si mañana te encuentras otra película que merezca tu tiempo, recuerda que nunca será la única película que te gustó y puede que no sea la última que te llene.
Pienso que esto podría ser una canción.
De esas de 3,47 minutos donde a veces volamos y pensamos en alguien para sonreír y nunca parar. Y otras veces, esa misma canción nos hace llorar pensando en la misma persona. Una canción que hable de amor, corchea a corchea, que nos entre en el oído y nos haga retumbar el corazón. Las lágrimas no son un motivo para preocuparnos.
Pocos cimientos soportan un terremoto de 9 en la escala Richter.
Y siempre ha dado igual qué canción seamos. Que a nuestra sonrisa a veces le pega una rumba, otras, una balada y hay días de rock & roll.
Pienso que esto podría ser un libro.
De esos donde, aunque no conozcas al escritor, sientes que lo conoces de toda la vida. Y que a la vez no conoces nada aún, con toda la vida por delante. De esos libros de la incertidumbre de un «continuará», de releer una y otra vez, de saber de memoria, y de los que todos tenemos unas cuantas líneas, unos cuantos párrafos escritos en nuestra mente. Quizás deberíamos amar con tanta fuerza a alguien que muestre todas sus hojas sin esas tapas duras. Deberíamos ser de esos libros de tinta negra, que bastante tristes son muchas historias como para que les pongamos tinta azul.
Pienso que podemos ser una imagen.
Empezar siendo un cuadro. De esos llenos de color. Hasta de esos de colores apagados donde eres capaz de encontrar el amor tras la nostalgia. Una foto y cada una de nuestras moléculas convertidas en píxeles. Que un píxel solo tiene poco que decir, pero juntos lo dicen todo. Podemos ser ese grafiti en la pared. Ese que dice: «Te quiero 4ever». Una simple frase es capaz de hacer sonreír a un desconocido, que aunque no sepa quiénes somos, sabrá que como mínimo hemos sido muy felices.
Podemos ser tantas cosas como podamos imaginar. Que en esto de vivir siempre habrá más leyes no escritas que estupideces vividas.
Era una de esas chicas a las que no les gustaba
que los satélites fueran rebotando de unos a otros
ese secreto de que la quería.
Decía que las nuevas tecnologías
se tragaban los «te quiero»
en cualquier agujero negro del universo.
Que condenaba el secreto
en cuanto salía de mi mente
hacia una pantalla y daba la mano
al primer repetidor.
Y por eso, por rara,
por ser tan jodidamente única,
simplemente ella,
no me pareció disparatada
la promesa que le hice esa noche,
de que cada vez que quisiera contarle el secreto,
me acercara despacio a su oído y se lo repetiría
tantas veces como nuestras sonrisas quisieran.
Llevo 678 días sin poder decir «te quiero» a nadie que no seas tú. Desde esa noche, de frío imperceptible, en la que mi único horizonte eran tus ojos. Como si probase una noche el caviar y tuviera que volver luego a las comidas recalentadas.
Debo confesar que he pecado de darle un valor que no le corresponde. Las personas parecen necesitar oír esa frase para llenarse de paz. Si no la dices, es como si no quisieras a nadie, pero eso no tiene por qué ser así. Hay amores que se callan. Hay sentimientos que se esconden, como un iceberg, del que no ves más que la punta. Y si un día descubres todo lo que había debajo, no das crédito. Aun así, también debo confesar que bajo los efectos del alcohol no era mi sistema primario quien te lo decía. Era mi corazón —si no hubiera sido sincero, no tendría problema en decirlo, al fin y al cabo es una frase a la que dar un valor.
Cada vez que se posibilita que la diga, se me atragantan las palabras. Como niños aferrándose a sus progenitores el primer día de colegio. Con miedo, pensando que lo que hay al otro lado nunca será mejor. Si este símil fuera adecuado, cabe decir que a los niños, cuando pasan unos días, ya les entran ganas de ir al colegio. Otros lo odian desde temprana edad.
Que llevo tantos días sin poder dar la mano a nadie.
No soy capaz porque al final de mi brazo siento que siempre voy a encontrar la mano equivocada. Y me jode. Mucho.
Yo iría con el corazón, los miedos y los sueños en la boca.
Porque el mejor escondite es la boca del lobo.
Él siempre pensó que
tocar lleva a romper.
Y aunque algunas veces
rompes de placer, otras
simplemente rompes de
dolor.
Él escribía muchas veces
cosas bonitas a todos sus quizás
y sentía que se quedaba sin ideas
cuando unos ojos tiraban de golpe
las puertas de su vida.
Él aún recuerda aquel día
en el que aprendió las capas
del cielo, en un pupitre que era
cementerio de chicles.
Pero es que, aunque recuerda
las capas del mundo,
las capas del cielo,
las capas de ropa,
aún mejor recuerda
cada una de las capas que la
formaban a Ella.
Como si desnudar el cielo
pudiera secar el océano
que un día fueron sus ojos.
Como si los labios
hicieran un striptease acelerado
para dejar a los dientes desnudos.
Que Él siempre pensó que cuando
alguien hablaba de amor, el amor
era un contrato y la firma siempre
era un beso.
A ti, que, seguramente como yo,
has dado dolor de cabeza
a todos los escalones que
escucharon tus quejas ese día
de verano en que el corazón decidió
simplemente no funcionar.
Odio las conversaciones cortas. Odio las conversaciones banales.
Quiero hablar de amor. Qué hace brillar tus ojos, cuáles son tus historias de película, cuáles son tus guerras, tus cicatrices. En cuáles perdiste el corazón. Cuéntame qué cosas hacías, qué cosas hacían, con qué te reías, con qué llorabas, a qué barcos volverías a subir y cuáles naufragaron. Dime todas las cosas bonitas para que intente hacerlas mejor. Dime todas las cosas malas para que no vuelvas a verlas.
Quiero hablar de sexo. Cuéntame que páginas porno tienes en Favoritos, qué vídeos te gustan, cuántas veces te tocas, cómo lo haces, qué te gusta en la cama, en el sofá, en un coche, o si eres más de disfraces. Trata de explicarme un orgasmo en menos de 10 palabras. Cuéntame tu vida sexual en párrafos —no te preocupes si tienes que meter mucha paja—. Dime si al crecer no has desestimado eso de tener juguetes. Hablemos del Kamasutra. Cuéntame en qué posturas tocas el cielo y en cuáles visitas el infierno. Quiero saber cada uno de los desastres. Quiero saber qué fue a parar a mal lugar. Quiero saber con quién hiciste el amor, con quién estrenaste el coche y qué pasó cuando trataste de explicar a tus padres un «estábamos estudiando».
Quiero hablar del universo. Márcate un Stephen Hawking y esta noche haz del universo tu mundo. Hablemos de extraterrestres, de teorías donde pueden ser nuestro vecino del segundo, de los secretos de las estrellas, de las prisas de las estrellas fugaces. Cuéntame si fuera habrá vida inteligente, ya que aquí solo encuentras gilipollas.
Quiero hablar de miedos. Cuéntame qué te asusta. Si eres más de «bu» y saltas de la cama. Si te hacen reír todas las películas de miedo. Si tienes una fobia extraña que roza lo adorable. Háblame de cada miedo, hasta de los más estúpidos, que yo voy a estar para escucharte. Podemos hablar también de la muerte y de adónde nos querrá llevar.
Quiero hablar de sueños. Cuántos sueños de niña se te han cumplido, cuáles quedan por cumplir, cuántos tienes de grande, qué quieres ser de mayor, qué le quieres aportar al mundo y qué esperas de él —aunque nunca se debe esperar nada—. Quiero saber cuál es el trabajo de tus sueños. Adónde tienes que viajar 18 veces —y serán pocas— porque te habrás enamorado de un lugar y no podrás llamar hogar a otro.
En resumen. Me gusta la gente profunda. Me gustas tú.
Sólida contra viento y marea. Sin cambio climático del que preocuparse, imperturbable, incorregible. Si ya no estoy cuando enciendas tu corazón, búscame. No me aceptes nunca un no. Solo rasca, que detrás esconderé un sí. Aunque a veces te encuentres un «vuelva a probar suerte».
Líquida en mi boca, tras la mirada de infarto y la reanimación del segundo beso. Caliente al tercero, con dificultades respiratorias al cuarto. Fluyendo hasta mí, para hacerme cuenco, vaso y bañera. Yo no quiero derramar nada de ti.
Evapórate al quinto beso, en mi primer «te quiero», en mordiscos, en risas tontas y perdidas hasta que se vuelvan listas y encontradas cuando quieras recibirlas.
Pero, sobre todo...
Evapórate en mi ausencia como lo hago yo en la tuya. No te preocupes, que estaré para repetir el proceso a la inversa y hacerte mi iceberg.
Y esta vez, si no te importa, en vez de barco, déjame ser otro iceberg.
Puede que debamos visitar Venecia antes de que se vuelva la Atlántida. Que debamos visitar Nueva York antes de que un calamar gigante lo destruya. Perderme en China para comprobar si su cultura no me atará más de lo que me atas tú. Quizás debamos bailar una samba en Brasil —aun con mi torpeza— y ver cómo la cintura esquiva los problemas. Tomar un té en Londres y purificar todos nuestros miedos. Comprobar si Atenas tiene más ruinas que yo. Si debo viajar al futuro en una visita a Tokio buscándote a ti, parando en Estambul para alguna compra rápida. Pasar por Ámsterdam a buscar la oreja de Van Gogh a la que estaban yendo los «te quiero» que te enviaba y deforestar todas las plantas calada tras calada para celebrar que ya son tuyos. Un baño en el Nilo mientras observo si mi corazón se parecerá un día a una pirámide. Y tirar para Perú a lomos de una llama, mientras me das un beso para desearme un buen viaje y enciendes la llama de mis ojos. Un amanecer en Varanasi que intente —sin éxito— eclipsar tu mirada. Quizás nos debamos un combate en el Coliseo, donde a ninguno le toque el león. Gladiadores de espadas de amor, te quiero clavados en tu pecho. Deberíamos comer todas las hamburguesas que no nos entren en la boca y tirar todas nuestras excusas por las cataratas del Niágara. Que, como a Venecia, siento conocerlas a ambas. Hagamos de todos los 8000 del planeta nuestro reto, cambiando metros por besos, vamos haciendo camino hasta la isla desierta donde llamar Wilson a una piedra, que no estará en nuestra vida, porque ya estamos juntos.
En cierta ocasión alguien le preguntó a Galileo Galilei:
—¿Cuántos años tiene, señor?
—Ocho o diez —respondió Galileo, que ya peinaba canas, ante el asombro de las gentes—. Tengo, en efecto, queridos amigos, los años que me quedan de vida. Los vividos ya no los tengo, como no se tienen las monedas que ya se han gastado.
Y es por eso que vengo a contaros en qué he gastado los vividos.
Unas 400 miradas de bus
que acabaron en sonrisa.
Recuerdo unos 25 «te quiero»,
de los cuales 5 fueron dados a unos ojos
que me dieron la espalda, mientras que
19 no sé si fueron de verdad.
El último lo soltó el corazón
y me pidieron a mí explicaciones.
Me he gastado 31 «te odio»
Uno no tenía que ver con el odio
—era su antónimo y le cogí cariño—.
5 que nunca que fueron para tanto,
7 que fueron puro rencor sin justificación y
3 en los que debí coserme la boca para evitarlos.
Me gasté unos 120 abrazos.
Y es que 6 me salvaron la vida
cuando me ahogaba en lágrimas,
12 abrazaron el alma todos
los meses del año, mientras que
31 de los que no hubiera escapado
pedía repetirlos al año siguiente
ese día de diciembre.
Me he gastado 56 «lo siento».
