FPMR FÚTBOL CLUB

Era cerca de la medianoche: los últimos suspiros del 20 de octubre de 1984. A Fernando Larenas —jefe operativo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez— le quedaba menos de una cuadra para llegar a la casa de seguridad que tenían en La Reina, pero le llamó la atención el movimiento inusitado en la vereda y el jardín. Recién había caído su encargado logístico: solo podía ser la CNI. No se detuvo y partió a su hogar, en Gran Avenida. Al llegar se encontró con una situación parecida, pero esta vez lo vieron: un par de autos salieron disparados detrás suyo. Apoyó toda la fuerza de su pie derecho en el acelerador y no le importaron luces rojas, discos Pare o cualquier otra señal de tránsito. Ya no eran dos sino cinco los vehículos que lo perseguían. Con medio cuerpo fuera de la ventana los agentes apuntaban, cada uno con su pistola. Fernando solo podía verlos a través de los espejos. Y escuchar el silbido de los balazos; o el estruendo del vidrio trasero reventándose y dejando el flanco abierto para que los tiros entraran con facilidad en esa portería salvajemente asediada.

El ex arquero del Orompello aguantó hasta Santa Rosa esquivando balazos y luces rojas. Pero se le atravesó un camión. Su Charade se chantó en el pavimento y los agentes aparecieron por todas partes. Estaba desarmado. Una misión imposible: atajaba solo frente a un equipo completo. Le dispararon a quemarropa con un fusil Galil, de fabricación israelí, a través de la ventana del conductor. Alcanzó a levantar el brazo izquierdo, desviando levemente el proyectil. Recibió el balazo en la cabeza. Los agentes quebraron las ventanas con sus culatas y lo arrastraron hacia la calle. Parte de su masa encefálica quedó en el pavimento. Entre todos patearon ese bulto para después dejarlo desangrándose, con la satisfacción que solo entregan las misiones cumplidas, al menos para un asesino.

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Ramiro se refugia en la oscuridad que da la sombra del árbol. Prefiere no exponerse. Un viento salado vuelve más fresco ese anochecer de verano. Baja la mirada hacia su reloj continuamente, preguntándose, tal vez, si es que ha ocurrido algo. Comienza a impacientarse. Se pone en puntillas y mira hacia los dos lados de la calle. Respira aliviado cuando ve que se acerca por Los Placeres el auto en que viene su hermano. Iván no está solo. Lo acompañan, como de costumbre, los dirigentes del equipo San Francisco.

Se dirigen a la cancha. Hace algunos años que no juega en el Orompello. Ahora reside en Santiago y dejó de llamarse Mauricio Hernández Norambuena. Vive oculto —en las sombras— y solo sale a la luz para jugar el campeonato nocturno Osmán Pérez Freire, el más importante que se disputa en Valparaíso durante el verano. Vuelve al puerto solo para vestirse de corto. El San Francisco armó un equipo cuyo único objetivo es la copa. Y para eso trajo a los hermanos Hernández.

En los camarines, Ramiro vuelve a ser Mauricio, el futbolista. Recuerda esos minutos previos a los partidos del Orompello, cuando se vestía con Fernando Larenas y su hermano Iván. Pero ahora juegan en otro equipo, y Fernando ya no está. No deja que la nostalgia lo saque de ese partido. Ya está acostumbrado a vivir con esa sensación de que en cualquier momento te pueden disparar en la cabeza, unida a la adrenalina que viene con la compañía del miedo. Pero de todas formas se estremece con las tres mil personas que abarrotan el estadio en esa final del campeonato contra el Econa. En el campo de juego, como tantas veces —junto a su hermano Iván— se olvida del Frente, de la tensión, el miedo y cualquier otra cosa que no sea el equipo rival. Ganan por tres a cero. Reciben la copa ante un estadio lleno y dan la vuelta olímpica: el insustituible sabor de la gloria, tan lejana al anonimato. Después de celebrar, vuelve a esconderse donde el amigo que le da alojamiento.

Al día siguiente, ya de vuelta en Santiago, es el mismo de siempre: Ramiro, el que tiene a su cargo a los grupos especiales. Y por eso mismo es que está junto a Raúl Pellegrin (“Rodrigo” o “José Miguel”), el número uno del Frente. Ya se conocen, se tienen confianza; por eso sus conversaciones suelen comenzar con alguna trivialidad. Bueno, ¿y cómo están las pichangas? Sí, a veces, muy de vez en cuando jugamos en alguna canchita con los amigos, solo cuando se puede y hay tiempo… El golpe seco del diario —arrojado con violencia sobre la mesa— corta sus palabras. Su mirada solo sigue el dedo firme de Rodrigo, que apunta a la penúltima página de ese ejemplar de La Tercera. Esa foto, hace un tiempo, lo hubiera llenado de orgullo, pero ahora hace que su estómago se revuelque. El San Francisco con la copa. Su nombre —Mauricio Hernández Norambuena— justo debajo de su foto. Así que ahora todos tus hermanos del Frente saben que Ramiro en verdad se llama Mauricio. La puteada que viene a continuación es la del líder del Frente a un combatiente que ha faltado gravemente a sus obligaciones de clandestinidad y de compartimentar la información, poniendo en riesgo su seguridad y la del movimiento, sobre todo cuando todavía está fresco lo de Fernando. Todo por jugar a la pelota.

