Soy hijo de Damián Ardanza y María Garro y vine al mundo el 10 de junio de 1941. Mis padres, ambos de caserío,1 eran hijos de familias numerosas y los dos sentían un fuerte arraigo por la tierra que les había visto crecer. Cuando nací ya estaban afincados en una vivienda del centro de Elorrio, municipio del que era natural mi padre. Yo soy, por tanto, el primer kaletarra2 de nuestra familia.
Elorrio, situada en la comarca vizcaína del Duranguesado, era una villa tranquila y algo apartada, con una importante actividad agrícola e industrial. A partir del siglo XIX y hasta los primeros años del siglo XX había mantenido una destacada actividad balnearia, en medio de un entorno señorial, rico en palacios y casas blasonadas. Este extraordinario patrimonio monumental era el fruto de la actividad comercial que ilustres familias elorrianas habían mantenido con el Nuevo Mundo durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Todo ello hizo de Elorrio un municipio con una actividad económica sostenida e importante y lo convirtió en un destino frecuentado en los meses de verano por familias pudientes —algunas vizcaínas, otras procedentes de Madrid—, dispuestas a disfrutar de su suave clima, de su tranquilidad y de los palacios, hoteles y paseos que ofrecía a sus visitantes. Los hoteles balnearios, con sus cuidados jardines en la parte de delante y el rumor del riachuelo detrás; las cuevas de donde brotaban las aguas sulfurosas, tan apropiadas para las piedras del riñón; el olor, tremendo, a huevos podridos, y una especie de espuma blanca pegada a las paredes de las cuevas, que se utilizaba para tratar los granos y las heridas de la piel componían el retrato de Elorrio los meses de verano.
En junio llegaban las señoritas de servicio, con sus cofias y uniformes, y las doncellas abrían las casonas para orearlas y limpiarlas hasta dejarlas resplandecientes, con las bolas de latón de los balcones brillando como el sol. Primeros de julio era el momento de la llegada de las señoras con los niños y el servicio y, más tarde, en el mes de agosto, ya aparecía el señor, con su coche o con su caballo y su carro. Los domingos solían ser días de reunión bajo el pórtico de la iglesia, después de la misa mayor de las diez —a la que los críos llamábamos «la misa de los calvos»— , donde los visitantes trataban con los propietarios de los caseríos y reclutaban chicas de Elorrio dispuestas a servir en Algorta o en Madrid.
Damián Ardanza, mi padre, había nacido en Elorrio, en el barrio de Aldape, en una casa de labor típica vasca, de dos aguas, con un arco grande en el portal, situada en un lado de la carretera que sube de Elorrio hacia Elgeta y Gipuzkoa. Era un caserío importante, con bastante terreno, tanto para la labranza alrededor de la casa —lo que delataba un asentamiento antiguo de los tiempos de terra nulius3— como para el pasto o las plantaciones de robles y hayas.
Damián era el penúltimo de nueve hermanos, tres de ellos religiosos. Era, por tanto, segundón y estaba destinado a abandonar la casa paterna y a respetar la autoridad del mayorazgo, el hijo mayor, quien recibía en herencia la titularidad íntegra de la propiedad troncal de la familia, aquella constituida por los bienes fundacionales del caserío y que había sido transmitida de generación en generación. El mayorazgo es una institución foral vasca, de antigua tradición y muy respetada, que mi padre, al igual que todo el mundo en aquella época, asumía con total naturalidad. Nacido en 1912, pudo ir a la escuela de pequeño y a los diez años entró en el seminario de los pasionistas, orden a la que pertenecían dos de sus hermanos mayores, donde estudió tres o cuatro cursos; ello le permitió acceder a una educación básica. Pasado ese tiempo, abandonó el seminario y volvió a Aldape. Tenía perfectamente asumido que el caserío era para el hermano mayor, pero también sabía que mientras no abandonara el hogar familiar le asistía el derecho a una habitación para dormir y un plato que comer. Por supuesto, a cambio debía trabajar para el hermano mayor en las tareas que éste le asignara.
A los dieciocho años mi padre abandonó el trabajo del caserío y se incorporó como obrero a una fábrica del pueblo, donde trabajó hasta que tuvo que cumplir el servicio militar. Estuvo destinado en Burgos, en caballería, durante casi dos años. No guardaba un buen recuerdo de esa época, pues en 1934 su compañía fue desplazada a Asturias para reprimir la revolución de Octubre. Mi padre me comentó muchas veces lo mal que lo pasaron y la desazón que le causó aquella violenta experiencia. Nunca pudo olvidar los episodios que vivió allí y rememoraba entristecido los recuerdos de cuando montado a caballo tuvo que obedecer las órdenes de los oficiales que les mandaban cargar contra los mineros.

Damián Ardanza, mi padre, en 1934, con el uniforme del servicio militar del cuerpo de caballería.
Cumplido el servicio obligatorio volvió a Elorrio y reanudó su vida, compaginando el trabajo en la fábrica y la ayuda en el caserío, hasta que el dieciocho de julio de 1936 las tropas comandadas por Franco se sublevaron contra el gobierno legítimo de la República.
Elorrio era un pueblo en el que, al igual que en otros municipios vizcaínos y guipuzcoanos, el nacionalismo vasco había ido arraigando a partir de la fundación del Partido Nacionalista Vasco por parte de Sabino Arana Goiri, en 1895. La intensa actividad propagandística y el desarrollo de sus organizaciones locales habían permitido al PNV ganar para su causa un buen número de adeptos. Este arraigo permitió que en las elecciones municipales de 1934 un militante nacionalista, Julián Ariño, se convirtiera en alcalde.
Damián Ardanza mamó desde niño ese ambiente, mezcla de sentimientos y aspiraciones políticas. Él mismo nació en el seno de una familia nacionalista. Mi abuelo Pedro, más o menos contemporáneo de Sabino Arana, era bizkaitarra,4 y mi padre lo recordaba sentado en la cocina, leyendo las primeras publicaciones nacionalistas que se publicaron, como Euzkadi o Bizkaitarra, a las que estaba suscrito. El abuelo Pedro Ardanza era un hombre ilustrado para aquellos tiempos en Elorrio. Más tarde, mi tío Vicente, el mayorazgo, fue concejal por el PNV de Elorrio, en 1931.

Mi madre, María Garro, en una fotografía dedicada a su cuñada Victoria y fechada el 26 de febrero de 1940
Mis padres, Damián y María, se debieron de conocer en 1935. Izeko5 Encarna, hermana de mi padre, era una excelente cocinera y servía en una casa de Neguri. Le encantaba hacer de componedora de matrimonios. En cuanto sabía de un soltero, se ponía a indagar a ver si encontraba una chica adecuada. Cuando daba con alguna, se acercaba a los padres de él para informarles de lo que la búsqueda había deparado. Yo creo que, en el caso de mis padres, fue ella la que hizo el papel de intermediaria. Izeko Encarna conocía a María, que estaba sirviendo también en una casa de Neguri. Tengo oído que invitó a mi padre a un baile que se celebraba los domingos en Erandio, cerca de Neguri, adonde se acercaban las jóvenes que servían en los pueblos de alrededor, y deduzco que allí le debió de presentar a María.