7 demasiado tarde porque
ni el culpable se perdonaba
el pecado,
6 antes de tiempo y sin sentido,
20 que no me correspondían,
donde era más importarte
verlas sonreír, y
1 que no solucionó nada
cuando quería arreglarlo todo.
Tengo gastadas 160 madrugadas.
26 personas que consideré
la mujer perfecta durante una noche,
15 llorando a quien no me quería y
15 jugando mientras lloraban por mí.
Tengo 4000 besos.
100 al aire que se emanciparon,
400 que nunca sabrán qué es el amor,
200 donde sobraron las palabras,
30 que me hicieron llorar y
25 de despedidas que no quise dar.
Tengo gastadas 3000 lágrimas.
500 no arreglaron nada,
50 me sacaron una sonrisa y
30 nunca supe por qué se suicidaron.
Tengo gastadas 500 carcajadas.
50 donde me mandaron callar,
50 donde no era el momento.
50 que jamás olvidaré y
50 que nunca repetiré.
Tengo gastados 10 sueños.
4 sin cambiar etiqueta,
3 que perdí en el camino,
2 que me robaron y
1 que decidí esconder.
Tengo gastados 5 consejos
—5 desaconsejados—.
En 3 di la razón a regañadientes y
en 2 me hizo sonreír el error.
Tengo 200 camas.
5 donde traté de dormir,
10 donde no debí follar,
20 donde debí hacer el amor,
30 que no repetiré,
5 donde me hubiera gustado estar y
1 de la que nunca me iría.
Tengo 350 errores.
200 merecían una sonrisa,
100 que, sintiéndose solos,
se acompañaron de lágrimas,
20 que no le corresponden a
este apartado y sin lugar a dudas
1 que cometería mil veces más.
Tengo 10 000 películas.
1000 donde hubiera deseado
ser el héroe que besa a la chica,
2000 donde hubiera querido ver
ganar al malo,
500 donde lloré por ver un amor
de finales felices que no encuentro
en otro lado,
y 50 que, siendo tristes,
hubieran matado con un guion
espejo de mi día a día.
Tengo 10 enemigos.
2 que me caen bien,
2 de los que no supe más de ellos,
3 que murieron de envidia y
1 al que le falta poco.
Quizás lo mejor sean todos los días donde el recuerdo tiene más de 400 reproducciones y todas salen de la misma IP.
La gente se contagia de un deseo incontrolable por tocar las heridas. Las ven, les brillan los ojos, te sueltan un:
—Anda, y eso ¿cómo te lo hiciste? ¿Te duele?
—Sí, claro, aún duele.
Y su dedo se acerca con sigilo hacia la herida para tocarla.
—¡Ay! ¡¿Qué haces?!
—Quería ver qué pasaba si la tocaba.
—Pues que duele, qué va a pasar.
Como si el tacto de estas heridas tuviera un imán para cuantos curiosos quieran hurgar en ellas. Con esos dedos cargados de gérmenes, sin preocupación, anteponen esa curiosidad a tu bienestar.
Y las heridas, definición de nuestra torpeza cuando no vimos ese bordillo, cuando quisimos volver a ser niños y comprobamos que nuestra habilidad con el balón no se pierde pero tampoco se conserva igual, no son las que me preocupan.
Me preocupa más cuando son heridas provocadas por personas, y otras, cargadas de curiosidad creen que pueden tocar sin que nos entren ganas de llorar. Sin que pongamos todas las corazas del mundo.
Si tocas una herida, duele. Sea con el dedo o con palabras. Quizás, como consejo, aportar que con caricias se acaban curando, y que cuando sean una cicatriz, dejemos que la mano que las curó sea quien pregunte cómo nos la hicimos.
Cuando querer se parece a una guerra. Sí, hemos vencido. Pero ¿a qué precio? Nos hemos pasado varios años en la misma guerra, llenos de razones, ideales, objetivos y metas que hoy dan bastante igual. Fuimos un Iraq donde buscaron todas las armas que nunca se encontraron. Que nosotros no les íbamos a hacer daño. Eso sí, nos robaron lo mejor y no se preocuparon de reconstruir lo que quedaba tras su marcha.
Quizás las buenas intenciones solo enmascaraban todos los planes para destruirnos. Que esos labios, que tantas veces nos habían dicho «te quiero», llevaban años diciéndoselo a otros labios diferentes a los nuestros. Y nosotros sin saberlo. Sin querer verlo, más bien.
Secretos cargándose la confianza, celos chispa incendiando corazones de gasolina.
Que siempre he encontrado dificultades para distinguir hasta qué punto eran malos los celos y hasta qué punto nos podían aportar algo. Supongo que tengo muy claro que esos celos obsesivos de mirar el móvil constantemente, de impedir a otra persona hablar con amigos, la impetuosa necesidad de saber dónde está nuestra pareja a todas horas, no tienen nada de bueno.
Pero su opuesto, por lo que yo he visto, no es tampoco una solución. Como querer algo que no tememos perder. Igual alguien dice que no hay que tener celos y que ve a la persona que quiere reír con otra como ya no lo hace contigo y hace caso omiso. No es que sea frío, es que es el polo sur y todos los abrazos de hielo.
Alguien así no puede querer con todas sus ganas y sin corazas, porque solo quien tiene mil corazas puede desprenderse en su totalidad de los celos. Son relaciones cargadas de traiciones, de confianzas perdidas, y vas a pasarte la vida con dificultades de volver a encontrarlas. Nadie te avisó —a mí tampoco, no eres la única— de que entregar el corazón iba a ser como prestar un libro del que no has vuelto a saber nada.
En una sociedad cuyas cárceles son para reformar y la misma sociedad juzga que de allí no sale nadie que pueda aportar cosas buenas, no es tan disparatado pensar que si una vez nos han engañado, nos vayan a engañar otra vez.
Quizás la única forma de evitar los engaños, evitar los celos y evitar, en definitiva, el dolor, sea aceptar que el dolor nos espera en cualquier esquina por mucho que hagamos una ruta de viaje contra todos los posibles percances.
Ves pasar la vida
en el espejo equivocado.
Y puede que un día
el espejo que te veía
como la mujer más bonita del mundo
se vaya con Blancanieves.
Le gustaba estar solo
porque decía que así
siempre ganaba.
A veces jugaba
unas briscas
y otras noches
al solitario.
Se acostaba
con sabor a victoria
y cada mañana asimilaba
que había sido otra derrota.
Solía decir que
era aerodinámico
y que el viento se rendía
en su silueta.
Un día se encontró un tornado
y el consorcio le dijo
que el corazón estaba excluido
de catástrofes naturales.
Siempre era buen momento
para escanciar cada una de sus lágrimas
y romper la tristeza bebiendo aroma oxidado,
por todas aquellas que debieron caer tiempo atrás.
Y solo sabían de arresto domiciliario.
Ahora son átomos
midiendo la tristeza
con la precisión
de un francotirador.
Le decían «Me pones»
y nunca supo qué ponía
ni dónde. Comprendió
que había miradas
que lavaban bragas
y sexo que nunca
fue secadora.
Tenía una tímida sonrisa
y seguía esperando
al Ratoncito Pérez
en cada muela
con la que perdió el juicio.
Que en los mejores sueños
todo acababa donde
empezaba. En la almohada.
Nunca quiso morir viejo,
así que buscaba romper
todas las cremalleras:
de los corazones,
de los pantalones
y de los abismos
donde buscaba cada
noche el infierno.
Se colaba en las bocas cuando decían «NO»
para ver allí las estrellas.
Buscaba un infarto
subiendo una montaña
para rendirse —demasiadas veces—
en el monte Venus.
Cuando besaba
con los ojos cerrados
le podían dar gato por liebre.
Los abría rápido,
no fuera a ser
que la magia
no fuera un truco
y desapareciera
más que unos segundos.
Dormía muchas noches
en el sofá y no
estaba casado.
Quemaba las tostadas
para decir que el tabaco
no es certeza de muerte.
Se hubiera hecho
una playlist
con cada carcajada
y la hubiera llamado
«Océanos».
Todas
esas veces en que intentó hacer el amor
sin saber cómo se hacía,
le salió peor que
su primer huevo frito.
Él sabía que
muchas personas
vivían en ignorancia
y cuando cagaban
vomitaban mariposas.
Siempre pensó
que un día viviría en una cala
durmiendo en la intemperie
de unos ojos
a los que llamar hogar.
Se decía a sí mismo que
tenía amor propio
cuando se masturbaba
y que las chicas
que comían regalices
siempre fueron sus favoritas.
Se puso a vender su tristeza
y se encontró con una demanda
porque la luna eclipsó al sol.
Él reía y hacía reír.
Y con eso era Feliz.
No sé si es mucho pedir,
pero quiero un amor de esos
que pueden entrar en un
«estoy lista en 5 minutos».
Tanta protección para evitar bebés «no deseados» y a nadie se le ha ocurrido inventar algo que nos proteja de los desamores «no deseados».
Que el mejor método anticonceptivo es no follar, y para evitar desilusiones, no amar. Y ninguno de los dos me convence.
Qué hago yo con todas estas ganas de que seas tú quien humedezca mi cuerpo. Todas las fantasías de los cuentos, en cualquier cama donde leernos los labios y pasarlos a limpio escritos en la piel. Sé mi bruja con cuerpo de chocolate, ojos de caramelo y sonrisa de gominola invitándome a entrar. Que me cargo a Hansel y Gretel, y me temo que entro antes de escuchar todos los peros. Confiésate bruja sin clamor popular, acércate a mí y prueba la justicia ardiendo entre mis manos. Conviértete en cualquiera de los tres cerditos, déjame soplar todas tus dudas y cuando, exhausto, vaya a dar la vuelta, suéltame un «Me estaba preparando, a todo lobo le llega su San Martín».
No te quedes con ganas de comerme todo el cuerpo, que aún se sirve en las mesas donde no se usan cubiertos y comemos y follamos como animales tocando todo con las manos.
Y después de haber sonreído en todos los finales que me gustaban y liberadas todas las perdices, buscaría cualquiera de los «hasta que la muerte nos separe» de todos los libros de fantasía que me he comido, para que solo la muerte un día te secuestre, me guiñe el ojo y me suelte un:
«Ahí te quedas, muerto en vida».
Y vivimos escondiendo los «te quiero» en la mano que no damos. Entendemos que fue antes la gallina, que los huevos no estaban en la lista. Dejamos escapar a personas que no trataban de huir, que hubieran tocado todos nuestros miedos sin corazas. Buscamos otros labios, otras camas, mientras alguien llora nuestra pérdida en una habitación de la que no debimos escapar. Evitamos amar, con todas nuestras ganas, para ver el coche que va directo al acantilado y saltar a tiempo. Y alguien no salta. Una persona se queda mirando sin entender por qué hemos saltado. Y mira que era fácil pisar el freno y bajar los dos juntos. Los Picapiedra, por frenos, las suelas de los pies, y nosotros haciendo de esto un final insalvable, por huir antes de pensar cómo se puede frenar.
Esas de (im)perfecta sonrisa, con diastema, para que los «te quiero» se escapen, aunque luego solo los quieran regañar.
Se enfadan y la risa se escapa igual. Marvel les tiene que crear una superheroína, de las que estiran su brazo como si fuera elástico y no te sueltan ni a kilómetros. Lo de heroína lo llevo diciendo desde que la inyectan con sus colmillos en labio inferior.
Las que son capaces de hacer una lista de cosas para llevar a un viaje y te ponen a ti en la lista. Vamos, es que lo tacho con el dedo corazón sin dudar, hasta que les tenga que decir que no hay opción de olvidar lo que viaja en el corazón.
Las que se tocan, que componen placer sin necesidad de que nadie las escuche. Locas que han preferido ser la tarántula, perezosas en todas las mañanas de lunes, y tu cocaína cada fin de semana para que salgas del nido y emprendas el vuelo en busca de la felicidad.