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Los hermanos Hernández Norambuena (Iván, el mayor, y Mauricio, el menor) y Fernando Larenas siempre jugaron en el mismo equipo.

Partieron en el Deportivo Recreo de Viña del Mar, cuando eran unos mocosos de quince o dieciséis años. Vivían en la población Lord Cochrane, en Valparaíso. En ese equipo conocieron a un personaje clave en esta historia: el profesor Óscar Gallardo, que se los llevó desde ahí al Orompello. Ojo, no hablamos de un gris entrenador de inferiores en clubes de barrio, sino del mejor formador de jugadores que ha tenido la Quinta Región. Dos años después, Gallardo partió a Santiago Wanderers, donde descubrió a jugadores como David Pizarro, Reinaldo Navia, Claudio Núñez, Jorge Ormeño y Eugenio Mena.

El año 1976, los tres pasaron al equipo juvenil del Orompello. Larenas al arco, Iván de central y Mauricio de lateral derecho. Ahí —con esos chicos— comienza la historia grande del Orompello. Salieron campeones invictos de la Asociación Valparaíso.

Tras esta campaña, Mauricio fue nominado a la selección de Valparaíso para el Campeonato Nacional Juvenil que se jugó en la salitrera Pedro de Valdivia, en enero de 1977. En ese equipo también jugaba el ex delantero de la selección chilena, Juan Carlos Letelier. Así recordó a Mauricio en una entrevista a El Gráfico: “Era defensa central, crespo y chuletero”. Pero Letelier no era el único ilustre en ese equipo porque el arco era protegido por Jaime Zapata, quien después jugaría en Everton y Wanderers.

Mientras tanto, su hermano Iván fue ascendido ese mismo año al primer equipo del Orompello, donde alcanzó a jugar los últimos cuatro partidos en el Campeonato Regional de la Quinta Región. Pudo sentir, por primera vez en la historia del club, ese contacto glorioso con la copa del campeón.

En 1978 fueron promovidos Mauricio Hernández y Fernando Larenas. Al Loco Larenas se lo podía encontrar parado sobre la línea de gol, dispuesto a recibir cualquier disparo del equipo rival. Iván y Mauricio se repartían la defensa y la banda diestra. Así lo recuerda Iván: “Mauricio era firme y cabeceaba bien. Hacíamos una buena dupla por la derecha. Yo era stopper, el segundo central, así que me tocaba marcar al nueve y él se encargaba del que venía por la banda. En ese tiempo, los laterales no eran tanto de llegar a línea de fondo y todo eso. Subía un lateral veinte metros y el entrenador empezaba a putear. No era malintencionado, pero iba con la pierna fuerte. Por lo general, lo echaban una o dos veces por campeonato”.

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No se crea que el Club Social y Deportivo Orompello era una suerte de Arturo Fernández Vial de Valparaíso. Al contrario, tal como dijo Juan Cristóbal Peña en Los fusileros, hablamos del equipo pije, en contraposición al San Pedro, cuadro de los pescadores de la Caleta Portales. Según cuenta Iván, el Orompello era de la familia Airola, abiertos partidarios del golpe. Y sus directores eran empresarios de derecha. Incluso, muchos reconocieron la camioneta de los Airola —manejada por uno de ellos— dando vueltas por el cerro Esperanza, con un par de carabineros en sus asientos, esperando que el conductor levantara el dedo o que abriera levemente la boca diciendo “este” en un susurro. “A mí me detuvieron una vez con esa camioneta, pero me soltaron precisamente porque él andaba manejando y yo jugaba en el Orompello”, asegura Iván.

Los jugadores fueron autorizados por la dirigencia para crear una rama cultural del club, que haría distintas actividades en favor de la comunidad. Eran varios los que participaban, partiendo por los hermanos Hernández y Larenas, pero también estaba Mauricio Arenas Bejas, el Lobo, un estudiante de filosofía no tan futbolizado, pero que se las arreglaba para atajar en el equipo local del Orompello, que solo enfrentaba rivales del puerto, cuando los demás jugaban en el Campeonato Regional.