La relación de la joven pareja no pudo durar mucho, pues enseguida estalló la guerra. Lo que sí sé es que, unos meses más tarde, un día mi madre se acercó a Urberuaga, al balneario, a llevar ropa limpia a mi padre, que disfrutaba de algunos días de descanso cerca del frente de Kalamua, y le propuso que se casaran. Él le respondió que no podía casarse sin saber si al día siguiente continuaría con vida. Se decidió posponer el matrimonio hasta que la guerra hubiera acabado. Según me contó él, le dijo a mi madre algo así como: «Si muero ya te enterarás y si vivo ya volveremos a juntarnos». Muy ardanciano.
El ambiente en aquellos primeros días del verano de 1936 debía de estar muy revuelto. Mi padre acudió a la convocatoria realizada por José Antonio Aguirre, diputado en las Cortes españolas. Les pidieron que vistiesen un atuendo que haría las veces de uniforme, camisa blanca y pantalón de mil rayas, y reunidos en formación en las laderas del monte Artxanda, junto a Bilbao, Aguirre les hizo un llamamiento para que se mantuvieran alerta y les anunció la probabilidad de que en los días siguientes pudiera estallar la guerra. A los pocos días se produjo la sublevación militar. En Elorrio se organizaron patrullas de vigilancia leales al gobierno republicano y mi padre participó en ellas, hasta que pocos días después se produjo la movilización de los batallones que los partidos vascos habían reclutado y se organizó el Euzko Gudarostea,6 el Ejército Vasco, en el que se alistó como voluntario. En septiembre ya estaba en el frente.
San Sebastián cayó enseguida y mi padre se incorporó a los batallones dispuestos en las trincheras del monte Intxorta, donde consiguieron frenar el avance del coronel Beorlegui, que encabezaba las tropas procedentes de Gipuzkoa.
Acompañé a menudo a mi padre a la casa de los Ardanza, a ayudar en las tareas del caserío de Aldape. Mi tío, el mayorazgo, le había cedido unas tierras para que pudiese completar su sustento. Eran años de hambre y de escasez en los que en el mercado apenas había de nada. Cuidaba un pequeño terreno, de unos doscientos metros, rodeado por las aguas del río. Los frutos de la huerta eran para nosotros. Había unos manzanos grandes, lo que nos permitía comer manzanas durante una temporada larga, y en la huerta teníamos de todo: patatas, puerros, zanahorias, alubias, vainas, lo que correspondiera a cada época.
Como contraprestación a esa cesión, mi padre ayudaba a su hermano en las tareas del caserío. El trabajo duro venía en verano, cuando llegaba el corte de trigo y el gari-jotzea, la operación de desgranar el trigo golpeándolo contra una piedra. El grano, ya aventado, se guardaba en unos arcones. También participábamos en la matanza, y de ella nos llevábamos una parte a casa. La carne obtenida se troceaba y apilaba entre capas de sal en arcones, para que se secara y se hiciera la cecina. Una vez seca, había carne para todo el año. A medida que se necesitaba se iban sacando los trozos del arcón y se colgaban en la cocina para su consumo. Habría tres o cuatro arcones en Aldape, en la planta alta y seca, uno para el grano de trigo, otro para el grano de maíz y otro para la cecina.
De aquella época retengo la imagen de mi madre muerta en casa. Yo tendría tres años, casi cuatro. Por lo que después pude saber, sufrió una infección, que derivó en peritonitis. En aquellos tiempos la penicilina estaba aún en sus albores y los médicos no pudieron hacer nada para evitar el fatal desenlace. Aún puedo ver el féretro en el centro de la sala, sobre algún mueble, y sobresaliendo de él el rostro de mi madre. Mi pequeña estatura apenas me permitía verla. Llegaba gente a casa y yo abría la puerta, los recibía y les acompañaba a la sala para que pudieran ver el cadáver de mi madre: «Bai, bai, etorri, nik erakutsiko dizut ama» («Venga usted, yo le acompañaré a donde está mi madre»). Tengo también presente la imagen de mi padre, sentado en su silla y apoyado en la mesa de la cocina, llorando, y la de mi abuela materna, María Josepa, muy entera, dándole consuelo: «Damián, ¡qué le vas a hacer!», una expresión de resignación muy frecuente en la vida de los caseríos. La visión de mi padre, inconsolable e incapaz de articular palabra, sin poder parar de llorar, me debía de resultar tremenda, y aquella desazón me empujaba una y otra vez a sentarme en su regazo.
Después de la muerte de mi madre viví en Ondarroa, con mis tíos. Eran tres, segundones del caserío Aldape, y los tres, al igual que mi padre, habían tenido que abandonar la casa familiar: un hermano, Manuel, el más joven de la familia, sacerdote y organista en la parroquia de Ondarroa; y dos hermanas, la tía Vitori y la izeko Encarna, ambas solteras y dieciocho y quince años mayores que mi tío cura. Esa diferencia de edad las investía de cierta autoridad y cada vez que se dirigían a él, se valían de ella para llamar al tío sacerdote ume, «niño» en euskera, según la costumbre que adoptaron cuando de niñas tuvieron que cuidar de él. Viví en Ondarroa hasta que cuatro años más tarde me reclamaron desde Elorrio: mi padre se había vuelto a casar y el nuevo matrimonio quería que viviera con ellos y emprender así una vida en familia.
La vida en Ondarroa, con el tío sacerdote y las dos tías solteras, fue muy feliz. Los recuerdos que conservo son los de un niño inquieto, querido, satisfecho del cariño, el afecto y la protección que recibí. Nunca he tenido la sensación de haber sido un pobre huérfano que se había quedado solo en la vida. En absoluto.
Ondarroa es una pequeña villa pesquera situada en el extremo oriental de la costa vizcaína, entre Lekeitio y Saturraran, que ha sido y es uno de los principales puertos vascos. La gente se dedicaba a la agricultura y, sobre todo, a la pesca. Mis tíos vivían en una casa de dos alturas, bastante amplia y casi pegada a la iglesia, encima del frontón. Allí mandaba el tío Manuel, pero quien la gobernaba era la tía Vitori, la mayor. Yo debía de tener un parecido físico muy grande con el tío —he comparado alguna vez fotos suyas de cuando era joven con las mías de niño y realmente teníamos bastante parecido—, y en la calle todo el mundo me conocía como «Josantonio, don Manuelen lobi» («José Antonio, el sobrino de don Manuel»), aunque alguno, de broma, se atreviera a decir «Josantonio, don Manuelen semi» («José Antonio, el hijo de don Manuel»).

Con tía Vitori, en Ondarroa.