Nunca ha importado el destino, si la felicidad siempre ha sido la compañera de vuelo.
Las que tienen la capacidad de fabricar sueños de viajar a rincones y, aunque no tengan un duro, la realidad jamás les podrá pagar el sueño. La misma realidad que mira a través de las rendijas de la persiana como son capaces de dibujar la casa de sus sueños. Ponen un chalé, jardín, piscina, dos baños, el vestidor de Carrie en Sexo en Nueva York, dos diablos de Tasmania —que ojalá se parezcan a Ellas— y a Ellas junto a ti.
Y pintan el sol con nubes lejos, mantenidas a raya. Supongo que no entendí los emoticonos de WhatsApp hasta que vi cómo podían decir «te quiero» con más de diecisiete iconos y echar serpientes por la boca con un simple «OK punto».
Siempre he pensado que son las que tienen la capacidad de pensar en ti en todo lo que hagan. Leen un libro y, si el protagonista les gusta, le cambian el nombre, todas las características físicas, y ya eres tú.
Hablan del amor como lo mejor del mundo aunque mueran en cada una de sus guerras. Te hacen su mejor amigo aunque seas mediocre en todos los aspectos del diálogo. Sonríen cuando no les prestabas atención y te sueltan un «Te quiero aunque no me escuches, tonto».
Será que Ellas están ahí cuando nada más está.
Y ese es el mayor error que cometemos los hombres, pensar que «estar» nunca cambia de etiqueta.
Son esas locas capaces de hacerme cambiar de opinión en el primer «tú verás», que hubiera acabado con todas las guerras si sale de sus labios.
Una de esas locas como presidenta del Gobierno para que cuando Corea diga que tiene bombas nucleares, responda que Ella tiene su cara de miro para otro lado y el perdón caduca en 5 segundos.
Tú verás.
Ojalá hubiéramos jugado al parchís en esa habitación. Ojalá mis ojos ficha azul comiéndose a los tuyos verdes. Y tu venganza en el siguiente 1 que no fuera recibido mal. Para contar 20 días contigo, avanzar el calendario en esta partida que no hubiera querido ver acabar. Supongo que ya vendría de contar 10 cuando mi lengua se metió en tu boca y consideré que eso era llegar a casa. Que no hubiera deseado ningún 5 para salir de casa, salvo que tú no estuvieras en ella. Que entonces hubiera soplado no menos de 7 veces el cubilete y cerrado los ojos deseando que saliesen. Que hubiera deseado todos los 6 del dado, para darte seis besos, para repetirlos dos veces contando 12 días juntos sin un tercero que me hiciera volver a casa solo. Porque será que, junto a ti, no faltó un 6 de esos para abrir la barrera que impedía seguir el juego. Y gracias a ese 6 ya no había más corazas en mi corazón.
Será que, a veces, nos dejamos ganar, cuando entendemos que la única victoria que nos vale sea que alguien no encuentre barreras, nos coma y entre con nosotros a cualquier lugar que pasaremos a llamar «casa».
A él le gustaba acariciar
con los pies desde que
entendió que las manos
cogían todo lo que un día
podían llegar a soltar.
No le gustaban las cutículas,
porque le recordaban
a los problemas.
Los echas para atrás y
vuelven a crecer.
Todo vuelve a su sitio
—le explicaron en una cama.
Volaba en demasiadas miradas
y se conocía el suelo de memoria,
de todas esas veces donde le gustó
colarse en los peajes y acabaron
por pillarle cuando se estaba comiendo
el chicle que aún no se había hecho
su amigo en el suelo.
Creía en el caos y cuando veía rayos
sabía que dos personas discutían
en el otro extremo del mundo.
Que los tornados eran suspiros
de quienes amándose
no se correspondían.
Las inundaciones, lágrimas donde
los niños tiraban todas las piedras
que él aún no había conocido.
Pensaba que las personas
que solo acababan su plato favorito
no se sentarían en sus brazos
cuando las cosas fueran mal.
Masticaba suficientes veces
para no atragantarse, y engullía
el amor.
Y así le iba, cuando, tocando el cielo,
este le explicó que no había quitado las nubes.
A él le gustaban más las historias tristes
porque todavía no había conocido
a la princesa de sus sueños.
Y mira que había conocido el fuego cuando
hacía frío.
Pero también cuando arrasaba con todo.
Pensó que se suele sembrar varias semillas juntas
porque algunas no crecen ni regándolas.
Y entendió algo del amor cuando vio con buenos ojos la poligamia conociendo, para escalar la planta de unos pies que llegara al gigante que le asustó todos los sábados donde se sintió David.
Él huía del amor, porque
pensaba que solo se valoran
las cosas cuando estás sin ellas.
Y creía que había muchas formas de romper el
silencio sin preocuparse de pegarlo después.
Seguía buscando su nombre
en todas las sopas de letras
que se comió. Y sabía que,
aunque no lo encontrara,
las letras se iban a ordenar en su estómago.
Y es que las mariposas volaban, sí,
pero les gustaba ordenar su nombre
cuando él aún no había aprendido
a desordenarlo.
Pensó que todos los cuentos
tenían una moraleja, y que
todos sus «te quiero» le habían
enseñado a desconfiar del amor.
Y nunca le gustó la moraleja.
Era el cerdito que derrumbaba
su casa con suspiros, para que
no lo hiciera el mismo lobo que
quería comerse a Caperucita
en el buen sentido.
Y la Sirenita que buscó piernas para
seguir queriendo escribir, ya que
no podía hablar, y arrastrarse nunca fue una opción.
Supongo que, mientras no se le acabasen
las ganas de sonreír, seguiría diciendo que vivía.
Pero sabía que el apocalipsis zombi
estaba presente, de todos esos que querían
o a los que los había matado una mirada,
y cansados de corazones,
buscaban alimentarse solo de cerebros.
Billetes con una cara diferente a la nuestra
comprando felicidad material.
Clínex pagando los platos rotos de las relaciones.
Pensar en el tiempo dedicado a cagar
y los días vividos en esos brazos de mierda
que ensuciaban todo lo que presentabais bonito.
El corazón siempre fue la diana donde los gilipollas hacían blanco con los ojos cerrados, sumaban 100 puntos y buscaban otra Diana. Otra Marta, otra Carmen.
Que cupido no enamora, se dedica a lanzar
flechas creyéndose Robin Hood.
Y así es;
roba todo el amor y se lo vuelve a dar a otros pobres.
Será que todas nuestras madrugadas
no suman una relación que funcione.
Que visteis romper vuestros ojos
cuando alguien dejó de mirarse en ellos.
Y ahora, 7 años de mala suerte donde
las gatas que buscaban mimos
gastaron todas sus vidas.
Vuelvo a decir —reitero hasta aburrir— que eso de que un clavo saca otro clavo es mentira. Que el hueco que deja un «te quiero» es el aparcamiento del que se fue un camión y no consiguió aparcar un coche.
Quién nos iba a decir que íbamos a estar esnifando felicidad en rayas blancas hasta que nos las pintaron de azul para pagar bien caras cada una de nuestras tristezas.
A ver si nos aclaramos.
En primaria te dicen que el cielo está arriba, es azul, y ahí se ponen el sol, la luna, las estrellas y las nubes.
Pero tú me andas diciendo que mis ojos también son azules y que el cielo está en mis manos, mi lengua y mis escondites.
Y yo, perdido, lo encuentro en todos los sitios donde pones tus labios y en cada uno de tus rincones.
Quizás exista más de un cielo donde ir a morir, de felicidad, y donde también se pongan muchas cosas por las noches y en cada uno de nuestros días juntos.
Que siempre he pensado que los huecos de la luna esperaban ser rellenados por sonrisas, las nubes se comen, las estrellas bajan a vivir con nosotros —aunque sean amigos los llamamos hermanos— y el sol son todas las personas que, pasando por mi vida, siguen tratando de calentar, sin saber que todas mis estaciones las calientan tus labios.
A las balas siempre les ha dado igual quién empuña la mirada.
Me preguntaron por enésima vez qué opinaba de las relaciones a distancia y acepté que nunca tuve valor para querer algo que no podía tocar.
Será que eso de agnóstico siempre me ha sabido a ateo, no queriendo creer aquello que nunca iba a ver en vida aunque pudiera verlo en algún futuro donde no fuera yo.
Entonces, como un rayo rompe el cielo entre tanta nube gris, tu recuerdo volvió.
Pensé que nos separaban 1953 kilómetros, pero en realidad nos separó una decisión irrevocable de haber elegido ser cobarde por no ver el corazón un zoológico de gusanos, por tratar de ser valiente.
Porque, no nos engañemos, el que ama y se estrella muere.
Pero no he podido evitar echar de menos ese «te odio» que sintió que en carnaval podía disfrazarse de «te quiero».
Será que a ninguno de los dos se nos dio bien querer, que siempre nos asustó que la vida nos demostrara que podíamos hacerlo. Supongo que no puedo escribir un poema de distancia, porque si yo no hubiera decidido poner distancia entre nosotros, estaría siempre a tiro de beso.
Siempre me ha parecido difícil vivir contando kilómetros para recortar cuando el corazón te pone a mi lado.
Lo siento, no hay poema de distancia: NO EXISTE.
He visto vida donde solo quedaban ruinas, he intentado reconstruir mis ganas a base de piezas de puzles diferentes. Quise encajar la palabra «amor» en un crucigrama que pedía distancia, no quise vivir conformista con la dictadura de estos ojos que ven todo gris cuando tus caricias traían el verano cada mañana.
No me pidas que te explique por qué el cielo ya no es azul, si las nubes de tu espalda siempre se han despejado con besos y cada vez que te retorcías hacías perder la razón a la ciencia.
Mi gravedad a merced del epicentro de tu carcajada.
Siempre experta en crear agujeros negros, desde ese «hasta luego» que me supo a «adiós», porque, aunque yo dije «en otra vida», me voy a gastar todas mis vidas de gato arañando la distancia que me ha tocado vivir, desde ese tejado donde la curiosidad no será lo que acabe conmigo, si esperarte a ti es vivir mirando el cielo, para estrellarme en otro amanecer sin ti.
Vives aferrada a una persona que te deshoja la sonrisa esperando querer a otra. Estás en una relación de pura dependencia porque siempre has pensado que la soledad es mala y que la tristeza hacía naufragar.
Pero no, princesa, la tristeza puede ser un océano por el que las ganas de ser feliz naveguen sin riesgo; si tienes esa sonrisa tan preciosa por vela, el viento siempre sopla a favor para que el destino te espere con más ganas de las que tu esperanza es capaz de procesar.
Que no te asuste la deriva en esa habitación donde tus brazos no encuentran otros, que siempre he pensado que mejor solo que mal acompañado, porque deja de tener sentido lo de «sola» desde el instante en que comprendas que te tienes a ti.
Quítale la razón a un futuro que te quiere ver en la cárcel de puertas abiertas, donde el miedo te impide salir afuera a enseñar que si tienes alas es porque el cielo será el próximo escenario donde vas a representar tu vida.
Siempre pensé que te veías más guapa a mi lado, con esa sonrisa de recién amanecida en Reyes, cuando te desenvolvía con besos la sonrisa. Tardé en comprender que eras la rosa que se regaló en mi vida y se dejó de regar a sí misma. Y créeme que cada día me preocupé de todos esos miedos que iban contigo, como plagas comiéndote despacio, echando a perder la sonrisa que me volvió adicto esa primavera. Después de ti, no quise saber nada de los Campos Elíseos, ni de las docenas de rosas, si mis pupilas habían cogido cariño a clavarse en cada uno de los pétalos que desnudaban tu cuerpo.
No supe ver que, de vuelta, volvía herido con tus espinas clavadas en mí y tu constante recuerdo convertido en un sentimiento imborrable.