Hicieron clases de teatro y guitarra para los vecinos, también otras de gimnasia para los niños (que daba Mauricio), incluso reforzamiento para las pruebas. Iván y el Loco Larenas improvisaban obras de teatro para todo público. Al mismo tiempo, la rama cultural era la barra del Orompello. Salían micros repletas de hinchas acompañando al equipo a Viña, Quintero, Concón, Villa Alemana, Quillota.

Sin embargo, lo que molestaba a los dirigentes eran las peñas que organizaban los sábados por la noche. Bajaba gente de todo el cerro Esperanza. Ahí se empezaron a juntar, por primera vez, para reorganizarse y cantar temas de Víctor Jara, Inti Illimani y Quilapayún. Y es verdad, el germen estuvo ahí: los cánticos contra Pinochet, ese paraguas donde podían conocer a otros que esbozaban ganas de oponerse a una dictadura que vivía sus años más salvajes. Mauricio Hernández fue el primero: militaba desde los trece en las Juventudes Comunistas. Tuvieron que pasar cinco años después del golpe —período en que sus líderes fueron asesinados y sus cadáveres desaparecidos— para que comenzaran a rearticularse. Durante la Unidad Popular, Fernando había sido demócrata cristiano y Mauricio Arenas del MIR. Pero ambos fueron convencidos por Mauricio bajo el ánimo de esas primeras consignas y el perfil insurreccional que estaba prendiendo en la Jota.

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El equipo en la cancha, aleonado por la hinchada cultural, se hacía sentir. Y de que el Orompello metía, metía. No paraban de correr, jamás se rendían. Había que pensarlo dos veces antes de ir a trancar la pelota con Mauricio Hernández Norambuena. Su hermano Iván, en cambio, apostaba más al timing y a la técnica que a la fuerza. De vez en cuando, eso sí, había algunos problemas típicos del ímpetu excesivo, como lo que le pasó al Loco Larenas. Tenía un estilo burlesco, eso hay que reconocerlo. Siempre una pirueta adicional, demorarse un poco más en soltar la pelota, hacer algún amague, colgarse del palo, en fin. Una época donde reinaba Manuel “Loco” Araya en ese Palestino campeón. El portero del Orompello, como buen revolucionario, usaba el pelo largo. Y a un desafortunado hincha se le ocurrió gritarle “maricón” durante todo el partido. Cinco, diez, veinte, treinta veces hasta que el Loco lo encaró hacia la gradería: “Ven pa acá, a ver si te atrevís”. Y, para su propia desventura, se atrevió. Uno terminó sangrando en el suelo, y el otro, expulsado.

Más allá de los incidentes, el equipo jugaba bien y ganaba. Así fue avanzando la campaña del Campeonato Regional de 1979. Faltando seis fechas para el final, estaban peleando la punta palmo a palmo contra Quintero Unido.

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La relación de los dirigentes con la rama cultural era similar a la que tendrían unos años después los clubes profesionales con sus barras bravas. Tenían que tolerarlos porque contaban con el apoyo de los jugadores; para ellos, ese aliento era esencial. Los resultados acompañaban y el equipo respondía. Pero todo tenía un límite y concluyeron que eso había dejado de ser la rama cultural de un club deportivo para transformarse en un antro de marxistas. Eso no podía ser tolerado. Les quitaron las llaves del salón y prohibieron las peñas.

Iván fue el encargado de hablar en nombre del equipo. El mensaje fue claro: “Nosotros no jugaremos más, señores, hasta que nos devuelvan las llaves y la rama cultural vuelva a funcionar”. El martes no fueron a entrenar. El miércoles, Iván recibió un llamado telefónico. La voz temblorosa del entrenador: “Pero qué pasa, cómo es posible ahora que estamos tan cerca, que solo quedan seis partidos”. Y lo mismo: “O nos devuelven las llaves o no jugamos más”. El jueves tocaba otro entrenamiento, esencial para el partido del domingo. De nuevo, sin jugadores. Todo el cerro Esperanza pendiente del grupo de amotinados. Lo único que tenían a su favor era el talento que había llevado al Orompello a alturas insospechadas, que nunca volvió a repetir. Palabras escandalizadas acusando un chantaje. Pero pasaban los días y si no se jugaba el domingo, chao campeonato. Hasta que el día sábado, sonó el timbre en la casa de los Hernández Norambuena. Tras la puerta de madera, un funcionario del club mostrando las llaves del salón. La ambición por un nuevo campeonato pudo más que el miedo y las convicciones políticas de los dirigentes. Y, para jugadores y miembros de la rama cultural, fue una prueba de que si se unían todos en la misma dirección, podrían lograr cosas impensadas.

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El estadio de Villa Alemana. Los tablones de las graderías levemente curvadas por el peso de los hinchas que saltan, cantan y no dejan de moverse sobre ellas. Es la final, el partido de desempate entre el Orompello y Quintero Unido. Mauricio Arenas, el arquero filósofo, no fue convocado para jugar pero es uno de los que apoyan desde las graderías, junto a la rama cultural.