Mis tíos se desvivían por mí, pero sé que les causé más de un dolor de cabeza. Me gustaba callejear durante todo el día, y eso les tenía preocupados, sin saber dónde andaba y con miedo por si me había pasado algo. Cuando llegaba la temporada de la anchoa, del boquerón, siempre que podía me subía a los barcos de pesca y me iba al mar, montado en los cajones para el pescado, sin haber avisado en casa; en vez de volver para comer a la una, llegaba pasadas las cinco de la tarde, con la partija de anchoas que me había tocado en el reparto, feliz. Pero el jornal no aliviaba la bronca.
En las calles de Ondarroa se hablaba euskera. En casa euskera y castellano, aunque izeko Encarna se empeñaba en hablar siempre en euskera. Conmigo, todos en euskera. El hecho de que viviéramos con un sacerdote no comportaba un ambiente exaltado desde el punto de vista religioso. El tío, por supuesto, tenía sus obligaciones —celebrar misa, predicar, tocar el órgano, atender a los enfermos, llevar el viático…—, pero la religión no tenía una presencia especialmente destacada en casa. Mi tío siempre decía que no le gustaba ir a confesar a la gente, que le resultaba pesado. Más tarde supe que era el cura preferido de muchos para la confesión, puesto que al parecer tenía manga ancha, era comprensivo y bonachón y todo lo arreglaba con una pequeña penitencia. El tío Manuel fue un sacerdote muy querido en Ondarroa.
En las casas con alguna posibilidad, y la nuestra lo era, solía haber aparatos de radio que tenían incorporada la onda pesquera, una onda que permitía sintonizar las conversaciones que los pescadores tenían por radio en el mar. Desde nuestra casa se pasaba el aviso a las familias que no disponían de esa frecuencia y se les contaban las vicisitudes que sus maridos, hermanos o hijos estaban viviendo: cómo iba la pesca, cómo se encontraban de salud o cuándo volverían.

Con izeko Encarna en una imagen de estudio.
Fue en Ondarroa donde empecé a ir a la escuela. La maestra se llamaba Rosario y creo que era ondarresa, una mujer bastante alta, que llevaba el pelo recogido y tenía un aspecto físico agradable. Siempre hablaba castellano. Pude verla por última vez antes de que muriera, siendo ya lendakari.7
En Ondarroa comíamos bien, a pesar de vivir en época de escasez. Los curas eran personas de prestigio y muy respetadas, recibían muchos regalos y, gracias a eso, nunca faltaba de nada en casa. Y no sólo eso. En ocasiones llegaba tanto pescado que no éramos capaces de consumirlo como ocurría, por ejemplo, en la época de la costera de la anchoa. No faltaban, según la temporada, el besugo, el bonito o el chicharro. Tampoco los frutos de la tierra, como las verduras o los huevos de caserío. Y los manjares más apreciados de aquel entonces, como la merluza y el pollo, tenían un lugar en nuestra mesa, especialmente en Navidad. Las dos tías habían estado sirviendo en casas importantes de Neguri y eran cocineras de profesión, por lo que puedo decir que en aquella casa se comía como en pocos sitios.
Fueron años en los que la afición por el fútbol se acercaba mucho al fanatismo. Éste era en realidad el opio del pueblo. El Athletic de Bilbao era el preferido de la afición, y no sólo de la vizcaína. Era además el equipo favorito de la competición de Copa, no hay que olvidar que durante la década de los cuarenta disputó seis finales y fue cinco veces campeón. La gente se volvía loca para conseguir una entrada en Madrid, que es donde siempre se jugaba la final, y si no se conseguía se intentaba ir a ver qué se podía hacer. Y había hombres, padres de familia sin recursos, que empeñaban lo que fuera por ir. Algún cura llegó a lanzar advertencias desde el púlpito con el fin de evitar que algunos hogares tuvieran que pasar momentos de ahogo. Las familias, en general, vivían muy oprimidas por la situación económica, y las mujeres, que eran las que tenían que sacar la casa adelante, se llevaban la peor parte. Los hombres cobraban el sueldo en un sobre y normalmente se lo entregaban íntegro a la mujer, pero siempre había alguna hora extra que no figuraba en el recibo y ésa se la quedaban ellos para sus gastos, lo que se llamaba isileko poltsa («peculio reservado»). En aquella época se bebía más de la cuenta. Los problemas se acrecentaban cuando las horas extras no daban de sí y el sobre no llegaba a casa porque había sido gastado o empeñado para cubrir otros gastos. Aquellas pobres mujeres no tenían otra forma de desahogo que ir donde el cura a confesarse y contarle que su marido había bebido o se había gastado el sobre, para que interviniera. Los meses de la competición de Copa solían ser muy delicados en este sentido.
Conservo muy vivos en mi memoria aquellos maravillosos años en Ondarroa. Era un pueblo pequeño, todos nos conocíamos y me sentí muy cómodo. A veces me encuentro con aquellos hombres que me llevaban de niño en barco, hombres de más de ochenta años que siguen llamándome con cariño, Josantonió!, como cuando era niño. Fue una etapa preciosa de mi infancia y gracias a ello siempre he considerado Ondarroa mi segundo pueblo.
Mi difunta madre, María Garro, nació en la anteiglesia de Zenarruza-Puebla de Bolívar, en euskera Ziortza-Bolibar, un pequeño municipio cercano a Markina que acoge en un promontorio cercano la Colegiata de Santa María de Zenarruza, del siglo XIV.
María vino al mundo en la casa conocida como Armola Errota, un caserío-molino que además de las actividades propias de una explotación agrícola-ganadera de la época funcionaba también como molino de agua: gracias a su enclave, adosado a una presa de agua, movía dos pequeñas instalaciones industriales. Tenía dos grandes piedras, que molían trigo y maíz para producir harina, y una gran rueda aspada que movía una central eléctrica y suministraba electricidad al barrio. De niño vi cómo funcionaba. La central sólo se solía poner en marcha de noche o cuando se producía alguna emergencia. No había teléfonos y se utilizaban sábanas para dar las señales que indicaban que se diese la luz o avisaban de que se podía cortar. Ése era el caserío de mi madre.
Iba muy a menudo a Armola. Después de que a los siete años volviera a Elorrio pasé los veranos entre Ondarroa y Bolibar. Y de entretiempo, cada vez que se mataba el cerdo o en la temporada de la alubia, alimento básico del caserío, mi padre acostumbraba a ir de visita, y yo con él. Sería entre 1948 y 1952. Fueron tiempos de mercados desprovistos y comida escasa, en los que íbamos con la cartilla de racionamiento a que nos cortasen el cupón para hacernos con el pan, el tabaco del padre y todo lo demás. Fue también, en mis familias, un tiempo de solidaridad total. Y yo era feliz de poder ir a Armola y convivir con mi familia de allí.