Y sí, convierto tu duda en certeza; me marchité con la rosa.
Hay días en tu vida en que intentas sacar la tristeza y te bloqueas con la indecisión de un millonario que lamenta tener tanto y no saber qué calmará su insatisfacción.
Y sientes el pecho como un jardín lleno de matojos y, con la pereza de un domingo en el sofá, lo dejarás estar.
Y sentirás que no es para tanto, que no es tanto el dolor, como si el tiempo fuera a curar unas heridas que sabes que hace mucho ya no cuidas. Las lágrimas caen como si tú no supieras nada. Como culpable haciéndose la víctima, señalando de culpable a la gravedad y no al dolor que uno se niega a digerir.
Y es que cada vez que estás a punto de rendirte al dolor te dices: «Mañana será otro día». Que aunque te encuentres la sonrisa, tú sabes que no es la tuya. Tú sabes que brillabas bailando hasta en tu día más triste, porque soñar era todo lo que le pedías a la vida, con ese chico que acaricia y sana, con ese chico que aterriza en tu pista y convierte la realidad en película.
Pero ya has crecido y la vida te explica que no llega a tu corazón el salvador y lo tienes lleno de conquistadores de sábado noche. Y todos acaban igual: «Hola, me encantas, desaparezco pronto, no te vayas a acostumbrar».
Mira, princesa, te voy a decir una cosa: SONRÍE.
Si el resto no valora lo bonita que eres cuando sonríes, es su problema.
A veces confiar en las personas es
darles la pistola, las balas y ponerse
a tiro de disparo.
No importa si decides entrar en mi vida en el último segundo de descuento, cuando estoy a punto de dar por perdida esta partida que le eché al amor. A veces nos toca elegir entre morir de viejos sin historias o jóvenes sin tiempo para contar las aventuras, que acabaron en besos por el cuello.
Y aunque a veces tenga el corazón como una silueta esperando las balas, aprendí a dibujarme la sonrisa.
Supe desde siempre que para matar se dispara al corazón, no sé por qué me extraño si lanzas tus caricias y me haces colador.
Que la pólvora puede ser un abrazo y la chispa la dejas cuando marchas.
Y así ando, en una montaña de pólvora esperando el adiós.
Quizás lo único que importe son los brazos
que están cuando caes y no los que solo
se preocupan de que vueles.
Te pido por favor que vuelvas a entrar en mi vida. Sí, ya sé que te hablé de monotonía y de que ya no sentía lo mismo, que te dije que tus besos ya no sabían a cielo y la gloria ya no estaba en tus abrazos. De verdad que lo siento.
Tu ausencia es una puñalada que desangra mi felicidad todos los días, y cuando recargo mi sonrisa, el frío acero sigue buscando pinchar el corazón. Echo tanto de menos tu mano buscándome en el sofá, como si cada rincón de mi piel fuera un interruptor para poner una sonrisa en mi rostro hasta en mi día más triste.
Ojalá arrepentirme fuera una forma de viajar al pasado y volver a enredar mi vida en la tuya.
Ojalá pudiera volver a empezar para esquivar cada uno de los errores que hoy hacen esta insoportable distancia posible e inevitable.
Me encantaría volver a despertar con tus ojos clavados en los míos mientras la luz del día desespera ignorada, mientras mi corazón encuentra la paz, calmado entre tus brazos.
Te juro que enmendaría cada tropiezo que formó parte de nuestra historia, donde caía yo y eras tú quien derramaba las lágrimas.
Yo sé que la muerte no da segundas oportunidades, pero si tu sonrisa es vida, le pido que venga a rescatar lo que hoy queda de mí.
A veces apetece pasar página, pero
asusta encontrarse una hoja en blanco.
Estoy cansado de querer tocar el corazón y encontrarme ese miedo que reconduce, como un GPS sin actualizar te presenta un barranco.
Yo sé que ha pasado ya mucho tiempo, y que el tiempo no cura las heridas, simplemente crea indiferencia en esos caminos que hoy están tan descuidados.
Pero es que yo me vengo con pico y pala para abrirme paso, y créeme que lloraré contigo y toda esa nieve que te congela el corazón tendrá los días contados.
Creo que cuando tenemos miedo a querer, no necesitamos a alguien que nos incite a volar, porque eso de que nunca se olvida cómo se anda en bici es un hecho, pero cuando pasa mucho tiempo hay más posibilidades de conocer el suelo que de escalar una pendiente.
Así que, princesa, coge mi mano, sonríe aunque lo hagas tímidamente, haz de cada uno de mis «te entiendo» tu equilibrio, tu confianza, que, cuando estés preparada, voy a soltarla para que vayas libre, con esas ganas de vivir sin fronteras ni límites que tanto me atan a tu sonrisa y a quererte toda mi puta vida.
No sé si le debo las gracias a la ciencia o a un dios, pero gracias por crear a las mujeres. Gracias por llenar mi vida con su sonrisa, esa que se te enreda en el corazón y te hace tropezar una y otra vez con sus labios.
Gracias por la paciencia, la que uso para no destruir este mundo que pisa a un cielo que SIEMPRE maravilla, inalcanzable. Qué sería de mí sin estrellas en sus ojos, sin su risa pegadiza, cada una de las lágrimas que bajando por sus mejillas me rompieron las corazas, para acercarme sin miedo a ese maltrecho corazón que es aire cuando todo falla.
Gracias por los abrazos que me salvaron la vida, por los momentos donde lloraron por mí, porque nunca supieron qué fue el egoísmo. Gracias por el puto instante donde las vi saltando en mi cama y pensé que hacer el amor era tener la suerte de verlas ahí, con toda su inocencia.
Gracias a las que me enseñaron que aún no aprendí a querer, que hicieron poesía con sus ojos clavados en los míos y pusieron mis ganas de amar en un folio, sobrándome todos los pañuelos de papel.
Gracias por enseñarme que no todas las lágrimas son saladas; cuando corren hacia ti, sin dudas, sin obstáculos, buscando tus cosquillas, acaban encontrando mi sonrisa.
Y, joder, qué feliz me hacen.
Ojalá se dejen de príncipes, que son gilipollas con capa y espada dando la última puntada a un corazón que, aun siendo un colador a veces, no pierde las ganas de querer con los ojos cerrados.
Ojalá sonrían como se merecen, porque hacen grande —pero tan grande— eso de vivir. Que Ellas compran un cepillo de dientes para ti, porque según te ven, ya has entrado en su vida. Y nosotros, gilipollas a más no poder, nos invadimos de miedo. Miedo a querer el paraíso, miedo a ser felices.
Gracias por bailar en mi vida y romper el silencio con risa, por abrazar el dolor hasta hacerlo pequeño, por todos los «te echo de menos» que dan la mano al corazón todos los días en que pensó que nada se aferraría de camino al precipicio.
Gracias por convertir la torpeza que nos representa en una razón para amarnos.
Gracias por darme la vida cuando el aire sostiene mil excusas hasta mi siguiente bocanada de oxígeno, por gemir mi nombre cuando quería escuchar dolor, y abrazarme hasta olvidar que una vez follé con indiferencia por miedo a hacer el amor cuando me sobraban las razones. Supongo que Ellas siempre tendrán el don de arañar la espalda y encontrar mi corazón, ser aire en mi vida y huracán cuando las pierdo, de ser la puta razón que uno necesita para que, aun rodeado de tristeza, nunca me falte la sonrisa, si sus dedos acarician, sin romper, mi desastre de vida.
Es tu sonrisa un agujero negro donde, una vez dentro, no quise saber nada de infinitos universos que encontraron mi espalda. Que buscando tus uñas esperaba que te aferraras a mis huesos como yo aún me sigo aferrando al dolor.
Ven aquí y delimita el placer entre las 4 esquinas de mi cama, a ver si te dan las cuentas para restar los problemas y concentrarte en escapar de mis labios.
Como si morir de placer no fuera causa de muerte preferida.
Como si mis ganas de ti nos fueran a entrar en una noche, nos aprendimos el color de cada amanecer cada vez que me abrías los ojos justo antes de gritar mi nombre.
Hoy vuelve a darme igual el universo si entregué todo mi tiempo a un único planeta que se llama tu cuerpo.
Te he ofrecido desayunar mi sonrisa todas tus mañanas y me sigues comprando la ausencia. Sigues aferrada a un pasado que tocando el corazón decidió romperlo, mientras mis torpes pero cuidadosas manos esperan, cerca, el momento para cortar tu próxima caída. Entiende que te quito las lágrimas porque la única flor que quiero ver crecer las necesita por dentro y no en huida. Que se me encoge el corazón cada vez que me haces escuchar tu dolor y me alejas de tu vida, cuando mis manos han crecido para ser tu venda, para entre caricias buscarte las cosquillas, buscarte la calma, para que esa sonrisa tan tuya salga a jugar por tu rostro con la mía.
Que eso de «en tu casa o en la mía» me lo explicó mi felicidad cuando le dio igual dormir en tu sonrisa o que te vinieras un rato aquí a la mía.
Estoy cansado de amores SMS donde los «te quiero» se envían abreviados con un «TQ» porque parece que el pasado te ha comido todas las ganas.
Es agotadora esta impetuosa necesidad de amarte con los ojos cerrados y coger tus ganas con los puños, como quien coge el aire y se vuelve a ver en el mismo puto abismo que produce volverse para casa casi solo.
Casi, porque tu recuerdo le sigue cogiendo gusto a enredarse en mi mente, para ponerte en todos los momentos donde estás demasiado lejos, y yo te siento demasiado aquí.
Que vivo en un mundo donde el dolor viene del pasado y tú te has empeñado en hacer nitroglicerina cada sueño de pensarte en presente y futuro.
Pero sé que, por desgracia, mi siguiente «que te den» volverá a venir con fuerza para estrellarse contra mi indiferencia, que eso de pensarte me sigue rentando aunque sea yo siempre el que acaba pagando estos trozos rotos.
Te lo voy a decir con la transparencia de mi mirada:
Yo te abro un rato el corazón si estás cansada de tanta guerra con lágrimas por balas, si te has cansado ya de llenarte la piel de cicatrices y de que todas tus treguas te sepan a sexo sin amor, como si algún día fueras a sentirte menos vacía.
Yo tengo aquí un rincón, que aunque hace bastante frío en mi iglú, siempre habrá más frío fuera. Y siempre te puedes acurrucar junto a mi dolor, que, al final, juntos, entre «te entiendo» y «te entiendo», entramos en calor.
Yo sé que a los chicos les entras por los ojos, pero es que a mí me has entrado por la sonrisa, en una de esas repetidas veces donde te dije «Deja de parecerte a mí».
Yo sé de memoria eso de alejarse de lo que puedes querer, porque hace tiempo firmé pasar frío y seguir vivo para evitar andar quemándome una y otra vez, como si lo de tropezar dos veces con la misma piedra ya me quedara pequeño.
Quizás sea que los dos aprendimos que los cimientos soportan más terremotos cuando se construye la vida desde uno mismo.
Pero qué nostalgia invade al contemplar dos torres gemelas que se miran sin tocarse.
Quizás nos vendría bien desarmar todo nuestro hormigón y, juntos, ensamblar nuestra sonrisa hasta tocar el cielo con los dedos.
Que sigo pensando que tus ojos se verían mejor allí arriba, para que la próxima vez que le entres a un tío por los ojos, sea tu sonrisa entrando por los míos.
Lo siento, ya es tarde.
He conocido a mi sentido común
y pensamos que no nos convienen
tus falsas promesas.
Nadie me advirtió del peligro que tenía ir contigo a probar ropa. Tanto vestirte la piel, quién me desviste a mí la sonrisa.
Quién pone nombre a estos ojos que te hacen de foco, a esta risa entrecortada que ha viajado ya a todos los puntos de tu piel en lo que dura cualquiera de tus pestañeos.