El viento tibio hace bailar la melena de Fernando Larenas. Está parado sobre la línea del arco, con la hinchada del Orompello detrás. Es impulsivo, a veces se apresura, pero tiene unos reflejos que le permiten atajadas imposibles, como el movimiento insólito de su brazo izquierdo contra ese disparo a quemarropa que el delantero quinterano ya celebraba como la apertura del marcador. El fútbol, la salida del equipo siempre pasa por los pies criteriosos de Iván Hernández. A veces juega corto con su hermano por la banda derecha o lanza pelotazos cruzados en busca de los delanteros. Incluso, en más de una oportunidad driblea a un atacante que intenta presionarlo. Un partido trabado, como buena final entre equipos parejos. Trancadas, barridas, pierna fuerte al límite del reglamento. Pero el que más corre, el que más mete, sin duda, es Mauricio Hernández. Basta que uno de sus compañeros caiga al suelo para que vaya a guapear con los rivales. Van al alargue, empatados a uno. Ya hay muchos acalambrados, pero Mauricio sigue corriendo sin parar. Muestra un aguante que muchas veces termina contagiando al resto… si es que no se pasa de revoluciones. Roja para Mauricio. Podría haber sido la causa de la derrota, pero el Orompello sigue jugando con la intensidad del jugador expulsado, hasta que por fin logran desequilibrar con un gol agónico que les da el campeonato.

La fiesta comienza en Villa Alemana y sigue en el bus. El camino se hace corto entre tanta euforia. El recuerdo de los campeonatos anteriores: cenas, homenajes, regalos, celebraciones. La llegada triunfal del Orompello a su sede con la copa en la mano, que acaba mostrando una única conclusión: un silencio humillante al interior. Tienen que abrir con su llave para confirmar que nadie los espera ahí dentro. Ganaron, pero olvídense de celebrar. Solo les queda ir a la botillería, comprar aguardiente y bebidas, y partir a festejar a un mirador, de cara al puerto.

Sentados en el suelo o en alguna banca maltrecha, sintiendo en sus rostros el viento marino, hablan como si estuvieran en los camarines. En ese momento, el equipo parece serlo todo, como en esas conversaciones camino al estadio, o abrochándose lentamente los zapatos antes de entrar al campo de juego. Esa noche hablan de fútbol, recuerdan las jugadas de la final, tal vez se ríen de Mauricio por su expulsión en el alargue o festejan la tapada del Loco Larenas, y después reviven otros partidos importantes de esa campaña que marca el punto más alto en la historia del Orompello, pero que para este grupo de jugadores ha significado algo mucho más importante. Hablan también de esos momentos en que se unieron contra los dirigentes para proteger a la rama cultural y todo lo que ella implica, donde fueron capaces —hinchas y jugadores— de formar un solo frente y aguantar todas las presiones. Esos largos tiempos muertos en los camarines, entrenamientos, incluso sentados en el banco de suplentes, esas caminatas después de los partidos para volver a casa, que no solo consiguieron formar un plantel compenetrado, sino una sensación, en algunos de ellos, de que seguirían perteneciendo a ese grupo hasta las últimas consecuencias, que el vínculo se había originado en la cancha, pero la había rebasado completamente hasta transformarse en algo que los marcaría por el resto de sus vidas. Incluso, con ese vaso de aguardiente bajando por sus gargantas afónicas, sienten que el equipo —y la rama cultural— se han transformado en una nueva familia para muchos de ellos.

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Tienes la brocha en la mano, intentas afirmar el pulso para escribir “Que se vaya el tirano”, sabes perfectamente que si llegan los pacos y te pillan en el mejor de los casos vas a terminar en la comisaría con un par de huesos rotos; pero lo peor es que te agarren los chanchos de la CNI porque te van a interrogar a lo bestia hasta que les digas quiénes son tus amigos, dónde están, cómo se organizan. Sabes que hay dos loros en cada esquina y que debieran avisarte, pero de todas formas el miedo hace que el corazón golpee tus costillas y que tu respiración se vuelva cada vez más rápida.

Cada uno estaba en bases distintas de la Jota en Valparaíso. En una noche, eran capaces de rayar más de cuarenta muros. Son las primeras escaramuzas, en que lo más importante es aprender a vivir con el miedo, a no perder el control. Mauricio Hernández, Fernando Larenas y Mauricio Arenas, deslumbrados por las imágenes del documental La ofensiva final sobre el éxito de la revolución sandinista en Nicaragua, comenzaron a intensificar su participación en las células comunistas que reorganizaban la resistencia. Los tres jugadores del Orompello —que además estudiaban en la Universidad de Playa Ancha— destacaron por su rapidez, sangre fría y liderazgo. Así, formaron parte del “Frente Cero” desde el año 1980, antecedente directo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez en la Quinta Región, y el núcleo de quienes serían sus más importantes combatientes formados en Chile.