Mi padre sólo tenía para desplazarse una bicicleta, una Orbea de hierro muy pesada. Trabajaba en la fundición y fabricó un artilugio que ajustó a la bicicleta. Era un invento muy elemental: consistía en un par de toallas enrolladas en la parte de arriba del cuadro y unos apoyos de hierro para los pies. Y allí solía ir yo, delante de mi padre, que iba en su sillín. De Elorrio a Berriz íbamos pedaleando, después pie a tierra para subir andando Trabakua y, otra vez sentados, cuesta abajo hasta Iruzubieta, y de allí a Armola. La excursión la hacíamos siempre en domingo y nos llevaba cerca de tres horas de ida y otras tantas de vuelta. Llegábamos a Elorrio al anochecer, con tres o cuatro kilos de alubias, varios kilos de harina de trigo o de maíz, unas cuantas morcillas y otras partes del cerdo. La harina de trigo la utilizábamos para hacer ahia, una papilla blanca de harina, leche y azúcar, y la de maíz para hacer morokil —«polenta», en castellano— y talos, unas tortas aplastadas que se hacen en las tierras vasco navarras.
Deseaba que llegara el día de San Juan para comenzar mis vacaciones, que repartía entre el caserío de Bolibar, donde pasaba todo el mes de julio, y la casa de mis tíos en Ondarroa, donde estaba hasta que en septiembre volvía a comenzar el período escolar en Elorrio. En la familia de mi madre eran seis o siete hermanos, y cuando yo conocí Armola era el hogar de la tía Emilia, la hermana mayor de mi madre. El hermano mayor, el que debía haberse quedado en el caserío, José —al que nunca conocí—, emigró de muy joven a Estados Unidos y nunca volvió ni escribió. No hubo noticias suyas hasta que algunos años más tarde otro hermano de mi madre, el tío Esteban, también se marchó a hacer las Américas —éste de pastor—, a Idaho, y supo que José vivía, estaba casado y era propietario de un rancho.
Mi veraneo en Armola consistía en ayudar en las tareas del caserío. Había cuatro o cinco vacas y yo era el encargado de llevarlas a donde tuvieran que pastar. Y allí pasaba las horas. A veces solo y otras con mi prima Mari Carmen. Otras veces me tocaba ir a por agua. Aunque el caserío estaba rodeado de agua por todas partes, ésta era de río y no era potable. Así que cogía mi cantimplora y me iba al manantial, a kilómetro y medio de casa. Los zapatos o sandalias de vestir sólo las usábamos los domingos para ir a misa y, según la ocasión y el tiempo, calzábamos alpargatas de esparto, que se estropeaban con el agua, o albarcas de piel o de goma, que vestíamos con helecho seco y calcetín de lana gorda. Pero yo prefería andar descalzo, cruzar el río, coger el agua y volver a casa chapoteando, con el agua para las comidas en la cantimplora.
Cuando llegué a Armola, ya no había niños. El hijo mayor era cura, pasionista, y vivía fuera de casa, así que mi tiempo lo pasaba chinchando a mi prima Mari Carmen, tres años mayor que yo; o si no, acompañando, como si fuera su sombra, al primo Antonio, el responsable de las faenas de mayor peso en el caserío. Antonio también terminó emigrando a América, igual que lo habían hecho primero su padre y luego dos de sus tíos.
El ocio semanal consistía en ir a misa. Había una práctica dominical permanente, porque era pecado mortal no ir a misa. Nos aseábamos, nos preparábamos un poco y subíamos a pie al pueblo de Bolibar, donde está la iglesia parroquial. Después de misa salíamos al pórtico —casi todas las iglesias rurales vascas lo tienen—, y ése solía ser el lugar y el momento de reunión con los vecinos, el instante en el que se juntaban todos los baserritarras de Bolibar y hablaban de la familia, del ganado o de las terneras que habían nacido. No había dinero para pagar al veterinario y ellos mismos se ocupaban de atender a los animales. Yo me solía quedar al lado del tío, o de la tía, o del primo Antonio, escuchando estas conversaciones, puesto que no había demasiados niños por allí. Finalizada la charla, vuelta a casa y a trabajar.
La puebla de Bolibar es también la cuna de los ancestros de Simón Bolívar. Al salir de misa por la puerta principal de la iglesia nos topábamos de frente con el monumento dedicado al Libertador, situado en medio de la plaza. Esa visión hacía que preguntáramos por aquel personaje: «Es uno de Bolibar que se fue a América». Nada más normal en un pueblo en el que no había familia o casa que no hubiera enviado a alguno de los suyos a América. Hasta mucho tiempo después no pude conocer detalles del famoso Bolívar ni de su gesta, pues ni los habitantes del lugar sabían más sobre él ni los libros de historia de la época franquista nos ofrecían detalles de aquel personaje que emancipó algunas tierras americanas del trono español y contribuyó a la independencia de las actuales Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela.
A los siete años, en septiembre de 1948, finalizada mi etapa en Ondarroa, volví a Elorrio para iniciar una nueva vida con la familia que mi padre había formado con Pilar Macazaga, mi nueva madre. Me costó integrarme en aquel ambiente familiar. Conservo una fotografía tomada en Gernika un día de invierno, con motivo de la boda de mis padres, en la que aparecemos los tres en una escalinata y en la que se me ve cabizbajo y con expresión de pocos amigos: mi padre se había vuelto a casar y yo no lo entendía.
Deduzco que durante un tiempo mantuve una actitud de bastante hosquedad con mi madre Pilar. Había crecido en Ondarroa, en un ambiente diferente y de total libertad con mis tíos, y me resultó extraño iniciar una nueva convivencia con mi padre y con una mujer a la que yo no conocía de nada y a la que debía llamar ama («madre»). Sin embargo, mi nueva madre mostró desde el primer momento un enorme deseo de acogerme e integrarme en la familia y de que yo la fuera aceptando. Y me fue ganando. Nunca me castigaba, y cuando mi padre, agotada la paciencia, respondía a mis fechorías con algún sopapo, ella intervenía y le pedía que me dejara en paz. Fue muy respetuosa con mis decisiones y siempre tuve su apoyo en los momentos difíciles, de modo que poco a poco se produjo una aceptación mutua. En cualquier caso, la figura de mi padre fue quedando en mis adhesiones y en mis afectos como imborrable.
Supongo que mi padre encontró en mi compañía la forma de desahogarse de los recuerdos de la guerra y de huir del silencio opresivo en el que se vivía en aquellos años de dura dictadura. Y el monte Intxorta, lleno de alambres oxidados y agujeros de obús, se convirtió en el testigo mudo de aquellas confidencias y hazañas que con ocho, nueve, diez años, escuchaba con entusiasmo. Los Intxorta son tres pequeñas cimas que se encuentran a hora y media de Elorrio y en cuyas laderas se libró una de las batallas más cruentas del frente del norte en la guerra civil española, entre septiembre de 1936 y abril de 1937. Mi padre, gudari («soldado») del batallón Sabino Arana del PNV, combatió en los frentes de Saibigain e Intxorta y conservaba un recuerdo fresco y doliente de la batalla final, que se zanjó con más de cuatrocientos soldados muertos y las trincheras cavadas por el ejército republicano convertidas en charcos de sangre como consecuencia de los bombardeos efectuados por la aviación de los sublevados.