Quién fuera tela para acariciar tu piel, de nuevo, inmersos en la ignorancia de tapar el dolor de tantas manos con taras, descosiendo nuestra sonrisa, de cuántas tardes sentimos que ni la soledad estaba dispuesta a abrazar nuestras ganas de sentir.
Pero hoy estás aquí.
Hoy no es el aire el que se clava en mis pulmones, es tu olor de niña con maltrecho corazón, que a mí siempre me empapa como la loca que huele a libro nuevo.
Relamo tantas veces, perdido en tu cintura, que a mis labios les entra complejo de sobre, a ver si de una santa vez los «te quiero» llegan a salvo a tu odio.
Hoy has vuelto a abrazarme, a decirme un «estoy aquí» de esos que encierras en tus ojos. Has vuelto a desayunar mis labios en todas las entre horas donde me sentí con ganas de ti. Has vuelto a ser el tentempié que me tiene tirado en la cama con una sonrisa, esperando a merendar esos labios hechos de los susurros donde solo nosotros quisimos enviar y recibir los «te quiero».
Echando raíces con tus dedos enciendes el interruptor hidráulico. Siendo aire, no quisiste saber nada de tormentas en mi vida, y así es que cuando me llueve el pasado, tú alumbras el presente, de nuevo, sin que sepa encontrar razones lejos de la curvatura de tu espalda.
Me has vuelto a corregir mi definición de amor, con tanta calma por las venas y el corazón rebosándote para derramarte sobre mi sonrisa.
Vuelves a estar aquí, en nuestro hogar.
Sí, lo has adivinado; vuelves a estar en mi cabeza.
Si volviera a nacer, volvería a derramarme en tu sonrisa a ver si tus ratos te vuelven a saber a felicidad. Y bailaría en tus mejillas bajo la lluvia hasta que el seísmo de tu risa hiciera cesar la lluvia.
Volvería a señalar mis razones en tu espalda, de lunar en lunar, para que vuelvan a darme igual todas las lunas menguantes si aúllo mimos a la luz de tus ojos.
Volvería a hacer mi melodía de despertador tu desgastada voz, para apagarla con un beso encajado entre tus labios. Vería mi puzle completo en tu mandíbula.
Volvería a entrelazar nuestros dedos para explicarte que se puede alcanzar el equilibrio, contagiaría la envidia en todo el juego de cama, que, de tanto juego, yo ya solo quiero dormir sobre tu pecho.
Volvería a escalar cada una de tus costillas hasta que las cosquillas me hicieran resbalar por tu cintura, para ver el cielo con perspectiva, desde ese suelo donde siempre han estado mis pedazos, y hoy, las fugitivas palabras que se escapan de tu sonrisa acolchan mi caída.
Méceme entre cada una de tus historias, hazme de nuevo soñar despierto que me reniego a crecer, hasta el puto segundo exacto donde me pongo de puntillas, para llegarme a tu oído, y repetirte, sin cansarme, que siempre te voy a querer, princesa.
Quizás por eso de que «gracias» siempre ha sonado a compromiso, me invada la necesidad impetuosa de rasgarme el corazón para desangrar todas las sonrisas que me habéis hecho coleccionar.
Nunca separará una pantalla las almas que, resignadas a crecer, siguen cogiendo todas las piedras de su vida, tiradas a ese charco rebosado de lágrimas donde volver a ser niñas grandes.
Cansadas de juegos de ocas, donde se salta de gilipollas en gilipollas, ponen la sonrisa donde las instrucciones de la vida conducen al dolor. La mortalidad de nuestros cuerpos tiene todo que envidiar a la inmortalidad de cada una de sus palabras, columpiadas en mi sonrisa.
Quizás me han hecho comprender que el tiempo es como el dinero; cuando el rostro va sin sonrisa, no vale mucho.
Y así han hecho que la felicidad se cuantifique, con números del 1 al 9 y un ejército de «zeros» puestos a la derecha. Son cucarachas, de esas que se abrieron las heridas para encerrar allí la caja de Pandora. Pobre insensato el que descosa buscando herida: comprenderá el riesgo de tratar de acariciar a una leona.
Arrancadme todos los «gracias» que queráis, enmudeced al mundo si os da la gana, que antes de pestañear me mudo a cualquiera de vuestros silencios y hago hogar el puto instante donde el cielo vuelve a ser niña y hace castillos de Lego con los pedazos de mi corazón.
Nadie le preguntó al cuchillo
si cortaba el alma de quien lo empuñaba,
como aquel insensato que entregó su «te quiero» al silencio
y vio consumirse su corazón con la misma resistencia
que el fuego le ofreció al aire.
Mírame con las mismas ganas con las que mis ojos se meriendan el aire cuando las tripas rugen.
Joder, fóllame en tu mente en todos los silencios donde te falta mi risa.
Vuelve a sentir que los suspiros te hacen retroceder y que echas de menos la falta de aliento cuando invado tu espacio vital con mi cuerpo.
Súbete a ese tren que, no conduciendo a ningún lugar, te ofrece la clase de paisaje que arranca sonrisas de tu pecho y decora tu rostro, en todos los otoños donde perdiste las lágrimas y fue tu adiós al verano.
Sigo aquí, sentado en la estación, esperando a ver qué tren coges, para subirme a tu corazón.
Qué difícil es querer con esta distancia que hoy se interpone entre nuestras miradas. Como si tuviera complejo de hermano mayor y rogara todos los mimos que siempre han sido para ti.
Qué difícil es aceptar que las pérdidas de aliento ya no las encontramos en esas camas donde la noche no gobernó ninguna dictadura de sueño, encontrándonos ahora con una masacre de suspiros que ponen en riesgo desinflar el amor que aún se me aferra a cada uno de tus huesos.
Es que mi mente vive reproduciendo las 24 horas aquella sonrisa, que encendió las velas después del deseo de encontrarte.
Que de tanto buscar, encontrarte fue la clase de imprevisto que no se recibe mal. Se encaja con gusto.
Y ahora solo me queda desesperación por las venas, con la mitad de las calles cortadas y un tráfico sin ética.
Me empiezan a entrar dudas de si volveremos a casa para el beso de buenas noches.
No sé, entiende que a veces todas las excusas del mundo pueden dar igual, si me has explicado el valor que tiene una sola razón. Esa razón de hacerte sonreír.
Quizás la culpa, lo que alimenta esa razón, sea que te he imaginado demasiadas veces dando saltos hasta mí, para tirarme en la cama, mientras abres bien tus ojos para que desestime la idea de vengarme y hacerte cosquillas.
Sinceramente, no creo que veas el futuro, aunque sí creo con convicción que nuestras almas se conocen. Sería bonito pensar que fuimos dos mariposas, pero creo que la suerte ha jugado al escondite en todas mis vidas, así que quizás vengamos de esa historia donde un caracol y una mariposa se conocieron.
Quizás el caracol no sonreía, pero es que aún no le habías enseñado.
Pienso que eres una de esas personas que guardan amor escondido y no lo sacan ni con ganas, porque cobraría sentido eso de que las catástrofes naturales tienen nombre de mujer.
No sería muy disparatado, si estás ahí para soplar cada mañana el mismo deseo a mis pestañas. Supongo que puedes soplar todas las velas de las noches sin luz, que no me importa si entre la oscuridad mi mano encuentra tu piel.
Esa piel en donde el primer paso de mis yemas no sea empezar una carrera, sino llegar a la meta.
Piensas en los demás antes que en ti, aunque les debes unos cuantos «gracias» a los cojines que vieron películas de miedo por ti, a quien no te aceptó un «gracias» porque te debía mucho más que eso.
Será que siempre nos quedan cosas sin contar, para seguir escribiendo, cuando ni sabes, ni quieres, poner un punto y final a la historia.
A mí, que siempre me gustaron las cosas pequeñas en cajas grandes, y saber que tú eres una caja pequeña con cosas grandes, y que desearía que fuera todos los días 6 de enero para desenvolverte la ropa y quedarme mirando tu cuerpo.
Y sí, lo has adivinado, jugaría a grabar cada una de tus carcajadas, de esos labios míos que solo pensarían en acariciar tu piel, como quien busca una sonrisa a la luna, y esta vuelve a la siguiente noche porque le ha gustado mucho el juego.
Sé que eres muchas cosas, aunque siempre he preferido sonreír por las que aún no eres, aún no he visto, aún no he vivido, porque lo mejor del último beso es hacer que nunca llegue.
Cuesta creerlo. Ayer llorando, hoy tu sonrisa convierte el océano donde esperaba en el mar Rojo. Voy flotando y no es que me enseñaras a nadar, sino que te inscribiste en la aventura de:
«Oye, Ángel, así se despega, y este rincón de mi piel, para cuando estés preparado para aterrizar».
Dime tú cuándo se está preparado, si echar un vistazo a tu espalda suena a catástrofe sin supervivientes, que lo de mirar el móvil conduciendo es un juego sin distracción comparado contigo. Sí, ya sé que el sol refleja, pero es que eso de tus ojos ya es demasiado.
Tienes el Big Bang en la mirada, y yo aquí, sin saber si me ha tocado morir o volver a nacer.
Sí, pienso en tus mordiscos, pienso que podrías dibujar con ellos en mi piel, así como que te tiren caramelos en la cabalgata. Puede que alguno te haga daño, pero ¿quién se queja si llueven tus dientes? No seré yo, al menos, que me hago un colador para que mi alma vaya a jugar con la tuya, a ese parque donde te firmaste la rodilla.
Él pensaba que nunca nos despertamos
en la cama equivocada, sino
en la que nos acostábamos.
Puede que siga queriendo despertar en los sueños donde las mismas nubes que nos dibujaban formas se habían convertido en nuestra casa.
Que sigo pensando que puedo coger las 7 letras que necesito para formar un «contigo».
Quizás el problema no sea que cada vez que hablamos vuelva a caer en lo mucho que te quiero, sino en que no me quiero a mí nada.
Que tengo un rincón en mi mente que se llama Guantánamo, donde van todas las excusas. Y no busco la verdad para la que soy sordo, sino confesiones de inocentes excusas que han dado con el dictador equivocado.
Si me preguntan un defecto, respondo: «Quererte».
Debería preocuparme, si no fuera porque he aprendido a amar mis defectos, ya que quererlos siempre ha sido insuficiente.
Siempre me ha parecido más sensato tener un defecto que alguien ame que una virtud que solo tú quieras.
Te estoy esperando desde hace mucho
donde habíamos quedado y aún no das
señales de vida.
Te recuerdo que habíamos quedado
«en mi vida».
Sé puntual, por favor.
Es curioso, esto puede ser una negativa del amor en toda regla, pero me temo que es de lo mejor que tiene el amor.
Esa forma de encontrar placer en el dolor, no como un medio para asumir una realidad que hace mucho me tragó.
Supongo que el amor son esas ganas de ti a todas horas, aunque no estés tú para calmarlas.
Todas esas lágrimas deseando lo que no puedo tener, pero que aun así quiero.
Todas las sonrisas que, siendo para ti, han sido reflejo en ese café que decelera de la última vuelta a la izquierda donde te pensaba.
Ese volver a ser un niño que es capaz de soñar una vida contigo en lo que dura un pestañeo, que una vez se presenta, hidrata sus mejillas. Será que escribirte es amor también, que cada verso vio por bueno una cárcel de papel, por encima de una mente que haya donde escapase, te encontraba.
Será que nos vuelve locos, que vemos sin ver, reproducimos voces en recuerdo, nos tocamos y recordamos las caricias, el ColaCao me devuelve tu olor y el sofá aún guarda tus risas.
Y sí, todo parece dolor, pero hay algunas ocasiones donde nos abrazamos a un clavo ardiendo, aunque queme, porque nos compensa más ese dolor que tocar uno frío.