Rayados, cadenazos para causar apagones, derribar un poste, sabotear el Metro, incluso quemar una micro después de sacar a los pasajeros. No poseían equipamiento, armas o entrenamiento. Por eso, cada acción, por más pequeña que fuera, tenía que ser minuciosamente preparada. De todas formas, eran parte de la naciente insurrección. Por eso les pidieron que se alejaran de las actividades sociales y mantuvieran un bajo perfil, y eso incluía las peñas y la rama cultural. Seguían jugando, con eso no había problema, pero no podían arriesgarse a ser detenidos por cualquier cosa y pasar a ser “fichados” por el régimen. Iván, en cambio, los seguía frecuentando por amistad y cercanía, pero su visión de las cosas, en esa época al menos, no era tan extrema como la de sus compañeros de equipo.

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Las cifras que se manejaban en el fútbol, en ese tiempo, eran miserables comparadas con las de hoy. Usando un lugar común, se jugaba por amor a la camiseta. Mauricio Hernández y Fernando Larenas fueron a probarse a Audax Italiano, en Santiago. El inicio de una carrera como futbolistas profesionales. ¿Se habría transformado Mauricio en el Comandante Ramiro? ¿Habría sido el Loco el jefe operativo del Frente? Nunca lo sabremos porque ninguno de los dos decidió quedarse, a pesar de haber pasado la prueba futbolística. La plata era muy poca (ni siquiera daba para mantenerse en Santiago), y además implicaba abandonar los cerros de Valparaíso y sus estudios en la Universidad de Playa Ancha.

De vuelta en el puerto, ambos —junto a Iván— fueron nominados para jugar por la selección de Valparaíso en un amistoso contra Santiago Wanderers. Los tres fueron titulares. El Loco Larenas defendió la portería, con una boina en la cabeza, y solo pudieron hacerle un gol en ese empate a uno que fue visto por más de cuatro mil personas.

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Al poco tiempo, Larenas abandonó el puerto. Tenía talento, y eso lo notaron los jefes. No partió, eso sí, a jugar en un equipo de Santiago, sino que fue uno de los primeros jóvenes seleccionados para recibir instrucción militar en Cuba, el año 1982.

Los hermanos Hernández Norambuena, en cambio, continuaron con el sueño de ser futbolistas. Era el segundo año en que se jugaba la Tercera División en Chile. Y un viejo conocido —Quintero Unido— se fijó en Iván, el central de ese Orompello que les había quitado el título. Estuvo toda la temporada de 1982 jugando de titular.

Pero no era el único, porque su hermano —que todavía era Mauricio y no Ramiro a la quinta fecha de ese campeonato fue reclutado por Iván Mayo, de Villa Alemana. Juntos comentaban cada fecha, analizaban sus rendimientos, fantaseaban con el partido en que les tocaría, por primera vez, jugar de rivales. Pero no, nunca pudieron jugar en contra. Como Mauricio llegó en la quinta fecha, se perdió el primer partido entre ambos equipos. Y estaba todo listo para que se enfrentaran en la segunda ronda, pero Mauricio fue expulsado en el partido anterior.

Quintero Unido, con Iván Hernández de titular, hizo una gran campaña y logró meterse en la liguilla para el ascenso a Segunda División, que lograrían al final de la temporada. Ahí, en esa liguilla, jugando de visita en San Vicente de Tagua Tagua, se despachó dos goles contra General Velásquez y ganaron por cuatro a dos. Aún quedaban dos fechas, pero sería el último partido de su carrera. Como premio por sus goles, el dueño del club le regaló un vale para hacerse unos zapatos de fútbol en una tienda de Quillota. El destino a veces se cruza en tu camino y te cierra las puertas, como las de ese día en que no estaba el encargado de la zapatería. “Vuelva en la tarde”, le dijeron. Recorriendo el camino de vuelta se encontró con dos amigos de la peña. Caminó con ellos al paradero, donde fueron detenidos. Iván había sido presidente en el Pedagógico, cuando estudiaba Música. Eso, más juntarse con revoltosos, le costó una relegación de tres meses en Taltal. No volvería al fútbol.

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El Frente Patriótico Manuel Rodríguez salió a la cancha el 14 de diciembre de 1983. Su primer acto público de rebelión contra Pinochet. Fue una operación doble: durante el día asaltaron varios camiones de alimentos y repartieron su contenido en las poblaciones, la gente salía corriendo —con un pollo bajo el brazo— con el nombre del Frente dando vueltas en sus cabezas; horas después, a las 22:30, volaron cuatro torres de alta tensión y dejaron a oscuras a casi todo el país.