Con mi padre, Damián, en Ondarroa, en 1946.
Cuando comencé los paseos con mi padre, los domingos por la mañana, ya habían transcurrido diez años desde el final de la guerra, pero Intxorta seguía siendo un lugar arrasado, quemado. No crecía ni una hierba. Las cimas y las campas de alrededor estaban llenas de hoyos causados por los obuses de cañón y las bombas arrojadas por los aviones. El tiempo no había borrado las trincheras y saltaban a la vista los restos amontonados del alambre de espino que las había protegido y los pilares de hierro donde habían estado sujetos. Todo roto, olvidado y oxidado. Pero a la vez presente. Sería capaz de dibujar una fotografía con la imagen perfecta de aquel páramo que veo proyectada en la pantalla de mi memoria. Tampoco puedo olvidar los relatos durísimos de las batallas libradas en Saibigain y Mendisolo, donde mi padre cayó herido, según contaba, por una bala explosiva, de sus bombardeos y tiroteos, y del recuerdo de las bayonetas caladas que los soldados debieron usar cuando se acabó la munición.
Las batallas que mi padre me fue contando coincidieron en el tiempo con las primeras clases de historia, una materia que siempre me ha interesado, en las que nuestro maestro, Maximino Armendáriz, carlista navarro, nos daba cuenta de las grandes gestas de la historia de España, entre las que guardaba un lugar relevante para el relato de la guerra civil, «una contienda que gracias a Dios acabó con los rojos e indeseables que habían querido destrozar España y se saldó con el gran triunfo del Generalísimo Franco», el bueno de la película. Yo me quedaba embelesado con las historias que sobre la guerra y sobre Franco nos contaba el maestro: gracias a él habíamos librado al país de los rojos, del comunismo, del separatismo y de la masonería, que también para mí eran de lo peor. Cuando llegaba a casa iba corriendo donde mi padre y entusiasmado le contaba las gestas que había hecho Franco; yo observaba extrañado que él callaba. Hasta que un buen día le pregunté: «Aita, zu non zengozen?» («Padre, ¿tú dónde estabas?») y él me respondió: «Ni, seme, gorriekin» («Yo, hijo, con los rojos»). No fui capaz de comprender el significado de la respuesta y me quedé perplejo, a la espera de alguna explicación que diera sentido a todo aquello.
A partir de ahí, mi padre empezó a explicarme que todas aquellas trincheras que él me había ido enseñando en el monte las habían defendido ellos, y me habló del gobierno de Euskadi, de José Antonio Aguirre, el lendakari; de Franco, un militar sublevado que había dado un golpe de Estado contra un gobierno legítimamente constituido… Todo a su manera. Y así empecé a comprender por qué mi padre nunca hablaba con nadie de esos temas, excepto cuando estaba conmigo en el monte, y por qué cada vez que hablaba de ello me insistía para que no se lo contara a nadie, tampoco en casa.
Empecé a tomar conciencia de que las cosas no eran tal y como las estaba contando el maestro. Y decidí apostar por mi padre y creer en lo que él me estaba explicando cuando me hablaba de Euskadi, de nuestra lengua, el euskera, en la que siempre me comuniqué con él, de la libertad, del gobierno vasco, del Partido Nacionalista Vasco, de José Antonio Aguirre, de la guerra perdida, de Franco como enemigo, dictador y fascista, como responsable de que no tuviéramos libertad, de él como opresor del pueblo vasco y de sus manifestaciones culturales y lingüísticas…
Nunca percibí en él sentimiento alguno de revancha. Fue un hombre creyente, un humanista convencido, y jamás sembró en mí ningún afán de odio o de violencia. Tampoco me dijo: «Mira, ése es de los malos», a pesar de que Elorrio era un pueblo en el que había mucho carlista y fuesen ellos los que mandaban. Sí le oí decir, de niño, al pasar cerca de alguna casa de Elorrio: «Mira, hijo, en esta casa están las sábanas, la vajilla y algún mueble que en la guerra se llevaron de nuestro caserío». A mí me costaba entender que no las reclamara y que su única respuesta fuese que era preferible que nos mantuviéramos callados y esperásemos a que todo pasara. Cada año, en torno al 9 de mayo, los seguidores del Partido Carlista, integrados en la Falange Tradicionalista, acudían a la romería que se celebraba en el monte de Montejurra (Navarra), para conmemorar el lugar donde se celebró una batalla de la Tercera Guerra Carlista. Los simpatizantes carlistas de Elorrio, que eran muchos, nunca faltaban a la cita, y se reunían en la plaza, a primera hora de la mañana, ellos vestidos con pañoletas rojas, la txapela puesta de costado, engalanados con sus escapularios y con las insignias ganadas en la guerra; y ellas vestidas igual, con su boina roja con borla, sus pañuelos y sus faldas. Y todos, requetés y margaritas, bien atusados, montaban en los autobuses que habían contratado para no volver hasta el anochecer, ya tarde, con el ánimo bien exacerbado, después del mitin y los vinos de Montejurra. Cuando llegaban, exaltados y bien cargados, ocupaban el centro del pueblo y se quedaban solos, gritando y cantando completamente alborotados, mientras los demás, temerosos de que algo sucediera, callábamos de miedo y desaparecíamos de las calles de Elorrio.
El ambiente en la escuela era opresivo. Las Escuelas Nacionales, donde yo estudié en Elorrio, quedaban en las afueras del pueblo, junto a la estación. Estaban en un edificio con dos alas, una para los chicos y otra para las chicas, dispuestas en torno a un gran patio central. A la hora del almuerzo salíamos al patio, donde nos mandaban formar y nos alineábamos en cuatro hileras, una de chicos grandes, de doce a catorce años, otra de pequeños y otras dos de chicas, para hacer las advocaciones diarias. Puestos en fila, como si estuviéramos en un cuartel, extendíamos el brazo al frente para marcar la distancia correspondiente con nuestro compañero y, una vez firmes, entonábamos las tres canciones que repetimos todos los días que pasé allí: el Cara al Sol de los falangistas, el Oriamendi de los carlistas, y el himno español, con su letra.
En clase sólo se podía hablar en castellano, el euskera estaba prohibido, y los que lo usaban eran duramente castigados. Yo era bilingüe. Durante mi estancia en Ondarroa, en casa de mis tíos, había aprendido a hablar castellano y me podía defender, pero había niños de caserío que no eran capaces de hacerlo y eran maltratados físicamente. El castigo más frecuente consistía en golpear, bien las palmas de las manos, o bien las yemas de los dedos, con una vara o un mimbre. Y puedo asegurar que dolía. Me daba coraje ver a mis amigos caseros, algunos de ellos más chicarrones que yo, llorando; me parecía una injusticia e intentaba ayudarles y consolarles. El modelo a seguir lo formaban los que eran capaces de defenderse en castellano y no tenían veleidades con el euskera.