Quizás vivamos pensando demasiadas veces que un día la persona que amamos verá esa herida, y sabrá que la razón para nunca marchar está tatuada en esa piel donde ya no están solo las cicatrices, sino sus manos, que en vez de calmar mis ganas, cada día me entran más de ser feliz.
Supongo que, en esta vida sin imposibles, este pueda ser el posible que justifique todo el dolor.
Será que sigo pensando que «mereció la pena» no tiene ningún antónimo que lo pueda sustituir.
Ella no sabía que la vida
podía ser un piedra, papel
y tijera difícil de ganar.
Que la piedra equivocada
te hace tropezar. Las tijeras
pueden cortar los globos que ató
a sus sueños y el papel que
quería usar para envolver
su corazón acabó conociendo
sus lágrimas.
Ella llamaba «sus ganas»
a las diez uñas de sus dedos.
Y las mordía cuando quería,
para llegar justa de ganas
y a salvo de cicatrices.
Se conocía de memoria todos
sus escondites, y es que tenía
dos favoritos:
en uno se escuchaba el ruido
(pero como el que oye truenos y no ve rayos)
y el otro, cuando le asustaba ese ruido,
donde resguardaba a esos chicos
a los que trataba de convencer de
que solo tenía un escondite.
Ella cruzaba sus dedos
antes de querer, y pensaba que
abrazando después de follar,
la leona corría el riesgo de
enamorarse de la cebra.
Y así cruzaba por la calle,
pisando solo las líneas blancas,
para que no fuera paso de cebra,
sino blanco corcel que aún no se
había convertido en unicornio.
Supongo que Ella no sabía
que el «es solo sexo» nunca ha
servido si conoces demasiado
a la cebra a la que la leona quiere
comerse esa noche.
He visto barcos de papel
con más futuro en el océano
que «te quieros» de aire
abrazando velas
dispuestas a conocer vasos.
Sigo viendo relaciones
más efímeras que
los tatuajes de los chicles,
y amores más desgastados
que los tazos de la infancia,
de caer tantas veces al suelo.
Quizás lo único que me consuela
es que hay cosas buenas que
no cambian:
Que las cosquillas acaban en besos,
las discusiones, en sexo,
las lágrimas, en sonrisas
y hasta algunas veces, en los quizás,
se despeja la incertidumbre y la certeza
solo entiende de amor.
Se dijo a sí mismo «duele»
demasiadas veces como
para que no creérselo
fuera una opción.
Pensaba que danger era la etiqueta adecuada
en el corazón, que con muy frágil
siempre acababa en manos curiosas
y pedazos por barrer.
Y es que creía que alguien a quien
le llamase el peligro tocaría, aun
haciéndose más daño, aun con
el riesgo de que tocar fuera
crónica de una muerte anunciada.
Y deseada si es en brazos
que tratan de querer,
sin demasiado éxito.
Se decía «lo importante es participar»
en todas sus derrotas, como queriendo hacer
del desastre una victoria digna de mención.
Veía el lado bueno de las cosas.
Quizás por eso miraba siempre
a los ojos, que, tratando de esconder la verdad,
siempre acababan siendo los chivatos.
Quizás era agnóstico porque no
sabía elegir entre 5000 dioses
si no había ganado una quiniela
ni la había enamorado a Ella.
Siempre pensó que hay muchos
héroes sin capa, de esos que
aunque no les pique una araña,
tenían por superpoderes hacer
felices a los demás.
Y en vez de volar,
él vio por bueno hacer volar a los demás,
en todas esas camas, donde esconderse entre sábanas
no es para huir, sino para viajar al cielo.
Él había dedicado tiempo a decorar su corazón. Ilusionado, una mañana colgó el cartel de «Se vende». El tiempo pasó y no encontraba compradora.
—Disculpe, he leído por ahí que tiempo atrás aquí murieron algunas jóvenes.
El pasado lo perseguía, como si luchar contra el futuro no fuera suficiente. Por su mente volvía a pasar la idea de cambiar el cartel a «Se alquila», que, aun pidiendo referencias, todas sus experiencias apuntaban a la casa destrozada y a varios meses arreglándola hasta que volviera a entrar otra inquilina.
Él siempre decía
que su complejidad
envolvía simplicidad.
Reían, soñaban,
pensaban que podían
resolver sus enigmas.
Quizás no entendieron
que los enigmas no los resuelven
los pocos dados a las matemáticas.
Que él pensaba que
1 más 1 no sumaban 2
y que los unicornios
eran caballos a los que
habían roto el corazón.
Quizás por eso no se fiaba
de las sonrisas, y aún menos
de aquel «te quiero» que murió
nada más salir de la trinchera.
Pensaba que la ignorancia
podía ser un chaleco antibalas,
una burbuja de aire con
fecha de caducidad.
Y así entendió que hay despedidas
que explotan burbujas y
palabras bala, demasiado calibre
para ese pobre corazón.
Se me enmudecen los quejidos si no estás tú para apaciguar a este animal herido. Que les sigo gritando a mis ecos las preguntas que me presenta la vida y me las siguen devolviendo sin respuesta, como si un día fuera a entregar mis ganas a la ignorancia y diera por bueno que escupirle al viento un «¿me quiere?» me viniera devuelto con una afirmación.
Será que las paredes besan mis nudillos mientras guardo las palmas intactas para tu espalda, que no todo lo que se toca se puede romper, me he dicho muchas veces, aunque siga pensando que las balas de las miradas siempre hacen herida, y la cicatriz puede ser una victoria a medias, como ausencia de herida abierta.
Sigo enredado entre tus dedos como garantía para que el otoño deje caer los «te quiero» por tu pecho.
Mira, entiende que soy capaz de encontrar las 7 diferencias entre cualquiera de tus «hola» y los del resto. Y es que me sigo preguntando si podré colarme en esa O, o podré encajarme en esa A, ya que siempre me ha gustado dejar huella en los corazones para que sepan que el ladrón solo roba lo que tiene valor.
Vuelvo a repetirte que «te quiero» es solo una frase, pero que mi forma de mirarte es una frontera por la que aún sigue pasando solo tu sonrisa.
Supongo que he dedicado el mismo tiempo a arreglar el corazón que a hacer la cama.
Será que siempre pensé que, despertándome, la pereza me invadía, y que hacerla después, cuando sin lugar a dudas daría por bueno deshacerla, no tenía sentido.
Será que el corazón es igual, que lo andamos dejando bonito cuando cualquier noche viene alguien a poner todo patas arriba.
El problema no es cuando está todo desordenado.
El problema es cuando aún queda su olor y la cama la deshaces tú solo.
Ella es la clase de chica que se viste
con todas las cosas que a mí me asustan,
como si yo no tuviera otra cosa en la cabeza
que desnudarme el dolor hasta que decidió
llamar «hogar» a mi corazón.
Que no le gusta ser una de esas locas
que tanto me gustan, lo dice con la boca pequeña,
pero es que a mí me la cierra en cada segundo que
está a través de una pantalla, porque me enseñó
a poner alas en los pies para que cada carcajada que
me desenreda del alma me ponga a un centímetro
de su oído.
Ella siempre será la chica que me va a enamorar
en cada uno de mis 29 de febrero, la chica de las series adolescentes que sería capaz de coger un regaliz
y usarlo de espada.
Y a ver quién tiene huevos ahí
para no rendirse a su sonrisa.
Yo sé que ella podría dibujarme, pero si tuviera
que cambiar la historia de Titanic y ser su Jack,
que me dibuje la sonrisa, que el único lienzo
seguirán siendo sus ojos.
Porque cuando alguna gente entra en tu vida, pellizcarte la piel no te ayuda a ver si es un sueño, porque hay grados de felicidad que nunca vas a poder creerte como reales.
Y ahí está Caperucita intentando
vender que es malvada a un lobo
cansado ya de merendar a niñas
que no crecen.
Rendidos cada uno de sus colmillos a morderla a besos.
Cuando sientes que alguien puede ser aire, no te queda otra que convertirte en tornado para que no exista obstáculo capaz de pararte, que la distancia desaparece en el preciso instante en que dos personas pasan del «te quiero» y aceptan que siempre se han tenido.
Quizás nunca entendí el amor, porque cuando me acercaba con toda mi torpeza al jarrón, era el jarrón el que me rompía el corazón.
Y así es el amor, que te duele hasta comprender que eres feliz en la guerra y lloras en todas tus treguas porque te faltan todas las batallas donde vuelan almohadas y llueven ráfagas de besos.
Como si la historia hubiera decidido escribirse desde el final y destruirnos en la primera frase con un «érase una vez» que se clava bien dentro, bien frío, como si la herida nos la hubiéramos hecho ayer y no hace 3 años.
Y otra película más nos vuelve a vender el amor como lo mejor, como una salvación que a mí siempre me supo a derrota, como un suicida cree que llegará al paraíso destruyendo su alma cuando se lleva vidas por el camino.
Quizás aceptar que esto de amar es una puta mierda, que hay despedidas que nunca se llegan a digerir, que hay amores no correspondidos que matan por dentro, que hay miles de personas que se quieren y no acaban juntas, sea la única forma de empezar a ver que lo único bueno del amor es el pequeño instante de mirar a alguien y sacar dos sonrisas.
Y eso, no nos confundamos, es vida.
Alguien a quien susurrar un «buenos días» agarrado a una sonrisa que lo suelta a regañadientes.
Alguien que me rompa los esquemas cada día que crea que puedo estudiar el amor.
Alguien que encaje un beso en mis labios antes de que grite desconsolado pidiendo cariño.
Experta en mimos, enredos de manos, que echándola de menos ella siempre decida sumarse a mi vida.
Sí, hablo de esa persona que convierte el peor de mis lunes en un sábado de noche de estrellas donde el mar decide reflejarla a ella. Porque, aceptadlo, es una puta estrella cuando sonríe.
Que me cosa los labios para encerrar las excusas y que beso a beso descosa todo ese dolor que trata de matarme.
Una persona pulmón que, simplemente estando, es la clase de órgano que nadie puede sustituir.
Supongo que fue igual de estúpido aferrarme a la idea de ser un bonito recuerdo en tu vida que pensar que querer siempre significa tocar el corazón.
Yo no encontraba nada en la tecla espaciadora del teclado hasta que me hablaste de «espacio» y comprendí que donde no hay «nada» siempre hay resquicio de dolor.
Como si recordarte pudiera llevarme a tu lado de nuevo.
Sigo pensando que avanzar cuando alguien pone ausencia es correr hacia un precipicio donde esperas salvarte de algo que ya te ha matado.
Quizás compense pensar que cuando el corazón vive una historia bonita, el cerebro se cela y solo deja recuerdos malos.
He visto el dolor en tus ojos y partirse mi alma
en tantos pedazos como sonrisas quise poner
en tu rostro.
Me he aferrado a todas las razones que me llevaban
a morir entre tus dedos, porque no quise llamar «vida»
a lo que tenía en tu ausencia.
Porque eres aire cuando el mundo ofrece tempestad
y tienes la manía de lloverte en cada uno de los días,
donde creía que no saldrían más lágrimas, porque la sed
ya solo la quita tu saliva.
Pégate a mis labios y no te despegues jamás,
que el tornillo no hace nada sin la tuerca.
Ven aquí, abrázame con las mismas ganas
con las que el silencio valora mi compañía.
Un día quizás seamos recuerdo, un día quizás me odies,
pero hoy somos la clase de presente que te hace
pellizcarte la piel, porque la realidad a tu lado
sigue pareciendo un puto sueño.
CONSEJO:
La sonrisa es tuya, así que cuídala,
no se te vaya a marchitar por dejar
que la cuide el primer desconocido
que prometa cuidarla.
Por si mañana te despiertas con un «vete a la mierda, Ángel».