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Cuando Fernando “Loco” Larenas volvió de Cuba, pasó directamente a la clandestinidad. Comenzó en Valparaíso, pero al poco tiempo sus condiciones lo llevaron a ser convocado a Santiago por Rodrigo, el número uno del Frente, para ser el jefe operativo de la subversión. Estuvo a cargo de las acciones más complejas, como el secuestro del hijo del empresario Manuel Cruzat, en abril de 1984, la toma de la Radio Minería (la primera y más importante operación de propaganda armada del Frente, que paradójicamente interrumpió la transmisión de un partido de fútbol), o la espectacular toma del tren al sur, lleno de pasajeros, en junio de ese año.

Mauricio Hernández Norambuena también fue reclutado para ir unos meses a Cuba, el 83. Al principio se llamó “Pepe” y después “Ramiro”. Apenas volvió al puerto, en mayo del año siguiente, participó en la quema de una micro, en la avenida España, con su amigo Mauricio Arenas. No salió todo como esperaban (un carabinero resultó herido) y —gracias a un llamado de Fernando Larenas— partió a Santiago antes de ser detenido. Recién llegado, conoció a Rodrigo y este lo puso a cargo de los cuarenta grupos que había en la capital. Trabajó directamente con él durante varios meses. Al poco tiempo, Ramiro era un hombre de su absoluta confianza y se veían todas las semanas. A fines de 1984, le encargaron entrenar a los grupos especiales.

A Mauricio Arenas, el arquero suplente del Orompello, le decían el Lobo. Pero en el Frente su nombre era “Joaquín”. Fue quien le disparó al carabinero en la avenida España, cuando quemaron una micro con Ramiro y otros frentistas. Lo agarró la CNI a la salida de su casa, en el cerro Esperanza. Primero los golpes y después la tortura. Dos semanas de horror. Pero no abrió la boca, apretando los dientes ante la electricidad, asfixia, colgamientos, cortes y cualquier otra ocurrencia de sus celadores. Gracias a eso estuvo solo unos meses en prisión. Al salir, pasó a la clandestinidad y se fue a Santiago.

Incluso, en esos tiempos de viajes, soledad, abandono y pérdida de identidad, se las arreglaron para juntarse en Santiago. Pero no era llegar y tomarse un café como viejos amigos. La compartimentación exigía que cada uno manejara la menor cantidad de información del otro. Por la tortura, por esa natural inclinación a hablar cuando el cuerpo está tan maltratado que apenas existe la consciencia de estar vivo. Entonces, si están en estructuras distintas, no se pueden ver. Pero Rodrigo tenía tal confianza en ellos que hizo una excepción y permitió que los tres amigos del Orompello se juntaran periódicamente.

Iván, por su parte, seguía en Valparaíso y miraba de lejos las acciones de sus antiguos compañeros. Pero un día decidió ir a verlos a la capital. El Loco Larenas era fanático de la U, y los otros tres de Colo-Colo, pero la amistad pudo más que la compartimentación y la rivalidad: fueron los cuatro juntos a ver un clásico, en un estadio Nacional lleno, que terminó con victoria alba con un gol de Caszely en el minuto 80.

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Fernando Larenas se juntó con Ramiro y Joaquín para revivir viejos tiempos y sentir de nuevo esa protección que le inspiraba el camarín del Orompello, especialmente en esos días en que estaba preocupado por su seguridad. Desde la pensión donde vivía Joaquín —en avenida Matta— se fue a la casa de seguridad que tenía el Frente en La Reina, justo antes de ser emboscado por la CNI.

Los vecinos de Santa Rosa, que esa noche tenían una fiesta, lo vieron tirado en la calle. El cadáver aún respiraba. Llamaron a la policía y lo llevaron al hospital Barros Luco. Gracias a la fortaleza de su cuerpo de futbolista, y después de pasar veinticinco días inconsciente, logró sobrevivir. Pero tenía un daño neurológico importante. Funciones como el habla o la coordinación apenas respondían. Volvió a ser un niño. No lo habían matado, pero tampoco podían interrogarlo bajo tortura en esas condiciones. Cuando estuvo estabilizado, decidieron llevarlo a la clínica Las Nieves, en la comuna de San Miguel, esperando que se rehabilitara para sacarle información.

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Ramiro ya tenía altas responsabilidades en el Frente. Estaba a cargo de la preparación y entrenamiento de los grupos especiales. Pero Rodrigo, olvidando el incidente de La Tercera, decidió relevarlo de su posición para hacerle un encargo especial.

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Se mira en el espejo del auto. Le cuesta reconocerse en esa imagen, son muy pocas las veces en que ha ocupado terno y corbata. Se siente asfixiado por el último botón de la camisa. Pero esta ocasión lo amerita. Llevan más de tres meses preparándose. Cierra los ojos y se concentra. Junto a él están el Negro Óscar y Humberto. Ahora son detectives. Tienen que entrar a la clínica justo cuando salga Mónica, la mujer de Fernando y única visita autorizada.