Los años cincuenta trajeron a Elorrio la novedad de la inmigración. España vivía una época de autarquía en la que no corría el dinero, no se importaba nada y había que producir de todo. Elorrio era un pueblo con una cierta industria y hacía falta mano de obra abundante y barata. La inmigración aportó esa mano de obra, y en poco menos de veinte años Elorrio pasó de ser un pueblo de tres mil habitantes a duplicar su población y tener cerca de seis mil vecinos.
Fue una especie de sirimiri. Primero llegaron los hombres, y a medida que estos se fueron asentando empezaron a venir sus mujeres y demás familiares. La mayoría procedían de La Mancha. Se comentaba que habían llegado pueblos enteros, incluida la corporación, y que en algún caso incluso habían entregado en el Ayuntamiento de Elorrio el Libro de Registro del ayuntamiento de origen.
Durante aquellos primeros años de inmigración vivimos situaciones bastante desagradables en la escuela. Los recién llegados sólo hablaban castellano, no sabían ni una palabra en euskera, y por su dominio de la lengua española recibían buen trato por parte de los maestros, quienes los presentaban como un modelo a imitar. Esas comparaciones produjeron antipatías y crearon cierta confrontación entre unos y otros.
Fueron los años en los que se usaron términos despectivos como maketo o hazur-baltza8 para designar a los que habían venido de fuera. No conocíamos su significado, ni sabíamos de Sabino Arana ni del uso que se les había dado a aquellas palabras en otras épocas, como las guerras carlistas. Sólo sabíamos que eran palabras hirientes, y por eso las usábamos cuando nos peleábamos con ellos, seguros de que los íbamos a ofender. Ellos, por su parte, y con la misma intención, nos llamaban boronos.9 Fue una época de poca simpatía y mucho recelo en la que se les recibió como a usurpadores que venían de fuera a quitarnos el trabajo y el sustento, de la misma forma que mucha gente ahora contempla a los inmigrantes que vienen de otros países europeos, sudamericanos o africanos, con una mezcla de precaución y temor a perder algún derecho que creemos ya adquirido.
Más tarde fui tomando conciencia de que muchos de ellos, republicanos, socialistas, habían sido vencidos como nuestros padres. Se trataba de personas que tuvieron que abandonar su tierra para ganarse la vida, después de haber sufrido en muchos casos la incautación de sus bienes y tras haber pasado mucha hambre.
En casa siempre fueron muy prudentes en este tema. Nunca me inculcaron el odio ni el rechazo al inmigrante, todo lo contrario. Su lema siempre fue «gu bezalako pertsonak dira» («son personas como nosotros»). Mi padre siempre se mostró muy cuidadoso a este respecto, pues en su trabajo como oficial en la fundición tenía a su cargo grupos de cinco o seis hombres, casi todos inmigrantes, que se dedicaban a tirar con fuerza del cazo de caldo fundido para verterlo en los moldes correspondientes. Siempre se refirió a ellos como gente trabajadora y empeñada en cumplir y quedar bien.
Los primeros que llegaron, jóvenes solteros y hombres casados que habían dejado sus familias en el pueblo hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, vivieron como huéspedes con las familias de Elorrio. No sobraba el dinero y acoger a un pupilo se convirtió para muchos hogares en una fuente añadida de ingresos. Se les alquilaba una habitación y el pago incluía el cuidado de la misma, la limpieza de la ropa y tres comidas diarias. Nosotros vivíamos en un piso amplio y durante años tuvimos a varios viviendo con nosotros. Hacían la misma vida que los hombres de casa: a la hora en que el marido salía de la fábrica, con el toque de sirena, venían con él, comían juntos y volvían a la fábrica hasta acabar la jornada laboral.
A medida que estos hombres fueron encontrando empleo fijo, y una vez asegurada una expectativa de estabilidad, empezaron a llegar sus novias, sus mujeres y familias, y pasaron a alquilar las viviendas desocupadas que había en Elorrio. Más tarde se empezaron a construir las famosas casas baratas y el pueblo fue creciendo y extendiéndose. En cuestión de diez o quince años, todas aquellas familias ya se habían integrado en la vida del municipio, sus hijos convivían con total normalidad con los demás niños del pueblo y poco a poco se fueron formando parejas mixtas, una vez superadas las incomprensiones y rechazos vividos durante los primeros años de la inmigración. Más tarde, en la década de los sesenta, llegó la gran emigración a Alemania, en la que se vieron envueltos tanto unos como otros.
Los momentos de ocio los disfrutábamos jugando al fútbol y a la pelota a mano. Mi otra gran afición era el cine. En Elorrio había una sala, bastante destartalada, situada en los bajos de una casa y con capacidad para unas ciento cincuenta personas. Nuestra vecina Jacinta era la taquillera. Las películas se clasificaban por colores: al rojo no podíamos entrar los niños; con el color verde dependíamos del humor de la taquillera, y con el blanco teníamos permitida la entrada. Jacinta me quería mucho y siempre que había una película apropiada para mi edad me regalaba una entrada de primera fila.
Jacinta regentaba también una pequeña tienda de ultramarinos debajo de nuestra casa, adonde me solían enviar a comprar los suministros que nos hicieran falta. Yo solía llegar a la tienda con un trozo de papel en el que mi madre había escrito la lista de los recados y una libreta. Jacinta apuntaba en ella lo que íbamos comprando a lo largo de la semana con su respectiva fecha de compra y cuando mi padre cobraba el sueldo quincenal o mensual, lo primero que hacía era liquidar la cuenta que debíamos.
La casualidad ha querido que vaya a finalizar mi vida profesional a pocos metros del mismo lugar al que llegué a la edad de doce años con la decisión de convertirme en sacerdote.
Desde que en diciembre de 1999 me nombraron presidente de Euskaltel, he ocupado mis horas de trabajo en la sede principal que la empresa vasca de telecomunicaciones tiene en el Parque Tecnológico de Bizkaia, ubicado entre los municipios de Zamudio y Derio. Desde la mesa de reuniones en la que he trabajado los últimos años —siempre he preferido las mesas de reuniones y el trabajo en equipo a las solitarias mesas de despacho—, puedo contemplar la mole que tiempo atrás acogió al Seminario Diocesano de Bilbao.