Por si mañana te despiertas odiando las mañanas, que sepas que la luz solo alumbra lo que ha de ser visto.
Por si mañana te miras al espejo y no te gusta lo que ves, que sepas que coincido contigo, te sobran unos kilos de TRISTEZA.
Por si mañana no te gusta el color de tus ojos, que sepas que los ojos expuestos a juicios han sido un agujero negro donde he entrado con una sonrisa.
Por si mañana abrazas la idea equivocada, que sepas que todas las soluciones esperan, aunque a veces sean la aguja del pajar.
Por si mañana te sientes tan borde que necesitas tu acera, que sepas que, aunque no dejan de pasarme por encima, no me voy a cambiar de esquina.
Por si mañana te vuelve a faltar la sonrisa, que tengas claro que con lo que voy a decir ahora deberías pensar en ir ahorrando para una bolsa de pipas.
Por si mañana no te encuentras, yo te busco y quedamos de camino que ando en las mismas.
Por si mañana pesan más tus miedos y tus corazas, en esa balanza donde te cuesta poner las sonrisas, que sepas que cuando a mí me cierran una puerta yo nunca me dejo la sonrisa dentro.
Por si mañana piensas que estoy loco, que si ya te quiero, que sepas que debería preocuparte más que soy tu espejo si te entiendo y alegro los malos ratos.
Por si mañana es otro día que sabe igual que el resto, yo te escribo para que mañana sea diferente.
Por si mañana pierdes la paciencia leyendo, que sepas que esto es una batalla y que aún no sabes nada de la guerra.
Por si mañana te falta un «buenos días», para que llegue la tarde leyéndome, y dejarte escrito un «buenas tardes».
Por si mañana te da por pensar que esto es un sueño, que sepas que yo intentaría volver a dormir.
Por si mañana me preguntas lo que ya sabes o te respondo lo que no sé.
Por si mañana sonríes, con ganas, porque no en todas las «primeras veces» perdemos algo que no volvemos a encontrar.
Por si mañana aún no te has dado cuenta de que desbordaste la palabra «extraordinario», desde ese pasillo del centro comercial, donde esa niña tan preciosa, tan bonita y que nunca ha crecido sigue empeñada en esconder su tesoro bajo piel.
Por si mañana...
Por si ni hostias.
Multiplícate «por SI» y trata de cuantificar la felicidad.
Que el orden de los factores siempre altera el producto.
Tengo un racimo de poemas para releer cada 31 de diciembre, tengo una mirada en la recámara por si tengo que matar de amor a alguna inocente, porque la vida me enseñó que las culpables no pagan los corazones rotos. Tengo una verdad que me supo a medias cuando desnudé el cielo entero en esa cama, por un suspiro bajo mi manga que acabó en quizás. Tengo mil razones para amar por vela, viviendo en una ciudad sin mar, un aviso por tempestad que amenaza naufragio inminente al hombre que se siente pez en el agua.
Tengo una sonrisa que me sigue pareciendo tuya
porque fuiste tú quien me enseñó a sonreír.
Eres la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones. Sientes que te han utilizado, porque solo entraban para guardar algo en ti.
Menudo disparate, si el tesoro siempre has sido tú.
Pero ahora, a quien le ha dado siempre igual todo quiere entrar en tu corazón y las puertas no se abren con un «te quiero».
Y mira que eres una colección de sonrisas sin empezar y que vuelves vulnerable todo lo que tocas con tus labios, pero ni elegí nacer en tu vida ni morir por ti.
Me niego a entrar en el juego de subastar el amor al mejor postor, ni guerras de promesas en jornadas de puertas abiertas.
Te voy a dar un consejo para un futuro en el que no has querido que esté:
No sueltes lo que entra para cuidar.
La vida va de besos que perdiéndose en bocas
encuentran el sentido a su existencia.
Querer a quien nos da la espalda es
tan estúpido como pedir deseos a
las estrellas fugaces que nos quieren
perder de vista.
Y ahí ando.
A ratos miro su espalda.
A ratos me pierdo en otro cielo,
esperando encontrar estrellas
diferentes a sus ojos.
Veo mis pisadas en la senda.
Las que van quedando atrás.
Y como de un sueño,
no recuerdo su inicio.
El horizonte parece
infinito en las razones, y se
vuelve finito en las excusas.
Y es que ha sido
tan largo el camino que siento
que me he ido desvaneciendo
en algún paso izquierdo o algún paso derecho.
Que eso de que para caminar
primero va un pie y luego otro
lo he tenido siempre claro.
El problema es que solo me he traído un par de zapatos.
Que una retirada a tiempo nunca fue una derrota.
No puedo digerir el dolor, después de haber comido tantos
días razones para ser feliz entre tus labios.
Será que nunca llegué a entender, tras cada uno de mis desastres, qué es lo que enseña el error.
Si aquí, cuando las razones para ser feliz deciden abandonarte, uno siempre se queda solo en un punto perdido, sintiendo que la tierra a veces puede ser plana, si todas las direcciones parecen conducir a un precipicio.
Sin saber cómo se arregla lo que dejó de funcionar, si he usado tu nombre como sinónimo de norte en todas las brújulas que, cargado de entusiasmo, usé para buscar Roma de nuevo, para volver a encontrarnos paseando por el Trastévere.
Y al final, te queda ese sinsabor de entender algo que hubieras preferido no saber.
El problema nunca ha sido volver a Roma, sino llegar y comprobar que tú nunca has buscado volver a la misma calle donde una vez tropezaste.
Para ti.
La chica que ve series enteras, que devora capítulos como si contara hasta 100 todas las ovejas de su cabeza para matarlas de sueño y tener la excusa perfecta para no irse a dormir.
La chica que vuelve bucle su risa con cualquier tontería, que cuando la veo desnuda nunca me atrevo a quitarle mi prenda favorita, si balanceándose en sus labios jamás desnudaría su sonrisa.
La chica de los microenfados que arregla los problemas con miles de besos, la que pierde todas las cosas que cree ordenar en cajones y siempre encuentra a la primera mi sonrisa.
La chica que se queja por todo, que compra tiritas de dibujos y sabe muy bien eso de que cada noche que juega al tetris en la cama, dos piezas que encajan no quieren que acabe el juego.
A la chica a la que escribo esto aún no la conozco.
No quise que todos mis deseos a una vela fuera unas simples palabras sin vuelta y he probado suerte con un poema, a ver si la vela vuelve a quemar las palabras y entre las cenizas apareces y me abrazas.
La chica de las 6 cicatrices
y de los 110 «te quiero» perdidos.
La chica que cuando se viste la sonrisa
se desnuda la coraza.
La que hubiera preferido caer
en el suelo y no en 6 brazos equivocados.
Ella es la chica dueña de mi sonrisa,
porque, aunque yo tenía millones de alternativas,
quién quiere una alternativa cuando ella es la opción
que me hace sentir completo.
Nunca me había parado a pensar por qué llevamos cicatrices desperdigadas por el cuerpo.
Por qué sentimos ese intenso dolor en el brazo cada vez que la palabra «adiós» se cree con derecho de aterrizar en nuestro maltrecho corazón.
Por qué somos tan dados a perder todo lo que tiene valor para nosotros.
Entonces me dio por pensar que cuando alguien te entra por los ojos, cuando alguien te acaricia la mano, cuando alguien recorre tu cuello hasta el tráfico insano de besos, la cicatriz aparece donde todo se inicia.
Esto nuestro siempre ha sido
como el papel que abraza al
tabaco; porque no entiende
otra forma de vivir.
Quizás, por costumbre,
vea tarde que ese abrazo
es paso y medio hacia su fin.
Pero, aun así, nada le hace separarse.
Supongo que, aunque le hubieran
advertido de la catástrofe,
él habría encontrado cualquier justificación
que diera validez a ese sueño suyo
de arder entre sus labios.
Y es que todas las veces que
alguien le dice «Fumar mata»
—como si fuera dueño
absoluto de la certeza—
él agacha la cabeza triste,
viendo cómo nadie se para
a mirar ese amor.
Parece que nadie entiende que
lo que de verdad mata
es que dos personas que se aman
se consuman con tanta perfección enlazada.
Tranquila, tranquilo,
te va a quedar un recuerdo ignífugo
de todos los cigarros
que tenían la sonrisa
que tanto querías en tu vida.
Prefiero una loca derramando mi sonrisa por su boca
que cualquier cuerda atándola en la mía.
De las que saltan a la pata coja
por todos los pasos de peatones
y llaman «casa» a unas líneas blancas.
Seguid marcando el inicio de cada día
con vuestra cara de «si me hablas, escupo fuego»
para que yo siga llamando Roma
a todos los caminos que me llevan
a arder entre vuestros brazos.
Convertid a todos los príncipes en rana
y dejad de extinguir los desiertos
con tanto océano.
Seguid jugando con juguetes,
que la mujer más bonita del mundo
sonríe cuando algo vibra
y no ha recibido mensajes.
Seguid con las estampidas de «JA»
fugándose de una pantalla y pidiendo refugio
en esta cabeza mía que nunca va a entender
qué hacían las sábanas abrazando el cielo esa noche.
Que el mundo crea, todas las veces que quiera, que os puede vencer. Pero que nunca lo haga.
No puedo evitar llamar «ejercicio»
a los 37 pasos de pulgar desde tu cuello
hasta el cielo de tu cintura.
Como si me diera igual la meta
si el camino hace ruta por tu espalda.
Acampo entre tus costillas
y reinicio la vida mordiendo,
como si esconder los miedos
me diera el hueso de premio.
Quizás nunca dejé de ser
ese niño que miraba
tras 9 pupitres
con más miedo
al «te quiero»
que al «adiós».
Quizás hoy —al fin— entiendo
que la distancia entre tú y yo
nunca fueron los pupitres.
Simplemente fue
que el corazón
no viene con piernas
de serie.
Bonitos eran tus ojos brillando hasta en la noche más oscura, si mis brazos solo aceptaban por límite sumarse a los tuyos.
Sin ti, el amor es una mierda.
Qué bonita era esa preciosa fila de «te quieros» esperando cada noche el momento exacto de ser susurrados en bucle. Hasta que en esa fila, un día, sin saber muy bien cómo, por qué, se buscan por fondo un paredón en el que esperar un «preparados, apunten, disparen».
Sin ti, el amor es una mierda.
Qué bonito es cada uno de los múltiples mensajes que te venden la expectativa de que llegará alguien que de verdad nos ame. Quiero dejar claro que esta historia, como tantas otras, parece el cuento más bonito del mundo cuando empieza. Cansado, pero hasta un punto que roza lo ilegítimo, de que piensen que la esperanza va a hacerse hueco con tanta decepción aparcada en doble fila.
Sin ti, el amor es una mierda.
Y sí, cómo no, qué bonito era rebuscar en cada catálogo de Ikea la decoración de nuestra casa de sueño. Qué bonito era convertir todas las camas de Ikea en un kilómetro 0 de calentones sin nórdicos suecos. Qué bonito era pensar que nunca nos hicieron falta muebles, si hogar era tu mirada encontrándose con la mía.
Sin ti, el amor es una mierda.
Qué bonito era ese banco donde pasábamos horas y horas o ese cruce de despedida interminable, donde 327 besos me parecían insuficientes para tirar hasta mañana. Y ahora, el banco es el sitio más aburrido del mundo si me falta tu silencio. Las palomas merodean a ver si mi nostalgia o mi aburrimiento saben a gusanitos de estrella.
Un señor verde parpadea constante en esa esquina donde me guiña con incredulidad un «te lo advertí».
Sin ti, el amor es una mierda.
Me he pasado la noche volviendo todos los vasos llenos vasos vacíos. Y hubo un momento de la noche donde me dio por pensar que tú habías hecho lo mismo con mi corazón.