A las siete en punto, tal como está planeado, aparece Mónica y hace la seña. A ella le abren el candado, para que pueda salir. La placa reluce en la oscuridad. Sabe ser prepotente. Y tiene que serlo, porque ahora es un detective. A pesar del frío de esa noche de junio, siente el sudor bajando por su pecho mientras caminan hacia Mónica y la enfermera. Se concentra en el peso de la pistola que lleva aferrada a la cintura, pero por suerte todavía no es necesaria.

—Buenas noches, señora Mónica, venimos a interrogar a su marido.

—Buenas noches, inspector. Haga lo que quiera, pero me gustaría estar presente.

Ramiro asiente con la cabeza. La enfermera que está junto a ellos se da media vuelta y los acompaña.

El primer piso se usa para oficinas y personal administrativo. El arquero del Orompello está en una habitación del segundo. Pasan por la recepción con el poderío de esa falsa autoridad. Humberto se queda abajo —con la subametralladora— hablando con las enfermeras sobre el operativo especial. Saben, por lo que les adelantó Mónica, que hay dos gendarmes: uno para cada uno. Ella sube primero y vuelve a saludar a los gendarmes en voz alta para que sepan dónde están ubicados. Avanzan por las escaleras y por fin llega la hora de sacarse las máscaras. Ramiro entra a una pieza donde ve a dos pacientes jugando cartas con un gendarme. Los viejos levantan los brazos instintivamente, con las cartas todavía aferradas a sus dedos temblorosos. El cañón apuntando, el pulso que no titubea un instante. ¡Quédate quieto! Y por suerte el guardia obedece y se tira al suelo, con las manos en la espalda. Ahí queda, inmovilizado con sus propias esposas.

El grito viene del pasillo, unos segundos antes que el disparo. El otro gendarme —el que opuso resistencia y trató de quitarle la pistola al Negro Óscar— está en el suelo, con el estómago perforado. Ramiro cruza el pasillo y se encuentra con Fernando. No hay tiempo para abrazos, por más que la emoción apenas los deje respirar. El Loco sale caminando, apoyado en Ramiro y en Mónica. Le dicen que mire el suelo, que tenga cuidado, que no vaya a pisar la sangre que lentamente se va esparciendo por el piso. Cuando ve al Negro Óscar, Fernando le acaricia la cabeza a la pasada y le dice solamente “Negro”. Ya en el primer piso, sacan un paquete cualquiera frente a todo el personal, que los observa con espanto: “Esto es una bomba a control remoto, si se mueven, explotan”.

Ayudan al Loco Larenas a subirse al auto. Él solo sonríe, como el niño que ha vuelto a ser desde que le volaron parte de la cabeza, como si siempre hubiera sabido que su amigo y compañero de equipo iría a rescatarlo.

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Su papel en el Orompello fue más bien secundario. Atajaba en el plantel del campeonato local, donde solo enfrentaban a equipos de Valparaíso, a diferencia de Fernando Larenas y los hermanos Hernández, que jugaban en el Regional. Pero en el Frente, Joaquín era titularísimo. Participó en un triple asalto a distintas armerías y también en el polémico ajusticiamiento de Simón Yévenes, poblador acusado de ser informante de la dictadura. Todo esto le valió ser designado como uno de los comandantes a cargo del atentado a Augusto Pinochet. Estaba al mando de un grupo de cinco fusileros ubicados en la retaguardia. También tuvo que entrenarlos, y lo hizo junto a su amigo Ramiro —a cargo de otro grupo de fusileros— bajo una exigente rutina de preparación física en el Parque O´Higgins, que siempre terminaba con una pichanguita. Fue quien disparó a la ventana del auto de Pinochet, trizándola (con la forma que algunos asimilan a la Virgen del Carmen). Lo otro ya lo sabemos: el atentado no tuvo éxito y se vino una persecución salvaje.

Bajo tortura habló el “Sacha”, uno de sus fusileros. En febrero de 1987, sintió que varios civiles lo seguían. Cambió de rumbo para que no encontraran la casa de seguridad a la que se dirigía. Corrió hasta que no le quedó otra que refugiarse debajo de un Ford, en un pasaje sin salida. Un partido imposible. Devolvió los disparos, agachado debajo del auto. Al otro lado, siete u ocho agentes. Un torrente de balas. El primero, como cuenta Peña, fue en el fémur, después recibió otro en el tórax y uno en el brazo. El cuarto se coló en la órbita de su ojo derecho. Ahí fue cuando llegaron a rematarlo con una ráfaga de metralleta. Lo dieron por muerto. Pero no. Atajó siete disparos y sobrevivió.