Se trata de un conjunto imponente de dos edificios, con más de 54.000 metros cuadrados, dotado de iglesia, servicios adyacentes y extensas instalaciones deportivas, construido antes de la guerra civil para su uso como manicomio y que a raíz de la creación en 1951 de la diócesis de Bilbao, que junto a la de San Sebastián había estado adscrita hasta entonces a la de Vitoria, fue cedido por la Diputación de Bizkaia al nuevo Obispado de Bilbao para su uso como seminario. Durante los veinte años que pasaron desde su apertura en 1953 hasta el inicio de la crisis vocacional de los setenta, miles de niños vizcaínos recibimos allí nuestra formación como seminaristas y más de 350 fueron ordenados sacerdotes. A partir de 1980 el edificio ha sabido acomodarse a los cambios impuestos por la crisis y se ha convertido en un centro que acoge todo tipo de actividades, desde culturales a educativas, pasando por las relacionadas con la hostelería, el deporte y los servicios.
Las dos ramas de mi familia, al igual que sucedía en la mayoría de los hogares vascos vinculados a la actividad agrícola, contaban con sacerdotes, frailes y parientes que habían emigrado a América en busca de una forma de vida que les permitiera cubrir las necesidades básicas que el mundo rural no era capaz de satisfacer. Mi memoria infantil está repleta de recuerdos del tío Manuel, sacerdote en Ondarroa, de mis tíos pasionistas y misioneros en Perú, de mi primo Ignacio, diez años mayor que yo, también pasionista… Aunque nunca me pareció opresivo ni exaltado, lo cierto es que el ambiente familiar que viví en Ondarroa, Elorrio o Bolibar siempre estuvo impregnado de un profundo sentimiento religioso que se materializaba en el ejercicio de la oración y la obligación de la misa dominical.
La decisión de entrar al seminario no fue por tanto algo impuesto o fruto de la vocación, sino más bien el resultado de algo predeterminado, de una especie de imitación de lo que había visto y vivido en casa. Cuando por entonces me preguntaban qué iba a ser de mayor, la respuesta siempre era la misma: «Ni abade!» («¡Sacerdote!»). Y nunca me pregunté por qué. Además, había convivido varios años con mi tío cura y la suya me parecía una situación confortable y cómoda. Fue una decisión natural que nunca me cuestioné. Por tanto, cuando llegó la edad reglamentaria, a los doce años, casi de forma automática solicité el ingreso en el seminario.
Lo primero fue preparar el arreo. Los seminaristas vestíamos siempre de negro, de abajo arriba, y había que conseguir toda la ropa negra necesaria: zapatos, sandalias, calcetines, pantalón corto, jersey, chaqueta… Y con aquellas prendas en la maleta, ¡al seminario! Se nos identificaba por el color hasta el punto de que percibías que a nuestro paso la gente en la calle contenía su comportamiento y su forma de hablar.
Una vez incorporado al seminario me fui despegando del ambiente de Elorrio y de mis amistades. Íbamos poco a casa. El verano lo pasaba en Ondarroa, en casa del tío cura, ayudando en la parroquia y a todos aquellos curas —algunos extranjeros— que se acercaban al pueblo o al vecino seminario guipuzcoano de Saturraran para pasar algunos días de descanso. En Navidad y Pascua visitaba a mis padres en Elorrio. Una jornada particular solía ser la Inmaculada. Se conmemoraba el Día del Seminario y, como siempre vestidos de negro —de pequeños con pantalón corto y a partir de los quince años con sotana y beca, una especie de banda roja y ancha que colgaba de los hombros hasta la media pierna—, íbamos a nuestros respectivos pueblos y pasábamos toda la jornada de colecta, primero en las misas que se celebraban en la parroquia y a continuación por las calles. En Elorrio, con poco más de tres mil habitantes, éramos doce seminaristas, de distintas edades. En Ondarroa, con seis mil habitantes, veintitantos.
Nuestro curso lo formábamos unos 130 estudiantes agrupados por orden alfabético en dos clases. A mí, por la A de Ardanza, me tocó el primer grupo y me senté durante años en la primera fila de clase. Compartí viajes, estudios, ocio y mesa con tres Aguirres de Elorrio, dos de ellos primos entre sí, además de Iñigo Agirre Kerexeta, que más tarde obtuvo la licenciatura de Geografía e Historia en la Universidad de Deusto, donde fue profesor y tuvo una intensa actividad política, primero como miembro de la ejecutiva vizcaína del PNV y después como parlamentario, tanto en las Cortes Generales (1977-1984) como en el Parlamento vasco (1984-1990).
En los pupitres siguientes tuve como compañeros a Juan Mari Arregi y a José Félix Azurmendi. Después de una etapa de militancia en la izquierda abertzale, ambos han sido plumas destacadas del periodismo vasco. Arregi destacó como especialista en temas económicos. Azurmendi dirigió el diario Egin y más tarde Radio Euskadi.
El régimen del seminario era de disciplina total: horarios muy rigurosos, mucho estudio, misa diaria, momentos específicos de meditación dirigida por el padre espiritual, silencio total y mucho ejercicio y deporte para desfogar el cuerpo. Los tres primeros años, conocidos como «los latinos», dedicamos muchas horas al estudio del latín y del griego. Llegamos a hablar latín en clase y a traducir a los clásicos de corrido.
La lengua del seminario era el castellano. No estaba prohibido hablar euskera, pero tanto las clases como la relación con los profesores eran, sin excepción, en castellano. Luego supimos que algunos de ellos dominaban perfectamente la lengua vasca y que incluso fueron capellanes en batallones del Ejército Vasco. Y sin embargo nunca se nos dirigieron en euskera. Uno de ellos conservaba en la cara y en una mano las huellas de las heridas de metralla sufridas en la guerra. Veíamos sus cicatrices, pero la razón no la conocimos hasta muchos años después.
Dentro de la Iglesia vasca se vivía la misma sensación de miedo y represión que en el resto de la sociedad, y supongo que el primer obispo de Bilbao, Casimiro Morcillo, nada sospechoso de ser nacionalista vasco, tendría bien identificados a aquellos sacerdotes que fueron nuestros profesores y en cuyas fichas estarían debidamente reflejados los sentimientos y andanzas de todos ellos. No obstante, en Derio no se llegaron a cometer los excesos de otros seminarios —nunca nos obligaron a cantar el Cara al Sol— y se hicieron las cosas con seriedad.
Este ambiente, mezcla de religión y disciplina, fue el que rodeó mi educación adolescente y el que acompañó mi maduración personal y la racionalización de mis sentimientos ideológicos y personales.
En el seminario recibí una formación muy centrada en los valores humanistas. El origen de estos valores estaba íntimamente ligado a los conceptos éticos y religiosos de la fe cristiana, donde el ser humano, en cuanto que elemento central de la Creación, forjado a imagen y semejanza de Dios, es un ser al que se le debe un respeto total; un ser que lleva en sí mismo el derecho a la vida, a la libertad, a la libre opinión y al respeto del prójimo. Nunca nos hablaron de nacionalismo o no nacionalismo; nos hablaban de las ideas que se derivaban de las encíclicas posteriores a las grandes guerras europeas, donde se defendía el derecho de los pueblos a su existencia y libre determinación, y la exigencia de respeto a su identidad. El proceso que acompañó a mi etapa de crecimiento y despertar me llevó a cotejar la reflexión que se derivaba de esas enseñanzas con la opresión que padecía la sociedad vasca, donde, sometidos a un régimen dictatorial, no podíamos disfrutar de un clima de libertad, donde nuestros derechos legítimos como seres humanos se encontraban limitados y donde no se reconocía nuestra identidad como pueblo o se nos prohibía hablar en nuestra lengua. Esa racionalización de mis sentimientos marcó en mí una actitud de rebeldía y resistencia y sentó las bases del compromiso político que más tarde asumí.