Jugué con todas las botellas que encontré, esperando que pudieran girar suficientes veces como para llevarme hasta un beso tirita que tapara todas mis heridas.
Me llené el cuerpo de alcohol porque las cervezas siempre mueren entre unos labios y pensé que, ya habiendo muerto, en ese puto segundo en el que me dijiste «tenemos que hablar», ya no tenía nada que temer.
El sol entra por la ventana y no sé muy bien si las cosas han cambiado para bien o para mal.
Me duele la cabeza más que el corazón, las sábanas huelen a una princesa que se ha vuelto para su reino y el corazón sigue vacío.
La chica que nunca mordía sus labios en balde
siempre buscaba hacer una radiografía
de su dentadura en mi cuello.
Dibujaba con sus uñas en mi espalda
todas las carreteras del mundo
que aún no conocía.
Era una de esas chicas que te enseñan
que el universo puede ser un grano de arena
si entre sus lunares yo estudiaba
todas las constelaciones.
Créeme que el día que no luché por ella,
por nosotros, sentí que los mayas no iban a errar
prediciendo el fin de mi mundo.
La chica excepción a la que siempre le gustó
quemar calorías antes de verlas.
La que fue capaz de convertir 17 posturas
de Kamasutra en 17 formas de abrazarme
a su cuerpo.
La chica que ya no está, la chica recuerdo,
la chica que ha conseguido convertir
todas mis lágrimas en palabras
para que lloremos juntos.
Vivo en un boca a boca constante en cada uno de nuestros besos por tratar de mantener vivo un amor que hace tiempo que murió.
Ojalá pueda ponerme a buscar la aguja en el pajar y no mi sonrisa por el cuerpo.
Nada te enseña a desenvolverte entre dos manos enlazadas con paz, a vivir sin que alguien te interrumpa con cosquillas, en el momento menos indicado.
Aquí ando pensando que darnos la mano con fuerza cayendo por el precipicio nos puede salvar a alguno de los dos.
Pero cuando el amor se muere día sí y día también, ese «nosotros» se empieza a oxidar.
He pensado que el poco amor que nos queda a la vista puede ser una pistola con una sola bala, abandonada en una isla desierta.
Y ¿sabes qué pienso?
Que antes dejo que me ahogue el mar por seguir queriéndote que morirme en esa isla por rendirme tan lejos de mi sonrisa, que esta nunca ha dejado de estar entre tus dedos.
Me cansé de llenar de charcos
todos los caminos por los que pasé
echándote de menos.
Me cansé de escribirte
todas las tardes lluviosas del año
en las que no puedo evitar recordar
que donde pongo tinta sobre papel
un día puse mis labios sobre tu espalda.
Me cansé de llamar vida
a la ausencia de fuerzas para coger
todos tus adioses y hacerme una
sonrisa cosida con indiferencia.
Me cansé de mirarme al espejo
y pensar que yo, sin ti, no era todo
lo que necesitaba para empezar a vivir.
(Sol)(edad)
Con la edad, aprendes a ver que estar solo tiene algo de luz.
Si al morir vamos al cielo, yo elijo tus ojos.
Si me tienen que enterrar en algún lado, que sea bajo tus labios.
Si me vuelvo polvo, resucítame en una cama.
Si me vuelvo ceniza, sopla y pide un deseo.
Si vuelvo a sentir que te quiero más que a mi vida, rescátame de la fosa de tu ombligo y haz de tu corazón mi refugio.
Que yo, aquí donde me ves, volví a nacer en una sonrisa
que después me iba a morder las ganas de sonreír.
Tengo 32 razones para quererte:
8 incisivos,
4 caninos,
8 premolares
y 12 molares.
Sí, una sonrisa.
Yo era una de esas personas que consideraba los lunes como el peor día de la semana. No por nada en particular, sino porque una vez alguien lo dijo y el resto asintió.
Ahora me siento estúpido.
Ahora, sin necesidad de que nadie me lo dijera más que yo mismo, he convertido todos los días en el peor día de la semana. Mi nuevo calendario se mide en «días malos» en los que tú no estás, en los que no puedo verte, no puedo usar mi tiempo para estar a centímetros de ti, y luego están los «días buenos», cuando parece que los planetas se alinean, cuando juego a un piedra, papel y tijera donde siempre gano. Contra pronóstico.
No hay muchos días buenos, así que me ha tocado imaginarlos. Me ha tocado vivir en mi cabeza cientos de días donde pasamos tiempo juntos. Y créeme cuando te digo que es un sinvivir.
Que la imaginación no hace justicia.
Probad a imaginar que respiráis.
Y pensad si podéis vivir de eso.
Sé que la quiero. Aunque el problema no radica en lo que yo sepa o deje de saber. Dos palabras siempre lo han podido resumir. Aunque yo no entenderé en dos palabras la bioquímica.
Hay ocasiones en tu vida en que prefieres ser un cobarde sensato. Cobarde sí, pero sensato. Otras te vistes de valiente, como si hubiera un sastre capaz de hacerte un traje a tu medida.
Sabes que dejar escapar algo así no es cobardía, es una de esas decisiones estúpidas que ya te vas haciendo mayor para cometer. Y mira que su antónimo no es inteligente. Es hasta más estúpida esta inquebrantable constancia cuando parece que hablo solo con unas cuantas hojas. Como si plasmar pensamientos en papel fuera a ser un futuro diferente. Mejor, más provechoso, y no la tortura que es.
Pones la otra mejilla cuando amas, y lo que amas te golpea. Pero no es siempre así. Es como el preso al que alimentan mal, pero no le dejan morir. Sin sentido, como esperando un rescate que nunca va a llegar.
Y puestos a elegir tortura, que sea esperanza. Que ahí es el preso el que se tortura a sí mismo. Y es que nosotros podemos hacernos más daño que cualquier otra persona.
Yo sigo sin tener claro si, con el paso del tiempo, quien recluye y priva de libertad siente más remordimiento o más indiferencia.
Decirte que te echo de menos. Que tu voz me calma y no te haces a la idea de cuánto. Siéntete en la libertad de contarme lo que quieras, que saliendo de tu boca será mágico. Que no me importa el tiempo que llevemos hablando, que no miro la duración de la llamada.
Sí, ya sé que tienes que hacer cosas, que tienes que comer, dormir y todas esas rutinas que hacen los mortales. Quizás yo debería recapacitar y empezar a llevar un comportamiento más mortal antes de que pase factura. Pero me tienes hipnotizado. No soy dueño de mi mente. Eres la clase de sueño del que te despiertan y te pasas todo el día de mal humor —se han empezado guerras por menos que eso.
Da igual los días que escriba, da igual lo que diga o cómo lo haga, al final, sin que haga falta decir nada, ambos nos damos cuenta de cómo nos reímos. De la fluidez, de la felicidad que transmite una llamada de teléfono. Aunque ambos condenemos a ese momento a un instante poco frecuente. Uno porque calla y escribe, otra porque calla y reniega.
Es una cuerda floja y nunca tendremos claro quién ha perdido. Si suelto yo porque me rindo o si sueltas tú porque te rindes demasiado tarde.
La señora que escucha todas las conversaciones en el metro te miraba con cierta preocupación, por si te daba un derrame de sonrisa.
Podría acostumbrarme. Podría convertir en vicio, en aire, este tipo de cosas, todos los días de mi vida. Consciente de que a la monotonía le daría las gracias y no le pondría ninguna queja.
Que siempre he sido un cliente satisfecho.
Y es que haces tan fácil sonreír que no entiendo cómo es tan difícil sin ti.
Las frutas de plástico son bonitas pero no alimentan.
Con los «te quiero» de mentira pasa lo mismo.
He mirado mis manos sin pureza alguna, desgastadas, agrietadas y con mil historias que contar.
He visto heridas, he visto uñas guillotinadas en cuantos deseos rompieron mis nervios, he visto cicatrices y heridas sin cicatrizar.
He visto tantas cosas que la lista dejó de fluir cuando llegué a ti.
A ellas sobre ti.
Y ahí entendí que el corazón del que tanto me quejo ha disfrutado y sufrido lo mismo que mis manos.
No todo lo que he tocado me ha pertenecido.
No todo lo que he tocado ha decidido quedarse.
No todo lo que he tocado ha sido seguro.
Pero con taras y deshechas, mis manos siguen enteras
y el corazón esperando por quién volver a latir.
Puede que tenga más cicatrices de las que admita. Puede que muchos arañazos no deban ser llamados cicatriz. Yo sigo pensando que usamos muy mal la palabra «cicatriz».
Eso sí, qué preciosa es. Qué bonitas son —al menos para mí—. Supuestamente una cicatriz nos recuerda algo que vivimos. Normalmente una inconsciencia. Esa puerta que estaba donde no tenía que estar. Ese suelo resbaladizo. Esa persona. Sí, esa. Yo miro todas las que tengo y me río. No hay ninguna de la que pueda decir: «Me arrepiento de esto que hice». En todos los sentidos. Las que veo. Las que no veo.
Arañazo, llaga, herida, cicatriz, brecha, cañón del Colorado. Llamadlo como queráis. Independientemente del grado de curación. Esté cerrada o abierta. A fin de cuentas, son personas que han pasado por nuestra vida. Yo no soy capaz de mirar a ninguna persona que pasara por mi vida y pensar «ojalá no te hubiera conocido». Puede haber personas mejores y peores, personas que nos habrán hecho más daño que bien, pero, aun así, estuvieron en nuestra vida.
Yo sigo pensando que de cada puerto me he llevado un recuerdo —como mínimo— y no sé por qué, pero siempre me saca una sonrisa. Incluso en personas que parece que viven para odiarme. Incluso esas. Cada vez que me hablan, me acuerdo de las cosas que más feliz me hicieron junto a ellas. No sé, creo que ya bastante jodida está la vida a veces como para andar mirando al pasado y que nos parezca la peor película del mundo.
Aferraos a lo bueno y dejad fluir lo malo en otra dirección, amad vuestras cicatrices.
Guarda siempre la distancia de seguridad.
Si te quedas tetrapléjico emocional
es bajo tu responsabilidad.
El lobo que aúlla a la luna no te conviene.
Mañana no querrá saber nada de ti.
Que el hombre de tu vida sea como esa camiseta
vieja
que duerme contigo cada noche.
Apolillada (SÍ), vieja (SÍ), pasada de moda (SÍ),
pero no te deshaces de ella y te queda
jodidamente bien.
Ríe estés donde estés y sea la hora que sea.
Si vienen a detenerte,
que es bastante posible,
lo que van a tratar de detener es tu felicidad.
Abandona el dolor antes de que te abandone el amor propio.
Las piezas de puzle solo para la cama.
Que para el resto mejor buscar personas
que, en vez de encajar,
estén a nuestro lado.
El corazón no late para impulsarnos hacia quien
escapa
(esto no es una carrera).
El corazón late para encontrarnos en el camino
con otro
que viene a nuestro encuentro.
Solo las cenizas se aferran al fuego.
No sois ceniza,
soltad todo aquello que os queme.
Sé que muchas veces será difícil,
pero la única forma de vivir con el pasado
es aceptar que no lo vamos a cambiar.
El hombre de tu vida será aquel que te haga
olvidar lo que es llorar.
Muere en todas las guerras.
Renace en la siguiente.
Que nunca nadie pueda decir que moriste de
hambre.
Moriste de amor.
Los «conocidos» te dirán lo que quieres oír.
Tus mejores amigos te dirán que más tonto no
podías ser.
Por eso valen tanto.
No os quedéis con ninguna duda que no podáis
matar antes de que os mate a vosotros.
Sé que nadie nos enseña a sonreír, que hay días
que resulta difícil, que pesa demasiado el dolor.
Pero ¿sabéis una cosa?
Tampoco nos enseñaron a llorar.
Elige qué aprendes.