Pasó tres años encerrado hasta que se escapó de la Cárcel Pública con casi cincuenta frentistas por un túnel de más de cien metros. Siguió participando en el Frente como uno de sus comandantes, pero un cáncer al pulmón lo fue debilitando. Murió solo, en octubre de 1991, a los treinta y tres años, en el pasillo de un hospital de Buenos Aires.

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Fernando escapó de Chile haciéndose pasar por mudo, junto a Mónica. Logró llegar a Cuba, donde pudo rehabilitarse. Todavía está prófugo —en el extranjero— como tantos otros que se levantaron en armas contra la represión. Tiene ciertos problemas para hablar, pero se le entiende. Lo que no le falla, eso sí, es la memoria. Y todavía se acuerda de esos momentos en que volaba de un palo a otro con su melena al viento, resguardando la portería del Orompello, sin imaginarse que pocos años después sería uno de los protagonistas de la revolución armada que intentó derrocar a la dictadura.

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Si eras arquero del Orompello, tenías altísimas probabilidades de ser acribillado.

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Raúl Pellegrin era el líder indiscutido del Frente, pero me atrevo a afirmar que Ramiro fue su combatiente más importante en Chile. El rescate de Fernando Larenas marcó el comienzo de una serie de operaciones claves en las que estuvo involucrado, ya sea en su planificación directa o en su ejecución. Solo enumerarlas, resulta abrumador.

Tuvo a su cargo uno de los grupos de cinco fusileros en el atentado a Pinochet, en 1986. Fue parte también del secuestro del coronel Carlos Carreño, liberado tres meses después en Brasil a cambio de trece camiones de ropa y alimentos para los pobladores. Después de la muerte de Rodrigo, fue parte de la Dirección Nacional del Frente, y lideró la campaña “No a la Impunidad”, que pretendía atentar contra violadores a los derechos humanos. Se le atribuye participación en los ajusticiamientos de Roberto Fuentes Morrison, ex jefe del Comando Conjunto, y del coronel Luis Fontaine, responsable del “Caso degollados”, además de los atentados contra Gustavo Leigh, ex comandante en jefe de la Fuerza Aérea, y su socio Enrique Ruiz, protector del Comando Conjunto. Apartándose de esa línea —y en lo que él mismo ha llamado como un grave error político—, se le acusa de participar en el asesinato de Jaime Guzmán (según Ramiro el encargado de esa operación era, ni más ni menos, que su amigo Joaquín: Mauricio Arenas). Por último, estuvo a cargo del secuestro de Cristián Edwards.

Fue detenido en 1993 y condenado a doble cadena perpetua en un recinto inexpugnable: la Cárcel de Alta Seguridad, recién inaugurada. Al parecer esa loca idea fue suya: irse volando. Un día se abrieron las nubes y apareció un helicóptero con dos fusileros del Frente disparando con una sola mano, equilibrándose sobre las patas de la nave. Así, a toda velocidad, al medio del patio, soltaron un cordel que contenía un canastito. Esta fue la vía de escape para Ramiro y otros tres compañeros, despegando del suelo como el Loco Larenas cuando jugaba al arco. Subieron con la rapidez de una operación militar, pero con el tono de esas cámaras lentas con que el cine distingue los momentos inolvidables: la ascensión entre los aplausos descontrolados de miles de presos que no podían creer lo que veían.

Estuvo prófugo un tiempo, pero en el año 2002 cayó en Brasil por el secuestro de un publicista. Ahí se encuentra, desde hace quince años, encerrado en condiciones durísimas, esperando que lo extraditen a Chile para cumplir con sus condenas.

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Iván Hernández Norambuena terminó contagiándose por sus compañeros de equipo. Quiso entrar al Frente en Valparaíso, pero era un tipo muy conocido en el puerto, principalmente por sus cualidades futbolísticas. Tuvo que partir a Santiago y entrar en la clandestinidad el año 1985. No era de los que disparaban: aportaba desde la logística.

Tuvo que salir del país el mes de agosto de 1986, para no ser detenido. Permaneció en Buenos Aires, para volver a Chile el año 1990. En el futuro seguiría viajando entre estos dos países.

Sigue viviendo en Valparaíso, sobre el cerro Esperanza, a pocas cuadras de la sede del Orompello.

Aunque nunca hubo una época tan gloriosa como esos últimos años de los setenta, ve que los dirigentes del club miran su historia con ánimo de olvidarla, de bajarle el perfil. Incluso, la copa de campeón que ganaron en esa final a Quintero Unido, ha desaparecido misteriosamente. Muchos jóvenes ignoran lo que pasó ahí, quiénes fueron los que llevaron al Orompello a la gloria. Pero, para Iván, esta historia es parte de la memoria del cerro Esperanza, de Valparaíso y de Chile. Y, como toda épica, merece ser contada.