En aquellos años de seminario sufrí una experiencia que me marcó profundamente y dejó en mí una sensación muy amarga. Yo tendría quince o dieciséis años y me encontraba en la edad del despertar a la vida. Un buen día, nuestro padre espiritual, personaje del que guardo muy mal recuerdo, me hizo subir a su despacho y me conminó a que me confesara. Yo no sentía ninguna necesidad de hacerlo y me resistí, hasta que me dijo que tenía información fidedigna de que había mantenido relaciones con una chica aquel verano. A mí me gustaban las chicas, cómo no, pero no suponían un problema para mí, me sentía capaz de hacer frente a aquellas situaciones y tenía muy clara la opción de vida que había elegido y los compromisos que de ella se derivaban. Nos enzarzamos en una discusión muy virulenta y desagradable, hasta que en un momento dado cogió entre sus manos el crucifijo que tenía sobre la mesa y me dijo:
—¡Júrame ante Cristo y ante Dios que me estás diciendo la verdad!
—¡Le juro donde usted quiera que no he tenido ninguna relación con ninguna chica!
Fueron las últimas palabras que crucé con mi director espiritual, con el que no volví a tener ninguna relación. Aquel incidente me supo muy mal, me provocó una profunda desazón y vino a enturbiar aún más las procelosas dudas que estaba rumiando en mi interior: vivir la fe es creer lo que no vemos y a mí me costaba cada vez más creer en lo que no podía ver. A falta de director espiritual me sinceré con otros curas a quienes les conté lo que me había sucedido y les expuse la crisis que estaba viviendo y el esfuerzo que me costaba encontrar sentido a lo que estaba haciendo. Fue una etapa que duró casi tres años y en la que encontré mucha comprensión por parte de los sacerdotes con los que me había sincerado. Nunca me sentí rechazado, todo lo contrario. En esa relación fui testigo de sus confidencias y más de una vez escuché la confesión de la zozobra que algunos de ellos sentían, una zozobra más profunda que la mía y que estuvo en el origen de la decisión que algunos de ellos adoptaron más tarde al abandonar el sacerdocio.
Pero aquello debía terminar y un buen día me planté, les comenté que no tenía sentido prolongar aquella situación y les anuncié que había llegado la hora de abandonar el seminario, romper con la inercia que me había llevado allí y empezar a tomar mis propias decisiones.
La primera y más difícil fue la de llegar a casa y explicar a mis padres la decisión que había adoptado. A mi padre le causó un disgusto tremendo. Mi madre Pilar, sin embargo, enseguida se puso de mi lado e hizo cuanto pudo por ayudarme.
Los momentos de crisis que viví me despertaron el deseo de conocer otro tipo de lecturas. En la Iglesia católica existía un Índice de libros prohibidos, el Index librorum prohibitorum et expurgatorum, en su denominación original en latín, que los católicos y seminaristas no debíamos ni podíamos leer bajo amenaza de excomunión. Empujado por la rebeldía que sentía y por la necesidad de encontrar otros referentes me propuse identificar aquellos títulos, hacerme con ellos y leer todos los que pudiera. El primero que cayó en mis manos fue El Capital de Carlos Marx. Lo guardaba debajo del colchón. No fue una lectura fácil, pero el amor propio pudo más que la dificultad y no paré hasta terminarlo. Necesitaba saber si la nueva religión de Marx, llamada a transformar el mundo y a superar a la fe cristiana, era capaz de arrojar algo de luz en mi mar de dudas. Pero tampoco me sirvió. En cualquier caso, no cejé en mi empeño, y los primeros meses que pasé en casa después de abandonar el seminario los dediqué sin descanso a buscar libros prohibidos y a leer todo cuanto pude. Entre otras lecturas, devoré prácticamente todas las novelas de Blasco Ibáñez, imposibles de encontrar en las librerías de aquel tiempo de silencio.
Guardo un buen recuerdo de mi paso por el seminario. La educación recibida me permitió reunir un bagaje cultural superior al que tenían las personas de mi edad en aquella época. El latín y el griego me abrieron las puertas de la cultura clásica, de la historia y del arte. Logré adquirir un buen conocimiento de la lengua española y de su gramática y descubrí a profesores que además de ser curas tenían vocación y afición por las materias que impartían, tales como la literatura, la historia o la geografía. La base de conocimientos adquiridos en el seminario me permitió durante los años siguientes dar clases particulares a estudiantes algo menores que yo necesitados de un refuerzo en sus estudios y obtener así los recursos necesarios para hacer frente a los gastos de la época universitaria.
La experiencia del seminario y la relación que mantuve los años posteriores con gente activa en la Iglesia y en sus organizaciones me ayudaron a tomar conciencia de la existencia de una dualidad en la Iglesia de Bizkaia. Por un lado estaba la iglesia oficial, la organizada, fuertemente jerarquizada y comprometida con el régimen franquista, encabezada por el obispo Morcillo y los párrocos de muchos de los pueblos vizcaínos. Por otro se encontraba el clero llano, es decir, la mayoría de los curas de nuestros pueblos, que vivían sometidos a la presión de la jerarquía eclesiástica y que en muchos casos padecían situaciones vejatorias. Estoy hablando de sacerdotes ordenados antes de la guerra contra los que existían órdenes de busca y captura y que no tuvieron otra opción que huir al exilio, o de otros, como un primo de mi padre, Salustiano Ardanza, desterrado en Jaca, o el sacerdote encargado de la actividad apostólica juvenil en Elorrio, Emiliano Iturraran, desterrado a la pequeña parroquia de San Agustín por ser uno de los trescientos treinta y nueve sacerdotes que firmaron el manifiesto del 30 de mayo de 1960.
Es posible que a los lectores de estas líneas iniciales les haya sorprendido la sucesión de anécdotas que he entresacado del cajón de la memoria de mis primeros años de vida. Lo he hecho de forma consciente, pues pienso que han sido determinantes para hacer de mí lo que soy, para poder explicar mi trayectoria vital y profesional, y para entender a partir de qué bases cristalizó mi compromiso político. Tal vez algunos detalles interesen poco fuera de mi círculo más allegado, pero creo que constituyen el testimonio de una época y de un estilo de vida, que a mí y a muchos de los que rondan mi edad nos tocó conocer. Otros hechos, como los referidos a las circunstancias familiares que rodearon mi niñez, quizá ayuden a explicar algunos aspectos de mi carácter, discreto, solitario y familiar.